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Table of Contents

Cuentos de hadas victorianos


portadilla
Introduccioó n
1
2
3
4
5
6
7
8
El Rey del Rio Dorado
Capíótulo I
Capíótulo II
Capíótulo III
Capíótulo IV
Capíótulo V
Ninñ o de madera
A traveó s del fuego.
Los vagabundeos de Arasmoó n
Se busca un rey
Asíó empezoó todo
Sobre el torno con altihoja
Lo que Merle encontroó en la caja
La historia de la senñ ora Crispíón
La colina D
De las doce a la una
G. G.
Gemelos imaginarios
Cartas, cartas y maó s cartas
Un sendero tortuoso y una casa retorcida
De coó mo Merle encontroó el paquete robado
Maese Richard Paó jaro
Una rima míóstica
En el fondo del pozo
Hickory, Dickory, Dock
La tienda de las rimas
B. B.
Las transformaciones de Tinykin
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Quinta parte
La llave de oro
Ninñ o de sol y ninñ a de luna
Watho
Aurora
Víóspera
Fotogeó n
Nycteris
Coó mo fue creciendo Fotogeó n
Coó mo fue creciendo Nycteris
La laó mpara
Fuera
La gran laó mpara
La puesta de sol
El jardíón
Un acontecimiento bastante inesperado
El sol
El heó roe cobarde
Una malvada enfermera
El lobo de Watho
El refugio
La mujer lobo
Final feliz
El mercado de los duendes
Notas
En este libro, joya exquisita de la literatura victoriana, encontrará el lector algunas de las más admirables historias que
sobre hadas, duendes, gnomos y demás criaturas feéricas se han escrito. Son las hadas creaciones de la fantasía, pero
también restos de las antiguas divinidades y, sobre todo, sustancias del alma venidas para dar nombre a las inquietudes
de la infancia, esa edad misteriosa cuyos recuerdos agitan todavía el agua del espejo y mueven las cortinas del
dormitorio. Se reúnen en esta antología obras de algunos de los más grandes autores de la era victoriana: John Ruskin,
Lucy Lane Clifford, Mary de Morgan, Maggie Browne, Mark Lemon, George MacDonald y Christina Rossetti. Para
ilustrar sus textos se han escogido imágenes de los mejores ilustradores de la época. En su introducción, Jonathan Cott
estudia los cuentos desde una perspectiva histórica, explora sus dimensiones espirituales y psicológicas y afirma que
fueron estos autores quienes lograron devolver a la literatura inglesa la sabiduría telúrica y animista que la tendencia
dominante de la cultura victoriana se empeñaba en denostar.
VV. AA.

Cuentos de hadas victorianos

Edición a cargo de
Jonathan Cott
Título original: Beyond the Looking Glass
Jonathan Cott, 1973
Traduccioó n: Carmen Martíón Gaite, Catalina Martíónez Munñ oz, Luis Magrinyaà y Ramoó n Buckley
Ilustradores: Richard Doyle, William de Morgan, Walter Crane, Harry Furniss, Charles Green, Arthur Hughes y
Laurence Housman
Colección dirigida por Michi Strausfeld y J. Siruela
Disenñ o graó fico: J. Siruela
(AG)

1.0
INTRODUCCIÓN

ALGUNAS ANOTACIONES SOBRE LA CREENCIA EN EL MUNDO DE LAS HADAS Y EL CONCEPTO DE INFANCIA


JONATHAN COTT
1

La infancia es el pozo del ser… El pozo es un arquetipo, una de las maó s graves imaó genes del alma humana. Esas aguas
negras y profundas pueden determinar el caraó cter de una infancia. En su reflejo hay un rostro pasmado. Su espejo no
es el de una fuente. Un Narciso no podríóa hallar placer en eó l. Ya en esta vivida, soterrada imagen de síó mismo, el ninñ o
es incapaz de reconocerse. El agua estaó cubierta por una neblina; las plantas que enmarcan el espejo son de un verde
demasiado intenso. Un soplo de aliento helado se agita en las profundidades. La faz que emerge de esta noche teluó rica
pertenece a otro mundo. Y, ahora, si alguó n recuerdo guarda nuestra memoria de tales reflejos, ¿no es acaso el recuerdo
de un mundo anterior?
Gaston Bachelard, La Poétique de la rêverie

Acierta[1] distancia las cosas se nos antojan pequenñ as, y a medida que nos alejamos parecen perderse y desaparecer.
Tendemos a mirar con desprecio lo que es exiguo y pequenñ o, igual que los ninñ os traviesos a las moscas, igual que los
Brobdingnags a Gulliver. Pero, tal como Swift nos ensenñ oó , ser un gigante o un enano es algo que depende puramente
de nuestra percepcioó n particular de las relaciones entre las cosas: los cambios espaciales y temporales crean nuevos
contextos. En The Golden Age, Kenneth Grahame recrea la visioó n que tiene un ninñ o de los «seres del Olimpo» que
«hablan por encima de nuestras cabezas en la mesa del comedor»; pero tambieó n el autor, ya viejo, habraó pronto de
desaparecer, igual que el ninñ o lloroso y contrariado de su descripcioó n: «En un minuto se disuelve en sus elementos
originarios, en aire y en agua, en gritos y en laó grimas: tal es la exigencia de una naturaleza ultrajada».
En cambio, el sentido de historias como las de David y Goliat, Ulises y Polifemo, Pulgarcito, o «Jack y las
habichuelas maó gicas» estaó en el poder, o el maná, inherente en lo diminuto: lo pequenñ o llevando lo grande de la
correa, tal como en una ocasioó n escribiera el pintor Jean Arp. (Es en las pequenñ as y primeras horas de la manñ ana
cuando tenemos los suenñ os maó s inmensos). Y la sensacioó n de peó rdida que experimentamos respecto a la propia y
lejana infancia es paralela a nuestra ignorancia del hecho de que el arquetipo infantil —a menudo representado en un
hermafrodita— es síómbolo de la totalidad potencial que lleva implíócita la reconciliacioó n de lo pasado y lo futuro, lo
masculino y lo femenino, la luz y la oscuridad (veó ase «Ninñ o de Sol y ninñ a de Luna»)… y tambieó n de lo pequenñ o y lo
grande: «No tener su confíón en lo maó s grande, sino estar contenido en lo maó s pequenñ o, eso es ser divino». Esta idea de
la infancia recuerda la concepcioó n de Dios que teníóa Pascal —cuyo centro estaó en todas partes y su circunferencia en
ninguna—, asíó como la descripcioó n del atman de los hinduó es: «maó s pequenñ o que lo pequenñ o y maó s grande que lo
grande… del tamanñ o de un pulgar… pero capaz de abarcar la tierra en todos sus confines… de gobernar por síó solo el
espacio de los diez dedos».
En su precioso libro La Poétique de la rêverie, Gaston Bachelard habla del «zodíóaco de la memoria» como de un
lugar donde anida ese «ensuenñ o infantil» que nos retrotrae a las fuentes del Ensuenñ o: una especie de nostalgia de la
nostalgia en la que nuestro ser anterior se ve a síó mismo redivivo. El intereó s de Bachelard por los oríógenes de la
memoria se localiza en lo que eó l denomina «el nuó cleo de la infancia»: una infancia inmoó vil, inmutable, pero
omnipresente, cuyos magníóficos «eó rase una vez» emplazan precisamente el mundo de los oríógenes. «La infancia
permanece en nosotros como un principio de vida profunda», dice Bachelard, «de una vida siempre en armoníóa con la
posibilidad de nuevos principios. Todo cuanto en nosotros se inicia con el caraó cter distintivo de un comienzo es una
vida tocada por la locura. El gran arquetipo de la vida que comienza aporta a cada comienzo la energíóa psíóquica que
Jung ha descubierto en todos los arquetipos».
Si vemos la infancia como un objetivo, quizaó empecemos a ver tambieó n en las actividades que una vez
consideramos sintomaó ticas de introversioó n neuroó tica meros signos de un intento por alcanzar los entresijos de la
conciencia divina. En esta perspectiva podemos situar el sentido del gran poema de George Herbert «Oracioó n (I)», el
cual, mediante la meditacioó n, vuelve atraó s en el tiempo, deshaciendo la «creacioó n de los seis díóas» y borrando los
líómites entre tierra y cielo, tierra y agua, y entre el hombre y su paraíóso infantil:
La Oración es el banquete de la Iglesia, la edad de los Ángeles,
Aliento divino que devuelve al hombre a su hora primera,
Alma en paráfrasis, corazón en peregrinaje,
La plomada cristiana que sondea cielo y tierra;
Motor que impele hacia el Altísimo, fortaleza para el pecador,
Trueno al revés, lanza clavada en el costado de Cristo,
Los seis días de la creación fundidos en una hora,
Una dulce melodía que se oye y teme por doquier;
Calma, y paz, y gozo, y amor, y bendición,
Maná elevado, alegría de los mejores,
El Cielo cotidiano, un hombre bien vestido,
La Vía Láctea, el ave del Paraíso,
Campanas de iglesia que se oyen más allá de las estrellas, sangre del alma,
La tierra prometida; algo comprendido.
2

De ninñ o paseó a ser muchacho, o lo que fuera que viniera a míó ocupando el lugar de la infancia. La infancia, no obstante,
no se marchoó : pues ¿adoó nde iba a ir? Sencillamente, dejoó de estar ahíó. Pues ahora no era un críóo, sin habla, sino un
muchacho, que hablaba.
San Agustíón, Confesiones
Cuando Dido requiere a Eneas que le cuente la guerra de Troya, eó ste replica: Infandum, regina (Indecible, reina). El
misterio de la infancia (que viene de infantia, «incapacidad de hablar»), como el del lenguaje, es imposible de
expresar. Sin embargo, podemos decir que la historia del embrioó n, tal como se resume en la evolucioó n de las especies,
es un reflejo del desarrollo de la facultad del ninñ o de hablar y leer.
En sus especulaciones acerca del origen de la escritura, Claude Leó vi-Strauss ha sugerido que la capacidad de leer y
escribir es una forma de esclavitud que recuerda a la Caíóda y cuyo resultado es un discurso que se precipita, como dice
Roland Barthes, como «una metaó fora sin trabas». En su ensayo «Abecedarium culturae: structuralism, absence,
writing», el críótico Edward Said reflexiona:
Antes de escribir, el hombre ha vivido en un grado cero, un estado original que en otro lugar Leó vi-Strauss situó a
inmediatamente antes de la era neolíótica; la vida en el grado cero se regíóa completamente por un «significante
flotante» principal, una especie de eó timo espiritual, cuya ubicuidad y perfecta consistencia le conferíóan autoridad para
funcionar como un valor semaó ntico puro. Esto, en opinioó n de Leó vi-Strauss, se corresponde con la nocioó n de «manaó » de
Marcel Mauss, un valor casi maó gico que permite a las sociedades primitivas, pre-letradas, crear toda una serie de
distinciones universales entre potencia y acto, abstracto y concreto, y cualidad y estado. (Los paralelismos entre lo
pre-letrado y el Paraíóso antes de la Caíóda son en verdad fascinantes). Una llave espleó ndidamente funcional, este
«manaó », pues con ella se abre todo significante, siendo, como es, el Origen de todos los significantes.
El estado infantil representa ese «grado cero», regido tanto por la conciencia indiscriminada del ninñ o como por su
sentido espontaó neamente animista del mundo exterior. Tal como observamos una y otra vez en los cuentos de hadas,
los ninñ os hablan sin tapujos con las estrellas, las ranas y los aó rboles. Y es una ironíóa que una de las frases usadas
habitualmente para mantener a los ninñ os a raya —«Los ninñ os como mejor estaó n es calladitos»— exprese literalmente
los oríógenes mudos del lenguaje, a la par que quizaó revele tambieó n el deseo reprimido del adulto de volver a ese
estado donde la palabra era la Palabra. En esta imagen, son los propios ninñ os los que se ven como portadores de
palabras que emergen como por vez primera, de entre el silencio. (De hecho, un tartamudo puede considerarse aquel
que da a luz a las palabras con dificultad).
En el nacimiento de cada ninñ o se augura la esperanza de renovacioó n de un lenguaje inocente y honesto (como
ocurre en «El traje nuevo del Emperador»). Pero a medida que el ninñ o se hace mayor, el lenguaje se convierte en una
defensa, y el autismo se concibe no tanto como una amenaza para el ninñ o como para la familia y la especie
(representada en forma harto graó fica en el cuento de Mrs. Clifford «Ninñ o de madera», una historia espeluznante de
despersonalizacioó n que incluimos en esta antologíóa). El lenguaje es el víónculo de las relaciones humanas, y, antes de
ser otra cosa, los cuentos de hadas son los relatos de la familia original.
3

El ninñ o que era demasiado pequenñ o para participar de alguna forma en la vida de los adultos sencillamente «no
contaba»: he aquíó la expresioó n de Molieà re, que con su testimonio da cuenta de la supervivencia de posturas y
creencias realmente arcaicas en el siglo XVII. En El enfermo imaginario, Argan tiene dos hijas, una en edad casadera, y
la pequenñ a Louison, que apenas empieza a andar y a hablar. Como se sabe, Argan amenaza a su hija mayor con
meterla en un convento para frenar sus coqueteríóas. Su hermano le pregunta: «¿Coó mo es posible, hermano, que con lo
rico que eres y teniendo una sola hija, porque a la pequenñ a no la cuento, se te ocurra meterla en un convento?». La
pequenñ a no contaba, pues podíóa desaparecer.
Philippe Ariès, Siglos de infancia
Tuvo que llegar el siglo XVII para que el concepto de infancia penetrara en la conciencia popular [2]. «Todos mis hijos
mueren en la ninñ ez», escribíóa Montaigne. En la Edad Media a los ninñ os que sobrevivíóan se les consideraba miembros
cabales de la comunidad; en las pinturas medievales, se les representa como parte de la escena, simplemente como
adultos a escala reducida. La palabra «ninñ o» designaba una relacioó n de familia o bien definíóa un rol de dependencia
(todavíóa hoy llamamos «muchacho» —garçon—, «chica», etc., a sirvientes, empleados domeó sticos y miembros de las
clases oprimidas, sin tener en cuenta su edad); nunca se utilizaba para mencionar la edad. Esta falta de definicioó n se
extendíóa, en la eó poca medieval, a todas las actividades sociales: los juegos, los oficios, las armas. «No hay una sola
pintura colectiva en esa eó poca», dice Arieà s, «en la que no veamos a los ninñ os, solos o por parejas, acurrucados en la
trousse del cuello de las mujeres, o haciendo pis en un rincoó n, o participando en alguna fiesta popular, o bien como
aprendices en un taller o como pajes de un caballero». Como parte de esta vida comunal, los ninñ os escuchaban, como
los adultos, las historias que contaban juglares, bardos, titiriteros y trovadores. En torno al fuego, los viejos ensenñ aban
a los joó venes, y eó stos se convertíóan en depositarios y custodiadores de la tradicioó n maó gica y sobrenatural.
Mientras no estuvo desarrollado el concepto de «inocencia infantil» y la necesidad de proteger eó sta contra una
conducta pecadora no se aplicaron reglas restrictivas a la vida social y sexual de los ninñ os. El diario de Heroard,
meó dico de Enrique IV, registra episodios sorprendentes de la infancia del joven Luis XIII. Cuando eó ste no habíóa
cumplido su primer anñ o, «se moríóa de risa cuando su aya le tocaba el pito». Con un anñ o «obligaba a todo el mundo» a
besaó rselo. A los tres, «eó l y Madame, su hermana, se metíóan desnudos en la cama real, donde se besaban y retozaban
ante el regocijo del rey. EÉ ste le preguntaba: “Hijo, ¿doó nde estaó el pajarito de la infanta?”. EÉ l se lo ensenñ aba, diciendo:
“No tiene hueso, papaó ”. Luego, al ver que se hinchaba ligeramente, anñ adíóa: “Síó, síó lo tiene, a veces”».
Si el rito de la circuncisioó n era, en lo que atanñ e al ninñ o, la ceremonia puó blica religiosa maó s importante de la Edad
Media, lo mismo sucedioó con la primera comunioó n algunos siglos despueó s. Los jesuitas, los hermanos de la doctrina
cristiana, los educadores de Port-Royal, y los moralistas, juristas y pedagogos del siglo XVII desarrollaron e
impulsaron una nueva moralidad infantil. El auge y difusioó n de la escolaridad —la organizacioó n de escuelas y
pedagógicas— introdujo un nuevo concepto basado en el fortalecimiento del «caraó cter» y de la «razoó n» del ninñ o.
Finalmente, el empuje de la clase media, con su ideal de constituir una ceó lula familiar autosuficiente, configuroó un
espacio propio para la infancia: camas, moralidad, ninñ eras y tutores, uniformes, juegos, lecturas y dietas apropiadas.
Oigamos a John Locke departir sobre la educacioó n alimenticia del ninñ o: «Para desayunar y cenar, leche, sopas de leche,
gachas, bollos de avena, y veinte cosas maó s que son costumbre en Inglaterra y son muy adecuadas para los ninñ os: soó lo
hay que procurar que sea todo natural, sin mucha complicacioó n, y con poco aderezo de azuó car, o mejor sin aderezo
alguno: poniendo buen cuidado en evitar especialmente las especias, y todo aquello que pueda calentar la sangre».
Los ninñ os fueron mimados y consentidos (para gran mortificacioó n de Montaigne, quien escribíóa: «No puedo
aprobar esta pasioó n de hacer carantonñ as a los recieó n nacidos, que carecen de toda actividad mental, o de alguna forma
corporal que los haga reconocibles y dignos de amor, y jamaó s he soportado que se les deó de comer en mi presencia»),
pero al mismo tiempo esta actitud se vio acompanñ ada por un requerimiento de exigencia moral, de la que el «buen
cuidado en evitar» de Locke es buen ejemplo. En todo caso, las obras de eó ste acerca de la educacioó n de los ninñ os,
generalmente humanitarias y bien intencionadas, muestran un desapego radical de la visioó n puritana de los ninñ os
como «signos del Infierno». Aunque no hay que olvidar que Locke escribíóa sobre unos ninñ os que vivíóan en un mundo
privado, aparte, y que su comportamiento era sancionado por adultos que rara vez veíóan.

Auó n hoy existen ciertas sociedades comunales y «primitivas» en las que se observa un continuum sin fisuras de las
actividades vitales. Los abjasianos, por ejemplo —un pueblo de gran longevidad que vive entre el Mar Negro y la
cordillera caucaó sica—, no distinguen «hechos vitales» diferentes para ninñ os y adultos. Como senñ ala Sula Benet en su
obra Ahkhasia: The Long Living People of the Caucasus, los individuos de este pueblo participan todos en los mismos
juegos, los mismos trabajos, y observan y cumplen las mismas obligaciones sociales. Los bisabuelos son, loó gicamente,
quienes cuentan historias a los ninñ os. Y es precisamente con la nostalgia de un regreso a la vida comunal, heterogeó nea
e indiscriminada de la Edad Media como Arieà s concluye su obra:
La vieja sociedad concentraba el maó ximo nuó mero de modos de vida en un espacio míónimo, y aceptaba, si no imponíóa,
la yuxtaposicioó n abigarrada de las clases maó s flagrantemente distintas. La nueva sociedad, por el contrario, asignoó a
cada modo de vida un espacio delimitado dentro del que se daba por sentado que las figuras dominantes iban a ser
respetadas, y que cada uno debíóa desempenñ ar un modelo convencional, un tipo ideal, y no apartarse nunca de eó l so
pena de excomunioó n. Los conceptos de familia, de clase, y quizaó de raza en otra parte, aparecen como manifestaciones
de la misma intolerancia ante la diversidad, de la misma insistencia en la uniformidad.
4

Durante siglos el pueblo celta ha guardado en su corazoó n cierta afinidad con los seres poderosíósimos que rigen Lo
Invisible, que una vez fuera tan evidente para las razas heroicas de sus antepasados. Sus leyendas y cuentos de hadas
han hilvanado su alma a las vidas interiores del aire, del fuego y de la tierra, y ellas a su vez han conservado su
corazoó n lleno de dulces y ocultos influjos.
A. E.
Arieà s ha destacado que en la pintura medieval aparecen uó nicamente tres «tipos» de ninñ os: el aó ngel, el ninñ o Jesuó s
(envuelto en panñ ales) y el ninñ o desnudo. Seguó n afirma:
Fue la alegoríóa de la muerte y el alma la que hubo de introducir en el mundo de las formas la imagen de la desnudez
infantil. Ya en la iconografíóa prebizantina del siglo V […] los cadaó veres eran representados a escala reducida. Los
cuerpos de los muertos eran maó s pequenñ os que los de los vivos. En las escenas de batalla de la Ilíada de la Biblioteca
Ambrosiana, los muertos tienen la mitad de tamanñ o que los vivos. En el arte franceó s de la Edad Media se representaba
el alma como un ninñ o desnudo y generalmente asexuado. La misma forma presentaban las almas de los justos que
Abraham acoge en su seno en las escenas del Juicio Final. En una representacioó n simboó lica del alma que parte, el
moribundo exhala de la boca un ninñ o pequenñ o.
Esta identificacioó n del alma con el ninñ o se da con frecuencia en distintas partes del mundo. La tradicioó n hinduó
describe el alma a menudo maó s pequenñ a que un grano de mostaza. Una tribu del centro de Australia cree que el
espíóritu —no mayor que un grano de arena— entra en la matriz por el ombligo para gestar allíó un pequenñ o bebeó . En
los vasos griegos el alma humana tiene muchas veces la forma de un pigmeo que sale del cuerpo por la boca. Y
William Blake, en Las puertas del Paraíso, ilustroó con la imagen de un capullo el camino del alma humana desde el
nacimiento hasta la muerte: un recieó n nacido durmiendo en su crisaó lida.
La identificacioó n de alma y ninñ o revela de nuevo la importancia simboó lica de lo diminuto, pues el emblema que se
concibe con mayor facilidad para expresar la idea de lo invisible es el de un pequenñ o ser humano. IÉntimamente
relacionada con la idea de alma estaó tambieó n la de «aó ngel». Seguó n G. van der Leew, «todavíóa seguimos hablando del
aó ngel de la guarda de los ninñ os, pero rara vez nos damos cuenta de que no es un aó ngel enviado por Dios lo que protege
al pequenñ o, sino un poder emanado por el propio ninñ o. Aquellas hermosas palabras de Jesuó s “Cuidaos de
menospreciar a uno soó lo de esos pequenñ os: porque Yo os digo que en el cielo sus aó ngeles contemplan siempre el
rostro de mi Padre”, nos ponen en el camino de la correcta interpretacioó n».
Cuando los aó ngeles pierden su condicioó n de almas y se separan de sus portadores, se convierten en demonios. En
la antigua Persia, sin embargo, se les creíóa energíóas enviadas por Ahura Mazda que simbolizaban sus atributos: la Idea
del Bien, la Inmortalidad, el Poder Divino, etc. Para los judíóos, siguiendo a san Pablo, los aó ngeles eran mediadores de la
ley. Para los cristianos, mensajeros de Dios con la misioó n de rezar por EÉ l durante toda la eternidad. Pero como afirma
Leew:
No cabe duda de que todos esos poderes angeó licos eran en su origen revelaciones independientes de un Poder uó nico,
y que soó lo posteriormente se ven unidos a una sola figura divina en calidad de embajadores. En el caso de Persia es
muy evidente: Asha es el orden del mundo, en la forma de un uó nico poder, como ya hemos considerado. Por ello, los
aó ngeles son maó s antiguos que los dioses… Del mismo modo que la experiencia del hombre se da de forma dual,
primero sobre síó mismo —y por este camino nada puede imaginar ni nada se puede representar—, despueó s como
alma-aó ngel-fantasma, asíó tambieó n es su experiencia de Dios, primero como un Poder y una Voluntad que no pueden
ser ni imaginados ni representados, y finalmente como una presencia con forma definida. La creencia en los aó ngeles,
por eso mismo, es igualmente importante para el concepto de revelacioó n y para el modelo de concepto de Dios.
En 1871, en testimonio dado a Alexander Carmichael, Roderick MacNeill daba su explicacioó n sobre el origen de las
hadas:
El AÉ ngel Rebelde fomentoó la rebelioó n entre los aó ngeles del Cielo, donde eó l habíóa sido un haz iluminador. Declaroó que
queríóa marcharse y fundar su propio reino. Al salir por las puertas del Cielo, dejoó a sus pies, en el umbral, una estela
de luz vidriosa y lacerante. Muchos aó ngeles lo siguieron… tantos que finalmente el Hijo exclamoó : «¡Padre! ¡Padre! ¡La
ciudad se estaó quedando vacíóa!»; despueó s de esto, el Padre ordenoó cerrar las puertas del Cielo y las del Infierno, lo
cual se hizo al instante. Y aquellos que estaban dentro se quedaron dentro y aquellos que estaban fuera se quedaron
fuera; mientras que las huestes que habíóan abandonado el Cielo y no habíóan tenido tiempo de llegar al Infierno
volaron hacia la tierra y se alojaron en sus cavidades, como quienes saben que no van a ser bien recibidos. Asíó se
constituyoó la estirpe de las Hadas. (Citado por Evans-Wentz en The Fairy Faith in Celtic Countries).
Relacionada con esta idea se halla la nocioó n —hasta hace poco comuó n en Cornualles— de que la Pobel Vean (gente
menuda) no son espíóritus sin cuerpo, sino los cuerpos y almas vivientes de los antiguos paganos que, habiendo
rechazado la cristiandad, fueron condenados a disminuir de tamanñ o hasta desaparecer.
J. R. R. Tolkien, comentando la definicioó n de hada (fairy) que dan los diccionarios —«seres sobrenaturales de
pequenñ o tamanñ o, a los que la creencia popular atribuye poderes maó gicos y una gran influencia, maligna o benigna, en
los asuntos humanos»—, concluye en su ensayo «On Fairy Stories»: «La palabra “sobrenatural” es delicada y peligrosa
en cualquiera de sus significados, sea eó ste extenso o estricto. En cualquier caso, difíócilmente puede aplicarse a las
hadas, a menos que sobre se tome como un prefijo puramente superlativo. Pues es el hombre quien, en contraste con
las hadas, es sobrenatural (y muchas veces de menor envergadura); porque las hadas son naturales, mucho maó s
naturales que eó l. En eso consiste su maldicioó n».
Evans-Wentz, en su extraordinario libro The Fairy Faith in Celtic Countries (1911), nos dice: «Si las hadas existen en
realidad, como seres o inteligencias invisibles, y nuestras investigaciones nos inducen a la hipoó tesis de que realmente
existen, son naturales y no sobrenaturales, dado que nada que exista puede ser sobrenatural». Si es probable que los
santos hayan tenido visiones de aó ngeles y demonios, los informantes de Evans-Wentz, que fueron entrevistados a
principios de siglo, procedentes de Escocia, Irlanda, Gales, Cornualles y Bretanñ a, cuentan un sinnuó mero de visiones y
encuentros con seres fantaó sticos de toda clase: ademaó s de gnomos, duendes, enanos, trasgos y manes, banshees
(hadas cuya aparicioó n es presagio de muerte), knockers (duendes de las minas, que avisan de la presencia de mineral),
piskeys o pixies (almas de ninñ os muertos sin recibir el bautismo), trolls (que unos creen gigantes y otros enanos, y
habitan en grutas y montanñ as), brownies (elfos que durante la noche ayudan en las tareas domeó sticas), boggarts
(espíóritus traviesos y ruidosos), corrigans (espíóritus de antiguas druidesas y brujas que roban o cambian ninñ os), etc.
Evans-Wentz visitoó , en Escocia, el distrito de Aberfoyle, donde en 1692 un ministro de la iglesia llamado Robert
Kirk (autor de The Secret Commonwealth of Elves, Fauns, and Fairies, 1691 [de proó xima publicacioó n en Ediciones
Siruela]) fue capturado por la «gente buena» mientras estaba estudiando su comportamiento. Kirk se aparecioó en
suenñ os a un primo suyo, dicieó ndole que era prisionero de las hadas y rogaó ndole que le lanzara un cuchillo a la cabeza
cuando apareciera en un bautizo que a los pocos díóas se habíóa de celebrar. Tan asombrado quedoó el primo de ver a
Kirk, sin embargo, que nada hizo, y al ministro no se le volvioó a ver nunca maó s.
En su obra The Anatomy of Puck, Katherine Briggs incluye el relato que sobre un mercado de hadas hizo un viajero
del siglo XVII, el cual atestigua haberlo visto en Somerset (veó ase «El mercado de los duendes» de Christina Rossetti en
esta antologíóa). Seguó n su narracioó n, las hadas lo abofetearon y le dieron tantas patadas que lo dejaron cojo.
Curiosamente, en 1960, Ruth Tongue narraba una historia similar —lo que se llama un memorat: un relato personal
de una experiencia con lo sobrenatural contada por la hija de un granjero de Quantock Hills, tambieó n en Somerset
(veó ase Folktales of England, edicioó n de K. M. Briggs y R. L. Tongue).
Hay al menos cuatro teoríóas establecidas para explicar la naturaleza y el origen de la creencia en el mundo de las
hadas. La teoríóa mitoloó gica alega que estos seres son las figuras disminuidas de las antiguas divinidades arias. «Tales
elementos», decíóa Wilhelm Grimm, «presentes en todos los cuentos, son como los fragmentos de una roca hecha
pedazos, esparcidos por la tierra entre las flores y la hierba: tan soó lo los ojos maó s perspicaces pueden descubrirlos. Su
sentido se nos ha escapado durante mucho tiempo, pero todavíóa puede percibirse y eso es lo que confiere al cuento su
valor». Para los hermanos Grimm, del mismo modo que los mitos personifican fenoó menos naturales, los cuentos de
hadas reflejan un drama coó smico y meteoroloó gico. Asíó, la Bella Durmiente es el Viento dormido despertado por la
Primavera, y la caperuza de Caperucita Roja es el rojo resplandor del ocaso devorado por el Lobo de la Noche: el
verano que claudica ante el invierno.
La teoríóa de los pigmeos argumenta que este tipo de creencias se desarrolla a partir de un recuerdo popular de
una prehistoó rica raza de Mongolia que habitoó las Islas Britaó nicas y parte de Europa y que perecioó despueó s de que los
pueblos celtas la arrojaran a las montanñ as y los bosques. (Un interesante corolario de esta teoríóa sugiere que los celtas
de la Edad de Hierro, habiendo confinado bajo tierra a los pueblos preceó lticos de las edades de Piedra y de Bronce,
fueron acosados por los «seres maliciosos», que se habíóan constituido en una especie de guerrilla, un frente de
liberacioó n feeó rico. Y todavíóa hoy, en las islas Shetland, las puntas de flecha de pedernal se conocen con el nombre de
«flechas de hada» o «tiros de elfo»). La teoríóa de los druidas presupone igualmente una memoria popular, en este caso
de los druidas y sus praó cticas maó gicas. Por su parte, la teoríóa naturalista identifica el mundo de las hadas con el
producto de los esfuerzos del hombre por explicar los fenoó menos naturales. Asíó, encontramos espeluznantes
«duendes del agua» en las abruptas montanñ as de las tierras altas de Escocia, y amables representantes de la «gente
menuda» en los placenteros valles de Connemara. (El clíómax del cuento de Mary de Morgan «A traveó s del fuego»
describe el abrazo del príóncipe y la princesa de las hadas como una visioó n de la lluvia entrando por la ventana y
posaó ndose sobre las llamas de la chimenea de una casa de campo).
Los eruditos han rebatido sin dificultad las teoríóas de los pigmeos y los druidas, sobre todo la primera, arguyendo
que la presencia de gigantes en la tradicioó n feeó rica desmiente esta idea, tanto como el hecho de que en Norteameó rica,
donde nunca hubo pigmeos, tambieó n las hadas tienen auteó nticos devotos. En cuanto a la teoríóa naturalista —que en
nuestros díóas podríóa antojaó rsenos la maó s verosíómil—, Evans-Wentz puntualiza lo siguiente: «Debe de haber habido en
el pensamiento del hombre prehistoó rico, como lo hay ahora en el hombre moderno, un germen de la idea de un hada
sobre la cual actuó e y a la cual deó forma el medio ambiente […] La teoríóa naturalista examina tan soó lo el medio
ambiente y sus efectos, y olvida completamente la idea germinal de que hay un hada sobre la que actuar».
Evans-Wentz postula una teoríóa propia de caraó cter psicoloó gico. Seguó n la cual la creencia en el mundo de las hadas
forma parte de una extensíósima doctrina de las almas, parte a su vez del espíóritu animista universal que en la tribu
australiana de los Arunta aparece manifestado como Alcheringa (la raza de espíóritus que habita un mundo invisible),
una «raza» semejante a la irlandesa de los sidhe, a los persas jinns y afreets, a los iele rumanos, a las thevadas siamesas,
y hasta a los silfos y nereidas de los griegos.
Uno de los videntes informantes de Evans-Wentz distingue cinco clases de seres feeó ricos:
1) Los gnomos, espíóritus terrestres, que parecen constituir una raza triste y melancoó lica. Una vez vi algunos
perfectamente en la ladera del Ben Bulbin. Teníóan la cabeza bastante redonda y el cuerpo oscuro y rechoncho, y
medíóan unos dos pies y medio.
2) Los duendes, muy diferentes, porque son muy revoltosos, aunque tambieó n de corta estatura […]
3) La Gente Menuda, que a diferencia de los gnomos y los duendes, son bien parecidos, pero tambieó n muy pequenñ os.
4) La Gente Buena, que son seres altos y hermosos, tan altos como nosotros, a juzgar por los que vi en el estuario de
Rosses Point. Dirigen las corrientes magneó ticas de la tierra.
5) Los dioses auteó nticos son los Tuatha De Dannann (sidhe), mucho maó s altos que nuestra raza…
(Testimonio recogido el 16 de octubre de 1910).
Evans-Wentz observa que el panteoó n superior de las deidades feeó ricas irlandesas se corresponde con el de los
dioses griegos, egipcios e hinduó es. (El folclorista decimonoó nico S. O. Addy vio incidentalmente una correlacioó n entre
los alegres secuaces de Robin Hood y el panteoó n de los dioses noó rdicos). Asimismo, el maó s famoso de los heó roes de
Gales, Arturo, igual que Cuchulain, «puede tomarse con seguridad tanto por un dios al margen del plano de la
existencia humana, como los Tuatha De Dannann o estirpe de hadas, como por un gran rey y heó roe nacional (como lo
fue Morgana) encarnado en un cuerpo fíósico. El traslado de Arturo a Avalon por la Dama del Lago, que guarda su vida,
y por su propia hermana y otras dos hadas que habitan en ese otro mundo de la Sagrada Arboleda de los Manzanos, se
basta a síó mismo, en nuestra opinioó n, para probar que su ascendencia es maó s divina que la de los hombres corrientes».
Para Evans-Wentz, Arturo es la reencarnacioó n de una divinidad solar, y relaciona el Carnac bretoó n con el Carnac
egipcio, la New Grange irlandesa con la Gran Piraó mide, y el Otro Mundo de los celtas con los Campos Elíóseos. Seguó n eó l,
tanto la «rama plateada» de los celtas como la «dorada» son signos del lazo simboó lico que encadena este mundo con el
otro.
Su conclusioó n es que «el Paíós de las Hadas existe como estado sobrenatural de la conciencia; a eó l hombres y
mujeres pueden acceder temporalmente en suenñ os, trances o mediante ciertas condiciones de eó xtasis: o por un
periodo indefinido al morir… Las hadas existen, pues en todos sus rasgos esenciales se manifiestan igual que las
fuerzas inteligentes que actualmente reconoce la psicologíóa, ya sean unidades colectivas de conciencia en la líónea de
las “sustancias del alma” que caracterizoó William James, ya sean unidades maó s individualizadas, es decir, apariciones
veríódicas». Esto nos recuerda el comentario de Jung acerca de la intervencioó n del viento en el milagro de Pentecosteó s:
«Las almas o espíóritus de los muertos poseen identidad con la actividad psíóquica de los vivos: simplemente la
prolongan… La concentracioó n y la tensioó n de las fuerzas psíóquicas se produce de tal manera que adquiere siempre
una apariencia maó gica».
¿Queó conclusioó n debemos sacar de todo esto? Quizaó podríóamos empezar a pensar que la relacioó n entre los
humanos y el espíóritu de los mundos feeó ricos procede del encuentro fortuito de dos planos interdimensionales. Y
hasta los cuentos de hadas maó s «literarios» dan fe de las huellas de las creencias maó gicas y alquíómicas, pues los
cuentos se aduenñ an de los seres, aspectos y ritos de la creencia en el mundo de las hadas: ninñ os cambiados por otros,
talismanes, trances de posesioó n, exorcismos, tabuó s respecto a los alimentos, sacrificios de comida, conjuros, y
metamorfosis de toda clase.
Pero mientras tanto algunos viajeros han visto a las mismas hadas —la Gente de la Paz, la Gente Buena, Los Que se
Mueven en Silencio—, incapaces de sobrevivir en un mundo cada vez maó s increó dulo, codicioso y materialista,
dirigieó ndose al mar donde emprenden su viaje, a traveó s de los oceó anos del Occidente, hacia Tir na nOg, la Tierra de la
Eterna Juventud.
5

Mientras el espíóritu del mal esteó atrapado en el mundo superior, la princesa no puede bajar a la tierra, y el heó roe sigue
extraviado en el paraíóso.
Carl Jung, La fenomenología del espíritu en los cuentos de hadas
La poleó mica en torno a los elementos maó gicos y animistas de la creencia en el mundo de las hadas revela una forma de
fe casi olvidada, una fe que la tendencia psicoloó gica dominante en la críótica, ha evitado mencionar, descartado
olíómpicamente, o tal vez catalogado de remanente de material de la inconsciencia o de «memorias encubiertas»
significantes uó nicamente en tanto que traslucen o respaldan ciertos supuestos psicoloó gicos. Algo cabe decir, no
obstante, de esta manera de interpretar tanto los cuentos de hadas como la literatura infantil en general.
«Cuando miramos de nuevo este períóodo de la infancia en el que la verguü enza era auó n algo inexistente», escribioó
Freud en una ocasioó n, «nos parece un paraíóso; y sin embargo, el propio Paraíóso no es sino una fantasíóa colectiva de la
infancia del individuo». Loó gicamente, Freud jamaó s habríóa considerado la posibilidad de que la infancia fuese un reflejo
del Paraíóso, en el sentido en que Wordsworth lo concibiera en su Oda a la inmortalidad: algo «que perdura bajo una
estela de nubes gloriosas».
Asíó como el nacimiento es algo que se suenñ a y olvida, asíó tambieó n para la conciencia del «adulto» resulta costoso
recordar la infancia pasada, dificultad que Freud atribuye a la represioó n de la sexualidad infantil. Ernest Schachtel, en
cambio, en su ensayo «On Memory and Childhood Amnesia», cree maó s bien que la formacioó n de esquemas por los que
la memoria «socializa» y convencionaliza nuestros recuerdos es un meó todo infructuoso tanto para recibir como para
reproducir la intensidad de las experiencias infantiles. Schachtel demuestra asimismo coó mo este proceso de
convencionalizacioó n opera igualmente sobre el terreno de la amnesia del suenñ o.
Schachtel nos recuerda que Hesíóodo dijo una vez que la lethé (el olvido) es hija de eris (la lucha): la lucha vista
como resultado del «conflicto entre naturaleza y sociedad y el conflicto dentro del seno mismo de la sociedad; el
conflicto entre sociedad y hombre y el conflicto dentro del hombre mismo». En otras palabras:
La memoria no puede extinguirse enteramente en el hombre… Es en esos recuerdos de la experiencia que trascienden
los esquemas convencionales de la memoria donde tiene su origen toda nueva intuicioó n y toda verdadera obra de
arte; en ellos se basa, asimismo, la esperanza de progreso, de un ensanchamiento de las posibilidades del esfuerzo y la
vida humanas.
Pese a ello, pocos psicoó logos han encarecido los efectos terapeó uticos que pueden derivarse de la narracioó n de
«mitos» y cuentos de hadas. Jung ha hecho notar, por ejemplo, coó mo en el antiguo Egipto, cuando un hombre era
mordido por una serpiente, se llamaba a un meó dico-sacerdote que acudíóa con un manuscrito de la biblioteca del
templo y empezaba a recitar la historia de Ra y de su madre, Isis, transformando de este modo un mal particular en
una «situacioó n de validez general», y activando por ello mismo las fuerzas inconscientes del paciente hasta conseguir
que eó stas afectaran a todo el sistema nervioso.
Susan Sontag, en su ensayo «Trip to Hanoi», ha descrito el tratamiento nada comuó n que dieron los norvietnamitas
a los miles de prostitutas detenidas tras la liberacioó n de Hanoi por parte de los franceses en 1954:
Fueron puestas bajo la tutela del sindicato de mujeres, el cual erigioó centros de rehabilitacioó n en el campo, donde
durante meses se las cuidoó y mimoó a conciencia. Se les leíóan cuentos de hadas; se les ensenñ aban cuentos infantiles, y
se las hacíóa salir fuera a jugar. «Esto», explicaba Phan, «era para devolverles la inocencia y la fe en el hombre. Ya puede
uno imaginarse queó terrible lado de la naturaleza humana era el que conocíóan. La uó nica manera que teníóan de
olvidarlo era volviendo a ser ninñ as otra vez».
No es de extranñ ar que psicoó logos y psicoanalistas hayan vuelto sus ojos a los suenñ os y a los cuentos de hadas (que
representan «la infancia del arte») a fin de explorar las fuentes remotas de nuestras primeras experiencias. El mismo
Freud no dejoó de senñ alar que para algunas personas «un recuerdo de sus cuentos de hadas favoritos ocupa el lugar de
los recuerdos de su propia infancia: en ellas los cuentos se han convertido en una memoria camuflada». A partir de ahíó
analizoó sutilmente los temas y situaciones de los cuentos en la medida en que se manifestaban en los suenñ os de sus
pacientes.
Resulta interesante observar coó mo psicoó logos y psicoanalistas tienden a interpretar los cuentos de hadas y la
literatura infantil en virtud de sus premisas conceptuales y de la metodologíóa de sus anaó lisis de la obra-suenñ o: la
interpretacioó n freudiana de «El traje nuevo del Emperador» como estudio de un exhibicionismo reprimido, la
recreacioó n de Fromm de «Caperucita Roja» para ilustrar la experiencia de la pubertad de una muchacha, y la
extraordinaria explicacioó n que da Jung a los personajes de «La princesa del aó rbol» (el príóncipe, la princesa, los
caballos maó gicos de tres y cuatro patas), en los que ve representadas las distintas fases de un mismo y raó pido proceso
psíóquico, dan buena muestra de los poderosos recursos de la críótica psicoloó gica.
Ahora bien: muchos cuentos de hadas no son, evidentemente, maó s que historias didaó cticas o expresiones de la
sabiduríóa popular —a menudo relacionadas con ciertos ritos de iniciacioó n—, y en estos casos la críótica psicoloó gica
incurre en errores apreciables. Un anaó lisis, en cambio, de una historia como «La Bella y la Bestia», que examine la
compleja naturaleza de la relacioó n padre-hija (con la Bestia como representacioó n de uno de los aspectos de la doble
figura paterna), puede muchas veces redundar en una maó s profunda comprensioó n de la obra. El principal problema de
este tipo de críótica, tal como se ve aplicada a los cuentos de hadas y a la literatura infantil, radica en el uso pervertido y
grosero del reduccionismo simboó lico. Y es en este punto donde los críóticos freudianos tienen gran parte de culpa.
Robert Lee Wolff, por ejemplo, en su exhaustivo estudio del relato de George MacDonald «La llave de oro», incluido
en este volumen, dice lo siguiente:
El ninñ o, como antes su padre, descubre su falo siendo ninñ o, pero no sabe doó nde encontrar el cerrojo que se le adapta.
Esto debe hacerlo por síó mismo y sin ayuda alguna. El lecho de musgo donde duerme, el musgo de la piedra donde se
sienta y hace mayor, y que le da su nombre cuando incidentalmente crece sobre eó l, es sin duda el vello puó bico de la
madurez.
Si Wolff tiene al menos el sentido comuó n de matizar que la historia debe leerse «a otros niveles» —pues la llave
tambieó n puede representar «la imaginacioó n poeó tica, el afecto y la simpatíóa, la fe religiosa, el amor»—, el críótico
freudiano Martin Grotjahn interpreta la Alicia de Alicia en el País de las Maravillas, irremisible y sesudamente, como
un falo. La obra maestra de Carroll es lo bastante rica como para dar pie a interpretaciones de toda clase. Pero el
«meó todo» de Grotjahn, que tiene su origen e «inspiracioó n» en la ecuacioó n simboó lica «muchacha-falo» urdida por Otto
Fenichel (basaó ndose en la interpretacioó n de un suenñ o suyo que hizo Freud y en el que la «ninñ a» era el falo), no soó lo
depara una aproximacioó n interpretativa totalmente ridíócula, sino que tambieó n respalda una esquemaó tica postura de
lealtad debida a la «tiraníóa de la sexualidad genital», postura que reclama en síó ser objeto de anaó lisis. Veó ase, como
muestra, la explicacioó n que nos ofrece del atractivo que ejerce sobre el adulto la ceó lebre historia de «El toro
Fernando» (el toro que preferíóa quedarse sentado bajo un aó rbol aspirando el aroma de las flores antes que ir a lidiar
en el ruedo):
Los adultos gustan de leer este libro a los ninñ os para poder decirles que Fernando gozaraó eternamente de paz, amor y
felicidad mientras se comporte como un buen ternerito que no se hace mayor. De esta forma, el libro es esgrimido
como una evidente amenaza de castracioó n, y lo mismo ocurre con los cuentos infantiles maó s conocidos.
Si cada llave, muchachita, tronco de aó rbol o varita maó gica representa un falo (aunque a Geza Roheim no le falte
razoó n en lo que respecta a la varita maó gica), entonces praó cticamente todo falo tiene que representar otra cosa. Pues si
bien el paisaje de los cuentos de hadas estaó repleto de objetos luminosos y misteriosos, es la atmoó sfera en la que tales
objetos se perciben la que les da su caraó cter y su definicioó n. Al fin y al cabo es el propio paisaje lo que estaó cargado de
la energíóa y los afectos que son propios de las sensaciones corporales no reprimidas que tiene el ninñ o perverso
polimorfo de que habla Freud.
Es este paisaje del cuerpo el que describioó Coleridge en Kubla Khan, aquel al que Proust regresaba constantemente
cuando notaba la tierra abrieó ndose bajo sus pies; es el paisaje del cuento de hadas: los campos y los bosques, los
mundos subterraó neos y submarinos, los mundos que se agitan tras las cortinas del dormitorio, o al otro lado del
espejo. «La varita maó gica», decíóa Ortega y Gasset, «tiene el don de transformar el universo en un paisaje poblado de
cosas deseadas. En realidad, la auteó ntica varita maó gica es la propia imaginacioó n del ninñ o».
6

… Aunque lleva tiempo convertido en un extraño,


el hombre no se ha perdido ni ha cambiado del todo.
Quizá haya perdido la gracia, pero no el trono:
conserva aún los jirones del señorío que una vez tuvo.
Hombre, Sub-creador, Luz refractada
en la que, como astillas, se ha deshecho, del Blanco puro
a los colores más variados, en combinaciones infinitas
de formas vivientes que de una mente a otra vagan.
Y si hemos llenado las grietas del mundo entero
de duendes y elfos, si hemos osado erigir
dioses y moradas de dioses en un lugar sin luz ni oscuridad,
si hemos sembrado la semilla del dragón, era nuestro derecho
(bien o mal ejercido). Este derecho no ha prescrito:
aún seguimos bajo la ley que nos creó.aún seguimos bajo la ley que nos creó.
J. R. R. Tolkien
Un ingenioso retrueó cano de Marc Soriano establece un parentesco entre el «arte de la infancia» y la «infancia del
arte». Auó n hoy es posible oíór en los cuentos de hadas «la voz» que Walter Benjamin atribuíóa al «narrador anoó nimo que
precedioó a la literatura». En uno de sus ensayos, Benjamin asegura que el arte de narrar —personificado en el
«labrador sedentario de la tierra» (el hombre que no sale de su casa) y en el navegante de comercio (el hombre que
hace viajes)— ha llegado a su final, pues «el lado eó pico de la verdad, la sabiduríóa, se estaó agotando». Benjamin ve en el
auge de la novela y el relato (allíó donde Georg Lukaó cs vio «la forma de un desamparo trascendental») una
«dependencia fundamental del libro» escrito por el individuo solitario que, eó l mismo sin consejo, es ya incapaz de
aconsejar a los demaó s. La obstinacioó n del hombre moderno en difundir «informacioó n» cuya validez se agota en el
momento; su incapacidad general para sentarse a escuchar y reescuchar historias —«el aburrimiento es el paó jaro del
suenñ o que incuba el huevo de la experiencia», dice Benjamin—; su falta de reaccioó n ante lo que no admite ser
abreviado, y la decadencia de conceptos como los de muerte y eternidad: todo esto, seguó n Benjamin, parece contribuir
significativamente a reducir las posibilidades de comunicacioó n de la experiencia de la que una vez el narrador de
historias dio testimonio. Sin embargo, el cuento de hadas es en verdad «el primer tutor de los ninñ os, pues fue una vez
el primer tutor de la humanidad. El primer y auteó ntico narrador es, y seguiraó siendo, el narrador de cuentos de hadas
[…] EÉ ste dejaríóa que la llama de su vida se consumiera enteramente si asíó dejaba sitio a la llama proó diga de su
historia».
Para Tolkien, la comprensioó n de un cuento de hadas no depende de ninguna definicioó n o justificacioó n histoó rica de
lo que es un elfo o de lo que es un hada, sino «de la naturaleza de lo feeó rico: de sus Dominios peligrosos, del aire que
se respira en su reino […] La definicioó n maó s aproximada de lo Feeó rico quizaó pudiera ser “magia”… pero es una magia
con poderes y atribuciones peculiares, en los antíópodas de los vulgares expedientes al uso de magos laboriosos y
cientíóficos. En conclusioó n: si hay alguna intencioó n satíórica en el cuento, de una sola cosa no podemos reíórnos: de la
misma magia».
El cuento de hadas debe satisfacer algunos deseos primordiales del hombre: uno de ellos es «efectuar un
cuidadoso recorrido por las profundidades del espacio y el tiempo»; otro, «establecer una comunidad con otros seres
vivientes». Atenieó ndonos a esta definicioó n, la Nymphidia de Drayton —donde el caballero Pigwiggen «cabalga a lomos
de una fogosa tijereta y manda a su amada, la reina Mab, un brazalete de ojos de termita con un mensaje escrito en
una flor de primavera»— es menos un cuento de hadas que la Muerte de Arturo. (Sin duda Evans-Wentz nos daríóa la
razoó n). El deseo de Tolkien parece ser «un arte viviente, hecho real, subcreativo… Pero si un escritor, al despertarse, os
dice que su cuento es soó lo algo que imaginoó mientras dormíóa, traiciona deliberadamente el deseo primario que late en
el corazoó n de lo feeó rico: la realizacioó n, independiente de lo pensado, del prodigio imaginado».
Los suenñ os de hadas deben ofrecer: Fantasíóa, Retorno, Evasioó n y Consuelo. Finalmente entendemos que para
Tolkien la buó squeda de los «Dominios peligrosos» —y la necesidad de sumergirnos en un mundo de prodigios
imaginados— no es sino una forma de fe, y de esperanza, en la salvacioó n. Los propios Evangelios contienen «un
cuento de hadas, o un cuento de un geó nero mayor que abarca toda la esencia de los cuentos de hadas». En definitiva:
Este cuento ha pasado a formar parte de la Historia y del mundo primordial; el deseo y la aspiracioó n de subcreacioó n
han sido elevados al cumplimiento de la Creacioó n. El nacimiento de Cristo es la eu-catástrofe de la historia de la
humanidad. La resurreccioó n es la eu-catástrofe de la historia de la Encarnacioó n. Esta historia se inicia y concluye con
juó bilo. Posee en primer lugar la «consistencia interna de las cosas reales». No hay en el mundo historia alguna que
tantos hombres hayan dado por real, ninguna cuya realidad tantos esceó pticos hayan aceptado en virtud de sus propios
meó ritos. Pues su Arte tiene el tono absolutamente convincente del Arte Primordial, es decir, de la Creacioó n. Rechazarla
conduce a la amargura o a la ira… El gozo del cristianismo, la Gloria, es de la misma naturaleza; pero es ante todo
(infinitamente, si nuestras facultades no fueran finitas) elevado y dichoso. Es una historia suprema; y es verdadera. El
arte se verifica con ella: Dios es el Senñ or, de los aó ngeles, de los hombres… y de los elfos. Historia y leyenda se
encuentran y funden.
7

Las hadas que de William Bond escaparon


por su testa brillante a corro bailaron;
sobre su blanca almohada siguieron danzando
y los Ángeles de la Providencia el lecho abandonaron.
William Blake, William Bond
La tentativa de Tolkien —derivar del cuento de hadas «ideal» una correspondencia con el concepto cristiano de
redencioó n y al mismo tiempo hallar «un destello de evangelium en el mundo real»— trae a la memoria las alegoríóas
religiosas de C. S. Lewis en sus libros de Narnia, asíó como las novelas y relatos fantaó sticos del mayor visionario de toda
la literatura infantil, George MacDonald. Fueron, no obstante, los primeros autores eclesiaó sticos ingleses los que en
realidad, vista la imposibilidad de transformar una diosa pagana como Bridget en santa Bríógida o de apropiarse de
costumbres como la consagracioó n de pozos de los deseos a las ninfas sustituyendo eó stas por santos, quisieron acabar
con la creencia en el mundo de las hadas. Aunque Hobbes identificara en su Leviatán el reino de las hadas con el Reino
de las Tinieblas —al cual referíóa el poder del propio clero—, Chaucer puso en boca ya de la heroíóna de «La mujer de
Bath» la afirmacioó n de que fueron los frailes los primeros en expulsarlas: «Pues allíó donde veíóais a un elfo pasear /
ahora vereó is a un fraile mendigar». Tambieó n los cuentos de Canterbury describen un corro feeó rico de espíóritus
danzantes, y en ellos aparece incluso la vieja, arrugada y a menudo maligna figura del hada madrina (figura que
procede de la personificacioó n precristiana del Hado: el franceó s fée viene del latíón fata).
El influjo del cristianismo contribuyoó ciertamente al desprestigio no soó lo de las hadas (que la Iglesia relacionaba
con la magia negra) sino tambieó n de los cuentos del geó nero; eó stos, siendo como eran imposibles de reprimir, fueron
desdenñ osamente relegados «a los ninñ os», quienes no iban a tardar, seguó n se confiaba, en sentirse demasiado mayores
para prestar atencioó n a tales cosas. Es importante senñ alar, sin embargo, que el puó blico original al que estaban
destinados los cuentos de hadas literarios era un puó blico adulto. Perrault atribuyoó la composicioó n de sus Cuentos de
Mamá Ganso —publicados por primera vez en Francia en 1698— a su hijo, Pierre Darmancour. Aunque Perrault fingíóa
que los cuentos habíóan sido escritos por un joven para que los leyeran los ninñ os, en realidad estaban dirigidos a los
salones de la alta sociedad parisina. Como ha dicho Arieà s, «al final del siglo del racionalismo las quimeras no podíóan
“volver” sin una coartada, y fueron los ninñ os quienes la proporcionaron».
Tal coartada revela que hacia el siglo XVII los ninñ os se habíóan convertido en los destinatarios de un corpus de
tradiciones que en aquellos momentos los caó nones «adultos» consideraban despreciables si no abiertamente
inaceptables. Tambieó n en Inglaterra las faó bulas de Esopo (cuya primera traduccioó n, del franceó s, se debioó a Caxton en
1484), El zorro Reinhart, las Gesta Romanorum (la coleccioó n de principios del siglo XIV que reuníóa faó bulas y relatos
mitoloó gicos, histoó ricos y morales, de los que Shakespeare extrajo los temas baó sicos de El mercader de Venecia), los
bestiarios, las baladas, los romances artuó ricos y otras historias como la de Bevis de Southampton (a la que
Shakespeare se remonta en El rey Lear), en suma, todas estas muestras de literatura popular de origen antiguo y
medieval hallaron su puó blico entre los ninñ os de las familias de clase media y alta, tal como oralmente les veníóan
siendo transmitidas por ninñ eras y sirvientes procedentes del campo. Las praó cticas maó gicas de los herreros, el
recuerdo de usos maó gicos relacionados con semillas, caballos y arados, la poleó mica en torno a la brujeríóa, que difundioó
y fomentoó supersticiones de toda clase (Robert Graves senñ ala que, en su sentido original latino, la supersticioó n se
refiere simplemente a los restos de la primitiva tradicioó n maó gica), contribuyeron a extender de una forma regular y
constante la tradicioó n rural de lo sobrenatural.
Posteriormente, la creencia en las hadas seguiríóa gozando de excelente salud. La senñ ora Page de Las alegres
comadres de Windsor habla de «galopines, ouphes [elfos] y hadas, verdes y blancos». Y el Ariel, la reina Mab —«la
comadrona de las hadas»— y el panteoó n feeó rico de El sueño de una noche de verano dejan ver la cantidad de tradicioó n
popular que hubo de beber Shakespeare siendo un ninñ o en Warwickshire. Oberoó n, cuya morada describe Spenser en
La reina de las hadas, parece ser descendiente de Prometeo, ha sido identificado tambieó n con el rey enano Alberich del
Cantar de los nibelungos, el cual, a su vez, dio pie al franceó s Auberich-Auberon; su rastro ha sido seguido incluso hasta
el panteoó n de los dioses hinduó es. En las Metamorfosis de Ovidio, Titania, la mujer de Oberoó n, es uno de los nombres
que se da a Diana; y en «Las transformaciones de Tinykin» la vemos en la figura de una diosa medio eroó tica, medio
maternal.
No podemos aquíó, por razones de espacio, exponer las diversas teoríóas que explican los oríógenes de los cuentos de
hadas —su invencioó n, transmisioó n y difusioó n—, pero en Inglaterra hay algunas figuras realmente genuinas, y entre
ellas la maó s famosa es Robin Goodfellow. Conocido con el nombre de Puck y asociado con el diablo ( poucke), es
tambieó n Lob yaciendo junto al fuego, el Lubber Fiend del Allegro de Milton, y el Puck del Kipling de Pook Hill. T. F. Dyer
asegura incluso que Cwm Pucca (Puck Valley, en el paíós de Gales) es el escenario original de El sueño de una noche de
verano.
Chaucer, Nashe, Shakespeare, Drayton, Herrick y Fletcher teníóan buenos conocimientos acerca del mundo de las
hadas y los utilizaron —ya que probablemente no se los tomaban tan en serio como los informantes de Evans-Wentz
— para sus propios fines. Mantuvieron, con todo, viva la llama de la tradicioó n. Tras ellos, la «fe» fue preservada en
Inglaterra por los llamados chapmen, vendedores ambulantes que recorríóan todo el paíós ofreciendo pliegos de
noticias, baladas y aleluyas. En el siglo XVII todo este material fue recogido en libros, y las historias de Jack el gigante
asesino, Guy de Warwick, Dick Whittington, Pulgarcito, Robin Hood, Cock Robin, el Doctor Fausto y Francis Drake
pudieron ser leíódas por ninñ os y adultos; asíó se ve en el relato que hizo sir Richard Steele de los haó bitos de lectura de su
nieto:
Lo he visto muy versado en las faó bulas de Esopo; sin embargo, me ha confesado, con franqueza, que «no disfrutaba de
aprender tales cosas, porque no creíóa que fuesen ciertas»; he descubierto que, por esta razoó n, durante el pasado anñ o,
ha volcado sus estudios en la vida y las aventuras de Belianis de Grecia, Guy de Warwick, los Siete Campeones, etc. […]
Era capaz de reprochar a Bevis su talante apasionado, y de gozar con san Jorge por ser el «campeoó n» de Inglaterra; y
de esta forma su pensamiento se ha ido fraguando en las ideas de discrecioó n, virtud y honor […]. «En cambio, la
pequenñ a Betty», me dijo su madre, «se interesa maó s por los duendes y las hadas».
Apreó ciese coó mo van «fraguaó ndose» por sexos los haó bitos de lectura: aventuras para los chicos, hadas para las
chicas.
En cualquier caso, este tipo de colecciones vino a crear lo que, en palabras de Harvey Dorton, fue «una biblioteca
universal, y al mismo tiempo una sub-historia de la literatura inglesa […] De 1700 a 1840, aproximadamente, estos
libros de cuentos recopilaron la literatura popular de cuatro siglos en una forma reducida y deteriorada, la mayor
parte adaptada para uso de los ninñ os y de la gente praó cticamente iletrada del campo» (citado de Children’s Books in
England, 1932; reimpr. 1958: auó n hoy sigue siendo el libro maó s concienzudo, informativo e interesante sobre la
historia de esta literatura).
Hacia finales del siglo XVIII, la tradicioó n de las hadas fue confinada bajo tierra. Mientras William Blake creaba los
mayores poemas jamaó s escritos para «ninñ os de todas las edades», la senñ ora Trimmer, su coetaó nea maó s famosa, se
dedicaba a fundar una revista llamada The Guardian of Education, en cuyas paó ginas resenñ aba libros, contestaba un
consultorio y emitíóa, por norma, diversos juicios ex cathedra. Proscribioó por ejemplo el cuento de la Cenicienta de las
bibliotecas infantiles despueó s de que un lector le escribiera que el cuento «pinta algunas de las maó s bajas pasiones
que puede cobijar el corazoó n humano, y que no deberíóan, en lo posible, llegar al conocimiento de los ninñ os: pasiones
como la envidia, los celos, la vanidad, cierto desprecio hacia las madrastras y hermanastras, cierta aficioó n malsana por
los vestidos de gala, etc., etc.». Tambieó n se prohibioó Robinson Crusoe (el uó nico libro que Rousseau aprobaba para los
ninñ os) porque podíóa ocasionar «un deseo prematuro de una vida de viajes y aventuras». Los cuentos de Mamaó Ganso
«soó lo sirven para llenar la cabeza a los ninñ os de ideas confusas sobre sucesos maravillosos y sobrenaturales, obrados
por la accioó n de seres imaginarios». En su Essay on Christian Education, la senñ ora Trimmer lo resumíóa asíó:
«Antiguamente los libros para ninñ os, tanto los que instruíóan como los que divertíóan, se reducíóan a un pequenñ o nuó mero
de obras; recientemente se han multiplicado hasta unos líómites asombrosos y alarmantes, y en ellos se agazapan un
sinfíón de mentiras nocivas».
Esta manera de pensar es en parte el resultado de la herencia puritana de la actitud observada hacia los ninñ os un
siglo antes. Uno de los libros maó s sorprendentes de esa eó poca, escrito por James Janeway, lleva el explíócito tíótulo de
«Un regalo para los ninñ os: el cual contiene un relato exacto de las vidas devotas, santas y ejemplares, y de las muertes
gozosas, de varios ninñ os pequenñ os. A las que se anñ aden oraciones y bendiciones que a los ninñ os conviene saber». Uno
de sus muchos grabados muestra a unos ninñ os jugando con una peonza (un grave pecado); otro, a otro ninñ o
contemplando un cadaó ver. El texto, como reza el tíótulo, cuenta las muertes de pequenñ os maó rtires que tomaron
conciencia de ser «por naturaleza ninñ os de la Ira». Por lo demaó s, Janeway advierte a los padres: «¿Es que las almas de
vuestros hijos carecen de valor? […] No son demasiado joó venes para morir, ni para ir al Infierno, ni para servir a su
gran Maestro; no lo son para ir al Cielo».
La obra de John Bunyan El peregrino se convirtioó raó pidamente en un claó sico de las lecturas infantiles; Bunyan
escribioó , sin embargo, un libro especialmente dirigido a los ninñ os, Divine Emblems. Uno de esos emblemas, titulado
«La abeja», dice:
La abeja vuela, y con la miel vuelve a su mansión
Y los que la miel buscan tropiezan con un aguijón;
Quien la miel quiera sin dejarse picar
Antes de nada a la abeja habrá de matar.
Sobre este emblema ha dicho Harvey Danton: «Herrick, Milton y el doctor Watts vieron en la abeja metaó foras y
ensenñ anzas. Soó lo Bunyan concibioó el insecto como algo inmoral». (Y no soó lo inmoral: recomendaba la pena de
muerte).
Esta actitud vituperativa, que auó n hoy contamina la mayor parte de nuestras virtuosas ideas políóticas, fue
suavizada por Locke, Rousseau y sus seguidores. En oposicioó n al caraó cter baó sicamente didaó ctico y amenazante de la
mayoríóa de los autores de libros para ninñ os, escritores como Maria Edgeworth, Thomas Day, Isaac Watts, William
Roscoe y maó s tarde Catherine Sinclair empezaron a escribir obras sobre y para ninñ os de verdad. El espíóritu del
puritanismo, no obstante, perduroó en los lugares maó s inusitados. Veinte anñ os despueó s de haber ilustrado la primera
edicioó n inglesa (1923-1926) de los cuentos populares de Grimm, George Cruikshank, ahora abstemio recalcitrante y
moralista contumaz, renegoó bruscamente de lo hecho y reescribioó los cuentos como si fueran tratados de continencia.
En la «nueva» versioó n, cuando Cenicienta va a contraer matrimonio, «todo el vino, cerveza y alcohol que habíóa en
aquel lugar fue reunido y apilado en la cima de un monte en las cercaníóas de palacio, y la noche de la boda se encendioó
una gran hoguera». Hasta la senñ ora Trimmer se habríóa ruborizado de tal intervencioó n.
8

