Vous êtes sur la page 1sur 62

CESARE ENRICO AROLDI

La filosofía
de A. Schopenhauer
Edición y traducción
de
Rodrigo Gléz.-Santander Natera

2
Copyleft 2017 Rodrigo Gléz.-Santander Natera

Creado a partir de la obra:


Copyleft 2016 Edizioni Immanenza, La filosofia di A. Schopenhauer, Ed. Annalisa Manzi

Título y autor original:


La filosofia di A. Schopenhauer, 1903
Cesare Enrico Aroldi

ISBN: 1543278705
ISBN-13: 978-154327870

3
El que traslada ha de ser fiel y cabal, y si fuere posible, contar
las palabras, para dar otras tantas, y no más, de la misma
manera, cualidad y condición y variedad de significaciones que
las originales tienen, sin limitallas a su propio sonido y parecer,
para que los que leyeren la traducción puedan entender la
variedad toda de sentidos a que da ocasión el original, si se
leyere, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les
pareciese.

Fray Luis de León[1]

4
5
Índice
Breve nota sobre el autor
LA FILOSOFÍA DE A. SCHOPENHAUER
Prefacio
Primera parte.Arturo Schopenhauer — Vida y personalidad del filósofo
Segunda parte. La filosofía
La filosofía metafísica
La filosofía moral
La filosofía práctica

6
7
8
Breve nota sobre el autor

Son escasas las noticias biográficas sobre Cesare Enrico Aroldi; sabemos que nació en
1875 en Viadana, en la provincia de Mantua, y que de joven se aproximó a la logia
milanesa La ragione.
Desde joven, inicia su carrera editorial colaborando con la casa editora Sonzogno
ocupándose de la colección Biblioteca del popolo (en la que aparece el ensayo La
filosofía de A. Schopenhauer[2]).
Abandonada esta colaboración, en Milán en 1914, fue uno de los socios fundadores
de la casa editora Athena, junto con Rafael Sonzogno al que, sin embargo,
rápidamente se le liquidó su parte. Entre los nombres más notables de colaboradores
de esta casa editorial se leen los de Clemente Rebora junto al de Irene Riboni y Siro
Attilio Nulli, ambos tuvieron la desgracia de ser apartados de la enseñanza a causa del
fascismo.
Aroldi habría querido publicar todas las obras de Nietzsche en Italia a través de su
casa editora Athena. Por entonces, al menos algunas habían visto la luz gracias al
editor Fratelli Bocca de Turín y se las criticaba por la baja calidad de sus
traducciones; además, estaban mal vistas por la hermana de Nietzsche, Elisabeth
Förster-Nietzsche —única heredera—, por la venta popular, y a veces de contrabando,
que abarataba el precio y no le reportaba ningún dinero. Al respecto, Aroldi mantuvo
una larga correspondencia con la hermana de Nietzsche para conseguir publicar estos
textos, pero en la competición estaba también la casa editora Monanni (ex Casa
editrice sociale) que, aparte de haber hecho una oferta económica interesante por los
derechos de traducción, podía presumir de un muy respetable traductor: Angelo Treves.
Durante el fascismo, Aroldi estuvo vigilado por la policía, pues se le consideraba
peligroso y subversivo; y estuvo internado en el campo de concentración de Istonio
Marina, en los Abruzos, desde 1940 hasta 1943.
Cesare Enrico Aroldi, además de haber dirigido y trabajado en casas editoras
conocidas, ha escrito varios ensayos de filosofía; ha escrito, aparte de sobre
Schopenhauer, sobre el Positivismo, el Materialismo, el Racionalismo, sobre Ardigò,
pero también sobre historia y derecho ( El derecho penal en la antigüedad y en el
medievo antiguo, La doctrina del derecho natural y las escuelas posteriores[3]) y política
( La esencia del marxismo, Instituciones medievales[4]); entre sus escritos políticos más
difundidos y conocidos está La esencia del anarquismo, que todavía hoy se publica[5], en
el que expresa, con su típico estilo conciso, simple, pero preciso, los principales
postulados teóricos del pensamiento anarquista.
No se tienen noticias ciertas sobre su muerte.

Annalisa Manzi

9
10
La filosofía
de A. Schopenhauer

11
12
13
Prefacio

La filosofía de Schopenhauer, apreciada tarde en Alemania, tan célebre después en Italia,


Francia, Inglaterra, América, constituye ciertamente, aparte de su valor teórico, uno de
los fenómenos psicológicos más interesantes y curiosos de la intelectualidad moderna.
De hecho, prescindiendo del injerto, que una mente crítica puede estudiar, del
budismo oriental en el tronco[6] del pensamiento europeo —como se sabe Schopenhauer
se declara discípulo de Kant—, sin duda, resulta notable la afirmación pesimista del
filósofo alemán si se la considera como síntoma, dicho tal vez mejor, como expresión del
espíritu contemporáneo.
Si, en verdad, esto no fuese así, ¿cómo explicaríamos la inmensa fascinación ejercida,
cada vez más, por la que E. Quinet define como filosofía de la nada y de la
desesperación, sobre cientos y cientos de admiradores, discípulos, seguidores, entre
ilustres y desconocidos?
No entro en la tesis predilecta de Schopenhauer: el mal, y por tanto el dolor, son
inherentes a la existencia misma del mundo.
Pienso, sobre todo, que el adherirse o rechazarla a priori depende no tanto de su valor
intrínseco como del temperamento personal de quien la toma como objeto de estudio.
Mi propósito, en el presente fascículo, ha sido el de exponer sintéticamente las ideas
fundamentales de la filosofía de Schopenhauer; como expositor —luego no como crítico
—, he tratado, en las breves páginas que presento, de resumir a grandes rasgos los
principios fundamentales y las conclusiones cardinales del pensamiento de Schopenhauer;
y lo he intentado, quizás, no sin audacia, aunque no menos de buen grado, con el fin de
tentar al lector a que abra y medite las obras por su cuenta.
El lector encontrará en la primera parte de este fascículo algunas sumarias noticias
sobre la vida, las costumbres y las ideas de Schopenhauer. Pienso que, aunque escasas,
servirán al juicio crítico del lector, deseoso de adentrarse en la psicología del pesimismo
schopenhaueriano.
La segunda parte versa sobre la exposición de la doctrina metafísica y de la doctrina
moral de Schopenhauer.
Aquí he creído útil el dar un poco de espacio también a las ideas de Hartmann como
su discípulo más ilustre.
En realidad, cualquier sistema filosófico no se estudia y no se juzga solamente en base
a las obras del creador. Para comprenderlo bien y apreciarlo convenientemente es
necesario estudiar sus desarrollos en las obras de los discípulos.
El último capítulo, «La filosofía práctica», es una seleccionada colección de
aforismos. Y para ello me he valido de la bella traducción del clarísimo
Dr. Oscar Chilesotti, tan benemérito como Schopenhauer.

C. E. A.

14
Milán, mayo de 1903

15
16
Primera parte
Arturo Schopenhauer
Vida y personalidad del filósofo

17
18
Antes de morir deseo hacer esta confesión: odio a la nación
alemana a causa de su infinita estupidez y me avergüenzo de
pertenecer a ella.

A. Schopenhauer

Sobre las altas cumbres debe reinar la soledad.

A. Schopenhauer

«En el cementerio de Fráncfort del Meno hay una lápida de granito negro de Bélgica,
medio escondida entre arbustos siempre verdes. Lleva la inscripción Arthur
Schopenhauer, y nada más, no tiene ni fecha ni epitafio. El gran hombre que allí reposa,
así lo quiso. Él no deseaba tener sobre su tumba una inscripción más larga; quería ser
recordado en sus obras; y cuando un día su amigo, Dr. Gwinner, le preguntó dónde
deseaba ser sepultado, él respondió: “No importa dónde; la posteridad sabrá
encontrarme”».[7]
Esta respuesta nos da a priori una idea del hombre...

Arturo[8] Schopenhauer nació en Danzig el 22 de febrero de 1788, un viernes. Aún hoy


existe, aunque transformada, la casa en la que vio la luz, y ostenta el n.º 117 de
Heiligengeiststrasse. El padre, Enrique Schopenhauer, talentoso hombre de negocios,
había acumulado una conspicua fortuna. Los biógrafos refieren rasgos singulares de este
hombre.
Encontrándose una vez, por casualidad, entre los espectadores de una revista de
tropas en Potsdam[9], llamó la atención del rey Federico, el cual al día siguiente le hizo
acudir a su gabinete. El objetivo de la invitación era persuadir a Schopenhauer de
establecerse en Prusia, pero el fiero republicano rechazó categóricamente. Para él,
Federico era el opresor de su ciudad natal, y desdeñó el favor.
La madre de nuestro filósofo, Juana Enriqueta Troisiener, hija de un miembro del
Senado de Danzig, era una mujer con una inteligencia fuera de lo común y fue también
una aplaudida autora de numerosos trabajos literarios, hoy olvidados.
Sometida Danzig por los prusianos, en marzo de 1793, la familia Schopenhauer se
exilió a la Pomerania suiza y finalmente fijó su estancia en Hamburgo. Pero, desde este
momento, la vida de los Schopenhauer se transforma en una secuencia, puede decirse
ininterrumpida, de viajes, en los que participó con los padres el pequeño Arturo; que, de
este modo, estuvo pronto en contacto con las celebridades contemporáneas: Klopstock,
Nelson, Staël, etc.
Cercano a los quince años, una vez que se había manifestado en el jovencito una

19
acentuada tendencia, o quizás mejor, una verdadera pasión por la filosofía, imploró el
permiso del padre para emprender estudios superiores, pero resultó inútil, pues el padre
se había propuesto hacer de él un hombre de negocios. Es curiosa la estratagema ideada
por Enrique Schopenhauer para librar al hijo de sus fijaciones metafísicas. Le puso ante
la disyuntiva de elegir entre un viaje a través de Francia, Inglaterra y Suiza, y la solicitud
de matrícula de una universidad.
Naturalmente, en el primer caso, se trataba de abandonar para siempre cualquier
proyecto de estudios filosóficos para dedicarse en cuerpo y alma a los negocios.

La muerte del padre (¿1804?) cambió la dirección de su carrera. La viuda, carácter un


poco vano y extravagante, era la negación de los negocios; Schopenhauer, ahora libre
para sí mismo, pudo entregarse totalmente a sus queridos estudios, a la meditación sobre
Aristóteles, sobre Platón, sobre Spinoza, sobre Kant; junto al estudio de la zoología, de la
botánica, de la mineralogía, de la física, de la química, de la jurisprudencia, de las
lenguas, de la etnografía, de la música.
En 1813, en Jena, consigue graduarse como doctor en filosofía y hacerse notar con su
famosa tesis: La cuádruple raíz del principio de la razón suficiente[10], que simboliza el
germen de todo su grandioso sistema filosófico.
Se conoce la recepción que la madre dio al trabajo del hijo.
En Weimar, habiéndole presentado Arturo una copia de su tesis, ella no demostró por
la misma siquiera «el interés que un simple conocedor presta al trabajo de un amigo...».
«—¿La cuádruple raíz? —dijo—. Supongo que será un libro para uso de
farmacéuticos».
«Es disculpable —escribe afectuosamente Zimmern— la altiva respuesta dada por
Arturo».
«—Será leído, madre mía, cuando de tus obras no se encuentre una copia más, ni
siquiera en los desvanes».
En Weimar, Schopenhauer frecuentó a Goethe, que lo tuvo en alta estima, y entabló
amistad con Federico Mayer, «que lo inició en la sabiduría antigua de la India, y en
particular en el budismo».
En relación con la permanencia de Schopenhauer en Weimar, quizá vale la pena referir
una anécdota:
En una asociación algunas chicas se burlaban del joven doctor en filosofía, el cual se había apartado
solo al nicho de una ventana, con mirada severa, visiblemente absorto en sus pensamientos, mientras el
resto de la compañía se reunía alrededor de la mesa.
Un anciano y aristocrático señor[11] se aproximó a las jovencitas preguntándoles por el motivo de su
jocosidad.
—Niñas —dijo entonces Goethe con tono de reprobación—, dejad en paz a aquel joven, dentro de
poco él habrá crecido por encima de nuestras cabezas...

Se conocen demasiado las desavenencias de Schopenhauer con su madre, a la que


acusaba de malgastar su propio patrimonio; y la que le acusaba de misantropía, de un
humor despótico y de megalomanía.

20
Durante muchos años, el mayor desprecio que se le podía hacer al filósofo era
llamarlo el hijo de la famosa Juana Schopenhauer.
«Para ser feliz —escribía su madre a Arturo poco antes de su primera llegada a
Weimar— necesito saber que tú eres feliz, pero no ser testigo de tu felicidad. Siempre te
he dicho que resulta difícil vivir contigo y cuanto más te conozco más siento que crece
esta dificultad, al menos en mí. No te lo ocultaré, mientras que seas el que eres, desearía
sacrificar cualquier cosa antes que convivir contigo. Aprecio tus buenas cualidades, y lo
que me separa de ti no proviene de tu corazón: es tu carácter externo, no tu interno ser;
son tus ideas, tu modo de juzgar, tus costumbres; en una palabra, no hay nada que tenga
que ver con el mundo exterior en lo que estemos de acuerdo. Tu mal humor, tus quejas
por cosas inevitables, tu oscura mirada, las extravagantes opiniones que emites como
tantos oráculos y que nadie puede permitirse combatir; todo ello me turba, ejerce sobre
mí una cierta depresión, que no te es útil. Tus eternas y nimias peleas, tus quejas sobre la
estulticia del mundo y sobre la miseria humana me producen noches malas y sueños
desagradables».
He querido acompañar esta carta porque, aparte de la luz que proyecta sobre la
naturaleza de los disensos que separaron a Schopenhauer de la madre, ella tiene el
inestimable valor de documento para cualquiera que quiera hacerse una idea de las
modulaciones del carácter de Schopenhauer; y, sobre todo, de la derivación de su
filosofía pesimista a partir de las condiciones anormales de su psique...