Nuestra infancia seríóa entonces como el ríóo Leteo, de cuyas aguas bebimos a fin de no disolvernos en el Todo pasado y
futuro, a fin de establecer los líómites de nuestra personalidad. Vivimos en una suerte de laberinto; no encontramos el
hilo que nos llevaríóa a la salida y, sin duda, que no lo encontremos es fundamental. Por ello mismo, anclamos el hilo de
la Historia al lugar donde se quiebra el de nuestros propios recuerdos, y cuando se nos escapa la propia existencia,
vivimos en la de nuestros antepasados.
K. P. Moritz (citado por Bachelard en La Poétique de la rêverie)
En los primeros anñ os del siglo XVIII, se tradujeron al ingleó s los Cuentos de Mamá Ganso de Perrault. Tambieó n por esas
fechas se conocieron los cuentos de la condesa d’Aulnoy («El gato blanco» y «Ricitos de oro»). La primera traduccioó n
inglesa de Las mil y una noches aparecioó en 1704-1717 (si bien algunas de sus historias se habíóan «colado» ya en
Esopo, las Gesta Romanorum, y en el «Cuento del escudero» de Chaucer).
En 1818 Benjamin Tabart publicoó una coleccioó n revisada de cuentos de Perrault: entre ellos, «La Bella y la Bestia»
(que procedíóa de Le Cabinet des Fées, compendio de cuentos de hadas franceses del siglo XVIII), «Aladino» y
«Pulgarcito». Pero tuvo que llegar la traduccioó n de los cuentos populares alemanes de los hermanos Grimm (1823-
1826) para que se decretara la «aceptacioó n literaria» del geó nero. Un par de anñ os despueó s se publicoó Pedrito el greñoso,
en la deó cada de los treinta se popularizoó la primera versioó n de «Los tres ositos» de Robert Southey, en 1846 se
tradujeron los cuentos de Hans Christian Andersen, se imprimieron docenas de recopilaciones de cuentos populares,
en 1845 el reverendo F. E. Paget publicoó The Hope of the Katzekopfs (una de las primeras novelas de importancia
basadas en un cuento de hadas), y John Ruskin, en el proó logo de una edicioó n de 1868 de cuentos populares alemanes,
escribíóa que un ninñ o
… no tiene por queó escoger entre el bien y el mal. No tiene por queó ser capaz de hacer el mal. No tiene por queó
concebir la idea del mal […]. Obediente, como la nave al timoó n, no mediante la fuerza y la brusquedad, sino en la
libertad del curso luminoso de su vida constante… Educado, encomendado a serlo cada díóa, con muestras de
confianza que lo honren y pequenñ as satisfacciones de camaraderíóa infantil en actos de bondad… Disciplinado, no por
ideas morbosas acerca de los viles apetitos y los malos pensamientos, sino por la alegríóa vital de una vida sin lujos,
por el gozo de poseer poco, que es de tan sabio criterio… Un ninñ o asíó educado no tiene ninguna necesidad de cuentos
de hadas morales.
«Su voz era como una tormenta en aquellos díóas», dice Darton refirieó ndose a Ruskin. «Con estas palabras, casi
cinco siglos despueó s de que la mujer de Bath abominara de los estragos de las hadas, el distinguido profesor de Arte
de Oxford levantaba la prohibicioó n».
En el períóodo comprendido entre 1840 y 1890, la Inglaterra victoriana fue testigo del mayor florecimiento del
geó nero infantil producido en toda la historia de la literatura. No es, este aserto, exagerado. En el curso de estos
cincuenta anñ os, ademaó s de las obras reunidas en esta antologíóa, vieron la luz The Water-Babies de Charles Kingsley, los
libros de Alicia y Sylvie y Bruno, la poesíóa «absurda» de Lear, El anillo y la rosa de Thackeray, At the Back of the North
Wind y The Princess and Curdie de George MacDonald, Novela de vacaciones de Charles Dickens, Prince Prigio y Prince
Ricardo de Andrew Lang, y las novelas de Mrs. Ewing, Mrs. Mollesworth y Jean Ingelow. Proliferaron revistas infantiles
como Aunt Judy’s Magazine (publicada por Mrs. Gatty, madre de Mrs. Ewing), Chatterbox, Good Words for the Young,
The Charm, Little Folks, etc. Empezaron a publicarse, en nuó mero extraordinario, colecciones de cuentos de hadas,
entre ellas las famosíósimas English Fairy Tales (1890) y Celtic Fairy Tales (1893) de Joseph Jacobs, asíó como los doce
voluó menes, auó n populares hoy, de Blue-to-Lilac de Andrew Lang, el primero de los cuales —The Blue Fairy Book—
aparecioó en 1889. Por uó ltimo, durante este períóodo, se extendioó la obra, auó n no superada, de ilustradores como George
Cruikshank, Richard Doyle, John Tenniel, Walter Crane, Eleanor Boyle (E. V. B.), Randolph Caldecott, Kate Greenaway y
el extraordinario Laurence Housman, el hermano injustamente menospreciado de A. E. Housman. (Sus cuentos de
hadas son un dechado de preciosismo, pero sus ilustraciones para «El mercado de los duendes» de Rossetti, asíó como
tantas otras realizadas para otras obras, son realmente deslumbrantes).
Ninguna causa por síó sola puede dar cuenta de tan abrumadora proliferacioó n. Escribir cuentos de hadas para ninñ os
se habíóa convertido en una actividad literaria legíótima. No es soó lo que los escribieran Thackeray, Ruskin, Dickens y
Christina Rossetti, sino que los autores del geó nero se preocupaban menos, en general, que sus contemporaó neos
«adultos» por los debates sobre «moral esteó tica» que habíóan impulsado el mismo Ruskin, Tennyson, Arnold, Buchanan
y Pater. En cierta medida, estos autores trascendieron la viejíósima discusioó n en torno a los fines de la «literatura»
(deleite en oposicioó n a instruccioó n), asíó como —en lo que a lecturas infantiles atanñ e— la pugna existente entre el
tratado moral y el cuento de hadas. Muy pocas «autoridades» en materia infantil, ciertamente, habríóan sido capaces de
suscribir lo que un comentarista de la utilitarista Westminster Review: «La literatura es una seductora: casi podríóamos
decir una prostituta; puede haber algo en ella que nos entretenga… pero ay de aquella nacioó n cuyos políóticos escriban
versos». La literatura infantil de este períóodo tuvo casi siempre una base religiosa o moral, pero fue a menudo a costa
de este conflicto entre innovacioó n y moralidad (o entre erotismo y moralidad, como se ve en «El mercado de los
duendes» de Christina Rossetti) como se gestaron algunas de las obras magnas de la eó poca.
Tampoco puede atribuirse soó lo a causas sociales este auge que se produjo en Inglaterra con mayor intensidad que
en el resto de Europa. Es cierto que la distincioó n del ingleó s entre infant y child parece ser indicio de una maó s sutil
estimacioó n del estado y el haó lito de la infancia que la que comunica su correspondiente franceó s enfant, que abarca con
una sola voz todos los matices. Es tentador acercarse a la idea propuesta por Michel Foucault de que «en el períóodo
claó sico, la melancolíóa de los ingleses se explicaba sin dificultad por el influjo del clima maríótimo, del fríóo y de la
humedad, de la inestabilidad del tiempo; todas esas finas gotas de agua que penetran las fibras y conductos del cuerpo
humano y hacen que pierda su consistencia lo predisponen igualmente a la locura». Las ceó lebres excentricidades a las
que se ven asociadas figuras como Lewis Carroll o Edward Lear y otros quizaó sirvieran para probar que existe alguna
conexioó n entre la locura y el hecho de escribir para ninñ os: no en vano indica Foucault que el juicio del siglo XIX acerca
de la «locura» relegaba a quien la poseíóa al status de la ninñ ez.
La causa real de la magnitud de la literatura infantil en la era victoriana es que, por vez primera, hombres y
mujeres pudieron explorar su sensibilidad infantil sin necesidad de disculpar sus deseos y sin tener que recurrir a
coartadas (como Perrault creyoó que teníóa que hacer). Soy del parecer, pese a lo dicho, de que, al igual que los libros de
Alicia, las obras recogidas en esta antologíóa se disfrutan y entienden mejor con una lectura de «adulto», pues la
recuperacioó n de la infancia —de la que estos cuentos dan buena cuenta— ha devuelto a la literatura inglesa la
sabiduríóa teluó rica y animista que la tendencia dominante de la cultura victoriana se empenñ oó en denostar: la misma
«sabiduríóa» que es una de las bases naturales de la literatura hispanoamericana (Estrada, Asturias, Garcíóa Maó rquez,
Paz y Neruda), o de un escritor como I. B. Singer, cuyas «ficciones» judeoamericanas —enraizadas como estaó n en la
estaó tica tradicioó n cultural del hasidismo— no cesan de apuntar a lo maó gico y lo demoníóaco como hechos de los maó s
fundamentales e influyentes de la existencia humana. Y si bien es cierto que el geó nero del cuento de hadas degeneroó ,
en las postrimeríóas del períóodo Victoriano, en un sentimental y dieciochesco ramillete de amapolas sobre el que
derramaban sus laó grimas las damas de las escuelas de arte, tambieó n debe decirse que esta edad de oro redescubrioó y
modeloó la tradicioó n feeó rica que la cultura «oficial» habíóa sido incapaz de reprimir: de hecho, no dejaraó de reaparecer
en las fantasíóas «adultas» de novelistas como William Morris, Lord Dunsany y E. R. Eddison, en escritores como A. E.,
W. B. Yeats, James Stephens y Herbert Read (The Green Child), y tambieó n en la muó sica rock en las canciones de
Donovan (A Gift from a Flower to a Garden), Tyrannosaurus Rex (My People were Fair, Prophets, Seers and Soges), y
especialmente de Pink Floyd (The Piper at the Gates of Dawn) y de la Incredible String Band. Es interesante notar que
fueron los «ninñ os» de posguerra de la clase media inglesa los que redescubrieron, en su muó sica y su cultura, la
importancia de creer en las hadas. Creyeó ndose «ninñ os de Los», despertaron de su suenñ o a las criaturas de Oz y del
Flautista a las Puertas del Amanecer mientras su memoria volvíóa los ojos hacia Stonehenge y Glastonbury.
Se ha debido en gran parte al eó xito de la literatura infantil victoriana que Kenneth Grahame haya podido escribir
una novela situada en Oxfordshire y protagonizada por misoó ginos caballeros ingleses y que el resultado haya sido El
viento en los sauces… mientras en los Estados Unidos L. Frank Baum producíóa El mago de Oz —hoy por hoy la mayor
contribucioó n angloamericana al cuento de hadas—, que no es maó s que la historia casi sufíó de un lenñ ador hecho de
hojalata que quiere tener corazoó n, un espantapaó jaros que quiere tener inteligencia, un leoó n que quiere ser valiente, y
una muchachita que quiere encontrar el camino de casa. Son cosas eó stas, por supuesto, que los personajes tienen ya
dentro de síó mismos, como van revelaó ndose unos a otros en el curso de la historia. Y en El señor de los anillos, Tolkien,
como un arqueoó logo de la tradicioó n feeó rica, definioó y se adentroó , en un esfuerzo indecible, en los ocultos dominios de
la conciencia, perdida por el hombre, del reino secreto, imaginando a la vez las posibilidades de un mundo
«reformado» en el cual la conciencia iba a ser tan grande, y al mismo tiempo tan pequenñ a, como un grano de arena.
Steven Marcus ha demostrado que el mundo de la pornografíóa victoriana fue el «espejo» de su canon imperante de
decencia. Sin embargo, como puntualiza Gertrude Himmelfarb, las muó ltiples manifestaciones del «escepticismo»
Victoriano —utilitarismo, positivismo, darwinismo, humanismo esteó tico y racionalismo— incrementaron de hecho la
virulencia del celo moralista. «No era la moralidad», dice, «la que exigíóa la seguridad de la religioó n; era el increó dulo
quien exigíóa esa seguridad, y no en aras de la moralidad, sino de la fe misma. Y desprovisto de la seguridad de la fe,
compensoó su carencia, a veces con creces, apurando al extremo la moralidad que estaba a su alcance».
La relacioó n de esta moralidad con el «concepto» de ninñ o produce contradicciones y confusos propoó sitos en la tarea
de escribir sobre y para ellos. Tan posible es encontrar heó roes pasivos y oprimidos en la líónea de Oliver Twist o el
Wooden Tony de Mrs. Clifford como tropezarse con ninñ os activos, iniciados en lo espiritual, como los de los cuentos de
George MacDonald («La llave de oro» y «Ninñ o de Sol y ninñ a de Luna»). Entre los dos extremos, un gran nuó mero de
autores intentoó servirse del «ninñ o» como una forma de mediar en las exigencias conflictivas de cambio evolutivo y
progreso eó tico, de medio ambiente y tecnologíóa, del senñ or Podsnap y el senñ or Gradgrind. En este punto la descripcioó n
del ninñ o se convirtioó en un víónculo entre dos creencias aparentemente irreconciliables. Y el «ninñ o», habieó ndose
erigido de tal modo en el crisol del ideal de bondad, se encontroó representando un emblema de totalidad.
El «ninñ o», a pesar de todo, no era soó lo una «solucioó n»; reflejaba tambieó n la etiologíóa de unas afirmaciones
vacilantes en materia social. Las tesis uniformistas de Chambers y Lyell, que cuestionaban la idea teoloó gica de una
Creacioó n producida en un momento concreto del tiempo, sacaron a colacioó n el problema de los oríógenes; y, como ya se
ha dicho antes, el arquetipo infantil implica de manera especial un compromiso con los misterios de los Oríógenes. El
Viaje del Beagle de Darwin era indicio, por otra parte, de una ansiedad ontoloó gica semejante. Seguó n ha observado Jan
Gordon, «el zooloó gico que pulula por Alicia en el País de las Maravillas se emplaza ya claramente en un recinto
postdarwiniano, donde puede invocarse la existencia de nuevas especies simplemente con una mutacioó n de la
imaginacioó n de la ninñ a o en funcioó n de su tamanñ o. Son el producto de una inteligencia antropomoó rfica». Tambieó n la
cuestioó n de la identidad no soó lo sexual y social sino tambieó n espiritual se somete a revisioó n constante en la literatura
infantil de este períóodo; el cuento de Maggie Browne «Se busca un rey» es un ejemplo del primero de estos intereses, y
los cuentos de George MacDonald del segundo. La buó squeda del pasado y de la verdadera personalidad es tambieó n un
tema que atraviesa toda la literatura victoriana (baste recordar a Pip, a Little Joe o a Dorothea Brooke). Y mientras
Mary de Morgan subraya la nostalgia descorazonados del «hogar perdido» (veó ase «Los vagabundeos de Arasmoó n»),
George MacDonald tomaraó el mitologema del «huerfanito» para identificarlo —de la misma forma que en el gnoó stico
Hymn of the Pearl— con el alma.
No es posible pasar por alto la importancia que tuvo en la literatura infantil victoriana la tradicioó n evangeó lica.
Mientras muchos autores como Mrs. Ewing o Mrs. Molesworth parecen suscribir de forma temperamental el ideario
de los «derechos de la propiedad y los deberes del trabajo», y aunque con frecuencia identificaron la redencioó n con la
redencioó n de clase —como hizo la mayoríóa de las novelas «adultas» victorianas—, su insistencia en la necesidad
individual de una experiencia interior basada en una realidad espiritual desinteresada las vincula ciertamente a
Pusey, Keble y John Mason Neale, si no a Wesley, a William Lay y a socialistas cristianos posteriores como Charles
Kingsley, J. M. Ludloy y F. D. Maurice (que fundoó un colegio para miembros de la clase trabajadora y fue, de paso, una
de las maó s notables influencias de George MacDonald).
Las obras reunidas en esta antologíóa se ven animadas, de un modo u otro, por esta tradicioó n evangeó lica tan
encarecedora de la regeneracioó n y la redencioó n, es decir, de una especie de Selbsttdtung (un teó rmino de Michael
Hamburger que equivaldríóa a «egocidio»), y en este sentido sus intereses no se alejan demasiado de algunas novelas
victorianas como Grandes esperanzas, Los trabajos de Richard Feverel o Romola, o de los originales dramas de Mill y
Newman. Tras los cuentos que aquíó ofrecemos, se halla la posesioó n feeó rica de «Las transformaciones de Tinykin», la
saó tira políótica de «Petsetilla’s Posy», o la educacioó n social de «Children of the Castle», se halla la posibilidad del kairós,
de la edad de la gracia. Es la edad del cuento de hadas —eó rase una vez—, la edad en que el presente se nos revela
eterno otra vez.
EL REY DEL RÍO DORADO

LOS HERMANOS NEGROS

JOHN RUSKIN
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustraciones
Richard Doyle
JOHN RUSKIN escribió «El Rey del Río Dorado» en 1841 a instancias de una prima lejana, la escocesa Euphemia (Effie)
Chalmers Gray, que entonces tenía doce años y con la que acabaría casándose en 1848. Este infortunado matrimonio fue
anulado seis años después, y Effie se casaría de nuevo con John Everett Millais. El arquetípico cuento de hadas de Ruskin
sobre el pequeño Gluck y sus dos egoístas hermanos, Hans y Schwartz, así como el mismo personaje del magnífico Rey del
Río Dorado, hace gala de un «genuino talante alpino» en la línea de los cuentos de los hermanos Grimm. Ilustrado con los
dibujos, ahora famosos, de Richard Doyle, el cuento fue publicado por vez primera en 1851, diez años después de su
creación.
Tangencialmente, es de interés observar que, aunque «El Rey del Río Dorado» fue la única contribución «original» de
Ruskin a la literatura infantil, fue su introducción a la edición de 1868 de los «Cuentos» de Grimm el primer paso dado
hacia la gran aceptación que éstos habrían de obtener.
CAPÍTULO I

EN un lugar apartado y montanñ oso del reino de Stiria, habíóa una vez, hace muchos anñ os, un valle de insoó lita y
exuberante feracidad. Estaba rodeado por todas partes de escarpadas montanñ as rematadas por picachos que siempre
aparecíóan cubiertos de nieve y de los cuales bajaban en catarata numerosos torrentes. Uno de ellos se despenñ aba por
Poniente sobre la superficie de un risco tan alto que cuando el sol ya se habíóa puesto en todas partes y allaó abajo
reinaban las sombras, sus rayos seguíóan brillando de plano sobre esta cascada, que se asemejaba asíó a una ducha de
oro. Por eso la gente la habíóa bautizado con el nombre de Ríóo Dorado.
Ninguno de aquellos torrentes, por raro que parezca, iba a morir al valle. Desaguaban todos por la otra vertiente y
serpenteaban recorriendo amplias llanuras y populosas ciudades. Pero las nubes, en cambio, siempre impresas junto
a las nevadas cumbres, flotaban de forma tan dulce y perenne sobre aquella hondonada circular que en tiempos de
sequíóa, cuando todo el campo de los contornos aparecíóa agostado, en el pequenñ o valle nunca faltaba la lluvia. Y eran
tan abundantes sus cosechas, tan alta la hierba de sus pastos, sus manzanas tan rojas, tan azules sus uvas, tan sabroso
su vino y tan dulce su miel que era el pasmo de todos cuantos lo visitaban. Lo llamaban el Valle del Tesoro.
La entera propiedad de esa pequenñ a vaguada se la repartíóan entre tres hermanos: Schwartz, Hans y Gluck. Los dos
mayores, Schwartz y Hans, eran muy feos. Bajo unas cejas enormes y espesas, aparecíóan los ojillos de mirada torva y
siempre a medio abrir, de tal manera que no era faó cil asomarse a mirarlos, pero en cambio daba la impresioó n de que
ellos penetraban hasta el fondo de quien los mirase. Vivíóan de la explotacioó n del Valle del Tesoro, y desde luego como
granjeros no teníóan precio. No dejaban bicho viviente como no les fuera rentable. Mataban a las urracas porque les
picoteaban la fruta, mataban a los erizos para que no chuparan la leche de las vacas, envenenaban a los grillos por
comer las migajas de la cocina y aplastaban a las cigarras por su costumbre de cantar todo el verano en las ramas de
los tilos. A los criados no los pagaban nunca, y cuando ellos se plantaban y decíóan que no trabajaban maó s, se
indignaban y los poníóan en la puerta de la calle sin darles un ceó ntimo. Hubiera sido muy raro que una granja asíó y con
semejantes sistemas de administracioó n no hubiera hecho a sus amos muy ricos. Y en efecto, eran riquíósimos. Solíóan
almacenar el maíóz de un anñ o para otro hasta que su precio se encarecíóa, y luego lo vendíóan al doble de su valor. El oro
se amontonaba en sus soó tanos, y no se teníóa noticia de que jamaó s hubieran dado un ceó ntimo a nadie, ni tan siquiera un
mendrugo por caridad. Nunca iban a misa, y siempre se estaban quejando de los impuestos que pagaban. En una
palabra, eran tan crueles y esquinados que todos los que teníóan alguó n trato con ellos los conocíóan por el apodo de los
«Hermanos Negros».
El maó s pequenñ o, Gluck, tanto en aspecto como en manera de ser, era completamente lo contrario, tan opuesto a sus
hermanos como quepa imaginar. No tendríóa maó s de doce anñ os, era rubio, de ojos azules, dulce y amable con todo el
mundo. Como es natural, no se llevaba demasiado bien con sus hermanos, aunque mejor seríóa decir que eran eó stos
quienes no se llevaban bien con eó l. Le teníóan asignada la honorable tarea de darle vueltas al asador, cuando habíóa algo
que asar, que era pocas veces, porque, en honor a la verdad, no eran mucho maó s generosos consigo mismos que con
los demaó s. Otras veces Gluck limpiaba los zapatos, los suelos o los platos. Y en este caso le dejaban comerse las sobras,
para animarlo, pero tambieó n recibíóa muchas bofetadas, para educarlo.
Asíó siguieron las cosas durante mucho tiempo. Por fin, llegoó un verano muy lluvioso que arruinoó las cosechas de
todo el contorno. No bien acababan de recoger el heno los campesinos, cuando los almiares eran arrastrados por
grandes riadas que se los llevaban hacia el mar; las vinñ as quedaron destruidas por el granizo, y el pulgoó n negro acaboó
con el maíóz. Soó lo el Valle del Tesoro permanecíóa indemne como siempre. Igual que habíóa llovido cuando en todas
partes reinaba la sequíóa, tambieó n ahora que en ninguó n sitio se dejaba ver el sol, aquíó lucíóa esplendoroso. Todo el
mundo acudioó a comprar maíóz a aquella granja y salioó echando pestes de los Hermanos Negros. Poníóan el precio que
les daba la gana y lo conseguíóan, menos cuando se trataba de pobre gente sin maó s opcioó n que la mendicidad, a la cual
no se dignaban siquiera mirar ni tratar con un míónimo de consideracioó n, aunque algunos llegaran a morir de hambre
ante sus mismas puertas.
Un fríóo atardecer, ya cerca del invierno, los dos hermanos mayores salieron, no sin antes hacerle al joven Gluck,
que quedaba al cuidado del asador, las consabidas advertencias de que no dejara entrar a nadie ni diera nada. Gluck se
sentoó bastante cerca del fuego, porque llovíóa muchíósimo y las paredes de la cocina no habíóa manera de secarlas ni de
conseguir que tuvieran buen aspecto. Vigilaba el asado, daó ndole vueltas continuamente, y se habíóa ido poniendo
tostadito y apetitoso.
«¡Queó pena que mis hermanos nunca inviten a nadie a cenar!», pensoó Gluck. «Teniendo al fuego una pieza de
cordero tan hermosa como eó sta y sabiendo que los demaó s comen a lo sumo un mendrugo de pan, me parece que
invitar a alguien a compartir su cena podríóa ensancharles el corazoó n, y les sentaríóa bien».
Justo cuando estaba pensado esto, se oyoó un doble golpe en la puerta de la casa, intenso y sordo, como un llamar
con las manos vendadas, algo que maó s se asemejaba a un soplido que a un golpe.
«Debe de ser el viento», se dijo Gluck, «nadie maó s que eó l se atreveríóa a llamar dos veces a la puerta de nuestra
casa».
Pero no, no era el viento. Volvieron a llamar maó s fuerte, y lo que resultaba particularmente asombroso era que la
persona que fuera debíóa de estar en un apuro y no temer lo maó s míónimo las consecuencias de su osadíóa. Gluck se
acercoó a la ventana, la abrioó y sacoó la cabeza para ver quieó n era.
Era el hombrecillo de aspecto maó s exoó tico que Gluck habíóa visto en su vida. Teníóa una nariz grande de un tinte
ligeramente metaó lico; las mejillas eran mofletudas y tan coloradas como si se hubiera pasado las uó ltimas cuarenta y
ocho horas soplando un fuego reacio. Guinñ aba alegremente los ojos a traveó s de unas pestanñ as largas y sedosas; los
bigotes, a manera de sacacorchos, se le retorcíóan en dos vueltas a los lados de la cara, y el pelo, de un color
salpimentado, le caíóa bastante maó s abajo de los hombros. Mediríóa metro y medio, y llevaba en la cabeza un sombrero
coó nico y puntiagudo casi de esa misma altura, decorado con una pluma negra y enorme. Su juboó n se alargaba por
detraó s de forma muy exagerada en una especie de «cola de golondrina» de las que rematan las levitas, pero todo ello
tapado en parte por los pliegues ampulosos de una enorme capa negra y lustrosa, que debíóa de ser maó s larga en
tiempo de bonanza, porque el viento que silbaba alrededor de la vieja casa la hacíóa revolotear sobre los hombros de su
duenñ o. Resultaba asíó que eó ste parecíóa mucho maó s pequenñ o que aquel trozo de panñ o negro que flotaba en el aire.
Gluck se habíóa quedado tan paralizado ante el singular aspecto de su visitante que se quedoó quieto, incapaz de
decir una sola palabra, hasta que el viejo caballero, que acababa de iniciar una nueva y maó s eneó rgica sinfoníóa de
aldaboó n, se dio la vuelta y miroó por encima de su capa flotante. Al hacerlo, vio obstruyendo el hueco de la ventana la
cabecita rubia de Gluck con los ojos y la boca abiertos de par en par.
—¡Hola! —dijo el hombrecillo—, no me parece que sean maneras de responder a alguien que llama a tu puerta.
Estoy empapado, deó jame entrar.
En honor a la verdad, hay que decir que el hombrecillo teníóa razoó n: estaba empapado. La pluma de su sombrero le
colgaba y se le metíóa entre las piernas como la cola de un cachorro apaleado, chorreando como un paraguas. Y de la
punta de sus bigotes caíóan regueros que afluíóan a los bolsillos de su chaleco, para volver a salir otra vez, como en un
molino de agua.
—Perdone, senñ or dijo Gluck—, lo siento muchíósimo, pero la verdad es que no puedo.
—¿Que no puedes queó ? —dijo el viejecillo.
—Que no le puedo dar albergue, senñ or, de verdad que no puedo. Mis hermanos me daríóan una paliza de muerte,
senñ or, soó lo con que se me ocurriera pensar en semejante cosa. ¿Queó es lo que desea usted?
—¿Queó voy a desear? —replicoó el otro irritado—. Quiero fuego, y refugio. Y tuó tienes ahíó una hermosa fogata
brillando, crepitando y bailando en las paredes, sin que nadie la disfrute. ¡Deó jame entrar, te estoy diciendo! Lo uó nico
que quiero es calentarme.
Gluck, que al llegar a este punto ya habíóa sacado la cabeza enteramente fuera de la ventana, se empezoó a dar
cuenta de que en verdad hacíóa un tiempo inclemente. Miroó hacia dentro y vio el alegre fuego susurrante, cuyas llamas,
subiendo chimenea arriba, parecíóan lenguas lamiendo la sabrosa pierna de cordero, y le dio pena que se estuvieran
desaprovechando las llamas.
—Realmente parece que estaó muy mojado —se dijo el pequenñ o Gluck—, le dejareó que entre un ratito, un cuarto de
hora.
Se dirigioó a la puerta y la abrioó . Al entrar el hombrecillo, irrumpioó en la casa tal raó faga de viento que parecíóa como
si la vieja chimenea se fuera a derrumbar.
—Buen chico —dijo el hombrecillo—. De tus hermanos no te preocupes. Ya hablareó yo con ellos.
—¡Ay no, por Dios, le ruego que no se le ocurra hacer tal cosa, senñ or! —dijo Gluck—. Le puedo dejar estar aquíó
hasta que ellos vengan, pero nada maó s. Me mataríóan.
—¡Vaó lgame Dios! —dijo el visitante—. Me disgusta bastante oíór tal cosa. ¿Cuaó nto tiempo me dejas estar, entonces?
—Pues soó lo hasta que esteó asado el cordero, senñ or —replicoó Gluck—, y ya estaó muy tostadito.
El viejecillo se adentroó en la cocina y se sentoó junto al hogar, con el sombrero metido en el hueco de la chimenea,
porque teníóa una copa tan alta que pegaba con el techo.

—Ahíó se secaraó usted en seguida, senñ or —dijo Gluck.


Y volvioó a sentarse ante el fuego para darle vueltas al asado. Pero el viejo no se secoó en seguida, sino que empezoó a
dejar caer goterones y maó s goterones en las brasas, con lo que el fuego se empezoó a apagar. Chisporroteaba e iba
tomando un aspecto negruzco y poco acogedor… Lo peor era la capa, porque de cada pliegue caíóa agua como por un
canaloó n.
—Perdone, senñ or —dijo finalmente Gluck, despueó s de haber contemplado durante un cuarto de hora los veloces y
plateados regueros que se extendíóan en charcos por el suelo—. ¿Me deja que le quite la capa?
—No, gracias —dijo el hombre.
—¿Y el sombrero, senñ or?
—No gracias, estoy bien asíó —fue la respuesta malhumorada.
—Pero es que, lo siento mucho —dijo Gluck titubeando—, usted mismo lo ve, senñ or, me estaó apagando el fuego.
—Bueno, asíó tardaraó maó s en asarse el cordero —replicoó secamente el visitante.
Gluck estaba completamente desconcertado ante la actitud de su hueó sped, no sabíóa queó pensar de aquella extranñ a
mezcla de humildad e insolencia. Volvioó a quedarse mirando el fuego en actitud meditativa durante cinco minutos, al
cabo de los cuales dijo el viejecillo:
Tiene buen aspecto ese cordero. ¿Me podríóas dar un trozo?
—¡Huy, no senñ or, imposible! —dijo Gluck.
—Es que tengo mucha hambre —prosiguioó el otro—. No he comido nada ayer, ni hoy tampoco. Seguro que si
partes un trocito de lo que estaó pegado al hueso no se dan cuenta.
Hablaba en un tono tan triste que conmovioó el corazoó n de Gluck.
Bueno —dijo—, me prometieron que hoy me daríóan una lonchita. Eso es lo que puedo darle, pero ni un pedacito
maó s.
—¡Buen chico! —dijo el viejo por segunda vez.
Entonces Gluck calentoó un plato y se puso a afilar el cuchillo. «Si me pegan, que me peguen», pensaba.
Acababa de cortar una loncha delgada de la pierna de cordero, cuando llamaron violentamente a la puerta. El
visitante saltoó bruscamente de su asiento, como si de repente le quemara. Gluck se apresuroó a colocar la loncha en su
sitio, haciendo desesperados esfuerzos para que quedara bien. Luego corrioó a abrir la puerta.
—¿Coó mo se te ocurre dejarnos esperando fuera tanto rato, con lo que estaó lloviendo? —dijo Schwartz, al tiempo
que entraba en la habitacioó n y sacudíóa sus paraguas en la cara de Gluck.
—¡Eso digo yo! ¿Coó mo se te ocurre, desgraciado? —anñ adioó Hans—. Y le propinoó una educativa bofetada en plena
oreja, tras lo cual se adentroó en la cocina, siguiendo los pasos de su hermano.
—¡Alabado sea Dios! —dijo Schwartz cuando abrioó la puerta.
—Ameó n —contestoó el hombrecillo.
Se habíóa quitado el sombrero y estaba en medio de la cocina. Se inclinoó ante Schwartz haciendo una apresurada
reverencia.
—¿Y eó ste quieó n es? —dijo Schwartz, mientras agarraba el rodillo de cocina y miraba a Gluck con el cenñ o fruncido.
—Pues la verdad es que no te lo puedo decir, hermano —dijo Gluck aterrorizado.
—¿Pero coó mo ha entrado en casa? —bramoó Schwartz.
—Hermano querido —dijo Gluck entre sumiso e implorante—, ¡es que estaba tan empapado!

El rodillo de la cocina descendioó hacia la cabeza de Gluck; pero en aquel mismo momento el viejo interpuso su
sombrero coó nico, que detuvo la agresioó n. Con la fuerza del golpe, toda el agua que conteníóa se desparramoó por el
suelo de la habitacioó n. Y lo que es maó s raro, el rodillo no bien hubo tocado el sombrero salioó disparado de las manos
de Schwartz, y planeando como una pajita arrastrada por el vendaval, fue a parar al uó ltimo rincoó n de la cocina.
—¿Quieó n es usted, caballero? —preguntoó Schwartz volvieó ndose a eó l.
—¿A queó ha venido aquíó? —grunñ oó Hans.
—Soy un pobre hombre, senñ or —empezoó a decir en tono humilde—, vi el fuego de su casa a traveó s de la ventana, y
pedíó albergue por un cuarto de hora.
—Pues tenga la bondad de marcharse por donde ha venido —dijo Schwartz—. Tenemos agua suficiente en la
cocina, sin necesidad de mayor caudal.
—Hace demasiado fríóo, senñ or, para poner a un pobre viejo en la puerta de la calle; repare en mis canas.
La melena canosa y abundante le llegaba a los hombros, como ya queda dicho.
—Las veo, síó —dijo Hans—, y tiene usted canas suficientes como para andar calentito. ¡Asíó que laó rguese!
—Tengo mucha hambre, muchíósima, senñ or. ¿No me podríóa dar un mendrugo de pan antes de que me vaya?
—¡Pan, dice! —saltoó Schwartz—. ¿Y se figura que no tenemos cosa mejor que hacer con nuestro pan que daó rselo a
los tipejos de nariz colorada como usted?
—¿Y por queó no vende usted la pluma esa del sombrero? —preguntoó Hans con sarcasmo—. ¡Venga ya, fuera!
—Simplemente un mendrugo —dijo el viejecillo.
—¡Largo! —gritoó Schwartz.
—Por caridad, caballero…
—¡Fuera, y ojalaó te estrelles! —exclamoó Hans, mientras agarraba al visitante por el cuello.
Pero tan pronto como rozoó aquel cuello, salioó disparado eó l mismo por los aires, dando vueltas, y, siguiendo la
suerte del rodillo, fue a parar junto a eó l a un apartado rincoó n.
Entonces Schwartz, indignado, se precipitoó hacia el hombre para echarlo violentamente, pero fue tocarlo y volar
despedido como su hermano y el rodillo para aterrizar en el mismo lugar, despueó s de haberse pegado con la cabeza
contra las paredes. Allíó se quedaron tirados los tres.
Inmediatamente el viejo se impulsoó a síó mismo y empezoó a rodar a toda velocidad en direccioó n opuesta. Siguioó
rodando y rodando hasta que los pliegues de su ancha capa lo envolvieran enteramente. Luego se puso el sombrero un
poco ladeado (porque tieso pegaríóa contra el techo), se dio un toque a los bigotes de sacacorcho y dijo con voz fríóa y
serena:
Tengan ustedes muy buenos díóas, caballeros, hoy a medianoche volvereó a llamar a su puerta. Seraó la uó ltima visita
que les haga, y no creo que les extranñ e despueó s de su hospitalidad, la maó s ingrata que he recibido nunca.
—¡Como se le ocurra volver a aparecer por aquíó…! —empezoó a murmurar Schwartz algo asustado, incorporaó ndose
a medias en su rincoó n.
Pero no llegoó a terminar la frase, porque el hombrecillo desaparecioó dando un violento portazo. Y en el mismo
momento se vio cruzar, a traveó s de la ventana, una espiral de nubes racheadas que se retorcíóan y rodaban hechas
jirones valle abajo adoptando los perfiles maó s inesperados. Aquella espiral se engrosoó girando por el aire hasta
fundirse en un chaparroó n.
—¡Bonito enredo, a fe míóa, senñ or Gluck! —dijo Schwartz—. Síórvanos el cordero su senñ oríóa. Si te vuelvo a pillar en
otra parecida… Pero ¿queó ven mis ojos? ¿Has empezado a trinchar el cordero?
—Me prometiste una loncha, hermano, acueó rdate —dijo Gluck.
—Claro, y te la has cortado calentita, y me figuro que con idea de coger toda la salsa. Te puedes despedir por
mucho tiempo de que te vuelva a hacer tales promesas. Y ahora, senñ oríóa, deje la sala y tenga la bondad de esperar en
la carbonera hasta que le llamemos.
Gluck abandonoó muy triste la habitacioó n. Sus hermanos comieron cordero hasta hartarse, guardaron en la alacena
las sobras, y de sobremesa se dispusieron a beber hasta caer borrachos.
¡Queó noche tan horrible hacíóa! Aullaba el viento y la lluvia caíóa hostigada sin cesar. Antes de irse a la cama, los dos
hermanos, que auó n conservaban un resto de sensatez, se acordaron de correr los cerrojos y de atrancar la puerta con
una barra doble.
Solíóan dormir en la misma habitacioó n. Cuando estaban sonando las doce en el reloj, los dos se despertaron
sobresaltados por un espantoso estreó pito. La puerta se habíóa abierto de golpe y con una violencia que sacudioó la casa
de arriba abajo.
—¿Queó es eso? —exclamoó Schwartz incorporaó ndose en la cama.
—Soy yo —dijo el hombrecillo.
Los dos hermanos, incorporados sobre la almohada, miraban fijamente como tratando de penetrar la oscuridad.
Toda la habitacioó n estaba encharcada, y a la luz de un brumoso rayo de luna que se colaba por un agujero de la
contraventana, lograron ver en el centro un enorme globo de espuma que giraba y se balanceaba arriba y abajo,
flotando como un corcho. Y reclinado sobre eó l, como sobre un lujoso colchoó n, se veíóa al viejecillo con sombrero y todo.
Ahora teníóa sitio para llevarlo bien puesto, porque el tejado habíóa desaparecido.
—Siento molestarlos —dijo el visitante en tono burloó n—. Mucho me temo que sus camas esteó n empapadas. Tal
vez prefieran trasladarse al cuarto de su hermano, porque allíó he respetado el techo.
No hizo falta que se lo dijeran dos veces. Se precipitaron hacia la habitacioó n de Gluck, calados hasta los huesos,
ansiosos y muertos de miedo.

Encontraraó n mi tarjeta de visita sobre la mesa de la cocina —oyeron decir al hombre a sus espaldas—. Y
recueó rdenlo, es mi última visita.
—¡Dios lo quiera! —dijo Schwartz, dando diente con diente.
Y el globo de espuma desaparecioó .
Por fin, llegoó el alba y los dos hermanos vieron encenderse el díóa a traveó s de la ventana del cuarto de Gluck. El
Valle del Tesoro era un amasijo de ruina y desolacioó n. La riada habíóa arrancado de cuajo los aó rboles, habíóa destruido
ganado y cosechas, y dejado en su lugar un yermo de arena rojiza y de fango gris. Los dos hermanos, temblando y
muertos de miedo, se metieron en la cocina. El agua habíóa inundado todo el primer piso. El maíóz, el dinero y casi todos
los muebles habíóan sido arrastrados por la tromba. Soó lo quedaba la mesa de la cocina, y encima de ella una tarjetita
blanca. Escritas en el centro con una caligrafíóa de trazos largos y ondulantes, se leíóan las siguientes palabras:
CAPÍTULO II

U Majestad el Viento del Suroeste era de los que cumplen su palabra. Tras la decisiva visita que queda resenñ ada, no
volvioó a aparecer por el Valle del Tesoro. Pero fue peor, porque teníóa tanta influencia sobre sus parientes, todo el
grupo de vientos del Oeste, y la desplegoó con tanta eficacia, que ellos siguieron su misma líónea de conducta. Asíó que
pasaba el tiempo, y la esperanza de que cayera en el valle una sola gota de agua se iba viendo defraudada de un anñ o
para otro. A pesar de que las llanuras de maó s abajo aparecieran verdes y florecientes, la heredad de los Tres Hermanos
estaba hecha un puro erial. Lo que antes habíóa sido el terreno maó s rico de todo el reino ahora no era maó s que un
movedizo montoó n de arenisca roja. Y los hermanos, impotentes para luchar contra los cielos adversos y perdida toda
esperanza, abandonaron su devaluado patrimonio para buscarse la vida en las ciudades y pueblos de la llanura.
Estaban en la miseria. Todo lo que les quedaba eran unas anticuadas planchas de oro, uó ltimos restos de su moribunda
riqueza.
—¿Y si nos hacemos orfebres? —le dijo Schwartz a Hans cuando se dirigíóan a la ciudad—. Es un buen oficio para
bribones. Podemos mezclar el oro con grandes cantidades de cobre, y nadie se daraó cuenta.
La idea fue aceptada como excelente. Alquilaron un horno y se hicieron orfebres. Pero no contaban con dos
inconvenientes que torcieron su propoó sito.

En primer lugar, que la gente no se dejaba enganñ ar tan faó cilmente por aquella aleacioó n de oro y cobre. Y ademaó s,
que los dos hermanos mayores, en cuanto vendíóan algo, dejaban a Gluck a cargo del horno, e iban a gastarse el dinero
a la taberna de al lado. Asíó fueron fundiendo todo su oro, sin ahorrar para comprar maó s, hasta que al final solamente
les quedaba una vieja jarra que un tíóo suyo le habíóa regalado al pequenñ o Gluck. Le teníóa mucho carinñ o y no se habríóa
desprendido de ella por nada del mundo. Siempre bebíóa en ella el agua y la leche. Era bastante rara. El asa estaba
hecha con mechones de un cabello tan abundante y dorado, tan primorosamente entretejido que maó s parecíóa seda
que metal. Estos mechones bajaban formando patillas por los lados de la jarra hasta terminar en una barba trabajada
con igual primor y que adornaba un rostro esculpido en el oro maó s rojo que jamaó s se habíóa visto. Ocupaba todo el
frente de la jarra y teníóa una expresioó n feroz, concentrada especialmente en los ojos, que parecíóan imponerse sobre
todo cuanto abarcaban. Era imposible beber de aquella jarra sin quedar subyugado por la mirada de aquellos ojos. Y
Schwartz juraba y perjuraba que, en una ocasioó n, despueó s de llenar la jarra diecisiete veces seguidas con vino del Rhin
y volverla a vaciar otras tantas, habíóa visto que los ojos aquellos le hacíóan guinñ os.
Cuando le llegoó a la jarra su turno de fundicioó n para ser convertida en cucharas, al pequenñ o Gluck se le partíóa el
corazoó n. Pero sus hermanos se rieron de eó l, echaron la jarra al crisol y se largaron a la taberna, no sin antes
encomendar a Gluck, que se quedaba en casa como siempre, que recogiera los lingotes de oro cuando estuvieran
listos.
Cuando se fueron sus hermanos, Gluck dirigioó una triste mirada de despedida a su vieja amiga cercada de llamas.
Todo aquel pelo tan sedoso se le habíóa quemado y no quedaba maó s que la nariz rojiza y los ojos centelleantes, maó s
malignos que nunca.
«No me extranñ a que me mire asíó», pensoó Gluck, «con el trato tan malo que le estamos dando».
Presa de desconsuelo, se acercoó a la ventana y se sentoó junto a ella por ver si el aire fresco de la tarde le aliviaba
del abrasador aliento del horno. Desde la ventana se abarcaba toda la cordillera que circundaba, como se dijo, el Valle
del Tesoro, y entre sus cumbres resaltaba el picacho escarpado por donde caíóa en cascada el Ríóo Dorado. Era la hora
del ocaso y Gluck miraba a traveó s de la ventana coó mo se iban tinñ endo las montanñ as de carmesíó primero y luego de
puó rpura bajo las encendidas lenguas de fuego de las nubes temblorosas. Pero lo que maó s brillaba de todo era el ríóo,
despenñ aó ndose en una ondulante columna de oro puro, de precipicio en precipicio, atravesado por el doble arco de un
hermoso arco iris ancho y violaó ceo que a ratos se difuminaba y otros revivíóa entre los girones de espuma.
—¡Ay! —exclamoó Gluck, en voz alta tras largo rato de silenciosa contemplacioó n—. ¡Queó maravilla si ese ríóo fuera
de verdad de oro!
—No digas eso, Gluck —dijo una voz clara y metaó lica muy cerca de su oíódo.
—¡Santo cielo! —exclamoó Gluck, ponieó ndose en pie de un salto—. ¿Queó ha sido eso?
No habíóa nadie en la habitacioó n. Miroó por todas partes, hasta debajo de la mesa, y tambieó n varias veces girando la
cabeza a sus espaldas, pero realmente no habíóa nadie en la habitacioó n. Y volvioó a sentarse junto a la ventana. No volvioó
a decir nada, pero no pudo por menos de seguir pensando cuaó nto le gustaríóa que aquel ríóo fuera de oro verdadero.
—Eso de ninguna manera, muchacho —dijo la misma voz de antes, pero ahora maó s alto.
—¡Santo cielo! —repitioó Gluck—. Pero ¿queó pasa?
Volvioó a mirar por todos los rincones y dentro de las alacenas, y luego empezoó a dar vueltas en mitad de la
habitacioó n, giros cada vez maó s raó pidos, porque pensaba que alguien se estaba escondiendo detraó s de eó l. De pronto la
voz aquella volvioó a sonar cerca de su oíódo. Ahora se limitaba a tararear una cancioó n sin palabras, algo asíó como
«Lalala-lira-la», una suave y efervescente melodíóa a manera de agua hirviendo dentro de una olla. Gluck se asomoó a la
ventana. No, era en casa, veníóa de la casa. Subioó las escaleras y las volvioó a bajar. No, estaba aquíó, en esta habitacioó n, no
habíóa duda, y era una voz cada vez maó s raó pida y de maó s claros acentos. «Lalala-lira-la». De pronto le parecioó a Gluck
que acercaó ndose al horno se oíóa mejor. Corrioó hacia allíó y miroó . Síó, habíóa acertado. No soó lo parecíóa venir del horno,
sino, es maó s, de la jarra. Le quitoó las brasas que la cubríóan y retrocedioó asustado, porque realmente la jarra ¡estaba
cantando! Se quedoó encogido contra un rincoó n con los brazos en alto y la boca abierta, cuando, una vez acabada la
cancioncilla, oyoó que la voz decíóa con toda claridad:
—¡Hola!
Gluck no contestoó nada.
—¡Hola, Gluck, muchacho! —repitioó la jarra.
Gluck, sacando fuerzas de flaqueza, se dirigioó hacia el crisol, lo sacoó del horno y miroó dentro. El oro se habíóa
fundido y presentaba una superficie suave y pulida como la de un ríóo. Pero cuando Gluck se inclinoó , en vez de ver
reflejada allíó su cabeza, su mirada tropezoó con la nariz roja y los ojos penetrantes de su viejo amigo de la jarra, mucho
maó s congestionado y agudo que nunca.
—Venga, Gluck, colega —dijo la voz desde el crisol—. Estoy bien. Saó came de aquíó.
Pero Gluck estaba demasiado atoó nito como para ser capaz de reaccionar.
—¡Que me saques, te estoy diciendo! —repitioó la voz, francamente irritada.
Gluck seguíóa sin poder moverse.
—¿Quieres hacer el favor de sacarme? —dijo la voz ya en tono coleó rico—. ¡Me estoy abrasando!
Haciendo un violento esfuerzo, Gluck recobroó la movilidad, agarroó el crisol por el asa y empezoó a verter su
contenido.
Pero cuaó l no seríóa su sorpresa cuando, en lugar del dorado líóquido, vio surgir del crisol primero un par de
piernecitas amarillas, luego los faldones de una levita, despueó s un par de brazos en jarras y por uó ltimo la tan familiar
cabeza de su amigo. Todos aquellos elementos, enlazaó ndose uno con otro seguó n iban apareciendo, tomaron cuerpo y
pisaron eneó rgicamente el suelo en la figura de un enanito dorado, cuya estatura no pasaríóa de palmo y medio.
—¡Menos mal! —exclamoó el enano.
Luego se pasoó cinco minutos estirando piernas y brazos y sacudiendo sin parar la cabeza arriba y abajo hasta
donde alcanzaba, sin duda para cerciorarse de que estaban bien encajadas sus piezas. Gluck, mientras tanto, lo
contemplaba, mudo de asombro. Llevaba un juboó n muy usado de mallas de oro, tan delicadamente tejidas que sus
irisados colores lanzaban destellos como desde una superficie de naó car. Y rematando el juboó n, el pelo y la barba que
casi le llegaban al suelo le caíóan en ondulantes rizos, tan delicadamente que Gluck no hubiera podido decir doó nde
terminaban; parecíóan confundirse con el aire. Pero, en cambio, los rasgos de su cara no estaban dibujados con la
misma delicadeza; eran maó s bien bastos, y el cuerpo tiraba un poco a rechoncho. En cuanto a la expresioó n, delataba la
tendencia del hombrecillo a la tozudez y a la irritabilidad. Cuando el enano dio por acabado aquel examen de su
persona, volvioó sus ojillos hacia Gluck y lo miroó fijamente durante un par de minutos.
—Eso de ninguna manera, muchacho —dijo al cabo.
Era, en realidad, una manera maó s bien abrupta e incoherente de entablar conversacioó n. Podíóa suponerse que
estaba aludiendo al curso seguido por los pensamientos de Gluck, que habíóan provocado los primeros comentarios del
hombrecillo desde el horno. Pero se refiriera a lo que se refiriera, el chico no estaba dispuesto a discutir con eó l.
—¿Conque cree usted que «de ninguna manera»? —dijo con tono pacíófico y sumiso.
Pues claro —concluyoó tajantemente el enano—. De ninguna manera.
Y diciendo esto, se encasquetoó el sombrero hasta las cejas, y se puso a dar paseos arriba y abajo por la habitacioó n,
levantando mucho las piernas y pisando muy fuerte. Esta pausa le dio ocasioó n a Gluck para poner un poco en orden
sus pensamientos, y asíó, considerando que no habíóa razoó n alguna para tener miedo de su diminuto visitante, y
sintiendo por otra parte una curiosidad que sobrepasaba con creces su confusioó n, se atrevioó a plantearle una pregunta
maó s bien delicada.
—Perdone, senñ or —dijo Gluck un poco titubeante—. ¿No seraó usted tal vez mi jarra?
Al oíór estas palabras, el enano giroó raó pidamente sobre sus talones, se dirigioó en líónea recta hacia Gluck y se estiroó
ante eó l en actitud desafiante.
—Lo que soy yo —dijo—, es el Rey del Ríóo Dorado.
Tras lo cual, le volvioó a dar la espalda y se puso a dar vueltas a grandes zancadas, seguramente para dar tiempo a
que se desvaneciera el pasmo producido en su oyente por aquella declaracioó n. Luego volvioó a dirigirse hacia eó l y se
quedoó de pie, como esperando alguó n comentario. Gluck se dio cuenta de que teníóa que decir algo, lo que fuera.
—Espero que se encuentre bien, Majestad —dijo Gluck.
—¡Escucha un momento! —dijo el hombrecillo, haciendo caso omiso de aquella foó rmula de cortesíóa—. Te digo que
soy el Rey de lo que vosotros, pobres mortales, llamaó is el Ríóo Dorado. La forma en que aparecíó a tus ojos se debe a las
malas artes de un poderoso Rey, de cuyos hechizos acabas de librarme. Lo que conozco de ti y de la forma en que te
tratan tus hermanos inclinoó mi aó nimo a ponerme a tu servicio. Por tanto, presta atencioó n a lo que te voy a decir.
Cualquiera que se atreva a subir hasta la cumbre de la montanñ a donde nace el Ríóo Dorado y deje caer en el mismo
origen de esta corriente tres gotas de agua bendita, para eó l y soó lo para eó l, el ríóo se convertiraó en oro. Pero nadie que
fracase en su primer intento debe emprender la aventura por segunda vez. Y otra cosa, si las gotas de agua que echa
en el ríóo no estaó n benditas, la corriente lo arrollaraó y se veraó convertido en una piedra negra.
Y diciendo estas palabras, el Rey del Ríóo Dorado se dio la vuelta y se metioó decididamente en el centro de las
llamas maó s ardientes del horno. Su cuerpo se puso sucesivamente rojo, blanco, transparente, llameante en una bola de
deslumbrante luz, sonrosado y, por uó ltimo, tembloroso hasta que desaparecioó . El Rey del Ríóo Dorado acababa de
evaporarse.
El pobre Gluck corrioó hacia la chimenea en su persecucioó n.
—¡Ay de míó! —exclamaba mirando hacia arriba—. ¡Mi jarra, mi jarra! ¿Doó nde estaó , pobre de míó?
CAPÍTULO III

OCO despueó s de que el Rey del Rio Dorado se esfumara de manera tan insoó lita como la referida en el capíótulo anterior,
Hans y Schwartz irrumpieron en la casa borrachos como cubas. El descubrimiento de que habíóa desaparecido su
uó ltima pieza de oro los espabiloó lo suficiente como para lanzarse sobre Gluck y propinarle una soberana y larga paliza.
Al cabo de un cuarto de hora, se dejaron caer en sendas sillas y le pidieron explicaciones. Gluck les contoó lo que habíóa
pasado, pero, naturalmente, ellos no le creyeron ni una palabra. Volvieron a azotarlo hasta cansarse y luego se fueron
a la cama.
Pero a la manñ ana siguiente, al comprobar la firmeza con que Gluck se manteníóa en su versioó n de los hechos,
empezaron a otorgarle cierto grado de credibilidad. Despueó s de discutir un rato sobre quieó n de los dos deberíóa ir el
primero a probar fortuna, Hans y Schwartz sacaron sus espadas y se pusieron a luchar. El ruido de la pelea puso en
guardia a los vecinos, los cuales, en vista de que no eran capaces de apaciguar a los luchadores, llamaron a la policíóa.

A Hans le dio tiempo a escapar y esconderse; pero Schwartz fue llevado ante el juez, que le multoó por escaó ndalo
puó blico. Pero como se habíóa bebido hasta su uó ltimo penique, no pudo pagar la multa y lo metieron en la caó rcel.
Cuando Hans se enteroó , se puso muy contento, y decidioó salir inmediatamente hacia el Ríóo Dorado. La primera
cuestioó n era de doó nde sacar el agua bendita. Fue a ver al cura, pero eó ste se negoó a darle agua bendita a un individuo
tan poco recomendable. Asíó que Hans fue a misa por primera vez en su vida, y al salir, fingiendo que se santiguaba,
roboó un pocillo de agua de la pila y regresoó a casa triunfante.
A la manñ ana siguiente se levantoó antes de que amaneciera, metioó el agua bendita en un frasco, que puso en un
cesto junto con dos botellas de vino y algo de comida. Se lo cargoó todo al hombro, cogioó su bastoó n de alpinista y salioó
camino de las montanñ as.
A la salida de la ciudad pasoó por delante de la caó rcel, y al mirar hacia una de las ventanas pudo ver a traveó s de las
rejas la cabeza de su hermano Schwartz. Parecíóa muy desesperado.
—Buenos díóas, hermano —dijo Hans—. ¿Quieres que le lleve alguó n recado de tu parte al Rey del Ríóo Dorado?
Los dientes de Schwartz rechinaron de rabia y se agarraba a las rejas convulsivamente. Pero soó lo consiguioó que
Hans se riera de eó l. Le aconsejoó tambieó n que se lo tomara con calma hasta su regreso, tras lo cual agitoó ante las narices
de Schwartz la botella del agua bendita y continuoó su camino hacia las montanñ as lleno de euforia.
Realmente hacíóa una manñ ana tan hermosa como para que cualquiera pudiera sentirse feliz, incluso sin ir en busca
del Ríóo Dorado. Rachas de una niebla traspasada de rocíóo se extendíóan por todo el valle y surgíóan de ella los contornos
montanñ osos, aquellos altos picachos difuminados en un color gris paó lido y que apenas se distinguíóan de la flotante
bruma. Pero poco a poco, los iba alcanzando la luz del sol, que se deslizaba en agudos toques de color rojizo por sus
angulosos despenñ aderos y atravesaba con sus largos rayos las copas puntiagudas de los pinos. Todavíóa maó s arriba,
surgíóan rojas masas dentadas en forma de castillo, quebradas en miles de formas fantaó sticas, con alguna mancha de
nieve de vez en cuando. Y la nieve, al fundirse con el sol, iba dejando surcos brillantes que se bifurcaban al bajar. Y maó s
arriba auó n, en lo maó s alto, difuminados como las nubes matinales, pero maó s puros y perennes, dormíóan contra el azul
del cielo los soberbios riscos donde se atesora la nieve eterna.
El Ríóo Dorado, que nacíóa de una de las estribaciones inferiores y menos nevadas, se veíóa casi en penumbra. Soó lo se
distinguíóan las salpicaduras de espuma que despedíóa la líónea ondulante de la cascada y que subíóan flotando como una
lenta humareda para ser arrastradas luego en jirones por el viento madrugador.
Aqueó l y solamente aqueó l era el punto de mira adonde se dirigíóan fijamente los ojos de Hans. Olvidado de la
distancia que le quedaba por salvar, habíóa iniciado su ruta a un paso tan vivo e inconveniente que antes de sobrepasar
la hilera de colinas que se veíóan en primer teó rmino, ya estaba completamente exhausto. Ademaó s, cuando coronoó esta
primera etapa, se quedoó muy sorprendido al descubrir un amplio glaciar que se extendíóa entre eó l y el Ríóo Dorado, y
del que no teníóa la menor noticia, a pesar de jactarse de conocer al dedillo aquellos parajes. Se metioó en eó l con la
audacia de un consumado montanñ ero, aunque se daba cuenta de que un glaciar tan raro y tan peligroso no lo habíóa
atravesado en su vida. El hielo era altamente resbaladizo, sin contar con las muchas grietas de las cuales subíóa un
fragor bravíóo de agua corriente. No se trataba de un rumor sordo y monoó tono, sino chilloó n y variado, que tan pronto
alcanzaba agudos de salvaje melodíóa como se quebraba en breves tonos melancoó licos o en repentinos lamentos que
parecíóan emitidos por una voz humana angustiada o doliente. El hielo se quebraba en mil formas distintas, pero
ninguno de aquellos dibujos le recordaba a Hans los que habitualmente presenta el hielo al romperse. Parecíóan tener
una expresioó n de rostro humano, y en aquellos rasgos distorsionados se adivinaba una mirada burlona. Millares de
sombras enganñ osas y misteriosas luces jugueteaban, ora metieó ndose por las azules y paó lidas cumbres, ora flotando
sobre ellas, a modo de espejismo para confundir al viajero, cuyos oíódos, ademaó s, se iban ensordeciendo a tenor del
mareo de cabeza provocado por el continuo fragor de aquellas aguas subterraó neas. Aquellas adversas circunstancias
iban en aumento a medida que Hans avanzaba. El hielo crujíóa bajo sus pies, como si bostezara por sus grietas
recientes, y se desgajaba en agujas temblorosas que caíóan atronadoras a su paso. Y asíó a Hans, aunque ya hubiera
afrontado otras veces el riesgo de atravesar terribles glaciares, e incluso con muy mal tiempo, cuando saltoó sobre la
uó ltima grieta de eó ste y pisoó tierra firme, exhausto y sudoroso, le oprimíóa una sensacioó n de paó nico jamaó s
experimentada.
Se habíóa visto obligado a abandonar la cesta con las provisiones, que resultaba un peligroso estorbo en aquella
travesíóa, de tal manera que ahora no teníóa maó s opcioó n de alivio que comer algunos trozos de hielo. Asíó lo hizo y,
cuando menos, sacioó su sed. Luego, tras una hora de reposo, recuperoó sus fuerzas, y, sintiendo renacer en eó l aquel
indomable espíóritu de avaricia que le era congeó nito, reemprendioó el accidentado viaje.
Ahora debíóa abrirse camino en líónea recta y cuesta arriba por entre una desnuda cadena de penñ as rojizas, sin una
brizna de hierba para apoyar el pie ni un triste saledizo capaz de regalar una pulgada de sombra para defenderse del
sol meridional. Ya era maó s de mediodíóa, y sus rayos caíóan de plano sobre el abrupto sendero en el seno de una
atmoó sfera inmoó vil y sofocante. A la fatiga padecida por todo su cuerpo, pronto notoó Hans que se anñ adíóa una sed
devoradora. No hacíóa maó s que echar miradas de reojo al frasco de agua bendita que llevaba colgando del cinto.

«Total, no seraó n maó s que tres gotitas», se dijo finalmente. «Lo que se dice mojar los labios y ya».
Abrioó el frasco y estaba haciendo ademaó n de llevaó rselo a la boca cuando sus ojos tropezaron con un bulto que
yacíóa a sus pies sobre la roca. Le parecioó que rebullíóa. Era un perrito y daba muestras de estar agonizando de sed.
Teníóa la lengua fuera, la boca seca, las patas tiesas e inertes, y una procesioó n de negras hormigas le subíóa por el cuello
hacia las fauces. Uno de sus ojos se volvioó hacia el frasco de agua que Hans estaba agarrando. Hans lo levantoó hasta su
boca, bebioó unos tragos, apartoó al animal con el pie y siguioó su camino. Y no podríóa definir lo que habíóa pasado, pero
creyoó percibir de improviso como una sombra rara cruzando el cielo azul.
El camino se hacíóa cada vez maó s abrupto e ingrato y la brisa que llegaba ahora de las altas cumbres, en vez de
aliviar a Hans, inyectaba una especie de fiebre en sus venas. El rumor de las altas cascadas resonaba como una burla
en sus oíódos. Estaban demasiado lejos auó n y su sed crecíóa por momentos.
Al cabo de una hora volvioó a mirar el frasco de agua bendita. Estaba medio vacíóo, pero habíóa maó s de tres gotas. Se
paroó para abrirlo, y cuando lo estaba haciendo, sintioó moverse algo ante eó l, en un tramo maó s alto del camino. Se
trataba de un hermoso ninñ o, tirado y medio muerto sobre la roca, jadeando de sed, con los ojos cerrados y los labios
resecos y ardientes. Hans lo miroó deliberadamente, bebioó y pasoó de largo. Y una nube gris oscuro tapoó el sol, al tiempo
que unas sombras largas y escurridizas como culebras contorneaban los flancos de las montanñ as. Hans siguioó
avanzando con dificultad. El sol estaba iniciando su descenso, pero no refrescaba. El peso pluó mbeo del aire quieto le
oprimíóa las sienes y el corazoó n. Pero la meta estaba ya cerca. Vio la cascada del Ríóo Dorado brotando de una ladera de
la cumbre, a poco maó s de quinientos pasos de distancia camino arriba. Hizo un breve alto en su camino y luego lo
reemprendioó , decidido a rematar su hazanñ a.
En aquel mismo instante llegoó a su oíódo un deó bil lamento. Volvioó la cabeza y vio a un anciano, con el pelo
encanecido, que yacíóa postrado sobre la roca. Teníóa los ojos secos, la tez mortalmente paó lida y en todo su rostro se leíóa
la desesperacioó n.
—¡Agua! —exclamoó deó bilmente, mientras extendíóa los brazos hacia Hans—. ¡Un poco de agua! Me estoy muriendo.
—No tengo —replicoó Hans—. Y ademaó s tuó ya has vivido demasiado.
Pasoó por encima de su cuerpo, apresurando el paso. Y entonces un relaó mpago azul en forma de espada asomoó por
Oriente. Culebreoó tres veces por la superficie del cielo y lo dejoó oscurecido con el rastro de una sombra densa e
impenetrable. El sol estaba en su ocaso y se hundíóa tras la líónea del horizonte como una bola roja y ardiente.
El estruendo del Ríóo Dorado llegoó a los oíódos de Hans. Se detuvo al borde del abismo por el cual se despenñ aba. Sus
olas se veíóan traspasadas por la gloria rojiza del ocaso. Agitaban la cresta como si fueran lenguas de fuego y la espuma
resplandecíóa surcada por destellos de luz sangrienta. Aquel sonido se fue haciendo cada vez maó s apagado, al tiempo
que se adentraba en los sentidos de Hans; la cabeza le daba vueltas al compaó s de aquel prolongado estruendo. Presa
de un repentino escalofríóo, sacoó el frasco del cinto y lo arrojoó al centro del torrente. Al hacerlo se sintioó traspasado por
un fríóo glacial que atenazaba sus miembros. Se tambaleoó , lanzoó un grito agudo y cayoó . Las aguas se cerraron sobre eó l,
llevaó ndose su grito. Y el fragor del ríóo se elevoó salvaje en la noche al tiempo que despedíóa entre su borbotoó n una gran
Piedra Negra.
CAPÍTULO IV

todo esto, el pobre Gluck esperaba, solo en casa, la vuelta de su hermano. Al ver que no regresaba, se inquietoó mucho y
fue a la caó rcel a visitar a Schwartz para contarle lo que habíóa pasado. Schwartz se alegroó mucho y dijo que
seguramente Hans se habríóa convertido en piedra negra y que ahora todo el oro seríóa para eó l. Pero Gluck, en cambio,
estaba muy triste y se pasoó la noche llorando. Cuando se despertoó a la manñ ana siguiente, no habíóa en la casa ninguó n
dinero, ni siquiera un mendrugo de pan. Asíó que Gluck decidioó entrar al servicio de otro orfebre y lo puso en praó ctica.
Díóa tras díóa, se entregoó al trabajo con tanta intensidad y eficacia que pronto reunioó dinero suficiente para pagar la
multa de su hermano. Efectivamente, le llevoó el dinero a Schwartz y consiguioó sacarle de la caó rcel. Schwartz, muy
satisfecho, dijo que le daríóa parte del oro que consiguiera en el ríóo. Pero a Gluck lo uó nico que le importaba era que
fuese allíó para averiguar lo que habíóa sido de Hans.
Enterado Schwartz de que Hans habíóa robado el agua bendita, consideroó que tal procedimiento podríóa haber
ofendido al Rey del Ríóo Dorado, por no considerarlo del todo legal, y decidioó llevar mejor aquel asunto. Asíó que cogioó
un poco del dinero de Gluck y fue a ver a un cura de mala reputacioó n, que en seguida le vendioó agua bendita. Y
Schwartz confiaba en que las cosas iban a ir bien. Se levantoó temprano al díóa siguiente, antes de que saliera el sol, puso
en una cesta pan, vino y el frasco de agua bendita, y partioó hacia las montanñ as.
Lo mismo que le habíóa ocurrido a su hermano, se quedoó asombradíósimo al ver el glaciar, y le resultoó muy arduo
cruzarlo, incluso habieó ndose desprendido del estorbo de la cesta. El díóa estaba despejado, pero no luminoso. Caíóa del
cielo una bruma densa y purpuó rea, y las montanñ as teníóan un aspecto cenñ udo y sombríóo. La sed empezoó a apoderarse
de eó l, a medida que subíóa por el escarpado sendero, hasta que llegoó un momento en que, lo mismo que su hermano, se
llevoó a los labios el frasco de agua bendita. Y tambieó n vio en ese momento al ninñ o tirado en el suelo que lloraba
pidiendo agua.
—¡Síó, claro, agua! —dijo Schwartz—. ¡Ni siquiera tengo bastante para míó!
Y pasoó de largo. Y al avanzar, tuvo la impresioó n de que los rayos del sol se oscurecíóan. Vio entonces una bandada de
nubes negras asomando por Oriente. Cuando llevaba otra hora trepando, le volvioó la sed y tuvo ganas de beber maó s.
Entonces vio al viejo tendido en el camino, y oyoó sus lamentos, pidiendo agua.
—¡Síó, claro, agua! ¡Ni siquiera tengo bastante para míó! —dijo Schwartz.
Y siguioó su camino. Otra vez la luz parecioó nublarse ante sus ojos. Los levantoó y vio una niebla color de sangre que
tapaba el sol. La bandada de nubes negras habíóa ascendido hasta lo alto, y sus contornos se agitaban e hinchaban
como las olas de un mar amenazador. Y su ancha sombra se proyectaba oscilante sobre el camino por donde subíóa
Schwartz.
Siguioó trepando una hora maó s, y de nuevo la sed lo acosoó . Y ahora, cuando estaba llevaó ndose el frasco a los labios,
fue a Hans a quien le parecioó ver tendido exhausto a sus pies. Lo miroó . Alargaba los brazos hacia eó l y le pedíóa agua
desesperadamente. Schwartz se echoó a reíór.
—¿Conque agua, eh? Acueó rdate de cuando yo estaba entre rejas, ¿no te acuerdas? ¡Y ahora me pides agua! ¿Queó te
has creíódo, hombre? ¿Que he cargado con el frasco todo el tiempo para que pudieras beber tuó ? Y pasoó por encima de
su cuerpo. Pero cuando lo estaba haciendo, creyoó ver en sus labios una sonrisa sarcaó stica. Y cuando habíóa avanzado
algunos metros, volvioó la vista atraó s. Pero el cuerpo yacente habíóa desaparecido.
Un terror repentino se apoderoó de Schwartz sin saber por queó . Pero la codicia de oro prevalecioó sobre su miedo y
apretoó el paso. La bandada de nubes negras habíóa llegado a su cenit y despedíóa rachas de fulgor relampagueante.
Oleadas de oscuridad flotaban pesadamente cubriendo por entero el cielo. El punto del horizonte por donde el sol se
estaba poniendo parecíóa un lago quieto de sangre. De pronto un fuerte vendaval se levantoó desgarrando las nubes
rojas y dispersaó ndolas a lo lejos hasta que sus jirones se sumieron en la oscuridad. Cuando Schwartz llegoó a la orilla
del Ríóo Dorado, sus olas estaban negras, como nubes de tormenta, pero la espuma parecíóa de fuego. Y el fragor de las
aguas cayendo coincidioó con un trueno en las alturas en el mismo momento en que Schwartz arrojoó a la corriente el
frasco de agua bendita. Un rayo deslumbrador cegoó sus ojos, la tierra se abrioó ante eó l y las aguas se llevaron su grito.
El rumor del ríóo aumentoó su salvaje cancioó n en la noche, porque ahora arrastraba dos Piedras Negras.
CAPÍTULO V

UANDO Gluck vio que Schwartz no volvíóa, se puso muy triste, sin saber queó partido tomar. No teníóa dinero y no le
quedoó maó s remedio que volver a ofrecer sus servicios al orfebre, que le hacíóa trabajar sin descanso y le pagaba muy
poco. Asíó que al cabo de un par de meses Gluck estaba cansadíósimo y decidioó salir a probar fortuna en el Ríóo Dorado.
—Aquel pequenñ o rey parecíóa muy buena persona —pensoó —. No creo que piense convertirme en piedra negra.
Fue a ver al cura, y eó ste en seguida le dio el agua bendita que le pedíóa. Gluck metioó en su cesta un poco de pan,
cogioó el frasco de agua y salioó temprano camino de las montanñ as.
Si la travesíóa del glaciar habíóa ocasionado tanta fatiga a sus hermanos, lo suyo era veinte veces peor, no soó lo a
causa de su complexioó n mucho maó s enclenque, sino porque nunca habíóa hecho alpinismo. Sufrioó varias veces caíódas
muy malas, perdioó la cesta y el pan y los extranñ os rumores que subíóan del hielo quebrado le causaban verdadero
espanto. Una vez atravesado el glaciar, se quedoó un buen rato descansando, tirado sobre la hierba, asíó que cuando
emprendioó el ascenso a las cumbres era el momento de maó s calor del díóa. Cuando llevaba una hora trepando, notoó una
sed devoradora, y estaba pensando en echar un trago del frasco, como habíóan hecho sus hermanos, pero de pronto vio
a un viejo que bajaba hacia eó l por el sendero escarpado. Parecíóa desfallecido y se inclinaba sobre su bastoó n.