Con veintinueve años se puso a reflexionar y a escribir El mundo como voluntad y


representación, que fue publicado posteriormente en Lipsia en 1819.
Lo mucho que apreciaba Schopenhauer esta obra es algo conocido por todos.
He aquí lo que él mismo dijo al respecto:
... El acaso[12], soberano patrón de este mundo de razón, me dará vida y paz solo durante pocos años.
Amo a mi obra como una madre ama a su hijo. Cuando esté lista, cuando haya nacido, entonces ello[13]
ejercerá su derecho y pedirá una compensación por la dilación que me fue concedida.
Sin embargo, si en esta época de hierro tuviese que sucumbir antes de haberla terminado, estos
incompletos intentos, estos estudios, serán dados al mundo tal como están; quizá surja después algún
espíritu afín que sabrá conjugar los fragmentos y hallar su pensamiento fundamental. [14]
Publicada la obra y distraído a continuación por el nacimiento de un hijo natural, se
trasladó a Italia y estuvo en Venecia y Nápoles, estudiando en todas partes, atentamente,
el carácter de los italianos y, en particular, el catolicismo, sobre el que nos dejó curiosos
juicios.
En 1820, decidió establecerse en Berlín y dar allí un curso de lecciones. Confiaba en
encontrar oyentes y simpatía. En fin, esperaba poder ocupar en no mucho tiempo alguna
cátedra universitaria. Pero sufrió la decepción. En vez del entusiasmo, o de la
benevolencia que al menos esperaba, encontró frialdad y vacío. ¡Se comprende la
amargura de Schopenhauer! Sus dardos se dirigen especialmente a Hegel y
Schleiermacher, los dos filósofos de moda, en torno a los cuales se congregaba la
juventud de la capital prusiana.
«Modelar la filosofía según el deseo de aquellos que están en el poder, hacerla

21
instrumento de sus propios proyectos para obtener dinero u ocupaciones, me parece el
acto de una persona que recibe el sacramento por satisfacer el hambre y la sed».
¡Estas palabras pretendían herir a Hegel!
Dice en otro lugar:
«Hombres como Fichte, Schelling, Hegel, tendrían que ser excluidos de entre las filas
de los filósofos, del mismo modo que un día los comerciantes y los usureros fueron
expulsados del templo».
Solo que, aparte de la indiferencia del público, de la que por lo demás se consolaba
con ásperos y amargos sarcasmos —aún más amargos que aquellos que hemos referido
—, le ocurrió algo en Berlín que le habría amargado la estancia incluso a alguien menos
hipocondríaco que Schopenhauer.
Viviendo en habitaciones de alquiler, un día descubrió que una amiga de la dueña de su
casa tenía la costumbre de degustar el café con las amigas en la antecámara de la[15] de él.
Cegado por la ira, agarra a la indiscreta y la empuja, echándola fuera; pero la
desafortunada cae sobre el brazo derecho y se lesiona, hasta el punto de declararse
incapaz de ganarse el sustento. El tema llegó a los tribunales y Schopenhauer fue
condenado a mantener a aquella mujer el resto de su vida.
Cuando murió, pobrecita, el filósofo escribió en su certificado de defunción: Obit
anus, abit onus[16].
Archivada la causa, Schopenhauer «se sacudió el polvo de sus botas en Berlín» y
regresó a Italia, pero esta vez más apesadumbrado y desanimado que nunca; no
permaneció allí mucho tiempo.
En 1833, cruza de nuevo los Alpes para establecerse en Fráncfort del Meno y desde
entonces no emprende nuevos viajes.

Se ha lamentado mucho la indiferencia con la que los contemporáneos, durante tres


cuartas partes —se puede decir— de su vida, trataron a Schopenhauer y a su obra. Y la
circunstancia de deberse esta indiferencia a la celebridad de otros filósofos, que atraían a
ellos y, casi se diría, monopolizaban la opinión pública y la fama, acrecentó sin duda el
amargor de sus juicios; mientras que, por otro lado, más que disminuirlo, agigantó a sus
ojos el concepto de su propio genio y de la gloria futura:
He levantado, más que cualquier otro que me precediera, el velo que cubre la verdad. Ya me gustaría
ver a un hombre que pudiese vanagloriarse de tener una masa de contemporáneos más miserables que
los míos.
La indiferencia con la que fue acogida mi obra prueba, o que soy indigno de mi propio tiempo, o que
mi propio tiempo es indigno de mí. Sobre el uno o el otro de los dos casos no se puede decir otra cosa:
el remanente es el silencio.
En el periodo que transcurre entre Kant y yo no hay filosofía, sino solo charlatanería universitaria.
Quien lee a estos emborronadores de tinta pierde el tiempo que dedica a tal lectura.
En otro lugar:
Mi deseo de participar en las discusiones filosóficas del día no es mayor que el de bajar a la calle para
mezclarme en las disputas del vulgo. La vida pasa deprisa y vosotros sois lentos de entendederas; por lo
que no podré gozar de mi reputación y mi compensación está perdida.
Aquel que está sobre una altura inaccesible para los demás debe descender hacia ellos si no quiere

22
quedarse solo.

La vida que llevó Schopenhauer, hasta su muerte en la ciudad libre del imperio alemán,
es la de un eremita dedicado al estudio, a la soledad, escribe Zimmern.
Por eso lo llamaban: el excéntrico loco de Fráncfort, el asceta moderno, el
misántropo de Fráncfort, el sabio; aunque solamente pudo aspirar a este último título
cuando su reputación empezó a hacerse camino.
«Hubo un tiempo —escribe siempre Zimmern— en el que su persona, que pasaba con
paso apresurado, era considerada como una de las curiosidades de la ciudad; el tiempo en
el que el dueño del albergue de Inglaterra, donde comía, respondía a los que le
preguntaban si tenía huéspedes distinguidos: —Sí, el doctor Schopenhauer».

En 1836, después de diecisiete años de silencio, Schopenhauer publicó un tratado: La


voluntad en la naturaleza.
La obra fue premiada[17] por la R. Academia de Drontheim (Noruega).
La espesa oscuridad, que hasta entonces había envuelto la mente del filósofo, al fin,
pareció aligerarse bajo un primer rayo de gloria.
Pero el año siguiente, habiendo concursando de nuevo con un ensayo sobre el
Fundamento de la moral, los académicos escoceses[18] le negaron el premio, más que por
una razón intrínseca, por el tono inconvenientemente ofensivo con el que el escritor
criticaba a los más grandes filósofos contemporáneos (¡¡!!).
En verdad, no se puede negar que Schopenhauer haya caído algunas veces en la
grosería e incluso en lo grotesco, como, por ejemplo, allí donde llama fabricadores de
enemas, lamedores de lardo a sus colegas filósofos.
La severidad de estas frases se atribuye, en gran medida, a la rigurosidad natural de su
carácter, que podemos imaginar en un estado de continua tensión; por lo demás, a la
«conjura del silencio» que, en opinión de Schopenhauer, habían urdido en su contra los
profesores de las universidades alemanas... Hasta en los años de la gloria, cuando su
ceño fruncido parecía relajarse y sonreír, los habituales sarcasmos contra la filosofía
universitaria no brotaron menos copiosamente de su pluma.
«Hay más que aprender en una página de esos libros indios que en diez volúmenes de
los filósofos que surgieron después de Kant».
Mientras, Schopenhauer se esforzaba en imprimir una nueva edición de su Mundo
como voluntad y representación.
En 1846, conoció a Julio Frauenstädt, con el que intimó después, y en el que halló un
fiel discípulo más que un propagandista entusiasta de su filosofía.
Tampoco a Schopenhauer se le escapaban los progresos que este último hacía cada
día, si bien lentos y atravesando todo tipo de obstáculos.
«Surge —escribe— una congregación silenciosa, que yo que querría más
clamorosa...», aludiendo a la multitud de discípulos que, ordenadamente, le rodeaban...
El verdadero bautismo de la gloria no llegó antes de 1854.
Este año público su gran libro titulado: Parerga y Paralipomena, con el sentimiento de
quien obra tal cosa con la que se cumple su «misión en el mundo».

23
Por suerte, la estrella de Schopenhauer, finalmente, había despuntado; el libro gustó.
Contento por el éxito, Schopenhauer se vuelve más amable y exclama satisfecho que:
«Ahora cada uno tendrá motivos para retornar a la literatura con seriedad».
En cuanto a los adversarios, se consolaba pensando que podría alcanzar «la edad de
noventa años». «Ellos —escribe— piensan que ya estoy viejo, que pronto moriré y que
todo habrá pasado para mí...».
Por eso él no cesaba en llamar «bribones» a los profesores, y de detestar el
«execrable» contencioso que habían mantenido con él.
Es importante observar con cuánta preocupación en los mínimos detalles, en el breve
periodo de la gloria —los últimos diez años de su vida—, seguía Schopenhauer todo lo
que se refería a su obra filosófica... Leía todo lo que le atañía; tanto en las revistas como
en las obras filosóficas, buscaba con ansia reseñas y críticas de su sistema; incluso se
había reconciliado con los periódicos alemanes, pues ahora se ocupaban de él...
En 1855, un retrato al óleo de Schopenhauer resultó muy admirado en la exposición
de Fráncfort. En 1859, una admiradora de Schopenhauer, la señorita E. Ney, esculpía su
busto de modo tan artístico «que ninguno de los artistas de aquí (entiéndase de
Fráncfort) habrían podido hacerlo tan bien».
Y, satisfecho, escribe:
«Mirad cómo la gloria crece como un incendio; es decir, no avanza según una razón
aritmética, sino según una razón geométrica, e incluso cúbica. ¡Ahora los profesores
podrán caminar sobre la cabeza si creen en ello! ¡FUSTA !».
Los biógrafos han conservados para nosotros los detalles de la muerte de
Schopenhauer, desde los primeros síntomas del mal que acabó con su vida, aparecidos
en la primavera de 1860, hasta la catástrofe, ocurrida, casi de improviso, el 22 de
septiembre del mismo año.
El Dr. Gwinner, médico y albacea testamentario de Schopenhauer, nos refiere la última
visita que hizo al filósofo pocos días antes de que muriese. La voz de Schopenhauer no
traicionaba debilidad, aunque se doliera de palpitaciones de corazón. No le fastidiaba,
decía, el pensamiento de que los gusanos consumirían su cuerpo; más preocupado se
mostraba por el mal uso que los profesores universitarios harían de su espíritu...
Continuando la conversación, el filósofo habló a Gwinner sobre el placer que le producía
su celebridad, y del temor de que la muerte no le tuviese reservado el tan deseado
nirvana...
El 21 de septiembre, como de costumbre, se levantó, se dio su baño frío, y desayunó.
Su sirvienta hizo entrar el aire fresco de la mañana en la habitación, después se marchó, tal como se le
ordenaba.
Momentos después, llegó el médico, quien se encontró muerto a Schopenhauer, apoyado en el canto de
su sofá.
La muerte, para él, había sido fácil, repentina y sin dolores. [19]

Sin duda, mucho se ha escrito, y se ha dicho, sobre los singulares rasgos de


Schopenhauer.
Tenía una profunda antipatía a «la gentuza», y el solo pensamiento de que el poder

24
llegara a caer en sus manos le aterrorizaba.
En relación con esto, son curiosas las siguientes partes de una carta a Frauenstädt,
escrita en marzo de 1849:
«... ¡Pero qué tiempo hemos pasado! Imagínese, el día 18 de septiembre se montó
una barricada sobre el puente y los bribones se encontraban cerca de mi casa disparando
contra los soldados, que respondían y hacían temblar la casa con sus balas. De repente,
escucho unas voces y oigo cómo golpean la puerta cerrada de mi habitación. Pensando
que se trataba de la canalla soberana, me pongo a fortificar la puerta, mientras que, del
otro lado, se propinan golpes contra esta cada vez más fuertes, más amenazantes. Al fin,
reconocí la voz de mi dulce sirvienta: “Solo son unos pocos austriacos”. Abro
inmediatamente la puerta a estos buenos amigos, e irrumpen en mi habitación veintidós
bohemios con calzones azules para disparar a la gente desde mis ventanas; pero, rápido,
les pareció que podían alcanzar mejor su objetivo desde la casa vecina. En la primera
planta se encontraba el oficial observando al populacho, que se agitaba tras la barricada.
Envié, de inmediato, el gran catalejo con el que usted ha observado el globo...».
Este fragmento documenta el reaccionarismo represivo[20] [forcajolismo] de
Schopenhauer, la rara excentricidad de un temperamento irritable en grado sumo, lleno
de sospechas, terrores, rarezas...
Siendo un niño de apenas seis años, se imagina que le abandonaban sus padres, los
cuales, al regresar de un largo paseo, se lo encuentran con el rostro cubierto de lágrimas.
Se sabe que una de las máximas predilectas de Schopenhauer fue esta: es más
prudente temer que confiar.
De noche, el más leve rumor bastaba para hacerle saltar sobre la cama con la mano en
las pistolas cargadas, que siempre tenía preparadas. Escribía en latín y griego las
anotaciones sobre sus asuntos; y los objetos de valor que poseía se hallaron escondidos,
tras su muerte, en los sitios más extraños. Tenía costumbre de denominarlos con
nombres ficticios, con la intención de burlar la astucia de los ladrones. Así, por ejemplo,
llamaba Arcana medica a sus títulos valores.
Todos conocen el terror de Schopenhauer a las enfermedades contagiosas, a las
guerras y a los procesos [morbosos]. Nunca quiso fiarse de la navaja del barbero; y
portaba constantemente consigo una pequeña taza de cuero, y en ella se servía cada vez
que comía en un lugar público.
Por esta razón, sus boquillas y pipas eran objeto de una especial vigilancia... Por eso
encontramos frecuentes ataques de terror del todo injustificados, y que él deploraba y
combatía en vano.
«... Cuando no tengo nada por lo que inquietarme —escribe—, precisamente por esto,
la inquietud se apodera de mí, como si tuviese que existir algún mal del que desconozco
tan solo temporalmente. Misera conditio nostra».
Huye de Nápoles nada más estallar la viruela; en Verona le asalta el temor de haber
pellizcado algún tabaco envenenado. En su juventud teme por los procesos [morbosos],
y por la tisis.
Se ha dicho que Schopenhauer no fue un buen patriota.