—Hijo míóo —dijo el viejo—, me estoy muriendo de sed. ¿Por queó no me das un poco de agua?
Gluck lo miroó , y al verlo tan paó lido y agotado, le tendioó el frasco.
—Soó lo te pido una cosa, que, por favor, no te lo bebas todo —dijo Gluck.
Pero el hombre bebioó largamente, y cuando le devolvioó el frasco, su nivel habíóa disminuido en dos tercios. El viejo
le deseoó buen viaje, y Gluck reanudoó su camino con el corazoó n alegre.
El camino se habíóa vuelto maó s transitable, aparecieron unas cuantas manchas de hierba y algunas cigarras
arrancaron a cantar. A Gluck le parecíóa que no habíóa escuchado jamaó s un canto tan alegre.
Siguioó andando por espacio de otra hora, al cabo de la cual su sed habíóa aumentado tanto que consideroó
indispensable beber un poco. Pero cuando se disponíóa a hacerlo, vio a un ninñ o pequenñ o tirado junto al camino y
pidiendo agua entre lamentos. Gluck, tras luchar consigo mismo, decidioó aguantar la sed un poco maó s y acercoó el
frasco a los labios del ninñ o, que se bebioó toda el agua que quedaba. Habíóa dejado unas pocas gotas. Sonrioó a Gluck, y
luego se levantoó y echoó a correr cuesta abajo. Gluck se quedoó miraó ndolo, hasta que fue un puntito a lo lejos, como una
estrella minuó scula. Luego reemprendioó su ascenso.
Ahora por todas partes brotaban de la roca lindas flores de las maó s variadas especies. Entre manchas verdes y
brillantes de musgo asomaban suaves y acampanadas violetas, maó s azules que el cielo cuando estaó muy azul, flores
sonrosadas en forma de estrella y lirios del blanco maó s puro y transparente. Y de vez en cuando salíóan volando
mariposas rojas y moradas, y del cielo bajaba una luz tan pura e intensa que Gluck se sentíóa feliz como nunca en su
vida.
No obstante, tras otra larga hora de ascensioó n, la sed volvioó a haceó rsele intolerable. Miroó dentro del frasco y se dio
cuenta de que quedaríóan cinco o seis gotas, asíó que no debíóa arriesgarse a beberíóas. Cuando estaba metieó ndose otra
vez el frasco en el cinto, vio a un perro tirado contra las rocas y afanaó ndose por respirar, el mismo que Hans se
encontroó al iniciar su ascenso del primer díóa. Gluck se paroó a mirarlo y luego levantoó los ojos al Ríóo Dorado, del que ya
soó lo le separaban unos quinientos metros. Se acordoó de las palabras del enano: «El que fracase, no podraó volver a
intentarlo», y estuvo a punto de pasar de largo, dejando atraó s al perro. Pero sus ladridos eran tan lastimeros que
volvioó a pararse.
—¡Pobre animal! —se dijo Gluck—. Si no lo ayudo ahora, cuando vuelva a bajar, seguro que se ha muerto.
Volvioó a mirarlo de cerca y los ojos del perro se volvíóan hacia los suyos con una expresioó n tan triste que Gluck no lo
pudo soportar.
—¡Al diablo con el Rey y todo su oro! —exclamoó .
Y abriendo el frasco, lo acercoó a la boca del animal y vacioó dentro de ella todo su contenido.
El perro se levantoó y se mantuvo erguido sobre sus patas traseras. La cola habíóa desaparecido y las orejas le
crecieron, volvieó ndose sedosas y doradas. La nariz se le puso muy roja y le centelleaban los ojos. En el espacio de
pocos segundos, en fin, el perro habíóa desaparecido para dar paso a un viejo conocido de Gluck. El Rey del Ríóo Dorado
estaba en pie ante eó l.
—Gracias —dijo el rey—. Pero no te asustes, que todo marcha bien.
Y es que en el rostro de Gluck se observaban inequíóvocas muestras de consternacioó n ante la posible reó plica a su
uó ltima frase.
—¿Por queó no has venido antes en vez de mandarme a los sinverguü enzas de tus hermanos? —continuoó diciendo el
diminuto rey—. No he tenido maó s remedio que convertirlos en piedras. Claro que ya eran de piedra berroquenñ a.
—¡Ay, Dios míóo! —exclamoó Gluck—. ¿Coó mo ha podido ser usted tan sumamente cruel?
—¿Cruel, dices? —se extranñ oó el enano—. Echaron agua sin bendecir en la corriente de mi ríóo, ¿coó mo crees que yo
puedo permitir tal cosa?
—¿Sin bendecir? —preguntoó Gluck—. Pues yo estoy seguro, senñ or…, quiero decir, Majestad, de que el agua que
traíóan era de la pila de la iglesia.
—Puede ser —replicoó el enano—, pero el agua que ha sido negada a los maltrechos y agonizantes estaó maldita,
aunque haya sido bendecida por todos los santos del cielo.
A medida que hablaba, su expresioó n se volvíóa cada vez maó s grave.
—Y en cambio el agua que se alberga en la vasija de la gracia estaó bendita, aunque haya sido profanada por los
muertos.
Y diciendo estas palabras, el enano se agachoó para arrancar un lirio que crecíóa a sus pies. Entre sus blancos peó talos
se albergaban tres gotas de claro rocíóo. El enano las sacudioó dentro del frasco que Gluck teníóa en la mano.
—Echa estas gotas en el ríóo —dijo—, y luego baja por la otra ladera de la montanñ a hasta el Valle del Tesoro. Te
deseo feliz viaje.
Al terminar de hablar, aquella diminuta figura dorada se difuminoó . Los cambiantes colores de su manto se
fundieron en una caleidoscoó pica niebla de rocíóo. Se quedoó unos instantes escondido tras ella hasta que estalloó en un
soó lido arco iris, cuyos colores se fueron desvaneciendo poco a poco, mientras la niebla se apoderaba de todo el
espacio. El rey se habíóa desvanecido.
Gluck trepoó hasta la orilla del Ríóo Dorado, cuyas olas eran claras como el cristal y brillantes como la luz del sol.
Cuando dejoó caer las tres gotas de rocíóo en la corriente, se produjo en aquel lugar un torbellino circular, y las aguas
bajaban por eó l con sonora melodíóa.
Gluck se quedoó un rato observando el espectaó culo, bastante decepcionado, no soó lo porque el ríóo no se habíóa
convertido en oro, sino porque su corriente habíóa mermado mucho. Pero de todas maneras, obedeciendo la orden de
su amigo, emprendioó el descenso hacia el Valle del Tesoro por la otra ladera de la montanñ a. A medida que bajaba, le
parecioó oíór el rumor de unas aguas subterraó neas bajo la tierra que iba pisando. Y cuando avistoó el Valle del Tesoro
descubrioó que un ríóo igual que el Ríóo Dorado estaba manando de una hendidura practicada en un macizo de rocas que
habíóa a sus pies. Brotaba y se bifurcaba en innumerables arroyos que invadíóan los esteó riles terrones de roja arenisca.
Ante la mirada sorprendida de Gluck, la hierba brotaba entre los recientes arroyuelos y crecíóa una serie de plantas
ondulantes que se inclinaban hacia la tierra humedecida. En los ribazos abríóan sus peó talos de repente flores joó venes,
como brotan las estrellas cuando empieza a oscurecer, y las matas de mirto y los vinñ edos dejaban caer su sombra
alargada por el valle. De esta manera se iba convirtiendo nuevamente en jardíón el Valle del Tesoro, y aquella herencia
que echoó a perder la crueldad la reconquistaba el amor.
Y asíó Gluck volvioó a su tierra y habitoó en el valle, y jamaó s se cerroó a ninguó n menesteroso la puerta de su casa,
mientras que sus graneros se llenaban de maíóz y su casa de riqueza. Asíó que, para eó l, el ríóo se habíóa convertido, de
acuerdo con la promesa del enano, en un Ríóo Dorado.
Todavíóa hoy algunos habitantes del Valle senñ alan el lugar donde cayeron las tres gotas de agua bendita en aquella
antigua corriente, y trazan el curso que siguioó el Ríóo Dorado bajo tierra hasta anñ orar en el Valle del Tesoro. Y en lo alto
de la cascada del Ríóo Dorado todavíóa pueden verse dos Piedras Negras, en torno a las cuales se arremolinan las aguas
al atardecer con lastimero acento. Y todavíóa hay gente en el lugar que llama a esas piedras los Hermanos Negros.
NIÑO DE MADERA

MRS. CLIFFORD
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
LUCY LANE CLIFFORD, esposa del filósofo y matemático W. K. Clifford, fue novelista y dramaturga y escribió tres libros
para niños. Entre éstos el más interesante es «Anyhow Stories», publicado en dos ediciones (1882 y 1895). «Niño de
madera» —la historia de un niño autista que recuerda los casos expuestos por R. D. Laing en «El yo dividido»— se
incluyó sólo en la segunda edición, aunque Mrs. Clifford lo había publicado ya en una colección de cuentos para adultos
titulada «The Last Touches and Other Stories» (1892).

O[3] habíóa en toda Suiza un ninñ o maó s vago e indolente que Tony. Todos los de su edad trabajaban en algo: cortando
lenñ a, recogiendo flores de montanñ a de las que se llaman allíó «no me olvides», pastoreando ganado, llevando paquetes
a los turistas o sirvieó ndoles de guíóa en sus excursiones. Y entre unas cosas y otras se iban ganando la vida. Pero Tony
no hacíóa absolutamente nada, y cada vez que su madre intentaba emplearlo en alguó n menester, se mostraba tan
horrorizado que ella acababa dejaó ndolo por imposible. Poco a poco, a medida que crecíóa, se le fue poniendo cara de
tonto, como si los sesos se le hubieran hecho agua. En el pueblo le pusieron de apodo «cabeza de lenñ o».
—¡Vaya hijo tan inuó til que te ha tocado en suerte, mujer! —le decíóan las vecinas a su madre—. Tiene la cabeza
como un lenñ o.
Y ella se enfadaba. Porque, aunque tambieó n a veces se le escapara llamar a su hijo «pedazo de lenñ o», le molestaba
oíórlo en boca de los demaó s.
—Puede que esteó pensando maó s de lo que parece, aunque no lo deó a entender —solíóa contestar.
—¿Y por queó no lo da a entender? Un pensador que no habla es como un letrero que no senñ ala a ninguna parte, ni
tiene escrito nada para orientar a quien pasa —le dijo un díóa el viejo Gaspar.
—Primero se hacen los letreros y luego se escriben las cosas, ¿no? Pues con el habla pasa igual: las palabras que
merecen la pena, soó lo se dicen despueó s de haberlas pensado mucho. Dejad en paz a Tony, que ya diraó alguó n díóa lo que
tenga que decir.
Pero aunque sacara siempre la cara por eó l, la verdad es que la procesioó n iba por dentro.
—¡Cuaó nto te quiero, hijo de mi alma! —le decíóa—. Siempre tan paó lido y con esos ojos abiertos de par en par, como
si estuvieras esperando que las puertas del cielo chirriaran sobre sus goznes para dejarte ver el interior de su reino.
Pero ¿de queó te sirve mirar tanto al cielo, si resulta que eres tonto y a nadie le sirves de nada? ¡Si hasta a tu propio
padre le agotas la paciencia!
Tony estaba sentado junto a la chimenea y miraba coó mo el fuego empezaba a crepitar y a lamer con sus llamas los
costados de un pote negro que colgaba sobre ellas. Se volvioó hacia su madre.
—¿Podríóa estar contigo y al mismo tiempo lejos? —le preguntoó —. Me encantaríóa estar lejos.
—¡Vaó lgame Dios! —exclamoó su madre—. Pero ¿por queó quieres estar lejos?
—Porque entonces me volveríóa pequenñ ito y me podríóas coger en brazos. Y nadie me estaríóa siempre pidiendo que
haga cosas que no puedo hacer o que se me olvidan.
—Pero, hijo, ¿queó tiene que ver estar lejos con ser pequenñ o?
—Todo el mundo se vuelve pequenñ o cuando se aleja —contestoó eó l—. Yo miro muchas veces a la gente que baja por
el sendero desde la casa grande. Seguó n se acercan aquíó, se van volviendo cada vez maó s grandes; luego pasan por
delante de la puerta y siguen hacia el barranco y se van haciendo pequenñ itos, pequenñ itos hasta volverse del tamanñ o de
las figuritas de madera que esculpe papaó en el invierno. Y luego cuando vuelven, otra vez grandes, y cada vez maó s
grandes cuanto maó s cerca vienen. Síó, síó me gustaríóa ser pequenñ ito y estar lejos.
—¡Ay, hijo, por Dios, tuó eres tonto! —le dijo su madre—. ¿Te crees que tu padre mengua de tamanñ o alguna vez? Es
un efecto de la distancia, por eso te parecen pequenñ os los que pasan; si te acercaras, veríóas que no han crecido ni han
menguado, siguen siendo igual.
Pero Tony meneoó la cabeza, como si no estuviera convencido.
—Pues para míó son pequenñ os —dijo—. Me gustaríóa irme lejos y ser pequenñ o otra vez para ti, y asíó no estaríóas
pidieó ndome todo el díóa que haga esto y lo otro, y enfadaó ndote si se me olvida. Tengo tantas cosas en la cabeza, que me
bajan a los ojos y que no se pueden coger con las manos, no sirven de nada las manos.
—Claro que sirven, si las usas —dijo ella suspirando—. Todas las cosas tienen su razoó n de ser en el mundo, y los
chicos joó venes y fuertes han nacido para trabajar, para no ser unos inuó tiles.
Tony se limitoó a contestar:
—Pues yo un díóa me ireó lejos de aquíó y me volvereó pequenñ ito.
Salioó de la casa y se sentoó en un taburete a tomar el sol a la puerta. Luego se puso a cantar una cancioó n que no se
sabe doó nde la habríóa aprendido porque nadie la conocíóa, de la misma manera que nadie ensenñ a a los paó jaros a cantar
y el trino les brota de su corazoó n solitario.
«Pobrecillo», se decíóa tristemente su madre mientras lo escuchaba. «Y el caso es que no es tonto, a pesar de las
tonteríóas que dice. O, bueno, si es tonto tiene una voz maó s dulce que la de todos los sabios juntos. Cuando la oigo, se
me van todos los malos pensamientos, y hasta puedo perdonar a la mujer de Gaspar por haberme quitado el trabajo
de lavarle la ropa a la senñ ora inglesa. No vale la pena enfadarse por cosas tan pequenñ as».
Pero todavíóa no os he dicho doó nde vivíóa Tony. Su casa de verano estaba en lo alto de la montanñ a, dominando un
valle lleno de pequenñ os prados y de caminos serpenteantes que iban a morir al pie de una cascada. Caíóan las aguas de
esta cascada por la ladera de la montanñ a y era como un suenñ o que se olvida antes de despertar, porque aunque la
espuma bajaba y bajaba, nunca llegaba a tocar fondo, espolvoreaó ndose en la luz irisada, en la cual se desvanecíóa. A
Tony le gustaba mirar la cascada, hacíóa esfuerzos por tratar de sentir lo que se figuraba que el agua sentiríóa,
arrebatada por la brisa y fugada en sus brazos. A veces incluso era casi capaz de imaginarse viajando con ella, cada vez
maó s lejos, hasta perder la nocioó n de síó mismo, y se imaginaba fundido con los grandes vientos a cuyo encuentro iba, y
diluyeó ndose en la lontananza sobre el oceó ano. Por todo el valle se veíóan dispersos chalets de montanñ a alternando con
las sombríóas casas de madera de los aldeanos. Algunas estaban construidas sobre pilares, para que el ganado y
quienes lo pastoreaban encontraran allíó un lugar para resguardarse de lluvias y tormentas. Otras teníóan grandes
piedras encima del tejado para que los vientos fuertes no se llevaran las tejas. Cuando Tony era pequenñ o, como
todavíóa no habíóa visto nunca a un albanñ il trabajando, creíóa que aquellas pilastras eran las patas de madera de las
casas, y que apoyaó ndose en ellas habíóan subido hasta allíó cuando todo estaba oscuro y silencioso por la noche.
Tambieó n creíóa que las dos ventanitas de la fachada eran los ojos que les habíóan servido de orientacioó n en su ascenso.
Le hubiera gustado verlas subir renqueando pasito a paso por los senderos en zigzag. Cuando se hizo un poco mayor,
casi le parecioó una ofensa enterarse de que habíóan sido construidas por la mano del hombre, allíó en aquel mismo sitio
del valle o de la montanñ a donde seguíóan estando azotadas por los vientos y por las lluvias que alguó n díóa acabaríóan con
ellas. Habíóa un montoó n de escombros en uno de los lados de la montanñ a, y muchas veces, miraó ndolo, se habíóa
preguntado de doó nde habríóa salido eso, hasta que al fin lo entendioó . Y se quedoó contemplaó ndolo tristemente mientras
pensaba en los ninñ os acurrucados junto al fuego y en los pastores acechando los estragos de la arrasadora tormenta
que se llevaba por delante sus viviendas, convirtieó ndolas en un recuerdo.
Justo encima del chalet de su padre, habíóa una gran casa de piedra que se llamaba el hotel Alpino, donde
numerosos extranjeros veníóan a pasar el verano. Aquellas gentes hablaban entre síó en un lenguaje que Tony no
entendíóa y sentíóan mucha curiosidad por todos los pueblos de los alrededores, que les gustaban mucho.
Continuamente hacíóan pequenñ as excursiones para conocer mejor aquellos contornos. A Tony le parecíóa muy raro que
hubieran viajado desde tan lejos para venir a ver cosas que eó l conocíóa desde que nacioó : las colinas, los valles, la nieve,
la flor de no-me-olvides y la luz del sol sobre aquella calma infinita. ¿Seríóa posible que vinieran soó lo para eso? A veces
se preguntaba queó maó s cosas podríóan existir maó s allaó del panorama que contemplaban sus ojos, y queó desconocidas
formas tomaríóa el mundo al extenderse. Pero no le tentaban por mucho tiempo estas preguntas sobre los extranjeros
o el mundo del que veníóan. Silencioso y solitario, dejaba que los díóas y las noches se escurrieran sobre eó l, como un
nadador que no hace maó s esfuerzos que los precisos para mantenerse a flote sin ahogarse. Parecíóa, en efecto, que Tony
nadaba a traveó s del tiempo; para eó l, acordarse de un díóa cualquiera y separarlo del anterior o del siguiente era tan
difíócil como distinguir un kiloó metro de otro en la superficie del mar. A veces se extranñ aba de que los extranjeros
fueran gente tan floja, tan expuesta a perderse o a matarse, porque, a pesar de lo mucho que cantaban las excelencias
de la montanñ a, no se atrevíóan a subir solos ciertos caminos o a explorar llanuras nevadas por donde Tony podríóa
haber deambulado hasta dormido. Pero aquella cortedad de aó nimo de los turistas teníóa sus ventajas, porque gracias a
eso el padre de Tony ganaba dinero sirvieó ndoles de guíóa por los caminos de la montanñ a, llevaó ndoles comida y
ayudaó ndolos a salvar pequenñ os precipicios o grietas de los que Tony ni se apercibíóa, cortando escalones en el hielo
para que no resbalaran sus pies y, en fin, cuidando de ellos, de aquellos turistas tan raros que presumíóan de amar la
montanñ a y al mismo tiempo le teníóan tanto miedo. Mientras su padre estaba fuera, Tony se pasaba las horas muertas
sentado en el chalet, viendo coó mo su madre se afanaba fregando, limpiando y preparando la sopa para la cena de su
marido. Otras veces se sentaba a la puerta de la casa y se entreteníóa escuchando el rumor de las avalanchas de nieve,
mientras los caó lidos rayos del sol acariciaban su cabeza con el pelo cortado al rape. ¡Bienaventurado Tony! Los aó rboles
dejaban dibujos que eó l era capaz de ver, y entendíóa el lenguaje del viento. ¿No perteneceríóa acaso al mundo de los
aó rboles y los vientos, no habríóa formado parte de ellos en una vida anterior? ¿Para queó molestarse entonces en
trabajar? Su corazoó n intuíóa confusamente que si se negaba a integrarse en tareas como las que su padre y su madre
llevaban a cabo, poco a poco se iríóa internando en un mundo que estaba maó s allaó , el reino de donde veníóan las brumas.
¿Acaso una vez cuando era minuó sculo no habíóa salido de allíó para emprender su primer viaje? Pues alguó n díóa, cuando
hubiera cumplido su ciclo de permanencia en la montanñ a, volveríóa a perderse en la distancia y a ser otra vez tan
pequenñ o como entonces. Y habíóa tambieó n otros pensamientos que hacíóan presa en su corazoó n, en perpetua comunioó n
con la naturaleza. Eran pensamientos totalmente extranñ os y sin sentido para las gentes que rodeaban a Tony, pero eó l
tampoco encontraba forma de expresarlos, teniendo en cuenta, ademaó s, que hasta las palabras maó s corrientes y de
uso cotidiano eran difíóciles para sus labios.
Cuando llegaba la noche y acababan de cenar, se sentaban a la puerta, y a Tony le gustaba escuchar las historias
que contaba su padre sobre lo que habíóan dicho y hecho los turistas. Cuando habíóan sido mezquinos en el pago o
antipaó ticos, o el díóa se le habíóa dado mal por lo que fuera, el padre de Tony veníóa de malhumor y protestaba de la cena
o le daba por meterse con el hijo, echaó ndole en cara su pereza. Pero la madre siempre le defendíóa.
—¡Vamos, no seas tan duro con eó l! —solíóa decir—. Todavíóa es como una persona a quien despiertan demasiado
pronto, antes de dar por satisfecho su suenñ o, y cuyas ensonñ aciones incompletas se propagan a las horas de vigilia.
Dale tiempo. Deja que siga durmiendo y sonñ ando hasta que se sacie, y ya veraó s coó mo despierta hecho un hombre al
mundo del trabajo.
—¡Queó tonteríóas! —contestaba el padre—. Todos tenemos suenñ os, y no por eso nos despertamos alelados ni con
tan pocas ganas de trabajar. Di tuó que canta muy bien, y eso lo salva de mis iras, ¡que si no…!
Lo maó s raro de la cancioó n de Tony es que nadie sabíóa doó nde la habíóa aprendido. Cantaba alguna estrofa de ella
cuando bajaba de la montanñ a de recoger flores de no-me-olvides. Las iba a buscar a los riscos maó s altos, porque allíó,
entre la nieve alpina es donde surgen estas florecillas blancas, y cuando traíóa unas cuantas las agrupaba en ramilletes
que vendíóa a los turistas. Pero esto era antes de haberse ido encerrando cada vez maó s en el mutismo, como si una gran
tela de aranñ a lo atrapara en sus redes; antes de perderse del todo dentro de un suenñ o que cerraba tras síó la puerta de
comunicacioó n con el mundo de los despiertos.
Un díóa habíóa vuelto con su cesta vacíóa.
—¿Doó nde estaó n las flores? —le preguntoó su madre.
—No he encontrado ninguna —contestoó eó l.
Se sentoó junto a los lenñ os humeantes de la chimenea, y se puso a tararear aquella cancioó n que sabíóa desde siempre,
aunque esta vez con un estribillo que su madre nunca le habíóa oíódo.
—¿Y eso?
Tony no contestoó .
—Digo que doó nde has aprendido eso —repitioó su madre.
Pero no hubo manera de sacarle palabra del cuerpo.
—Debe de ser muy duro de aceptar tener un hijo tonto —comentoó la mujer de Gaspar.
—Mi hijo no es tonto —protestoó ella.
—¿Coó mo que no? ¿Y entonces por queó no sabe doó nde ha aprendido la cancioó n?
—La ha aprendido en las nubes, en la ladera de la montanñ a, mucho maó s lejos y maó s alto de donde nosotras
podríóamos llegar, a saber lo que habraó allíó, solamente los seres como Tony podríóan contarlo.
Y dichas estas palabras, se quedoó mirando rencorosamente a la mujer de Gaspar, esperando a que se fuera. Pero
luego, cuando se quedoó sola, suspiroó tristemente.
—Ojalaó no tarde en despertar a la vida —pensaba—. Porque si no, ¿queó va a ser de eó l, el pobre?
Pero desde aquel díóa Tony se fue olvidando cada vez maó s de todo lo que le decíóan o le mandaban hacer, y vivíóa tan
metido en sus suenñ os que se le enmaranñ aban con las cosas que veíóa y era incapaz de diferenciar un mundo de otro.
Era soó lo en el verano cuando el tiempo pasaba asíó. Cuando llegaban las tormentas y la nieve empezaba a caer, se
cerraban los hoteles y chalets de la montanñ a, y entonces los campesinos y pastores con sus familias y sus rebanñ os
bajaban al valle a invernar. Tony y sus padres vivíóan con otro vecino a la entrada del pueblo, todos arrebujados en una
cabanñ a de madera.
Llegaron las riadas y los vientos arrasadores, y los montones de nieve se apilaron contra las ventanas hasta
impedir el paso a cualquier rendija de luz que intentase entrar en la habitacioó n cerrada y cargada de humo. Tony solíóa
sentarse junto a su padre para observar su trabajo. Con trocitos de madera que cortaba de las paredes esculpíóa
figuritas de animales, hombres y mujeres, como si los fuera sacando con la navaja de su prisioó n uno a uno. Por lo
menos es lo que le parecíóa a Tony. No se daba cuenta de la precisioó n del ojo y la navaja de su padre al tallar aquellos
juguetes, ni entendíóa que el moó vil de su trabajo era tenerlos listos para que su madre se los vendiera a un comerciante
que solíóa venir de Ginebra, o antes de que llegara el verano, para poder sacarlos a un mostrador fuera de la casa y que
se encapricharan de ellos los primeros turistas, quienes solíóan comprarlos despueó s de regatear un poco.
Aquel invierno Tony descubrioó en la madera de una viga un nudo maó s oscuro que le llamoó la atencioó n. Todas las
manñ anas, mientras desayunaba su tazoó n de leche, los ojos se le iban fascinados a aquel saliente de la madera. Por las
noches, cuando se acurrucaba aterido junto al fuego que crepitaba en torno al caldero de sopa, seguíóa miraó ndolo
fijamente y se preguntaba queó extranñ o mensaje esconderíóa. Hasta que un díóa su padre lo cortoó con la navaja, se puso a
darle vueltas entre los dedos y, por fin, empezoó a tallarlo. Como resultado de su trabajo surgioó de la madera la figurilla
de una mujer minuó scula, cuyo rostro expresaba atencioó n y alerta. Despueó s de pulirle las uó ltimas virutas, el padre de
Tony cogioó a la mujercita y la puso frente a síó.
—Parece como si estuvieras esperando que alguien viniera a hacerte companñ íóa, ¿no? —le dijo carinñ osamente,
como si hablara con un ninñ o—. Pues no seó de nadie. Bueno, a no ser que Tony quiera prestarse a ello.
Tony se estremecioó , porque le parecioó que los ojos de la mujer se habíóan vuelto hacia los suyos.
—¡Pero si no es maó s que un pedazo de madera, hijo! —le dijo su madre—. ¿No comprendes que manñ ana mismo se
la mandaremos al comerciante de Ginebra? Y no la mires con ese susto, hombre. No hay que tener miedo de las cosas
inmoó viles, ¿no ves que no se mueve? El peligro estaó en lo que se mueve, en los seres vivos, pero no en un trocito de
madera tallado por la navaja de tu padre.
Pero Tony se escabulloó fuera de la casa, y, mientras paseaba al aire libre, hundiendo sus zapatos en la nieve, seguíóa
teniendo miedo de la mujercita de madera que yacíóa inmoó vil con los ojos abiertos de par en par en la estancia llena de
humo.
Cuando regresoó de su paseo, su madre le miroó y dijo, como si le estuviera adivinando el pensamiento:
—¿Sabes, Tony? Nuestro vecino Louis ha venido. Se va a Ginebra a contratar mulas para el verano y le hemos dado
todas las tallas de tu padre para que las venda, la mujercita tambieó n, asíó que ya no te preocupes, olvíódala.
Aquello habíóa pasado hacíóa maó s de un anñ o, y Tony, en efecto, habíóa olvidado aquel trozo rugoso de madera y la
mujercita que engendroó . Ahora su padre estaba haciendo nuevas tallas y con bastante prisa, porque el comerciante,
que pasaba por allíó una vez al anñ o, estaba a punto de venir a recoger el trabajo que, durante el invierno, llevaban a
cabo los artesanos de la zona. Y las figuras que eó l no comprara se meteríóan en cajones, en espera de la llegada de los
turistas.
«Ojalaó fuera yo una de estas figurillas», pensaba Tony, mientras veíóa coó mo las envolvíóan en papel de seda, «para no
crecer nunca y que me levantaran con cuidadito y me pusieran a dormir en un cajoó n hasta el verano. Y luego salir y
dejarme acariciar una y otra vez por la luz del sol. Debe de ser maravilloso tener piernas que nunca duelen y manos
que nunca trabajan».
El comerciante llegoó una manñ ana muy fríóa. Era un hombre silencioso, de piel oscura, pelo muy negro y cejas
pobladas.
—¿Quieó n es eó ste? —preguntoó , senñ alando a Tony.
—Es mi hijo —dijo su padre—. Pero vale para poco. Lo uó nico que sabe hacer es cantar.
—¿Es el chico del que cuentan los pastores que ha aprendido su cancioó n en las nubes?
—Tal vez —dijo el padre.
—¡Pues claro! —dijo la madre—. La cancioó n de Tony es famosa en todos los valles y montanñ as del contorno.
—Una vez vino a Ginebra un turista extranjero —contoó el comerciante—, y tratoó de cantar esa cancioó n. Pero soó lo
sabíóa un trozo.
—A Tony no le sirve de nada saberla —intervino el padre—, porque luego ni con los pies ni con las manos es capaz
de hacer nada de provecho.
La madre saltoó en su defensa.
—¡No te metas tanto con eó l! —dijo—. Unos han nacido para usar los pies y las manos, y otros para sentir con el
corazoó n y expresarse con los labios. ¿No canta una cancioó n que ha rescatado de las nubes? Pues que ella viaje en vez
de sus pies y haga el trabajo que no hacen sus manos.
—Con razoó n le llaman cabeza de lenñ o —continuoó el padre, sin prestar atencioó n a su mujer—; desde luego, por un
pedazo de madera se le podríóa tomar si no cantara de vez en cuando. No vale para otra cosa.
—Muchas veces una cancioó n —insistíóa la madre— sobrevive a las manos que se pasan el díóa amasando pan y llega
maó s allaó que el corredor maó s ligero.
—¡Ojalaó fuera como uno de estos munñ ecos! —anñ adioó el padre senñ alando sus pequenñ as tallas de madera.
—Pues ya ves, estaban escondidos en un bloque de madera, ¿no?, igual que la cancioó n de Tony se esconde dentro
de su pecho —dijo ella, mirando al hijo tiernamente.
—¡Dichosa cancioó n! —protestoó el padre—. ¡Para lo que sirve! ¡Maó s le valiera sonñ ar menos y trabajar maó s!
El comerciante se habíóa quedado silencioso y pensativo. Cuando volvioó a hablar, lo hizo con voz lenta y persuasiva.
—¿Por queó no le dejan que se venga conmigo a Ginebra? —preguntoó —. Yo arrancareó de sus labios la cancioó n
entera y la exportareó a todo el mundo.
—¿Quieres irte a Ginebra, Tony? —le preguntoó su padre—. Tal vez allíó se cumpla tu deseo de estar lejos y volverte
pequenñ ito.
La madre sintioó que el corazoó n le daba un vuelco.
—Pero yo he oíódo decir —suspiroó — que el cumplimiento de un deseo a veces no acarrea felices consecuencias. En
fin, hijo míóo, el mundo es muy ancho, y no sereó yo quien te prohíóba recorrerlo. Vete, pues, si quieres.
Todos los vecinos salieron a la puerta de sus casas para ver marchar a Tony, cuando cruzoó el pueblo en companñ íóa
del comerciante. Pero Tony no los veíóa a ellos. Caminaba como aturdido. Los caraó mbanos de hielo colgaban a manera
de flecos en la cascada, y en los sitios por donde el sol los habíóa besado se veíóa como una estrella de oro. Pero Tony
pasaba de largo sin fijarse en nada. Caminaba con los ojos clavados en el largo camino recto que se abríóa ante eó l,
preguntaó ndose si en los troncos de los abetos que lo bordeaban no viviríóan escondidos cientos de extranñ as figuras
como las que su padre liberaba de la madera a golpe de navaja.
El comerciante habíóa sacado unos alambres del bolsillo y les daba forma habilidosamente seguó n iban andando.
Entregado a aquella tarea, no dijo ni una sola palabra hasta que el pueblo habíóa quedado a sus espaldas y dejoó de oíórse
el rumor de la cascada al deshelarse. Entonces levantoó los ojos, y exclamoó :
—¡Ahora, canta!
Maquinalmente, como si fuera un munñ eco al que dan cuerda, Tony se puso a cantar, mientras el comerciante,
rasgueando los alambres, trataba de captar el tono de la melodíóa hasta que lo consiguioó . Pero Tony no le entendíóa. Una
inmensa calma se habíóa apoderado de todos sus sentidos. Caminaba como si vislumbrara ante síó el paíós de sus
ensuenñ os y estuviera a punto de empujar la verja que daba acceso a eó l.
—¡Tang, tang! —vibraba el alambre.
Los abetos se balanceaban al compaó s de la brisa, y aquel vaiveó n iba en aumento a medida que iba decayendo y se
acercaba la hora del ocaso. Tony volvíóa la cabeza para mirarlos; le parecíóan viejos conocidos y le hubiera gustado
acercarse a ellos, cogerlos del brazo y continuar andando amistosamente en su companñ íóa, pero habíóa algo que se lo
impedíóa. Los aó rboles, al reconocerlo, le tendíóan sus brazos y cuchicheaban entre síó; Tony no podíóa descifrar sus
palabras. Pero llegaríóa a entenderlas: estaba dispuesto a aprender su idioma y penetrar sus secretos.
—¡Tang, tang! —repetíóa el alambre.
Los aó rboles ya estaban envueltos en sombras, pero Tony no detuvo su paso. Siguioó andando sin tregua,
internaó ndose en la oscuridad hasta que tambieó n eó sta quedoó atraó s y poco a poco se fue perfilando ante eó l la luz del
nuevo díóa. A lo lejos se veíóa una cordillera, cuyas cimas, bajas al principio, iban aumentando de tamanñ o a medida que
Tony se acercaba, como si quisieran darle la bienvenida.
—¡Sigue cantando! —ordenoó el comerciante.
Pero ahora la cancioó n de Tony era distinta. Ya no parecíóa brotarle del corazoó n, sino simplemente de los labios, y
escuchaba aquellas notas como si las oyera repetidas por otro.
Se le escapaba la cancioó n para ir a parar a los alambres que pulsaba el comerciante. Pero a Tony le daba igual, no le
importaba, ninguó n sentimiento preciso hacíóa ya presa en eó l. Notaba las piernas entumecidas y los pies pesados, y, sin
embargo, habíóa aumentado la ligereza de su paso. No estaba cansado, ni alegre, ni triste; no sentíóa calor ni fríóo. Vivíóa
dentro de un suenñ o.
Los abetos habíóan ido quedando atraó s, ahora estaban ya lejos. Tony y su companñ ero habíóan cruzado muchos
pueblos desde que salieron de aquel donde Tony vivíóa. Se aproximaban a aquellas montanñ as que le parecieron tan
pequenñ as al principio, y ante su vista aparecioó un gran lago azul en cuyas aguas se reflejaba un cielo maó s azul todavíóa.
Junto al lago arrancaba una larga carretera que llegaba hasta Ginebra, la ciudad a la cual se dirigíóan. Pero antes de
llegar allíó tuvieron que cruzar otros muchos pueblos y ciudades, unos trepando con sus blancas casitas por la ladera
de la montanñ a, y otros maó s abajo a orillas del lago. Algunas casas teníóan balconadas de madera, y otras estaban hechas
enteramente de madera. Tony se preguntaba en queó extranñ o bosque habríóan crecido los aó rboles de los cuales se sacoó .
Era como si cada vez tuviera una relacioó n maó s y maó s intensa con todos los elementos genuinos de la Naturaleza —el
cielo, el lago, los aó rboles—, incluso la madera inanimada que daba cobijo a seres humanos. Los seres humanos
solamente le provocaban extranñ eza, como si no fueran sus semejantes y una barrera los separase de eó l. Sentíóa, en
efecto, que estaban hechos de otra sustancia, amasados con otra carne y otra sangre, y le parecíóan tan grandes que le
hacíóan sombra. Daban zancadas grandíósimas y transportaban fardos que a eó l lo habríóan aplastado. Y lo raro es que
tampoco los veíóa maó s grandes que su padre o su madre, soó lo era al acercarse cuando se daba cuenta de la diferencia
de tamanñ o. Tampoco le sorprendíóa notar esto, porque ya no se extranñ aba de nada, nada aceleraba su pulso ni hacíóa
latir maó s deprisa su corazoó n. Seguíóa andando y andando, como un autoó mata.
El comerciante seguíóa tanñ endo el alambre, y la muó sica resultante tomaba cuerpo y se iba pareciendo cada vez maó s
a la cancioó n de Tony. Pero Tony seguíóa adelante impasible, mirando el cielo y las aguas del lago, a medida que el sol lo
iba iluminando todo y las montanñ as se volvíóan maó s grandes. Tony, seguó n las iba viendo maó s cerca, teníóa la impresioó n
de que eran sus padres o lo habíóan sido antanñ o, en un tiempo remoto, y de que ahora le salíóan nuevamente al
encuentro tratando de atraerlo hacia síó antes de que fuera irremediablemente tarde. ¿Tarde para queó ? Tony no lo
sabíóa, no podíóa contestarse ni a síó mismo. Su corazoó n se iba aquietando y latiendo maó s despacio, mientras sus labios
enmudecíóan progresivamente.
—¡Canta! —volvioó a decir el hombre.
Tony abrioó la boca, pero las palabras de la cancioó n se habíóan desvanecido: era incapaz de acordarse de ellas, no le
salíóan. Solamente le brotaban las notas, pero sin un significado que pudiera traducirse en palabras. Cada oyente las
podíóa interpretar de una manera distinta. Poco a poco, en lugar de cantar se puso a escuchar, porque su cancioó n
flotaba en torno suyo, pero ya no salíóa de sus labios. Era como si sonara a sus espaldas, pero quiso darse la vuelta y no
podíóa. Estaba apresado sin saber coó mo por los alambres de su companñ ero, y enredado en aquella fríóa maranñ a, seguíóa
caminando, ríógido y ajeno como en suenñ os. Un brazo le colgaba a lo largo del costado, pero no podíóa moverlo; teníóa
una mano metida en el bolsillo y no podíóa sacarla. Tambieó n sus ropas habíóan sufrido una transformacioó n y se habíóan
quedado tan ríógidas como eó l mismo, formando un todo del que no se podíóa separar. Solamente los pies lograban
adquirir el movimiento suficiente para permitirle seguir avanzando. Pero eso era todo. Ya habíóan recorrido los uó ltimos
kiloó metros que faltaban para llegar a Ginebra, y los ruidos de la ciudad empezaban a oíórse, al tiempo que se dibujaban
las hileras de casas elevadas y blancas con sus mil ventanitas como locas parlanchinas hablando al aire o como ojos
sin paó rpado fijos en la gente que se movíóa por las calles. Tambieó n habíóa ventanas maó s bajas, a ras de tierra, llenas de
toda clase de objetos exhibidos para tentar a los peatones con dinero disponible. Tony no era muy consciente de lo
que veíóa al pasar. Pero habíóa visto su propia sombra y habíóa entendido una cosa: estaba lejos, en aquel sitio hacia
donde siempre se dirigíóa su mirada desde la cabanñ a donde vivíóa.
Estaba lejos y era muy pequenñ o.
Entendioó que estaba encarcelado, que era un prisionero, pero no le importaba, le daba igual. Todo aquello formaba
parte de una nueva vida en aquel mundo nuevo donde habíóa ingresado. De repente se paroó en seco ante uno de
aquellos grandes ventanales. Se abrioó una puerta y entroó . Todo lo que le rodeaba era de madera, casas, gentes y
animales, un mundo de madera. Y por todas partes un resonar de tictac. Las manos del comerciante lo auparon a una
montanñ ita, y vio ante eó l la fachada de un chalet con una escalinata exterior que conducíóa a la balconada.
—¡Sube! —le dijo el comerciante.
Y poquito a poco, escaloó n por escaloó n, fue subiendo. A cada paso que daba sentíóa los pies maó s ríógidos y pesados.
En la balconada se paroó a descansar. Habíóa dos puertecitas de entrada a la casa. Se abrieron de repente y dejaron al
descubierto el cuartito que habíóa al otro lado. En aquella habitacioó n estaba sentada esperando —sin duda,
esperaó ndole a eó l— la misteriosa mujercita que Tony habíóa visto tallar a su padre, sacaó ndola de aquel trozo nudoso de
madera. Se acordoó del miedo que le daba entonces, y le parecioó completamente absurdo. Ahora no habíóa nada capaz
de asustarle. Se sentoó al lado de ella y se dio cuenta de que ya nunca podríóan separarse, a no ser que sobreviniera un
cataclismo. ¿Seríóa aquello como contraer matrimonio? Se dio cuenta de que la mujercita era de su mismo tamanñ o;
¿habríóa crecido ella?, ¿o seríóa eó l quien…? No era capaz de concentrarse para pensar. Lo empujaron hacia dentro, el
alambre rechinoó , las puertas se cerraron y reinoó un silencio absoluto. Estaba a oscuras, esperando tambieó n eó l, pero a
queó ni por cuaó nto tiempo no lo sabíóa. Todo el tiempo era igual para eó l, habíóa perdido la nocioó n de su transcurso.
A lo lejos percibíóa la vibracioó n de otros muchos alambres, y notaba tambieó n que ahora aquella melodíóa que le
llegaba desde diferentes puntos, como si todo el espacio estuviera empapado de ella, era la de su cancioó n.
Oíóa coó mo la gente que pasaba por la calle la iba tarareando. Y a lo lejos, una banda de muó sica tambieó n la tocaba.
Pero no iba a poder seguir escuchando todo aquello durante mucho tiempo, porque las cosas se desvanecíóan en torno
suyo, y hasta hubiera podido decir que se ensombrecíóan si hubiera habido en aquel cuartito luz para verlas y
distinguirlas. La vida de Tony se habíóa vaciado en su cancioó n, en aquella simple cancioncilla, tan pequenñ a y simple
como su propia vida.
La vida no reside soó lo en las cabezas que asienten, como tampoco el trabajo en las manos y pies afanosos; hay
otros muchos aspectos de la vida.
Al cabo de un rato, Tony oyoó ruidos sobre su cabeza, a manera de golpes o martillazos, luego un sonoro e incesante
tictac y, por fin, un extranñ o chirrido, tras el cual una lengua de hierro emitioó once campanadas: clang, clang, clang…
Cuando estaba sonando la uó ltima, las puertecitas gemelas se abrieron, y entonces Tony y su companñ era se vieron
impulsados hacia el exterior por el alambre que los uníóa. Se deslizaron por la balconada hasta el remate de las
escaleras por las cuales Tony habíóa subido, y se quedaron allíó un poco los dos juntos mientras todo alrededor y por
encima de ellos se desplegaba la cancioó n, aquella cancioó n que nunca volveríóa a salir de los labios de Tony. Delante de
ellos, entre su casita y la calle, se interponíóa un ventanal grande inundado de luz, y al otro lado del cristal se
aglomeraba una serie de rostros curiosos que contemplaban el espectaó culo. Pero ni Tony ni su companñ era los veíóan.
En cuanto se apagaron las uó ltimas notas de la cancioó n, un tiroó n repentino los hizo retroceder y volvioó a meterlos en el
cuartito cerrado, donde permanecieron a oscuras hasta que pasoó otra hora y se repitioó lo mismo.
Desde entonces, hora tras hora, díóa tras díóa, semana tras semana, mes tras mes, de díóa y de noche, en invierno y en
verano, se siguioó repitiendo siempre lo mismo.
Un díóa, entre la gente que se agolpaba al otro lado del escaparate, se pudo ver a una mujer y un hombre con el
cansancio pintado en el rostro. Cuando sonoó la melodíóa, las puertecitas se abrieron y las dos figuras de madera
salieron repentinamente del reloj, la mujer exclamoó :
—¿Has visto? ¡Es Tony, nuestro Tony! Y la cancioó n es la suya. Míóralo, al lado de la mujer que tallaste tuó , y eó l tambieó n
es de madera. ¡Se ha convertido en un ninñ o de madera!
—Tuó estaó s mal de la cabeza —dijo eó l—. Tony salioó a correr mundo, acueó rdate. Ya lo encontraremos.
—¡Que no! —gritaba ella desesperada—. Su cancioó n síó salioó a correr mundo, pero eó l estaó ahíó, ¿no lo ves?, ¡ahíó!
Y senñ alaba exaltada al reloj que se veíóa al otro lado del escaparate.
—¡Es de madera! —repetíóa—. ¡Se ha vuelto de madera!
El hombre miraba las figuritas pensativo y en silencio.
—Siempre tuvo la cabeza de lenñ o —dijo al cabo, con voz pausada—. No tiene nada de particular que luego se le
fuera endureciendo todo el cuerpo, a fuerza de no dar golpe.
Y despueó s anñ adioó , como tratando de consolar a su mujer:
—En fin, mujer, queó le vamos a hacer. Acueó rdate de que Tony era una calamidad. Ademaó s, ¿no decíóas tuó que su
cancioó n sustituiríóa el trabajo de sus manos y los viajes de sus pies? Pues ahíó lo tienes.
—No —dijo ella—, eso convenceraó a los que no le amaban, pero a míó no me sirve de consuelo. Yo quiero a Tony, a
mi hijito Tony, es a eó l a quien querríóa ver sentado a la puerta de casa, entonando su cancioó n, o junto al fuego, mirando
humear los lenñ os.
Cuando la mujer acaboó de hablar, cesoó tambieó n la muó sica y las dos figuritas de madera retrocedieron bruscamente,
se metieron en el cuarto oscuro y las puertas se cerraron tras ellas.
Ante aquel hombre y aquella mujer se extendíóan varios kiloó metros de fatigoso camino: el de regreso a su pueblo y
sus montanñ as.
A TRAVÉS DEL FUEGO

MARY DE MORGAN
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustraciones
William de Morgan
MARY DE MORGAN era hija del conocido profesor de matemáticas Augustus de Morgan y hermana del artista y novelista
William de Morgan, famoso por sus «azulejos De Morgan». Entre sus amigos se contaban William Morris y D. G. Rossetti.
Mary contaba sus cuentos a sus sobrinos, así como a un propicio auditorio de niños entre los que se hallaban Margaret
Burne-Jones, un joven Rudyard Kipling y su hermana Alice, y las hijas de William Morris, Jenny y May.
Mary de Morgan publicó tres hermosas colecciones de cuentos de hadas: «On a Pincushion» (1877), «The Necklace of
Princess Fiorimonde» (1880) y «The Windfairies» (1900). «A través del fuego», con ilustraciones de William de Morgan,
se incluyó en el primer volumen, y «Los vagabundeos de Arasmón», ilustrado por Walter Crane, está tomado del segundo.

L[4] pequenñ o Jack estaba sentado junto al fuego y lo miraba con cara triste. Teníóa siete anñ os, pero nadie le hubiera
echado maó s de cinco. Era paó lido y desmedrado y sufríóa paraó lisis infantil. No teníóa hermanos y casi todo el díóa se lo
pasaba solo en casa porque su madre, que era viuda, se ganaba la vida dando clases de muó sica y tambieó n a veces
tocando el piano en fiestas infantiles de cumpleanñ os. Total, que casi siempre estaba fuera. Vivíóan en el tercer piso de
una casita situada en un viejo y sombríóo callejoó n de Londres, y Jack se pasaba las horas muertas en el solitario cuartito
de estar, sin maó s companñ íóa que la del fuego.
Aquella noche se sentíóa maó s triste que de costumbre, porque era Nochebuena, y su madre estaba en una casa rica
donde celebraban una fiesta para los ninñ os. Antes de irse le habíóa dicho que allíó seguramente tendríóan aó rbol de
Navidad con regalos y juguetes, y a Jack le parecíóa muy injusto que aquellos ninñ os y ninñ as, ademaó s de pasarlo mejor
que eó l y ser maó s felices, le robaran encima tambieó n a su propia madre. Si ella estuviera, se sentaríóa junto a eó l en la
alfombra, dejaríóa que reclinara la cabeza en su regazo y le contaríóa cuentos sin cansarse, interminables cuentos de
hadas y gigantes. En general, no le disgustaba que fuera a aquellas fiestas, porque nunca se olvidaba de traerle algunas
sobras de la casa donde hubiera estado. Aunque fuera poca cosa, unas galletas o un simple caramelo. Jack estaba
seguro de encontraó rselo al despertar, junto a su almohada. Y otras veces incluso aquellas golosinas o frutos secos se
los mandaba la misma senñ ora de la casa o alguno de los ninñ os, cuando su madre se atrevíóa a hablarles del hijito que
habíóa dejado solo en casa.
Pero aquella noche a quien echaba de menos era a su madre, lo que le trajera o le dejara de traer le daba igual.
Siguioó sentado allíó delante del fuego, hasta que las laó grimas empezaron a nublarle los ojos y acaboó sollozando.
—¡Queó pena! —decíóa—. ¡Queó pena tan grande! Ya no puedo maó s.
Cogioó el atizador y se puso a remover el fuego eneó rgicamente.
—Por lo que maó s quieras, deja de hacer eso —oyoó decir a una vocecita que salíóa de las llamas—. Me vas a hacer
anñ icos.
Jack dejoó de llorar y miroó fijamente el fuego y entonces vio una figurilla estrafalaria, el ser maó s raro que habíóa visto
en su vida, balanceaó ndose con destreza en lo alto de un trozo de carboó n ardiendo. Era un hombre pequenñ ito, que no
mediríóa maó s de tres pulgadas, vestido de pies a cabeza de un color rojo anaranjado parecido al de las llamas. Llevaba
en la cabeza un sombrero puntiagudo del mismo tono.
—¿Quieó n eres tuó ? —preguntoó Jack casi sin aliento.
—¿No sabes que es de mala educacioó n hacer preguntas? —dijo aquel monigote guinñ aó ndole un ojo—. De todas
maneras, si tanto te interesa, te direó que soy un duende del fuego.
—¡Un duende del fuego! —repitioó Jack, con el aliento auó n entrecortado y sin quitarle los ojos de encima.
—Pues síó. ¿Tan raro te parece?
—Bueno, es que yo no creo en hadas —dijo Jack, incapaz de apartar sus ojos de aquella misteriosa y diminuta
aparicioó n.
El hombrecillo se echoó a reíór.
—A míó eso me da igual —dijo—. Puede que no creas en hadas del viento o en hadas del agua. Pero lo nuestro es
distinto, si no fuera por nosotros, no tendríóais fuego. Lo encendemos y luego lo mantenemos vivo. Fíójate, si yo ahora
mismo me fuera, tu fuego se apagaríóa inmediatamente. Ya podríóas soplar y soplar todo lo que te diera la gana, que no
te serviríóa de nada, como no acudiera uno de nosotros a echarte una mano y encender los carbones.
—Pero ¿coó mo no te quemas? —preguntoó Jack.
—¿Quemarme yo? —dijo el hombrecillo displicente—. ¿No ves que nosotros respiramos fuego y vivimos en eó l? Si
no estuvieó ramos rodeados por el fuego, nos esfumaríóamos.
—¿Esfumarte? ¿Queó quieres decir con eso? ¿Que te moriríóas?
—De morirme no quiero saber nada —dijo el hombre—. Pero, claro, si no nos cuidamos, nos podemos esfumar, ya
te digo. Y mira, vamos a hablar de cosas maó s alegres.
—¿Quieres decir que podeó is seguir viviendo siempre? —preguntoó Jack.
—Hombre, teniendo cuidado, no hay razoó n para que nos esfumemos antes de cumplir trescientos anñ os —dijo el
hombrecillo, mientras se sentaba coó modamente sobre un grupo de carbones encendidos—. Antes de esa edad, somos
gente muy delicada, y cualquier corriente de aire, por pequenñ a que sea, puede ser un peligro.
—¿Pero doó nde vivíós y de doó nde habeó is venido? —preguntoó Jack.
—Vivimos en el mismíósimo centro de la tierra, donde siempre hay encendido un buen fuego que nos conforta. Pero
cuando vosotros encendeó is fuegos aquíó arriba, tenemos que subir para echaros una mano.
—¿Y atendeó is tambieó n a las laó mparas y a las velas? —preguntoó Jack—. Porque tambieó n son de fuego.
—Eso se lo dejamos a los aprendices —dijo el hombrecillo, tras un bostezo—. A míó, como no sea por una buena
fogata, no me merece la pena subir.
Jack se quedoó callado durante unos instantes; luego dijo:
—Lo que me extranñ a es no haberte visto nunca antes.
—Pues siempre he estado aquíó. Seraó que eres un poco tonto y no te has fijado —dijo el duende.
—Ojalaó pudiera entrar contigo en el fuego —dijo Jack—. Me encantaríóa saber coó mo es por dentro.
—No podríóas entrar sin un traje apropiado —dijo el hombrecillo—. Y aun asíó, tengo miedo de que lo encontraras
demasiado caliente.
—Yo aguanto bien el calor —dijo Jack—. Pero oye, en tu casa, o sea donde tuó vives, ¿es todo tan rojo y tan brillante
como el centro de una hoguera?
—¿Queó dices? ¡Muchíósimo mejor! Es una cosa digna de verse —dijo el duende abrazando un trozo de carboó n
ardiendo, mientras se columpiaba al compaó s de una llama. Todo alrededor del palacio donde vive nuestro Rey, no hay
maó s que llamas y maó s llamas. En varias millas a la redonda todo es una pura llama, y las ventanas de la Princesa dan a
un paisaje de colinas incandescentes. Pero ya ves, la laó stima es que nadie se contenta con lo que tiene. Si alguien en
este mundo merece ser feliz, ese alguien es la Princesa Pyra.
—¿Y no es feliz? —preguntoó Jack.
—¡Queó preguntoó n eres! Podríóa serlo, si quisiera.
—¿Y por queó no lo es?
—Todo es por culpa de haberla mandado a la escuela —dijo el hombrecillo con voz grave—. Si nunca hubiera
abandonado el palacio de su padre, nunca hubiera conocido al otro. Bueno, no te he dicho que nuestro Rey y nuestra
Reina soó lo tienen esa hija, la Princesa Pyra, y no ven maó s que por sus ojos, como es natural. Todo les parece poco para
ella. Un Príóncipe del Fuego, cuyo reino linda con el nuestro, la pidioó en matrimonio. A su padre y su madre les parecioó
bien, pero como ella era muy joven todavíóa y queríóan que recibiera una esmerada educacioó n, la mandaron antes
durante un anñ o a un colegio situado en una montanñ a ardiente, para que viera mundo y aprendiera cosas, antes de
quedarse confinada entre las cuatro paredes de un castillo. Pero ya ves, resultoó un error garrafal, porque un buen díóa
el Príóncipe Fluvius, el hijo del Rey de las Aguas, sobrevoloó aquellas montanñ as, miroó para abajo y vio a nuestra
Princesa. Fue un flechazo. Se enamoraron locamente uno del otro y desde entonces ella no ha vuelto a ser feliz.
—¿Y por queó no se casan? —preguntoó Jack.
El hombrecillo soltoó una carcajada estrepitosa.
—¿Coó mo se van a casar? Eso es imposible. Lo primero porque no pueden acercarse uno al otro a menos que eó l se
seque o ella se apague. Pero ademaó s es que nuestro soberano no quiere oíór hablar de semejante asunto, porque el Rey
de las Aguas es su maó s encarnizado enemigo. Todas las tardes, desde que se conocieron, Pyra se subíóa a lo alto de una
montanñ a, Fluvius se veníóa a sentar lo maó s cerca posible y hablaban uno con otro. Bien lejos estaba el Rey de sospechar
la amenaza que se cerníóa sobre su hija. Pero cuando una tarde, de repente, fue a verla y la pilloó en animada
conversacioó n con Fluvius, montoó en coó lera. Volvioó a recluirla en el castillo y no veíóa momento de casarla sin maó s
demora con el Príóncipe del Fuego. Pero ella se fue quedando tan desmejorada que los meó dicos temieron por su vida y
dijeron que habíóa que evitarle los disgustos. Es una pena que se haya puesto asíó por una tonteríóa.
—¿Es bonita? —preguntoó Jack.
—Bonita no es la palabra que le cuadra —replicoó el duende—. Es bellíósima, sencillamente adorable. La muchacha
maó s adorable del Paíós del Fuego. Y ademaó s de una inteligencia extraordinaria.
—Duendecito míóo —dijo Jack en tono mimoso—, ¿por queó no me llevas contigo a ver tu casa? Anda, que no se lo
digo a nadie. ¡Esto estaó tan oscuro! Deó jame ir contigo, por favor.
—No seó coó mo me las podríóa arreglar —dijo el duende—. Ademaó s, te daríóa mucho miedo.
—¡Que no, que no me da miedo, de verdad! —aseguroó Jack—. Haz la prueba y te convenceraó s.
—En fin, bueno, espera un minuto.
Y la figurilla roja desaparecioó por la zona maó s resplandeciente del fuego. A los pocos segundos volvioó a surgir.
Traíóa un sombrerito rojo, un traje y unas botas.
—Ponte eso —dijo, al tiempo que tiraba las prendas a Jack.
—¿Coó mo me lo voy a poner? No me cabe, abulta menos que mi brazo.
Pero en cuanto tocoó aquella ropa, notoó que estaba empezando a menguar. Y siguioó menguando maó s y maó s hasta
que aquellas prendas se acoplaron a su tamanñ o. Entonces pudo poneó rselas con toda facilidad.
—Ahora toma esto —dijo el duende.
Y le tiroó a Jack una delgada y brillante maó scara de cristal.
Jack se la aplicoó al rostro. Vio que se le ajustaba como un guante, sin dejar fisuras.
—Ya estaó —dijo el hombrecillo del Fuego—. Ahora salta por encima de los morrillos y entra aquíó, a ver queó te
parece.
Jack traspuso el guardafuegos y empujaó ndose con el atizador trepoó a uno de los morrillos. El hombrecillo se
adelantoó a darle la mano. ¡Queó mano tan ardorosa teníóa! Quemaba como una llama. Jack tuvo ganas de soltarla, pero
temioó parecer descorteó s, asíó que apretoó los labios para no gritar y de un salto fue a caer al corazoó n mismo de la
hoguera.
Al mirar en torno suyo, le parecioó que habíóa ingresado en un mundo nuevo y distinto. Estaba rodeado por
suntuosas montanñ as de un rojo fulgurante, de las cuales brotaban surtidores de llama a modo de aó rboles. De vez en
cuando aparecíóa tambieó n un montíóculo negro que echaba humo y silbaba amenazadoramente. Pero ¡queó calor hacíóa!
Al principio, Jack casi no podíóa respirar y le parecíóa que iba a desmayarse.
—Bueno —dijo el hombre, a quien veíóa Jack de su mismo tamanñ o—, ¿queó tal te encuentras ahora?
—Hace mucho calor —murmuroó el pobre Jack.
—Pues si no puedes aguantar esto, no seó queó va a ser de ti en el Paíós del Fuego. Mejor que lo dejes —dijo el
duende.
—No, no, si estoy muy bien —dijo Jack, haciendo de tripas corazoó n—. Creo que pronto me voy a acostumbrar del
todo. ¿Queó hay que hacer para ir al Paíós del Fuego?
—Ahora lo veraó s —dijo el hombre, sacando un palo de su bolsillo.
Lo cogioó con las dos manos y practicoó un agujero con eó l entre los carbones que ardíóan a sus pies. Aquel hoyo se fue
haciendo cada vez maó s grande. Luego sacoó tres canicas y las arrojoó una por una en el agujero. Seguó n caíóan en eó l, lo
iban agrandando maó s y maó s hasta que fue una inmensa y negra sima. Entonces el hombrecillo se sentoó en el borde de
ella, con las piernas colgando hacia abajo.
—Ven acaó —le dijo a Jack—. Sieó ntate en mis hombros, aprieta las piernas contra mi cuello y dame las manos, que
no te va a pasar nada. Lo uó nico que te pido es que no grites ni digas una palabra, porque si haces eso te dejareó caer.
Jack obedecioó y se sentoó decidido en los hombros de su companñ ero, rodeando su cuello con las piernas. No pudo
por menos de sentir un sobresalto, cuando inmediatamente, sin mediar palabra, su guíóa se lanzoó dentro del agujero y
empezaron a deslizarse velozmente a traveó s de la oscuridad, tan aprisa que a Jack la cabeza le daba vueltas. Bajaban,
bajaban y bajaban. Estaba todo negro como boca de lobo y el pobre Jack se puso malo de veó rtigo. Teníóa ganas de
gritarle a su companñ ero que se pararan, pero no lo hizo por miedo a que cumpliera su amenaza de dejarlo caer. Al
final, tras un largo recorrido, divisoó una deó bil luz rojiza, que iba creciendo y volvieó ndose maó s luminosa a cada
momento.
—Aquello es el Paíós del Fuego —dijo su guíóa, detenieó ndose unos instantes—, y en seguida estaremos allíó.
Reanudaron su descenso, cada vez maó s aprisa que antes en direccioó n a aquel punto de luz, que se habíóa vuelto tan
brillante que deslumbraba, y Jack a duras penas podíóa mantener los ojos fijos en su resplandor.
—¡Ya estamos! —dijo el hombrecillo—, justo cuando estaban pasando de lo oscuro a la luz a traveó s de una especie
de arco. Luego, con toda tranquilidad depositoó a Jack en el suelo, y se sentoó a su lado a descansar. Cuando el chico se
hubo recuperado del mareo y del susto, se levantoó y se quedoó mirando alrededor. Era todo maó s raro todavíóa que antes.
Se veíóan enormes colinas, entreveradas por toda una gama de sombras en rojo y naranja, algunas maó s paó lidas, otras
maó s vivas, y en las laderas habíóa lagos de fuego. El cielo era una masa llameante y algunas de las colinas echaban
humo.
—¿Queó te parece? —preguntoó el duende.
—La verdad es que es todo raríósimo —dijo Jack, sin atreverse a declarar sinceramente sus impresiones para no ser
grosero—. Pero, oye, ¿y tuó , doó nde vives? No veo casas por ninguna parte.
—Las ciudades estaó n maó s allaó . Si quieres verlas, tienes que subirte otra vez a mis hombros —dijo su companñ ero.
Y volvioó a alzarlo sobre su cabeza.
Reemprendieron viaje, y a tal velocidad que Jack casi no distinguíóa los contornos del curioso paíós que iban
atravesando.
Finalmente avistaron una gran ciudad, con sus altas cuó pulas y sus puentes. A la salida de ella habíóa un palacio de
hierro candente adornado de piedras preciosas que reverberaban a la luz.
—Es el palacio del Rey —dijo el duende del Fuego—. Es lo maó s digno de verse que hay en todo el paíós. Vamos allíó
lo primero.
—¿Vereó a la Princesa? —preguntoó Jack ansiosamente.
—Puede que esteó en el jardíón. Si es asíó, desde luego que podraó s verla.
Se detuvieron ante la gran verja del jardíón. El duende la empujoó y advirtioó a Jack que no hiciera el menor ruido.
Entraron. Eran el jardíón y el palacio maó s extranñ os que quepa imaginar. Jack pudo darse cuenta de que lo que le habíóan
parecido piedras preciosas no eran maó s que llamaradas de colores distintos que brotaban todo alrededor de la
fachada. Habíóa fuegos azules, rojos, verdes y amarillos brillando como joyas contra los muros del palacio.
Al principio Jack creyoó que el jardíón estaba cuajado de flores maravillosas, pero tampoco. Cuando se acercoó maó s,
pudo comprobar que se trataba de fuegos artificiales en forma de flores. Toda clase de ruedas de luz subíóan
velozmente dando vueltas y lanzando chispas. Y de vez en cuando un cohete cruzaba el aire y caíóa luego en una lluvia
de estrellas relucientes.
Jack corríóa de un lugar a otro, contemplaó ndolo todo arrobado. En un determinado momento, su companñ ero le tiroó
de la manga y le llevoó aparte.
—¡Mira, la Princesa! —le dijo en voz baja.
Y le senñ aloó hacia un grupo de damas que caminaban a paso lento por el sendero. En medio de ellas, veníóa la
Princesa. Jack pensoó que era la joven maó s hermosa que habíóa visto en su vida.
Los largos y brillantes cabellos, que le llegaban casi hasta los pies, parecíóan una cascada de oro. El rostro era muy
paó lido. Andaba despacio, con la mirada baja, y toda su expresioó n reflejaba una profunda tristeza. Llevaba un traje
como tejido en llamas, con una larga cola. El corpinñ o estaba bordado con orquíódeas de fuego paó lido, y el mismo
adorno coronaba su cabeza.
Las damas de companñ íóa iban tambieó n muy bien vestidas, pero ninguna resultaba tan adorable como ella. Lo uó nico
que no le gustaba a Jack es que estuviera tan triste. Las damas iban hablando con ella, pero no recibíóan una sola
palabra como respuesta.
—Vuestra Real Alteza no deberíóa andar tan deprisa —dijo una.
—¿No querríóa Vuestra Real Alteza sentarse un rato? —preguntoó otra.
—¿Preferíós volver a palacio, Real Alteza? —anñ adioó una tercera.
Pero la Princesa se limitoó a sacudir la cabeza en silencio, tras lo cual siguioó andando al mismo paso.
Entonces Jack, al verla tan bella y tan desgraciada, no pudo contenerse, y exclamoó :
—¡Ay, pobre princesita! ¡Queó pena me das!
La Princesa levantoó sus ojos por primera vez. Relucíóan como estrellas, tanto que Jack no pudo resistir aquel fulgor
y tuvo que volver la cara hacia otro lado.
—¿Quieó n ha hablado? —dijo la Princesa con voz apagada y melancoó lica—. ¿Quieó n de vosotros ha hablado?
Las damas no dijeron nada, pero se miraban unas a otras con intriga.
—Alguien ha dicho que yo le daba pena, y quiero saber quieó n ha sido, no os deó apuro decirlo —continuoó la
Princesa.
Luego se echoó a llorar, pero en vez de laó grimas, sus ojos despedíóan destellos, todas sus damas la rodearon,
tratando de calmarla.
—Ya sabe Vuestra Real Alteza —dijo una de ellas— lo que han dicho los meó dicos, que no debe exaltarse por nada,
porque las consecuencias pueden ser fatales.
—Por favor, calmaos, Real Alteza —dijo otra—. Le va a pasar algo si se pone asíó.
—Pero ¿quieó n ha hablado? —volvioó a preguntar la Princesa—. Es una falta de consideracioó n que no me lo digaó is.
Desde que salíó del colegio, es la primera vez que alguien me habla con voz dulce y compasiva.
Al llegar a este punto, Jack ya no fue capaz de seguir guardando silencio. Y aunque el duendecillo rojo hacíóa todo lo
posible por tirar de eó l, se plantoó delante de la Princesa, y dijo:
—¡He sido yo, con permiso de Vuestra Real Alteza!
—¡Tuó ! ¿Y quieó n eres tuó ? —preguntoó ella dulcemente.
—Soy un ninñ o. Me llamo Jack.
—¿Y coó mo has venido a parar aquíó?
—He venido con eó ste —dijo Jack senñ alando al duende—. Pero no te enfades con eó l, porque la culpa ha sido míóa, fui
yo quien le convencioó para que me trajera.
—Si no estoy enfadada. Ni con eó l ni contigo —dijo la Princesa con mucho agrado—. Lo que quiero saber es por queó
te da pena de míó.
—¡Porque pareceó is tan desgraciada! Y lo entiendo, porque es muy triste que vivaó is separada de vuestro Príóncipe —
dijo Jack.
Al oíórle decir esto, todas las damas lo rodearon, tratando de impedir que siguiera hablando. Pero la Princesa dijo:
—¡Silencio! He dicho que os calleó is y le dejeó is hablar. No me hace danñ o alguno oíór sus palabras y no consiento que
le amordaceó is. Muchas gracias, querido ninñ o, por lo que me has dicho. Y en cuanto a ti —anñ adioó volvieó ndose al duende
—, has de saber que no estoy enfadada por tu conducta, pero lo que deseo vivamente es que nada de todo esto llegue a
oíódos de mi padre.
En el mismo momento en que acababa de pronunciar estas palabras, se vio una nube de humo que veníóa rodando
hacia ellos por encima de las colinas.
—¡El Rey, el Rey! —gritaron a una todas las damas.
—¡Vete, vete, por favor! —exclamoó la Princesa dirigieó ndose a Jack.
Y antes de que pudiera darse cuenta, ya el duende del Fuego le habíóa vuelto a montar sobre sus hombros. Salieron
volando a toda velocidad y atravesaron el aire como flechas. Ya estaban muy lejos del palacio cuando, por fin, Jack
pudo recobrar el aliento.
—¡En menudo líóo me has metido! —grunñ íóa el hombrecillo—. Puedes estar seguro de que es la uó ltima vez que te
llevo conmigo a alguó n sitio. No quiero ni pensar lo que hubiera pasado si el Rey llega un poco antes y te oye hablando
con la Princesa de un tema que ha prohibido terminantemente que nadie mencione.
Jack no se atrevíóa a decir ni una palabra, al darse cuenta de lo furioso que estaba su companñ ero, y siguieron
volando a un ritmo vertiginoso. Por fin, alcanzaron la estrecha y oscura sima, y la remontaron. Cuando llegaron
nuevamente a la luz, el duende se arrancoó a Jack de los hombros y lo despidioó de síó con todas sus fuerzas. El ninñ o no
volvioó a acordarse de nada hasta que se encontroó tumbado sobre la alfombra de su cuarto de estar, ante la chimenea.
Podíóa haber sido un suenñ o, pero eó l estaba seguro de que no lo habíóa sido.
El fuego se habíóa apagado, y el uó nico resplandor que entraba a iluminar la casa veníóa de las farolas de la calle. Jack
se puso en pie de un salto y empezoó a buscar por todas partes alguna huella del duende, pero no pudo encontrar
ninguna. Se acercoó a la chimenea y lo llamoó , pero no tuvo contestacioó n. Por fin, como teníóa mucho fríóo, se fue a la cama
dando diente con diente. Se durmioó y sonñ oó con la Princesa. Y con ese extranñ o y resplandeciente paíós de nuestro
subsuelo, del cual nadie sabe nada.
A la manñ ana siguiente le despertoó el beso de su madre y el tacto de un paquetito que habíóa dejado en sus manos. A
Jack le encantoó abrirlo y encontrar dentro de eó l galletas, caramelos y un soldadito de madera procedente del aó rbol de
Navidad. Se pasoó parte de la manñ ana jugando con eó l, pero aunque esto le entreteníóa, no era capaz de olvidar el Paíós del
Fuego y menos a su preciosa y paó lida Princesa. No se atrevioó a contarle nada de aquello a su madre por miedo a que el
hombrecillo del Fuego pudiera irritarse y se desanimara de volver a aparecer por allíó. Por la tarde, en que volvioó a
quedarse solo, se sentoó otra vez ante la chimenea y miraba ansioso por encima de los morrillos. Pero ninguó n habitante
del Paíós del Fuego hizo acto de presencia. Maó s tarde se acercoó a la ventana y se quedoó oteando el exterior como en
espera del Príóncipe de las Aguas o de la diminuta Hada de los Aires, pero no logroó ver a ninguno, aunque llovíóa a
caó ntaros y el viento soplaba furiosamente.
De esta manera, noche tras noche, siempre que su madre salíóa y lo dejaba solo, Jack continuoó esperando a pesar de
que ninguno de los moradores del fuego volvioó a dar senñ ales de vida y eó l empezara a temer que nunca volveríóa a tener
noticias suyas.
Llegoó la Nochevieja y la madre de Jack no tuvo maó s remedio que salir y dejarlo en casa para que recibiera el anñ o eó l
solo. Hacíóa una noche horrible. Llovíóa a mares, y el viento soplaba lanzando prolongados y tristes aullidos. Jack,
sentado junto a la ventana, miraba pasar las nubes errabundas sobre la calle empapada. Se habíóa cansado de mirar a
la chimenea esperando ver aparecer entre las llamas a su rojo amigo. Esta noche estaba embebido en sus
pensamientos, preguntaó ndose queó le depararíóa el anñ o que empezaba al díóa siguiente.
«Este anñ o que viene», se decíóa, «cumplireó ocho anñ os. Mamaó dice que estoy muy bajito para mi edad. A ver si crezco
el anñ o que viene».
—¡Jack! ¡Mi pequenñ o Jack! —le llamoó una vocecita que veníóa de la chimenea.
Jack se acercoó allíó de un salto. El fuego casi se habíóa apagado completamente; soó lo quedaba un opaco resplandor
rojizo sobre las brasas. Arrodillada sobre ellas y tratando de incorporarse agarrada a los hierros, estaba la Princesa
del Fuego. Se la veíóa maó s paó lida que la uó ltima vez, parecíóa casi transparente. En efecto, a traveó s de su cuerpo Jack
podíóa ver los carbones apagados.
—¡Echa un poco maó s de carboó n! —dijo la Princesa entre escalofríóos—. Esto no es bastante para calentarme, y si no
se avivan las llamas, yo tambieó n me apagareó .
Jack se apresuroó a obedecer, y luego se sentoó en la alfombra con los ojos fijos en la transformacioó n de la Princesa,
que habíóa recobrado todo su esplendor. Su larga y brillante melena se derramaba sobre los hierros, y aunque su
pequenñ o rostro seguíóa estando muy paó lido, los ojos, en cambio, eran inmensos y chispeaban como diamantes.
—¡Queó hermosa eres! —exclamoó finalmente Jack.
—¿De verdad? —dijo la Princesa lanzando un suspiro—. Mi Príóncipe tambieó n me lo decíóa. ¡Si supieras todos los
obstaó culos que he tenido que vencer para llegar aquíó esta noche! Pero habíóa decidido venir. Desde que te vi, he
pensado en ti muchas veces.
—¿Que has pensado en míó? —preguntoó Jack, sin dejar de mirarla fijamente.
—Síó, porque tuó me compadeces, y en cambio mis suó bditos son tan fríóos… Ahora lo que quiero es pedirte un gran
favor.
—¿Queó favor? —preguntoó Jack.
—Haz que el Príóncipe venga aquíó para que podamos hablarnos.
—¿Y coó mo me las voy a arreglar para traerlo? —dijo Jack.
—Yo te ensenñ areó coó mo. ¿Estaó lloviendo esta noche?
—Ya lo creo, muchíósimo.
—Pues es una suerte. Seguro que mucha de su gente anda por ahíó afuera. Todo lo que tienes que hacer es dejar
abierta la ventana y mantenerte a la espera.
—Pero toda la lluvia se me va a meter en el cuarto —dijo Jack.
—No, no entraraó . Y ademaó s, aunque entre, el agua a ti no te hace danñ o, no te apaga. Anda, seó bueno, y haz lo que te
pido.
Asíó que Jack abrioó de par en par una de las ventanas. Una gran raó faga de viento irrumpioó en el cuarto y la lluvia fríóa
y hostigada empapoó la cara del ninñ o. El fuego que rodeaba a la Princesa se avivoó con una gran llamarada, y luego
decayoó . La Princesa no se movioó , pero le pidioó a Jack que se quedara entre ella y la ventana para impedir que la
humedad y la corriente de aire alcanzaran la chimenea. Asíó lo hizo el chico, y entonces ella se puso a cantar.
La Princesa cantaba bajito, luego su cancioó n fue subiendo de volumen y se oíóa cada vez con mayor claridad. Por
uó ltimo, se paroó , y dijo:
—Y ahora, pequenñ o Jack, mira por la ventana, y dime lo que ves.
Jack se acercoó a la ventana, y allíó mismo, sentado en el alfeó izar sobre un charquito de agua, habíóa un hombre
pequenñ o y delgadito vestido de verde oscuro. Teníóa el pelo largo y alborotado, empapado de lluvia, lo mismo que sus
ropas. Miroó a Jack con gesto torvo durante unos instantes, y luego dijo:
—¿Quieó n eres tuó y queó quieres de míó?
—Dile —le susurroó la Princesa— que nos traiga aquíó al Príóncipe Fluvius.
Y Jack le transmitioó aquel recado al hombrecillo, el cual replicoó :
—¿Y quieó n eres tuó para atreverte a pedir que te traiga al Príóncipe? ¿Te has creíódo que nuestro Príóncipe va a andar
de acaó para allaó , a requerimiento del primer mortal que se lo pida?
Pero al oíór aquellas palabras, la Princesa se puso a cantar de nuevo con los mismos dulces acentos, y aquella
vocecita fue creciendo y creciendo, hasta que el duende del Agua, sentado en el alfeó izar, se puso de pie de un salto.
Entonces le prometioó a Jack traerle al Príóncipe o hacer cualquier cosa que le pidiera, con tal de dejar de oíór aquella
cancioó n, porque le llegaba con ella un calor irresistible. Y es que el canto de la Princesa era como un hechizo, y a aquel
hombrecillo le hubiera podido dejar seco.
La Princesa se reclinoó silenciosamente entre las brasas, el duendecillo del Agua desaparecioó , y Jack se quedoó
vigilando junto a la ventana, en espera ansiosa de los acontecimientos.
La lluvia caíóa a mares y de repente la habitacioó n empezoó a oscurecerse cada vez maó s. Cuando la Princesa se dio
cuenta, levantoó la cabeza.
—¡Se estaó acercando! —dijo.
Y en seguida empezoó a despedir por todas partes brillantes rayos de luz dorada, en medio de los cuales se
redoblaba su belleza. Poco despueó s llegoó flotando hasta la ventana una nube blanca, que se paroó en el alfeó izar. Aquella
nube se abrioó y de su interior surgioó la figura de un joven, maravillosamente ataviado en gris y plata. Seríóa maó s o
menos del tamanñ o de la Princesa y a Jack le parecioó que, despueó s de ella, era la criatura maó s hermosa que habíóa visto.
El pelo, muy oscuro, lo llevaba largo y rizado; teníóa la cara muy paó lida y los ojos azul oscuro, exactamente del color del
mar. Al ver a la Princesa se sobresaltoó , y se hubiera precipitado hacia la chimenea si no fuera porque ella le suplicoó
que, por el bien de los dos, no traspasara el marco de la ventana.
—¡Eres tuó , oh, amor míóo! —dijo eó l asomaó ndose al interior de la habitacioó n—. ¡Y yo que pensaba, pobre de míó, que
nunca iba a volver a verte! ¡Por favor, deja que te estreche entre mis brazos, aunque sea una sola vez!
—¡No se te ocurra hacer tal cosa! —exclamoó la Princesa—. Seríóa nuestra perdicioó n.
—Pero por lo menos moriríóamos juntos —dijo el Príóncipe Fluvius.
—Pero vivir juntos es mucho maó s hermoso —dijo la Princesa.
—¡Ah, si eso fuera posible! —suspiroó el Príóncipe.
—Es posible —dijo ella—. Desde la uó ltima vez que nos vimos, me he enterado de que hay una sola persona en el
mundo que nos puede ayudar: el viejo del Polo Norte. Lo sabe todo, y bastaríóa con ir a pedirle consejo para que nos
solucionara las cosas.
—Pero ¿coó mo vamos a llegar hasta eó l? —preguntoó el Príóncipe—. Si vas tuó , el agua del mar te apagaraó por el
camino, y si voy yo, peor, porque ya sabes que el agua se convierte en hielo. Me quedaríóa allíó, hecho un caraó mbano y
nunca maó s volveríóa a verte. Se lo podríóamos decir a las hadas del Aire, que siempre estaó n yendo y viniendo, pero
tienen la cabeza de chorlito y se les olvidan todos los recados.
—¡Jack, mi pequenñ o Jack! —exclamoó la Princesa volvieó ndose hacia eó l—, podríóas ir tuó de nuestra parte, ¿verdad que
síó?
—¿Ir yo? —exclamoó Jack asustado—. ¿Y coó mo me las voy a arreglar para ir yo?
—Pues muy faó cil. Una de las hadas del Aire, te llevaraó y te volveraó a traer, si el Príóncipe se lo ordena. Puedes salir
esta misma noche. ¿Verdad que síó, querido Jack, verdad que lo vas a hacer con mucho gusto por nosotros? Y te
quedaremos tan agradecidos…
Jack no sabíóa queó decir. Miroó primero al Príóncipe, sentado en el alfeó izar de la ventana entre una cortina de lluvia,
contemplaó ndolo pensativo con sus maravillosos ojos melancoó licos. Luego miroó a la Princesa arrodillada en las brasas,
suplicando su ayuda con las manos juntas mientras de sus ojos relucientes brotaba una lluvia de estrellas. Y eran los
dos tan bellos que no se sentíóa con fuerzas de rechazar su peticioó n. Por eso guardaba silencio.
La Princesa se dio cuenta de su vacilacioó n y concluyoó sonriendo:
—Bueno, estaó decidido. Iraó s de nuestra parte. Asíó que ahora, querido Jack, presta mucha atencioó n a todas las
instrucciones que te vamos a dar, para que puedas seguirlas al pie de la letra. El viejo del Polo Norte es retorcido y
astuto, y gusta de enganñ ar con sus enredos a los que llegan para pedirle ayuda. Tienes que ir sobre aviso, pues. Pero,
ademaó s de esto, recuerda que, pase lo que pase, no puedes formularle maó s que una pregunta. La primera que le hagas
tiene la obligacioó n de contestarla a derechas, pero si le haces maó s de una te puede raptar y enterrarte bajo el hielo.
Haraó todo lo posible para que caigas en la tentacioó n de seguirle preguntando, pero tuó no le sigas el juego. Y aseguó rate
bien de no olvidar ni una sola palabra de lo que te diga acerca de míó.
—Pero ¿queó es lo que le tengo que decir? —preguntoó Jack.
—Pues le dices: «Vengo de parte de la Princesa Pyra, que estaó enamorada de Fluvius, el Príóncipe de las Aguas y
quiere saber lo que tienen que hacer para casarse». Y despueó s cierras la boca y no la vuelves a abrir, ¿entendido?, diga
eó l lo que diga. Cuando llegues al Paíós del Hielo, notaraó s muchíósimo fríóo, asíó que te voy a dar una bola de fuego para que
te calientes. ¡Ah!, y de ninguna manera te pares a hablar con nadie que te encuentres, porque si lo haces, te helaraó s
hasta los huesos y te moriraó s.
—Pero ¿y coó mo voy allíó? —preguntoó Jack.
—Aceó rcate a la ventana y veraó s al duende del Aire, que es quien tiene que llevarte.
Jack obedecioó , y vio en el alfeó izar, de pie junto a Fluvius, a un individuo pequenñ o vestido con unas ropas ligeras de
color oscuro, tan flojas y sueltas que casi no tocaban su cuerpo. Teníóa un rostro alegre, pero no muy expresivo. Y cada
vez que se movíóa un poco entraba en la casa una raó faga de viento.
—¿Estaó s listo? —preguntoó Fluvius amablemente, dirigieó ndose a Jack.
—Síó —dijo eó ste, aunque estaba asustadíósimo.
—No hay razoó n para que tengas miedo, pequenñ o Jack —dijo Fluvius—, lo uó nico que tienes que hacer es subirte a
sus hombros, y llegaraó s sano y salvo a tu destino.
Y, diciendo estas palabras, puso una mano sobre su cabeza. En seguida Jack notoó que empezaba a empequenñ ecerse.
Y siguioó menguando cada vez maó s hasta llegar a ser del mismo tamanñ o que el Príóncipe y la Princesa.
—¡Ahora, vamos! —dijo el duende del Aire con una voz muy rara, como un susurro de viento.
Jack se montoó en sus hombros, como se habíóa montado en los del duende del Fuego, y se dispusieron a partir.
—Adioó s, pequenñ o Jack —exclamoó la Princesa, desde la chimenea—. Cuando seas tuó quien necesite algo, ya veraó s
coó mo nos tienes incondicionalmente a tu lado.
—Adioó s, pequenñ o Jack —coreoó Fluvius—. No olvides ninguna de las recomendaciones que te hemos hecho, y sobre
todo no le hagas al viejo segundas preguntas.
—¡Adioó s! —respondioó Jack.
Y salieron por los aires.
La lluvia azotaba el rostro del ninñ o, y le mareaba tanta velocidad, pero guardaba silencio y se limitaba a apretar
bien las piernas en torno al cuello del duende.
Siguieron volando en silencio e iban dejando atraó s tejados y chimeneas a un ritmo aterrador. Luego salieron al
campo y empezaron a viajar sobre llanuras y caminos. Poco a poco las nubes se fueron despejando, entre sus claros
aparecioó la luna, y Jack pudo ver por doó nde iban. Ademaó s, ya se iba acostumbrando a la postura y le daba menos
miedo mirar a su alrededor. Sobrevolaron bosques y ríóos, y cruzaron por encima de pueblos que se veíóan tan chiquitos
allaó abajo como si sus casas e iglesias fueran de juguete. Por fin, avistaron el mar, y Jack no fue capaz de seguir
guardando silencio.
—¡Me figuro que no intentaraó s volar por ahíó encima! —estalloó .
—Pues claro que síó —dijo o maó s bien soploó su companñ ero, porque sus palabras eran como rachas de aire—. Creíó
que íóbamos a seguir callados todo el viaje, porque a míó no me gusta ser el primero en hablar. ¿Queó tal te encuentras?
Espero que vayas coó modo.
—Síó, gracias, bastante coó modo —contestoó Jack—. Pero oye, a míó me da miedo cruzar el mar. ¿Y si nos caemos?
—¡Queó nos vamos a caer! —dijo el otro—. No te preocupes, que te sujetareó bien. Es maravilloso adentrarse
volando sobre el mar, ya lo veraó s, una experiencia que vale la pena.
—Pero ¿y no haraó mucho fríóo? —preguntoó Jack.
—No, no es para tanto —dijo su companñ ero con acento despreocupado—. Luego, cuando lleguemos a las zonas de
hielo y de nieve, entonces síó. Pero echareó a rodar delante de nosotros la bola de fuego que te dio la Princesa, y eso nos
calentaraó . Oye, me produce curiosidad saber lo que piensas preguntar al viejo. ¿Por queó no me lo dices?
—Prefiero no hacerlo —contestoó Jack—. Debe de ser bastante sabio, ¿verdad?
—¿Bastante? ¡Muchíósimo! Lo sabe absolutamente todo. Te aclararaó cualquier duda, con tal de que se la expongas
en una sola pregunta. Bueno, y ahora ¡volemos sobre el mar!
Empezaron, efectivamente, a dejar atraó s la tierra. Y la verdad es que Jack, a medida que iba perdiendo el miedo,
disfrutoó mucho de aquella travesíóa. La superficie del mar se ondulaba bajo ellos, espumeante. La luna dibujaba una
cresta de plata encima de cada ola diminuta. De vez en cuando alguó n barquito surcaba raó pidamente las aguas
impulsado por la brisa. Cuando perdieron totalmente de vista la costa, Jack pensoó que aquello era glorioso. ¡Nada en
absoluto maó s que aquella inmensa y deslumbradora superficie durante millas y millas! Jack se echoó a reíór de pura
felicidad. Se hubiera considerado absolutamente dichoso, si no fuera por un pensamiento, que se le infiltraba
pequenñ ito y avieso, crecíóa a pesar suyo y se iba apoderando de su mente, aun en contra de su voluntad. Se frotoó la
frente con la mano, como si quisiera ahuyentarlo, pero allíó seguíóa como si nada. Y lo que pensaba Jack era lo siguiente:
«¿Por queó no le pido al viejo algo para míó, en vez de pedíórselo para la Princesa? ¿Quieó n se iba a enterar, al fin y al cabo?
¡Queó feliz seríóa mamaó si, al llegar a casa esta noche, se encontrara con que su hijo, yo, habíóa dejado de ser un pobre
tullido! Y seríóa bien faó cil inventar un cuento para justificarme ante la Princesa, sin que nadie tuviera por queó descubrir
la verdad».
Se daba cuenta de la maldad que suponíóa estar pensando cosas semejantes, y de que su obligacioó n era cumplir lo
prometido. Se acordaba de la carita paó lida de la Princesa y de la triste voz del Príóncipe. Pero tambieó n pensaba en su
madre y en la casa soó rdida donde vivíóan. Y a duras penas podíóa contener el llanto.
—¡Escucha! ¿No oyes cantar a alguien? —preguntoó el duende.
Jack aguzoó el oíódo y oyoó , efectivamente, una dulce y triste voz que entonaba una melodíóa. Era la cancioó n maó s
fascinante que el ninñ o habíóa oíódo jamaó s.
—Es una sirena —dijo el duende del Aire—, y le estaó cantando a un barco. Seguiraó insistiendo hasta que el barco,
arrastrado por esa voz, siga el rumbo que ella le marque. Entonces, poco a poco, lo iraó conduciendo a una zona de
remolinos, y el barco se hundiraó . Y los pobres marineros nunca volveraó n a ver a sus mujeres ni a sus hijos. Voy a soplar
fuerte para desviar al barco en sentido contrario, quiera o no quiera, hasta que deje de oíór el canto de la sirena y
pueda seguir la ruta que llevaba. Ay, Jack, los pobres marineros, cuando se quejan de las tempestades y galernas, y las
maldicen, no saben que muchas veces las desencadenamos por su bien, para sacarlos de atolladeros peores.
—¡Una sirena! —exclamoó Jack, impresionado—. Yo nunca he visto ninguna. Me encantaríóa ver coó mo son.
—En cuanto atienda el asunto del barco —dijo el duende del Aire—, te llevareó a que la veas.
Bajaron hasta acercarse a uno de los costados del barco, que se dejaba llevar dulcemente, y vieron a los marineros
despreocupados y tranquilos, agrupados en la cubierta. De repente, el duende del Aire se puso a soplar con todas sus
fuerzas y sin tregua, hasta que todo el mar se levantoó en olas densas y enormes que sacudíóan la embarcacioó n
llevaó ndola de un lado para otro. El capitaó n gritaba oó rdenes, mientras los marineros arriaban velas apresuradamente,
temblando de miedo. Totalmente en contra de su voluntad, el barco cambioó de rumbo, y el duende siguioó soplando
con la misma intensidad hasta que lo vio a muchas millas de distancia, lejos del radio de accioó n de aquel canto
hechicero.
—Si quieres, ahora vamos a ver a la sirena —dijo al fin.
Y volvieron al mismo punto donde encontraron al barco. Allíó, a sus pies, descansando en la cresta de las olas, Jack
vio a una hermosíósima doncella. Teníóa unos ojos verdes de mirada triste y su larga cabellera era verde tambieó n.
Cuando se acercaron un poco maó s, el ninñ o comproboó que, en vez de piernas, teníóa una larga cola de escamas
brillantes, pero no por ello le parecioó menos hermosa. Seguíóa cantando con voz triste y sonñ olienta, una voz que,
apenas escuchada, provocoó en Jack el intenso deseo de saltar a las olas junto a aquella criatura. Era un anhelo tan
irresistible que estuvo a punto de seguir sus dictados, y lo hubiera hecho a no ser porque el duende del Aire lo sujetoó
vigorosamente y, sin darle tiempo a cumplir su designio, arrancoó a volar a toda prisa y se alejaron de allíó.
Lo de haber salvado al barco henchíóa de contento al duende.
—No sabes lo que me alegro de haber pasado por aquíó le dijo a Jack. Un poco maó s que hubieó ramos tardado y la
sirena se lo hubiera tragado sin remedio.

Y se reíóa de gusto.
Jack pensoó en el pobre barco, que habíóa estado en un tris de hundirse, se le contagioó la alegríóa del duende y todos
los pensamientos se le desvanecieron.
—Si este duendecillo atolondrado estaó tan satisfecho de su buena accioó n —se dijo—, maó s lo deberíóa estar yo de
prestar ayuda al proó jimo en vez de andar preocupaó ndome de míó mismo.
Y se prometioó seriamente que, pasara lo que pasara, mantendríóa la promesa hecha a Pyra y seguiríóa sus
instrucciones al pie de la letra.
Siguieron adelante. Poco a poco, el fríóo se les habíóa ido echando encima. Allaó abajo, gruesos teó mpanos de hielo
flotaban sobre el mar, y una variada coleccioó n de monstruos marinos asomaban su cabeza a la superficie.
—Seríóa mejor que hicieó ramos un alto aquíó para sacar la bola de fuego que te dio la Princesa —dijo el duende.
Descargoó el bulto de Jack y lo depositoó sobre uno de aquellos icebergs. Estaba ocupado en parte por una familia de
focas, que parecioó sobrecogerse ante aquella presencia inesperada.
—¿No sabe usted —preguntoó la foca maó s vieja en tono desabrido— que es de mala educacioó n invadir una
propiedad privada de hielo sin pedir permiso?
—Lo siento mucho, se lo aseguro —murmuroó Jack.
—Deó jalo en paz —dijo otra foca maó s joven—. ¡Es tan guapo! ¿Quieres que te traiga alguó n pececito? Me da la
impresioó n de que tienes mucha hambre, y a míó no me cuesta nada pescar uno para ti, es cosa de un momento.
Jack no tuvo tiempo de rechazar la oferta, porque en seguida se acercoó otra foca vieja a terciar en la charla.
—Yo necesito un criado, si es ponerte a servir lo que buscas —dijo—. Y tuó pareces un chico limpio y agradable. No
me importa nada ponerte a prueba. Pero eso síó, yo soy muy maniaó tica de la limpieza. El hielo de mi piso tiene que
estar reluciente y bien transparente el agua que lo rodea.
Las focas se habíóan aglomerado en torno a Jack. Pero volvioó a presentarse el duende del Aire, y de un solo soplido
las mandoó a todas de nuevo al agua.
—¡Mira! —dijo el duende, mientras volvíóa a subir a Jack a sus hombros para reemprender la travesíóa—. He
mandado por delante la bola de fuego, ¿la ves?, para que nos abra camino y tuó no pases fríóo.
Jack, a medida que avanzaba, vio efectivamente ante sus ojos una gran bola luminosa que el duende iba soplando y
que despedíóa un calorcito muy agradable.
—¿Coó mo te las has arreglado para traerla? —preguntoó Jack.
—Bueno, es que era pequenñ íósima cuando Pyra me la dio —contestoó eó l—, aproximadamente una chispita de luz.
Pero cuando la soplo se va volviendo mayor. Espero que siga encendida hasta que lleguemos al Polo Norte para que tuó
no te hieles. Luego la vuelta seraó coser y cantar. ¡Mira, ahora estamos entrando precisamente en el Paíós del Hielo!
Jack vio, efectivamente, coó mo los bloques de hielo iban aumentando bajo ellos no soó lo en cantidad, sino tambieó n
en tamanñ o, hasta que los espacios de agua que separaban unos de otros, cada vez maó s precarios, acabaron por
desaparecer y no podíóa verse maó s que una inmensa, soó lida y uniforme capa de hielo. La luna arrancaba brillantes
destellos de aquella helada planicie, sobre la cual rebullíóa silenciosamente una serie de imaó genes casi transparentes.
Eran hombres y mujeres de mirada fríóa y resplandeciente, con una palidez de muerte pintada en el rostro. No decíóan
nada, se deslizaban calladamente y como de puntillas. Al ver la bola de fuego, corrieron tras ella, y luego, al divisar a
Jack, algunos le hicieron senñ as para que se parara.
—¿Quieó nes son? —preguntoó el ninñ o.
—Habitantes del Paíós del Hielo —contestoó su guíóa—. Viven en el hielo y nunca hablan, soó lo se deslizan por eó l sin
hacer ruido.
—Ya. Pero ¿por queó no nos paramos a verlos?
Su companñ ero no dijo nada. Se limitoó a senñ alar con el dedo allaó abajo, hacia un punto donde se divisaban unas
figuras negras e inmoó viles, yaciendo como pesadas piedras sobre la transparente superficie.
—¿Ves eso? —preguntoó —. Pues son los cuerpos de hombres y mujeres a quienes los habitantes del Hielo
detuvieron en su camino para que murieran congelados. Si alguna infortunada nave viene a quedar atrapada entre los
icebergs, los habitantes del Hielo en seguida vienen a agruparse alrededor suyo, capturan a los pasajeros y los meten
ahíó para congelarlos. Esas gentes son tan perversas y crueles como las sirenas. Si llego a dejar que te pararas con ellos
soó lo un minuto, a estas horas estaríóas convertido sin remedio en un caraó mbano. Pero mira, ya estamos llegando al
Polo Norte. ¡Allíó estaó !
Jack miroó a traveó s de las masas heladas y divisoó una claridad rosada que surgíóa al fondo y subíóa en abanico a
extenderse por el cielo. Parecíóa salir de un bulto oscuro y muy raro en forma de seta, que se dibujaba contra el
horizonte.
—Aquello es el Polo Norte —dijo su companñ ero—, y la luz sale de la linterna del viejo.
—¿Y vive allíó eó l solo? —preguntoó Jack.
—Completamente solo. Acaba a mal con todo el mundo. Antes era muy amigo del viejo del Polo Sur, y atravesaban
a veces el globo, uno hacia arriba y otro hacia abajo, para hacerse mutuas visitas. Pero rinñ eron y ya no se hablan.
—¿Por queó rinñ eron? —preguntoó Jack.
—¡Vaya usted a saber! —contestoó el duende un poco malhumorado —porque le molestaba ser pillado en un fallo
tíópico de su condicioó n olvidadiza—. ¿Coó mo quieres que me acuerde de semejantes minucias? Ahora lo que tienes que
hacer es pensar bien lo que le tienes que decir tuó y decíórselo cuanto antes para que nos podamos volver en seguida.
Y diciendo estas palabras, depositoó a su amigo en el suelo y permanecieron un rato sentados, a poca distancia uno
de otro.
Jack miroó en torno suyo, y empezoó a considerar si no estaríóa sonñ ando. Porque la escena era raríósima. Se veíóa
rodeado por todas partes de un paisaje helado, llano y transparente, y justo ante sus ojos se elevaba el gran
promontorio en forma de seta, de un material espeso y abrillantado como el marfil. En el centro de eó l estaba sentado
un viejo pequenñ ito, abrazaó ndose las rodillas. En el regazo teníóa una gran laó mpara marroó n llena de agujeros. Por ellos
salíóan los rayos de luz rosada que Jack acababa de ver desplegados en el cielo. El viejo llevaba una gran capa de color
castanñ o y se cubríóa la cabeza con un casquete del que escapaban los mechones de una melena larga, lisa y blanca.
Era muy feo, eso saltaba a la vista. Su rostro era casi plano, soó lo sobresalíóa en eó l una enorme nariz ganchuda.
Parecíóa estar dormido, porque teníóa los ojos cerrados y cabeceaba. Jack no se atrevíóa a despertarlo, y se quedoó allíó
quieto, de pie, miraó ndolo con fijeza. Podíóan haberse quedado asíó por los siglos de los siglos, sin que el viejo tomase
iniciativa alguna. Pero el duende del Aire soltoó un feroz soplido, cuyas raó fagas hicieron oscilar la luz rosa de la linterna.
Entonces el viejo se enderezoó sobrecogido, abrioó los ojos y vio a Jack.
—¿Y tuó quieó n eres? —preguntoó con voz de trueno—. Vienes a preguntarme algo, como si lo viera. Aquíó la gente no
viene maó s que a eso, a preguntarme algo. Aceó rcate un poco, anda, que te vea bien.
Jack se aproximoó , temblando de miedo. Trataba de acordarse de todas las advertencias de la Princesa, pero seguro
que alguna se le habíóa borrado de la memoria. No sabíóa por doó nde empezar.
—Venga, hombre, di lo que sea —dijo el viejo ahogando una risita—. ¿Me quieres consultar coó mo crecer y hacerte
maó s robusto, o coó mo encontrar un talego lleno de monedas para llevaó rselo a tu madre, o queó demonios quieres?
Suelta lo que sea, y no me mires con esa cara de susto.
De nuevo los malos pensamientos asaltaron la mente de Jack. Miroó al duende del Aire, que habíóa caíódo dormido
sobre el hielo. Luego miroó aquellos rayos de luz sonrosada que se pintaban sobre el cielo negro y se acordoó de su
madre. Pero inmediatamente pensoó en la pobre princesita enamorada, y, sacando fuerzas de flaqueza, cerroó los ojos
para no ver la mueca maligna del viejo y dijo todo seguido:
—Vengo de parte de la Princesa Pyra. Quiere casarse con el Príóncipe Fluvius, pero no se atreven ni a arrimarse uno
a otro, eó l por miedo a secarse y ella por miedo a apagarse. Asíó que me mandan a preguntarle a usted, por favor, lo que
tienen que hacer.
Se paroó en seco y abrioó los ojos. El viejo se estaba riendo, presa de gran agitacioó n, y sus carcajadas eran tan
violentas que Jack creyoó que todo el Polo Norte se iba a venir abajo. Siguioó rieó ndose y rieó ndose, y parecíóa que nunca
iba a parar. Por fin paroó , pero le llevoó su tiempo recobrar el aliento, entre resoplidos, jadeos y nuevos brotes de risa.
Luego, al cabo de un rato, cuando parecíóa haberse calmado un poco, dijo:
—¡Hay que darse cuenta de lo tonta que es la gente! ¿Coó mo pueden haber perdido un tiempo tan precioso sin
atreverse a hacer lo uó nico importante que tienen que hacer? Pues claro que es imposible que se casen sin que eó l se
seque y ella se apague, ¡vaya un descubrimiento! ¿Quieó n apaga el fuego maó s que el agua? ¿Y quieó n seca la humedad
maó s que el fuego? Eso ya se sabe, y la Princesa Pyra, que ha sido educada en un buen colegio, deberíóa saberlo mejor
que nadie. Asíó que, cuando vuelvas, dile al Príóncipe Fluvius que se acerque a ella, le deó un beso, y nada maó s.
Y el viejo se echoó a reíór otra vez.
Jack estaba hecho un líóo, pero no se atrevíóa a preguntar nada maó s. Se quedoó de pie ante el viejo, miraó ndolo
absorto.
—¿Y queó maó s? —preguntoó el viejo, volvieó ndose hacia eó l—. Algo necesitaraó s pedir tambieó n para ti, ¿no, chaval?
¿Queó es? Anda, hombre, consuó ltame lo que quieras, que te dareó la solucioó n con mucho gusto.
Maó s de una docena de preguntas acudieron en tropel a la mente de Jack. ¡Y cuaó nto deseaba formularlas! Pero,
acordaó ndose de las advertencias de la Princesa, hizo un esfuerzo y refrenoó su lengua. Miroó hacia donde yacíóa el
duende del Aire. Parecíóa seguir durmiendo y Jack se preguntaba coó mo se las iba a arreglar para despertarlo. El hielo
estaba tan resbaladizo que no creíóa ser capaz de llegar hasta allíó. Estaba tratando de iniciar una retirada cuidadosa y
furtiva, cuando sintioó que una de las largas y flacas manos del viejo apresaba su munñ eca para obligarlo a detenerse.
—¡Vamos, hombre! —dijo con voz embaucadora y un brillo maligno en los ojos—. No te dejareó ir sin que me pidas
algo maó s, una cosa sola. Seríóa absurdo, despueó s de un viaje tan largo, desaprovechar la ocasioó n. Ya que estaó s aquíó, pide
por esa boca.
Lo agarraba tan fuerte que Jack empezoó a sentirse realmente asustado. Tratoó de escabullirse de un tiroó n brusco, y
al hacerlo tropezoó con la laó mpara del viejo, que cayoó al suelo con gran estreó pito. Al oíór aquel ruido, el duende se
despertoó y voloó inmediatamente junto a su companñ ero.
—Venga, ¿estaó s listo? —le preguntoó .
—Ya lo creo —contestoó Jack.
Daba diente con diente de puro terror, porque el viejo, presa de un ataque de rabia, alargaba hacia eó l sus largos
brazos huesudos tratando de capturarlo de nuevo. Pero el duende del Aire le soploó en plena cara y eso le obligoó a
cerrar los ojos y a volver la cabeza, pausa que aprovechoó Jack para montarse raó pidamente en los hombros de su
amigo. Despueó s salieron volando sin maó s explicaciones.
—La bola de fuego se ha consumido —dijo el duende, cuando llevaban ya un trecho del camino—, asíó que
posiblemente pases fríóo. Pero, en cambio, puedes dormirte un rato, si tienes suenñ o. No te preocupes, que yo no te dejo
caer. Ademaó s, voy a volar a la velocidad del rayo, asíó que no vas a poder ver nada.
Jack, efectivamente, estaba muerto de fríóo y de suenñ o. Asíó que le parecioó de perlas poder echarse una siestecita,
aunque de vez en cuando se despertaba para preguntarle a su amigo si les faltaba mucho para llegar a casa. Luego se
adormecíóa otra vez.
—Ya estamos llegando a Londres —dijo por fin el duende—. Dentro de cinco minutos, estaraó s en tu casa.
—Ojalaó mi madre no haya vuelto todavíóa —dijo Jack—. Si no me ha encontrado al llegar a casa, menudo susto
estaraó pasando la pobre.
—Pero ¿queó dices? —se echoó a reíór el duende—. ¡Si todavíóa no ha entrado el anñ o nuevo! Son menos de las doce.
¿Ves? Ya estamos en tu calle.
A Jack no le cabíóa en la cabeza que no hubiera pasado maó s que una hora. A eó l le habíóan parecido veinte o maó s.
Desde fuera, vio la ventana del cuarto de estar, y al Príóncipe arrodillado en el alfeó izar, exactamente en la misma
postura en que lo habíóan dejado. ¿Seguiríóa tambieó n la Princesa dentro de la chimenea? Pues síó, allíó estaba. En cuanto
el duende lo depositoó en medio de la estancia, Jack pudo verla en seguida allíó, en el mismo sitio de antes, con los largos
y flotantes cabellos de oro cayendo sobre las brasas.
—¡Cueó ntanos! —exclamaron ella y el Príóncipe al uníósono—. ¿Queó te ha dicho el viejo? Anda, querido Jack,
cueó ntanoslo en seguida.
—Es que tengo mucho fríóo —murmuroó Jack—, un fríóo enorme. Vengo medio congelado.
La Princesa soploó los carbones hasta arrancar de ellos una llamarada que iluminoó la habitacioó n. Luego se dirigioó
nuevamente a Jack.
—¿Ya estaó s calentito? —preguntoó —. Pues anda, no nos sigas dejando con el alma en un hilo. ¿Queó te ha dicho?
Jack se quedoó vacilando durante unos instantes. Por fin, miroó a la Princesa de frente, decidido a transmitirle las
palabras del viejo.
—¿Quieó n apaga el fuego maó s que el agua? ¿Y quieó n seca la humedad maó s que el fuego? Dile a Fluvius que le deó un
beso.
El Príóncipe y la Princesa se quedaron callados al oíór aquello. Por fin, eó l exhaloó un profundo suspiro y dijo:
—Es lo mismo que yo pensaba. Quiere decir que no tenemos maó s salida ni esperanza que la de morir juntos. Por lo
que a míó respecta, accedo muy gustoso, pues nada puede ser peor que seguir viviendo sin ti, mi adorada Pyra.
—¡No, no ha querido decir eso! —interrumpioó ella—. Creo que ya empiezo a entender lo que quiere decir. Tanto tuó
como yo tenemos que cambiar para poder ser felices. Es eso. Ven acaó , amor míóo, yo no tengo miedo de nada, y corro
encantada el riesgo de apagarme si eó sa es la uó nica alternativa que se me ofrece como condicioó n para unirme a ti.
Y diciendo estas palabras, la Princesa Pyra surgioó de entre las llamas y saltoó con paso ligero de la chimenea al
suelo del cuarto, rodeada de lenguas de fuego.
Jack dio un grito, asustado ante la idea de que pudiera arder toda la casa. Pero en aquel mismo momento, el
Príóncipe, que habíóa pegado un brinco desde la ventana, corríóa hacia su amada, dejando charcos de agua por el suelo a
su paso. Y de repente, sin mediar maó s ceremonias, cayeron uno en brazos del otro.
Se produjo un enorme chasquido, algo asíó como la explosioó n de un trueno. Y de repente la habitacioó n se llenoó de
una espesa humareda, a traveó s de la cual Jack no lograba distinguir absolutamente nada. Teníóa ganas de chillar de
puro espanto. Pero no tardoó en oíórse la dulce voz de la Princesa, llamaó ndolo por su nombre.
—¡Jack, Jack! —repetíóa.
Y poco a poco la humareda se fue disipando. Y allíó, en el centro de la habitacioó n, estaba de pie la Princesa Pyra. Era
la misma, pero no era la misma. Y junto a ella se veíóa al Príóncipe Fluvius, que, aunque parecido al de antes en rostro y
figura, tambieó n habíóa cambiado. Estrechaba a Pyra entre sus brazos, y ella reclinaba la cabeza en su hombro. Ya no
estaba rodeada de llamas, y aquel misterioso fulgor que emitíóan su rostro y sus ropas habíóa desaparecido. Sus cabellos
parecíóan maó s suaves, aunque menos deslumbrantes, y sus ojos ya no ardíóan, pero envolvíóan a Jack en una mirada
dulce y luminosa. Las orquíódeas de fuego que adornaban su corpinñ o habíóan sido sustituidas por un ramo de lirios
verdaderos.
Tambieó n el Príóncipe habíóa cambiado mucho. Sus ojos eran claros y brillantes, el pelo habíóa perdido su brillo lacio
de humedad, lo teníóa seco y rizado, y la ropa bien planchada y ajustada al cuerpo.
La Princesa inclinoó la cabeza y se abandonoó al llanto. Pero esta vez eran laó grimas de verdad lo que brotaba de sus
ojos. El Príóncipe se las besoó , y en ese momento empezaron a sonar las doce. Todas las campanas de la gran ciudad se
pusieron de acuerdo para anunciar al mundo que estaba entrando un nuevo anñ o. Y seguó n sonaban aquellos relojes, el
cuarto se pobloó de extranñ as formas. Hadas, duendes y elfos, unos muy hermosos y otros feíósimos y estrafalarios se
colaban en montoó n por la ventana, se apretaban contra los amantes y se aglomeraban por todos los rincones. Y todos
miraban con simpatíóa a Jack sentado allíó, llorando de alegríóa al recibir aquellas sonrisas. A cada golpe de reloj, a cada
tanñ ido de campana crecíóa el nuó mero de intrusos. Cuando estaba dando la sexta campanada, la joven pareja se alzoó del
suelo y empezoó a flotar lentamente en direccioó n a la ventana.
—Adioó s, mi pequenñ o Jack, nunca te olvidaremos —se despidioó la Princesa, mientras se abríóa camino flotando y
sonreíóa a Jack, agitando una de sus manos.
—Hasta la vista, Jack —anñ adioó el Príóncipe—. Vendremos cuando nos necesites.
En el momento en que estaba dando la uó ltima campanada de las doce, desaparecieron por la ventana. Pero todavíóa
se volvioó la Princesa por uó ltima vez para mandar a Jack un beso con la mano.
Entonces todo el cortejo de seres sobrenaturales que atiborraba la habitacioó n desaparecioó flotando en pos de los
enamorados. La habitacioó n se habíóa quedado vacíóa de pronto. Hacíóa fríóo y Jack estaba completamente solo.
Pasoó un anñ o, y Jack ya teníóa ocho. Un anñ o muy largo, en el transcurso del cual no habíóa vuelto a ver a sus amigos ni
a saber nada de ellos. Habíóa revuelto el fuego, habíóa acechado la lluvia, pero no le sirvioó de nada. Se habíóan ido para no
volver, mucho se lo temíóa. Y poco a poco estaba empezando a pensar que todo aquello podíóa no haber sido maó s que un
suenñ o raro.
La Navidad se acercaba de nuevo, pero este anñ o eran unas navidades muy distintas. Jack estaba muy enfermo,
enfermo de muerte, y no podíóa moverse de la cama. Su madre ya no iba a ninguna fiesta. Se pasaba el díóa a la cabecera
de la cama de su hijito y no paraba de llorar. Jack no entendíóa por queó lloraba tanto. A eó l no le dolíóa nada y estaba muy
a gusto en la cama, disfrutando de la companñ íóa de su madre, que se desvivíóa por atenderlo y mimarlo.
Pasoó la Navidad y llegoó el uó ltimo díóa del anñ o. Su madre se encontraba tan agotada de las noches en vela, que
aqueó lla no fue capaz de seguir con los ojos abiertos, y, a pesar suyo, se dejoó vencer por el suenñ o, allíó mismo, sentada en
la butaca que habíóa junto a la cama de Jack.
Jack se quedoó muy quieto, contemplando el resplandor de la luna nueva que se filtraba a traveó s de la ventana. Una
capa de nieve crujiente e inmaculada cubríóa los tejados de las casas y la luz de la luna plateada y níótida reverberaba
encima de ellos. De pronto la vela se ladeoó sobre la palmatoria y la llama vacilante se apagoó .
—A estas horas el anñ o pasado —se dijo Jack—, conocíó a la Princesa —anñ adioó suspirando—. No la volvereó a ver
nunca maó s.
Pero inmediatamente se incorporoó sobresaltado y temblando, porque habíóa oíódo una dulce vocecita llamaó ndolo
por su nombre:
—¡Jack, pequenñ o Jack!
Miroó por la ventana y allíó mismo, de pie bajo la luz de la luna, estaba la Princesa, que le parecioó maó s hermosa que
nunca. Y el Príóncipe a su lado.
—¿De verdad creíóas que no ibas a volver a vernos nunca maó s? —preguntoó ella—. Claro que eó sta síó seraó la uó ltima
vez, porque nos vamos a vivir al otro lado de la luna, y es un viaje sin regreso. Pero mira lo que te hemos traíódo. Es un
cinturoó n maó gico, nos hemos pasado un anñ o entero hacieó ndolo. Te lo tienes que poner en seguida, ya veraó s lo fuerte y
robusto que te vuelves. Dentro de unos anñ os, de la paraó lisis no te quedaraó n ni rastros.
Jack vio entonces que traíóan entre los dos una especie de aro de plata y que lo empujaban rodando hasta la
cabecera de la cama.
—Nadie sabraó que existe, porque en cuanto te lo pongas se volveraó invisible —dijo la Princesa—. Ni siquiera lo
notaraó s tuó mismo. Venga, sieó ntate, para que podamos meteó rtelo por la cabeza.
—¡Mil gracias, mi querida Princesa! —exclamoó Jack, sentaó ndose en la cama.
El Príóncipe y la Princesa ayudaron a Jack a meter la cabeza dentro del aro, y luego se lo apretaron en torno a la
cintura. Pero cuando ya lo tuvo puesto, ni lo veíóa ni sentíóa nada.
—Y ahora nos tenemos que despedir, querido Jack —le dijeron—. Esta vez es un adioó s para siempre.
Luego la Princesa se inclinoó a besar a Jack en la frente. Fue un beso tan especial como la impresioó n que dejoó para
siempre en el alma de Jack, porque nunca nadie le habíóa besado asíó.
—Adioó s, mi querida y dulce Princesa —murmuroó con voz velada por la emocioó n.
Y estrechoó su mano muerto de tristeza, porque sabíóa que nunca iba a volver a verla.
Inmediatamente el Príóncipe y la Princesa subieron flotando por el rayo de luna. Ella volvioó la cabeza y le mandoó un
beso con la mano antes de desaparecer del marco de la ventana. Y luego, se acaboó .
Pero al díóa siguiente, cuando vino el meó dico a visitar a Jack, dijo que lo encontraba muchíósimo mejor, que se iba a
poner bueno muy pronto. Dijo que le estaba sentando de maravilla la uó ltima medicina que le habíóa recetado.
Cuando Jack le contoó a su madre toda la historia de la Princesa Pyra y del cinturoó n maravilloso que le trajo y ahora
llevaba puesto, la senñ ora se limitoó a menear la cabeza y a decir con una sonrisa:
—Veo que has tenido un suenñ o, hijito míóo, y no sabes cuaó nto me alegro de que haya sido tan placentero.
Un anñ o maó s tarde, cuando Jack se hizo mayor y se convirtioó en un chico fuerte y sano, a veces se buscaba el
cinturoó n alrededor del cuerpo, pero nunca lo pudo hallar. Pero siempre que su madre comentaba con emocionada
alegríóa la curacioó n de Jack y recordaba coó mo se habíóa transformado en otro tras la enfermedad de aquel invierno, el
chico sonreíóa para sus adentros y decíóa:
—¡Queó va! Viene de antes. Lo que cambioó mi vida fue aquel viaje al Polo Norte.
LOS VAGABUNDEOS DE ARASMÓN

MARY DE MORGAN
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustraciones
Walter Crane