25
«Este Schopenhauer —escribe Böhmer— es un resabido insoportable. Todos estos
filósofos antialemanes e irreligiosos tendrían que estar encerrados por el bien común».
En Roma, durante su breve estancia, de la que se hace mención en la biografía del
célebre historiador y anticuario J. F. Böhnser, frecuentaba el café Greco con el poeta
Rückert y con el novelista L. Schefer, optimistas irreductibles; y otros hombres de entre
los más conocidos de la Alemania intelectual. Pero, tal y como parece, la compañía de
Schopenhauer no debía agradarles demasiado.
Un día, Schopenhauer proclamó que la nación alemana era la más estúpida de todas,
superando solo en una cosa a las demás: en el poder hacer de menos a la religión...
Le echaron, por supuesto, como si fuese un sacrílego.
El mal humor de Schopenhauer contra Alemania y los alemanes le dicta, algunas
veces, sentencias acres, pero siempre expresivas. No vacilaba al decir que se
avergonzaba de ser alemán...
Hablando sobre los sajones, decía:
«Los sajones del norte son tontos sin ser desgarbados, y los del sur son desgarbados
sin ser tontos».
En otro lugar, dice:
«La patria alemana no ha educado en mí a ningún patriota».
Por no hablar del descuido de Schopenhauer a la mujer, que él consideraba
únicamente como fémina, es decir, solamente como un valor sexual. De la mujer, por lo
general, dice que hay que saberla «encerrar, golpear y alimentar bien».
Schopenhauer ostenta desprecio hacia este sexo «de baja estatura, de espaldas
estrechas, de largas ancas, de cortas patas, absolutamente antiestético... Atractivo solo
cuando el instinto le invade».
Pero se complacía repitiendo con Byron: «Cuanto más veo a los hombres menos me
gustan; todo iría bien si pudiese decir lo mismo de las mujeres».
La filosofía estaba, sin duda, en el ápice de sus preocupaciones, de sus sentimientos,
¡de sus pensamientos! Schopenhauer vive para la filosofía, ¡no de la filosofía! De ahí la
gran impronta de sinceridad de sus obras; de ahí, también, creo, la altivez con la que —
aparte de la consciencia de su propio valor— miraba a los contemporáneos... «El genio
—escribe Schopenhauer— es solitario».
En otro sitio:
La filosofía es como una cima de los Alpes: la ardua vía que os guía está salpicada de piedras y
espinas; cuanto más alto ascendéis, más desierta y melancólica se vuelve. Pero quien se ha encaminado
no debe conocer el miedo; debe dejarlo todo tras de sí; y, finalmente, se cuidará de caminar entre los
hielos. A menudo, este camino le conducirá al borde de un precipicio, desde donde su mirada podrá
descender hasta un valle que verdea; el vértigo le asaltará e intentará arrastrarlo abajo, pero ha de resistir,
ha de echarse atrás. Por otro lado, después, ya habrá dejado el mundo tras de sí. Se desvanecerán de su
mirada los desiertos y las ciénagas, las irregularidades de la superficie del globo; el rumor de los
conflictos humanos no puede llegar tan alto, y, pronto, el ojo del filósofo percibirá la forma de la tierra.
Ahora, el viandante se encuentra en una atmósfera limpia y fresca, y podrá contemplar el sol mientras,
por debajo de él, todo se pierde aún en la oscuridad de la noche.

Dotado de una sana constitución, la vida de Schopenhauer transcurría, por decirlo así, en

26
la invariable línea de reglas que él mismo se había impuesto. Por lo general, no dormía
más de nueve horas; y, recién levantado, entre las siete y las ocho de la mañana, se daba
un baño frio. Después, se vestía, o se preparaba él mismo su café. Como daba
muchísimo valor a las horas matutinas, había prohibido rigurosamente a su sirvienta que
se dejase ver. Creía que toda interrupción en esas horas era dañina para el cerebro, que
él comparaba con un instrumento musical bien afinado... Trabajaba, así, cerca de tres
horas; después recibía a las visitas, pero, como conversando tendía a perder la noción del
tiempo con facilidad, la mujer de la casa tenía orden de aparecer a mediodía en punto; y
para sus invitados esta era la señal de ausentarse.
Comía mucho, y gustosamente conversaba después de comer, pues creía que la
conversación favorecía la digestión.
Después de comer volvía a casa, se servía un café, y descansaba una hora. Por la
tarde, daba su habitual paseo, acompañado por su fiel perro Ahna (alma del mundo).
Prefería la campaña solitaria.
«Cualquier lugar enteramente inculto y salvaje, aun estando abandonado a sí mismo y
alejado del hombre, estará adornado del modo más exquisito por la naturaleza».
Por eso «aceleraba la llegada de la primavera con el deseo», y saludaba los
precursores signos de esta estación...
En verano salía a menudo todo el día.
La cena de Schopenhauer era frugal: un plato de carne fría y media botella de vino
suave. Aborrecía la cerveza.
Cuando en el albergue no encontraba compañía, se marchaba a casa, se encendía la
pipa, una pipa de cinco pies de largo, y se ponía a leer alguna página del Oupnekhat.
«El Oupnekhat ofrece la lectura más elevada y más agradable que pueda hallarse
sobre la tierra; este libro ha sido la consolación de mi vida y será también la de mi
muerte...».
El despacho de Schopenhauer era muy simple; sobre el escritorio, al lado del busto de
su maestro europeo, Kant, tenía una estatua dorada de su maestro oriental, Buda. Por el
resto, retratos de Kant, Descartes e infinitos grabados de perros.
Se conoce la admiración de Schopenhauer por los antiguos. Por encima de todos,
apreciaba a Aristóteles, Platón y Séneca. El inglés era su lengua predilecta, también
porque le abría el paso a la literatura sánscrita y a la sabiduría hindú.
Aunque Schopenhauer estuvo numerosas veces a punto de casarse, murió soltero,
convencido de que «quien tenga que pensar en la mantequilla y en el pan no podrá crear
más».
Él pensaba —el lector casado juzgará si con razón o erróneamente— que un hombre,
desde que se casa, se convierte en una suerte de caballo de tres al cuarto, de buscavida;
y solía repetir a los jóvenes: «El matrimonio es guerra y dependencia».
Ha sido justamente destacada por muchos la extraordinaria impresión que, con tan
solo verlo por primera vez, producía en muchos la figura de Schopenhauer.
Todavía joven, un día se encuentra con un viejo señor que se le acerca para decirle
que él, Arturo Schopenhauer, algún día sería un gran hombre.

27
En la table d'hôte[21], un francés, que se sentaba enfrente de él, exclamó de repente:
—Je voudrais savoir ce qu'il pense de nous autres ; nous devons paraître bien petit
a ses yeux ! [22]
Zimmern habla de un joven inglés que se negó resueltamente a cambiar de sitio
empleando estas palabras: «Quiero permanecer aquí porque me gusta ver su
inteligente rostro».

Estas son las palabras con las que su amigo, el Dr. Gwinner, despidió el féretro de
Schopenhauer:
El féretro de este hombre raro, que vivió en medio de nuestra generación pese a permanecer extraño a
ella, suscita extraordinarias reflexiones. Ninguno de los aquí presentes está unido a él por dulces vínculos
de sangre; ha vivido solo, y solo ha muerto. Incluso, en presencia de su cuerpo, algo nos dice que él
obtuvo una compensación por su soledad. Cuando vemos descender a la tumba amigos y enemigos
nuestra mirada busca algún gozo duradero, y cualquier otro deseo calla frente al ardiente de conocer las
fuentes de la vida.
Este anhelo por conocer lo eterno, esta pasión que solo alcanza a la mayor parte de los hombres en el
último instante de su vida, le acompañó durante toda su existencia. Amaba sinceramente a la verdad,
tomaba en serio a la vida, esquivó las vacías apariencias desde su juventud, sin atender a que esto podía
aislarle de toda relación humana y social.
Este hombre, profundo y rico en pensamientos, en cuyo pecho latía un corazón cálido y bueno, vivió
como un niño disgustado por el juego; solitario y desconocido, pero sincero y fiel a sí mismo. Nacido y
educado en el bienestar, los pesos y disgustos de la vida no entorpecían su genio. Él fue siempre
reconocedor de este gran bien; no deseaba otra cosa que merecerlo, y siempre estaba dispuesto a
renunciar a todo lo que constituye la delicia de los demás para no venir a menos de su elevada misión.
Por mucho tiempo su misión terrenal le estuvo vedada; el laurel que ahora cubre su frente le fue
concedido solo al final de su vida, pero, en su interior, la fe en su misión se mantuvo firme como una
roca.
Durante los largos años en que vivió inobservado en la oscuridad, no se alejó nunca, ni un ápice, de su
verdadero camino; se volvió frío en el servicio a la ciencia que había elegido, sin olvidarse de cuanto dice
el libro de Esdras: «Grande es la verdad, y superior a todas las demás cosas».

28
29
30
Segunda parte
La filosofía

31
32
La filosofía metafísica[23]

El problema del mundo no está resuelto sino en mí. El mundo no


existe sino por mi voluntad. Pude hacerlo, puedo deshacerlo
como me plazca. El fantasma que muevo a mi antojo lo evoqué
para mi desgracia. Lo puedo, si lo quiero, reconducir de nuevo a
la nada.

Schopenhauer[24]

«El mundo, en sí mismo, no es más que una enorme voluntad, que constantemente se
adentra en la existencia».
Helas aquí las palabras con las que el señor Oxenford resumió la metafísica de
Schopenhauer.
Seguro que el lector no necesita que le repita que el libro titulado El mundo como
voluntad y representación[25] es la obra capital —el opus maximum— de Schopenhauer.
Mejor, tratemos de ofrecer, en las pocas páginas que siguen, una idea adecuada, si
bien sumaria y elemental.

Permítanos el lector traducir, a partir del hermoso libro de Ribot, algunas partes
importantes en las que, por decirlo de alguna forma, queda expuesta en síntesis la teoría
de la preeminencia de la voluntad; teoría que, sobre cualquier otra, ha de aclararse en un
sumario, aunque elemental, de la filosofía de Schopenhauer:[26]
«La voluntad constituye el centro de nosotros mismos y de todas las cosas; se sigue
que nosotros debemos asignar el debido lugar que, usurpado por la inteligencia de
Anaxágoras, le pertenece a esta parte. En el volumen que corona su gran obra,
Schopenhauer ha escrito un notable capítulo acerca de la preeminencia de la voluntad; y
sobre la inferioridad del principio intelectual, que él considera como un fenómeno
cerebral exclusivamente. Para decirlo de un modo más preciso, la inteligencia es un
fenómeno terciario. El primer lugar compete a la voluntad, el segundo al organismo que
encarna su objetivación inmediata, el tercero al pensamiento en tanto función del cerebro
y, por ende, del organismo. Puede aseverarse, por tanto, que la inteligencia es un
fenómeno secundario, y el organismo un fenómeno primario; la voluntad es abstracta,
metafísica, la inteligencia es física; la inteligencia es una apariencia, la voluntad una cosa
en sí misma; yendo a un sentido aún más transcendental: la voluntad es la esencia del
hombre, la inteligencia es un accidente; la voluntad es la cosa, la inteligencia es la
forma; la voluntad es calor, la inteligencia luz».
Esto se aclara por los siguientes hechos:
1.º Cualquier cognición implica un sujeto y un objeto; aunque el objeto es el elemento

33
primitivo esencial... Analizando nuestras cogniciones, concluiremos que la voluntad, con
sus afectos, constituye aquello que, en nosotros, se conoce más clara y universalmente:
luchar, desear, huir, esperar, temer, amar, odiar; es decir, todo lo que tiene que ver con
nuestro bienestar o malestar no es, en último término, más que una modificación del
querer o del no querer.
2.º La base de la conciencia, en cada animal, es el deseo. Este hecho fundamental
encuentra su confirmación en el instinto de conservar la propia vida, el bienestar propio,
y de reproducirse. A medida que este mismo instinto es obstaculizado o satisfecho,
surgen la alegría, el dolor, el miedo, el odio, el amor, el egoísmo, etc. Este hecho
primordial es común al hombre y al pulpo. La divergencia que existe entre los distintos
animales se debe a la divergencia del intelecto.
Se sigue que la voluntad aparece como el hecho primitivo, esencial; la inteligencia
como el hecho accesorio.
3.º Si estudiamos la serie de los animales, observamos cómo, poco a poco, la
inteligencia se vuelve más débil y más imperfecta; la voluntad no padece una
degradación similar. La voluntad reside entera en el más microscópico insecto, el cual
quiere lo que quiere con la misma precisión y energía que el hombre. La voluntad
permanece siempre igual a sí misma, y se muestra de modo extraordinariamente simple:
querer o no querer.
4.º La inteligencia se cansa; la voluntad es incansable. La primera, ente secundario y
físico, resulta afectada por la ley de la inercia, lo cual explica que en los trabajadores
intelectuales se dé también el reposo; y porqué la edad debilita el cerebro, algunas veces,
arrastrando tras de sí la imbecilidad y la locura.
Viendo retornar al estado mental de un niño a hombres como Swift, Kant, Walter
Scott, Southey, Wordsworth y muchos otros, ¿cómo negaremos que la inteligencia sea,
simplemente, un órgano, una función del cuerpo, aunque, en sentido contrario, este
último sea una función de la voluntad?
5.º Tan cierto es que la inteligencia no constituye más que un elemento secundario,
como que ella solo puede actuar cuando la voluntad calla, y no se interpone; hace mucho
tiempo que se observó que la pasión es la acérrima enemiga de la prudencia.
Con razón, dice Bacon:
«El ojo de la inteligencia humana no es un órgano de percepción libre (lumen
siccum[27]), sino más bien un ojo velado por la voluntad y la pasión».
6.º Por otra parte, no es menos cierto que las funciones de la inteligencia pueden
resultar aumentadas bajo el estímulo de la voluntad, y toda vez que la voluntad y la
inteligencia concurren en un mismo trabajo. Una observación popular dice: «La
necesidad es la madre de las artes». Luego: facit indignatio versum[28], etc. Algunos
hechos citados por los estudiosos del mundo zoológico prueban cómo, también en los
animales, la inteligencia obedece cuando impera la voluntad, mientras que lo contrario no
se comprueba nunca.
La inteligencia siempre permanece eclipsada por la voluntad, como la luna por el sol.
7.º Si, como creen los muchos, la voluntad tuviera su origen en la inteligencia, siempre

34
se tendría que hallar mucha voluntad allá donde se encuentra mucha sabiduría y mucha
razón.
Y no siempre esto es así, como lo prueba el ejemplo de cada época. La inteligencia es
el instrumento de la voluntad, como el martillo es el instrumento del herrero.
8.º Observemos, por separado, las virtudes y los defectos que presentan la inteligencia
y la voluntad. La historia, al igual que la experiencia, concuerdan en enseñarnos que
constituyen dos cosas perfectamente distintas la una de la otra. De entre los abundantes
ejemplos que existen solo citaremos uno, el de Francisco Bacon. Los valores del intelecto
siempre fueron considerados como dones de la naturaleza o de los dioses. Las virtudes
morales se entendían como innatas, constituyentes del hombre interior. Todas las
religiones han prometido recompensas eternas, no por las dotes mentales, que son algo
extrínseco, accidental, sino por las dotes del carácter, en las que se encuentra el hombre
mismo. Las amistades duraderas son, las más de las veces, el resultado de la
concordancia de la voluntad; raramente, la consecuencia de una analogía intelectual. De
ahí surge también el poder del que dispone el espíritu sectario, partidario, faccionario,
etc.
9.º También se debería tener presente la distinción que todos hacemos entre corazón y
cabeza. El corazón, primum mobile de la vida animal, se emplea, con razón, como
sinónimo de voluntad. Decimos corazón cada vez que se trata de voluntad; cabeza
cuando, por el contrario, se trata de cognición.
Embalsamamos los corazones de los héroes, no los cerebros; conservamos el cráneo
de un poeta, de un filósofo.
10.º ¿En qué se fundamenta la identidad de una persona? No ya en el cuerpo, que en
pocos años experimenta grandes cambios; ni en la forma, que cambia enteramente en
cada una de sus partes; ni tampoco en la conciencia, que depende de la memoria, la cual,
a su vez, puede destruirse debido a las enfermedades mentales y físicas[29]. Lo que
equivale a decir que la personalidad solo puede descansar en la identidad de la voluntad y
en la inmortalidad de su carácter.
El corazón, y no la cabeza, representa al hombre.
11.º La voluntad de vivir, y el miedo a morir que se deriva, constituye un hecho previo
a la inteligencia, y también independiente de la inteligencia.
12.º También en su propia intermitencia, en el propio carácter periódico, la inteligencia
revela su naturaleza secundaria y dependiente. El hombre que duerme profundamente no
tiene conciencia de sí mismo. Solamente el centro de nuestro ser, el principio metafísico,
aquel primum mobile[30] no se detiene. Si lo hiciese se detendría también la vida.
Mientras el cerebro descansa, y con el cerebro el intelecto, las funciones orgánicas
prosiguen su trabajo. El cerebro, cuyo oficio es el saber, es un centinela que la voluntad
ha colocado en la cabeza para observar el mundo exterior, a través de las ventanas de los
sentidos. De ahí se deriva el estado de esfuerzo perpetuo, de tensión incesante en el que
se encuentra el cerebro, y de ahí también su dependencia del reposo.
Se comprenden fácilmente las palabras de Schopenhauer: «Otros han dicho que la
voluntad era libre, yo he probado que es omnipotente».

35
En esencia, para Schopenhauer, el mundo no se reduce a otra cosa, por decirlo con su
misma expresión, que «a una voluntad inmensa que se adentra en la existencia». A
partir de esto, notará el lector cómo toda la metafísica de Schopenhauer gira en torno al
principio de la voluntad.
De hecho, la originalidad del gran pesimista no consiste sino en la afirmación de este
principio, como ánimo y causa del universo...

Schopenhauer intuye el universo como una unidad; si bien esto lo habían hecho antes
que él —y Schopenhauer lo reconoce— Bruno, Spinoza y Schelling.
«A mí, exclama, estuvo reservada la tarea de explicar la naturaleza de esta unidad,[31]
de explicar en qué modo ella aparece como pluralidad...».
En otras palabras, Schopenhauer toma a la natura naturans (la inteligencia), la
substancia infinita (pensamiento y extensión) de B. Spinoza, y afirma que ella no es más
que una voluntad; hace de esta voluntad la esencia misma del mundo, la causa causarum
de los fenómenos, el gran demiurgo.

A primera vista, quizá parecerá al lector que, así reducida, la tesis fundamental de la
filosofía de Schopenhauer presenta poca o ninguna originalidad. Parecería, en verdad,
que Schopenhauer no haya hecho nada mejor que sustituir con una palabra nueva —la
palabra voluntad— otras palabras, por ejemplo, la palabra substancia, empleada antes
por Spinoza.

Entre Spinoza y Schopenhauer existiría, desde este punto de vista, una sola diferencia:
que, mientras el primero alcanzó conclusiones optimistas, el segundo llegó a conclusiones
pesimistas opuestas. Y para explicar esta divergencia de conclusiones se podría, por
ventura, invocar fácilmente la divergencia del temperamento fisiológico y psíquico de los
dos pensadores; por lo que si Benedicto Spinoza, de raza hebrea y equilibrado, estaba
predispuesto al optimismo, Arturo Schopenhauer, de raza teutónica y neurótico, estaba
predispuesto al pesimismo. Sobre tal tela, digo, se podría bordar un capítulo de
psicofisiología comparada que puede servir también como crítica filosófica.
Por buena ventura, no debemos penetrar en tales cavilaciones, mientras que nos
incumbe un único y muy modesto encargo: el de expositores.
De paso, sin embargo, diré lo que, al menos a mí, parece el aspecto original, el signo
característico de la doctrina de Schopenhauer, en una palabra, el aspecto por el que tal
doctrina, aparte del pesimismo, se distingue a primera vista de doctrinas filosóficas
análogas, pongamos, de la de Bruno, Spinoza y de Schelling. Lo podemos expresar con
las mismas palabras de Schopenhauer:
«Esta solución del ego y del alma, durante tanto tiempo indivisibles, en dos
constituyentes heterogéneos, es, para la filosofía, lo que fue para la química la solución,
encontrada por Lavoisier, del agua en oxígeno e hidrógeno».
Se diría que, mientras que los otros pensadores consideraban a la inteligencia como un
atributo de la voluntad —o, con otras palabras, como algo integral, esencial a la
voluntad—, Schopenhauer la considera como un fenómeno en sí mismo, independiente,

36
secundario; una función del organismo...
Las posibles consecuencias de tal premisa son formidables.
En verdad, si la causa del mundo es una voluntad carente de inteligencia; si la
inteligencia no tiene nada que ver en la dinámica de los fenómenos, o si, en la mejor de
las hipótesis, tiene que ver como criada de la voluntad; si, en fin, a una voluntad pura,
vale decir ininteligente, se deben reducir los fenómenos del mundo sensible; aquellas
fórmulas de armonías preestablecidas, de perfección, del bien, etcétera, en las que, hasta
Schopenhauer, se complacían los cerebros de los filósofos, no resisten ya la crítica; más
bien, todas, sin excepción, se desploman en el caos del absurdo, de lo legendario, de lo
quimérico.
La existencia del mundo de los fenómenos, dice Schopenhauer, se explica
ampliamente cuando se la considera como el resultado del continuo agitarse de la eterna
voluntad, substratum de cualquier existencia; del deseo de esta misma voluntad de
exteriorizarse en alguna forma externa.
Pero volvamos, más directamente, a la parte expositiva.
La voluntad, que Schopenhauer asume como la base del ser, es, como se sabe, la
voluntad de vivir.
Sentado esto, surge inmediatamente el problema: ¿esta voluntad es buena o mala?
Esto equivale a decir que Schopenhauer, resuelto el problema cosmológico con la
fórmula de la voluntad, se eleva, ciertamente, hasta el problema ético. También podemos
decir que, para Schopenhauer, el problema del mundo constituye un problema ético por
excelencia...

El lector, probablemente, me dispensará de referir la respuesta de Schopenhauer.


Él está convencido de que el deseo es la causa de todo mal; y, en segundo lugar,
piensa que cada deseo puede reducirse a la afirmación de la voluntad de vivir. Si se
admite esto, le resulta inevitable el concluir que el mal es algún tipo de cosa inherente a
la esencia del mundo; le resulta, digo, inevitable el reconocer que el pesimismo descansa
sobre bases filosóficas incontestables.
El mundo entero, dice Schopenhauer, resulta perturbado por la maldad. La voluntad
de vivir, que es el ánimo, lo domina todo: del átomo a la estrella, de la semilla al
gigantesco árbol de la selva tropical, del protozoo al hombre. De hecho, la voluntad, en sí
misma, ciega, irracional, indiferenciada, cada vez que se particulariza en una existencia
individual cualquiera, se convierte, inmediatamente, en causa de sufrimientos y
desgracias. Mientras que, libre de sí misma, en el infinito devenir del ser, la voluntad no
es ni buena ni mala; mientras que, digo, considerada de forma indiferenciada, es decir,
como entidad metafísica, la palabra voluntad no es otra cosa que la voluntad de vivir,
esta misma voluntad, desde el instante en que se concretiza, en que se objetiva en las
criaturas particulares que pueblan el universo, deviene mala por el hecho de haberse
transformado en la voluntad de vivir a costa del otro, es decir, de las demás criaturas...
El mal es, por lo tanto, esencialmente inherente al mundo de los fenómenos, no
pudiéndose erradicar sin que, a su vez, desaparezca el mundo.

37
Hasta que la voluntad de vivir, que constituye el ánimo esencial del universo, no se
extinga, hasta que no sea reducida a cero, el mal permanecerá como una incurable
realidad.
Dicho lo cual, se entiende el apóstrofe de Schopenhauer: «¡Es un mundo que nunca
debió haber existido!».