H ACE[5] ya muchos anñ os habíóa una pareja de muó sicos vagabundos; Arasmoó n se llamaba eó l, y ella Crisea. Crisea
cantaba acompanñ ada al lauó d por Arasmoó n, y su muó sica lograba dar tanto recreo que la gente de los pueblos
por donde iban pasando los rodeaba en masa y les pagaba con largueza. Reinaba un silencio admirativo y
respetuoso cuando empezaba a tocar Arasmoó n, pero en cuanto se poníóa a cantar Crisea se escuchaban sollozos
emocionados e incontenibles, porque la dulzura de su canto no teníóa parangoó n.
Ambos eran joó venes y encantadores, y saboreaban su mutua felicidad a lo largo de díóas y noches, porque tanto a eó l
como a ella les encantaba llevar aquella vida errante, pasar de un pueblo a otro y conocer cada díóa a gente distinta,
unidos por su pasioó n musical. Tan pronto se los podíóa ver en una gran ciudad como en una aldea o recorriendo casitas
aisladas a la orilla del mar. Otras veces vagabundeaban por campos y llanuras cantando y tocando tan delicadamente
que hasta los propios paó jaros bajaban de los aó rboles para escucharlos.
Un díóa, despueó s de atravesar una oscura cordillera, avistaron una regioó n salvaje y yerma de cuya existencia no
teníóan noticia. En la ladera de la montanñ a vieron un pueblecito e inmediatamente se dirigieron hacia eó l.
—¡Queó pueblo tan siniestro! —dijo Crisea—. ¿No lo encuentras particularmente miserable y sombríóo?
—Bueno, trataremos de animarlo con nuestra muó sica —dijo Arasmoó n.
Y se puso a tocar el lauó d, secundado en seguida por la voz de Crisea. Todos los vecinos fueron saliendo uno a uno
de sus casas y se agruparon en torno suyo para escucharlos. Crisea pensoó que nunca en su vida habíóa conocido a gente
con tal aire de desamparo. Eran flacos, andaban encorvados y teníóan el rostro demacrado, paó lido y ojeroso. Las ropas
que llevaban, tambieó n viejas y raíódas, presentaban agujeros por algunas zonas. Se amontonaban en torno a Crisea y
Arasmoó n, suplicaó ndoles que siguieran, que no dejaran de cantar y de tocar, y las mujeres lloraban, mientras los
hombres se tapaban la cara en silencio. Cuando acaboó el concierto, empezaron a rebuscarse por los bolsillos, a ver si
teníóan alguna moneda, pero Arasmoó n gritoó :
—¡Quietos, amigos! Guardaos vuestro dinero, que no debe de sobraros por lo que se ve. Pero, eso síó, dejadnos
pasar aquíó la noche y nos consideraremos pagados de sobra con el alojamiento y la comida. Cantaremos y tocaremos
para vosotros todo lo que queraó is.
—¡Quedaos aquíó lo maó s que os sea posible, quedaos para siempre! —clamaron ellos.
Y discutíóan entre síó, porque todos queríóan alojar a los muó sicos y ofrecerles cuanto teníóan. Arasmoó n y Crisea
siguieron cantando y tocando para ellos hasta el agotamiento. Luego empezoó a llover copiosamente y se dirigieron al
pueblo, cuyas calles descuidadas y estrechas le conferíóan un aspecto auó n maó s triste que el de sus habitantes. Las casas
estaban tan mal construidas que daba la impresioó n de que iban a caerse, el empedrado era desigual y en los jardines,
asolados por las malas yerbas, no se veíóa ni una flor. Entraron en la casita que les habíóa sido destinada, y Arasmoó n se
tumboó junto al fuego. Le sugirioó a Crisea que hiciese lo propio, porque habíóan andado mucho y debíóa de estar cansada,
y cayoó dormido inmediatamente. Pero ella se quedoó sentada junto a la puerta, mirando pasar las nubes oscuras que se
perseguíóan sobre las casas, maó s oscuras auó n. Fuera de la casa habíóa una jaula colgada con un mirlo dentro,
desplumado y mustio. Era el primer animal que veíóa, porque de perros, gatos o paó jaros cantores no parecíóa haber
rastro en aquel pueblo.
Crisea, al descubrirlo, se volvioó hacia la duenñ a de la casa, que estaba de pie junto a ella, y le dijo:
¿Por queó no sueltan al mirlo? Seríóa mucho maó s feliz si pudiera volar a sus anchas y disfrutar de la luz del sol.
Aquíó nunca luce el sol —dijo la mujer tristemente—. No puede atravesar la masa de nubes negras que se ciernen
sobre el pueblo. Y ademaó s, aquíó, pensar en la felicidad ni se nos ocurre, bastante tarea tenemos con sobrevivir.
Pero díógame —contestoó Crisea—, ¿queó pasa aquíó para que esteó n todos tan tristes y el pueblo resulte tan
agobiante? He viajado por muchos sitios, pero nunca en mi vida he estado en ninguno como eó ste.
¡Ah!, ¿es que no sabe usted —replicoó la mujer— que este lugar estaó embrujado?
—¡Embrujado! —exclamoó Crisea—. ¿Coó mo que embrujado?
La mujer se volvioó y senñ aloó hacia el paó ramo.
—Allaó lejos —dijo— vive un anciano brujo terrible bajo cuyos hechizos vivimos. Tiene a su servicio una serie de
oscuros duendecillos, y ellos son los encargados de mantener el pueblo reducido al estado que a la vista estaó . No se
imagina usted lo triste que es vivir aquíó. Los duendes nos roban los huevos, la leche y las gallinas, de manera que
siempre andamos faltos de alimentos y vivimos medio desfallecidos. Derrumban nuestras casas y se dedican a
deshacer nuestro trabajo en cuanto lo ven hecho. Nos roban el maíóz en cuanto lo almacenamos, asíó que luego no nos
encontramos en el granero maó s que las vainas vacíóas.
Cuando acaboó de hablar, la mujer emitioó un profundo suspiro.
—Pues si os hacen tanto danñ o —dijo Crisea—, ¿por queó no vais unos cuantos al paó ramo y acabaó is con ellos?
—Es que en eso consiste el hechizo —dijo la mujer—. En que no somos capaces ni de verlos ni de oíórlos. A mi
abuelo le oíó contar que antanñ o este pueblo era tan normal como otro cualquiera, hasta que llegoó el maldito brujo y
ofrecioó a los vecinos el oro y el moro con tal de que le dejaran habitar en el paó ramo. Porque entonces el paó ramo estaba
cubierto de brezo y de tojos dorados, y los campesinos vivíóan felices entregados a sus fiestas y tareas, pero el oro los
tentoó y vendieron sus tierras, y desde aquel díóa los malvados duendecillos no han dejado de atormentarnos. Ademaó s,
como no los podemos ver, no nos los podemos quitar de encima, no tenemos maó s remedio que aguantarlos como sea.
—¡Hablas como si te dieras por vencida! —dijo Crisea—. ¿No tendríóais manera de averiguar en queó consiste
realmente el hechizo, para poder comprobarlo?
—Consiste en una cancioó n —dijo la mujer— que los duendecillos cantan una noche tras otra. Dicen que si alguien
pudiera internarse en el paó ramo pasada la medianoche y antes del alba, y pudiera oíór la melodíóa, aprenderla y
repetirla tal como los duendes la cantan, se romperíóa el encantamiento y nos veríóamos libres. Pero tiene que ser
alguien que nunca haya aceptado dinero de ellos, asíó que nosotros no podemos ser, porque ni los vemos ni los oíómos.
—Pero yo no he aceptado su dinero —dijo Crisea—. Y no hay una sola melodíóa que no sea capaz de cantar en
cuanto la oigo una vez. Asíó que ireó al paó ramo, y rompereó el hechizo.
—¡No, por favor, no se te ocurra semejante cosa! —exclamoó la mujer—. Porque los duendes son maó s malos que un
dolor y no se sabe, aunque nos «libraras a nosotros», el danñ o que te pueden hacer a ti.
Crisea no contestoó nada, pero se quedoó toda la tarde daó ndole vueltas a todo lo que habíóa hablado con la mujer y
mirando a traveó s de la puerta la calle tenebrosa. Aunque se fue a la cama no era capaz de dormir, y permanecioó
inmoó vil hasta que el reloj dio la una. Entonces se levantoó de puntillas, se envolvioó en una capa, abrioó la puerta y salioó
bajo la lluvia. Al cruzar el umbral miroó hacia atraó s y vio al mirlo acurrucado dentro de su jaula. Le abrioó la puerta para
que pudiera echar a volar, pero vio que no se movíóa. Entonces lo sacoó y se lo llevoó entre las manos.
—¡Pobre pajarito! —le decíóa dulcemente—, ojalaó pudiera liberar a este pueblo tan faó cilmente como a ti. Y
llevaó ndolo consigo, se dirigioó hacia el paó ramo. Era una vasta extensioó n de terreno que parecíóa haber sufrido un
incendio reciente, porque el suelo estaba chamuscado y negro, sin una sola planta ni brizna de hierba reverdeciendo
en eó l. Soó lo se veíóan unos cuantos munñ ones de aó rbol ennegrecidos y hacia allaó se encaminoó Crisea, con idea de
esconderse detraó s de uno de ellos a esperar los acontecimientos. Asíó lo hizo y allíó permanecioó largo rato, sin ver a
nadie ni que pasara nada, hasta que, por fin, no lejos de su escondite, vio surgir de la tierra un líóvido resplandor que
poco a poco se fue ampliando hasta formar un ancho circulo de luz en cuyo seno se perfilaban unas figuras pequenñ as
sombríóas y movedizas, como de hombrecillos muy feos. La luz se hizo tan intensa que ahora Crisea podíóa distinguirlos
uno por uno con toda claridad. Nunca habíóa visto seres tan horribles, eran negros como la tinta y teníóan el rostro
contraíódo en una mueca cruel y maligna.
Empezaron a bailar en corro, agarrados de la mano, lentamente, y en seguida la tierra se abrioó y surgioó en el centro
de aquella grieta un pueblecito exactamente igual al hechizado, aunque con las casas algo maó s altas. Los duendecillos
seguíóan bailando en torno suyo y no tardaron en ponerse tambieó n a cantar. Crisea aguzoó el oíódo, atenta a no perder
una nota, y en cuanto ellos acabaron, abrioó los labios y salioó de ellos la misma melodíóa que acababa de oíór, repetida de
cabo a rabo.
Su voz resonoó potente y clara, y a los acordes de aquel canto, el pueblecito se desplomoó y sus casas se esfumaron,
como si fueran de polvo.
Los duendes guardaron silencio durante unos instantes, pero en seguida emitieron un aullido salvaje y se lanzaron
hacia Crisea. Encabezando el grupo veníóa uno de tamanñ o tres veces mayor que los demaó s, y que parecíóa ser su
caudillo.
—¡Raó pido, no os detengaó is! —exclamaba—. ¡Castiguemos a la mujer que se ha atrevido a desafiarnos! ¿En queó
podríóamos convertirla?
—En un sapo croando en su charca —gritoó uno.
—¡No, no! —gritoó otro—. Mejor en un buó ho condenado a ulular toda la noche.
—¡Por piedad, no! —imploroó Crisea—. No me convirtaó is en una de esas asquerosas criaturas, ante cuya vista
Arasmoó n, si me encuentra, pueda sentir repugnancia.
—Complacedla —decidioó el jefe—, y que se cumpla su voluntad. Vamos a convertirla no en paó jaro ni en bicho
alguno, sino en resplandeciente arpa de oro. En tal estado permaneceraó hasta que alguien toque sobre sus cuerdas
nuestra cancioó n, la misma que ella se ha atrevido a entonar.
—¡De acuerdo! —gritaron los demaó s.
Rodearon a Crisea y se pusieron a bailar y a cantar como lo habíóan hecho en torno al pueblecito. Ella lanzoó un
chillido y tratoó de escapar, pero en vano, porque le cortaban el paso por todas partes.
—¡Arasmoó n! ¡Arasmoó n! —clamaba.
Pero no acudioó nadie.
Y cuando la cancioó n de los duendes se extinguioó y ellos desaparecieron, todo lo que quedaba allíó era un arpa
dorada y pequenñ ita colgada de las ramas desnudas del tronco tras el cual Crisea se habíóa escondido. El mirlo posado
sobre ella era el uó nico testigo de la suerte corrida por la infeliz Crisea.
Cuando amanecioó el nuevo díóa y los vecinos del pueblo se despertaron, no tardaron en darse cuenta de la gran
transformacioó n que se habíóa operado. Las nubes espesas que se cerníóan constantemente sobre el lugar se habíóan
despejado, lucíóa un sol esplendoroso y el cielo estaba azul. Por el cauce de los arroyos, secos desde hacíóa anñ os y anñ os,
corríóa un agua fresca y cristalina, y la gente se sentíóa llena de energíóa y estíómulo para emprender de nuevo su trabajo.
Los aó rboles retonñ aban y en sus ramas cantaban unos paó jaros cuyo trinar nadie recordaba. Los vecinos se miraban
atoó nitos, y decíóan:
—¡Por fin el hechizo debe de haberse roto! ¡Alguien debe de haber puesto en fuga a los duendes!
Y algunos sollozaban de alegríóa.
Arasmoó n se despertoó con el primer rayo de sol y en seguida buscoó a Crisea. Al no encontrarla a su lado, se levantoó
y salioó en su busca por las calles del pueblo.
—¡Crisea! ¡Crisea! —iba llamaó ndola—. El sol ya salioó y nosotros tenemos que seguir viaje.
Nadie le contestaba, asíó que siguioó gritando su nombre por las calles.
—¡Crisea! ¿Doó nde estaó s? ¡Crisea!
Pero Crisea no aparecioó .
—Seguro que habraó salido al campo a coger flores silvestres —se dijo entonces—, no tardaraó en volver.
Se dispuso, pues, a esperarla pacientemente. Pero llegoó el mediodíóa, toda la gente se habíóa ido a sus trabajos, y ella
no regresaba. Arasmoó n empezoó a asustarse, y a toda la gente con que se encontraba le preguntaba que si la habíóa
visto. Pero ellos movíóan negativamente la cabeza.
—No, no sabemos nada de ella —decíóan.
Congregoó entonces a unos cuantos vecinos y les contoó que su mujer habíóa desaparecido y teníóa miedo de que
anduviera extraviada y no supiera volver, que por favor le ayudaran a buscarla. Salieron, pues, en su busca, unos en
una direccioó n y otros en otra, y el propio Arasmoó n recorrioó varias leguas a la redonda, sin dejar de llamar a voces a
Crisea. Pero no obtuvo respuesta.
Estaba el sol empezando a ponerse y ya las sombras del crepuó sculo bajaban sobre el campo cuando Arasmoó n se
internoó por el paó ramo donde Crisea se habíóa topado con su negra suerte. Tambieó n aquello estaba muy cambiado.
Despuntaban ya las flores y crecíóa la hierba, y los chiquillos del pueblo, que hasta entonces jamaó s se habíóan
aventurado por aquellos parajes, deambulaban jugando por allíó. Arasmoó n oíóa sus voces, a medida que se iba
aproximando al aó rbol tras el cual se habíóa escondido Crisea y de cuyas ramas colgaba ahora el arpa de oro. Posado en
las ramas maó s altas entonaba su cancioó n el mirlo. Arasmoó n se detuvo a escucharla, y pensoó que jamaó s habíóa oíódo
trinos tan dulces emitidos por paó jaro alguno. Y es que estaba repitiendo la cancioó n maó gica por medio de la cual Crisea
habíóa roto el maleficio de los duendes, la primera que el mirlo habíóa escuchado despueó s de conseguir su libertad.
—Querido mirlo —dijo Arasmoó n alzando la mirada hacia eó l—, ojalaó tu hermosa cancioó n sirviera para guiarme
hasta mi Crisea.
Y entonces sus ojos tropezaron con el arpa de oro colgada allíó. La cogioó y dejoó vagar distraíódamente sus dedos por
las cuerdas. Jamaó s habíóa surgido de ninguna arpa muó sica semejante. Era como una voz de mujer, e incluso maó s
hermosa, pero tan triste que Arasmoó n, al oíórla, notoó un nudo en la garganta. Parecíóa una llamada de auxilio, y aunque
eó l no logroó descifrar aquel mensaje, lo cierto es que cada vez que acariciaba sus cuerdas, el arpa exclamaba:
«¡Arasmoó n, Arasmoó n, estoy aquíó! ¡Soy yo, soy Crisea!». Pero Arasmoó n, aunque fascinado y perplejo al recoger las notas
de aquella cancioó n, no supo entender su verdadero significado.
Examinoó cuidadosamente el instrumento. Era un arpa pequenñ a y primorosa, cincelada en oro y rematada en la
parte superior por dos manos cruzadas sobre sus correspondientes brazos.
Me la voy a llevar —dijo Arasmoó n—, porque suena de maravilla, y asíó, cuando aparezca Crisea, podraó cantar
acompanñ aó ndose con ella.
Pero a Crisea no hubo manera de encontrarla por parte alguna. Y los habitantes del pueblo acabaron por decir que
o bien se habíóa perdido sin remedio o se habíóa fugado adrede, pero que, desde luego, no teníóa sentido seguir
buscaó ndola. Arasmoó n se indignoó ante tales declaraciones y manifestoó que eó l seguiríóa buscando a Crisea durante toda
su vida. Y abandonoó el pueblo dispuesto a recorrer el mundo entero si fuera preciso hasta dar con ella. Emprendioó ,
pues, su viaje a pie, llevando consigo el arpa.
Anduvo leguas y maó s leguas, alejaó ndose cada vez maó s del pueblo y del paó ramo. Cuando pasaba por delante de
alguna granja o se cruzaba con gente por el camino, se poníóa a tocar y en seguida teníóa un grupo de personas apinñ adas
en torno suyo, silenciosas y atoó nitas.
Al acabar, siempre hacíóa la misma pregunta.
—¿Habeó is visto a mi mujer? Se llama Crisea, va vestida de oro y blanco, y canta maó s dulcemente que todas las aves
del cielo juntas.
Pero ellos sacudíóan la cabeza negativamente.
—No, por aquíó no ha pasado —decíóan.
Y siempre que llegaba a un pueblo desconocido, lo primero que hacíóa al entrar era llamarla a voces.
—¡Crisea! —gritaba—. ¿Estaó s ahíó, Crisea?
No obtuvo nunca maó s respuesta que la de las cuerdas del arpa, cuando pasaba sobre ella sus dedos. Y, aunque a
veces aquellos acentos le recordaban un poco la voz de su mujer, nunca entendioó que realmente le estaba contestando
y le decíóa:
—¡Soy yo, Arasmoó n! ¡Soy Crisea!
Siguioó viajando durante semanas, meses y anñ os, recorriendo paíóses y pueblos donde nunca habíóa estado. Cuando
llegaba la noche y se veíóa solo, en medio del campo, extendíóa la capa en el suelo y se tumbaba a dormir, con la cabeza
apoyada en el arpa. Y si por casualidad alguna de sus doradas cuerdas gemíóa al moverse eó l, el mensaje era siempre el
mismo:
—¡Despierta, Arasmoó n! ¡Estoy aquíó contigo!
Y entonces Arasmoó n sonñ aba que Crisea le estaba llamando. Se despertaba sobresaltado buscaó ndola, porque estaba
seguro de que con alargar la mano la iba a poder acariciar.
Un díóa en que habíóa andado mucho y estaba muy cansado, llegoó al anochecer a un solitario pueblecito de
pescadores, situado en una costa rocosa y bravíóa.
Se habíóa echado sobre el pueblo una niebla espesa y Arasmoó n casi no veíóa ni el camino donde iba poniendo el pie.
Encontroó una vereda para bajar a la playa, y allíó vio congregadas a muchas mujeres. Escudrinñ aban el mar a traveó s de la
niebla y hablaban unas con otras ansiosamente.
—¿Queó os pasa, buena gente? ¿A quieó n esperaó is?
—Estamos esperando a nuestros maridos —contestoó una de ellas—. Salieron en sus barcas a pescar muy
temprano cuando estaba despejado, pero luego se fue echando encima esta horrible niebla y sabe Dios doó nde los
habraó pillado. Tememos que esteó n muy lejos, que hayan perdido el rumbo, o que, con tan mala visibilidad, hayan
tropezado con alguna roca de los acantilados y se hayan ido a pique.
—Yo tambieó n he perdido a Crisea —contestoó Arasmoó n—. Es mi esposa. ¿Ha pasado tal vez por aquíó? Es rubia, lleva
el pelo largo, viste de blanco y oro, y canta como los aó ngeles.
Las mujeres dijeron que no, que no la habíóan visto, y siguieron con los ojos fijos en la lejaníóa, acechando el mar.
Arasmoó n las imitoó y se puso a esperar con ellas el regreso de las barcas.
Siguieron allíó esperando mucho rato, pero no llegaba nadie, y la niebla se iba adensando cada vez maó s, hasta el
punto de que ya ni los rostros se podíóan ver unos a otros, a pesar de lo cerca que estaban.
Entonces Arasmoó n cogioó el arpa y se puso a tocarla. La muó sica se fue elevando, flotando sobre el mar y abrieó ndose
camino a traveó s de la oscuridad leguas adentro. Pero las mujeres seguíóan sollozando, pensando en sus maridos y sin
atender al tanñ ido del arpa.
—No vale la pena seguir esperaó ndolos —dijo por fin una de ellas—. Es imposible que puedan encontrar el rumbo
con esta niebla, tenemos que aceptar la idea de no volvernos a ver.
—Yo pienso esperar hasta que amanezca —dijo otra—, y manñ ana, y al otro, me quedareó aquíó díóa y noche hasta que
aparezca alguna senñ al de las barcas y nos enteremos de si ellos estaó n vivos o muertos.
No bien habíóa dicho estas palabras, cuando se alzoó un coro de voces gritando:
¡Miradlos! ¡Ahíó vienen!
Y dos o tres barcas atracaron en la arena de la playa, junto al grupo de las mujeres, que inmediatamente corrieron
al encuentro de los recieó n llegados con los brazos abiertos. Lloraban de alegríóa, colgadas de su cuello.
Los pescadores preguntaron en seguida quieó n habíóa estado tocando el arpa.
Porque ha sido la muó sica lo que nos ha salvado —contoó uno de ellos—. Estaó bamos extraviados lejos de la costa y
no se veíóa nada, no sabíóamos ni siquiera doó nde teníóamos la mano derecha, ni la maó s remota senñ al que pudiera
orientarnos hacia la costa. Y en esto, repentinamente, ¡aquella muó sica! La muó sica maó s dulce y hermosa del mundo. Ha
bastado con seguir el rumbo que marcaban sus notas para llegar aquíó sanos y salvos.
—EÉ ste es el muó sico que ha estado tocando el arpa mientras nosotras esperaó bamos —dijo una de ellas.
Todos se volvieron hacia Arasmoó n y lo rodearon, manifestaó ndole su gratitud con laó grimas en los ojos. Le
preguntaban que coó mo podríóan pagarle su generosidad: «Pide lo que quieras», le decíóan. Pero Arasmoó n movioó
tristemente la cabeza.
—No podeó is hacer nada por míó —dijo—, a no ser que supierais decirme doó nde se encuentra Crisea, mi amada
esposa. Viajo por el mundo soó lo para encontrarla.
Las mujeres de los pescadores movieron la cabeza y volvieron a decir que no sabíóan nada de Crisea ni la habíóan
visto, y en ese momento Arasmoó n rozoó casualmente las cuerdas del arpa.
—¡Arasmoó n! ¡Arasmoó n! Escuó chame, soy Crisea —decíóa la melodíóa aquella.
Pero nadie la entendíóa, y aunque resultara conmovedora, pedíóa una ayuda que nadie iba a poder darle.
A la manñ ana siguiente, cuando la niebla ya se habíóa aclarado y brillaba el sol, una pequenñ a embarcacioó n zarpoó con
rumbo a tierras extranñ as y Arasmoó n le pidioó al capitaó n que le llevara con eó l para continuar la buó squeda de Crisea
todavíóa maó s lejos.
Navegaron durante mucho tiempo, hasta que por fin llegaron a la meta prevista. Pero se encontraron con que el
paíós entero estaba revuelto y en guerra. Todo el mundo dejaba sus hogares y cada cual se escondíóa donde le pillaba,
por miedo de un terrible enemigo que estaba a punto de invadirlos. Pero a Arasmoó n nadie le hizo danñ o, cuando
deambulaba de acaó para allaó con su arpa en las manos. Aunque, claro, tampoco le pudo nadie dar razoó n del paradero
de Crisea, porque con lo asustados que estaban ni siquiera se enteraban de sus preguntas. Por fin, llegoó a la capital de
aquel paíós, donde vivíóa el Rey, y se encontroó a toda la poblacioó n levantando murallas y fortalezas y preparaó ndose para
defender la ciudad, porque teníóan noticias de que el enemigo iba a ponerles cerco de un momento a otro. Pero todos
los soldados daban muestras de pesimismo y decaimiento.
—Es imposible que los venzamos —decíóan—, porque por cada uno de nosotros, ellos tienen tres. Tomaraó n nuestra
ciudad y haraó n prisionero al Rey.
Aquella noche, los vigíóas que estaban haciendo guardia en la muralla vieron a lo lejos un inmenso ejeó rcito que
veníóa hacia ellos. Sus espaldas y sus cascos resplandecíóan a la luz de la luna.
Se oyoó la senñ al de combate, y los capitanes reunieron a sus hombres y los animaron a luchar. Pero estaban tan
seguros de que iban a ser vencidos que a duras penas conseguíóan sus jefes arrastrarlos hasta la muralla.
—No vale la pena —decíóan—, seríóa preferible deponer las armas desde el principio y dejar libre entrada al
enemigo, para salvar al menos nuestras vidas, ya que nuestra ciudad y riquezas bien por perdidas las podemos dar.
Cuando Arasmoó n oyoó aquellas palabras, se sentoó en lo alto de la muralla y empezoó a tocar el arpa. La muó sica esta
vez era tan clara y sonora que podíóa escucharse muchas leguas a la redonda, y sus notas eran tan triunfales y gozosas
que los soldados, contagiados suó bitamente, alzaron la cabeza y su miedo se esfumoó . Avanzaban erguidos, gritaó ndose
unos a otros que antes preferiríóan morir que ser vencidos.
Cuando las tropas enemigas atacaron la ciudad, encontraron tan vigorosa resistencia en los soldados del Rey que
se batieron en retirada. Huíóan a la desbandada perseguidos por la armada victoriosa, que no cejoó en su empenñ o hasta
echarlos de sus fronteras. Por supuesto que Arasmoó n iba con ellos sin dejar de tocar el arpa para darles aó nimos.
Una vez consumada la victoria, todos los jefes se preguntaban por la extranñ a razoó n de aquel fulgurante eó xito.
Ha sido ese muó sico desconocido —dijo uno de los lugartenientes—, el que veníóa con nosotros tocando el arpa. Era
oíór aquella melodíóa y nuestros hombres se convertíóan en auteó nticos leones.
Los jefes mandaron llamar a Arasmoó n, y cuando lo trajeron a su presencia, se quedaron atoó nitos ante su aspecto
desmejorado y cansino. Parecíóa imposible que fuera capaz de crear una muó sica tan maravillosa. Estaba muy flaco, con
la cara chupada y paó lida y el pelo entreverado de canas. Le preguntaron queó queríóa a cambio del gran servicio que les
habíóa prestado, aseguraó ndole que cualquier peticioó n que formulara le seríóa inmediatamente concedida.
—Nada de lo que yo quiero me lo podeó is dar —dijo tristemente meneando la cabeza—. Estoy recorriendo el
mundo entero para encontrar a Crisea, mi esposa, a quien ya hace muchos anñ os perdíó de vista. EÉ ramos tan felices
como dos paó jaros cantando en una rama. Llevaó bamos una vida vagabunda, tocando y cantando todo el díóa al aire libre.
Pero ahora ella ha desaparecido y nada me hace ilusioó n.
Los jefes le miraron con gesto compasivo, pensando que estaba un poco loco. Y. desde luego, ni ellos ni nadie
entendioó el mensaje del arpa, que volvíóa a clamar.
—¡Escuó chame, Arasmoó n! Yo tambieó n estoy aquíó; yo, Crisea.
Total que Arasmoó n dejoó aquella ciudad y volvioó a emprender camino, para seguir vagabundeando durante díóas,
meses y anñ os.
Viajoó por muchos paíóses exoó ticos y conocioó a cantidad de gente no menos exoó tica, pero de Crisea no encontroó
nunca ni rastro. Y cada díóa que pasaba estaba maó s avejentado y maó s flaco y maó s triste.
Llegoó por fin a un paíós cuyo Rey amaba la muó sica maó s que nada en este mundo. Era tal su aficioó n que pasaban de
veinte los muó sicos y cantores que vivíóan en palacio, y nada mejor podíóa hacer quien quisiera darle gusto que mandarle
un artista nuevo. Asíó que cuando Arasmoó n llegoó al paíós y la gente se dio cuenta de lo maravillosamente que tocaba, a
todos se les ocurrioó lo mismo.
—Lleveó moslo a presencia del Rey —dijeron—. Desde luego estaó algo loco el pobre, siempre preguntando por su
mujer. Pero loco o no, en cuanto se ponga a tocar, haraó las delicias del Rey. Hay que llevarlo en seguida a palacio.
Y asíó, aunque Arasmoó n se resistíóa, lo arrastraron a la corte. Mandaron un mensajero para avisar al Rey de que
habíóan encontrado a un vagabundo medio chiflado, pero que tocaba el arpa como no se habíóa oíódo jamaó s.
El Rey, la Reina y sus cortesanos estaban celebrando un banquete cuando llegoó el mensajero con aquellas nuevas.
—¡Un nuevo arpista! —exclamoó Su Majestad—. ¡Queó agradable noticia! Que lo traigan inmediatamente para que
nos deleite ahora mismo.
De esta manera fue introducido Arasmoó n en el saloó n real, hasta los tronos dorados donde estaban el Rey y la
Reina. Era un saloó n deslumbrante todo de oro, plata, cristal y marfil. Y los cortesanos, vestidos de verde y azul, con
adornos de oro y diamantes, constituíóan todo un espectaó culo. Detraó s del trono habíóa una docena de joó venes doncellas
vestidas con tuó nica inmaculada. Cantaban dulcemente, acompanñ adas por diversos instrumentos que tanñ íóan otros
tantos muó sicos situados en segundo teó rmino. Era el espectaó culo maó s espleó ndido que Arasmoó n habíóa contemplado en
su vida.
—Ven aquíó —le dijo el Rey—, y oigamos tu muó sica.
Las cantantes enmudecieron, y los muó sicos de caó mara sonreíóan despectivos, porque se negaban a admitir que el
arte de Arasmoó n pudiera compararse con el suyo. Parecíóa cohibido y presentaba un aspecto deplorable. Llevaba
muchas horas de viaje y el polvo del camino se habíóa acumulado en sus ropas raíódas, agujereadas y tan sucias que
eran una pura mancha. Su rostro demacrado dejaba traslucir una expresioó n tan angustiosa que daba pena verlo.
Solamente el arpa de oro brillante relucíóa sin maó cula, como recieó n estrenada. Se puso a tocarla y todas las sonrisas
cesaron como por encanto. Las mujeres lloraban y los hombres miraban fijamente a Arasmoó n fascinados y atoó nitos.
Cuando acaboó de tocar, el Rey se puso de pie, le estrechoó entre sus brazos, y le dijo:
—¡Queó date conmigo! Te nombrareó primer muó sico de caó mara. Jamaó s habíóa oíódo una interpretacioó n musical como la
tuya. Píódeme lo que quieras y lo tendraó s al instante.
Arasmoó n, con la rodilla hincada en tierra, habloó de esta manera:
—No puedo obedeceros, mi graciosa Majestad. He perdido a Crisea, mi amada esposa, y tengo que seguir
buscaó ndola por todo el mundo, hasta dar con ella. ¡Era tan hermosa, ay de míó, y cantaba con tan dulces acentos! Su voz
era auó n maó s exquisita que la muó sica de mi arpa.
¡Pues maó s a mi favor! —exclamoó el Rey—. Yo tambieó n, en ese caso, me muero por oíórla. Pero queó date conmigo, y yo
mandareó mensajeros por todo el mundo a buscarla, por muy lejos que tengan que llegar, no te preocupes. Ellos la
encontraraó n antes que tuó .
Asíó que Arasmoó n se quedoó en la corte, pero con una condicioó n. Dijo que si los mensajeros no encontraban pronto a
Crisea, eó l volveríóa a ponerse en viaje para buscarla.
El Rey dio oó rdenes para que fuera vestido con los maó s ricos ropajes y para que se atendieran todas sus peticiones,
y dijo que a partir de entonces no queríóa oíór maó s muó sica que la del arpa de Arasmoó n. Asíó que los otros artistas de la
corte empezaron a tener celos y maldecíóan el momento en que habíóa llegado a palacio. Pero lo maó s raro de todo era
que nadie sino eó l era capaz de tocar el arpa de oro. Todos los artistas de la corte lo intentaron alguna vez, incluso el
Rey, pero cuando las cuerdas no eran acariciadas por los dedos de Arasmoó n, surgíóa de ellas un chirrido luó gubre, en
lugar de aquella melodíóa incomparable.
A medida que pasaba el tiempo, crecíóa la irritacioó n de los cortesanos hacia Arasmoó n, que al final llegoó a
desembocar en franca hostilidad y odio. Lo uó nico que queríóan era quitaó rselo de encima.
—¿Quieó n es eó l, al fin y al cabo, para habernos arrebatado todo el amor y el respeto que el Rey nos teníóa antes de su
llegada? Despueó s de todo, no es su arte lo que maó s llama la atencioó n, sino el arpa que tanñ e. Si se la quitaó ramos, eó l seríóa
uno de tantos.
Y empezaron a conspirar entre ellos para ver de queó manera podríóan robarle el arpa.
Una calurosa tarde de verano, cuando Arasmoó n estaba en el jardíón y descansaba apoyado a la sombra de un haya
corpulenta vio a dos cortesanos que discutíóan entre ellos a poca distancia. Se dio cuenta de que estaban hablando de
eó l y de que no habíóan advertido su presencia.
—El pobre estaó loco —decíóa uno de ellos—, de eso no cabe la menor duda. Pero bueno, loco o no, mientras siga
teniendo el arpa, el Rey no querraó escuchar a nadie maó s.
—No hay maó s remedio que quitaó rsela —dijo el otro—. Pero no es faó cil encontrar el momento, porque jamaó s la
suelta de la mano.
—Se la robaremos cuando esteó durmiendo —dijo el primero.
—EÉ sa es una buena idea —dijo el otro.
Arasmoó n oyoó luego coó mo se poníóan de acuerdo en voz baja para entrar en su cuarto aquella misma noche y llevar a
cabo el robo.
Despueó s de que se marcharan, se quedoó un rato inmoó vil. Por fin, se levantoó , y mientras acariciaba tiernamente las
cuerdas del arpa, se dio la vuelta, empujoó las verjas del jardíón real y salioó al campo.
—He perdido a Crisea —iba diciendo entre síó—, y ahora, por si era poco, me quieren despojar tambieó n de mi arpa,
la uó nica cosa que me queda en el mundo, lo que maó s amo. Me ireó lejos, muy lejos, donde nunca puedan encontrarme.
Y en cuanto hubo perdido de vista el palacio, echoó a correr con todas sus fuerzas, y no paroó hasta verse en una
colina solitaria, desde la cual no se veíóa en torno ni un alma viviente.
Las estrellas empezaban a despuntar, aunque auó n no habíóa oscurecido del todo. Arasmoó n, sentado en una piedra,
miraba el campo a lo lejos. Hasta sus oíódos llegaba un tintinear de esquilas de alguó n rebanñ o, y mucho maó s allaó , en la
distancia, se perfilaba la ciudad que habíóa abandonado, coronada por el palacio del Rey. Se puso a tocar el arpa y al oíór
aquellos acordes, las ovejas dejaron de pastar y se fueron acercando para escuchar la muó sica.
Habíóa oscurecido ya completamente y aumentado el resplandor de las estrellas, cuando vio a una mujer que subíóa
la colina con un ninñ o en brazos. Teníóa un aspecto fatigado y estaba muy paó lida, pero su rostro se iluminoó al escuchar la
muó sica. Se sentoó cerca de Arasmoó n, y miraba ansiosamente a lo lejos, como si estuviera esperando la llegada de
alguien. Por fin, se volvioó hacia eó l y le dijo:
—¡Queó bien tocas, nunca he oíódo una muó sica tan bonita! Pero ¿queó te pasa que pareces tan triste? ¿No eres feliz?
—No —dijo Arasmoó n—, soy desgraciadíósimo. Perdíó a mi mujer hace muchos anñ os, y en este momento todavíóa no
seó doó nde puede encontrarse.
—Pues yo hace un anñ o que no veo a mi marido —dijo la mujer—. Se fue a la guerra, pero ahora ya estamos en
tiempo de paz y creo que debe de estar al volver. Seguro que llega esta noche y que viene aquíó, a esta colina. En este
sitio fue donde nos despedimos y aquíó he venido a esperarle.
Debes de sentirte muy feliz —dijo Arasmoó n—. Yo a Crisea nunca la volvereó a ver.
Y mientras hablaba, rozoó distraíódo las cuerdas del arpa, que gimieron diciendo:
¡Ay, Arasmoó n, esposo míóo! ¿Por queó te niegas a reconocerme? Soy yo, Crisea.
—No digas eso —continuoó la mujer—. La encontraraó s maó s tarde o maó s temprano. ¿Por queó has venido a sentarte
aquíó? ¿Te despediste de ella en este sitio?
Arasmoó n entonces le contoó la historia de coó mo habíóan ido a parar a un pueblo desolado donde pasaron la noche, y
coó mo Crisea a la manñ ana siguiente habíóa desaparecido y eó l desde entonces vagaba por todo el mundo en su busca.
—Pues yo creo que han sido viajes en balde —dijo la mujer—. Lo maó s posible es que tu esposa te haya estado
esperando desde entonces en aquel pueblo, donde la viste por uó ltima vez. Yo que tuó , es allíó donde iríóa a esperarla.
¿Coó mo iba yo a encontrar a mi marido si no viniera al sitio donde estuvimos juntos por uó ltima vez? Nos pasaríóamos la
vida vagando por ahíó cada cual por su cuenta sin encontrarnos nunca. Pero mira, ¿ves?, ¡allíó viene!
Y echoó a correr gritando de alegríóa, al encuentro de un soldado que estaba subiendo la colina.
Arasmoó n se quedoó mirando coó mo se encontraban y caíóan uno en brazos de otro, vio luego coó mo el padre levantaba
al ninñ o en brazos y coó mo posteriormente bajaban los tres juntos la colina, y se echoó a llorar amargamente. Pero se
quedoó rumiando lo que le habíóa dicho aquella mujer.
«Tal vez deba volver al sitio donde nos separamos. Si no la encuentro allíó, porque no estaó , al menos morireó en el
lugar donde mis ojos la vieron por uó ltima vez».
Volvioó a acariciar el arpa y se puso de pie, dispuesto a emprender camino nuevamente. Viajoó por tierra y por mar
durante muchas semanas, hasta que al fin acertoó a encontrar de nuevo el paraje donde se alzaba aquel pueblo antanñ o
encantado. Al principio no lo reconocíóa y creyoó haberse equivocado de rumbo, tan cambiado lo encontroó . Se detuvo a
mirar en torno suyo, lleno de perplejidad. Se encontraba al comienzo de una vereda a la que daba sombra un tuó nel de
aó rboles entrelazados sobre su cabeza. Los ribazos estaban cuajados de flores primaverales y a ambos lados se
extendíóan exuberantes campos de maíóz, con los tallos auó n tiernos y verdes.
«¿Seraó eó ste aquel mismo camino inhoó spito y descuidado por el que llegamos juntos Crisea y yo? Ojalaó volviera a
estar asíó, con tal de tenerla a ella a mi lado», pensaba.
Cuando entroó en el pueblo, el cambio le parecioó mayor todavíóa. Habíóa muchas maó s casas, y todas limpias y
cuidadas, rodeadas por esmerados jardines llenos de flores. Se oíóan las animadas voces de los vecinos y los gritos
alegres de los ninñ os. Todo el lugar respiraba vida y felicidad. Volvioó a detenerse en el montíóculo donde anñ os atraó s
Crisea y eó l habíóan dado su concierto.
«¡Cuaó nto tiempo ha pasado desde entonces!», meditoó . «Y es curioso que los anñ os hayan cambiado tanto las tornas.
Seríóa difíócil decir quieó n ha cambiado maó s, si el pueblo o yo. Porque cuando aquíó todo era pobreza y deterioro, yo era
feliz, y ahora que aquíó reina la prosperidad y la alegríóa yo estoy hundido en la miseria. Perdíó mi uó nica fuente de
energíóa al perder a Crisea. Parece que la vuelvo a oíór cantar, pero no volvereó a verla ni a oíórla nunca».
Pasoó junto a eó l una joven que pastoreaba unas vacas, y Arasmoó n se dirigioó a ella:
—Dime, por favor, ¿no ha cambiado mucho este pueblo en los uó ltimos anñ os? —le preguntoó —. Estuve aquíó hace
mucho, pero es que no me parece el mismo sitio, de tan bonito y proó spero como lo veo. El pueblo que yo recuerdo
estaba medio derruido, era muy triste, y la hierba no crecíóa nunca en sus campos.
—Claro —contestoó la chica—. Eso es que debioó usted de venir en los tiempos malos, pero aquíó de eso es que no
queremos ni hablar, por miedo a que vuelvan las desgracias. Seguó n la leyenda, parece que estuvo hechizado, pero yo
era tan pequenñ a que ni me acuerdo. Dicen que fueron un muó sico vagabundo y su mujer quienes nos libraron del
hechizo. O por lo menos, las cosas se empezaron a arreglar a partir de su llegada. Creemos que debíóan de ser aó ngeles
del cielo, porque al díóa siguiente desaparecieron y no hemos vuelto a saber nada de ellos.
—Yo era ese muó sico, y la que veníóa conmigo, Crisea, mi esposa —exclamoó Arasmoó n—. ¿Ha vuelto ella por aquíó? ¿La
ha visto alguien? He recorrido el mundo entero desde aquel díóa, en su busca, pero ha sido en vano. Y empiezo a pensar
que debioó de morir.
—¿Usted? —dijo la chica miraó ndolo atoó nita—. ¿De queó me estaó usted hablando? Debe de estar loco para decir eso.
Aquellos muó sicos eran los seres maó s hermosos de la tierra, llevaban ropas resplandecientes de color blanco con
adornos dorados, y eran muy joó venes. Usted, pobre hombre, lleva la ropa hecha jirones, estaó lleno de arrugas y de
canas, y ademaó s debe de estar enfermo, porque parece que le cuesta trabajo andar. Venga a casa conmigo a comer
algo, y descanse allíó hasta que se encuentre un poco mejor.
—Estoy buscando a Crisea —dijo Arasmoó n sacudiendo la cabeza tristemente— y no descansareó hasta que la haya
encontrado.
La muchacha, ante la determinacioó n firme de sus palabras, le dejoó por imposible y continuoó su camino, seguida
por sus vacas.
Al quedarse solo, Arasmoó n se sentoó a la orilla del camino y se puso a llorar. Sentíóa que se le partíóa el corazoó n.
—Tiene razoó n —se decíóa—, estoy tan viejo y tan estropeado que cuando encuentre a Crisea no me va a conocer.
Agitado por los sollozos sus manos acariciaron las cuerdas del arpa.
—No te he perdido de vista en todos estos anñ os, querido Arasmoó n. AÉ nimo que ya estoy muy cerca —gemíóa el arpa.
Confortado por aquella melodíóa, aunque no la entendiera, Arasmoó n dejoó de llorar y se puso de pie.
—Ireó al paó ramo —decidioó — y buscareó el aó rbol donde encontreó el arpa. Allíó descansareó para siempre, porque
seguramente mis fuerzas no me permitiraó n llegar maó s lejos.
Emprendioó , pues, el camino con paso lento y vacilante, mientras llamaba a su amada con deó bil voz.
—He recorrido el mundo buscaó ndote, oh, Crisea, y ahora que ya soy viejo y veo cerca la muerte, vengo al lugar
donde nos separamos.
Cuando entroó en el paó ramo, volvioó a sorprenderse del cambio operado tambieó n en aquel paraje. Lo que recordaba
como una extensioó n chamuscada y blanquecina se presentaba ahora ante sus ojos como una campinñ a donde el tojo
dorado y el brezo puó rpura crecíóan de forma tan exuberante que a duras penas podíóa abrirse paso entre ellos.
—¡Queó hermosa estaó ! —reflexionoó Arasmoó n—. Aunque la verdad es que a míó me gustaba maó s antes, a pesar de su
desolacioó n, porque Crisea veníóa conmigo.
Habíóa ahora tantos aó rboles en aquel paraje que era imposible saber en cuaó l de ellos aparecioó colgada el arpa. Pero
como se sentíóa incapaz de dar un paso maó s, sus piernas se doblaron y cayoó sentado bajo la sombra de un hermoso
roble, en una de cuyas ramas un mirlo entonaba su dulce cancioó n. El sol se estaba ocultando igual que la tarde en que
encontroó el arpa, y casi todos los paó jaros habíóan dejado ya de cantar. Por eso mismo los trinos del mirlo resaltaban en
el silencio con sus dulces y claros arpegios. Arasmoó n, a pesar de lo cansado que estaba y de lo deó bil que se sentíóa, alzoó
la cabeza para escuchar.
—Nunca habíóa oíódo cantar asíó a ninguó n paó jaro —se dijo—. Es una melodíóa que me suena. Me gustaríóa tocarla en
mi arpa antes de morir.
Y sacando fuerzas de flaqueza, cogioó el arpa, y recorrioó sus cuerdas con manos temblorosas, tratando de copiar las
notas emitidas por la cancioó n del mirlo. Luego cayoó exhausto y sus ojos se cerraron.
De repente el arpa se le escurrioó de las manos, y aparecioó Crisea ante eó l vestida como antanñ o de blanco y oro, con
la cabellera y los ojos brillantes.
—¡Arasmoó n! —exclamoó —. ¡Míórame, me tienes aquíó! Soy Crisea.
Pero Arasmoó n no se movioó . Entonces ella empezoó a cantar, y su voz era maó s dulce que la del mirlo. Arasmoó n abrioó
los ojos y la miroó un momento.
—¡Al fin te he encontrado! —dijo—. Eres tuó , Crisea, mi esposa.
Y apoyando la cabeza en su regazo, exhaloó su uó ltimo suspiro. Y Crisea, con el corazoó n roto de dolor, se recostoó
junto a eó l y murioó sin decir una palabra.
A la manñ ana siguiente, cuando los vecinos del pueblo pasaron por el paó ramo, los encontraron a los dos abrazados
a la sombra del roble. Creyeron que estaríóan dormidos, pero al acercarse y ver sus rostros, comprendieron que habíóan
muerto.
Un anciano, que se habíóa detenido a mirarlos, se fijoó en Crisea, y dijo:
—EÉ sta es, sin duda alguna, la mujer que llegoó al pueblo hace muchos anñ os, cuando lo estaó bamos pasando tan mal.
Y seguro que eó l, a pesar de lo transformado y viejo que estaó , es el muó sico que la acompanñ aba, cuando ella entonaba
sus canciones.
Llegoó en aquel momento la muchacha que guiaba las vacas el díóa anterior y contoó coó mo se habíóa encontrado con
Arasmoó n y todo lo que eó l le habíóa dicho.
—Estaba buscando a su mujer por todo el mundo —dijo—. Menos mal que, al fin, la ha encontrado. ¿Doó nde podríóa
haberse metido ella?
—Le hubieó ramos recibido con todos los honores —comentaba la gente— de haber sabido de quieó n se trataba.
Pero bueno, por lo menos ahora parece tranquilo y contento, ya que lo uó nico que anhelaba era volver a encontrar a
Crisea, y al fin la tiene en sus brazos.
SE BUSCA UN REY

MAGGIE BROWNE
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustraciones
Harry Furniss
MAGGIE BROWNE es el pseudónimo de Margaret Andrewes, una escritora victoriana de literatura infantil injustamente
olvidada. «Se busca un rey» o «De cómo Merle rectificó las canciones infantiles» se publicó por vez primera en 1890, con
ilustraciones de Harry Furniss. Lo mismo que su relato fantástico, también para niños, «The book of Betty Barber»
(1900), «Se busca un rey» deja traslucir claramente la influencia de Alicia. En sus dos libros, Margaret Andrewes juega
con la noción de absurdo y explora su naturaleza, tratando de investigar —de un modo llamativamente «moderno»— un
mundo de identidades en continua transmutación, reflejo quizá de la ansiedad ontológica que caracterizó, dentro de la
era victoriana, el período posterior a Darwin. Como dice uno de los personajes de Betty Barber: «Hasta ahora siempre
había vivido en el hermoso Reino de la Poesía. Pero un buen día me encontré metida en el Reino del Absurdo, y desde
entonces no he podido encontrar el camino de vuelta a casa».
ASÍ EMPEZÓ TODO

A[6] verdad es que el biombo era muy bonito. Merle siempre estaba diciendo que le gustaban maó s los dibujos del
biombo que los de todos sus libros de cuentos juntos. Estaba plagado de imaó genes multicolores alusivas a canciones
infantiles[7]. En una de sus caras se veíóa a Jack y Jill, bajando por su colina, a Bo-peep y al Chico Azul, y naturalmente, al
Hombre en la Luna y a la Vieja que vivíóa en un zapato. En la otra cara habíóa ilustraciones de los cuentos de hadas maó s
famosos.
Merle teníóa siempre el biombo junto a su cama, entre eó sta y la puerta del dormitorio, asíó que cuando estaba
acostada podíóa canturrear, mientras miraba los dibujos del biombo, aquellas nanas que se sabíóa de memoria, y con
eso le iba entrando el suenñ o.

Nunca habíóa necesitado ayuda alguna para conciliar el suenñ o, hasta el díóa en que se cayoó . Para Merle la fecha de
aquella caíóda habíóa marcado una raya que dividíóa lo de antes y lo de despueó s. Ya habíóan pasados dos meses desde que
ocurrioó , pero ella seguíóa metida en la cama. Habíóa sido una caíóda mala, tanto que al principio todos creyeron que
Merle nunca podríóa volver a correr ni a jugar como los demaó s ninñ os. Pero al cabo de unos díóas los meó dicos dijeron que
era cuestioó n de paciencia, y que si Merle la teníóa para guardar cama sin moverse, llegaríóa el díóa en que pudiera volver
a retozar y a divertirse como antes.
Se dice muy faó cilmente «no te muevas de la cama y ten paciencia», pero Merle estaba viendo que costaba
muchíósimo, con aquel calor por dentro de la cabeza y todo el cuerpo dolorido y lleno de molestias.
Una tarde, a la hora de la siesta, los dolores se le habíóan agudizado tanto que era incapaz de conciliar el suenñ o.
Estaba mirando el biombo, y canturreando bajito como para síó misma:
Los pequeños Jack y Jill
subieron a una colina
para bajar con un cubo
lleno de agua cristalina.
cuando de pronto llamaron a la puerta y un senñ or mayor entroó en el cuarto.
—No me puedo dormir, tíóo Crossiter —dijo Merle, porque aquel senñ or era su tíóo—. No seó queó hacer, de verdad.
—Mira, bonita —dijo el tíóo—, a míó me parece que lo primero que tienes que hacer es quitar el biombo. Es
imposible que te puedas dormir mirando las escenas de esas canciones tan estuó pidas. ¡Queó disparate! ¿A quieó n se le
ocurre llenar la cabeza de los ninñ os con semejantes bobadas?
—No son bobadas, tíóo —dijo Merle indignada—. Por favor, no me quites el biombo. A míó me gusta mirarlo.
Pero el tíóo Crossiter, en vez de contestarle, siguioó refunfunñ ando como para síó mismo.
—Me dan ganas de quemar todos los libros donde vienen esas canciones tan tontas —masculloó .
—No seó de queó te iba a servir, tíóo —dijo la ninñ a con voz impasible—. Todos los ninñ os del mundo las llevan dentro
de la cabeza y nunca en la vida las van a olvidar. Me pregunto queó colina seríóa esa a la que subieron Jack y Jill. Soó lo dice
«una colina», ¿sabes tuó cuaó l es?
El tíóo Crossiter se incorporoó bruscamente.
—¡Dios míóo! —se dijo—, esta ninñ a estaó delirando.
Y luego, dirigieó ndose a Merle, anñ adioó :
—Estate quieta, guapa, muy quietecita. Voy a buscar a tu madre.
—Si me encuentro muy bien, tíóo —dijo Merle—. No te volvereó a hablar de las canciones de cuna, si no quieres.
Pero dime soó lo una cosa, ¿por queó no te gustan?
—¡Coó mo me van a gustar semejantes estupideces, Merle!
—No son estupideces, tíóo. Son preciosas. Ojalaó pudiera yo conocer al Chico Azul y a Bo-peep. ¡Seríóa tan divertido
jugar con la ovejita de Bo-peep! —dijo Merle, olvidando que habíóa prometido no volver a hablar de aquello.
De todas maneras, daba igual, porque el tíóo Crossiter habíóa desaparecido. Era el tíópico caballero chapado a la
antigua, nada sentimental y con tendencia al mal humor. Queríóa a su sobrinita, y le daba mucha pena, pero no sabíóa
coó mo demostrarle su carinñ o, porque no entendíóa nada de ninñ os y su uó nica idea fija acerca de ellos era la de que no
debíóan aprender canciones estuó pidas.
Pero Merle no se dio cuenta de que su tíóo habíóa abandonado el cuarto. Siguioó hablando para síó misma y recitando:
«Bo-peep teníóa una ovejita. La ovejita era de Bo-peep. Bo-peep teníóa una ovejita», y asíó una vez y otra, y vuelta a
empezar.
A saber cuaó nto tiempo habríóa seguido repitiendo aquella cantinela, si de repente no la hubiera sobresaltado el
sonido de una voz que decíóa expeditivamente a sus espaldas:
Si quieres entrar,
el cuerpo tienes que dejarlo fuera.
SOBRE EL TORNO CON ALTIHOJA

—Si quieres entrar, el cuerpo tienes que dejarlo fuera —repitioó la voz—. ¿Entendido? Pero no te asustes. El billete
de entrada te lo dareó yo mismo, y lo demaó s deó jalo de mi cuenta.
Merle se volvioó , estupefacta. La cama, el biombo y el dormitorio entero habíóan desaparecido, y ella misma ya no
estaba acostada, sino de pie, realmente de pie, frente a un torno con brazos giratorios de esos por donde soó lo pueden
pasar las personas una a una. Al otro lado habíóa un hombrecillo que parecíóa, evidentemente, a la espera de una
contestacioó n a sus palabras. Merle, en cuanto se recobroó de su sorpresa, lo miroó . Era un hombre muy feo y tan bajito
que, si se quitara el gran sombrero negro y puntiagudo que le hacíóa parecer mucho maó s alto, a la ninñ a no le llegaríóa ni
por el hombro. Iba totalmente vestido de negro con una tuó nica que le cubríóa el cuerpo hasta los pies. Sobre el ala del
sombrero llevaba estampadas en rojo dos iniciales: dos ges mayuó sculas.
—G. G. —se dijo Merle—, ¿queó querraó decir eso?
—Los ninñ os son tan groseros —refunfunñ oó el hombrecillo, mientras esperaba una respuesta— que ni siquiera son
capaces de contestar síó o no a lo que se les propone. Me da la impresioó n de que esta ninñ a no tiene intereó s en entrar.
Mientras decíóa aquellas palabras, se habíóa dado la vuelta, y estaba a punto de meterse en una especie de cabina o
taquilla, cuando Merle, capaz por fin de recuperar su voz, se atrevioó a preguntarle coó mo le iba a ser posible a ella
entrar si dejaba el cuerpo fuera.
—¡Cuaó ntas preguntas hacen los ninñ os! —dijo el hombrecillo—. Esta ninñ a no entra, ya estaó .
Esta vez se metioó directamente en su cabina y dio un portazo.
Merle se quedoó muy a disgusto, y casi le entraron ganas de llorar. No teníóa ni la menor idea de lo que le iba a
ocurrir, pero de todas maneras era muy molesto sentirse echada de un sitio.
Justo en aquel momento vio una cosa delgada y muy grande de color pardo amarillento, que parecíóa un trozo
enorme de papel. Se curvaba hacia dentro, teníóa la punta doblada, y veníóa volando hacia ella.
Con gran sorpresa por su parte, aquella cosa se paroó ante la ninñ a, e inclinaó ndose un poco maó s, como si hiciera una
reverencia, dijo:
—¿Puedo hacer algo por ti, Merle? Tuó no me conoces, es natural, pero yo te conozco de sobra. Mi nombre es
Altihoja, soy —o mejor dicho, era— la hoja que vivíóa en lo maó s alto de la rama maó s alta del tilo de tu jardíón. Muchas
veces me he quedado mirando a tu ventana y te he saludado.
—Te vi esta manñ ana —dijo Merle—, y me acuerdo de que le dije a mamaó que te debíóas de encontrar muy sola allíó
tan arriba y sin nadie que te hiciera companñ íóa. Las otras hojas ya hace mucho que se han caíódo.
—Estaba sola, síó —dijo Altihoja—, pero podíóa abarcar mucho paisaje desde lo alto y eso me consolaba. Por fin, he
logrado que mi amigo el senñ or Viento del Este me ayudase a bajar, y aquíó me tienes.
—¿Pero coó mo eres tan grande? —preguntoó Merle—. Esta manñ ana no teníóas ese tamanñ o.
—¡Ay, querida ninñ a! Bien se ve que sabes poco. ¿Nunca has oíódo decir que cuando el verano empieza a agonizar, no
hay hoja que no intente abrirse camino hacia el Reino del Fin?
—¿Reino del Fin? —preguntoó Merle—. ¿Por doó nde cae eso?
—Por allíó —dijo la hoja, apuntando hacia el torno de la entrada—. Creíó que tal vez era allíó adonde te dirigíóas, y me
alegreó , la verdad, porque hacen muchíósima falta ninñ os nuevos.
Merle no entendioó la segunda parte de la frase de Altihoja, asíó que no paroó mientes en ella, y se limitoó a preguntar
de nuevo:
—Pero ¿coó mo has crecido tanto?
—Perdona, querida —suspiroó Altihoja—, se me habíóa olvidado por completo tu pregunta y, como de costumbre, he
revoloteado de ese tema a otro. ¿No te has dado cuenta de que las hojas nunca van a ninguó n sitio en líónea recta, ni se
mantienen firmes en el mismo designio? Se dejan llevar del modo maó s fríóvolo por la primera brisa que se tope con
ellas.
Mientras la hoja decíóa estas palabras, el hombrecillo habíóa vuelto a aparecer tras los hierros giratorios.
—¡Vaya, Altihoja! —exclamoó —. Veo que, por fin, has llegado. No puedo decir que me alegre de verte. ¿Pretendes
entrar?
Luego se dio cuenta de que Merle seguíóa allíó.
—¿Todavíóa no se ha ido esa ninñ a? —grunñ oó —. ¡Queó escaó ndalo, lo que se dice un verdadero escaó ndalo! ¡No hay
cabeza maó s dura que la de los ninñ os!
Y sin dar tiempo a que la hoja pudiese replicar, amenazoó a Merle con el punñ o cerrado, y volvioó a meterse en la
cabina.
—¿Quieó n es eó se? —susurroó Merle.
—EÉ se, querida ninñ a, es el espíóritu diaboó lico del Reino del Fin. EÉ l es quien ha causado la desgracia de la senñ ora
Crispíón y toda su familia. Es el azote de todas las hojas del mundo —dijo Altihoja.
Y luego, bajando la voz, anñ adioó en tono rencoroso:
—Si dependiera de eó l, jamaó s llegaríóamos a entrar en el Reino del Fin. Nos pone en el camino todos los obstaó culos
que puede. Teníóa yo un hermano…
Habíóa empezado a decir esto casi en un susurro.
—… Pero es una historia demasiado triste para contaó rtela aquíó —se interrumpioó —. Lo uó nico que te digo es que
ahora se ha convertido en un esqueleto de hoja.
Altihoja estaba tan abrumada de pena y de rabia que se replegoó auó n maó s estrechamente sobre síó misma.
Merle no sabíóa queó hacer ni queó decir. Estaba ansiosa por conocer el final de aquella historia, pero no queríóa
importunar a Altihoja. Hasta que vio con alivio que ella misma volvíóa a desplegarse y seguíóa hablando:
—Yo he llegado aquíó a pesar suyo —dijo—. Fui venciendo uno por uno todos los obstaó culos, y asíó, naturalmente, es
como he crecido. Porque sabraó s, querida ninñ a, que cada vez que una hoja supera una dificultad, aumenta de tamanñ o.
Pero estamos perdiendo un tiempo precioso. Venga, vamos a entrar las dos juntas en el Reino del Fin.
Altihoja se colocoó frente al torno giratorio y se sacudioó a síó misma vigorosamente.
El hombrecillo volvioó a asomar.
—Asíó que, por fin, te has hecho a la idea de dejar tu cuerpo fuera, ¿no? —dijo, dirigieó ndose a Merle.
—Pues la verdad es que no —contestoó Merle con toda serenidad—. No se me ha ocurrido hacer tal cosa, ni la voy a
hacer.
—¡Pues tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo! —gritoó el hombrecillo enfadadíósimo, dando patadas en el suelo.
Merle se dio cuenta de que las letras rojas de su sombrero brillaban cada vez maó s.
—Todos los ninñ os dejan su cuerpo a mi cuidado. EÉ sa es la uó nica manera que teneó is vosotros, los mortales, de entrar
en el Reino del Fin. Asíó que si vas a entrar, entra de una vez… Ea, se acaboó , no pienso esperar ni un minuto maó s.
Dichas estas palabras, cerroó la cabina por fuera y desaparecioó . Merle se preguntoó adoó nde se dirigiríóa esta vez.
—¿Y queó voy a hacer ahora? —preguntoó —. ¡Mira que es malo! Es malíósimo. ¡Con las ganas que teníóa yo de entrar!
—No te das cuenta de lo que has hecho, querida —dijo Altihoja—. ¡Has ofendido al importante, al poderoso
Gran Gruñido!
—¿Gran Grunñ ido? —preguntoó Merle.
—Eso mismo, Gran Grunñ ido —contestoó Altihoja—. No entiendo por queó estaó ejerciendo hoy funciones de portero.
Para nada bueno, de eso puedes estar segura.
—En fin, ya estaó dicho, y no tiene remedio —dijo Merle—. Pero me da igual, de todas maneras quiero entrar.
¿Podríóas ayudarme tuó ?
—Tal vez, si alguno de los senñ ores Vientos me diera un empujoncito. Lo malo es que pesas mucho. Supongo que no
estaraó s al tanto de ninguó n particular referente a la familia Ventosa, ¿o síó?
—Me temo que no —dijo Merle.
—Bueno, queó le vamos a hacer. En ese caso, hareó lo que pueda. Meó tete dentro de míó —dijo Altihoja.
Y desplegaó ndose con todo cuidado, se puso detraó s de la ninñ a y la fue abrazando despacio hasta envolverla por
completo, de tal manera que quedaba escondida a la vista de cualquiera.
—¡Ahora, agaó rrate bien! —gritoó Altihoja—. Se estaó acercando el senñ or Viento del Este.
En aquel momento Merle oyoó unos silbidos muy fuertes, y se imaginoó que los emitiríóa el senñ or Viento. En seguida
oyoó tambieó n coó mo Altihoja cantaba dulcemente, y su cancioó n decíóa:
Sopla fuerte y nunca leve
viento del hielo y la nieve;
basta un pequeño empujón
para darnos ocasión
de sobrevolar la verja
y colarnos de rondón.
E inmediatamente, Merle sintioó que se elevaba del suelo y era lanzada por los aires.
Todo habíóa ocurrido en unos instantes, porque se trataba de un viaje muy corto: simplemente sobrevolar el torno
giratorio. Asíó que, cuando quiso darse cuenta, ya se encontraba otra vez con los pies en el suelo. Altihoja se despegoó de
ella suavemente y Merle salioó de su envoltura.
Habíóa empezado a darle las gracias a Altihoja, cuando se dio cuenta de que ella no le prestaba atencioó n. Se demoroó
apenas unos instantes, el tiempo preciso para asegurarse de que Merle no habíóa sufrido danñ o alguno, y en seguida se
alejoó revoloteando en brazos de su amigo, el senñ or Viento del Este.
LO QUE MERLE ENCONTRÓ EN LA CAJA

Cuando desaparecioó Altihoja, Merle se quedoó absolutamente inmoó vil durante uno o dos minutos. Aunque el viaje
por los aires no habíóa sido largo, síó habíóa sido vertiginoso y la habíóa dejado casi sin aliento.
—Bueno —se dijo al cabo—, ya he llegado. Supongo que al Reino del Fin. ¿Queó clase de lugar seraó eó ste y queó
gentes lo habitaraó n? ¡Vaya una taquilla maó s rara!
Mientras pensaba estas cosas, no dejaba de mirar en torno suyo. Pero no se habíóa fijado en una caja grande que
habíóa en el suelo. Cuando se estaba echando hacia delante para curiosear a traveó s de la ventanilla de aquella especie
de cabina, sus pies tropezaron violentamente contra la caja y se oyoó un profundo gemido.
Merle retrocedioó asustada, creyendo que iba a volver a encontrarse con el odioso hombrecillo, pero no lo vio por
ninguna parte.
«Habraó sido una imaginacioó n míóa», pensoó .
Pero no lo era, porque al tropezar de nuevo con la caja, volvioó a oíórse el gemido, y esta vez sonoó maó s fuerte.
—Pues no. Parece que viene de dentro de la caja —dijo Merle, despueó s de mirar a traveó s de la ventanilla y
comprobar que dentro de la cabina no habíóa nadie—. ¡Síó, viene de la caja! ¿Seraó que hay alguien dentro?
—¡Pues claro que hay alguien dentro! ¡Yo, yo estoy dentro! —dijo una voz—. Quienquiera que seas, saó came de
aquíó, ¡saó came, por favor!
Y esta vez los gemidos se agudizaron.
—Es muy faó cil de decir —contestoó Merle—, pero la caja estaó cerrada y yo no seó abrirla.
—Coge la llave. Estaó en la taquilla —dijo la voz, impaciente.
Merle corrioó hacia la puertecita de la taquilla y tratoó de abrirla, pero estaba cerrada. Luego miroó a traveó s de la
ventanilla para ver si atisbaba alguna llave. Pero descubrioó con asombro que soó lo habíóa pilas y pilas de libros forrados
de papel, amontonados en una serie de estanteríóas que llenaban por completo las paredes, y se preguntoó queó clase de
libros seríóan aqueó llos. Llave, sin embargo, no vio ninguna. Asíó que volvioó junto a la desgraciada criatura que estaba
encerrada en la caja y que, cansada al parecer de tanto gemido, ahora se limitaba a suspirar levemente.
—No puedo entrar en la oficina —dijo Merle en tono compungido—. Pero es que, aunque pudiera, no veo ninguna
llave colgada allíó.
—¿Colgada? ¿A quieó n se le ocurre que las llaves tengan que estar colgadas? ¿Coó mo quieres que se cuelgue una
llave? —preguntoó aquella voz con enfado—. ¿No has visto llaves en los estantes?
—En los estantes he visto libros, pero…
—¿Y queó otra cosa queríóas ver maó s que libros? —interrumpioó , airada, la voz—. Si quieres abrir esta caja, tienes
que encontrar el libro adecuado, y leer, claro, el verso adecuado. Parece como si no supieras lo que es una llave. La
llave de tu libro de aritmeó tica, vamos a ver, ¿cuaó l es?
Merle se daba cuenta de que habíóa un equíóvoco, mas no sabíóa doó nde ni en queó consistíóa. Pero comprendioó que
discutiendo no iba a adelantar nada, ni a aliviar los sufrimientos de aquella pobre criatura, asíó que se apresuroó a decir:
—Pero bueno, la taquilla estaó cerrada.
—Entonces no hay nada que hacer. Sieó ntate encima de míó. Hareó todo lo posible para no hacerte danñ o —dijo la voz
—. Porque, desde luego, si no salgo de aquíó, sea de la manera que sea, acabareó murieó ndome, seguro.
—¿Tuó coó mo me vas a hacer danñ o? —dijo Merle—. De lo que tengo miedo es de haceó rtelo yo si me siento encima.
De todas maneras, si eó se es tu deseo, te complacereó .
Se sentoó encima de la caja y los gemidos se oyeron maó s altos que nunca. Pero de repente, cesaron. Luego se oyoó un
ruido muy fuerte, como una especie de explosioó n, y Merle se dio cuenta de que salíóa disparada por los aires.
Por lo visto, la tapa de la caja, al abrirse, la habíóa lanzado al espacio, como si hubiera estado sentada en los cuernos
de un toro. Estaba asustadíósima, y tardoó un buen rato en recuperarse del susto. Cuando lo logroó , se encontroó sentada
en el suelo. Desde dentro de la caja, la miraba fijamente un chico muy alto, vestido con un abrigo pasado de moda, con
grandes botones redondos. Alrededor del cuello, llevaba una enorme golilla almidonada, que a Merle le parecioó que
debíóa de resultarle incomodíósima.
—Muchas gracias —dijo, inclinaó ndose corteó smente.
Y a continuacioó n recitoó :
—¡Queó chico tan bueno soy! ¡Queó chico tan bueno soy!
Merle le miraba un tanto atoó nita.
—Jack Horner me llamo —dijo inclinaó ndose nuevamente— y…
—Estoy aquíó sentado —interrumpioó Merle en seguida—, metido en un rincoó n, comieó ndome un roscoó n, y metioó el
pulgar…
El chico fruncioó el cenñ o con gesto de enfado, pero Merle no se dio cuenta, y continuoó recitando:
—… Y una ciruela vino a encontrar, dijo no te la doy, pero…
Pero el chico no pudo soportarlo por maó s tiempo y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Procurareó ser bueno!
—Lo dices mal —dijo Merle, indignada—. Tienes que decir con aire jactancioso: «¡Queó buen chico soy!».
—¡Pero si no lo soy! ¡No lo soy! —exclamoó Jack Horner—. Fue Gran Grunñ ido quien le dijo al Hada que inventa las
canciones que lo que yo teníóa que decir era eso, y ahora me veo condenado a seguir repitiendo eternamente: «¡Queó
buen chico soy!», pero no lo soy.
Mientras hablaba, se iba excitando cada vez maó s y agitaba los brazos, hasta que cayoó sentado otra vez dentro de la
caja. Inmediatamente eó sta se volvioó a cerrar, y Jack Horner quedoó de nuevo prisionero.
Merle lo liberoó lo maó s deprisa que pudo, pero le rogoó que, por favor, no repitiera aquello, porque no le hacíóa
ninguna gracia tener que salir volando por los aires.
—Espero que no te hayas hecho danñ o —dijo Jack.
—Nada, ni un rasgunñ o, gracias —dijo Merle—. Pero la verdad, estoy un poco mareada. ¿Te importaríóa decirme por
queó te dio la ventolera de meterte en esa caja? Debe de ser incomodíósimo estar ahíó.
—¡Queó buen chico soy! —dijo Jack, de mal humor—. ¿Incoó modo dices?, ¿y que me he metido yo? ¿Coó mo se te
puede pasar por la cabeza que me haya metido yo? Fue Gran Grunñ ido el que me metioó , y ya no puedo salir.
—¡Anda! Entonces eres una verdadera caja sorpresa[8] —dijo Merle muerta de risa.
—No te ríóas —dijo Jack indignado—. EÉ sa es otra de las malas pasadas que me ha jugado Gran Grunñ ido. No soó lo me
metioó en la caja, sino que le contoó mi historia al Hada encargada de hacer los juguetes, asíó que todos los ninñ os tienen
que enterarse de mi triste situacioó n. ¡Es espantoso! A lo mejor te crees que me paso el díóa sentado en un rincoó n,
comieó ndome un roscoó n, diciendo que no te lo doy y que queó buen chico soy.
—¡Ah! ¿Es que haces otra cosa? —preguntoó Merle.
—¿Que si hago otra cosa? —chilloó Jack—. Para que lo sepas, soy el portero del Reino del Fin, soó lo que Gran
Grunñ ido me ha encerrado esta manñ ana en la caja para que no te dejara entrar. ¡Es un verdadero monstruo!
—No parece que te haya tratado muy bien, desde luego —dijo Merle en tono compasivo—. Quiero decirte que me
alegra mucho haberte conocido y enterarme de que en la realidad no eres tan presumido como yo habíóa creíódo
siempre.
—Ya ves ¡queó buen chico soy! —dijo Jack con voz doliente—. Me hago cargo de que debo de resultar un vanidoso
insoportable; pero ahora ya has visto que no lo soy, que lo que me sale del alma decir es: «¡Procurareó ser bueno!».
Toda la culpa la tiene Gran Grunñ ido.
—¡Debe de ser espantoso! —dijo Merle.
—Síó, pero tuó nos vas a salvar a todos, ya lo veraó s —dijo Jack—. Sube a la colina y habla con mi madre. Ella te diraó lo
que tienes que hacer…
Estaba a punto de decirle a Merle maó s cosas acerca de su madre, pero de pronto empezoó a oscurecer como si una
nube muy negra bajara a cubrir la tierra.
—¡Corre, date prisa! —gritoó Jack—. ¡Gran Grunñ ido estaó llegando!
Y Jack, a toda velocidad, se volvioó a meter dentro de la caja.
Merle no esperoó a que le repitiesen aquella orden dos veces, y salioó corriendo, alejaó ndose cada vez maó s de la
taquilla. No se detuvo ni volvioó una sola vez la cabeza hacia atraó s, hasta que se encontroó delante de una casa negra y
muy grande.
LA HISTORIA DE LA SEÑORA CRISPÍN

—¡Queó casa maó s rara! —dijo Merle en voz alta—. Es raríósima. ¡Y de queó forma tan divertida!
Merle teníóa razoó n. Era una casa muy rara y con una forma muy peculiar. Para empezar, no estaba propiamente
edificada con ladrillos. Luego era muy alargada y muy baja, con ondulaciones que Merle bautizoó como de «sube y
baja». Las ventanas estaban colocadas en los sitios maó s increíóbles. Y en cuanto a la puerta de entrada, ¿queó os parece?,
no teníóa ninguna. La uó nica manera de entrar a la casa parecíóa ser la de subir trepando por una escalera de cuerda que
colgaba en su centro. Parte de la casa, ademaó s, estaba enteramente sin retejar, y la otra era tan estrecha que Merle
pensoó que nunca seríóa capaz de entrar allíó. Se dio cuenta de que en la parte maó s estrecha habíóa un trozo de metal muy
brillante, y cuando se acercoó para mirarlo maó s atentamente, comprendioó que era, sin duda, la placa de la puerta,
porque llevaba escrito, en letras muy claras:
Señora Crispín
—Debe de ser el nombre del ama de esta casa —dijo Merle—. Pero ¡queó placa tan divertida! ¿Coó mo? Si tiene un
agujero en la mitad. Realmente es una casa graciosíósima.