No todos los seguidores de Schopenhauer han adoptado automáticamente el pesimismo,


tanto es así que, para profesarse seguidor de Schopenhauer, lejos de tener que adherirse
necesariamente a sus conclusiones pesimistas, solo necesita compartir el principio
fundamental de la voluntad, concebido como esencia y ánimo del mundo.
El principio de la voluntad irracional puede, con otras palabras, constituir tanto el
presupuesto del pesimismo como del optimismo.
El mismo E. Hartmann, el cual en la Filosofía del inconsciente[32] [Filosofia
dell’Inconscio[33]] había llevado hasta sus últimas consecuencias el pesimismo de
Schopenhauer, ha expresado después, en publicaciones posteriores, el deseo de mitigar, o
incluso de abandonar, muchas de las opiniones más audaces propugnadas en dicho libro.
Volviendo a Schopenhauer, su pesimismo puede, sin duda, considerarse, en gran parte,
reflejo de su carácter particular. ¿Cómo habría podido reflejarse ese sistema nervioso
constantemente irritado, y ese íntimo estado de ánimo siempre turbado y conflictivo, en
una concepción filosófica hecha de seriedad, de fe, de bondad? Quinet, en relación con
esto, definió a Schopenhauer, y a su seguidor, Hartmann, con una feliz frase: «Los
filósofos del mal humor».
De hecho, independientemente de lo que se diga sobre su moral, de la que nos
ocuparemos sucintamente dentro de poco, es indudable que la filosofía de Schopenhauer
es de desaliento y desesperación. Como observa Quinet,[34] Schopenhauer reduce el
universo a «una pompa de jabón lanzada al aire que se desvanece con el primer soplo»;
«el hombre se reduce a poco más que una aparición, a un meteoro como el arcoíris».
El mundo aparece como una calamidad universal, un despropósito, un contrasentido...
Por eso la existencia es capaz de inspirar horror.
Resulta interesante notar el desarrollo que el pesimismo de Arturo Schopenhauer,
llevado a sus últimas consecuencias, ha tenido en Alemania, especialmente por obra de
Eduardo Hartmann.
El hecho de dar aquí, aunque sea de pasada, una idea sobre esto puede que no sea
inútil, en tanto que complemento a la exposición que se ha hecho sobre la doctrina de
Schopenhauer.

Como se sabe, en el libro de Hartmann la voluntad se convierte en el inconsciente.


El inconsciente es, para Hartmann, el ente universal que no tiene conciencia de lo que
hace...
Presupuesto esto, veamos ahora cómo explica el origen del mundo el ilustre discípulo de
Schopenhauer.
«El inconsciente estaba inmerso en la alegría del no ser. No tenía ni voluntad, ni

38
pensamiento... Esta era su felicidad suprema. ¿Por qué salir de allí? En un momento de
desviación, aquel estado de felicidad inconsciente no le bastó. Quiso manifestarse en el
exterior, obrar, pensar o, mejor dicho, aparecer; en ese momento nació el mundo, es
decir, el dolor, el mal, la desesperación...».
La locura de la creación no tiene, por tanto, otra atenuante que no sea la de la
inconsciencia del Creador. Es una locura sin meta... El universo es un todo irracional...
Es necesario convencerse de «que la voluntad y la existencia son el mal, y que es
menester liberarse de común acuerdo, retornando al no ser».

Por no hablar de las consecuencias prácticas, deducidas por Hartmann, siguiendo las
huellas dejadas por Schopenhauer, a partir de unos presupuestos metafísicos de este tipo.
La primera es, por decirlo así, sintética, en tanto que comprehende todas las otras; es
la de tener por imposible una felicidad terrenal, en otras palabras, la de negar que la vida
merezca ser, no digo vivida, sino apreciada...
¿Qué es el amor? Un engaño...
«Los matrimonios por amor —escribe Schopenhauer— se contraen en interés de la
especie, y no en el de los individuos. Aunque es cierto que aquellos que toman parte en
el juego del amor creen que promueven su propia felicidad, su verdadera meta es a ellos
extraña; y debe ser buscada en la creación de un individuo, creación que solo a ellos
resulta posible...».
Y, en otro lugar, hablando de los deseos y de los impulsos inmortales del amor, por los
que el hombre y la mujer son llevados a ver en la posesión recíproca el ideal de la
incorruptible felicidad, Schopenhauer exclama: «Estos deseos y estos sufrimientos no
pueden nacer a partir de las necesidades de un efímero individuo, sino que son los
suspiros de la especie los que aquí ven una ocasión, que no retornará, para alcanzar su
meta; y, por lo tanto, [ella[35]] emite su lamento...».
Pero, por otro lado, ¿por qué afanarse tras el amor si, en el mejor de los casos, no es
más que una red lanzada al individuo por la voluntad, por el inconsciente, por el «espíritu
de la especie»; y si, por añadidura, este amor tiende a servirse del hombre y de la mujer
a fin de perpetuar el error supremo, la calamidad suprema de la existencia?
De aquí la razón por la que Schopenhauer, primero, y, más explícitamente, después de
él, su discípulo Hartmann, inculcan la continencia sexual.
Se diría que Schopenhauer y Hartmann no quieren que el hombre, que reconoce todos
los errores y todas las aberraciones de la voluntad, del inconsciente, se haga a sí mismo
cómplice de estos mismos errores, de estas mismas aberraciones...

No solo el amor, sino también la amistad, la sociabilidad, la compasión, la gloria y los


placeres estéticos mismos no encuentran perdón en Hartmann, que sume todo en el
mundo de la ilusión, junto al hombre, criatura miserable; reducido a ser, según su punto
de vista, un efímero juego de luz, una huidiza y engañosa sombra, destinada a
desvanecerse en el gran mar del inconsciente...

Una filosofía así, tanto si la explica Schopenhauer, como si lo hace Hartmann, conduce

39
directamente a la aniquilación, al nirvana de la individualidad...
Volveremos a esto, a propósito, en el capítulo siguiente. Mientras, permita el lector que
reproduzca aquí, a modo de cierre, algunos bellísimos fragmentos de Quinet, antes
citado.
Como se sabe, la última parte de su preciado volumen, El espíritu nuevo, es toda una
sátira sobre el pesimismo alemán; y, en particular, de las conclusiones apocalípticas del
gran discípulo de Schopenhauer, Eduardo Hartmann, del que ahora nos ocupamos.
—Maestro, sus conclusiones son una verdadera desesperación. Me empieza a faltar el aire. Me ahogo en
este mundo que usted empequeñece. ¿Dónde huyo ahora?, ¿dónde puedo esconderme?
—Pobre hombrecito, ¿acaso tú crees que la filosofía está hecha para proporcionarte, como un
azucarillo, consolación y esperanza? La verdadera filosofía es dura, es fría, es inexorable, insensible
como la piedra.
—Hablaré también como aquel discípulo a Sócrates: si no tengo que rogar por la felicidad, ya no sé qué
más pedir a los dioses. No encuentro para mí ningún refugio. Me siento precipitar. Esta salud no podéis
arrebatármela.
—¿A dónde corres?
—A matarme, el hierro, la cuerda, cualquier cosa me servirá. Corro a arrojarme a la vorágine de
Empédocles, o, hablando más sencillamente, me voy a tirar por la ventana.
—Francamente, tú no estás disgustado; de hecho, parece que el suicidio sea una consecuencia
necesaria de nuestra filosofía. Matarse con el hierro, el fuego o la cuerda es el primer pensamiento que
se presenta naturalmente en los discípulos de la filosofía del inconsciente. Dejarse morir de hambre, sería
más lógico. Pero también esto no es más que ilusión. ¿Quieres matarte tú mismo? Lo creo, querido mío.
El suicidio es un epicureísmo enmascarado, un egoísmo refinado. Este modo de salvar a tu pequeño
individuo de los inconvenientes de la existencia es, en verdad, algo cómodo. ¿Pero a dónde conduce?
Después de todo, a un hombre menos en el mundo, ¿y esto? A nada, de hecho. Entiéndeme, por tanto,
finalmente.
—Creo que podré hacerlo. Me habéis quitado la tonta esperanza de que la edad de oro esté en el
porvenir. Haré como Juan Jacobo Rousseau, me dirigiré al pasado más remoto, buscaré la imagen de la
felicidad en el origen del mundo, en su infancia.
—¿¡Qué!? ¿Volver a las puerilidades de Rousseau? ¿A la beata infancia del mundo? No. No. Si te diriges
al pasado, tendrás que ir lejos, pero que muy lejos.
—¿Dónde entonces?
—Antes de la creación del mundo, antes de la aparición del mínimo átomo de vida. Inténtalo. Remonta
allá con un vigoroso salto, y allá encontrarás la felicidad. ¿Cómo alcanzarla en la existencia? Aquí está,
querido mío, el problema de la filosofía alemana. Anular al individuo es, ciertamente, insuficiente. Lo que
nos importa es el universal y cósmico aniquilamiento de la voluntad que produjo el mundo. Se trata de
acelerar como sea el momento extremo del universo, después del cual ya no habrá ni voluntad, ni
actividad, ni tiempo, ni espacio. Se trata de efectuar, lo antes posible, el apocalipsis del no ser.
—Esta es, ciertamente, una noble tentativa, y me cuesta creer en lo que oyen mis oídos. Queréis
aniquilar el mundo a guisa que no reste germen alguno del que pueda volver a germinar. ¿Lo he entendido
bien?
—Sí. Mejor sería, como advierte nuestro Schopenhauer, que no hubiera sobre la tierra más vida que la
que hay sobre la luna; tal es nuestro ideal. Trabajaremos con él hasta convertir nuestro globo en una
superficie helada, desnuda, vítrea.
—¿Y cómo podría ayudaros en este plan de muerte? ¿Cómo podría contribuir, habida cuenta de mis
débiles fuerzas, a la muerte universal?
—Puedes hacerlo, si lo quieres, sumiéndote cada día en la idea que te he inculcado: es decir, la de

40
conocer que el mundo se produjo por una cierta irracionalidad, o sea, por la voluntad que es, en uno, el
bien y el mal. Conociendo tu miseria estás perfectamente en disposición de aplacar la voluntad en ti, a fin
de precipitarte, después de muerto, en la nada individual, sin riesgo alguno de renacer. Haz lo que te digo.
Da ejemplo; se seguirá. Alcanzaremos la meta.

41
La filosofía moral

Después de lo que hemos dicho en el capítulo anterior, poco nos queda por exponer en
relación con la doctrina moral de A. Schopenhauer, la cual se inserta, naturalmente, en el
tronco de su metafísica, de la que es, por decirlo de alguna manera, una forma particular;
con otras palabras, una consecuencia lógica.

Todo se basa en la afirmación de la voluntad de vivir.


Una vez demostrado cómo cada criatura, y por ende también el hombre, son
impulsados en sus actos, más o menos, por el deseo de gozar, de poseer, de reproducirse,
se sigue que dichos actos deben ser necesariamente malos y corruptos.
En verdad, dice Schopenhauer, todas las malas acciones pueden reducirse a la
voluntad de vivir a costa del otro. En este sentido, entre los delitos más crueles y las
formas más refinadas del egoísmo solo hay una diferencia de grado.
Por el contrario, «a medida que la individualidad pierde su valor para el individuo, a
medida que este reconoce que la individualidad es una ilusión, y que existe en él mismo
no menos que en los demás, él procede por el camino de la virtud».
Así se explica cómo, desde el punto de vista de Schopenhauer, «las acciones
verdaderamente morales no pueden nacer sino de la convicción de que el mal sea
esencialmente inherente al mundo de los fenómenos, y de la resolución firme de reducirlo
a un mínimo. El secreto de esto se encuentra en una palabra: abnegación».
Se diría que a misma guisa que «la voluntad de vivir implica la afirmación de sí
mismo, en cualquier forma y sentido, cada acción caritativa implica la negación de sí
mismo, en un sentido o en otro».
Schopenhauer considera al asceta como el tipo ideal de perfección moral.
Aquí están sus palabras:
«Cuando un hombre cesa de hacer una distinción egoísta entre él y los otros, cuando
participa de los dolores de los demás en la misma medida en que lo hace de los suyos,
queda claro que un hombre tal, reconociéndose a sí mismo en los demás seres, debe
considerar el dolor infinito y general de la vida como el suyo propio; y apropiarse, de esta
forma, de los sufrimientos del mundo entero. Abraza el conjunto, lo entero; aferra la
existencia; reconoce la inutilidad de cada lucha y su convicción deviene en jubilación de
la voluntad. La voluntad ya no se dirige hacia la vida; el hombre adopta el estado de
voluntaria renuncia, la negación de la voluntad de vivir. El fenómeno que señala este
estado es la aversión al mundo, a la voluntad de vivir; es la transición de la virtud a la
vida del asceta».
Schopenhauer admira en el ascetismo «la represión voluntaria de la voluntad»; en el
misticismo él observa que el individuo se reconoce a sí mismo como idéntico al

42
conjunto, a lo entero, a la esencia del universo.

Parece interesante, desde el punto de vista de la doctrina moral que ahora nos ocupa,
destacar los juicios de Schopenhauer expresados sobre el cristianismo; tanto más, repito,
cuanto que parecería, a priori, que la moral de Schopenhauer fuera el envés de la
medalla de la moral evangélica.
Antes de nada, conviene notar que, para Schopenhauer, «el cristianismo está
constituido por dos ingredientes heterogéneos; por un concepto moral de la vida afín a la
religión del Indostán, y por un dogma hebreo». «El elemento puramente moral —escribe
a este propósito Schopenhauer— debe considerarse como un elemento cristiano, y tiene
que distinguirse del dogmatismo hebreo, al que ha sido acoplado forzosamente...». Según
el deísmo hebreo, «Dios no solamente hizo el mundo, sino que lo creyó muy bueno
cuando se hizo».
Schopenhauer deriva, a partir de la presencia de este principio hebreo de la doctrina
cristiana, el origen de todas las dificultades y contradicciones que la roen, así como el de
«aquellos extraños misterios tan desagradables para el sentido común...».
Por consiguiente —entusiasta, Schopenhauer, de la sabiduría hindú y del budismo—,
atribuye la parte positiva del cristianismo a la influencia de los elementos hindúes y
budistas. «Por mor de su origen[36], el cristianismo pertenece a la fe antigua y sublime de
la humanidad, opuesta, absolutamente, al optimismo falso, innoble y nocivo, encarnado
en el paganismo griego, en el judaísmo y en el islam». En otro lugar, dice: «... El
cristianismo es el reflejo de la antigua luz hindú que iluminaba las ruinas de Egipto,
reflejo que, por desventura, cayó en el territorio hebreo».
Dicho esto, ¿cuál es la última palabra de la moral de Schopenhauer? La compasión...
«Mi verdadero ente, escribe, existe en cada criatura viviente no menos de cuanto existe
en mí mismo. Es, por mor de esta confesión, por lo que el sánscrito ha formulado la
expresión tat-twam asi, o sea, esto eres tú, que irrumpe, en tono compasivo, del hombre
que se reconoce. Y sobre esta compasión se funda toda virtud verdadera y desinteresada;
y aun encuentra su expresión en cada buena acción. Finalmente, es esta compasión, a la
que se dirige cada apelación a la amabilidad, al amor humano y a la misericordia, la que
nos recuerda en qué sentido estamos todo unidos en un mismo ente.
... La emoción y el placer que conlleva el sentir y, más aún, el ver, y máxime el llevar
a cabo una buena acción, nacen de la inspirada certeza de que detrás de las múltiples
variedades del individuo está una unidad ciertamente existente y, puesto que se ha
revelado a nuestra mirada, también accesible».
De nuevo:
«... Un carácter bueno vive en un mundo externo homogéneo a su propio ente; para él
todos los demás son, en vez de no-yo, también yo. Por eso sus relaciones con todos son
amistosas: se siente emparentado con cada cual, se interesa directamente por el bien y el
mal de cada cual, y confía en que también él encontrará para sí mismo idéntica simpatía.
De ahí la profunda paz de su ente interno y esa disposición de mente calmada, sincera,
satisfecha, que hace felices a todos los que se encuentran en su presencia...».

43
La moral de Schopenhauer inculca, entonces, la fraternidad universal.
La inculca, sin embargo —nótelo el lector—, por determinados motivos
trascendentales; todavía está lejos de admitir la afirmación de la felicidad en el ideal de la
fraternidad humana.
A este respecto dice Fouillée:[37]
«Mais la fraternité elle-même est provisoire ; elle n'est qu'un premier moyen de
revenir vers l'unité absolue. Pour y rentrer tout à fait, il ne suffit pas de vouloir le bien
des autres et par là de ne plus vouloir son bien propre : il faut encore arriver à ne plus
vouloir l'existence. Là est la complète libération, l'acte de liberté par excellence et
conséquemment de suprême moralité. Il semble d'abord que le suicide soit le meilleur
moyen de l'anéantissement. On connait la réponse de Schopenhauer. “ Le suicide, dit-il,
nie seulement la vie e non la volonté de la vie. L'homme qui se tue, en effet, veut en
réalité la vie e l'accepterait volontiers ; la seule chose qu'il ne veuille pas c'est la douleur.
Ensuite, le suicide ne met fin qu'a la vie individuelle et n'empêche pas la renaissance de
l'âme, la palingénésie. Le sage ne devra donc pas recourir an suicide. Les degrés qu'il
franchira successivement pour atteindre son but sont d'abord la chasteté absolue, qui
empêche la souffrance de se perpétuer sur terre, puis l'ascétisme qui prenant conscience
du mal inhérent à l'existence, éteint en nous l'attachement à la vie, enfin le nirvâna
proprement dit, acte suprême de liberté par lequel la volonté se dégage entièrement des
formes et des nécessités de la vie sensible. ”».[38]

44
45
La filosofía práctica[39]
AFORISMOS — SENTENCIAS

El libro de los Aforismos sobre la sabiduría de la vida es muy importante ya que, en


algún modo, podemos considerarlo como el testamento práctico de Schopenhauer.
Así pues, espero que no disguste ahora al lector que, con permiso del muy claro
Chilesotti[40], reproduzca aquí algunos de los pensamientos y de las sentencias dispersos
en tal libro.

En el primer capítulo, titulado División fundamental, Schopenhauer comienza


reduciendo a tres condiciones fundamentales «lo que distingue las suertes de los
mortales»:
1.º Lo que se es; por tanto, la personalidad en el sentido más lato (la salud, la fuerza,
la belleza, el temperamento, el carácter moral, la inteligencia y su desarrollo).
2.º Lo que se tiene (propiedad y riqueza de cualquier naturaleza).
3.º Lo que se representa. Con esta expresión, dice Schopenhauer, «se entiende la
manera en la que los demás se figuran a un individuo, por tanto, lo que este es en la
representación de los demás» (honor, rango, gloria).

Aquí algunas sentencias:

De lo que se es

El mundo en el que se vive depende del modo de entenderlo, que es diferente en cada
cabeza; según la naturaleza de las inteligencias aquel parecerá pobre, insípido y vulgar, o
rico, interesante o importante...

En los escenarios, Ticio representa a los príncipes, Cayo a los magistrados, Sempronio a
los lacayos, o a los soldados, o a los generales, y así. Pero estas diferencias no existen
más que en el exterior. En el interior, como hueso del personaje, se oculta en todos el
mismo ser, o sea un pobre comediante con sus miserias y sus afanes.
En la vida social sucede lo mismo. Las diferencias de rango y de riqueza dan a cada
cual el papel a representar, al que no corresponde diferencia interna alguna en felicidad y
bienestar; aquí también está en cada cual el mismo pobre bobo con sus miserias y sus
fastidios, que pueden diferir entre los individuos en cuanto al fondo, pero que en cuanto
a la forma, o sea con relación al ser propio, son más o menos los mismos en todos; cierto
es que hay diferencia en el rango, pero esta depende únicamente de la posición o de la
riqueza, quiere decirse del papel que hay que representar.

46
Nadie puede escapar de su propia individualidad.

Los límites de las facultades intelectuales son, de forma especial, los que determinan de
una vez para siempre la aptitud para las alegrías de orden superior.

Lo que un hombre es por sí mismo, lo que le acompaña en la soledad, y lo que nadie


sabría darle o quitarle, es, evidentemente, más esencial para él que todo lo que puede
poseer, o puede ser a ojos de los demás.
Un hombre de ingenio, en la soledad más absoluta, encuentra en sus pensamientos, y
en su imaginación, algo con lo que entretenerse con deleite, cuando, por contra, el
individuo pobre de espíritu podrá variar las fiestas, los espectáculos, los paseos y los
divertimentos sin conseguir expulsar el aburrimiento que le tortura.
Un buen carácter, moderado y dulce, podrá contentarse en la indigencia, mientras que
todas las riquezas del mundo no podrían satisfacer a un carácter ávido, envidioso y
malvado.
En cuanto al hombre dotado permanentemente de una extraordinaria individualidad,
intelectualmente superior, él puede estar sin la mayor parte de esos placeres a los que,
por lo general, aspira la gente; es más, estos no son más que una interrupción y un peso.

Cuanto podemos hacer es emplear la personalidad, tal cual nos fue dada, para nuestro
mayor provecho; por consiguiente, no cultivar sino las aspiraciones que se le adaptan, no
buscar sino el desarrollo que le es apropiado, evitándose cualquier otro; no elegir, por lo
tanto, sino el estado, la ocupación, el género de vida que le convienen.

Lo que uno tiene en sí mismo es lo esencial para la felicidad en la vida.


Únicamente porque de ordinario la dosis resulta tan pequeña, es por lo que la mayor
parte de los que ya han salido victoriosos en la lucha contra la necesidad se sienten tan
infelices como quien se encuentra aún en la batalla.
El vacío de su interior, lo insustancial de su conciencia, la pobreza de su espíritu les
llevan a buscar compañía, pero una compañía compuesta de personas semejantes a ellos;
porque similis simile gaudet[41]. Entonces empieza la persecución común de los
pasatiempos y de los divertimentos, que ellos buscan desde el principio en los gozos
sensoriales, en los placeres de cualquier especie y, finalmente, en las orgías. La fuente de
este funesto derroche, que en un tiempo increíblemente breve hace que se disipen
grandes herencias de tantos hijos de familia, ricos de nacimiento, no es en realidad sino el
aburrimiento resultante de esta pobreza y de este movimiento del espíritu que acabamos
de describir. Un joven que es traído así al mundo, rico por fuera pero pobre por dentro,
se esfuerza inútilmente en suplir el defecto de la riqueza interna con la externa; él quiere
recibir todo de fuera, igual que los viejos que tratan de fortalecerse con la transpiración
de las jovencitas.
De este modo, la pobreza interna ha terminado produciendo también la pobreza

47
externa.

Lo que contribuye más directamente a nuestra felicidad es un humor alegre, ya que esta
buena cualidad encuentra enseguida su recompensa en sí misma. De hecho, quien es
gayo siempre tiene motivo para serlo por la misma razón que él lo es.
Nada puede sustituir tan completamente a todos los demás bienes, como lo hace esta
cualidad, mientras que ella misma no puede ser sustituida por cosa alguna.

En mis primeros años de juventud un día leí en un libro antiguo la siguiente frase: Quien
ríe mucho es feliz, y quien llora mucho es infeliz. La observación es muy banal, pero,
debido a su sencilla verdad, nunca la he podido olvidar, y ello pese a ser el superlativo de
un «truism» (perogrullada). Así pues, debemos abrir puertas y ventanas a la jovialidad
cada vez que se presenta, pues esta no llega jamás en mal momento, y no dudar en
recibirla, como solemos hacer, queriendo antes darnos cuenta de si tenemos, en todo
respecto, buenos motivos para estar contentos; o también por miedo a que ella nos
distraiga de reflexiones serias y de importantes preocupaciones; pero que estas puedan
mejorar nuestra condición es harto incierto, mientras que la jovialidad es un beneficio
inmediato...

Pues cuanto más posee un hombre en sí mismo, tanto menos útiles pueden ser los demás
para él.
Por eso la superioridad de la inteligencia conduce a la insociabilidad.
¡Ah! Si la calidad de la sociedad pudiese sustituirse por la cantidad, merecería la pena
incluso vivir en el gran mundo; pero por desgracia cien mentecatos amontonados no dan
un hombre inteligente.

... En la soledad, allí donde cada uno es reducido a sus solos recursos, se capta lo que
uno tiene por sí mismo; allí el imbécil, bajo la púrpura, suspira aplastado por el peso de
su miserable individualidad, mientras que el hombre altamente dotado puebla y anima la
contrada más desierta con sus pensamientos.
...
Así pues, concluyendo, se ve que un individuo cualquiera es tanto más sociable cuanto
más pobre de espíritu es y, en general, cuanto más vulgar es...

La razón por la cual tantas mentes pobres están expuestas al aburrimiento tiene que ver
con que su intelecto no es más que el intermediario de los motivos para su voluntad...
... Para combatirlo[42] se sugieren a la voluntad, poco a poco, motivos reducidos,
provisionales, elegidos indistintamente para estimularla, y para poner también en
funcionamiento el intelecto que debe captarlos; por tanto, estos motivos están en relación
con los motivos reales y naturales, igual que el papel moneda lo está en relación con el
dinero, porque su valor no es más que convencional. Tales motivos no son más que
juegos de naipes, entre otros, inventados precisamente para el fin que hemos indicado.

48
En su ausencia, el hombre pobre de sí mismo se pondrá a aporrear los cristales o a
golpear todo lo que cae entre sus manos.
También el puro sirve fácilmente como sustituto de los pensamientos... ¡Oh, raza
miserable!

... No hay mucho que ganar en este mundo; la miseria y el dolor lo llenan, y para
aquellos que han sorteado estos males, el aburrimiento permanece allí acechándoles en
cualquier parte.
Incluso, de ordinario, es la perversidad la que reina y la estulticia la que habla más
fuerte.
El destino es cruel y los hombres son miserables.
En un mundo así, aquel que tiene mucho en sí mismo se parece a una habitación con
el árbol de Navidad; iluminada, cálida, alegre, en medio de las nieves y los hielos de una
noche de diciembre...

Para el hombre destinado a imprimir la huella de su espíritu en la humanidad entera no


existen más que una sola felicidad y una sola infelicidad, y pueden o perfeccionar su
ingenio y completar sus obras, o impedírselo. Para él lo demás no tiene importancia...

De lo que se tiene

Las personas que, sin contar con un patrimonio, logran ganar mucho dinero con su
ingenio, cualquiera que este sea, caen casi siempre en la ilusión de creer que su ingenio es
un capital estable, y que el dinero que rinde su ingenio es por consiguiente el interés de
dicho capital. Por eso, no ahorran parte de lo que ganan para darse una renta segura, sino
que gastan en la misma medida que ganan. Se sigue que, cuando sus ganancias se
estancan o cesan completamente, caen en la miseria; de hecho, o bien se agota su talento
mismo, perecedero por naturaleza —como lo es, por ejemplo, el genio de casi todas las
bellas artes—, o bien desaparecen las especiales circunstancias o las ocasiones que lo
hacían productivo.
Los artesanos pueden siempre llevar una vida tal, porque la capacidad que requiere su
oficio no se pierde fácilmente o puede ser subrogada por el trabajo de sus obreros;
además, sus productos son objetos de necesidad cuyo comercio está siempre asegurado;
con razón, dice un refrán alemán: Ein Handwerk hat einen goldenen Boden; a saber,
quien ha oficio, ha beneficio[43].

En general, se encontrará que, ordinariamente, aquellos que ya han luchado con la


verdadera miseria y con la carencia las temen incomparablemente menos, y que están
más inclinados al derroche que quienes conocen estos males solo de oídas.