Dio dos vueltas alrededor y exclamoó :


—¡Anda! ¡Si no es una casa!
Y cuando iniciaba su tercer paseo circular, una idea brillante se le encendioó en la cabeza.
—¡Claro! —gritoó —. ¡Queó va a ser una casa! Lo que es, es un zapato, un zapato enorme, ni maó s ni menos.
Y es lo que era: un zapato enorme. La escalera de cuerda eran los cordones, y la placa de metal la hebilla.
—Bueno —dijo Merle muy contenta—. Ahora lo que falta, claro, es encontrar a la vieja y a los ninñ os. «EÉ rase que se
era —recitoó — una vieja a su manera, que un zapato teníóa por madriguera». No cabe duda de que eó ste es el zapato, y
de que su inquilina se llama senñ ora Crispíón.
Merle, ponieó ndose de puntillas, logroó asomarse desde fuera a una de las ventanitas laterales del zapato. Lo que vio
en su interior le parecioó una estancia muy acogedora. Una gran fogata chisporroteaba alegremente, y dos grandes
cacerolas puestas a la lumbre debíóan de estar hirviendo a borbotones porque salíóa de ellas el humo en densas nubes.
No vio a nadie en la habitacioó n, pero debíóa de haber alguien, porque Merle oyoó golpes y sacudidas.
—¡Vaya por Dios! —exclamoó Merle disgustada—. Debo de haber llegado a donde dice: «… y a todos los cogioó y una
paliza sin piedad les dio». Por lo menos el ruido suena a azotes. Tengo que entrar a ver si consigo impedirlo.
Dio otra vuelta corriendo en torno de la casa, hasta que llegoó a la escalera de cuerda. Se agarroó a ella y, tras algunos
esfuerzos, consiguioó trepar hasta arriba y meterse dentro del zapato.
Se encontroó en una habitacioó n pequenñ a y muy pulcra, un dormitorio. Teníóa muchas camitas alineadas contra la
pared, tantas como cabíóan en el cuarto. Le parecioó oíór un ruido que procedíóa de la habitacioó n contigua y se fue hacia
allaó sin peó rdida de tiempo.
En cuanto llegoó a ella, comprendioó que era la que habíóa visto desde fuera con el fuego encendido. Pero ahora no
estaba vacíóa.
Una anciana de corta estatura estaba junto a la lumbre. Con una mano removíóa el contenido de las cacerolas, y en
la otra blandíóa amenazadoramente una rama de abedul, casi tan alta como ella. Al sacudir la rama, golpeaba con
estreó pito las sillas y mesas que quedaban a su alcance.
—Lo que era de esperar, claro —dijo Merle—. EÉ sta es la senñ ora Crispíón, no puede ser otra.
La anciana, al oíór pronunciar su nombre, se volvioó en redondo, y dijo con el tono maó s airado del mundo:
—Encantada de conocerte, querida.
Merle no salíóa de su asombro.
—Quíótate de en medio, querida —continuoó la vieja enfadadíósima—, porque, si no lo haces, me vereó obligada a
azotarte.
Merle se quitoó de en medio a toda prisa, alcanzoó la puerta, y desde allíó asomoó la cabeza para seguir hablando con
aquella mujer cuyo tono de voz, furioso e indignado, no se correspondíóa con sus corteses y amables razones. ¿Queó
queríóa decir todo aquello?
—¿Doó nde estaó n los ninñ os? —preguntoó al fin Merle, haciendo acopio de valor.
La pobre senñ ora Crispíón se mostroó maó s enfadada que nunca, pero las laó grimas empezaron a correr por sus
mejillas, al tiempo que decíóa:
—¡Se han ido, querida ninñ a! ¡Se marcharon! No podíóan aguantar las palizas ni el caldo insulso que les daba.
Pero ¿coó mo puedes ser tan mala? —preguntoó Merle—. ¡Queó crueldad, echar a tus hijos de casa de esa manera!
—¡Ay, hija míóa! Si supieras lo que me pasa, no hablaríóas asíó. Aceó rcate a remover el caldo, mientras yo busco algo
maó s blando para azotar, que con esto meto mucho ruido. En seguida te lo cuento todo.
Merle corrioó a coger el cucharoó n que le tendíóa la anciana. Y aunque eó sta se apartoó a toda prisa, para no pegar a
Merle, no pudo evitar que se le escaparan dos zurriagazos.
A Merle no le hizo ninguna gracia, pero antes de que pudiera decir nada, la mujer le dio un beso. Luego salioó
corriendo hacia el dormitorio, de donde vino trayendo en brazos una almohada.
Luego, cuando Merle se acomodoó en una silla, la senñ ora Crispíón volvioó a empunñ ar el cucharoó n, y, sin dejar de
remover el caldo, dio comienzo a su historia:
—Hace mucho tiempo, yo vivíóa feliz con mi familia, en esta casa tan amplia y acogedora. Teníóa tantos ninñ os que…
—Que no sabíóas que hacer —le interrumpioó Merle.
—¡Quiaó ! Todo lo contrario, querida. Siempre sabíóa queó hacer. No teníóa ni un minuto libre, pero no me importaba
nada, porque queríóa muchíósimo a mis hijos y ellos me adoraban a míó.
—Pues si los queríóas tanto, ¿por queó les pegabas palizas y los mandabas a la cama?
—Si tienes paciencia durante unos minutos, te lo explicareó todo —dijo la senñ ora Crispíón—. Como te iba diciendo,
eó ramos muy felices antanñ o; pero llegaron tiempos calamitosos para el pueblo, y el descontento se apoderoó de todos.
Gran Grunñ ido nos embaucoó con sus enganñ os y es precisamente por medio del enganñ o como fue cobrando poder sobre
nosotros.
—Ya, pero de todas maneras, no entiendo que tuvieras que darles de comer siempre caldo a tus hijos —dijo Merle
—. A míó el caldo no me gusta nada, sobre todo cuando no lleva pan migado.
—¡Ay, querida ninñ a! —continuoó la senñ ora Crispíón en un tono de lo maó s furioso, que contrastaba con el llanto que
banñ aba sus mejillas—. ¡Si es que yo no les hacíóa caldo! Yo les preparaba su cena de todos los díóas, una cena muy rica,
ademaó s; carne asada y pastel de ciruelas. Les hacíóa su cena, como te digo, se la servíóa en la mesa y luego les decíóa que
podíóan empezar a comerla, mientras yo me iba a lavar las manos. Hasta que un díóa, cuando volvíó al cabo de pocos
minutos, me encontreó a todos los chicos enzarzados unos con otros y pegaó ndose.
—Pero ¡queó horror! —exclamoó Merle.
—¡Y tanto! Cuando les pregunteó que queó pasaba, ¿sabes queó me contestaron? Pues que la culpa era míóa por
haberles puesto una cena tan asquerosa.
—¡Queó cosa tan rara, senñ ora Crispíón! Son unos ninñ os muy extranñ os los suyos, desde luego, si no les gusta la carne
asada y el pastel de ciruelas —dijo Merle.
—Eso mismo fue lo que a míó me sacoó de quicio. Y sin pararme a pensarlo dos veces —continuoó , reanudando su
llanto—, agarreó la vara de abedul, y empeceó a pegarles sin duelo.
—Se lo teníóan merecido —dijo Merle rotundamente.
—No, queó se lo iban a merecer. ¡Si se trataba de un error! Deó jame, por favor, acabar la historia —dijo la pobre
senñ ora Crispin—. En medio del barullo, cuando maó s fuerte estaban llorando ellos y maó s les pegaba yo, oscurecioó de
repente y se presentoó Gran Grunñ ido. Se reíóa con una risa terrible. «Me alegro mucho de que os guste mi caldo —dijo—,
a partir de ahora, lo seguireó is tomando siempre. Y en cuanto a ti, en vista de lo mucho que te gusta pegar, seguiraó s
pegando toda la vida». Y dichas estas palabras desaparecioó , no sin soltar antes otra horrible carcajada.
—¿A queó se referíóa cuando dijo lo del caldo? —preguntoó Merle.
—¿Coó mo?, ¿es que no lo entiendes? —contestoó la senñ ora Crispíón—. Habíóa sido eó l quien convirtioó la carne asada y
el pastel de ciruelas en caldo sin sustancia.
—¡Queó malíósimo! —exclamoó Merle.
—Al díóa siguiente —continuoó la anciana— me di cuenta de que, en efecto, seguíóa condenada a hablar
perpetuamente con voz de enfado y a pegar a los ninñ os, y asíó díóa tras díóa, hasta que, claro, no lo pudieron aguantar
maó s, y huyeron, dejaó ndome sola. Y lo peor es que ahora, ya ves, a pesar de que vivo sin companñ íóa, no puedo hacer otra
cosa maó s que seguir pegando a unos ninñ os que ya no estaó n y preparar para ellos ese asqueroso caldo.
—¡Queó escaó ndalo! —exclamoó Merle—. ¡Coó mo me gustaríóa ajustarle las cuentas a Gran Grunñ ido!
—Tuó puedes hacerlo —dijo la senñ ora Crispin.
En ese momento asomoó por la ventana, desde fuera, la cabeza de una ninñ a.
—Buenos díóas, madre —dijo—. ¿Puedo pasar?
—No, corazoó n míóo, no entres —dijo la senñ ora Crispíón con el mismo tono irritado de siempre—. Ya sabes que, si
entras, no tendreó maó s remedio que pegarte. ¿Has encontrado los rabos?
—No, madre, todavíóa no —dijo la ninñ a—. Suenñ o con eso todas las noches, pero por las manñ anas al despertarme,
me doy cuenta de que mi pobre ovejita sigue sin rabo.
—¿Entonces, tuó eres Bo-peep? —preguntoó Merle muy excitada—. ¡Hace tanto tiempo que teníóa ganas de
conocerte! He oíódo hablar muchíósimo de ti, ¿sabes?
Y empezoó a cantar:
La pequeña Bo-peep
perdió su ovejita
y no sabía la pobre cita…
Pero se detuvo en seco, porque advirtioó en la ninñ a una expresioó n muy acusada de enfado, tras lo cual desaparecioó
del marco de la ventana.
—Se ha ofendido, es natural —dijo la senñ ora Crispíón—. Ha sido una torpeza por tu parte recordarle esa historia
tan insultante. Pero puede que no esteó s enterada de quieó n roboó los rabos de las ovejas. Tienes que pedirle a Bo-peep
que te lo cuente un díóa.
—Bo-peep es su hija, ¿no, senñ ora Crispíón? —preguntoó Merle, que estaba deseando cambiar de tema.
—Claro, mi querida hija Bo-peep. Tienes muchas cosas que aprender, Merle, acerca de mi familia. Y quiero que te
pongas al tanto de todo lo antes posible, para que me puedas ayudar. ¿No comprendes que Gran Grunñ ido es nuestro
enemigo maó s encarnizado? EÉ l, y nada maó s que eó l, ha sido quien nos ha causado tanto danñ o y ha sembrado la cizanñ a
entre nosotros.
Llevada por su inquietud y su excitacioó n, la anciana senñ ora habíóa ido subiendo poco a poco el tono de su voz y
acercaó ndose a Merle cada vez maó s.
Al final estaba tan proó xima a ella que la vara de abedul rozoó su cuerpo, y, aunque la infeliz senñ ora Crispíón intentoó
contenerse, no lo pudo remediar y se puso a azotar a Merle. Cada vez que le pegaba un azote, le pedíóa perdoó n en los
teó rminos maó s humildes que quepa imaginar, pero al mismo tiempo con un tono de voz igualmente iracundo.
—Por favor, te pido que me perdones, ¡perdoó name! —gritaba, sin dejar de dar patadas furiosas en el suelo—. ¡No
sabes cuaó nto lo siento! Espero no estar hacieó ndote demasiado danñ o.
La vara de abedul seguíóa haciendo zis-zas a diestro y siniestro, y Merle empezoó a abrirse camino hacia la puerta de
salida.
—¡Vete! —seguíóa diciendo la senñ ora Crispíón—. No quiero hacerte danñ o, pero comprendo que estoy siendo víóctima
de uno de mis terribles ataques de ira. ¡Vete de esta casa, vete, te lo pido por favor!
La perseguíóa, mientras pronunciaba estas palabras, sin dejar de azotarla con la vara ni de pedirle perdoó n, hasta
que Merle consiguioó alcanzar la escalera de cuerda y descolgarse por ella para quedar, finalmente, fuera de su alcance.
LA COLINA D[9]

En cuanto se vio al pie de la escalera, Merle se detuvo unos instantes a meditar. ¿Queó teníóa que hacer ahora? Ahíó
estaba el dilema.
Estaba ansiosa por descubrir todo lo referente a Gran Grunñ ido y el texto de las canciones infantiles, pero, al mismo
tiempo, se daba cuenta de que volver a acercarse a la senñ ora Crispíón resultaba un tanto arriesgado. Cerroó los ojos
apretando mucho los paó rpados. Cuando volvioó a abrirlos advirtioó , con gran pasmo, que tanto la casa de la senñ ora
Crispíón como el camino de vuelta hacia el torno giratorio habíóan desaparecido como por encanto. Ante sus ojos, se
alzaba ahora una gran colina, con un letrero al pie de ella donde se leíóa: «COLINA D».
—Debe de ser el nombre que la distingue —pensoó Merle—. ¿Pero por queó no lo escribiraó n completo? ¿De queó le
sirve a nadie no conocer maó s que la primera letra de un nombre?
—Eso indica que no tienes ni idea del asunto —dijo una voz cerca de sus oíódos.
Merle se dio la vuelta raó pidamente y se quedoó sorprendidíósima al ver a un ninñ o y a una ninñ a que veníóan andando al
lado de ella. Acarreaban entre los dos un cubo vacíóo, y ninguno de ellos parecíóa extranñ ado de haberse encontrado con
Merle.
—¡Por fin has llegado, menos mal! —dijo el ninñ o, malhumorado—. ¡Ya iba siendo hora! De todas maneras, si
quieres que te diga la verdad, no espero de ti mucho maó s que de los otros.
La ninñ a no prestoó atencioó n al comentario de su companñ ero.
—¿Sabes? —le dijo a Merle—, el nombre estaó escrito asíó para que los demaó s ninñ os no tengan que perder el tiempo,
como nos pasa a nosotros, llenando y vaciando cubos de agua.
—Perdona —dijo Merle muy educadamente—. ¿No sereó is por casualidad Jack y Jill?
—Pues claro —dijo el ninñ o—. Y vamos a subir a la colina de la Disputa para llenar un cubo de agua.
—¡Pero Jack! —le interrumpioó Jill—. ¿Por queó le has dicho el nombre de la colina? No se lo teníóas que haber dicho.
Ahora todos los ninñ os sabraó n doó nde estaó , y querraó n imitarnos, y traer de allíó cubos llenos de agua. Acueó rdate de lo que
nos costoó convencer al Hada que inventa las canciones infantiles para que el verdadero nombre de la colina no
apareciera en el texto.
—Se me ha escapado —dijo Jack—, no lo he podido remediar.
A todo esto, ya iban trepando colina arriba y se estaban acercando a la cumbre.
—No lo has podido remediar, no lo has podido remediar —dijo Jill—, siempre sales con lo mismo, nunca puedes
remediar nada.
—¡La culpa la has tenido tuó ! —dijo Jack.
—¿Yo? —replicoó Jill—. La culpa es tuya y bien tuya.
—Venga, por favor, no discutaó is —dijo Merle, tratando de interponerse entre ellos.
Pero no llegoó a tiempo, porque precisamente en ese momento la colina parecioó aumentar de tamanñ o. Jack tropezoó
y empezoó a rodar pendiente abajo. En cuanto a Jill, ni siquiera esperoó a caerse, porque se tiroó ella misma al suelo y se
echoó a rodar detraó s de su hermano. Merle los miraba desde arriba.
—Era exactamente lo que me esperaba —suspiroó —. Ojalaó que Jack no se haya roto la cresta.
Cuando llegaron al pie de la colina, se levantaron y Jack se sacoó del bolsillo un parche que Jill le aplicoó a la herida
de la cabeza. Luego se dieron la mano y volvieron a emprender su tarea de llegar con el cubo a lo alto.
Daba la impresioó n de que habíóan hecho las paces y de que se dirigíóan la palabra uno a otro en tono amable. Merle
se sentoó en el suelo, decidida a esperar a que llegasen otra vez arriba.
—¡No volvaó is a renñ ir! —les gritoó .
Jack asintioó con una sonrisa y Jill se tapoó la boca con los dedos, como queriendo indicar que no pensaba volver a
decir una palabra.
Pero la suerte se les torcioó , porque cuando estaban llegando al lado de Merle, Jack tropezoó contra una piedra. Jill se
volvioó hacia eó l, retiroó los dedos de su boca, y dijo muy enfadada:
—¡Ya podíóas fijarte por doó nde pisas!
—La culpa ha sido tuya —replicoó Jack.
Apenas si le dio tiempo a decir eso antes de caer nuevamente al suelo, arrastrando a Jill en su caíóda. Y otra vez
rodaron uno tras otro colina abajo.
—¡Allaó ellos! —dijo Merle—. Pero si van a seguir haciendo lo mismo por los siglos de los siglos, yo desde luego no
me pienso quedar aquíó para verlo.
Solamente esperoó el tiempo preciso para cerciorarse de que ni Jack ni su hermana estaban gravemente heridos, y
luego, ponieó ndose de pie en la cumbre de la colina, se dio la vuelta y descendioó por la otra ladera.
No habíóa hecho mucho camino, cuando llegoó a una veredita recta y estrecha flanqueada por un enorme seto. A
Merle se le antojoó un paraje luó gubre y abandonado, y justo cuando estaba llegando a la conclusioó n de que no conveníóa
seguir internaó ndose por allíó, vislumbroó el extremo inferior de unas enaguas azules rematadas por un zapatito negro,
que asomaban por debajo del seto, a mitad de la vereda. Se dirigioó hacia allíó raó pidamente y se encontroó con una ninñ a
que yacíóa adormilada bajo el seto. En seguida reconocioó en ella a la hija de la senñ ora Crispíón.
A la niña Bo-peep,
de pie pequeño,
le estaba entrando sueño…
Dijo Merle dulcemente, porque no queríóa volver a ofenderla.
Mientras recitaba aquella estrofa, Bo-peep se sentoó y empezoó a frotarse los ojos.
—Venid, corderitos de mi alma —dijo con voz sonñ olienta—. ¡Cuaó nto me alegro de volveros a encontrar!
Merle la miroó ; ¿de queó estaríóa hablando? Iba a decir algo, pero justo en ese momento, Bo-peep se puso de pie,
sobresaltada, y rompioó a llorar amargamente.
—¡No estaó n! —sollozoó —. Era un suenñ o…, pero los oíóa balar tan claramente, tan cerca…
—No llores —dijo Merle afectuosamente—. Yo te ayudareó a buscarlos. ¿Quieó n te los roboó , bonita? ¿Fue Gran
Grunñ ido?
—¡Claro! ¡Quieó n iba a ser! —dijo Bo-peep.
Pero en seguida dejoó de llorar y secaó ndose los ojos precipitadamente anñ adioó :
—¡Hay que darse prisa! Si corremos un poco, todavíóa llegaremos a tiempo a la reunioó n.
—¿Queó reunioó n? —preguntoó Merle.
—La reunioó n de la familia —dijo Bo-peep—. Todas las noches, a las doce en punto, libramos por espacio de una
hora. Durante ese tiempo, o sea hasta la una, Gran Grunñ ido no tiene poder sobre nosotros, y nos permite abandonar
nuestras respectivas y malditas tareas. Es cuando nos reunimos y hacemos planes para derrocar al gran tirano.
—¿Y puedo ir yo? —preguntoó Merle—. ¿No montaraó en coó lera si se entera de que he asistido?
—No se enteraraó —aseguroó Bo-peep—. Tuó entras conmigo. Se trata de una reunioó n secreta.
Bo-peep cogioó a Merle de la mano, y de repente cayoó la noche. Se oyoó un reloj que daba las campanadas de las
doce, y en seguida le contestoó otro, y luego otro, y otro, de tal manera que todo el aire en torno se estremecíóa con
aquella algarabíóa de campanadas. Algunas sonaban graves, otras agudas, pero el estreó pito era tal que Merle tuvo que
taparse los oíódos.
Cuando se los destapoó , ya no se encontraba en la estrecha vereda, sino en un amplio saloó n.
DE LAS DOCE A LA UNA

Era un saloó n realmente enorme y no se parecíóa en nada a ninguó n saloó n de los que Merle habíóa visto en su vida. En
lugar de la tarima habitual para conferenciantes y las filas de asientos para el puó blico, la estancia estaba ocupada casi
por completo por una inmensa plataforma, y de cara a ella no se veíóa maó s que una fila de butacas. Pero ni siquiera eó sa
hacíóa falta, seguó n Bo-peep le explicoó a Merle, porque todos queríóan echar discursos y nadie teníóa gana de sentarse a
escucharlos.
—Bueno —dijo Merle—, pero hoy síó ha venido alguien que tiene ganas de escuchar, asíó que voy a tomar asiento.
Pero Bo-peep dijo que de ninguna manera, que si Merle se sentaba allíó sola, Gran Grunñ ido advertiríóa
inmediatamente una presencia extranñ a.
Asíó que se sentaron las dos juntas. Ya habíóa varias personas agrupadas sobre la plataforma, y los relojes seguíóan
sonando. En cuanto uno de ellos daba la uó ltima campanada, hacíóa acto de presencia un nuevo invitado.
Merle no tardoó en reconocer a su amiga la senñ ora Crispíón, tranquilamente sentada en una silla, sin dar muestras de
querer pegar a nadie. Jack y Jill tambieó n estaban sentados uno al lado del otro y charlaban animadamente sonrientes y
alegres, aunque Jack llevaba la cabeza vendada con un gran panñ uelo de color rojo y Jill un brazo en cabestrillo.
Tampoco le costoó a Merle mucho trabajo adivinar quieó nes eran los demaó s asistentes, porque cada cual llevaba un
cartelito con su nombre impreso.
Allíó estaban el Chico Azul, maó s avispado que nunca, y a su lado el Hombre en la Luna. En primera fila se veíóa,
sentadas una junto a otra, a la Oca Gansa y a la senñ orita Muffet, en animada conversacioó n con Pollie Flinders y Tom
Tomista, el hijo del Flautista. Alborotaban mucho. La senñ orita Muffet mostraba en sus maneras tanto desparpajo que a
Merle le extranñ oó mucho que una simple aranñ a fuera capaz de asustarla.
Justo cuando el uó ltimo reloj estaba dando la uó ltima campanada de las doce, entroó precipitadamente en el saloó n
mamaó Hubbard, seguida por un perro y una nutrida escolta de personajes: un zapatero remendoó n, un panadero, un
sastre y mucha maó s gente. Merle se disponíóa a preguntarle a Bo-peep quieó nes eran, cuando la senñ ora Crispíón se
adelantoó hacia los asientos y empezoó a hablar:
—Hijos míóos —dijo—, creo que acaban de sonar las doce en los relojes terrestres. ¿Quereó is decirme queó hora
marca el reloj infantil?
En cuanto formuloó aquella pregunta, todos los asistentes sacaron un relojito en forma de diente de leoó n [10], y
empezaron a soplar sobre ellos con aire grave y solemne. La senñ ora Crispíón iba contando en voz alta: «Una, dos,
tres…», y asíó sucesivamente hasta llegar a las doce. Y cuando los vilanos que se iban desprendiendo a impulso de los
soplidos acabaron de esparcirse por el aire en todas direcciones, los asistentes ya no teníóan en la mano maó s que el
tallo de la flor. Coincidiendo con esto, el saloó n, que al principio le habíóa parecido a Merle tan mal iluminado, se llenoó de
claridad y de brillo. Se diríóa que todas las estrellas se hubieran precipitado desde el cielo para venir a tapizar aquellas
paredes. Pero en realidad no eran estrellas, sino vilanos. En efecto, cada uno de los vilanos procedentes de los
muó ltiples dientes de leoó n se habíóa transformado en una lamparita resplandeciente.
En seguida la senñ ora Crispíón reanudoó su discurso.
—Escucha Merle —dijo—, atiende a nuestras cuitas y ayuó danos a convertir en aciertos nuestros errores. Tuó , si
quieres, lo puedes conseguir. Mi historia ya la conoces. Presta ahora oíódos al relato de los demaó s.
Se sentoó acto seguido, sin peó rdida de tiempo. Inmediatamente Bo-peep, el Hombre en la Luna, el Chico Azul y el tíóo
Jorobita se pusieron de pie los cuatro al mismo tiempo y empezaron a hablar a toda mecha.
Merle no entendíóa ni una palabra de lo que iban diciendo. Solamente lograba captar un nombre que todos ellos
repetíóan continuamente: el de Gran Grunñ ido. Al cabo de un minuto, la senñ ora Crispíón levantoó una mano, y todos
enmudecieron al punto y se volvieron a sentar.
—En fin, Merle —dijo la senñ ora Crispíón—, ahora ya estaó s enterada de todos los agravios y perversidades que nos
ha hecho padecer Gran Grunñ ido. Se ahorra mucho tiempo hablando de cuatro en cuatro, y da igual que no entiendas
por completo las quejas que te exponen. Para juzgar al tirano basta con ver el resultado de sus fechoríóas. Tuó has
podido apreciar cumplidamente ese resultado, y ante tal evidencia, las palabras estaó n de sobra.
—Pero ¿queó puedo hacer yo para echarlo? —preguntoó Merle.
—Buó scanos un rey —dijo el tíóo Jorobita.
—Ten confianza en ti misma y plaó ntale cara —dijo el Chico Azul.
—Haz lo que se te ocurra —concluyoó mamaó Hubbard—, pero hazlo ya, sin peó rdida de tiempo.
—¡Eso, eso! —asintieron el zapatero, el sastre, el panadero y el resto de su seó quito—. ¡Sin peó rdida de tiempo!
Merle los miroó a todos. No entendíóa a queó se estaban refiriendo.
—¿Un rey? —preguntoó al fin—. ¿Y para queó necesitaó is un rey?
—¡Vaya por Dios! —exclamoó la senñ ora Crispíón—. Habraó que volver atraó s y empezar por el principio para que
entienda bien el asunto. Veraó s, Merle, hija, antes existioó ese rey, un rey que era capaz de mantener a raya a Gran
Grunñ ido y que nos protegíóa de sus malos influjos. En esa eó poca Gran Grunñ ido no podíóa hacer otra cosa que grunñ ir y
protestar para síó mismo, sin encontrar eco.
—Pero llegoó un díóa —anñ adioó el Hombre en la Luna, reanudando el hilo de la historia, que la senñ ora Crispíón habíóa
abandonado para tomar aliento—, llegoó un díóa, digo, en que a nuestro rey se le acaboó el plazo de su reinado. No
habíóamos elegido a otro porque Gran Grunñ ido nos teníóa enganñ ados y nos lio. No conseguíóamos ponernos de acuerdo
sobre cuaó l de los candidatos era maó s apropiado y asíó empezaron las grescas y las peleas.
—Exactamente, ahíó estaó el quid de la cuestioó n —interrumpioó el Chico Azul—. Nos empezamos a pelear unos con
otros, ¿te das cuenta, Merle? Eso fue lo que pasoó . Mientras nos llevaó bamos bien, Gran Grunñ ido no teníóa poder alguno
sobre nosotros, pero en cuanto empezaron las disputas y disensiones, eó l se alzoó con el mando absoluto. Y desde
entonces nos tiene dominados de la forma maó s vil.
—Pues la culpa la teneó is vosotros por ser tontos y llevaros tan mal —dijo Merle.
—Síó, claro, queó bonito, ahora ya eso resulta muy faó cil de decir —intervino una ninñ a que no habíóa abierto la boca
hasta entonces.
Merle no necesitoó preguntar quieó n era. En seguida leyoó en el cartelito que llevaba prendido en su traje que se
trataba de «Mary Hilaria lleva la contraria».
—¡Caó llate, Mary Hilaria! —dijo Bo-peep—. ¡No le hables a Merle en ese tono!
—Pero bueno, ¿por queó no dejaó is de renñ ir de una vez? —preguntoó Merle.
—Porque mientras Gran Grunñ ido siga manteniendo su dominio sobre nosotros, no podemos remediarlo —dijo la
senñ ora Crispíón.
—Si lograó ramos subir una vez, aunque fuera una sola, a la colina de la Disputa sin renñ ir uno con otro, estaó claro
que ni tropezaríóamos ni nos caeríóamos rodando. Pero no podemos evitarlo, la culpa la tiene Gran Grunñ ido —dijo Jack,
frotaó ndose la cabeza vendada.
»Como sigamos asíó —anñ adioó Jack con voz compungida—, me voy a pasar la vida con los brazos llenos de
cardenales.
—No gritamos ni discutimos porque tengamos mal caraó cter, Merle —dijo la senñ ora Crispíón—. ¿Es que no lo
comprendes?
—Aparte de que si te tienes que pasar todo el díóa buscando rabos de oveja —anñ adioó Bo-peep—, a ver coó mo no se
te va a agriar el caraó cter.
—¡Basta, Bo-peep! ¡No te pongas asíó! —dijo la senñ ora Crispíón—, ¿de queó sirve? Estamos malgastando el tiempo; es
la una menos cuarto. ¿Es que nadie es capaz de sugerirle a esta ninñ a alguna idea para que nos eche una mano?
—¡Yo! —dijo la Oca Gansa, incorporaó ndose y sacudiendo las plumas—. Veraó s, Merle, lo que tienes que hacer
cuando vuelvas a ver a nuestro comuó n enemigo es hacerle frente, desafiarlo y desterrarlo del reino. Tuó puedes
hacerlo, si quieres. Eso es todo. Luego, cuando se haya ido, nos eliges un rey.
—Hareó todo lo posible —dijo Merle—, pero estoy poco segura de servir para eso.
—Yo nunca he creíódo que sirvieras para eso —dijo Mary Hilaria lleva la contraria.
—¡Cierra el pico, Mary! —gritoó el Chico Azul.
—No seó por queó se va a callar —dijo Jill—. Estaó en su perfecto derecho de dar una opinioó n.
—Pues naturalmente que síó —dijo mamaó Hubbard.
—Naturalmente, naturalmente —corearon el zapatero, el panadero, el sastre y companñ íóa.
—¡Por favor, basta! ¡Dejad de discutir ahora! —dijo la senñ ora Crispíón—. Faltan cinco minutos para la una y luego
¿queó ?
El saloó n empezaba a ensombrecerse, a pesar de que las lamparitas de diente de leoó n seguíóan luciendo. Merle le
cogioó una mano a Bo-peep porque se sentíóa de pronto un poco asustada. Pero Bo-peep no lo notoó porque estaba
empezando a adormilarse insensiblemente. Entonces Merle miroó a la senñ ora Crispíón, y vio que ya no estaba
tranquilamente sentada como antes. Agitaba los brazos en torno suyo, inquieta, buscando la vara de abedul.
Se fue volviendo todo cada vez maó s oscuro y a Merle le parecioó oíór que alguien gritaba fuera del saloó n. Síó, ahora
estaba segura, era una voz que sonaba a lo lejos. ¿Queó iríóa a pasar? Estaba cada vez maó s asustada. Se volvioó de nuevo
hacia Bo-peep, pero Bo-peep ya habíóa caíódo dormida, y ademaó s era evidente que estaba sonñ ando, porque de vez en
cuando se removíóa y murmuraba frases inconexas sobre su ovejita. ¡Cada vez maó s y maó s oscuro!
Merle no pudo soportarlo maó s y se puso de pie. Queríóa bajarse de la tarima, porque estaba subida en ella, queríóa
abandonar aquel saloó n y salir corriendo. Pero en vez de hacer nada de eso, se quedoó completamente inmoó vil, porque
asomando por la puerta del fondo del saloó n vio brillar y avanzar hacia ella las temidas mayuó sculas rojas G. G. Y Merle
supo que llegaba Gran Grunñ ido. Entonces se acordoó de lo que le habíóa dicho la Oca Gansa, que era absolutamente
necesario hacerle frente al tirano y desterrarlo del Reino del Fin. Asíó que sacando fuerzas de flaqueza, empezoó a decir:
—Yo te desaf…
Pero no pudo continuar, porque en ese preciso momento todos los relojes, uno tras otro, iniciaron las campanadas
de la una. Y a medida que las letras rojas se iban acercando hacia ella, la voz que antes se oíóa lejos decíóa claramente:
Ea, súbditos, ea,
vuestra hora concluyó,
volved a la pelea,
porque ahora mando yo.
Cualquier propoó sito de terminar la frase iniciada o desafiar a Gran Grunñ ido se desvanecioó de la cabeza de Merle.
Estaba aterrorizada.
Cuando las formidables letras rojas estaban llegando casi a su lado, Merle gritoó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Socorro, Altihoja! ¡Socorro quien sea! ¡Socorro!
Lo que maó s ansiaba era sentirse envuelta por el manto de Altihoja, pero en vez de eso, algo, un no seó queó , parecioó
venir a interponerse entre ella y aquellas letras horribles. Y oyoó una agradable muó sica y una voz muy suave que
entonaba lenta y dulcemente una cancioó n de cuna.
Merle conocíóa aquella melodíóa, pero era incapaz, sin saber por queó , de recordar la letra. La cancioó n sonaba cada
vez maó s fuerte y tambieó n daba la sensacioó n de que la voz se acercaba maó s y maó s, al tiempo que las horribles letras del
sombrero de Gran Grunñ ido se desvanecíóan, en cambio, e iban perdiendo brillo hasta que desaparecieron por
completo. Y al fin la oscuridad se disipoó y se hizo nuevamente la luz.
G. G.

Cuando dejoó de verse por completo el sombrero de Gran Grunñ ido y con eó l se desvanecieron las sombras, Merle
recobroó el valor perdido. En el momento en que hubo claridad suficiente, avanzoó , dispuesta a hablar en serio con Bo-
peep. Pero, por raro que parezca, Bo-peep, la senñ ora Crispíón, Jack y Jill y todos los personajes, en fin, de las canciones
infantiles, se habíóan esfumado, como asíó mismo el saloó n donde se celebrara su congreso. Merle no daba creó dito a sus
ojos, pero era asíó. Lo uó nico que no se habíóa esfumado era ella.
A todo esto, la cancioó n de cuna se seguíóa escuchando, aunque ya maó s deó bilmente, tan deó bilmente que Merle casi no
le prestaba atencioó n. Teníóa otras muchas cosas en queó pensar. Ahora se encontraba al aire libre, en mitad de un
camino, o —para decirlo maó s propiamente— en una encrucijada de cuatro caminos.
No lejos de ella habíóa un poste con cuatro letreros, cada uno de los cuales apuntaba a uno de los cuatro caminos.
Merle se acercoó al poste para ver lo que decíóan aquellos letreros senñ alizadores. En el que apuntaba hacia el camino
de la derecha decíóa:
G… G…
Merle se estremecioó al ver aquellas iniciales tan aterradoras y ya se disponíóa a toda prisa a leer el siguiente letrero,
por si no era tan amenazador, cuando oyoó que alguien le decíóa:
—Te conviene mirar maó s atentamente, querida, antes de escabullirte —dijo ese alguien.
Merle no alcanzoó a entender de doó nde veníóa la voz, pero alzoó nuevamente los ojos al letrero y comproboó que habíóa
otras letras maó s pequenñ as entre las dos ges mayuó sculas. Las deletreoó despacio, y no sin esfuerzo consiguioó leer:
A Guirigay de Gruñidos
—No resulta muy atractivo —dijo.
—Claro que no —volvioó a decir la voz—. Mira el siguiente roó tulo.
Asíó lo hizo Merle y vio que, igual que en el primero, habíóa dos ges mayuó sculas y otras letras pequenñ as en medio.
Leyoó en voz alta:
A Gigantesco Golpetazo
Volvioó los ojos al tercero, ya muy desanimada, y vio que estaba escrito, siguiendo igual sistema:
A Gran Gatuperio[11]
—¡Esto ya es una provocacioó n insoportable! —exclamoó Merle—. No me voy a molestar en leer el letrero que falta,
porque ya se ve que este Gran Grunñ ido mete las narices en todas partes. Me saca de quicio la sola visioó n de esas
malditas ges.
—No pierdas los estribos, querida, que no conduce a nada —dijo aquel no seó quieó n.
Al llegar a este punto, Merle ya estaba francamente iracunda.
—Quienquiera que seas —exclamoó —, ¿por queó no das la cara?
—Alza la tuya y me veraó s —fue la respuesta.
Merle miroó hacia arriba y descubrioó , con gran asombro, que era el propio poste quien le estaba hablando. No se
trataba de un poste como todos los demaó s, porque en la cumbre, por encima de los brazos senñ aladores, teníóa una
cabeza. A primera vista no pasaba de ser un trozo de madera tallada, pero era capaz de expresarse con tanta
propiedad como la propia Merle.
—No tienes que pedir disculpas —dijo la senñ al—, simplemente estaó s cayendo en el mismo error en que otros
cayeron antes que tuó . Todos se limitan a mirar a los postes, en vez de ponerse a hablar con ellos. Si se les ocurriera
hacerlo, recogeríóan una informacioó n mucho maó s amplia, porque no en vano hemos aguantado en el mismo sitio anñ os y
anñ os. ¿Y coó mo no vamos a saber muchas maó s cosas de nuestra regioó n que las que cabe escribir en nuestros brazos?
Merle decidioó que nunca volveríóa a cometer la ingenuidad de fiarse solamente de los letreros y se dispuso a
obtener de aquella cabeza parlante la mayor cantidad de informes posible. Se sentíóa un poco en ridíóculo, asíó que
empezoó por preguntar humildemente:
—¿Te importaríóa decirme por queó llevas impresas en todos tus brazos esas horribles ges?
—¡A ver si te crees que esos letreros los he escrito yo! —dijo el poste, en tono indignado—. ¿Me crees capaz de
inventar esas paparruchas?
—Entonces, lo que pasa es que Gran Grunñ ido te tiene bajo su maleficio, como a todos los vecinos de este reino.
¿Fue eó l quien escribioó los letreros? —preguntoó Merle, deseosa de aplacar las iras del poste.
—Pues claro —contestoó eó l, enfurrunñ ado.
—¿Y queó quieren decir? —preguntoó Merle—. No creo que haya ninguó n lugar que se llame Gigantesco Golpetazo. Te
agradeceríóa que me lo aclararas, porque el caso es que tengo que ir a no seó doó nde y no seó por doó nde se va, y antes has
dicho que hablara contigo porque tuó sabes muchas cosas. Pues si sabes tantas cosas, ayuó dame, por favor.
A medida que Merle hablaba, el poste se iba calmando y su humor se dulcificaba. Asíó que cuando la ninñ a concluyoó
con aquella suó plica, le dijo doó cilmente:
—Estaó bien, te ayudareó . Veraó s, hace muchos anñ os, cuando teníóamos nuestro propio rey, yo era un poste sensato,
con direcciones cuerdas y correctamente escritas en cada uno de mis brazos.
—Hasta que empezaste a renñ ir con alguien, me imagino —interrumpioó Merle—, y a partir de entonces Gran
Grunñ ido empezoó a apoderarse de tu voluntad. Otra vez la misma historia.
—No exactamente —dijo el poste, apesadumbrado—. Yo no renñ íó con nadie. Lo que pasa es que sufro las querellas
de los demaó s. Todo el mundo estaó empenñ ado en renñ ir conmigo.
—Bueno, viene a ser lo mismo, ¿no? —dijo Merle.
—No creas, aunque el resultado sea el mismo, desde luego. Gran Grunñ ido se presentoó un díóa, echoó a perder mis
brazos, y ahora todo el mundo toma un camino equivocado.
—¿Coó mo que equivocado? Pues enseó nñame tuó cuaó l de eó sos es el buen camino. «A Gigantesco Golpetazo», por
ejemplo. ¿Queó quiere decir? —preguntoó Merle.
—Lo que significa realmente es «A la colina de Jack y Jill». Como Jack y Jill se pasan la vida resbalando, cayeó ndose y
pegaó ndose golpes al caer, en vez de poner «A la colina D.», Gran Grunñ ido ha preferido ese otro nombre, en parte para
equivocar a todo el mundo, le encanta, y en parte porque eso le permite usar por dos veces su inicial favorita.
—Ah, vamos, ya lo entiendo. Entonces, espera, deó jame que lo piense, ¿Guirigay de Grunñ idos, queó puede querer
decir…? ¡Claro, ya estaó ! Es el camino que lleva a casa de la senñ ora Crispíón, que no hace maó s que refunfunñ ar. Y Gran
Gatuperio, naturalmente, indica el camino para ir al saloó n de congresos.
—Exacto, querida —dijo el poste—. ¿Sabes que eres una ninñ a muy lista, a pesar de no tener maó s que dos brazos?
—Anda, claro que soó lo tengo dos brazos —dijo Merle—. Pues ¿cuaó ntos queríóas que tuviera?
—Cuatro, naturalmente —contestoó el poste—. ¿Coó mo te las vas a arreglar para indicar los cuatro puntos
cardinales, si no tienes maó s que dos brazos? Nunca podraó s servir de poste senñ alador.
Consciente de que aquello era una afirmacioó n que no teníóa vuelta de hoja, Merle creyoó maó s oportuno cambiar de
tema.
—Todavíóa no me has dicho por doó nde tengo que ir. No tiene sentido que coja uno de esos tres caminos, porque en
esos tres sitios ya he estado.
—En tal caso, aventuó rate por el cuarto —dijo la senñ al.
Merle se dio cuenta de que ni siquiera habíóa mirado lo que poníóa en el cuarto brazo, de manera que se dio la vuelta
para leerlo.
Era tan difíócil de descifrar como los otros tres, porque lo que estaba escrito era:
B… B…
—Eso no me ayuda mucho —comentoó Merle—. No lo entiendo. ¿Quieó n es B. B.?
Pero no obtuvo respuesta. Alzoó los ojos a la cabeza del poste, pero parecíóa haber perdido el habla. Se limitaba a
mirarla fijamente.
—Pero bueno, ¡todo esto es una estupidez! —dijo Merle.
El poste no reaccionoó , pero el brazo donde estaban grabadas las dos bes se movioó ligeramente. Pudo haber sido el
viento o un espejismo de la imaginacioó n de Merle, pero ella estaba segura de que el brazo se habíóa movido. Por fin,
decidioó tomar ese camino hacia B. B. A ver si se enteraba de quieó n era el tal B. B. No bien hubo tomado aquella
decisioó n, volvioó a oíór la cancioó n de cuna. Ademaó s le dio la impresioó n de que alguien la habíóa cogido de la mano y de
que en vez de caminar iba flotando por el aire.
Cuanto maó s se alejaba de la encrucijada de los cuatro caminos y del poste senñ alador, maó s níótidamente se dejaba oíór
la cancioó n de cuna, y con maó s fuerza sentíóa Merle la presioó n de aquella otra mano en la suya. Por fin, la cancioó n cesoó y
Merle oyoó una voz que le decíóa:
—Me encanta que hayas venido, Merle. Entra, por favor, ¿querríóas pasar revista a los pretendientes del trono?
Tienes que elegirnos un rey para el Reino del Fin.
GEMELOS IMAGINARIOS

Merle miroó en torno suyo. No lograba ver a nadie, y, lo que es peor, no veíóa ninguó n sitio hacia el que poder dirigirse.
Pero habíóa llegado a un punto en que ya estaba tan acostumbrada a las cosas raras que dijo simplemente:
—Enseó nñame a los pretendientes. Y procurareó quedar lo mejor que pueda.
De pronto vio ante sus ojos un edificio largo y achatado. Antes no estaba allíó, o mejor dicho, tal vez no lo habíóa
visto. Pero no se sorprendioó lo maó s míónimo y avanzoó hacia eó l en líónea recta. La puerta se abrioó y Merle se encontroó
dentro de una habitacioó n alargada. Estaba completamente llena de cunas de bebeó .
Cunas y cunas de todos los tamanñ os y formas imaginables. Las habíóa magníóficas, adornadas con volantes y lazos,
tan lujosas algunas que a nadie se le ocurriríóa llamarlas cunas sino maó s bien bassinettes[12]. Otras eran cestos vulgares
y corrientes, y otras, viejas cunas de madera que, sin duda, habíóan ido heredaó ndose de generacioó n en generacioó n.
Otras ni siquiera eran cunas propiamente dichas. Habíóa, por ejemplo, una vieja banñ era de latoó n, un enorme canasto y
un simple cajoó n de madera.
Pero bueno, por cunas podíóan ser tomadas todas, al fin y al cabo, las grandes, las normales y las maó s extravagantes,
porque en cada una de ellas estaba acostado un bebeó . En la estancia reinaba un silencio casi absoluto, a pesar de los
muchos ninñ os chicos que habíóa allíó y de que no se veíóa nodriza alguna a su cuidado. Un absoluto silencio, una total
quietud.
Al principio. Merle creyoó que los bebeó s estaríóan dormidos y, por miedo a despertarlos, recorrioó las cunas de
puntillas, una tras otra y echando una mirada al interior de ellas.
Le encantaban los bebeó s, una adoracioó n que abarcaba al geó nero en su totalidad, como cabe esperar de cualquier
ninñ a, y maó s si se trata de una ninñ a modosa.
Merle miroó en la primera cuna: una de las grandes adornadas con volantes. Vio dentro de ella a un bebeó muy
pequenñ o, muy menudo y muy paó lido, pero muy limpio. Cualquier persona a quien no le gustaran los bebeó s habríóa
dicho: «¡Queó feo es!». Merle se limitoó a pensar: «¡Este pobre ninñ o da la impresioó n de estar enfermo!». Sin embargo, el
bebeó parecíóa muy feliz. No estaba dormido, sino alegremente tumbado boca arriba. Nada maó s ver a Merle, balbucioó
con entusiasmo, y de todas las cunas al uníósono se elevoó un alegre coro de gorgoritos.
Todo el que entienda algo de este asunto sabe lo delicioso que resulta oíór los gorjeos de un bebeó cuando se siente
feliz y a gusto. Asíó que os podeó is imaginar lo que era aquel coro maravilloso de ninñ os emitiendo gorgoritos con deleite.
Merle sonrioó —sencillamente no pudo evitarlo— y luego se echoó a reíór sin saber por queó . Despueó s volvioó a mirar al
bebeó que habíóa en la espleó ndida cuna y se dio cuenta de que en uno de los volantes habíóa prendida una tarjeta. La
tarjeta teníóa algo escrito. Merle tuvo que leerlo dos veces, pensoó que se habíóa equivocado: pero no, allíó lo poníóa bien
claro: «El bebeó maó s hermoso del mundo».
Se quedoó bastante extranñ ada. Estaba segura de haber visto muchas veces ninñ os bastante maó s guapos que aqueó l.
En la siguiente cuna —la banñ era de latoó n— habíóa otro muy rico, tambieó n despierto y muy contento. Pero su
aspecto era distinto. Teníóa las mejillas sonrosadas, el pelo ensortijado y la cara bastante sucia. Era realmente precioso.
Merle vio otra tarjeta prendida en la cuna, y, al leerla, comproboó que tambieó n en eó sta poníóa: «El bebeó maó s hermoso del
mundo».
Luego miroó la siguiente cuna y vio otra tarjeta con las mismas palabras. Miroó otra maó s, y otra, y otra. Y en todas
decíóa lo mismo. Todos los bebeó s, guapos o vulgares, limpios o sucios, gordos o flacos, llevaban en la cuna ideó ntica
inscripcioó n: «El bebeó maó s hermoso del mundo».
Merle se detuvo desconcertada. ¡Queó cosa maó s rara! ¿Queó querríóa decir?
—¡Es totalmente absurdo! —dijo en voz alta—. Soó lo puede haber un bebeó que sea el maó s hermoso del mundo.
—Ahíó estaó la cuestioó n —dijo la voz que Merle habíóa oíódo al alejarse del poste, la misma que la habíóa invitado a
entrar y echar una mirada a los pretendientes al trono.
Merle se volvioó , porque ahora era algo maó s que una voz lo que habíóa. A su lado vio a un ninñ o de unos tres anñ os, que
se expresaba como si fuera mucho mayor.
—Precisamente —dijo con conviccioó n—. Eso precisamente es lo que queremos saber: cuaó l es el maó s hermoso.
Merle lo miroó llena de asombro.
—¿De doó nde has salido? —preguntoó al cabo.
—Llevo aquíó mucho tiempo —respondioó el ninñ o—. Pero fui deó bil. Cuando Gran Grunñ ido me dijo, igual que a ti, que
soó lo podríóa entrar si dejaba el cuerpo fuera, allíó lo dejeó .
—Pero lo recuperaríóas, ¿no? —inquirioó Merle.
—No. No lo recupereó —dijo el ninñ o indignado—, mi propio cuerpo no. EÉ ste no me pertenece, ¿sabes? En realidad,
yo soy una ninñ a, y cuando llegueó al Reino del Fin teníóa diez anñ os. Cuando quise abandonarlo, Gran Grunñ ido me dijo
que le habíóa dado mi cuerpo a otra persona, y que eó ste era el mejor que teníóa para darme. Es lo que hace siempre:
devolverle a la gente cuerpos equivocados y luego mandarlos de regreso a este estuó pido mundo. Una verdadera
confusioó n para todos, porque los adultos tienen miedo y los ninñ os no, muchas ninñ as resulta que son ninñ os y al reveó s.
Bueno, a la gente le extranñ a porque no conoce la causa; si la conociera, no le resultaríóa tan difíócil de entender.
—Ya —dijo Merle, reflexiva—, es el estilo de Gran Grunñ ido.
—Pues claro —dijo el ninñ o—. Todos los que llegan al Reino del Fin dejan su cuerpo al cuidado de Gran Grunñ ido y
entran sin eó l. Como ayudar a los personajes de las canciones infantiles es algo que nadie consigue, cuando se vuelven a
marchar, siempre decepcionados, se encuentran con que ademaó s Gran Grunñ ido les devuelve un cuerpo que no era el
suyo. Yo no puedo salir de aquíó hasta que encuentre el míóo. A saber doó nde estaraó . Soó lo Gran Grunñ ido lo sabe.
—¿Y coó mo te las vas a arreglar para encontrarlo? —preguntoó Merle—. Por cierto, si no te importa, dime coó mo te
llamas. Me es maó s coó modo hablar contigo si me dices tu nombre.
—¿Mi nombre? —dijo el ninñ o—. Ah, síó, claro. Me llamo Tomaó s Muriel.
Merle se quedoó muy extranñ ada.
—¿No lo comprendes? —continuoó el ninñ o—. Muriel es mi nombre verdadero de ninñ a, y Tomaó s el del cuerpo en que
ahora vivo.
Merle se sentíóa cada vez maó s atoó nita, pero vio a su interlocutor tan indignado que prefirioó no seguirle dando
vueltas a aquel asunto del nombre. En cambio, le preguntoó coó mo pensaba hacer para recuperar su propio cuerpo.
Bueno, me ayudaraó s tuó , ¿no? Es loó gico. Cualquiera de esos bebeó s podríóa contestarte lo mismo.
Merle no teníóa ni idea de lo que debíóa hacer para recuperar el cuerpo del ninñ o, pero, al parecer, eó l síó lo sabíóa y los
bebeó s tambieó n, de modo que seguramente ya se enteraríóa a su debido tiempo.
—Ahora —dijo Tomaó s Muriel cuando Merle se quedoó en silencio—, date prisa y toma una determinacioó n.
—¿Queó tengo que decidir? —preguntoó Merle.
—Cuaó l es realmente el bebeó maó s hermoso del mundo. Tuó misma dijiste que no podíóa haber maó s que uno.
—Pero ¿por queó me pides que decida una cosa tan difíócil?
—Porque necesitamos un rey —dijo Tomaó s Muriel—. Antes de que el uó ltimo rey concluyera su reinado, todos los
personajes de las canciones infantiles eran felices, pero cuando se vio obligado a abdicar…
—¿Por queó le obligaron a abdicar si eran todos tan felices? ¡Queó tonteríóa! —dijo Merle—. ¡Uy, perdoó n! ¡Nunca
habíóa pensado que las canciones infantiles fueran una tonteríóa!
La verdad es que la pobre Merle estaba tan nerviosa que le faltaba el canto de un duro para echarse a llorar.
—Espera un momento, querida, espera un momento —dijo Tomaó s Muriel, a quien no parecíóa molestar en absoluto
el nerviosismo de Merle—. No sabes lo que dices. Los personajes de las canciones infantiles no son los que obligaron a
abdicar al rey. Lo que ocurrioó es que eó l mismo perdioó todo su poder. Sus capacidades se redujeron a dos: andar y
hablar, no podíóa hacer otra cosa.
—¿Andar y hablar? —preguntoó Merle.
—Síó, claro, andar y hablar. ¿Queó te extranñ a? No me vayas a salir ahora con que no sabes nada de los reyes del Reino
del Fin. No te considero tan ignorante.
—Pues lo soy, ya ves —dijo Merle—. No seó absolutamente nada acerca de ellos. Asíó que cueó ntamelo tuó .
Al principio, cuando Merle hizo tan grave confesioó n, Tomaó s Muriel dio muestras de quedarse espantado y se dio la
vuelta, como si tuviera la intencioó n de dejarla plantada, pero la vio tan sumisa y avergonzada que lo pensoó mejor y
volvioó a dirigirle la palabra.
—Hace mucho tiempo, el Reino del Fin, que tambieó n se conoce como el Reino de los Recieó n Nacidos, era el lugar
maó s feliz del mundo. Todas las canciones eran alegres, joviales y con final feliz y ninguno de sus personajes habíóa
sonñ ado con meterse en pendencias. El bebeó maó s hermoso del mundo, que no sabíóa hablar ni andar, era siempre el
elegido como rey.
—¿Quieó n lo coronaba? —preguntoó Merle—. ¿Quieó n lo elegíóa?
—¿Quieó n elige a tu rey? —preguntoó Tomaó s Muriel—. Me refiero al Rey de Inglaterra.
—Nosotros no tenemos rey, tenemos reina —dijo Merle—. Y nadie la elige como reina, ya nace sieó ndolo.
—Pues lo mismo pasa con los reyes del Reino del Fin —dijo Tomaó s Muriel, impaciente—. Nacen siendo reyes.
Nadie puede hacer que un bebeó sea el maó s hermoso: tiene que nacer siendo el maó s hermoso.
—En ese caso no veo doó nde estaó el problema —dijo Merle—. ¿Por queó ahora el Reino del Fin no tiene rey? ¿Y por
queó todos estos recieó n nacidos tienen la misma tarjeta que dice: «El bebeó maó s hermoso del mundo»? ¿Quieó n les puso
esas tarjetas?
—Sus madres, por supuesto —dijo Tomaó s Muriel—. ¿Es que no lo comprendes? Cuando las canciones infantiles se
sintieron incapaces de decidir por síó mismas quieó n era el bebeó maó s hermoso del mundo, mandaron mensajeros a
todos los rincones de la tierra para ver queó opinaban las madres. Y cada madre pensaba que su bebeó era el maó s
hermoso del mundo.
—Debíóan de haber imaginado que pasaríóa eso —dijo Merle.
—Ya —dijo Tomaó s Muriel—, pero eso no arregla la cuestioó n. Ahora parece muy faó cil ser muy listo y ver las cosas
claras, pero cuando Gran Grunñ ido tergiversoó las canciones infantiles y las metioó en líóos…
—¿Y coó mo fue? —preguntoó Merle.
—¡Por culpa de unos gemelos! —exclamoó Tomaó s Muriel—. Aquellos gemelos fueron la causa de todo el líóo.
—¿Gemelos? —repitioó Merle.
—Síó, ¿es que no me crees? Empieza a parecerme que eres bastante estuó pida.
—Y a míó que tuó eres un grosero.
Estaba empezando a oscurecer, pero los dos ninñ os estaban tan embebidos en su discusioó n que no se dieron cuenta.
—No he dicho que no te crea. Lo que digo es que no seó queó tienen que ver unos gemelos con todo esto.
—Bueno, no eran gemelos de verdad —dijo Tomaó s Muriel, bastante irritado—. Eran gemelos imaginarios.
La oscuridad aumentaba por momentos.
—No estaó s diciendo maó s que tonteríóas —dijo Merle—. ¡Gemelos imaginarios! ¡Eso es una bobada!
Al llegar a este punto, estaba todo tan oscuro que Merle ya no veíóa a Tomaó s Muriel. De repente se le cruzoó por la
cabeza la idea de que aquella oscuridad anunciaba a Gran Grunñ ido. Su rabia desaparecioó como por encanto.
—No permitas que nos peleemos, Tomaó s Muriel —empezoó a decir.
Todos los bebeó s gorjearon al uníósono y volvioó a clarear.
Al cabo de un rato, la habitacioó n recuperoó su claridad; pero cuando Merle miroó a su alrededor en busca de Tomaó s
Muriel, eó ste habíóa desaparecido y Merle se habíóa quedado sola con los bebeó s.
CARTAS, CARTAS Y MÁS CARTAS

«¿Y ahora queó voy a hacer?», se dijo Merle. «Jamaó s lograreó enterarme de todo lo que necesitaríóa saber sobre los
reyes del Reino del Fin. Estaó claro que Gran Grunñ ido estaó poniendo todos los medios a su alcance para impedíórmelo.
Seguro que es eó l quien tiene la culpa de que Tomaó s Muriel se haya enfadado tanto. Pero de todas maneras, lo que me
intriga es a queó se referíóa con eso de los gemelos. ¿Queó tienen que ver unos gemelos con los reyes del Reino del Fin?».
Merle estaba hablando en voz alta, desde el centro de la habitacioó n, pero cuando formuloó la uó ltima pregunta habíóa
echado a andar despacio hacia una de las cunas.
Y con gran sorpresa comproboó que el bebeó que estaba metido en ella arrancaba a hablar. Pero no fue el uó nico.
Todos los demaó s lo imitaron, y al poco rato todos estaban hablando en voz alta. Pero lo maó s raro de todo era que,
aunque usaban todos ellos el mismo chapurreo de balbuceos y gorgoritos que suelen emitir los recieó n nacidos en la
vida real, el caso es que Merle entendíóa perfectamente todo lo que decíóan, y a su vez ellos se entendíóan entre síó.
Merle los escuchoó con toda atencioó n, porque aquellos recieó n nacidos estaban contestando a todas sus preguntas y
narraó ndole la verdadera historia de los reyes del Reino del Fin.
Pero, como vosotros, lectores, no creo que entendaó is la jerga infantil, voy a traduciros lo que los bebeó s le contaron
a Merle desde sus cunas.
Prestad, pues, atencioó n:
«El bebeó maó s hermoso del mundo siempre era el rey, y antes de que pudiese hablar y caminar perfectamente se
elegíóa a su sucesor. Y ocurrioó , un díóa, que Gran Grunñ ido formoó parte de la asamblea que debíóa elegir al futuro rey.
Debeó is saber que el nombre del rey era siempre anunciado por el Mensajero de las Hojas porque las hojas saben cuaó l
es el bebeó maó s hermoso, ya que oyen todo lo que pasa en el mundo y soó lo vienen al Reino del Fin cuando son viejas y
necesitan descanso. Cuando el nombre del futuro rey fue anunciado, Gran Grunñ ido se puso en pie y preguntoó con aire
caó ndido si las canciones infantiles estaban seguras de que sus amigas, las hojas, habíóan acertado al elegir el bebeó maó s
hermoso, pues eó l sabíóa que el tal bebeó teníóa un hermano gemelo.
»Su comentario trastornoó a la asamblea. A nadie se le ocurrioó comprobar si lo que Gran Grunñ ido decíóa era verdad o
no. Ahora saben de sobra que era mentira: pero en aquel momento se enzarzaron en una discusioó n sobre lo que
conveníóa hacer.
»Por supuesto reinaba la discordia. Algunos pensaban que debíóa haber dos reyes, mientras que a otros la idea les
parecíóa absurda. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que trataó ndose de hermanos gemelos, era difíócil que uno
fuese mucho maó s hermoso que el otro.
»Finalmente, la asamblea se disolvioó en medio de la mayor confusioó n, sin haber elegido ninguó n rey.
»En la siguiente asamblea, Gran Grunñ ido se mostroó auó n maó s persuasivo y el desacuerdo fue en aumento. Y en la
siguiente, las cosas fueron a peor, pues sugirioó que debíóan preguntar a las madres de todos los bebeó s cuaó l era el maó s
hermoso y, como ya sabeó is, eso soó lo sirvioó para acarrear maó s problemas. Total que el tiempo pasaba y seguíóan sin
elegir un rey.
»Pero no soó lo cundíóa el malestar durante las asambleas, sino tambieó n antes y despueó s de ellas. El tiempo se
consumíóa en discusiones y opiniones encontradas, pero no se llegaba a ninguna decisioó n praó ctica.
»Hasta que, por fin, el rey se vio obligado a abdicar sin que se le hubiera encontrado todavíóa un sucesor.
»El díóa en que estaba celebraó ndose la uó ltima asamblea, Gran Grunñ ido se encontraba presente, y aprovechando un
momento en que la confusioó n se habíóa apoderado de todos los asistentes, gritoó a voz en cuello: “¡Yo os dareó un rey! ¡Yo
sereó vuestro rey! ¡De ahora en adelante soó lo obedecereó is a Gran Grunñ ido!”. EÉ se fue el díóa en que por primera vez
convirtioó en caldo insíópido la cena de la senñ ora Crispíón y en que Jack y Jill se cayeron rodando cuando se peleaban al
subir a la colina a buscar un cubo de agua. El mismo en que los corderitos de Bo-peep amanecieron sin rabo y se
quemoó la boca el Hombre en la Luna. Todas las desgracias y conflictos de las canciones infantiles se iniciaron ese díóa».
Tal fue el relato que los bebeó s hicieron a Merle. Tras escucharlo del todo, ella esperoó unos instantes, reflexionoó , y
luego dijo:
—Gracias. Por fin lo he comprendido todo. Ahora tengo que poner manos a la obra y encontrar un rey para el
Reino del Fin. Tiene que ser un rey para siempre; asíó no volveraó a haber discusiones ni peleas.
Una vez concluido su pequenñ o discurso, Merle hizo una reverencia, besoó uno por uno a todos los bebeó s y salioó de la
habitacioó n. Estaba segura de que el futuro rey del Reino del Fin no se encontraba allíó, y decidioó empezar su buó squeda
por otra parte, sin maó s peó rdida de tiempo.
Atravesoó varias estancias llenas de cunas con ninñ os chicos, hasta que llegoó a otra mucho maó s pequenñ a. Al principio
creyoó que estaríóa vacíóa, porque no se veíóa nada en ella, pero luego reparoó en que, si bien en el centro, efectivamente,
no habíóa nada, en cambio las cuatro paredes estaban llenas de cajas de cristal puestas en fila y unas encima de otras.
Cuando se aproximoó a mirarlas de cerca, vio que estaban, a su vez, atestadas de montones y montones de cartas.