No creo que sea indigno de mi pluma el recomendar aquí el cuidar en conservar la


fortuna propia, ganada o dada en herencia, pues es una inestimable ventaja el poseer una

49
sustancia tan terminada, aun cuando no bastase sino para dejarnos vivir holgadamente
solo y sin familia, en una verdadera independencia, a saber, sin necesidad de trabajar. He
aquí lo que constituye el privilegio que libra de las miserias y de los propios tormentos de
la vida humana; he aquí la emancipación de la esclavitud general que es destino de los
hijos de la tierra. Solo por este favor del destino se nace como hombres verdaderamente
libres; solo por esta condición se es verdaderamente sui juris, dueños del propio tiempo
y de las propias fuerzas, y se podrá decir cada mañana: el día me pertenece. Pues la
diferencia entre quien tiene una renta de mil táleros y quien tiene una de cien mil es
infinitamente más pequeña que entre el primero y quien nada tiene.

Solo un pobre diablo se inclina bastante a menudo y bastante tiempo, y sabe doblar la
espalda en reverencias de noventa grados exactos; solo él padece todo con una sonrisa en
los labios; solo él reconoce que los méritos no tienen valor alguno; solo él elogia
públicamente y en voz alta, o en grandes caracteres, las chapuzas literarias de sus
superiores o, en general, de los hombres influyentes: solo él puede iniciarse a tiempo, a
saber, desde la primera juventud, en la oculta verdad que Goethe nos ha revelado con
estas palabras: «Que nadie se lamente de la infamia, pues ella es la potencia, se diga lo
que se diga».

De lo que se representa

Conceder demasiado valor a la opinión de los demás es una superstición universalmente


dominante; aunque ella tenga sus raíces en nuestra naturaleza, o haya brotado con el
nacimiento de la sociedad y de la civilización, es seguro que ejerce, en cualquier caso,
sobre nuestra conducta una influencia desmesurada y hostil a nuestra felicidad.

La influencia del todo benéfica de una vida retirada sobre nuestra tranquilidad de ánimo y
sobre nuestra satisfacción proviene, en gran parte, de que ella se sustrae de la obligación
de vivir constantemente bajo la mirada de los demás; y, en consecuencia, nos quita la
incesante preocupación por su opinión: lo que supone como efecto la rendición a
nosotros mismos. De este modo, igualmente evitaremos muchos males efectivos, cuya
única causa es esta aspiración puramente ideal, o, para decirlo más correctamente, esta
deplorable demencia...

Un excelente refrán árabe dice: Bromea con el esclavo, y él te mostrará el trasero.


Tampoco es desdeñable la máxima de Horacio: Sume superbiam quaesitam[44] meritis
(Asume la soberbia que requieren los méritos).
La modestia es, propiamente, una virtud inventada principalmente para uso y consumo
de los patanes, porque exige que cada uno hable de sí mismo como si fuese un patán: lo
que establece una admirable nivelación y produce la apariencia misma como si no
hubiese, en general, algo más que la canalla.

50
... El orgullo más barato es el orgullo nacional. Él revela en los que adolecen de él la
ausencia de cualquier cualidad individual de la que poder estar orgulloso, pues, si así no
fuese, este no hubiese recurrido a una cualidad que comparte con tantos millones de
individuos. Cualquiera que posea distinguidos méritos personales reconocerá, sin
embargo, claramente, los defectos de su nación; pues los tiene siempre ante sus ojos.
Pero cualquier miserable imbécil, que no tiene en el mundo nada de lo que
enorgullecerse, se precipita sobre este último recurso; o sea, el estar orgulloso de la
nación a la que casualmente pertenece. Se diría que con ello se siente aliviado; y, en
agradecimiento, está dispuesto a defender con manos y pies todos los defectos y todas
las tonterías propias de sus compatriotas.

... Se trata de un valor convencional, más exactamente, de un valor simulado; su acción


resulta en un fingido respeto, y todo se torna comedia para la masa. Las condecoraciones
son letras de cambio libradas a la opinión pública; su valor se basa en el crédito del
librador.
...
... En efecto, la masa tiene ojos y oídos, pero nada más; sobre todo escasea su
entendimiento, y corta es también su memoria.
El honor es objetivamente la opinión que los otros tienen sobre nuestro valor, y
subjetivamente, el temor que nos inspira tal opinión.

... El fundamento del principio del honor femenino es un espíritu corporativo saludable,
incluso necesario, pero bien calculado y fundado en el interés: se le podrá fácilmente
atribuir la importancia más alta en la vida de la mujer, se le podrá asignar un gran valor
relativo, pero nunca jamás un valor absoluto que trascienda al de la vida y sus fines...

... El matrimonio morganático, es decir, contraído a pesar de toda conveniencia externa,


es, en último término, una concesión que se hace a las mujeres y a los curas; dos
personas a las que hay que guardarse en lo posible de conceder cualquier cosa...

... Con el cristianismo los juegos de los gladiadores fueron abolidos; pero en su lugar, y
bajo el soberano reinado de la religión de Cristo, se instituyó el duelo, con el juicio de
Dios como intermediario. Si los primeros eran un cruel sacrificio ofrecido a la pública
curiosidad, el duelo es un sacrificio no menos cruel al prejuicio general; sacrificio en el
que no resultan inmolados culpables, esclavos o prisioneros, sino hombres libres y
nobles.

El necio corre tras los placeres de la vida, y no encuentra más que desengaños; el sabio
evita los males. Si a pesar de sus esfuerzos no alcanza la meta, la culpa es del destino, no
de la locura. Pero, por poco que lo consiga, no tendrá nunca desilusiones, porque los
males de los que habrá escapado son siempre reales. En el caso mismo de que hubiese
hecho, para evitarlos, un giro demasiado grande, o hubiese sacrificado inútilmente algún

51
placer, él no habrá perdido nada en realidad, pues los placeres son quiméricos, y
desolarse por su pérdida sería una mezquindad, o más bien una ridiculez.

En cualquier caso, pasado poco tiempo llega la experiencia, y nos lleva a comprender que
la felicidad y el placer son una fata morgana[45], la cual, visible solo de lejos, desaparece
cuando uno se aproxima a ella; y que, en cambio, la pena y el dolor tienen una realidad,
y se presentan inmediatamente y por sí mismos sin atender a ilusiones o esperanzas
lisonjeras.

La magnificencia es siempre asunto de mera apariencia, como la decoración de los


teatros. Le falta la esencia.

El repicar de las campanas, los trajes sacerdotales, el gesto devoto y los actos grotescos
son el reclamo, la falsa apariencia de la devoción, etc. Así pues, casi todas las cosas de
este mundo pueden considerarse nueces vacías; la carne es rara por sí misma, y todavía
más lo es que se esconda en su cáscara. Es menester buscarla en un lugar completamente
diferente y de ordinario se la encuentra solo por casualidad.

La canción, tan conocida, de Goethe «He puesto mis esperanzas en la nada» significa, en
el fondo, que solo cuando el hombre se haya liberado de todas sus pretensiones y haya
sido reducido a la desnuda y pelada existencia, podrá adquirir esa calma del ánimo en que
se basa la felicidad humana, pues tal tranquilidad es indispensable para gozar el presente
de la vida y el porvenir.

Bastarse a sí mismo, ser para uno mismo todo en todo y poder decir omnia mea mecum
porto (llevo conmigo todas mis posesiones), estas son, ciertamente, las condiciones más
favorables para nuestra felicidad; por eso nunca se repetirá lo suficiente la máxima de
Aristóteles: «La felicidad es para los que se bastan a sí mismos».

Lo que quita a los grandes espíritus el gusto por la sociedad es la igualdad de derechos y
la pretensión que se deriva, frente a la disparidad de las facultades y de las producciones
(sociales) de los demás. La denominada buena sociedad aprecia toda clase de méritos,
salvo los méritos intelectuales; es más, estos no entran sino de estraperlo.
Ella impone la obligación de demostrar una paciencia sin límite con toda tontería, con
toda extravagancia, con todo absurdo, con toda torpeza; los méritos personales, sin
embargo, deben mendigar el perdón u ocultarse, porque su superioridad intelectual, sin el
concurso de la voluntad, ofende por su sola existencia.

Para los hombres sería una lección importante el aprender a amar la soledad de buena
hora, esta fuente de felicidad y de quietud intelectual.

También se puede considerar la sociabilidad entre los hombres como un medio para

52
calentarse recíprocamente el espíritu, análogo al modo en el que, cuando hace mucho
frío, se calientan el cuerpo amontonándose y pegándose los unos a los otros. Pero el que
posee en sí mismo un gran calor intelectual no tiene necesidad de tales acumulamientos...
La consecuencia de todo ello es que la sensibilidad de cada uno está en razón inversa a
su valor intelectual; decir de alguien «es muy insociable» significa, más o menos, «es un
hombre dotado de eminentes cualidades».

Todos los bribones son tan sociales que dan pena; en cambio, que un hombre es de
índole más noble se muestra, ante todo, en que no encuentra placer alguno en los demás,
sino que, cada vez más, prefiere a la soledad a su sociedad; adquiriendo con los años la
convicción de que, salvo raras excepciones, el mundo no ofrece más elección que entre
la soledad y la vulgaridad.

Para moverse entre la gente es útil portar consigo un gran acopio de circunspección e
indulgencia; la primera nos protegerá de los daños y las pérdidas, la otra de las disputas y
de los altercados.

Merece todo mi respeto, como un ser excelso entre cien individuos, aquel que, estando
ocioso, porque espera, no se pone enseguida a martillear o golpetea acompasadamente
con lo que le viene a mano, sea bastón, cuchillo, sartén o cualquier otro objeto. Es
probable que este hombre esté pensando en algo.

Vemos que en la mayoría de los hombres la visión subroga por completo al pensamiento;
haciendo ruido intentan convencerse de su existencia, a menos que no tengan un cigarro
en la boca que sirva a ese mismo fin. Por la misma razón son todo ojos y oídos para
captar todo lo que sucede a su alrededor.

Los hombres se parecen a los niños en que aprenden malos modales cuando se los mima;
por eso no se debe ser demasiado complaciente y amable con ninguno.

No tener necesidad de los otros en ningún modo y hacérselo ver: he aquí la única manera
de mantener la propia superioridad en las relaciones. En consecuencia, es aconsejable
hacer notar a todos, hombres y mujeres, que se puede estar perfectamente sin ellos; eso
fortalece la amistad...

... Tomado en su conjunto, como se ha dicho desde hace tiempo, el mundo es malo; los
salvajes se devoran entre sí y los pueblos civilizados se engañan unos a otros, y a eso se
le llama el curso de las cosas humanas. ¿Pues qué son los Estados, con sus ingeniosos
mecanismos orientados contra el de dentro y el de fuera y con sus medios de coacción,
más que medidas establecidas para poner límite a la infinita perversidad de los hombres?
¿No vemos, quizás, en toda la historia que cada rey, tan pronto como está consolidado
en el trono y su país goza de alguna prosperidad, utiliza esta para caer con sus tropas

53
como una banda de ladrones sobre los estados vecinos? ¿No son en el fondo casi todas
las guerras actos de saqueo?...
«En todas las guerras no se trata sino de robar», escribió Voltaire; y los alemanes
deben darse por avisados.

Como papel moneda en lugar del dinero, así circulan en el mundo, en lugar del respeto y
de la amistad genuinos, la demostración externa y el ademán que los imitan de la forma
más natural posible. Se podría, es cierto, preguntar si realmente hay gente que se merece
respeto y amistad.
En todo caso, me fio más de un perro leal cuando menea la cola que en todas estas
demostraciones y ademanes.
Los amigos de la casa se llaman así de ordinario con razón, porque están más unidos a
la casa que al dueño de esta; se parecen más a los gatos que a los perros.
Los amigos se llaman sinceros; solamente los enemigos lo son: por eso debería
aprovecharse su censura para aprender a conocerse a uno mismo, a modo de amarga
medicina.

¿Son escasos los amigos en la necesidad? ¡Al contrario! Apenas hemos hecho amistad
con un hombre, y ya se encuentra en necesidad y nos pide dinero prestado.

La inferioridad intelectual equivale a una verdadera recomendación... En consecuencia,


entre los hombres se aprecia y busca en todas partes a los tontos e ignorantes; entre las
mujeres, a las feas; todos ellos obtienen inmediatamente la reputación de poseer un
corazón excelente, dado que cada uno necesita un pretexto que justifique sus propias
simpatías ante sí mismo y ante los demás. Por eso mismo, cualquier superioridad de
espíritu tiene la cualidad del aislamiento; es rehuida, es odiada, y como pretexto para ello
se atribuyen a quien la posee toda clase de defectos.

No discutáis la opinión de los demás. Pensad que si quisiéramos disuadir a la gente de


todas las absurdeces en las que cree no habríamos terminado aunque viviésemos tantos
años como Matusalén.

Consideremos todos nuestros asuntos personales como secretos; conviene permanecer


del todo desconocidos para los que más nos conocen en lo que trascienda lo que ellos
ven con sus propios ojos...
... En general, más vale expresar el propio entendimiento con lo que se calla que con
lo que se dice. Cuestión de prudencia en el primer caso; de vanidad en el segundo...

No hay dinero mejor empleado que aquel que nos hemos dejado robar, pues él nos ha
servido inmediatamente para comprar prudencia.

«No amar ni odiar» resume la mitad de la más alta sabiduría práctica; «no decir nada

54
ni creer nada», he aquí la otra mitad.

Lo que la gente denomina usualmente el destino son simplemente sus mismas necedades.

Tanto desde el punto de vista moral como desde el intelectual, es un mal síntoma en un
joven que sepa orientarse fácilmente en la confusión de las actividades de los hombres,
que se encuentre a gusto en ellas y, como si estuviera preparado con antelación, se
incorpore a ellas; lo cual indica vulgaridad. En cambio, una postura extrañada, perpleja y
torpe en tal circunstancia es indicio de una noble naturaleza.

Solamente en la vejez tardía alcanza el hombre verdaderamente el nil admirari de


Horacio, a saber, la sincera y firme convicción de la vanidad de todas las cosas
mundanas y de la futilidad de toda la magnificencia. Las quimeras se han desvanecido; el
hombre no se hace ya la ilusión de que, en alguna parte, sea en un palacio o en una
choza, more una felicidad mayor de la que él mismo goza en todas partes cuando está
libre precisamente de todo dolor físico y moral. Lo grande y lo pequeño, lo distinguido y
lo ordinario según la medida del mundo no son ya diferentes para él.
Eso da al viejo una especial tranquilidad de ánimo, que le permite contemplar
sonriente las bufonadas del mundo.
Él está completamente desengañado; sabe que la vida humana, se haga lo que se haga
para adornarla y vestirla, no tarda en mostrarse en toda su indigencia a través de sus
oropeles de feria; sabe que cualquier esfuerzo que se haga para maquillarla y
embellecerla siempre es en esencia lo mismo, o sea, una existencia cuyo verdadero valor
ha de estimarse por la ausencia de dolor, y no por la presencia del placer, y aún menos de
esplendor.

55
56
57
Próximamente más ediciones y traducciones
de
Rodrigo Gléz.-Santander Natera

Más información y contacto


en

info@protagonistasfilosoficos.com

58
[1]
En Luis Astrana Marín, 1941, William Shakespeare. Obras completas, Tomo I, pág. 13. — Madrid, Club
Internacional del Libro, 2008. [N. del T.]
[2]
Título original en italiano: La filosofia di A. Schopenhauer. [N. del T.]
[3]
Títulos originales en italiano: Il diritto penale nell’antichità e nel Medioevo, La dottrina del diritto naturale e
le scuole posteriori. [N. del. T.]
[4]
Igualmente, en italiano: L’essenza del marxismo, Istituzioni medievali. [N. del T.]
[5]
En realidad, la última publicación de la obra L’essenza dell’anarchismo fue en 1979, en la editorial Ipazia
(Catania); desde entonces, ninguna editorial ha vuelto a publicar este ensayo. De hecho, se puede decir que, con
excepción hecha de La filosofia di A. Schopenhauer, reeditada en 2016 por Edizioni Immanenza, los ejemplares
disponibles de las obras de Aroldi son escasos, únicos y de segunda mano, vendiéndose como artículos de
coleccionismo, y la gran mayoría como antigüedades. De esta situación de olvido y abandono editorial, casi total,
se deriva parte del extraordinario valor de la presente edición y traducción al español, y, por supuesto, de la
edición italiana de Ed. Immanenza, base de aquella. [N. del T.]
[6]
En el texto de la edición italiana de Immanenza existe una errata: aparece escrito «troncò», que correspondería
a una forma del verbo «troncare», sin embargo, en el original de Sonzogno se escribe el sustantivo «tronco», que
es el término correcto que aquí se traduce.
[7]
Arturo Schopenhauer, la sua vita e la sua filosofia [Arthur Schopenhauer, su vida y filosofía; no existe
traducción al español del original en inglés ni retraducción del italiano], de E. Zimmern, traducción al italiano de
Courth. — Milán, Dumolard, 1887.
[8]
Aroldi tiende a italianizar los nombres propios de los autores o personalidades extranjeros de los que habla o a
los que menciona, por lo que, aunque no corresponda con el uso o costumbre actual, se ha preferido seguir este
uso en esta traducción, y castellanizarlos igualmente. [N. del T.]
[9]
Tanto en la edición original de Sonzogno (cfr. último escrito digitalizado en: http://books.google.es/books?
id=NJ0WJ20wMY0C) como en la de Immanenza se lee «Postdam»: se trata de una errata que se corrige en esta
edición. [N. del T.]
[10]
Traducción al castellano: De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, trad. de Leopoldo-Eulogio
Palacios, Gredos, 1981. [N. del T.]
[11]
Goethe.
[12]
En su acepción de «casualidad», como combinación de circunstancias imprevisibles e inevitables. [N. del T.]
[13]
Hay que entender: “el acaso”.
[14]
Probablemente, la fuente original de esta cita de Schopenhauer son los Frühe Manuskripte (Primeros
manuscritos, 1804-1818), 55 y ss., de Der handschriftliche Nachlaß (El legado manuscrito), edición de
A. Hübscher, 5 volúmenes, Fráncfort, 1966 ss., reimpresión en 1985, ed. Deutscher Taschenbuch. Esto se
deduce en base a que, precisamente, esta es la fuente de una cita que hace R. Safranski, reproduciendo el primer
párrafo de la que nos ocupa, en su obra Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (trad. J. P. Puchades,
Alianza, 2008), en el penúltimo párrafo de su capítulo 10. [N. del T.]
[15]
Hay que entender: “la habitación”. [N. del T.]
[16]
En español: «Murió la vieja, desapareció la carga». [N. del. T.]
[17]
Se está ante un error: en realidad, la obra de Schopenhauer que resultó premiada no fue La voluntad en la
naturaleza, publicada efectivamente en 1836, sino su tratado Sobre la libertad de la voluntad humana, premiado
el 26 de enero de 1839. [N. del T.]
[18]
Aquí se está ante otro error: en el original italiano de Sonzogno y en la transcripción actual de Immanenza se
lee «scozzesi» (en español, «escoceses»), sin embargo, se sabe que los académicos que, esta vez, no premiaron el
escrito concursante de Schopenhauer fueron daneses, concretamente los de la Real Sociedad Danesa de las

59
Ciencias, en Copenhague el 30 de enero de 1840; por lo que «académicos daneses» hubiese sido la traducción
correcta en ausencia de esta equivocación en el original. [N. del T.]
[19]
La cita podría ser del propio Gwinner, según se puede inferir del tema y sentido del párrafo inmediatamente
anterior; o podría ser de la edición de la obra Arturo Schopenhauer, la sua vita e la sua filosofia (Arthur
Schopenhauer, su vida y filosofía) de Helen Zimmern, citada por Aroldi como fuente de otra cita en su primera
nota de este capítulo. Lamentablemente, tanto en este como en otros casos en que Aroldi cita, el traductor no
siempre ha podido contrastar este tipo de hipótesis al no lograr el acceso a todas las fuentes necesarias.
[N. del T.]
[20]
No existe una única palabra, en la lengua española, capaz de funcionar como significante adecuado de
«forcaiolismo», entendido como la doctrina o actitud de quien, al mismo tiempo, es contrario a las innovaciones o
a los cambios políticos, y es favorable al empleo de la violencia contra estos. El traductor ha optado por traducir
aquel mediante una expresión compuesta por las dos palabras españolas cuyos significados, en conjunción,
comprenden mejor este sentido; que son: por un lado, reaccionarismo y, por otro, represivo. Además, a
continuación, se ha añadido entre corchetes el término original así traducido. [N. del T.]
[21]
Se trata de un tipo de menú. En español se traduce como: «mesa del anfitrión» o «mesa de huéspedes».
[N. del T.]
[22]
Traducido al español: «Me pregunto lo que piensa sobre el resto de nosotros; ¡debemos parecer muy
pequeños a sus ojos!». [N. del T.]
[23] Il mondo come volontà e rappresentazione [El mundo como voluntad y representación; cfr. nota 25], en la
traducción al italiano de Oscar Chilesotti.
[24]
Aunque la cita se atribuye a «Schopenhauer», no se ha conseguido localizar el texto, en su literalidad —o
alguno siquiera semejante—, en ninguna de las obras publicadas en vida del filósofo alemán. Surgen, al menos,
dos hipótesis probables sobre la fuente de esta cita: 1) que se trate de la reproducción de unas palabras de algún
comentarista de la época sobre la metafísica de Schopenhauer, como son: Chilesotti, el propio Aroldi o algún otro;
y 2) que estas palabras sean, en efecto, del propio Schopenhauer, y hayan sido tomadas de su correspondencia,
sus diarios, lecciones, o de su legado manuscrito póstumo. [N. del T.]
[25]
Existen dos traducciones de referencia en español: 1) la de Aramayo, hoy en Alianza Editorial, algo
defectuosa, pero, en conjunto, correcta; y 2) la de Santa María, en Trotta, la cual es, para muchos, la mejor hasta
la fecha. [N. del T.]
[26]
Th. Ribot, La Philosophie de Schopenhauer [La filosofía de Schopenhauer; hay una antigua traducción al
castellano: Mariano Ares, Biblioteca Salmantina, Salamanca, 1879].
[27]
En español: «luz seca», de los escolásticos. [N. del T.]
[28]
En español: «La indignación inspira los versos». [N. del. T.]
[29]
En la actualidad, la expresión «enfermedad mental» está en desuso entre los científicos y especialistas
clínicos, debido a sus connotaciones inmovilistas, biologicistas e incapacitantes, prefiriéndose, en su lugar, la de
«trastorno mental» (término clínico empleado en el DSM-V), o, mejor, «problema psicológico» (empleado por los
investigadores y psicólogos clínicos del ámbito de la salud). Además, se asume que todo trastorno o problema
psicológico es siempre, y en rigor, desarrollo y resultado de una interacción —la mayoría de las veces, compleja
— entre factores de naturaleza biofísica, personal y social. En este sentido y contexto, la distinción entre lo
mental y lo físico, sería siempre relativa, y de poca, o nula, utilidad. [N. del T.]
[30]
Hay que entender: “la voluntad”.
[31]
Reduciendo esta misma naturaleza (la esencia de la unidad del mundo) a la voluntad.
[32]
De esta obra, no existe hasta la fecha ninguna traducción al castellano, pero sí existen traducciones del alemán
al inglés, y al francés. [N. del T.]
[33]
La traducción correcta es Filosofia dell’incosciente. (N. de A. Manzi)
[34]
[Edgar]Quinet, Spirito nuovo [El espíritu nuevo; existe una antigua traducción al español: M. Alonso
Paniagua, La España Moderna, Madrid, 1902], traducción de [Enrico] Rebora.
[35]
Hay que entender: “la especie”. [N. del T.]]

60
[36]
Hay que entender: “budista y brahmánico”.
[37]
Critique des systèmes de morale contemporains [La crítica de los sistemas de moral contemporáneos; no
existe traducción al español]. — París, 1883.
[38]
Se han corregido algunas erratas que existían en el texto de la cita consultando directamente una digitalización
de la edición de Fouillée de 1887 en: https://archive.org/details/critiquedessyste00fouiuoft [N. del T.]
[39] Para la traducción de este capítulo, compuesto por una selección de fragmentos de los «Aforismos sobre la
sabiduría de la vida» de Schopenhauer, se ha tenido siempre en cuenta la excelente traducción al español, a partir
del original alemán, de Pilar López de Santa María en Parerga y Paralipomena I, Trotta, 2014. En relación con las
palabras alemanas originales del filósofo, lo que aquí se ofrece es, en rigor, una retraducción. [N. del T.]
[40]
El Dr. Oscar Chilesotti, muy conocido por sus valiosos trabajos de crítica musical y por la óptima traducción
de la obra magna de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación, ha trasladado a la bella lengua
italiana también los Aforismos. Precisamente, en esta última parte del fascículo de hoy, extraemos los fragmentos
de Schopenhauer de la traducción de Chilesotti.
[41]
Literalmente, en español: «el semejante goza de lo semejante». Vendría a equivaler a los refranes españoles
«Dios los cría, y ellos se juntan», o «Dime con quién vas, y te diré quién eres». [N. del T.]
[42]
Hay que entender: “el aburrimiento”.
[43]
Para el caso de la cita de este refrán alemán optamos por la traducción dada por Pilar López de Santa María
(ibid., p. 365). En el texto, Aroldi emplea la traducción de O. Chilesotti «un buon mestiere vale molto oro», que
en español vendría a ser, literalmente, «un buen oficio vale un montón de oro». [N. del T.]
[44]
En relación con esta palabra latina, tanto la transcripción de Immanenza como la edición original de Sonzogno,
presentan una errata, aquí corregida, consistente en que, respectivamente, reproducen «qualisitam» y
«qualitixitam», ambos términos incorrectos en latín y no coincidentes con el texto original del mismo Horacio:
«… Sume superbiam quaesitam meritis et mihi Delphica lauro cinge uolens, Melpomene, comam» (Odas, III, 30,
14). [N. del T.]
[45]
En el sentido de «ilusión», como concepto o representación sin verdadera realidad. [N. del T.]

61
Índice
Breve nota sobre el autor 9
La filosofía de A. Schopenhauer 11
Prefacio 14
Primera parte.Arturo Schopenhauer— Vida y personalidad del filósofo 17
Segunda parte. La filosofía 31
La filosofía metafísica 33
La filosofía moral 42
La filosofía práctica 46

62

Vous aimerez peut-être aussi