—¡Queó raro! —dijo Merle—. ¿De quieó n seraó n tantas cartas y por queó se le habraó ocurrido a quien sea guardarlas
aquíó?
Se acercoó auó n maó s y se le escapoó un grito de asombro. Fue un grito tan sonoro que, si alguien hubiera podido oíórlo,
sin duda habríóa acudido en su socorro, comprendiendo que estaba en apuros. Pero nadie la oyoó , asíó que de nada le
habíóa servido gritar. Pasados los primeros instantes de sorpresa, Merle ya sabíóa perfectamente lo que teníóa que hacer.
Abrioó una de las cajas de cristal, sacoó de ella una carta y la abrioó …
Tal vez esteó is pensando que hacíóa mal Merle al leer una carta dirigida a otra persona, y tendríóais razoó n si hubiera
sido asíó. Pero es que no estaba dirigida a otra persona: estaba dirigida a ella.
Y no solamente aqueó lla. Todas y cada una de las cartas encerradas en las cajas —¡y se contaban por centenares!—
habíóan sido escritas para que ella las leyera, aunque a su nombre no todas fueran dirigidas.
En algunos sobres lo que poníóa era: «Para cualquier ninñ o de carne y hueso que sepa leer», y en otras: «Que
cualquier ninñ o de carne y hueso, al llegar al Reino del Fin, lea esto sin falta». En otra, finalmente, el nombre de la
propia Merle estaba escrito con una letra muy clara.
Total, que Merle abrioó la primera carta, y leyoó :
Si a Gran Gruñido
intentas suprimir
ni miedo ni alarido
te debes permitir.
Bueno, eso ya me suena —dijo Merle—. No me estaó n contando nada nuevo. A ver queó dice en esta otra.
Abrioó la carta siguiente y decíóa lo mismo, en la siguiente igual, y asíó hasta veinte.
Por fin, en una de las que estaban encabezadas con la leyenda: «Para cualquier ninñ o de carne y hueso que sepa
leer», encontroó un texto distinto, tambieó n en verso. Decíóa:
Si un rey nos quieres traer
a nuestro reino afligido
busca su nombre escondido.
¿Y quién lo puede tener?
¿No lo aciertas? ¡Gran Gruñido!
Registra su casa y lo encontrarás
escrito y sellado. No te digo más.
—¡La casa de Gran Grunñ ido, claro! —exclamoó Merle—. ¿Coó mo no se me habíóa ocurrido antes que pudiera tener
una casa? Voy en su busca ahora mismo. Pero no, mejor que siga leyendo, a ver si encuentro maó s indicaciones.
Alguna maó s encontroó en la misma carta, que seguíóa asíó:
Si quieres saber quién esto escribió,
fue alguien que nunca corona ciñó.
Gran Gruñido, el muy canalla,
robó el secreto, ¡cruel castigo haya!
Si el secreto rescataras,
recuerda lo que escribo en letra clara:
Cuando te diga «sí», tú dile «no»,
cuano te diga «ven», echa a correr,
cuando te diga «¡fuera!», tú te quedas,
y si te dice «¡alto!», escápate de un salto.
Llévale la contraria, búrlate de él, provoca el desafío.
No te alteren sus iras, desprecia sus engaños y suspiros.
Merle leyoó la carta atentamente dos veces y luego se la guardoó en el bolsillo. Por fin, habíóa entendido lo que teníóa
que hacer.
No dejaba de preguntarse quieó n habríóa escrito todos aquellos montones de cartas. Se disponíóa ya a salir del cuarto,
cuando se dio cuenta de que todavíóa no habíóa leíódo ninguna del grupo encabezado por la inscripcioó n: «Que cualquier
ninñ o de carne y hueso, al llegar al Reino del Fin, lea esto sin falta». Asíó que se dio la vuelta, abrioó otra caja de cristal y
sacoó una de aquellas cartas.
La leyoó en seguida porque el texto era muy breve, aunque veníóa escrito en un papel muy grande. Decíóa:
El destino me fue adverso
por no decidirme a tiempo.
Me llamo Kate. Lo siento.
—No entiendo nada —pensoó Merle—. Seraó mejor que mire otra, aunque no sea maó s que otra.
Y en la siguiente encontroó escrito:
Sigue con acierto y tino
las órdenes de las cartas
o perderás el camino
como también lo perdió
una a quien Maggie May llaman.
Esa Maggie May soy yo.
—¿Las habraó n escrito ninñ os de carne y hueso que vinieron antes que yo al Reino del Fin y fracasaron en su intento
de vencer a Gran Grunñ ido? ¿Queó habraó sido de ellos, los pobres? ¿Y queó seraó de míó? En fin, queó le vamos a hacer, yo no
tengo maó s remedio que intentar como pueda triunfar en mi empenñ o.
Dichas estas palabras, cerroó la caja, recogioó en un montoncito todas las cartas que habíóa leíódo, y se encaminoó hacia
la salida de la habitacioó n. Estaba decidida a poner todos los medios a su alcance para vencer a Gran Grunñ ido. Y cuando
estaba trasponiendo la puerta de la Casa de los Bebeó s, se iba repitiendo en voz alta:
Llévale la contraria, búrlate de él, provoca el desafío.
No te alteren sus iras, desprecia sus engaños y suspiros.
Y sin saber por queó , aquellas palabras le infundíóan aó nimo y consuelo.
UN SENDERO TORTUOSO Y UNA CASA RETORCIDA

Al salir de la casa, Merle se encontroó frente a un amplio camino flanqueado por altos setos. Caminoó un rato hasta
llegar a un punto en que el sendero se dividíóa en varios senderos, todos ellos flanqueados por setos tan altos que
Merle no era capaz de ver lo que habíóa detraó s ni podíóa hacer otra cosa maó s que seguir vagando sin rumbo fijo.
Los caminos serpenteaban, se enrollaban y desenrollaban, se cruzaban unos con otros haciendo curvas, y a veces
terminaban de forma abrupta.
Era agotador y Merle no tardoó en empezar a sentirse muy cansada. Le dolíóan los pies, las piernas y la cabeza,
porque ademaó s de cansancio, tambieó n comenzaba a sentir preocupacioó n y susto. Era evidente que se habíóa perdido.
En esto empezoó a oscurecer. Pero de pronto aquello no la perturbaba, ya sabíóa que el fenoó meno de la oscuridad estaba
vinculado a la aparicioó n de Gran Grunñ ido, y esta vez, al contrario, el recuerdo de aquel ser monstruoso le infundíóa
aó nimo y valor. Asíó que aceleroó el paso. Estaba segura de que ese sendero retorcido y serpenteante teníóa que ver con eó l
y de que no tardaríóa en llegar a su casa. Y no se equivocaba. El sendero se fue estrechando, los setos se hicieron maó s
altos, y, casi inmediatamente. Merle se encontroó frente a una casa luó gubre y sombríóa.
Naturalmente, como todo lo suyo, la casa de Gran Grunñ ido era negra. Ademaó s, no era una casa normal. Al igual que
el camino que conducíóa hasta ella, la casa estaba muy retorcida. Las paredes se vencíóan hacia un lado y parecíóan a
punto de venirse abajo. Las escasas ventanas que teníóa estaban distribuidas sin orden ni concierto. Uno de los
extremos de la casa era muy alto y teníóa seis o siete pisos, mientras que el otro era muy bajo, no superior a la altura de
un entresuelo. Todo su aspecto sugeríóa incomodidad, retorcimiento y equivocacioó n.
Pero Merle no se extranñ oó lo maó s míónimo, pues no esperaba que nada relacionado con Gran Grunñ ido pudiera ser
bonito ni agradable. Se quedoó un buen rato buscando la puerta, hasta que por fin la descubrioó , muy arriba, en lo que
parecíóa ser el aó tico. A nadie se le ocurriríóa colocar una puerta en un lugar tan absurdo, pero no cabíóa duda de que
puerta era, porque teníóa picaporte y placa: aunque ni desde dentro ni desde fuera se podíóa abrir, eó sa es la verdad.
Merle miroó a su alrededor en busca de algo parecido a una puerta lateral o trasera, y no tardoó en encontrarla.
Habíóa varias, pero en sitios tan raros que nadie las podíóa utilizar. Ante la imposibilidad de entrar por puerta alguna,
Merle decidioó intentarlo por alguna de las ventanas. Vio una, muy cerca del suelo, situada en el extremo maó s bajo de la
casa, y corrioó hacia ella para asomarse al interior.
No consiguioó atisbar gran cosa, porque estaba todo oscuríósimo y no se trataba maó s que de un ventanuco. Tras unos
minutos de atenta observacioó n, Merle llamoó suavemente con los nudillos. No hubo respuesta: ni el menor indicio de
movimiento en el interior.
Merle volvioó a golpear con maó s fuerza. Nada. Llamoó de nuevo, y esta vez dijo en voz bien alta:
—¡Gran Grunñ ido! ¡Gran Grunñ ido! ¿Estaó s ahíó?
Tampoco asíó obtuvo respuesta, de manera que se decidioó a empujar la ventana para entrar por allíó. Vano intento.
La teníóa cerrada a cal y canto.
Como no sabíóa queó hacer, sacoó una de las cartas con instrucciones, a ver si le inspiraba alguna idea.
La abrioó y empezoó a leer en voz alta:
Si un rey nos quieres traer
a nuestro reino afligido…
Se interrumpioó porque oyoó un ruido, pero como volvioó la cabeza y no vio a nadie, reanudoó su lectura. Y justo
cuando estaba llegando a donde decíóa «Registra su casa y lo encontraraó s…», miroó casualmente hacia la ventana y
comproboó con pasmo que se estaba abriendo por síó sola, o al menos eso parecíóa.
Merle permanecioó inmoó vil un momento, paralizada de asombro, y luego saltoó sigilosamente por el alfeó izar de la
ventana y se coloó en el interior.
Supuso que Gran Grunñ ido estaríóa allíó a la espera, pero no encontroó a nadie. No bien hubo entrado, la ventana se
cerroó de nuevo lentamente.
Era un lugar muy raro. La habitacioó n no estaba empapelada, y si lo estaba, resultaba imposible notarlo, porque
tanto las cuatro paredes como el techo estaban recubiertos por una especie de lana aó spera, de color muy claro, casi
blanco en algunas zonas.
A Merle le parecioó tan extranñ o que se acercoó a tocarlo. Su tacto era igual al de la lana; y es que, en efecto, era lana.
Pero toda repartida en cachitos sueltos unos al lado de otros. Merle se acercoó a palpar uno.
—¡Vaya!, si esto lo que parece es… —empezoó a decir.
Pero en seguida se acordoó de que Gran Grunñ ido podíóa andar por la casa, al acecho de sus comentarios y bajoó la voz.
—… lo que parece —continuoó en un susurro— es lana de oveja. Síó, creo que es un rabo de oveja.
La examinoó maó s atentamente y esta vez síó que le costoó ahogar un grito.
—¡Claro! ¡Como que son los rabos de las ovejitas de Bo-peep! ¡Los he encontrado!
Estaba tan entusiasmada con su descubrimiento que decidioó inspeccionar con atencioó n el resto del cuarto.
Era una auteó ntica mina de tesoros. No cabíóa la menor duda de que era allíó donde Gran Grunñ ido almacenaba todo lo
que les habíóa ido robando a los personajes de las canciones infantiles. Por ejemplo, en un rincoó n aparecioó el cuerno
del Chico Azul.
Buscando en otro, descubrioó Merle algunos utensilios de jardineríóa que llevaban pegada una etiqueta donde se
leíóa: «Johnny». Merle se quedoó un rato miraó ndolos y haciendo memoria por si adivinaba queó Johnny podíóa ser eó se,
cuando se le vino a la cabeza la cancioó n:
Margery Daw, veo, veo,
Johnny tendrá un amo nuevo.
Sólo un céntimo al día va a ganar
pues más aprisa no puede trabajar.
—¡Toma, claro! ¿Coó mo iba a trabajar maó s aprisa si Gran Grunñ ido le teníóa secuestradas todas sus herramientas?
Merle siguioó mirando por toda la habitacioó n. De pronto se acordoó del final de la carta donde se le mandaba
registrar aquella casa. Acababa hablando de un paquete que traíóa escrito y sellado el nombre del futuro rey. Se estaba
entreteniendo en tonteríóas: eso era lo que teníóa que buscar en serio por todos los rincones. Dejoó las herramientas de
Johnny por el suelo y se dispuso a hacerlo.
Salioó , pues, de la habitacioó n que hacíóa las veces de almaceó n y recorrioó otras estancias de la casa; pero no encontroó
ni rastro del paquete.
Finalmente, regresoó al almaceó n y volvioó a buscar por todas partes. En un rincoó n muy oscuro descubrioó un bulto
negro que no habíóa visto antes. Levantoó aquel objeto negro y comproboó que se trataba de un largo manto.
—¡La capa de Gran Grunñ ido! —exclamoó Merle, recorrida por un escalofríóo de terror.
Siguioó inspeccionando el rincoó n. Habíóa otra cosa maó s: ¡el sombrero enorme y puntiagudo de Gran Grunñ ido! Merle
lo miroó por la parte de delante, para ver si seguíóan estampadas allíó las terribles iniciales. Pero no. Habíóan
desaparecido.
Sin darse casi cuenta de lo que estaba haciendo, se envolvioó en la capa de Gran Grunñ ido y se encasquetoó el
sombrero. En seguida empezoó a sentirse muy rara, como si estuviera operaó ndose un cambio en su caraó cter.
Hasta aquel momento, siempre se habíóa sentido feliz, tranquila e interesada por todo, porque desde que nacioó
habíóa sido una ninñ a muy alegre; incluso cuando se veíóa obligada a permanecer en la cama todo el díóa. Pero no bien se
hubo puesto las ropas de Gran Grunñ ido empezoó a notarse cada vez maó s triste. Se sentíóa desgraciada e insatisfecha,
pero era incapaz de explicarse la razoó n.
De haber dado rienda suelta a sus sentimientos, quieó n sabe lo que podríóa haber llegado a pasar, pero Merle era una
ninñ a con la cabeza en su sitio, asíó que, haciendo un gran esfuerzo por dominarse, dijo muy seria:
—Merle, tienes que ser sensata y conservar tu sangre fríóa.
Entonces comenzoó a sentirse maó s fuerte, cada vez maó s. La desagradable sensacioó n que la invadíóa momentos antes
se habíóa esfumado casi por completo y estaba ya a punto de volverse a quitar la capa y el sombrero, cuando oyoó un
gran estreó pito. La casa entera parecíóa estremecerse: los rabos de oveja salieron volando por el aire, el cuerno del Chico
Azul se alzoó en vilo e hizo una reverencia, la ventana se abrioó y Merle vio ante sus ojos a un hombrecillo oscuro que
entraba en la habitacioó n de un salto.
Era Gran Grunñ ido. ¡Por fin volvíóa a casa!
DE CÓMO MERLE ENCONTRÓ EL PAQUETE ROBADO

Era, efectivamente, Gran Grunñ ido, pero Merle no lo reconocioó hasta que transcurrieron unos minutos. Sin su capa y
su sombrero parecíóa mucho maó s pequenñ o, mucho maó s insignificante, mucho menos imponente. Hasta tal punto que
Merle no sintioó el menor miedo de eó l, simplemente le hizo gracia.
Era evidente que estaba de mal humor, pues no bien se encontroó a salvo en la habitacioó n, comenzoó a patalear y
vociferar furiosamente.
Merle estaba en un rincoó n bastante oscuro, y como eó l al principio no la vio, se quedoó muy quieta, escuchaó ndolo.
—¡Rayos, truenos y centellas! —mascullaba Gran Grunñ ido—. ¿Habraó alguien en todo el mundo tan estuó pido e
idiota como yo? ¿Es que nunca aprendereó lo peligroso que es andar por ahíó sin llevar puestos mi manto y mi
sombrero? Menos mal que no me ha visto nadie.
Merle se acurrucoó en el rincoó n lo maó s que pudo.
—He tenido que echar una buena carrera. Ese Tomaó s Muriel por poco me caza. Y si llega a cazarme, ¿queó habríóa
sido de míó? EÉ l es el uó nico que conoce el secreto.
Brincaba el hombrecillo de un lado a otro de la habitacioó n, presa de una gran furia. Daba la impresioó n de un ser
totalmente insignificante, a pesar de su voz potente. Hablaba atropelladamente y muy nervioso. Por fin, miroó al rincoó n
donde Merle encontroó la capa y el sombrero. Seguramente habíóa llegado a la conclusioó n de que no podíóa pasarse ni un
minuto maó s sin sus ropas.
—¡Escarabajos, galletas y sombrereras! —bramoó —. ¿Habraó entrado alguien? ¿Coó mo es posible que me hayan
robado la capa y el sombrero? Pero no, no puede ser. Los habreó dejado en otra habitacioó n.
Y salioó precipitadamente.
Merle salioó de su escondite y aguzoó el oíódo. Lo oíóa correr y saltar por toda la casa, sin dejar de dar voces. Cuando se
quiso dar cuenta, y sin que tuviera tiempo para escapar, Merle se encontroó con que Gran Grunñ ido habíóa vuelto al
cuarto. Nada maó s entrar y verla envuelta en su manto y con el sombrero puesto, lanzoó un terrible alarido, saltoó como
una fiera por el aire y se puso a dar brincos por la habitacioó n, sin cesar de emitir un incoherente parloteo.
A pesar del mucho aó nimo y valor que le habíóan infundido la capa y el sombrero, Merle empezoó a notar que estaba
un poquito asustada, porque sabíóa las muchas fechoríóas que Gran Grunñ ido le habíóa hecho a todo el mundo. Lo que no
sabíóa es que a ella, mientras llevase puestas aquellas prendas, no teníóa poder para causarle ninguó n danñ o.
El hombrecillo chilloó y rugioó , y luego empezoó a amenazarla.
—¡Te encerrareó en una mazmorra! —gritoó a voz en cuello—. ¡Te hareó picadillo! Te, te…
No sabíóa queó maó s decir. Pero cuando vio que Merle se poníóa paó lida volvioó a gritar:
—¡Devueó lveme mi manto y mi sombrero! ¡Vamos, di que síó, de una vez!
Merle se llevoó una mano a la cabeza con intencioó n de quitarse el sombrero, pero en el uó ltimo momento lo dudoó . E
hizo muy requetebieó n. El hombrecillo se dio cuenta y repitioó sus uó ltimas palabras.
—¡Di que síó, de una vez! ¡Di que síó! —gritaba pataleando—. Dame el sombrero y podraó s irte en libertad.
Pero fueron precisamente aquellas palabras las que trajeron al recuerdo de Merle uno de los consejos epistolares
recieó n leíódos: «Cuando te diga “síó”, tuó dile “¡no!”…». Y sacando fuerzas de flaqueza, Merle se encasquetoó todavíóa maó s el
sombrero, y dijo:
—¡No, Gran Grunñ ido! No y no. ¡No te devolvereó ni la capa ni el sombrero!
Al acabar de decirlo, esperaba que pudiera ocurrir algo espantoso, asíó que cerroó los ojos, apretando los paó rpados
muy fuerte. Cuando volvioó a abrirlos, tanto eó l como ella seguíóan en la misma habitacioó n. Pero en Gran Grunñ ido parecíóa
haberse operado un cambio radical. Ya no era un ser iracundo, violento y amenazador. Simplemente daba la impresioó n
de sentirse enormemente desdichado.
Temblaba y tiritaba de pies a cabeza y unos grandes lagrimones le corríóan por las mejillas.
Merle se sintioó tentada a devolverle la capa y el sombrero, aunque soó lo fuese para consolarlo.
—¿Queó te pasa, Gran Grunñ ido? ¿Tienes fríóo? —le preguntoó dulcemente.
—¿Fríóo? Tengo tal tiritona que no puedo parar quieto —dijo Gran Grunñ ido, con la maó s dulce, mansa y suave de las
voces—. ¡Por favor! ¡Ten compasioó n de míó y devueó lveme mi manto! ¿Es que nunca has probado lo que es helarse de
fríóo? ¿No vas a apiadarte de míó?
Mientras le oíóa hablar, Merle se reprochaba su propia maldad por haberle robado una capa a alguien que estaba
tiritando de fríóo.
Ante las planñ ideras suó plicas de Gran Grunñ ido y su tiritona, una laó grima llegoó a resbalar por la mejilla de la ninñ a.
Despueó s hizo ademaó n de quitarse la capa, mientras un profundo suspiro se escapaba de sus labios. Pero en ese
momento, un suspiro mucho maó s profundo se oyoó cerca de ella, y se dio cuenta de que los rabos de oveja revoloteaban
por el aire como hueó rfanos. Aquel profundo suspiro llenaba la habitacioó n y luego escapaba en brazos del viento. Merle
se detuvo, volvioó a mirar de frente a Gran Grunñ ido, y, en vez de quitarse la capa, se envolvioó auó n maó s firmemente en
ella, mientras repetíóa para síó:
Llévale la contraria, búrlate de él, provoca el desafío.
No te alteren sus iras, desprecia sus engaños y suspiros.
Gran Grunñ ido no le quitaba los ojos de encima, pero tampoco decíóa una palabra. Habíóa dejado de temblar y de
llorar, y parecíóa haberse transformado nuevamente en el hombrecillo enfadado, resentido y malvado de siempre.
Entonces le lanzoó a Merle una fulminante mirada de odio y abandonoó la habitacioó n.
Merle ahora ya síó que no sabíóa queó hacer. No le apetecíóa nada salir en persecucioó n de Gran Grunñ ido, pero, por otra
parte, sabíóa tambieó n que nada podríóa lograr hasta que le arrebatase el paquete sellado. Estaba casi decidida a
reemprender la buó squeda, cuando se dio cuenta de que el ventanuco volvíóa a abrirse por síó solo.
—Eso debe de decir que me conviene salir de esta casa, cosa de la que me alegro mucho —se dijo Merle.
Y sin maó s, saltoó por la ventana al jardíón.
Estaba a punto de volver a tomar el sendero tortuoso, cuando oyoó sonar a la altura de su codo un leve murmullo.
Era una especie de risita sofocada y maliciosa, y Merle se volvioó aó gil y velozmente, pensando que iba a encontrarse de
nuevo con Gran Grunñ ido.
Pero no. En lugar de verlo a eó l, vio a un hombre pequenñ o. Mejor dicho, a un ninñ o. Era gordo y daba la impresioó n de
que la ropa le quedaba demasiado ajustada. Iba vestido de verde paó lido y era muy feo.
Cuando Merle se volvioó de repente y se le enfrentoó , el ninñ o dio un salto bastante asustado y echoó a correr como si
quisiera abalanzarse sobre ella, pero en cuanto le vio la cara, volvioó a reíór maliciosamente.
—Usted perdone, senñ orita —dijo—, pero hasta que no se dio la vuelta pensaba que eran Gran Grunñ ido. ¿Coó mo ha
conseguido ese manto y ese sombrero?
—¿Por queó me lo preguntas? ¿Quieó n eres tuó ? —indagoó Merle, que recelaba de aquel ninñ o sin saber por queó .
—Usted perdone —dijo el ninñ o, haciendo una mueca burlona—; soy Johnny Green.
—¡Johnny Green! Creo que conozco ese nombre —dijo Merle—. ¿Eres por casualidad alguó n personaje de las
canciones infantiles?
—Por supuesto —dijo el ninñ o, haciendo la misma mueca burlona.
Merle se tranquilizoó mucho al oíórlo, pues a primera vista habíóa sospechado que pudiera tener relacioó n con Gran
Grunñ ido.
De repente el ninñ o se echoó a reíór escandalosamente y sin que viniera a cuento.
—Pareces muy contento —dijo Merle, con cortesíóa.
El ninñ o se rioó auó n maó s fuerte y finalmente logroó decir:
—¡Es que seríóa tan divertido!
Merle se atrevioó a preguntarle a queó se referíóa.
—Quiero gastarle una broma a Gran Grunñ ido y tuó me tienes que ayudar —dijo el ninñ o.
—No me gusta Gran Grunñ ido, ni me gustan las bromas —dijo Merle—; pero dime de queó se trata. Si eso me ayuda
a conseguir lo que busco y si le sirve de algo a la pobre gente de las canciones infantiles, lo hareó . Dime, ¿de queó se
trata?
—Bueno, para empezar, tienes que darme la capa y el sombrero —dijo Johnny Green, estallando de nuevo en
carcajadas.
—No pienso hacerlo. No te conozco lo suficiente como para confiarte algo tan preciado —dijo Merle.
—Bueno, ya sabes que salgo de una de las canciones infantiles. ¿No te he dicho que soy Johnny Green?
Mientras hablaba, el ninñ o se fue acercando maó s a Merle y agarroó la capa.
—Johnny Green. Recuerdo ese nombre —dijo Merle.
¿Quién al pozo la ha tirado?
Johnny Green, el muy malvado.
—¡Claro! Eres el ninñ o que encerroó a Pussy en el pozo. ¡No quiero saber nada de ti!
Merle tiroó de la capa. Tuvo que hacer bastante fuerza, porque el ninñ o la teníóa bien aferrada, como si quisiera
arrebataó rsela a toda costa.
Merle dio el tiroó n justo a tiempo. Un poco maó s y el ninñ o la habríóa arrancado de los hombros.
—Eres muy malo, Johnny Green. No me toques. No quiero ni verte —lloriqueoó Merle.
Pero algo extranñ o le estaba ocurriendo a Johnny Green. Nada maó s tocar la capa habíóa empezado a alterarse. Su
ropa verde se volvioó mucho maó s oscura y eó l mucho maó s delgado. Cuando Merle le gritoó que se largase y no la tocara,
¡la persona que retrocedioó y dio un fuerte pisotoó n ya no era Johnny Green, sino Gran Grunñ ido!
—¿Pensabas que asíó me ibas a atrapar? —dijo Merle—. Finges no ser maó s que un pobre e inofensivo personaje de
las canciones infantiles y lo que pretendes es salirte con la tuya y liarme con tus triquinñ uelas.
—Mi sombrero y mi manto. ¡Devueó lvemelos! —dijo el hombrecillo.
—¡No y no! Dame el paquete que robaste —lo desafioó Merle, que no teníóa ninguó n miedo de eó l.
—Sin mi sombrero no puedo encontrar el paquete. Dame tuó el sombrero y yo te prometo darte el paquete —
suplicoó Gran Grunñ ido.
Merle vaciloó .
—Dame primero el paquete tuó , y entonces te dareó el sombrero —dijo.
Como no parecíóa que hubiera manera de encontrarlo sin la ayuda de Gran Grunñ ido, Merle decidioó sacrificar el
sombrero.
—¿Lo prometes? —preguntoó Gran Grunñ ido.
—Síó —dijo Merle.
Sin embargo, al decirlo empezoó a temblar, segura de que habíóa cometido un error. Pero ya era demasiado tarde.
—Tendraó s el paquete —dijo Gran Grunñ ido, bailoteando—. Estaó en el sombrero, pegado justo en la punta. ¡Queó
buen sitio para esconderlo!, ¿no? Ahora devueó lveme el sombrero.
Gran Grunñ ido intentaba arrebataó rselo antes de que a Merle le diera tiempo a sacar nada de eó l. Pero esta vez ella
fue maó s raó pida, y consiguioó sacar un paquetito muy pequenñ o de la punta del sombrero, justo antes de que Gran
Grunñ ido se lo quitara y, de un salto, alcanzase la puerta del aó tico y desapareciese en el interior de la casa.
MAESE RICHARD PÁJARO

Cuando Merle cayoó en la cuenta de que Gran Grunñ ido se habíóa esfumado, llevaó ndose puesto el sombrero, estuvo a
punto de echarse a llorar. Ahora, cuando ya no habíóa remedio, comprendíóa lo tonta que habíóa sido. Claro que habíóa
hecho lo que juzgoó mejor, porque, desde luego, no teníóa ni idea de que el codiciado paquete estuviera escondido en el
sombrero.
—En fin —dijo Merle—, algo he sacado en limpio, despueó s de todo. Tengo la capa, que nadie me va a quitar. Y
tengo el paquete. Si descubro el nombre del rey, tal vez eó l tenga el poder suficiente para arrancarle el sombrero a Gran
Grunñ ido. De momento, voy a ver lo que encierra el paquete. ¡Ojalaó pudiera volver a la Casa de los Bebeó s para que
ellos…!
Pero Merle no pudo continuar, porque le estaba pasando algo muy raro.
La capa, que tan bien cenñ ida al cuerpo llevaba, se le estaba empezando a despegar, como si alguien se la estuviera
cortando por la espalda en dos mitades. Una de estas mitades se le pegoó con fuerza al brazo derecho, enrollaó ndose a
eó l, y la otra al izquierdo de la misma manera. Y de pronto, sin saber coó mo, Merle empezoó a agitar los brazos, como
aleteando. Inmediatamente se dio cuenta de que sus pies se elevaban de la tierra.
—¡Soy como un paó jaro! —exclamoó entusiasmada—. ¡Puedo volar! ¡Puedo volar!

Y la verdad es que parecíóa un paó jaro. Si la hubierais visto surcar el aire velozmente, podríóas haberla confundido
con un gran cuervo negro.
Se dio cuenta de que ahora estaba sobrevolando la Casa de los Bebeó s, y decidioó bajar para abrir el paquete
misterioso que seguíóa llevando apretado dentro de la mano. No veíóa el momento de volver a encontrarse con Tomaó s
Muriel y contarle sus aventuras.
Plegoó las alas y descendioó suavemente. En cuanto sus pies volvieron a tocar el suelo, aquellas extranñ as alas
volvieron a su ser natural y ya eran otra vez un manto.
Estaba ante la Casa de los Bebeó s, frente a la misma puerta por la que antes habíóa entrado ella. La uó nica diferencia
consistíóa en que ahora la puerta estaba cerrada.
En un primer momento Merle no se alteroó lo maó s míónimo, pero cuando intentoó girar el picaporte, descubrioó con
sorpresa que la puerta no se abríóa, y de nada sirvioó que empujara, tirara de ella, le diera puntapieó s o la aporreara; la
puerta seguíóa cerrada a cal y canto.
—Esto es raríósimo —dijo Merle—, creíóa que con este manto se podríóa ir a cualquier parte. No entiendo nada, pero
es igual. Puede que el paquete lo explique todo. Si no puedo entrar, lo abrireó aquíó mismo.
Mientras hacíóa estas consideraciones, Merle examinoó maó s de cerca el misterioso paquete que habíóa logrado
arrebatarle a Gran Grunñ ido.
A primera vista parecíóa un paquetito normal y corriente, envuelto en papel marroó n: pero Merle no comprendíóa
coó mo lo habíóan cerrado, porque no se veíóan rastros de cuerda ni de lacre. Intentoó abrirlo sin eó xito. Le dio la vuelta, lo
apretoó , lo estrujoó y lo manoseoó , sin encontrar ni el derecho ni el reveó s y, sobre todo, sin encontrar la manera de
abrirlo.
Al principio lo intentaba con mucha paciencia, pero luego empezoó poco a poco a perder los nervios.
—¡Esto es una tonteríóa! —dijo, dando un puntapieó —. Ahora que tengo el paquete, no puedo abrirlo. Seguro que es
uno de los trucos de Gran Grunñ ido. ¡Ojalaó pudiera echarle la mano encima! ¡Ojalaó me encontrara ahora mismo en…!
No pudo seguir, porque en ese mismo momento la capa volvioó a transformarse en alas, y Merle sintioó que se
elevaba otra vez del suelo.
—Habraó que andar con tiento —pensoó mientras subíóa por los aires cada vez maó s alto—. Estaó visto que en cuanto
formulo el deseo de estar en el sitio que sea, la capa me lleva allíó inmediatamente. No me extranñ a que Gran Grunñ ido se
presentase de repente cuando menos lo esperaba uno y siempre estuviera en todas partes. Pero lo que yo me
pregunto es adoó nde estareó yendo ahora.
Sus dudas no duraron maó s allaó de un segundo, porque algo que vino a rozarle la nariz interrumpioó aquellas
cavilaciones.
Plegoó las alas e inicioó el descenso con idea de quitarse de en medio lo antes posible. Pero aquel «algo» parecíóa
perseguirla y tuvo que batir las alas hacia delante para protegerse la cara de su ataque. Por fin, y tras continuo aleteo,
consiguioó elevarse por encima de su perseguidor. Entonces miroó hacia abajo y comproboó que se trataba de un
pajarillo.
Merle aterrizoó lo maó s aprisa que pudo. Pero cuando las alas se le estaban uniendo para convertirse de nuevo en
manto, vio que en ese mismo momento el paó jaro se posaba tambieó n y saltaba hacia ella.
Parecioó quedarse muy extranñ ado al verla, y en seguida empezoó a pedir disculpas.
—Perdona, oye, que te haya atacado. Pero es que creíó que eras Gran Grunñ ido, y claro…
Se interrumpioó y se puso a aletear, como si estuviera muy atribulado.
Merle no sabíóa queó decir, asíó que esperoó a que eó l siguiera hablando.
El paó jaro revoloteoó en torno a su rostro, acercaó ndose mucho. Finalmente, volvioó a posarse.
—Oye —dijo—, ¿no te importa taparte la nariz con la mano para que yo no te pueda ver? Siento causarte esa
molestia, pero es que…
Merle se echoó a reíór.
—Ay, hijo, ¿por queó me pides una cosa tan rara? Y, ademaó s, ¿quieó n eres?
Me llamo Maese Richard. Maese Richard Paó jaro. Y para mi desgracia, Gran Grunñ ido me obliga a atacar toda nariz
que se me ponga por delante y a tratar de arrancaó rsela a su duenñ o.
—¡Queó extravagancia! —dijo Merle—. ¿Y no te parece una crueldad?
—Lo seríóa si llegara a hacerlo. Ya ves que no. Mi uó nica obligacioó n es intentarlo, y no pienso pasar nunca de ahíó —
replicoó Maese Richard.
Merle no alcanzaba a entender bien, pero no se atrevioó a hacer maó s preguntas, por no parecer maleducada.
—¿Te importaríóa decirme si esta capa que llevas es la de Gran Grunñ ido? Se parece a la suya —dijo Maese Richard,
tras un minuto de silencio.
—Claro que síó —respondioó Merle—, y tambieó n tengo el paquete. Conseguíó hacerme con las dos cosas, pero no me
ha servido de mucho, porque el paquete no logro abrirlo.
—¿Y eso? —preguntoó el paó jaro—. Supongo que si tienes la capa tambieó n tendraó s el sombrero. Usa el sombrero
para abrir el paquete; el sombrero es la llave de todo.
—¡Ahíó estaó !, es que no tengo el sombrero —dijo Merle, casi llorando—. Se lo he devuelto a Gran Grunñ ido.
—Pues es una laó stima —dijo Maese Richard—. ¿No sabíóas que la capa no sirve de nada sin el sombrero? La capa te
puede llevar a cualquier casa, pero soó lo el sombrero puede dejarte entrar. Con ese sombrero puedes abrir cualquier
cerradura, cualquier puerta, cualquier ventana, todo, incluidos los paquetes.
—Entonces estaó claro que el sombrero hay que recuperarlo cuanto antes —concluyoó Merle—. ¿Me vas a ayudar?
—Claro que síó, siempre y cuando apartes tu nariz de mi camino y consiga la ayuda de los veinticuatro mirlos —dijo
Maese Richard.
Merle se quedoó miraó ndolo fijamente.
—¿Veinticuatro mirlos? —dijo—. Richard Paó jaro y luego lo de mi nariz… ¿Queó significa todo esto?
Pero Maese Richard no le prestoó atencioó n, simplemente se remontoó por los aires lo maó s alto que pudo y empezoó a
gorjear y a silbar.
Merle percibioó un piar muy cerca de donde ella estaba, y poco despueó s un mirlo pequenñ o y vivaracho se posoó
sobre su hombro. Luego se oyoó un nuevo silbido y otro paó jaro se le vino a posar en el hombro. Despueó s otro voloó hasta
su cabeza, y a eó ste le siguioó otro, y otro, y muchos maó s. Hasta que llegoó un momento en que volaba a su alrededor un
montoó n de mirlos.
Maese Richard dejoó de silbar y se posoó en el suelo, justo frente a Merle. Luego silboó a los mirlos por uó ltima vez, y
todos se pusieron en fila detraó s de eó l y arrancaron a cantar.
Merle no los escuchoó maó s que unos instantes, porque de repente tambieó n ella se habíóa puesto a cantar sin darse
cuenta. No podíóa remediarlo; se sentíóa obligada a cantar a pleno pulmoó n:
Canta una canción barata:
con un puñado de centeno basta
para que hagas una tarta,
de mirlos, no de otro pájaro,
hasta meter veinticuatro.
Cuando la tarta se estaba empezando,
salieron los mirlos alegres cantando:
«¿No es manjar maravilloso?
Ni un rey lo encontraría soso».
A los paó jaros no parecioó molestarles en absoluto; al contrario, daba la impresioó n de que estaban disfrutando de lo
lindo. Merle empezoó la segunda estrofa, esa que cuenta coó mo el rey estaba en la caó mara del tesoro y la reina en el
saloó n, pero mientras estaba cantando aquello de:
La doncella en el jardín
está tendiendo la ropa;
ha llegado un pajarín,
picotea su nariz
y ¡zas!, ya la tiene rota,
se dio cuenta de que los mirlos estaban mudos y la habíóan dejado cantando sola. Cuando terminoó , se pusieron a
gritarle, todos a una:
—¡Queó verguü enza! ¡Vamos a hacerte pedazos! ¡Eso no es verdad! ¡Queó verguü enza!
Era evidente que algo los habíóa ofendido y que estaban furiosos. Merle intentoó hablar, pero habíóa demasiada
algarabíóa. Luego intentoó gritar, pero no le valioó de nada. Al fin, Maese Richard dio un paso al frente, e inmediatamente
todos guardaron silencio.
—¡Silencio, mirlos! Es por ignorancia, no porque intente ofendernos —dijo. Y volvieó ndose hacia Merle, continuoó —:
Estoy seguro de que si supieras cuaó nto nos ofende, no habríóas cantado la uó ltima parte de la cancioó n. Yo soy Dicky
Paó jaro. Te dije que me llamaba Richard, pero a veces me llaman Dicky. Soy Dicky, y el díóa en que heríó a la doncella, a la
que por cierto no rompíó la nariz, aunque bien es verdad que lo intenteó , y lo siento, estaba fuera de míó. Y gran parte de
culpa la tuvo Gran Grunñ ido.
—Comprendo —interrumpioó Merle—, y lo siento muchíósimo. No volvereó a cantar esa cancioó n, pero teneó is que
ayudarme a desterrar a Gran Grunñ ido. Lo primero es conseguir el sombrero. ¡Basta de discusiones y pongamos manos
a la obra!
UNA RIMA MÍSTICA

A una orden de Maese Richard, los mirlos formaron un cíórculo alrededor de Merle, y si antes habíóan sido muy
groseros y escandalosos, ahora se mostraban muy silenciosos y tranquilos. Soó lo hablaban cuando se les dirigíóa la
palabra, y, en realidad, se mantuvieron casi totalmente al margen de la discusioó n. Merle y Dicky lo decíóan todo, y
finalmente llegaron a un acuerdo sobre el plan a seguir.
Se decidioó que todos los mirlos, con Dicky a la cabeza, volaríóan hasta la casa de Gran Grunñ ido, entraríóan en ella y, si
fuera posible, buscaríóan el sombrero; en caso de que no estuviera allíó, revolotearíóan por los alrededores, buscaríóan a
Gran Grunñ ido e intentaríóan sonsacarle alguna informacioó n.
En esto Merle no intervendríóa para nada y se mantendríóa escondida, por temor a que Gran Grunñ ido la reconociera
e intentase recuperar la capa.
Una vez llegado a aquel acuerdo, Dicky Paó jaro aleteoó y remontoó el vuelo al grito de: «¡Adelante!». Y los veinticuatro
mirlos siguieron su ejemplo, dejando a Merle allíó sola, en espera de su regreso.
Merle se acomodoó en el tocoó n de un aó rbol cubierto de musgo. Mientras se sentaba, oyoó una voz que cantaba
dulcemente:
Sentadita en un tocón
la señorita Muffet
comía su requesón.
Merle se puso en pie de un salto y miroó a su alrededor, pero no vio a nadie. Luego miroó el tocoó n del aó rbol y se dio
cuenta de que en uno de los lados llevaba pegada una etiqueta que decíóa:
El tocón de la señorita Muffet
—¡Esto me interesa! —exclamoó Merle—. ¿Vendraó tambieó n la aranñ a?
—Claro que no —dijo una voz a sus espaldas—. La aranñ a es Gran Grunñ ido. ¿Coó mo va a venir si tienes tuó su capa?
¡Estaó prisionero!
Merle se volvioó de nuevo y esta vez teníóa ante ella a una jovencita. En seguida reconocioó a la chica que habíóa visto
en la reunioó n, y, de todos modos, habríóa sabido quieó n era, porque llevaba escrito su nombre en una tarjeta prendida al
traje.
—De modo que la aranñ a era Gran Grunñ ido —dijo Merle—. Ya me parecíóa a míó que una chica como tuó no podíóa
asustarse de una aranñ a.
—¿Asustarme de una aranñ a? ¡Claro que no! Deja que te cuente mi historia —dijo la senñ orita Muffet.
—Supongo que consistiraó en lo de siempre —dijo Merle—. En que la causa de todos tus males es Gran Grunñ ido, ¿a
que síó?
La senñ orita Muffet se disponíóa a responder cuando Merle vio dos mirlos que veníóan volando hacia ellas.
—¡Mira! ¡Mira! —exclamoó —. Ya vuelven. Ahora tendremos noticias.
—¿Noticias? —preguntoó la senñ orita Muffet—. ¿Noticias de queó ?
Pero Merle no llegoó a responderle, porque los mirlos ya se le habíóan posado, cada uno en un hombro.
—¡Contadme todo lo que hayaó is visto u oíódo! —les pidioó Merle.
—Llegueó a la casa —dijo el mirlo primero.
—Y yo tambieó n —dijo el segundo.
—Vi una ventana —continuoó el mirlo primero.
—Y yo tambieó n —gritoó el segundo.
—Mireó por la ventana y vi a Gran Grunñ ido —prosiguioó el mirlo primero.
—Y yo… —empezoó a decir el mirlo segundo.
Pero Merle le interrumpioó .
—¡Ahorraos los detalles, por favor! —exclamoó —. ¿Llevaba puesto el sombrero? ¿Visteis el sombrero? ¿Le habeó is
preguntado algo a eó l? ¿Y queó os dijo?
—No a la primera pregunta. No a la segunda. Síó a la tercera y a la cuarta… —gritaron los dos mirlos a coro.
—Le pregunteó doó nde estaba el sombrero —dijo el mirlo primero.
—Y yo tambieó n —dijo el segundo.
—Y respondioó : «Ja, ja, ja» —contoó el mirlo primero.
—No es verdad —corrigioó el segundo—. «Los sombreros» [13], eso fue lo que dijo, como si hubiese seis o siete
sombreros maó gicos.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Los sombreros! —repitioó Merle lentamente—. ¿Queó querríóa decir?
Pero los mirlos no contestaron, porque consideraban que ya habíóan trabajado bastante por aquel díóa. Volaron del
hombro de Merle, se encaramaron al tocoó n de la senñ orita Muffet, metieron la cabeza bajo el ala y se pusieron a dormir.
Merle estaba empezando a maldecirlos por lo tontos que eran, cuando vio que otros mirlos se acercaban volando.
—¡Ah! ¡Aquíó estaó n! —le dijo a la senñ orita Muffet—. Esta vez sereó yo quien les cuente lo que vieron, a ver si consigo
que me den las noticias maó s aprisa.
—Creo que empiezo a entenderlo todo —dijo la senñ orita Muffet—. Tuó tienes la capa y estaó s intentando conseguir
el sombrero.
—¡Caó llate ahora! —dijo Merle, mientras los veintidoó s mirlos se posaban en el suelo y se poníóan en fila ante ella.
En cuanto se colocaron, y sin esperar a que abrieran el pico, Merle empezoó a decir:
—Fuisteis a la casa.
—¡Yo tambieó n! —gritoó cada uno de los mirlos.
—Encontrasteis una ventana, mirasteis por ella y visteis a Gran Grunñ ido —dijo Merle raó pidamente—. No llevaba
puesto el sombrero y tampoco lo atisbasteis por allíó. Le hicisteis una pregunta a Gran Grunñ ido y eó l respondioó …
Los mirlos gritaron algo a pleno pulmoó n, pero como lo hicieron todos a la vez, Merle no entendioó una sola palabra.
—¡Hablad uno por uno! —ordenoó Merle.
Pero los mirlos en vez de hacerle caso, brincaron hasta el tocoó n del aó rbol y se echaron a dormir.
—¡Madre míóa! —exclamoó la senñ orita Muffet—. ¡Esto es agotador! ¿Queó hacemos?
—No importa —dijo Merle—. Aquíó llega Maese Richard. EÉ l nos ayudaraó .
—Síó, nos ayudaraó —dijo la senñ orita Muffet—. Pero taó pate bien la nariz, querida.
Se lo recordoó justo a tiempo, porque Maese Richard veníóa volando en líónea recta hacia la cara de Merle, y de no
haber sido porque ella se tapoó a toda prisa la nariz, se la habríóa arrancado.
—Perdoó name —dijo—. Ya sabes que…
—No te preocupes —dijo Merle—. ¡Cueó ntanos, anda!
—Por desgracia, tengo muy poco que contar —dijo Maese Richard—. No encontreó el sombrero, y aunque vi a Gran
Grunñ ido, no contestoó a ninguna de mis preguntas. A todo lo que le dije, se limitoó a responder: «Soó lo ella es capaz». No
tengo ni la menor idea de lo que querríóa decir con eso. ¿Han vuelto ya los otros?
—Síó, pero ahíó los tienes —dijo Merle en tono lastimero—. Al parecer, todos han visto a Gran Grunñ ido y a cada uno
de ellos le dijo un trocito de frase; cosas sin sentido. Como ademaó s todos me lo contaban al mismo tiempo, no me he
podido enterar de nada.
—Une todos los trocitos de frase, a ver si dan alguó n sentido —propuso la senñ orita Muffet.
—¿Pero no ves que estaó n medio dormidos? No volveraó n a repetirlo, es inuó til —dijo Merle.
—Yo los despertareó —decidioó Maese Richard—. Es una buena idea la suya, senñ orita Muffet.
A la primera llamada de aviso de Maese Richard, los mirlos se despertaron; a la segunda bajaron al suelo de un
salto, y a la tercera se pusieron en fila frente a eó l.
—Ahora, companñ eros —dijo Maese Richard—, me vais a contar lo que cada uno de vosotros oyoó decir a Gran
Grunñ ido. Pero alto, claro y despacio. ¡Y hablando de uno en uno!
Sin un solo murmullo, ni un solo «Yo tambieó n», los mirlos comenzaron a hablar por turno.
—A míó me dijo: «¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!» —dijo el primero.
—A míó soó lo me dijo: «El sombrero estaó » —dijo el segundo.
—A míó me dijo: «A salvo» —dijo el tercero.
—A míó me dijo: «En la lejaníóa» —anñ adioó el cuarto.
—A mi pregunta —dijo el quinto— contestoó : «Pero muy».
—Cuando le pregunteó por el sombrero —dijo el sexto—, me respondioó : «Bien escondido».
—Y al decirle yo si se habíóa perdido, dijo eó l: «Para siempre maó s un díóa» —rematoó el seó ptimo.
—¡Un momento! —interrumpioó Merle—. Empiezo a comprender.
—Yo tambieó n —dijo la senñ orita Muffet—. Une todas las palabras y veraó s coó mo sale un verso.
—¡Claro! —exclamoó Maese Richard—. ¡Ya estaó ! ¡Lo que yo me imaginaba! ¡Escuchadlo!
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!,
el sombrero está
a salvo en la lejanía,
pero muy bien escondido
para siempre más un día.
—Eso no nos aclara mucho las cosas —dijo Merle.
—Espera a conocer el resto —dijo Maese Richard—. ¿Queó te dijo a ti, mirlo nuó mero ocho?
—«Din, dan, don» —respondioó el octavo.
—A míó me dijo: «Pues claro que conozco» —dijo el noveno.
—Y a míó soó lo me dijo —anñ adioó el deó cimo—: «De la campana».
—Y a míó todavíóa menos —continuoó el undeó cimo—, soó lo «El son».
—Y a míó —dijo el duodeó cimo—: «Pero no sirve de nada».
—Cuando me habloó a míó soó lo entendíó «Mientras» —dijo el decimotercero.
—Si mal no recuerdo, a míó me dijo: «No tenga» —dijo el decimocuarto.
—Yo le oíó decir: «Esa capa» —dijo el mirlo decimoquinto.
—Y a míó me dijo: «¡Ay, ay, ay!, ¡queó mala pata!» —rematoó el decimosexto.
—Ya tenemos otros dos versos —exclamoó la senñ orita Muffet, entusiasmada—. Escucha, Merle:
Din, dan, don,
pues claro que conozco
de la campana el son,
pero no sirve de nada
mientras no tenga esa capa
¡ay, ay, ay!, ¡qué mala pata!
—¡Seguid! ¡Seguid! —exclamoó Merle.
—A míó me dijo —dijo el mirlo decimoseó ptimo—: «Al pobre viejo».
—A míó me susurroó : «La capa» —dijo el decimoctavo.
—Y a míó: «Merle le vino» —dijo el decimonoveno.
—Yo le oíó decir: «A robar» —dijo el vigeó simo.
—Y a míó soó lo me dijo: «Puede» —dijo el vigeó simo primero.
—Y a míó me dijo: «Encontrar» —dijo el vigeó simo segundo.
—Yo le oíó decir: «El sombrero» —dijo el vigeó simo tercero.
—Y a míó me dijo: «Tan soó lo» —concluyoó el vigeó simo cuarto.
—¿Y eso es todo? —preguntoó Merle.
—¡No! Espera un momento —intervino Maese Richard—; has olvidado lo que yo oíó. Me dijo: «Soó lo ella es capaz».
—Ahora, vamos a recitar todo el poema despacito y seguido —dijo la senñ orita Muffet cada vez maó s entusiasmada.
Maese Richard fue senñ alando a todos los mirlos, uno por uno, y eó ste fue el poema que resultoó :
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!,
el sombrero está
a salvo en la lejanía,
pero muy bien escondido
para siempre más un día.
Din, dan, don,
pues claro que conozco
de la campana el son,
pero no sirve de nada
mientras no tenga esa capa.
¡Ay, ay, ay!, ¡qué mala pata!
Al pobre viejo la capa
Merle le vino a robar,
puede encontrar el sombrero
tan sólo ella es capaz.
—Pues vaya cosa, no seó de queó nos sirve, todo eso ya lo sabíóamos —dijo Merle, muy decepcionada.
—Son los tíópicos trucos de Gran Grunñ ido —dijo la senñ orita Muffet, muy afligida.
Hasta Maese Richard parecíóa abatido. Era verdad lo que habíóa dicho Merle. Aquellos versos no valíóan de nada.
Pero entonces, cuando los mirlos empezaban a quedarse otra vez dormidos, Merle gritoó de repente:
—¡Alto! A lo mejor, si cambiamos el orden de las palabras, conseguimos formar un verso distinto.
—¡Queó lista eres! —dijo la senñ orita Muffet—. Ojalaó aciertes. ¿Por queó no pruebas al reveó s?
Pero probaron y nada. No salíóan maó s que tonteríóas. Ensayaron todas las combinaciones posibles sin sacar en
limpio nada que tuviera sentido.
En el uó ltimo momento, cuando Merle ya estaba dispuesta a darse por vencida, la senñ orita Muffet tuvo una idea
realmente brillante.
—Creo que la primera estrofa tiene que empezar por «Campana, din, dan, don», porque esa rima a Gran Grunñ ido le
gusta mucho.
—Es verdad. ¿Coó mo no se nos habraó ocurrido antes? —dijo Maese Richard.
—Y puede que… puede que —exclamoó Merle con gran entusiasmo— siga diciendo «El sombrero estaó escondido en
el pozo»[14]. Vamos a intentarlo otra vez.
Pusieron en ello todo su empenñ o. Obligaron a los mirlos a alinearse en orden, primero de una forma y luego de
otra, los mezclaron a todos y los hicieron cantar hasta quedarse casi afoó nicos. Y por fin, los colocaron uno junto a otro,
por este orden, con Maese Richard en el centro: 8, 10, 3, 13, 9, 6, 5, 4, 7, 17, 22, 23, Maese Richard, 21, 18, 19, 20, 1, 24,
11, 14, 2, 12, 15 y 16. A continuacioó n, cada uno repitioó lo que habíóa oíódo, y Merle gritoó de alegríóa. La senñ orita Muffet
deliraba de felicidad. Maese Richard gorjeoó lleno de satisfaccioó n y los veinticuatro mirlos piaban entusiasmados.
¡Habíóan descubierto el secreto!
—Repetidlo por uó ltima vez —dijo la senñ orita Muffet.
Los paó jaros gritaron por riguroso turno, y asíó es como quedoó finalmente el poema [15]:
Campana, din, dan, don,
del pozo en el hondón
se esconde en la lejanía
el negro sombrerón
para siempre más un día.
Merle sólo es capaz,
bien lo sé, de encontrarlo.
Y también que de nada
servirá sin el manto.
Ella me robó la capa
¡ay, ay, ay!, ¡qué mala pata!
A continuacioó n, hubo otro estallido de alegríóa y en seguida Merle, Maese Richard y la senñ orita Muffet echaron a
correr, volando y brincando en busca del pozo donde se escondíóa el sombrero.
EN EL FONDO DEL POZO

Merle encontroó el pozo sin grandes dificultades. Con la capa maó gica se desplazaba por el aire a tal velocidad que
Maese Richard y la senñ orita Muffet, incapaces de igualar su ritmo, la seguíóan de lejos. El pozo estaba rodeado de
aó rboles tan frondosos que, a medida que planeaba suavemente hacia el suelo, Merle no podíóa dejar de pensar que le
iba a ser muy difíócil abrirse camino entre ellos y que, de no haber poseíódo la capa, por supuesto, jamaó s habríóa
encontrado el pozo.
Era un pozo normal y corriente; soó lo se diferenciaba de otros pozos en que eó ste estaba rematado por una enorme
campana, de la que colgaba una larga cuerda.
Merle se arrodilloó en el suelo, y al mirar en el interior del pozo, comproboó con satisfaccioó n que se trataba de un
pozo seco.
—¡Hurra, menos mal! —exclamoó —. Seraó muy faó cil inspeccionar a conciencia un pozo asíó. Ya empezaba a
preguntarme coó mo me las iba a arreglar para desplazarme por debajo del agua.
Se envolvioó en la capa, formuloó su deseo, y pronto empezoó a sentir que caíóa suavemente, cada vez maó s abajo. Llegoó
hasta el fondo sana y salva, sin ninguó n problema, e inicioó la buó squeda inmediatamente.
—Es un pozo grande —dijo, mientras caminaba a tientas, porque la oscuridad no le dejaba ver nada—, y tiene las
paredes muy huó medas.
Las paredes estaban efectivamente muy huó medas, cosa que no tiene nada de particular. Todo el mundo se imagina
que el fondo de un pozo no va a estar del todo seco. Pero lo que no seó si espera todo el mundo es que manen chorritos
de agua de las paredes en cuanto alguien las toca. Y eso es precisamente lo que pasaba en aquel pozo.
El agua subíóa raó pidamente y, al poco rato, a Merle ya le llegaba a las rodillas.
—Ya entiendo lo que pasa —dijo Merle, muy bajito—: que Gran Grunñ ido intenta ahogarme. No tiene ninguna
gracia la cosa.
Merle se movíóa con rapidez, pero el pozo parecíóa ensancharse y el agua subíóa de nivel a toda velocidad. Ya le
llegaba por la cintura. ¿Debíóa abandonar la buó squeda? Justo en ese momento tropezoó con algo: una cosa puntiaguda.
¿Seríóa el sombrero de Gran Grunñ ido?
Olvidaó ndose del agua por completo, Merle se agachoó , lo cogioó por la punta y tiroó con fuerza. El sombrero —porque
del sombrero se trataba realmente— estaba encajado en un agujero de la pared.
—Un uó ltimo tiroó n —dijo Merle—, y ya estaó .
Pero no pudo dar el uó ltimo tiroó n, porque justo cuando se disponíóa a hacerlo, sintioó que una fuerza desconocida
tiraba de ella desde arriba y antes de que pudiera gritar o hacer la menor objecioó n, la sacaron a flote del fondo del
pozo y la dejaron en tierra firme.
Pataleoó y miroó a su alrededor, indignada, esperando encontrarse con Gran Grunñ ido.
Pero no era eó l sino un ninñ o muy alto y muy flaco con cara de tonto de remate. Estaba parado frente a ella, sin
quitarle la vista de encima. Llevaba una canñ a de pescar en una mano y un cubo en la otra, y luchaba por desprender
del vestido de Merle el anzuelo que se habíóa enganchado con fuerza a eó l.
—¿Por queó has hecho eso? —preguntoó , Merle, enfadadíósima.
—Creíó que, por fin, habíóa pescado la ballena —dijo el muy imbeó cil.
—¡Vaya, lo que faltaba! —dijo Merle—. ¡Simoó n el Simploó n!
El ninñ o fruncioó el cenñ o, visiblemente molesto.
—¿Y yo queó culpa tengo? —preguntoó .
Merle miroó el cubo, la canñ a de pescar y la tarjeta que el chico llevaba prendida en el abrigo, y en la que se leíóa,
efectivamente, «Simoó n el Simploó n» escrito con letra muy clara.
—Discuó lpame —dijo Merle—. No entiendo.
—Toda la culpa es de Gran Grunñ ido —dijo Simoó n—. Yo estaba…
Merle le interrumpioó .
—Pero bueno, ¿por queó me has sacado del pozo justo cuando estaba a punto de encontrar el sombrero? —
preguntoó .
—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! —dijo Simoó n—. Ya sabes que lo que suelo hacer normalmente es pasarme las
horas muertas pescando dentro de este cubo, pero por alguna extranñ a razoó n, hoy puedo hacer lo que me da la gana y
echar la canñ a a otros sitios.
—Eso es porque yo llevo puesta la capa de Gran Grunñ ido —le explicoó Merle—, y eó l ha perdido parte de su poder.
—¡Hurra! —gritoó Simoó n, lanzando su gorra por los aires.
Al caer al suelo, la gorra rozoó la cuerda de la campana y eó sta se puso a sonar.
Din, dan, don. Din, dan, don.
—¡Queó alboroto! —protestoó Merle.
Pero en seguida dejoó de repicar, y cuando Merle volvioó a mirar dentro del pozo, descubrioó que se habíóa vuelto a
secar y no habíóa ni rastro de agua. Se envolvioó de nuevo en la capa, y volvieó ndose hacia Simoó n el Simploó n, le advirtioó :
—Esta vez no me saques, por favor. Ya has visto que no soy ninguna ballena.
—En ese caso seraó mejor que me vaya —dijo Simoó n el Simploó n—. Si me quedo aquíó, no podreó aguantarme las
ganas de pescarte.
Merle lo vio desaparecer entre los aó rboles y volvioó a bajar hasta las profundidades del pozo.
Las paredes estaban maó s huó medas que la primera vez y antes de volver a encontrar la punta del sombrero, el agua
le llegaba ya por la cintura. Crecíóa a tal velocidad que Merle se asustoó en serio. Pero el miedo se le mudoó en rabia
cuando volvioó a sentir que otra vez la sacaban del pozo y la devolvíóan a tierra firme.
—¿No te he dicho que me dejaras en paz? —gritoó , fuera de síó.
Luego, olvidando su rabieta, se echoó a reíór al ver ante ella el rostro redondo y sonriente de un ninñ o que se quitaba
la gorra, hacíóa una reverencia y decíóa corteó smente:
¿Quién la sacó del hondón?
¡Tomasito el Gordinflón!
Dichas estas palabras, volvioó a hacer una reverencia.
—No teníóas que haberme sacado —dijo Merle—. Nunca voy a hacerme con el dichoso sombrero si Simoó n y tuó no
dejaó is de pescarme.
—Lo siento mucho —dijo Tomasito sin dejar de sonreíór—. El caso es que creíó que eras Pussy. Y ademaó s, perdona
que te lo diga, me parecioó que no lo estabas pasando muy bien ahíó abajo. Aunque la verdad, tampoco subes demasiado
mojada, tal como se estaba poniendo la cosa.
—Pues no —dijo Merle—. No lo estaba pasando nada bien, y ademaó s creo que me voy a ahogar antes de encontrar
el sombrero, porque el agua sube a toda velocidad.
—¿No querraó s decir —dijo Tomasito, esta vez sin el menor asomo de sonrisa— que pensabas quedarte en el pozo
con el agua subiendo?
Merle dijo que síó con la cabeza.
—Pues, chica, no me explico coó mo no te has ahogado. Es evidente que no tienes costumbre de sacar gatitos de los
pozos. Si bajaras a eó ste siete u ocho veces al díóa, como yo, se te ocurriríóa algo mejor que aventurarte a entrar en eó l
cuando se empieza a llenar de agua.
—Cuando bajeó , estaba vacíóo —dijo Merle.
—Entonces es que no tocaste la campana —dijo Tomasito—. Aunque me parecioó oíórla sonar hace un momento.
—¿Eso es lo que haces tuó ? —preguntoó Merle.
—Claro —dijo Tomasito—. ¿Para queó crees que estaó aquíó? Ahora vas a ver.
Tomasito se metioó de un salto en uno de los cubos y se agarroó a la cuerda de la campana.
¡Din, dan, don! ¡Din, dan, don!
La campana no dejoó de sonar mientras Tomasito permanecíóa en el interior del pozo, y cuando aparecioó de nuevo,
sonriendo como siempre, estaba totalmente seco.
—¿Ves? Asíó es como se hace —dijo jovialmente—. Pero me parece que te equivocas en lo del sombrero. No creo
que esteó ahíó. Yo, por lo menos, no he encontrado ni rastro de eó l.
Pero Merle estaba segura de no equivocarse; asíó que, agarraó ndose a la cuerda para hacer sonar la campana, se
metioó en el cubo de un salto. Poco despueó s salíóa a la superficie con una sonrisa triunfal y el sombrero en la mano.
—¿Queó te parece? —preguntoó , mientras se poníóa el sombrero—. ¡Ahora síó que has perdido todo tu poder, maldito
Gran Grunñ ido!
La campana seguíóa sonando, a pesar de que Merle ya habíóa dejado de tirar de la cuerda, y el bosque se llenoó de
gorjeos y trinos de paó jaros. Tomasito se reíóa a carcajadas y repetíóa a voz en cuello: «¡Hurra!». Merle tembloó de pies a
cabeza al sacarse, por fin, el paquete del bolsillo.
Ni siquiera tuvo que tocarlo con el sombrero. En cuanto lo sacoó , comproboó con sorpresa que estaba abierto. Y eó stas
fueron las misteriosas palabras que encontroó escritas en su interior:
¿Quién será el rey de este Reino?
Lo será un niño pequeño
pues siempre según la ley
un bebé fue nuestro rey.
¿Quién será el rey de este Reino?
Un bebé que esté contento,
pues nunca vimos llorando
a quien nos tomó a su mando.
¿Cómo lo conoceréis?
La capa lleva ese rey
y de nada se amedrenta,
que no nos sirve cualquiera.
¿Quién será el rey de este Reino?
Un bebé que esté contento,
mientras los demás gimiendo.
¿Pues quién será? ¿No lo aciertas?
Su nombre es Bebé…
Merle lo leyoó dos veces en voz alta. Parecíóa totalmente desconcertada, pues en el uó ltimo verso habíóa algo que no
rimaba.
—Ya seó lo que pasa —dijo, por fin, desalentada.
—Yo tambieó n —dijo Tomasito.
—Siempre volvemos a lo mismo —dijo Merle.
—La culpa es de Gran Grunñ ido —dijo Tomasito—. Ha eliminado la palabra clave, la maó s importante.
—Claro —dijo Merle—. La que teníóa que ir detraó s de «Bebeó », en la uó ltima líónea.
—¡Justo! La que decíóa el nombre —dijo Tomasito—. ¡Vaya por Dios!
Y agarraó ndose a la cuerda, se metioó en el cubo de un salto y desaparecioó en el interior del pozo.
HICKORY, DICKORY, DOCK

No bien Tomasito hubo desaparecido, Merle se alejoó del pozo.


—No tiene sentido quedarse aquíó —dijo—. Estaó claro que no voy a encontrar al rey ahíó dentro. Lo mejor seraó que
vuelva a la Casa de los Bebeó s.
Se envolvioó en la capa y ya estaba a punto de formular su deseo, cuando se acordoó del sombrero y decidioó
comprobar sus poderes.
—Si este sombrero deja entrar en todas partes —dijo—, seguro que tambieó n podreó pasar entre los aó rboles,
llevaó ndolo puesto.
Se encasquetoó , pues, el sombrero, dispuesta a abrirse camino por la zona maó s espesa del bosque que rodeaba el
pozo, y nada maó s acercarse a ellos los aó rboles le iban abriendo camino. Se agrupaban a ambos lados, formando un
sendero, hasta que quedaron tan pocos que Merle pudo divisar una torre muy alta al final del camino. Cuando se
acercoó , se dio cuenta de que en lo alto de la torre habíóa un gran reloj y que, sobre su esfera, estaban escritas estas tres
letras:
H. D. D.
—Bueno, seguro que tambieó n puedo subir a la torre —dijo Merle—. Debe de haber una vista magníófica desde allíó
arriba.
Sin embargo, era maó s faó cil imaginarlo que hacerlo realmente, pues al parecer no habíóa puerta alguna, ni otro modo
de entrar en la torre.
—¡Menos mal que tengo el sombrero! —dijo Merle—. Creo que voy a tener que fabricar la puerta por míó misma.
Se quitoó el sombrero, y ya se disponíóa a tocar con eó l las paredes de la torre, cuando oyoó una fuerte explosioó n que
casi la deja sorda. ¿Queó habríóa sido? Luego, al acordarse del reloj, pensoó que quizaó fuera simplemente que habíóa dado
la hora.
Dio la vuelta hasta la parte delantera de la torre y levantoó la vista hacia la esfera del reloj. Entonces se dio cuenta
de que la esfera no teníóa nuó meros, sino letras.
Merle comenzoó a deletrear despacio: ODINÑ URG… Pero en seguida se detuvo, pues oyoó un profundo crujido, un
chirrido, y el ruido de algo al caer. Luego fue como si la torre entera se abriese en dos y, para gran sorpresa de Merle,
tres gatitos salieron rodando por una enorme puerta. Rodaron y rodaron hasta sus pies, y luego se pusieron en pie
sobre las patas traseras e hicieron una solemne reverencia.
Eran unos gatitos preciosos, tanto que a Merle le entraron ganas de cogerlos en brazos y acariciarlos.
Uno era totalmente negro, otro blanco y el tercero atigrado. Todos llevaban un lazo alrededor del cuello, con una
inscripcioó n grabada en el centro.
Merle intentoó leer los nombres, pero soó lo consiguioó descifrar el maó s corto —el del gatito gris—. Se llamaba Dock.
Merle se disponíóa a preguntar por el nombre de los otros, cuando los tres hicieron de nuevo una reverencia.
A continuacioó n, el gatito negro dio un paso al frente, y dijo corteó smente:
—Permíóteme que me presente: soy Hickory.
—Entonces, ¿tuó debes de ser Dickory? —dijo Merle, senñ alando al gatito blanco.
—¡Exacto! —dijeron los gatitos al uníósono.
—Y eó se es el reloj —dijo Merle, senñ alando hacia la torre—. Pero ¿queó significan las letras «ODINÑ URGNARG»? Eso
no parece una palabra conocida.
Hickory miroó a Dickory y Dickory miroó a Dock.
—¡Por mis bigotes! —dijo Hickory.
—¡Todavíóa no lo sabe! —exclamoó Dickory.
—¡Ratas y ratones! ¿Quieó n lo habríóa imaginado? —dijo Dock.
Y los tres se echaron a reíór como soó lo tres gatitos pueden hacerlo.
Merle se puso coloradíósima y pensoó que los gatitos eran unos maleducados. Se dio la vuelta, con intencioó n de
marcharse, pero Hickory dijo:
—Perdona, ¿de quieó n es esa capa que llevas puesta?
—De Gran Grunñ ido —dijo Merle.
—¿Y de quieó n es ese sombrero? —preguntoó Dickory.
—De Gran Grunñ ido —respondioó Merle.
—Mira otra vez el reloj —dijo Dock.
—¡Claro! ¡Queó tonta he sido! —exclamoó Merle—. Lo estaba leyendo al reveó s. Las letras componen su nombre:
GRAN GRUNÑ IDO. ¡Mira que no caer en la cuenta!
—Teníóas que haberlo adivinado —dijo Hickory.
—Claro —dijo Dickory.
—Requeteclaro —anñ adioó Dock.

Y los tres gatos unieron sus patitas y se pusieron a bailar en corro alrededor de Merle.
—Sois los mejores gatitos que he visto en mi vida —dijo ella—. Seguro que nunca habeó is perdido las manoplas ni
habeó is llorado.
Los gatitos dejaron de bailar bruscamente.
—¡Ah! ¿Las habeó is perdido, verdad? —dijo Merle riendo.
—Cueó ntaselo —dijo Hickory.
—¿Fue cosa de Gran Grunñ ido? —preguntoó Merle.
—Claro —dijo Dickory.
—Casi me habíóa olvidado de los versos donde habla del rey bebeó —exclamoó Merle.
Sacaó ndose el paquete del bolsillo, leyoó en voz alta para los gatitos aquellas estrofas.
—¿Sabríóais adivinar cuaó l es la palabra que falta?
—Seguro que quiere decir que el rey debe ser un Bebeó Verso —dijo Hickory.
—¿Un Bebeó Verso? —replicoó Merle.
—Requeteclaro —dijo Dickory.
—Un bebeó de los cuentos en verso, quiere decir —aclaroó Dock—, no un bebeó del mundo real.
—No se me habíóa ocurrido —dijo Merle—. ¡Claro estaó ! Un bebeó que nunca va a crecer no puede ser humano, tiene
que ser de cuento. No lo habíóa pensado.
—Y claro, no hay muchos Bebeó s Verso —dijo Hickory.
—Claro —senñ aloó Dickory—. ¡Tengo una idea!
—Pues debe de ser la primera que tienes en tu vida —dijo Dock con rudeza—. Casi nunca piensas por ti mismo.
—¡Por favor, no os peleeó is! —suplicoó Merle.
—Deó janos pensar —dijo Hickory.
Sin previo aviso, los tres gatitos se pusieron cabeza abajo. Merle estaba demasiado asombrada para decir nada, de
modo que esperoó pacientemente hasta ver queó ocurríóa.
Hickory lanzoó un gran miau y, al instante, los tres gatitos volvieron a sentarse sobre sus patas traseras.
—Ya lo veo —dijo Hickory con voz misteriosa y fantasmal, agitando la cola—. Veo una cuna en un bosque, en la
copa de un aó rbol; la rama la estaó meciendo y el ninñ o se estaó riendo.
Si la rama se rompe, la cuna se caerá
y la cuna y el niño al suelo irán a dar.
—Yo lo oigo —dijo Dickory—. Oigo una voz que canta una cancioó n de cuna. Escucha lo que dice.
Balanceaó ndose a uno y otro lado, los tres gatitos empezaron a entonar dulcemente una cancioó n de cuna:
El bebé bailotea revoltoso,
¿cómo lograrlo aquietar?
Su madre lo acuna y le da de mamar,
pero él se agita sin hallar reposo.
Pero entonces se oyoó de nuevo una explosioó n en el interior del reloj.
—¡El ratoó n ha subido al reloj! —gritoó Hickory.
—Claro —dijo Dickory.
—Requeteclaro —anñ adioó Dock.
Y los tres gatitos treparon por la torre, a toda velocidad.
LA TIENDA DE LAS RIMAS

—¡Queó laó stima! —exclamoó Merle, mientras veíóa desaparecer las tres puntitas de las colas—. ¡Me quedaban tantas
cosas por preguntarles!
Se envolvioó en su capa, formuloó su deseo y al instante estaba surcando los aires.
Tras recorrer una corta distancia, divisoó la Casa de los Bebeó s y comproboó estupefacta que aterrizaba allíó.
—¡Queó curioso! —dijo Merle—. Mi deseo fue ir a la casa de los Bebeó s Verso. Pero puede que vivan juntos con los
otros.
Nada maó s aterrizar, Tomaó s Muriel corrioó apresuradamente hacia ella y en cuanto Merle le relatoó sus aventuras,
Tomaó s Muriel comenzoó a hablar atropelladamente.
—Soó lo te queda una hora para encontrar al rey. Despueó s habraó otra reunioó n y tendraó s que regresar a la Tierra.
Deja que te ayude. Hay que darse mucha prisa.
—¿Quieres que te deje la capa? —preguntoó Merle.
—A míó no me serviríóa de nada. Yo no puedo llevarla —dijo Tomaó s Muriel con afliccioó n—. Soó lo puede llevarla una
persona alegre.
—Entonces tendreó que encontrar a un bebeó alegre —dijo Merle.
—Claro. ¿No has visto que lo decíóa en los versos? —replicoó Tomaó s Muriel—. Pero no perdamos maó s tiempo
charlando. Ven por aquíó.
Merle lo siguioó por varios pasillos hasta que llegaron a una gran estancia.
En una de las esquinas habíóa una cuna y en la cuna habíóa un bebeó que saltaba eneó rgicamente.
Alguien en la habitacioó n estaba cantando:
El bebé bailotea revoltoso,
pero Merle no tuvo tiempo de ver quieó n era.
—Envueó lvelo con la capa —le urgioó Tomaó s Muriel.
Merle obedecioó . El bebeó reíóa y gorjeaba con todas sus fuerzas, pero en cuanto la capa lo rozoó , se puso a llorar y a
berrear.
¡Menudo escaó ndalo! Merle nunca habíóa oíódo nada igual. No esperoó ni un momento, sino que agarroó la capa y salioó
de la habitacioó n a toda velocidad.
—Parecíóa un bebeó tan alegre —dijo cuando se encontraron a salvo fuera de la casa.
—No lo entiendo —dijo Tomaó s Muriel—. Repite los versos, a ver…
Merle los repitioó muy despacio:
Un bebé que esté contento,
mientras los demás gimiendo.
—Eso es —dijo Tomaó s Muriel—. Este bebeó nunca ha estado contento cuando los otros estaban gimiendo.
Bueno, pues vamos a probar con otro —dijo Merle—. ¿Por casualidad sabes tuó de alguó n bebeó que tenga su cuna en
la copa de un aó rbol?
—Pues síó, me parece que seó doó nde encontrarlo —dijo Tomaó s Muriel—. Pero no creo que nos sirva. Nunca ha
estado triste.
—¿Es que no te parece triste ver una rama que se parte y una cuna que cae con bebeó y todo dentro? —preguntoó
Merle muy indignada.
—Perdona, lo que dice la cancioó n es «si la rama se rompe» —dijo Tomaó s Muriel—. Y nunca se parte. No es nada
probable. ¿Por queó iba a caerse el ninñ o y romperse la crisma?
—No sabes cuaó nto me alegro —dijo Merle—. Pero, en fin, el caso es que no seó queó hacer.
Tomaó s Muriel parecíóa muy asombrado.
—¿A queó bebeó se referiríóa Dock? —dijo Merle de repente—. A lo mejor conoces a alguó n bebeó solitario que viva en
una casa solitaria.
—No —se lamentoó Tomaó s Muriel.
Merle repitioó de nuevo la uó ltima estrofa de la rima, muy despacio.
¿Quién será el rey de este Reino?
Un bebé que esté contento,
mientras los demás gimiendo.
¿Pues quién será? ¿No lo aciertas?
Su nombre es Bebé…
—¡Un momento! —exclamoó Tomaó s Muriel—. Se me acaba de ocurrir una cosa. El nombre del bebeó tiene que rimar
con «aciertas».
—¡Claro! —dijo Merle—. A ver… Un nombre que rime con «aciertas». ¿Conoces alguno?
—Yo no —dijo Tomaó s Muriel—. Pero síó seó de alguien que lo puede conocer. Vamos corriendo.
Agarroó a Merle, tiroó de ella, y la ninñ a, que no habíóa tenido tiempo siquiera de mirar por doó nde iban, cuando quiso
darse cuenta se vio empujada hacia el interior de un pequenñ o recinto. Tomaó s Muriel, al tiempo que la metíóa allíó, le
decíóa, desde fuera:
—Ahora date prisa. Yo no puedo quedarme maó s tiempo contigo.
Y dichas estas palabras, desaparecioó .
Merle se sintioó completamente desorientada. No podíóa hablar, porque con la carrera habíóa perdido el aliento, pero
aguzoó la vista y comprendioó que estaba dentro de una tienda pequenñ ita.
Detraó s del mostrador, se veíóa sentada a una persona diminuta, pero muy cabezuda, que escribíóa a toda velocidad.
Estaba tan ensimismada en su tarea que no advirtioó la presencia de Merle.
La tienda estaba totalmente tapizada de estanteríóas llenas de pliegos y pliegos de papel envueltos en paquetes.
Cada estante llevaba un nuó mero y una etiqueta.
Una de aquellas etiquetas estaba tan al alcance de Merle que alargoó la mano y la cogioó para leerla. Poníóa «Jack
Horner», y cuando miroó de cerca los papeles que conteníóa aquel estante, se dio cuenta de que en todos ellos veníóa
copiada la poesíóa de Jack Horner.
Estaba intentando descifrar el final de la uó ltima estrofa, cuando escuchoó una voz que parecíóa dirigirse a ella. Se
volvioó y se encontroó frente a frente con el Hada de las Rimas en persona. Teníóa una voz tan tenue que habíóa que hacer
un esfuerzo para entender lo que decíóa. Habíóa empezado preguntando:
—¿Queó deseas, muchachita? —pero antes de que a Merle le diera tiempo a contestar, siguioó hablando por su
cuenta—: Hay montones de palabras que riman con «muchachita», claro, por ejemplo «palpita», «habita», «cuita», «se
agita»… Pero en este caso, yo te sugiero algo maó s apropiado: «Merle bonita».
Merle la miroó y dijo con dulzura:
—Gracias, pero yo estoy buscando una palabra que rime con «aciertas».
—No hay problema —dijo el Hada—, aquíó tenemos rimas para dar y tomar.
Y senñ aloó un cartel impreso en grandes letras y colgado en la pared, donde podíóa leerse:
Versos de encargo. Se encuentra en el acto la rima oportuna.
El Hada de las Rimas se las ofrece al por mayor y al detalle.
Luego se agachoó a coger un libro muy gordo marcado con la letra «A», y empezoó a pasar las hojas a toda prisa,
mientras murmuraba.
—A… Acer… Acertar… Aciertas. ¡Aquíó estaó n! ¡Hay muchas palabras que riman con «aciertas»!
Al tiempo que hablaba, recorríóa con el dedo de arriba abajo una lista muy larga de nombres y se los mostraba a la
ninñ a.
—¿Es una poesíóa coó mica lo que quieres escribir? —le preguntoó —. Porque entonces me permito recomendarte
«juerga», ¿queó te parece?
Merle hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¡Ah, vamos, se trata de un tema sarcaó stico! En ese caso puedes probar con «sinverguü enza». ¿O estaó s buscando tal
vez algo maó s delicado? Si es asíó, no lo dudes, mira a ver si te entran «senda» o «prenda». «Prenda» es una palabra que
me piden mucho.
Merle se dio media vuelta. No sabíóa de queó le estaba hablando el Hada y se daba cuenta de que sus preciosos
minutos se le escurríóan raó pidamente por entre los dedos. Estaba muy triste. No queríóa volver a la Tierra dejando a los
personajes de las canciones infantiles sumidos en tan atroz desdicha. El Hada seguíóa hablando.
—¿Por queó no me dejas ver el poema completo? —le dijo—. Seguro que doy con lo que buscas.
Merle se sacoó el paquete del bolsillo y empezoó a leer el poema. La actitud del Hada de las Rimas cambioó como por
encanto. Se sentoó en una silla, apartoó sus libros y papeles, y se la veíóa totalmente concentrada en lo que iba
escuchando.
—¡Sigue, sigue! —exclamoó en cuanto Merle hubo acabado el primer verso—. Es verdad, ¡abajo Gran Grunñ ido!
Estoy harta de versificar. Busquemos un rey para el Reino del Fin, y se acaboó . Me vereó libre de tener que inventar
canciones infantiles.
Merle siguioó leyendo, y al acabar el cuarto verso, cuando llegoó a la palabra «Bebeó », el Hada exclamoó :
—¡Ya estaó ! ¡Ya lo tengo!
¿Quién será el rey de este Reino?
Un bebé que esté contento,
mientras los demás gimiendo.
¿Pues quién será? ¿No lo aciertas?
Su nombre es Bebé Bandera.
—¡Bandera! Esa es la palabra que buscabas.
—¡Claro que síó! —exclamoó Merle—. Bebeó Bandera, exactamente, coincide con B. B.
Y se pusieron a corear el resto de la cancioó n a cual maó s entusiasmada.
Un cazador es su padre
y una lechera su madre,
su hermana sabe bordar.
¿Y dónde se halla su hermano?
Una piel ha ido a comprar.
—Síó, pero eó l estaó siempre contento, a pesar de los problemas familiares y los quebraderos de cabeza. ¡Bebeó
Bandera! ¡Claro! Ahora lo uó nico que me falta es encontrarlo —concluyoó Merle.
Un bebé que esté contento
mientras los demás gimiendo.
¿Pues quién será? ¿No lo aciertas?
Su nombre es Bebé Bandera.
Cuando estaba recitando los versos nuevamente, Merle oyoó una enorme barahuó nda, como gritos de gente que se
hiciera eco de aquellas palabras suyas. Miroó hacia arriba, hacia abajo y en todas direcciones. La tiendecita habíóa
desaparecido y Merle se encontraba nuevamente en el estrado del Saloó n de Congresos.
B. B.

Pero ¡queó distinto aspecto teníóa el saloó n ahora! No hacíóan falta las laó mparas encendidas porque la estancia estaba
inundada por la luz del sol. En cada rincoó n brillaba un rayo espleó ndido, y por cada rayo se deslizaban cientos de hadas
bailando enloquecidas. Parecíóa un sitio tan distinto que a Merle le costaba reconocerlo y darse cuenta de que estaba
en el mismo saloó n de la otra vez.
Pero los relojes daban la hora uno detraó s de otro, y los personajes de las canciones infantiles empezaban a acudir.
Los primeros en llegar fueron la senñ ora Crispíón, Jack y Jill. Veníóan tan ensimismados en su conversacioó n, que ni
siquiera advirtieron la presencia de Merle.
—¡Ha sido maravilloso, madre! —decíóa Jill—. Hemos logrado llegar hasta la cima con el cubo de agua sin resbalar
ni caernos. ¿Te lo puedes creer?
—¡Que si me lo puedo creer! ¿Queó os parece que me ha pasado a míó? Pues que el caldo insustancial ya no es caldo,
que ha vuelto a convertirse en…
—¡No me digas! —interrumpioó Jack—. ¿En ternera asada y pastel de ciruelas?
La senñ ora Crispíón hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Viva! —exclamoó Jack—. Entonces, ¿vamos a volver a casa?
—¡Han venido, han venido otra vez! —interrumpioó Bo-peep, que en aquel mismo momento entraba
precipitadamente en el saloó n—. ¿A que no sabeó is lo que he encontrado?
—¿No seraó n los rabos de oveja? —preguntoó Jack Horner, que se encontraba justo a su lado.
—Pues síó, querido amigo. Los rabos de oveja, y colocados ademaó s en su sitio correspondiente —dijo Bo-peep con
acento triunfal.
—En fin —dijo Jack Horner—. Procurareó ser bueno.
Bo-peep se quedoó boquiabierta.
—¿Eres capaz de decir eso? —le preguntoó intrigadíósima.
—¡Que si soy capaz! —contestoó Jack—. No he dicho lo otro ni una sola vez en toda la manñ ana.
Precisamente en aquel momento mamaó Hubbard, el Hombre en la Luna, la senñ orita Muffet y el Chico Azul estaban
entrando en el saloó n. Parecíóan a cuaó l maó s extranñ ado.
—No lo entiendo —veníóa diciendo el Hombre en la Luna—. Me he tomado la papilla sin quemarme la boca.
—¿Queó habraó podido ocurrir? —se preguntaba el Chico Azul igualmente perplejo—. No me lo puedo creer, ¡he
encontrado mi cuerno!
Entonces entroó Johnny como una exhalacioó n.
—¡Aquíó tengo todas mis herramientas! ¡Miradlas! —gritaba a voz en cuello, al tiempo que se subíóa al estrado de un
salto—. ¡He encontrado mis herramientas! Ahora podreó ganar maó s de un penique al díóa.
Todos los relojes, uno detraó s de otro, iban dando las doce a medida que entraba en el aposento un nuevo
personaje. Y todos parecíóan sumidos en ideó ntico asombro.
Por todas partes se oíóan cuchicheos, víótores y gritos de sorpresa. «Pero ¿queó habraó pasado?», «No se comprende»,
se oíóa susurrar. Hickory, Dickory y Dock se esforzaban por reflexionar, cabeza abajo. Y Simoó n el Simploó n meneaba la
cabeza solemnemente, como si quisiera expresar su incapacidad para entender absolutamente nada.
Por fin, Merle dio un paso al frente y levantoó la mano. Se escuchoó una ovacioó n cerrada, seguida por el silencio maó s
absoluto en cuanto la ninñ a tomoó la palabra.
—Os he encontrado un rey —dijo—. Estaó siempre alegre, a pesar de todos los pesares y problemas. Y va a
desterrar al Descontento y a Gran Grunñ ido. Total, que sereó is felices para siempre.
Todos prorrumpieron de nuevo en aplausos.
—Si quereó is saber su nombre —continuoó Merle—, se llama…
Pero en ese momento un feroz alarido resonoó en el saloó n, y se vio entrar en eó l, dando torpes saltos, a un Gran
Grunñ ido sin capa ni sombrero y con aire desvalido, insignificante y grotesco.
—¡Mi sombrero! ¡Mi capa! ¡Mi poder! —exclamaba.
Todos los presentes se echaron a reíór. Se daban cuenta de que el recieó n llegado no les inspiraba el maó s míónimo
temor.
—Todo eso se esfumoó —dijo Pollie Flinders—. Ya nunca podraó s volver a desgarrarme mi ropa nueva.
—¡Se acaboó ! —remachoó Tom Tomista, el hijo del flautista—. ¿Quieó n roboó el cerdo? ¡Tuó ! ¿Y a quieó n mordioó ? ¡A míó!
Pero nunca maó s.
—¡Nunca maó s! —repitioó Hickory—. ¡Se acaboó para siempre!
—Exactamente —asintioó Dickory.
—Lo mismo digo —concluyoó Dock.
Y los tres gatitos, enlazados por las garras de sus patas, se pusieron a bailotear alrededor del infeliz hombrecillo.
—Efectivamente se esfumaron la capa, el sombrero y el poder —dijo Merle—. Pero yo no los tengo. ¡Mirad hacia
allaó !
Gran Grunñ ido se dio la vuelta, los gatitos dejaron de bailar y todos los demaó s miraron en aquella direccioó n con
rostro maravillado. Allíó, delante del estrado, habíóa aparecido una cuna y junto a ella se veíóa a Tomaó s Muriel.
Merle avanzoó , se inclinoó sobre la cuna y sacoó de ella en brazos a un bebeó sonriente y con aire de total felicidad.
Llevaba puesta la capa de Gran Grunñ ido y sosteníóa en sus manitas el sombrero maó gico, mientras balbucíóa y emitíóa
graciosos gorgoritos.
Todas las antiguas víóctimas de Gran Grunñ ido palmotearon y se pusieron a cantar a coro:
Un bebé que esté contento,
mientras los demás gimiendo.
¿Pues quién será? ¿No lo aciertas?
Su nombre es Bebé Bandera.
Durante unos instantes la algarabíóa se apoderoó de todos los presentes, y Merle buscoó con la mirada a Gran
Grunñ ido. Parecíóa todavíóa maó s insignificante que cuando irrumpioó en el saloó n dando saltos.
—¡Fuera! —gritoó Merle—. ¡Abajo Gran Grunñ ido!
—¡Fuera! —repitioó la senñ ora Crispíón—. Y ademaó s, lleó vate esto que no quiero verlo maó s —anñ adioó dirigieó ndose a eó l
y tiraó ndole la vara de abedul.
—¡Fuera, fuera, fuera! —coreaban Jack y Jill, Bo-peep, el tíóo Jorobita, Pollie Flinders y todos los demaó s personajes
de las canciones infantiles, ya liberados de su cruel destino.
Pero entre los aplausos y la barahuó nda, se abrioó paso una voz argentina. Merle miroó hacia la cuna y divisoó a un
hada bellíósima que se inclinaba sobre ella.
Teníóa el rostro maó s hermoso que Merle habíóa visto en toda su vida, iluminado por una expresioó n tan dulce,
sosegada y pura que a su vista todos los presentes enmudecieron. La contemplaban como hechizados, y maó s auó n
cuando prestaron atencioó n a sus palabras.
—Soy el Espíóritu de la Alegríóa —estaba diciendo aquella voz encantadora—. De ahora en adelante, el Reino del Fin
seraó la tierra de la alegríóa y la paz.
¡Abajo Gran Grunñ ido! ¡Vete al mundo! ¡No eres digno del Reino del Fin, y no te queremos para nada! ¡Vete a vivir
entre los que piensan que las canciones infantiles son una estupidez!
Bebeó Bandera emitioó un gozoso balbuceo. En el lugar que unos segundos antes ocupaba Gran Grunñ ido, no habíóa
quedado maó s que un montoncito negro de ropas arrugadas.
La oscuridad invadioó el saloó n y los personajes de las canciones infantiles se fueron haciendo pequenñ itos, cada vez
maó s pequenñ os.
¡Cras! ¡Boum! ¡Pataplaf!
Merle se frotoó los ojos.
—¡Queó idiotez! ¡Queó tonteríóa! —oyoó decir—. Todo el santo díóa mirando esas imaó genes tan bobas. No me extranñ a
que tengas pesadillas, hija, por Dios.
¿Era la voz de Gran Grunñ ido? No, no podíóa ser. Gran Grunñ ido habíóa sido desterrado.
¿Queó estaba pasando ahora? Merle se volvioó a frotar los ojos. El saloó n, el Hada de la Alegríóa, Bebeó Bandera y todo lo
demaó s, todo, se habíóa desvanecido. Estaba en su dormitorio, con el tíóo Crossiter a la cabecera de la cama. Merle
levantoó los ojos hacia eó l y dijo en voz muy baja:
—No seó , tíóo. Me parece que llevas dentro un poquito de Gran Grunñ ido, perdona que te lo diga.
El tíóo Crossiter se asustoó .
—¡Vaó lgame Dios! ¿Queó estaó diciendo esta criatura? Ya me parecioó antes, cuando te vi tirar el biombo, que estabas
muy agitada. Voy a buscar a tu madre. Por favor, no te muevas, viene en seguida.
Merle lo vio salir de la habitacioó n y luego miroó en torno suyo. El biombo estaba, efectivamente, por el suelo. ¿Lo
habríóa tirado ella? ¿Tan dormida se habíóa quedado? ¿Habíóa sido todo, entonces, nada maó s que un suenñ o?
Miraba a un lado y a otro sin entender, completamente desconcertada.
Cuando su madre entroó en el dormitorio, Merle se dirigioó a ella y le dijo con voz preocupada:
—Me pregunto, mamaó , si el Hada que inventoó las canciones infantiles rectificaraó ahora su texto para que tengan un
final feliz.
Es lo que deberíóa hacer.
Su madre la miroó . Empezaba a sospechar que el tíóo Crossiter teníóa razoó n y que la ninñ a estaba delirando.
Pero al ver aquella expresioó n de perplejidad y apuro en el rostro de su madre, Merle se echoó a reíór.
—Me encuentro perfectamente, mamaó , no te preocupes —la tranquilizoó —. Lo que pasa es que he tenido un suenñ o
maravilloso. Es muy largo. Deó jame, por favor, que te lo cuente.
Y se lo contoó , tal como aquíó queda relatado.
—¿Ves, mamaíóta? —dijo, cuando acaboó su narracioó n—. Lo uó nico que pasa es que, como Tomaó s Muriel jamaó s
recuperoó su cuerpo, debe de haber suelto por ahíó un ninñ o con cuerpo de ninñ a. Me encantaríóa conocerlo. Bueno,
conocerla, he querido decir…, porque es un ninñ o-ninñ a. ¿A ti no te gustaríóa encontraó rtela, di?
La madre de Merle, que sonreíóa embelesada, se inclinoó sobre su hija y la cubrioó de besos.
LAS TRANSFORMACIONES DE TINYKIN

MARK LEMON
Traduccioó n
Ramoó n Buckley
Ilustraciones
Charles Green
MARK LEMON, actor y dramaturgo menor, es conocido sobre todo por ser uno de los fundadores y el primer editor de
«Punch», cuyo primer número vio la luz en 1841. Su obra más famosa para niños, «The Enchanted Doll», es un cuento
recargado de moralina en torno a la enfermedad del egoísmo. «Las transformaciones de Tinykin», publicado en 1869 y
casi desconocido hoy, es, a pesar de su final tópico, su incursión más imaginativa en el género, especialmente memorable
por su descripción de la figura medio maternal, medio erótica, de Titania, y también por su forma de pintar los cuatro
trances de posesión que experimenta el pequeño héroe. «Las transformaciones de Tinykin», dedicado a los seis nietos de
Lemon, fue ilustrado por Charles Green.
PRIMERA PARTE

UANDO[16] el buen rey Horsa era Senñ or de los Sajones del Oeste, las hadas habíóan alcanzado la plenitud de su poder y
no habíóa claro de bosque ni ladera de monte en donde no hubiesen dejado, en forma de unos misteriosos cíórculos
verdes, la huella de sus danzas. Uno de sus lugares de reunioó n favoritos era los bosques de Tilgate, jamaó s hollados por
los pies del hombre, que conservaban toda su primitiva soledad y grandeza. Cerca del corazoó n de aquel hermosíósimo
bosque corríóa en verano un riachuelo de aguas claras y cristalinas cuya muó sica encantada parecíóa un himno de accioó n
de gracias. Los peces que se movíóan de acaó para allaó en sus aguas estaban recubiertos de escamas de oro y plata, con
irisaciones nacaradas de color puó rpura, verde y escarlata que rebrillaban al sol cuando saltaban, de puro gozo, por los
aires. La hierba en el claro del bosque por donde discurríóa el riachuelo maó s parecíóa un manto de rico terciopelo. Y
cuando llegaba la primavera y el manto se salpicaba de rosas amarillas, de humildes arvejas, de dulce treó bol, de brezo
en flor y de las margaritas del color de la nieve, producíóa tal gozo a la vista, que no habíóa tapiz bordado por la mano
del hombre que pudiera comparaó rsele. El claro del bosque estaba rodeado de grandes y majestuosas hayas
recubiertas de plateada corteza, y sus verdes hojas lanzaban destellos de oro cuando, durante el díóa, el viento las
agitaba. Las raíóces de una de estas hayas parecíóan maó s retorcidas y fantaó sticas que las otras y habíóan formado una
especie de cuenco tapizado por una mullida alfombra de musgo. Este musgo habíóa adoptado la forma de trono y
aquellas personas que tienen el don de ver a las hadas —como es el caso de los ninñ os nacidos en domingo— habríóan
podido contemplar a la mismíósima reina Titania descansando en eó l. Tampoco era de extranñ ar que prefiriera aquel
lugar a cualquier otro del bosque, porque el agua del ríóo era dulce y placentera y los paó jaros que acudíóan a beber en eó l
no se iban sin antes lanzar trinos al aire en su honor. Tambieó n los ciervos —el gran macho con astas de ocho puntas, la
cierva de ojos de terciopelo y el cervatillo que correteaba travieso— iban a eó l a saciar su sed, cuando el calor del
mediodíóa los oprimíóa y el aire se hacíóa, de tan caliente, irrespirable.

Cuando llegaba el invierno, aquel claro del bosque se transformaba y el rocíóo espolvoreaba la hierba con diamantes y
engastaba en plata las grandes hayas que lo rodeaban; o un espeso manto de nieve lo cubríóa todo, mientras que las
ramas de los aó rboles asumíóan las maó s caprichosas e insospechadas formas. El ríóo mismo se ocultaba bajo una espesa
capa de hielo y su placentera voz dejaba de oíórse, aunque no dejara de sonar. Ni las mismas hadas habríóan podido
oíórla de haber estado allíó, pero la mayoríóa pasaba el invierno dormitando en los agujeros de los aó rboles o bien en
alguó n tuó nel excavado en la tierra por el topo o el ratoó n de campo. Otras habíóan huido
a reinos donde el cielo está encendido,
a la espera de
la dulce primavera,
que hará crecer la hierba en la ribera,
y mayo llegará, verde y florido,
el mundo en paraíso convertido[17].
Se cumplioó el ciclo de las estaciones, llegoó de nuevo el mes de mayo y la reina Titania y su corte de hadas tomaron
posesioó n de nuevo de aquel lugar. El canto de los paó jaros volvioó a rendirles su bienvenida, confundiendo sus melodíóas
con el murmullo de las aguas.
Pero habíóa otros sonidos que nunca se habíóan oíódo por aquellos contornos. Las hadas pudieron escucharlos desde
las primeras horas de la manñ ana. Eran ruidos sordos producidos por grandes objetos que se derrumbaban y gritos de
seres humanos.
Titania no tardoó mucho tiempo en comprender de queó se trataba.
El hacha del lenñ ador habíóa comenzado a derribar los aó rboles de aquel bosque milenario, segando para siempre la
paz de aquellos confines. La Reina de las Hadas despachoó inmediatamente a Ala Veloz, su Gran Chambelaó n, para que
averiguase en el acto si su intuicioó n era acertada; y este ilustre cortesano, acompanñ ado por un destacamento de
caballeríóa ligera, se dirigioó al instante hacia el lugar de donde procedíóan aquellos horribles ruidos. No tardoó mucho en
regresar, y las noticias que trajo no podíóan ser maó s inquietantes: un buen nuó mero de lenñ adores, bajo la direccioó n del
Guarda Real, estaba desbrozando diversos caminos en el bosque de Tilgate, sin duda con la intencioó n de que Su
Majestad el Rey pudiera cazar en eó l.
Titania, una persona de temperamento dulce y apacible, sacaba a relucir, en ciertas ocasiones, toda la malicia de la
que es capaz el geó nero de las hadas y decidioó poner a prueba a aquellos invasores de lo que ella consideraba su reino.
Echando mano de sus poderes maó gicos, conjuroó a una gran nube de mosquitos, que se lanzaron sobre los
lenñ adores del bosque dejaó ndolos casi ciegos. Pero un hada rebelde llamada Frailesca precipitoó sobre el enjambre de
mosquitos una bandada de golondrinas y otra de halcones que devoraron y persiguieron a los mosquitos, alejaó ndolos
de aquel lugar.

Cuando llegoó la noche, los lenñ adores se dirigieron a sus cabanñ as de madera y despueó s de cenar se acostaron.
Titania aprovechoó la ocasioó n para pedir a su Carpintero Mayor que descolara las hachas de aquellos hombres, de
manera que, cuando regresaron al trabajo a la manñ ana siguiente, los mangos se rompieron y el trabajo hubo de
suspenderse hasta conseguir material de repuesto.
Cuando los lenñ adores reanudaron la labor, las hadas y los duendes que se habíóan congregado en aquel lugar
cogieron las astillas que se habíóan desprendido de las hachas y se las arrojaron al Guarda Real. EÉ ste estaba tan
perplejo y confuso por lo que estaba pasando que salioó corriendo hacia la cabanñ a que habíóa levantado para eó l y su
familia. Hasta allíó le siguioó Titania y, tomando la forma de una vieja mendiga, se acercoó a la puerta con la intencioó n de
jugarle alguna mala pasada, alegando que se habíóa perdido en el bosque. Pero no pudo traspasar el umbral sin ser
invitada porque el Guarda habíóa colocado sobre eó l una herradura, y contra este conjuro nada podíóa hacer la Reina de
las Hadas.
El Guarda Real estaba tan malhumorado que no tuvo ni una buena palabra para su esposa. Ella, que era mujer de
mucho temperamento, en lugar de apaciguarlo lo provocoó auó n maó s con sus palabras, de manera que el Guarda sacoó
una correa que teníóa para atar los perros, dispuesto a propinarle una buena paliza.
En aquel preciso instante llegoó Titania a la puerta y pidioó permiso para entrar.
—¡Pase, pase, buena mujer —le dijo la mujer del Guarda—, y veraó a este cobarde pegar a la madre de su hijo!
El Guarda habíóa levantado ya el brazo dispuesto para dejarlo caer sobre su mujer, cuando notoó un fuerte pinchazo
en el codo que le hizo soltar su arma y aullar de dolor.
—¿Queó le ocurre a usted, senñ or? —preguntoó , solíócita, Titania, aunque sabíóa muy bien lo que le ocurríóa.
—¡Se me ha descoyuntado el codo! —gritaba, fuera de síó, el Guarda Real.
—¡Pues te estaó bien empleado —le dijo su mujer— por tratar de abusar de una pobre mujer como yo! Pero anda,
aceó rcate, y deó jame ver lo que te ha pasado.

Margery, la mujer del Guarda, estaba demasiado acostumbrada a estas peleas familiares como para guardar
ninguó n rencor a su marido. Despueó s de inspeccionarle cuidadosamente el brazo, vio que teníóa una espina negra
clavada en el codo, y logroó extraerla tirando de ella con sus dientes.
Pero a pesar de ello el dolor no desaparecioó y el Guarda siguioó quejaó ndose con voz lastimera. Por fin Titania sintioó
pena de aquel pobre hombre y dijo:
—¿Teneó is una telaranñ a en la casa?
—No, buena mujer, no tenemos —le contestoó la mujer del Guarda— porque hace soó lo una semana que hemos
construido esta cabanñ a.
—Entonces ¿no tendreó is un pedazo de pan blanco de trigo? —insistioó Titania.
—No hay por aquíó molino para moler la harina —le dijo Margery.
—¿Y un pescado en conserva? —preguntoó de nuevo Titania.
—Tampoco. El uó ltimo nos lo comimos para celebrar la fiesta de San Huberto.
En aquel momento un ninñ o que debíóa de tener unos seis o siete anñ os de edad entroó corriendo en la cabanñ a pero se
quedoó clavado en la puerta a la vista de aquella extranñ a mujer y los aullidos de dolor que lanzaba su padre.

Era un muchacho extremadamente hermoso. Teníóa unos grandes ojos azules que parecíóan dos azulinas en un rostro
que teníóa los colores de un manzano en flor, por el perfecto equilibrio del blanco maó s puro con el rojo maó s subido. Su
dorada cabellera parecíóa de seda, tan ligera y eteó rea que se agitaba con el menor soplo de aire.
La malicia de Titania cesoó de suó bito. Desde el momento en que le vio entrar se enamoroó de aquel muchacho y su
animosidad desaparecioó al instante.
—Dame un pelo de la cabeza del muchacho, se lo atareó al padre en el brazo y su dolor cesaraó al instante.
Margery no se decidíóa a acceder a tal requerimiento, pero su marido le ordenoó que lo cumpliera al instante. Sin
duda, habríóa rapado a su hijo al cero si hubiera sido preciso con tal de librarse de aquel dolor que le atormentaba.
—¡Ven acaó , Tinykin! —le ordenoó su madre, pero el muchacho estaba demasiado asombrado o demasiado asustado
para obedecer.
Asíó es que Margery se acercoó al muchacho y le arrancoó un pelo de la cabellera. Se lo dio a aquella mujer, que lo atoó
alrededor del codo del Guarda y su dolor cesoó automaó ticamente.
—¡Gracias, buena mujer! —le dijo el Guarda, aliviado—. ¡Mi mujer, desde luego, no tiene estas habilidades!
Decidme, ¿de doó nde sois?
—¡Del Paíós de las Hadas! —exclamoó Tinykin—. ¡Puedo distinguir sus alas bajo los andrajos que lleva y una cara
muy hermosa bajo esa piel arrugada que la cubre!
—¿Queó dice el muchacho? —preguntoó el Guarda.
—¿Acaso has olvidado —exclamoó su mujer— que este ninñ o nacioó en domingo y que, por tanto, tiene el don de ver
a las hadas?
Mientras la madre hablaba, el ninñ o corrioó hacia la puerta, ya que Titania, al verse descubierta, habíóa huido.
—¡Por ahíó va! —exclamoó Tinykin—. ¡Vuela por encima de las copas de los aó rboles! ¡Cuaó nto me gustaríóa tener alas
para poder volar como ella!
El Guarda y su esposa se habíóan asustado ante la sola idea de haber estado en presencia de un hada, sobre todo
porque Tomaó s pensaba que sus tribulaciones maó s recientes teníóan bastante que ver con aquella «gente menuda», tal
como llamaban a las hadas y a sus congeó neres.
Tinykin —cuyo verdadero nombre era Uluf— se pasoó toda la noche sonñ ando con las hadas y por la manñ ana,
despueó s de tomar el desayuno, se dirigioó hacia donde habíóa ido Titania en su huida. En la hierba vio un objeto
luminoso que parecíóa un diamante —aunque Tinykin no habíóa visto uno en su vida—, pero se trataba en realidad del
pedazo de una estrella luminosa, que las hadas recogíóan antes de que llegara a la tierra y se desintegrara. Un poco maó s
allaó encontroó otro pedazo y asíó fue internaó ndose, casi sin darse cuenta, en el bosque. Al volver la vista atraó s se dio
cuenta de que el camino recorrido se habíóa cerrado tras eó l, pero delante se abríóa una senda verde y hermosa, libre de
obstaó culos, a no ser que consideremos como tales las verdes flores que lo tapizaban. Medio asustado, Tinykin
comenzoó a correr hacia delante hasta llegar al claro del bosque que mencionaó bamos al comienzo de nuestra historia.

Titania sabíóa muy bien que el ninñ o podíóa distinguir a las hadas, asíó que ella y sus acompanñ antes decidieron
esconderse entre las flores para poder contemplar desde allíó el rostro sonriente del ninñ o al encontrarse en un lugar
tan hermoso. ¡Cuaó nto maó s le contemplaba, maó s se enamoraba de eó l la reina Titania! El muchacho se habíóa tumbado en
la hierba y apoyaba su hermoso rostro entre las manos, mientras escuchaba la serenata de los paó jaros en los aó rboles.
—¡Ay, pajarito! —decíóa el muchacho a media voz—. ¡Quieó n pudiera cantar como tuó ! ¡Y quieó n pudiera volar con tus
mismas alas, y jugar entre las hojas de las verdes hayas!
Despueó s de oíór estas palabras, Titania no pudo permanecer por maó s tiempo escondida. Y asíó, adoptando la forma
de una ninñ a de la misma edad que Tinykin, se acercoó galantemente a eó l.
—¿Queó es lo que estaó s diciendo, Tinykin? —dijo Titania, con una voz tan dulce como la de los paó jaros—. ¿Has
dicho que queríóas ser un paó jaro?
Tinykin levantoó la vista al oíór su voz, sus grandes ojos azules abrieó ndose sorprendidos. No se dio cuenta, en esta
ocasioó n, de que la ninñ a era en realidad un hada, ya que no podíóa verle las alas, ocultas bajo su capa roja.
—Soó lo estaba pensando que me gustaríóa poder cantar y volar como aquel mirlo que revolotea por allíó —le
contestoó Tinykin.
—Pues no tienes maó s que dejar que bese tu frente y tus deseos se veraó n cumplidos —le dijo Titania, sonrojaó ndose
como si de veras fuera un ser mortal.
—Eso no es mucho pedir —repuso Tinykin, incorporaó ndose de un salto—. Asíó es que… ¡beó same cuantas veces
quieras, cumplas o no tu promesa!
Titania besoó la frente del muchacho y sus labios dejaron una pequenñ a marca del tamanñ o de un peó talo de rosa.
Aquel beso produjo una extranñ a somnolencia en el muchacho, hasta que cayoó rendido en la verde hierba que se
extendíóa bajo sus pies. En el momento mismo de tocar la hierba, un mirlo levantoó el vuelo de aquel lugar y se dirigioó ,
cruzando el ríóo, hacia la espesura del bosque.
¡Tinykin se habíóa convertido en paó jaro tal como habíóa deseado y pudo comprobar que la ninñ a tambieó n habíóa
mudado de forma, sin duda para hacerle companñ íóa!
Tinykin proboó su voz y, al hacer sus primeros gorgoritos, se dio cuenta de que era tan clara y cristalina que los
demaó s paó jaros se paraban para escucharlo. Seguido por su joven companñ era, revoloteoó por las orillas del ríóo, haciendo
que sus alas resplandecieran bajo el sol, y ocultaó ndose en los arbustos del bosque.
Al cabo de un rato pensoó que teníóa hambre y que ya era hora de volver a casa a comer. Pero en lugar de regresar a
su casa se encontroó de pronto en la copa de un aó rbol, junto a un nido recieó n hecho de barro y tallos de hierba. ¡EÉ se era
el nuevo hogar de Tinykin, pero allíó no habíóa muebles ni mucho menos un buen guiso de conejo estofado esperaó ndole!
Asíó que Tinykin puso cara de ser muy desgraciado…
Titania se rioó —no muy alto, eso no lo podíóa hacer— al verlo asíó, y levantando el vuelo, en pocos minutos regresoó
con dos grandes escarabajos que dejoó caer en el nido. Tan hambriento estaba Tinykin que no esperoó a bendecir la
mesa, sino que se lanzoó sobre los infortunados escarabajos y se los tragoó enteros. Pero resulta que los escarabajos
todavíóa estaban vivos cuando Tinykin se los comioó , y su glotoneríóa tuvo su justo castigo. ¡Imaginad lo mal que se debioó
de sentir, su pobre estoó mago subiendo y bajando, protestando por la cena que acababa de tomar!
Tan pronto como despuntoó la estrella vespertina, Titania hizo un conjuro para que Tinykin pudiera al fin descansar
y eó ste cayoó rendido en su nido. Titania regresoó al claro del bosque, a la espera de que su querido ninñ o fuese a beber al
ríóo por la manñ ana.
Aunque Titania teníóa el poder de transformar a Tinykin en paó jaro, no podíóa alterar los haó bitos de su especie. Asíó es
que, con las primeras luces del alba, todos los paó jaros se despertaron y comenzaron a acicalar su plumaje. Tinykin no
podíóa ser menos y tan pronto despertoó , empezoó a arreglar su bello plumaje siguiendo la costumbre de los mirlos. Y
asíó, compuesto ya para el díóa, pensoó que era hora de tomar su desayuno. Planeando por el bosque vio un rollizo
gusano que, sin duda, habíóa sacado la cabeza para ver queó tal díóa hacíóa. No tuvo tiempo de saberlo porque, en un abrir
y cerrar de ojos, Tinykin lo engulloó y el animal, tras alguó n forcejeo infructuoso, siguioó el mismo camino que antes
habíóan seguido los escarabajos.
De nuevo, durante un minuto o dos, Tinykin pasoó un mal rato mientras abríóa el pico una y otra vez y su negro
chaleco parecíóa incomodado por los meneos del desdichado gusano. Tal como habíóa supuesto Titania, su querido ninñ o
se dirigioó a continuacioó n hacia el ríóo y ya lo estaba alcanzando cuando oyoó a sus espaldas el poderoso batir de las alas
de un halcoó n que tambieó n buscaba su desayuno. Por instinto, Tinykin aumentoó la velocidad de su vuelo, pero cuando
vio que el halcoó n iba a alcanzarlo decidioó refugiarse en los arbustos que habíóa junto a la orilla. El halcoó n lo siguioó un
poco maó s, espesura adentro, pero Tinykin le habíóa sacado ventaja, y finalmente su perseguidor remontoó el vuelo, sin
dejar, con todo, de revolotear en cíórculo por encima del lugar en que Tinykin se habíóa agazapado.
Tinykin teníóa tan poca experiencia en su corta vida como paó jaro que no entendioó la taó ctica del halcoó n y, al cabo de
un tiempo, volvioó a salir de la espesura. El halcoó n lo avistoó y la persecucioó n comenzoó de nuevo. Tinykin sintioó que el
paó nico se apoderaba de eó l y aunque el miedo le hacíóa volar auó n maó s deprisa, es muy dudoso que hubiera escapado a la
persecucioó n del veloz halcoó n de no haber avistado, en el uó ltimo instante, la cabanñ a donde vivíóan sus padres.

Cruzoó raudo la puerta que estaba abierta y se refugioó en su interior. El halcoó n le seguíóa de cerca pero antes de que
pudiera hacer presa en eó l aparecioó Margery con un palo y le dio tal bastonazo que lo matoó al instante. Poco sabíóa la
buena mujer que acababa de salvar la vida de su hijo, por cuya ausencia estaba ahora penando.
Tinykin estaba tan agradecido a su madre que se dejoó atrapar por ella y mientras ella le acariciaba su revuelto
plumaje le acercoó el pico para que le besara. Pero ella no entendioó lo que aquel paó jaro queríóa, y como no sabíóa queó
hacer con eó l lo metioó en una jaula donde, hasta hacíóa muy poco, habíóa estado encerrada una urraca de costumbres
muy descuidadas. Al verse metido en aquel lugar, el corazoó n de Tinykin dio un vuelco porque recordoó los largos anñ os
de cautiverio de aquel pajarraco y la manera en que aquel pobre animal se frotaba contra las barras como si pereciera
por volver a ver los verdes bosques otra vez.
—¡Ay, si estuviera aquíó mi hijo Tinykin! —exclamoó Margery, mientras las laó grimas le resbalaban por las mejillas—.
¡Coó mo le gustaríóa tener este pajarito para cuidarlo y darle de comer, igual que hacíóa con su urraca! ¡Ojalaó Tomaó s llegue
a casa pronto! ¡Lleva buscando al muchacho desde que desaparecioó ayer por la tarde!
Tinykin queríóa responder a las preocupaciones de aquella pobre mujer pero no acertaba maó s que a dar pequenñ os
saltitos dentro de la jaula. Mientras tanto, Margery se paseaba de un lado al otro de la habitacioó n, llevaó ndose el
delantal a sus ojos llenos de laó grimas.
—¡Ay. Dios míóo! ¿Y si ha muerto? ¿Y si se ha congelado de fríóo en el bosque? ¡Entonces nunca maó s volvereó a ser
feliz! ¡Por eó l he aguantado los abusos y malos tratos de mi marido, pero si eó l llega a faltar entonces no podreó
aguantarlos maó s!
En aquel momento entroó el Guarda Real en la cabanñ a. Parecíóa cansado y preocupado.
—¿Doó nde estaó el ninñ o, Tomaó s?
—preguntoó Margery, adivinando la respuesta a aquella pregunta.
—No lo seó —contestoó Tomaó s con una voz ronca—. Pero me temo que le ha ocurrido algo malo porque llevo díóa y
medio buscaó ndolo por todo el bosque y no he podido dar con eó l.
—¡Entonces es que ha muerto!
—exclamoó la pobre Margery, con la voz tomada por la emocioó n.
—¡Espero que no! —dijo Tomaó s, llevaó ndose la mano al rostro—. ¡Antes preferiríóa morir yo!
—¡Ay, Tomaó s, Tomaó s! —exclamoó la pobre Margery echaó ndose en sus brazos, mientras ambos prorrumpíóan en
grandes sollozos.
Tinykin naturalmente no podíóa llorar porque era paó jaro, pero demostraba su emocioó n saltando nerviosamente en
la jaula. Nunca habíóa pensado que sus padres le quisieran tanto, especialmente su padre, que en tantas ocasiones
habíóa «obsequiado» su espalda con una rama de abedul. Ahora recordaba las muchas ocasiones en que sus padres le
habíóan advertido de los peligros de internarse en el bosque y pensaba que eó l era el causante de los apuros de su
familia.

Exhaustos por la ansiedad y la fatiga, el Guarda y su mujer se retiraron a una habitacioó n interior donde estaban sus
lechos de paja, olvidaó ndose Margery de cerrar la ventana que dejaba pasar la luz y el aire del exterior.
Era una noche de brillante luna llena. Sus rayos iluminaban la jaula de Tinykin y no le dejaban conciliar el suenñ o.
Estaba tan triste que habríóa preferido dormir para olvidar sus penas. Al filo de la medianoche se sorprendioó al ver una
extranñ a criatura que se acercaba a la ventana de la cabanñ a. Se parecíóa a la muchacha cuyo beso le habíóa transformado
en paó jaro, pero teníóa un tamanñ o mucho maó s pequenñ o. Teníóa alas como la otra y llevaba en la mano una varita en cuya
punta brillaba un pedazo de cometa parecido a los que le habíóan inducido a adentrarse en el bosque.
¡Ay, mi querido pajarito! —le dijo Titania—. ¡Ya vuelves a estar en casita!
Tinykin tratoó de decir algo pero soó lo consiguioó emitir un sonido ronco con la garganta.
—¿Te has cansado ya de ser paó jaro? —le preguntoó Titania.
—¡Crac, crac! —contestoó de nuevo Tinykin.
—Si te restituyo a tu antiguo cuerpo ¿me prometes que volveraó s a verme antes de la luna nueva?
—¡Crac! —contestoó de nuevo Tinykin.
Titania abrioó la puerta de la jaula donde Tinykin estaba apresado y el mirlo voloó hasta el alfeó izar de la ventana.
—Síógueme —le dijo el hada.
Tinykin la obedecioó .
Volaron por los aires durante unos minutos hasta llegar a un pequenñ o claro en el bosque y allíó, a la luz de la luna,
reclinada en un montíóculo de tierra y flores, yacíóa una figura que Tinykin recordoó que habíóa sido la suya.
Titania ofrecioó a Tinykin su brazo para que pudiera posarse en eó l y entonces besoó al pajarillo en el pico. Al
instante, el mirlo desaparecioó .
El muchacho que estaba dormido lanzoó un profundo suspiro, mientras Titania levantaba el vuelo trazando tres
grandes cíórculos sobre la cabeza del muchacho. Despueó s desaparecioó .
Al amanecer, Tinykin despertoó . Se sentíóa confuso, como si despertara de un largo suenñ o. No recordaba nada de lo
que habíóa ocurrido. Las ramas de la espesura que le rodeaba parecíóan haberse separado y ante eó l se abríóa un estrecho
sendero que decidioó seguir. No tardoó mucho tiempo en conducirle hasta el claro del bosque donde se encontraba la
cabanñ a de su padre. Con el corazoó n latieó ndole con fuerza corrioó hacia la puerta de la cabanñ a y la golpeoó con el punñ o.

Margery ya estaba despierta y con su instinto de madre supo al instante que era su hijo.
—¡Ha llegado, Tomaó s, ha llegado! —exclamoó , sacudiendo a su marido, que todavíóa roncaba. Despueó s corrioó hacia la
puerta y recibioó a su hijo con los brazos abiertos.
Hay gente que se pone de muy mal humor cuando acaba de despertarse. Tomaó s el Guarda Real era de esta clase.
No bien hubo comprobado que su hijo estaba sano y salvo cuando le amenazoó con la correa por haber causado tantas
fatigas. Ya habíóa cogido la correa para aplicar el correctivo cuando de nuevo notoó una fuerte punzada de dolor en el
hombro y dejoó caer el instrumento del castigo.
Titania habíóa entrado sin ser vista por la ventana abierta, y allíó se habíóa posado, en forma de murcieó lago, en una
viga del techo de la estancia.
SEGUNDA PARTE

La luna comenzaba a menguar y Tinykin, ante la sorpresa de su madre, se asomaba todas las noches antes de
acostarse, viendo con queó rapidez estaba adquiriendo la forma creciente de la que la Reina le habíóa hablado. Se iba
acercando el momento en que el chico, tal como habíóa prometido, debíóa visitarla en el claro del bosque. Aprovechando
un díóa en que su padre se habíóa internado en el bosque con los lenñ adores y su madre estaba ocupada en las tareas
domeó sticas, el muchacho, escapando de las estrecheces de su cabanñ a, se dirigioó al lugar donde, la otra vez, habíóa visto
aquellos objetos que parecíóan diamantes. Desgraciadamente, habíóan desaparecido y el muchacho no veíóa maó s que
espesos matorrales que le impedíóan el paso. Estaba a punto de llorar de rabia, cuando sus ojos se fijaron en un matojo
de margaritas que habíóa aparecido, como por ensalmo, bajo sus pies. Las margaritas empezaron a brotar por doquier,
y las zarzas que le rodeaban echaron un montoó n de rosas rojas, hasta que se abrieron para dejarle paso. Un enjambre
de abejas se movíóa entre las rosas y su zumbido parecíóa una cancioó n:
Sigue, Tinykin, sigue tu camino
por la senda del bosque a un claro divino
donde cantan los mirlos y ríen las flores
y el agua gorjea como los ruiseñores.
Las abejas eran hadas que la reina Titania habíóa enviado para que condujeran al chico hasta el claro del bosque. El
muchacho, sin embargo, se habíóa fijado ya en aquella floracioó n espontaó nea de margaritas y habíóa imaginado que eran
un indicio para ayudarle a encontrar el camino.

Cuando Tinykin llegoó al claro esperaba encontrarse con aquella ninñ a con la que habíóa compartido su maravillosa
aventura, pero allíó no habíóa nadie. A decir verdad, la reina Titania y su real consorte, el rey Oberoó n, no eran el maó s feliz
de los matrimonios, y con frecuencia peleaban entre síó. Aquella misma manñ ana habíóan tenido una de sus trifulcas, y
Oberoó n le habíóa prohibido que saliera de palacio. La Reina no tuvo maó s remedio que obedecer, porque estaba vigilada
de cerca por la Guardia Real, pero a media tarde consiguioó eludir su vigilancia y se dirigioó al bosque en companñ íóa de
sus damas de honor.
Tinykin estaba cansado de estar solo, aunque se entreteníóa escuchando los trinos de los pajaritos asíó como la
eterna cancioó n del ríóo. Se sentoó en la orilla, contemplando el lento discurrir de las aguas y el sol que espejeaba en su
superficie, hasta que sus ojos distinguieron el fondo, cubierto de cantos y de plantas acuaó ticas. Al poco tiempo, los
peces se acostumbraron a la presencia del muchacho y continuaron con sus alegres diversiones, ora persiguieó ndose el
uno al otro como si jugaran al escondite, ora saltando por los aires, sus escamas rebrillando a la luz del sol, en lo que
parecíóa ser un eó xtasis de felicidad. Tinykin nunca se habíóa fijado en estos seres acuaó ticos y ahora los contemplaba
embelesado.
«¡Queó criaturas maó s hermosas!», pensaba. «¡Y queó vida tan regalada llevaó is! ¡Os pasaó is el díóa en estas aguas frescas
y transparentes, lejos del calor del sol, y si acaso llueve pues… tanto mejor para vosotros! ¡Al menos, no teneó is que
aguantar las reprimendas que me da mi madre cuando llego mojado a casa, ni os mandan a la cama a tomar la
medicina por si cogeó is un catarro! ¡Ay, pececitos, cuaó nto os envidio! ¡Coó mo me gustaríóa ser como vosotros!».
La reina Titania, que habíóa llegado al bosque y se habíóa acercado al muchacho sin que eó ste advirtiera su presencia,
se transformoó en la ninñ a de la ocasioó n anterior y le dijo a Tinykin:
—¿Asíó que quieres ser un pececito?
El muchacho se sorprendioó al oíór su voz y al levantar la vista vio el mismo rostro sonriente de la vez anterior, el
mismo rostro que desde entonces se le habíóa aparecido en suenñ os en diversas ocasiones, y que ya no iba a ser capaz
de olvidar… En cuanto consiguioó articular palabra, dijo:
—¿Podríóas tuó convertirme en pez, mi querida ninñ a?
—¡Claro que puedo, al menos durante un tiempo! —le contestoó Titania—. ¡Pero recuerda lo que te ocurrioó cuando
te convertíó en paó jaro y casi acaba contigo el halcoó n!
—¿Tuó me convertiste en paó jaro? —le preguntoó , extranñ ado, Tinykin, que se habíóa olvidado por completo de su
anterior transformacioó n.
Titania se mordioó la lengua. Habíóa olvidado que los seres humanos que estaó n bajo su conjuro creen que estaó n
sonñ ando, y soó lo recuerdan vagamente lo que les ha sucedido, como si efectivamente se tratara de un suenñ o.
—¡Queó tonteríóas estoy diciendo! —le dijo Titania, sonrieó ndole con dulzura—. Si quieres ser pez, mi querido
Tinykin, repite tu deseo mientras yo te doy un beso en la frente.
—¿Como hiciste la otra vez? —exclamoó Tinykin—. ¡De eso síó que me acuerdo!
Titania inclinoó la cabeza mientras el muchacho repetíóa su deseo y puso sus labios en la frente de Tinykin.
Una deliciosa somnolencia se apoderoó del muchacho, y tumbaó ndose en la hierba, se dejoó invadir por lo que parecíóa
un suenñ o placentero. En aquel momento, un pez de escamas plateadas saltoó al agua desde la orilla.
Tinykin vivioó en su propio cuerpo todas las sensaciones que antes habíóa imaginado que debíóan sentir los peces. Se
movíóa entre aquellas cristalinas aguas que se abríóan a su paso y, a la vez, le sustentaban… Ora subíóa hasta la superficie
para aspirar el aire transparente, dejando a su paso una hermosíósima burbuja que reflejaba en su esfera todos los
colores del prisma, ora se zambullíóa en las profundidades y se escondíóa bajo las raíóces de alguó n aó rbol que crecíóa junto
a la orilla o detraó s de alguna roca, soó lo para poder sorprender a algunos pececitos que pasaran por allíó… EÉ stos, a su
vez, se revolvíóan para perseguirle a eó l, y el juego, con sus alternativas, se sucedíóa a lo largo y ancho del ríóo.
Pero no todo podíóa ser juego, ni aun en el mundo de los peces… Al cabo de un rato, Tinykin sintioó la apremiante
necesidad de comer algo, aunque no sabíóa muy bien queó comíóan los peces. Al mirar hacia arriba vio que sobre la
superficie del agua se proyectaba la sombra de una libeó lula. La libeó lula describíóa amplios cíórculos sobre una masa
oscura que flotaba sobre el ríóo y que resultoó ser un excelente banquete para peces. La libeó lula era la propia Titania,
que, planeando por encima del ríóo, habíóa estado espiando todos sus movimientos y se habíóa percatado de que estaba
hambriento. Habíóa querido acompanñ ar a Tinykin en su aventura acuaó tica, pero temíóa ser atacada por los espíóritus
malignos de los caballitos de mar.
Tinykin teníóa un excelente apetito, mucho maó s despueó s de haber estado nadando durante tanto tiempo. Tras dar
buena cuenta de aquel banquete que Titania le habíóa preparado apenas podíóa moverse y decidioó buscar un refugio
para descansar. Pasoó la noche debajo de una roca durmiendo a pierna suelta, si es que se puede llamar «dormir» al
descanso de los peces.
Se despertoó de madrugada y siguiendo el ejemplo de los demaó s peces, pronto encontroó un apetitoso desayuno. Se
sentíóa muy dichoso de su nuevo estado y decidioó seguir la corriente ríóo abajo para ver adoó nde le conducíóa, sin parar
mientes en que habríóa de costarle mucho trabajo remontar la corriente cuando sintiera deseos de ser nuevamente eó l
mismo.
Aquel riachuelo, despueó s de muchos meandros, desembocaba en un lago que a su vez conducíóa a un gran ríóo que
llegaba al mar. En este lago vivíóa el gran Baroó n de los Peces en su castillo submarino y todos los seres acuaó ticos que
habitaban aquellos contornos lo visitaban perioó dicamente para rendirle pleitesíóa. Era notoria la crueldad del Baroó n,
tan notoria como su poder. Miles de sus suó bditos caíóan todos los anñ os entre sus fauces y eran devorados por eó l. Aun
sabiendo la suerte que les aguardaba, era tal el poder del Baroó n sobre sus suó bditos que los peces seguíóan acudiendo a
eó l para ofrecerse como víóctimas propiciatorias. Y asíó, cuando Tinykin penetroó en el lago, se sorprendioó al ver grandes
bancos de peces nadando todos en la misma direccioó n, al tiempo que se oíóa un estruendo, tan poderoso como el del
trueno, que procedíóa del centro del lago. Si realmente hubiera sido un pez, habríóa sabido muy bien de queó se trataba.
El sonido procedíóa de unas grandes conchas que tocaban los trompeteros del Baroó n. Estas conchas las habíóan traíódo
del mar algunos de sus suó bditos, adonde estaban obligados a ir en ciertas eó pocas del anñ o, y todos aquellos que las oíóan
debíóan presentarse sin falta a las puertas del castillo del Baroó n.
Esta fortaleza submarina teníóa un aspecto ciertamente luó gubre. La empalizada estaba formada por grandes
troncos de aó rboles enterrados en el barrizal del lago desde tiempos inmemoriales, duros como la piedra y negros
como el carboó n. La empalizada se levantaba sobre un gran terrapleó n de barro y arcilla recubierto por una capa de limo
verde. Ninguó n mortal se habíóa asomado todavíóa a las tranquilas aguas de este lago y, de haberlo hecho, difíócilmente
habríóa podido imaginar que bajo su superficie espejeante se escondíóa un castillo tan impresionante como el del Baroó n
de los Peces ni que aqueó l diese cobijo a un monstruo tan horrible como el mismo Baroó n.
Picado por la curiosidad, Tinykin seguíóa la estela de aquel enorme banco de peces, desconociendo el peligro que
corríóa. De haberlo sabido, sin duda habríóa dado media vuelta y habríóa regresado al arroyuelo donde habíóa sido tan
feliz.
A medida que Tinykin se acercaba a la empalizada del castillo vio que estaba rodeado de miles de peces de
diferentes tamanñ os y medidas, cuyas escamas temblaban de miedo ante el peligro que se avecinaba. El propio Tinykin
comenzoó a sentirse intranquilo al ver que la guardia del Baroó n estaba cercando a los peces para impedir que pudieran
escapar.
Los guardias del Baroó n teníóan un aspecto ciertamente sobrecogedor. Eran de un tamanñ o gigantesco y estaban
recubiertos de una armadura negra como la de los grandes crustaó ceos. Sus grandes pinzas y sus ojos protuberantes
recordaban a los de las langostas, mientras que las alas que nacíóan de sus costados semejaban las de las libeó lulas y la
cola, dura como el acero, parecíóa la del alacraó n. Los trompeteros que los acompanñ aban teníóan un aspecto igualmente
desagradable, si bien menos fiero. Teníóan la forma redondeada del bonito aunque parecíóan haberse hinchado de tal
manera que los ojos se les salíóan de las oó rbitas y su aspecto era igualmente aterrador. EÉ stos eran los servidores del
Baroó n, que, como ya hemos indicado, se dedicaban a empujar a la multitud de peces hacia una abertura en la
empalizada que conducíóa directamente a la llamada Laguna de la Desesperanza, de la que ya nadie salíóa, si no era —
figuradamente hablando— para ir a parar primero a la cocina y despueó s a la mesa del hambriento Baroó n.
Tinykin teníóa la mala suerte de estar en este pelotoó n de desahuciados pero teníóa tambieó n la buena suerte de no
saber cuaó l era su destino.
La esposa del Baroó n teníóa un caraó cter muy diferente del de su brutal marido. Ella misma habíóa caíódo prisionera y
el Baroó n, al verla tan hermosa, en lugar de comeó rsela habíóa decidido casarse con ella. Su belleza resaltaba auó n maó s con
su reluciente y cenñ ida tuó nica de escamas plateadas. Teníóa una hija tan gentil como ella misma, lo que, sin duda, no
habríóa sido del agrado del Baroó n, de no haber tenido eó l tambieó n un hijo de un matrimonio anterior, de aspecto tan
siniestro como eó l mismo.
La princesa teníóa el mismo nombre que su madre y se llamaba Salmoó nida. Su especie habíóa sido favorecida por la
madre naturaleza y podíóa subsistir tanto en las aguas dulces de los ríóos como en las saladas de la mar. Poco despueó s
de nacer, la Baronesa visitoó el Oceó ano por primera vez. Cerca del lugar donde se encontraba se produjo un naufragio y
entre los pasajeros del barco siniestrado se encontraba el mago Merlíón. Alejado de sus filtros y poó cimas, Merlíón era tan
deó bil como cualquier mortal, maó s auó n teniendo en cuenta que apenas sabíóa nadar. Sin duda habríóa perecido con el
resto de sus companñ eros de no haber sido porque Salmoó nida madre se apiadoó de eó l y le condujo hasta tierra. En
prueba de gratitud, Merlíón le ensenñ oó cierta foó rmula cabalíóstica que, al susurrarla a los oíódos de un mortal, aumentaba
grandemente su felicidad. Hasta el momento, no habíóa tenido ocasioó n de usarla ya que un pez tiene pocas
oportunidades de alternar con mortales.
Mientras tanto, Tinykin estaba horrorizado mirando a dos horribles criaturas que se acercaban al lugar donde eó l
se encontraba. Estaban recubiertas de unas escamas moó viles y sus aletas estaban agujereadas de manera que
parecíóan dos grandes coladores. Eran los cocineros del Baroó n y se habíóan acercado a escoger el pescado para la cena
de su senñ or.
La mayor parte de los peces de aquella laguna se habíóa resignado ya a su suerte y se dejaba coger por los cocineros
sin apenas oponer resistencia. Pero Tinykin no se conformaba y luchaba con todas sus fuerzas por salir de allíó.
Primero tratoó de huir por el fondo pero al ver que no teníóa salida se dirigioó con todas sus fuerzas hacia la superficie y,
tomando impulso, dio un prodigioso salto de seis pies fuera del agua. Fue a sumergirse en un lugar del castillo donde
la Baronesa y su hija estaban almorzando. Se alimentaban de deliciosas algas marinas que sus criados habíóan
recogido.
Tinykin se quedoó al instante cautivado por la presencia de aquellas dos damas, las dos Salmoó nidas, y moviendo sus
dos aletas dio a entender que pretendíóa rendirles pleitesíóa y, a la vez, solicitar su proteccioó n.
Las damas comprendieron perfectamente lo que Tinykin queríóa de ellas y asintieron con un ligero movimiento de
cabeza, experimentando al mismo tiempo una viva curiosidad por conocer a aquel pez que se habíóa presentado, de
improviso, ante ellas. Esta curiosidad se debíóa, sin duda, al hecho de que Tinykin, si bien parecíóa un pez en su aspecto
externo, conservaba, sin embargo, aquel don que hace del hombre el ser supremo de la creacioó n. Su mera presencia en
aquel lugar transmitíóa esa sensacioó n de supremacíóa, hasta tal punto que el Baroó n, mientras se divertíóa con sus feroces
hijos, se vio embargado por una indefinible sensacioó n de amenaza y malestar; y aunque los excesos en el comer
producen en los peces un efecto semejante al producido en las criaturas terrestres por los excesos en el beber, hay que
decir que no recuperoó la tranquilidad hasta que el atracoó n le hizo perder el conocimiento.
Cuando hubieron concluido su almuerzo vegetariano, la Baronesa y su preciosa hija tomaron en sus manos unas
hermosas conchas marinas y soplando por una abertura que teníóan en un extremo ofrecieron un concierto de sonidos
tan maravillosos que Tinykin se quedoó extasiado. Cuando acaboó , batioó de nuevo las aletas en senñ al de aprobacioó n y las
dos damas se mostraron encantadas por la atencioó n que les dispensaba aquel visitante.
Al acabar la leccioó n de muó sica, la Baronesa comenzoó a ensenñ ar a su hija ciertos pasos de una danza que,
seguramente por la gracia con que la interpretaban las dos bailarinas, le parecioó a Tinykin superior a cualquier polka
o vals de nuestro tiempo.
Al acabar la danza, las dos damas permanecieron inmoó viles la una frente a la otra mientras hacíóan unos sonidos
con la boca cuyo significado Tinykin al principio no comprendioó . Al cabo de un rato, sus oíódos fueron habituaó ndose
hasta que acaboó por entender perfectamente los consejos que la Baronesa le daba a su hija.
—Y ahora, hija míóa —decíóa la Baronesa—, te voy a repetir, como suelo hacer todos los díóas, las palabras maó gicas
que el mago Merlíón me confioó , aun a sabiendas de que de poco nos pueden valer, ya que no se cumplen las condiciones
que senñ aloó el propio mago.
—¿A queó condiciones te refieres, mamaó ? —le preguntoó su hija—. ¿A que debe estar presente un ser humano?
—Justamente a eso me referíóa, hijita.
El corazoó n de Tinykin comenzoó a palpitar maó s aprisa porque eó l conocíóa su naturaleza humana y, aunque era joven,
conocíóa tambieó n la fama de Merlíón y sus grandes poderes maó gicos.
La Baronesa comenzoó a pronunciar la foó rmula maó gica que le habíóa ensenñ ado Merlíón —foó rmula que desaparecioó
tiempo ha— y al instante las aguas cristalinas en las que se movíóan se agitaron y se volvieron turbias. El Baroó n y sus
amigos despertaron de su sopor y, aterrorizados, comenzaron a pelear entre ellos sin saber doó nde estaba el enemigo.
Tinykin y las damas que se encontraban con eó l fueron arrastrados por una corriente de agua que teníóa el color de la
amatista. A gran velocidad, la corriente los condujo hasta la boca misma del riachuelo que Tinykin habíóa seguido para
llegar al lago.
Los tres fugitivos sabíóan que habíóan llegado a un lugar seguro y decidieron detenerse a descansar.
La Baronesa y su hija se dieron cuenta de que habíóan escapado del castillo gracias a Tinykin y no paraban de darle
las gracias. Pero Tinykin, a su vez, se percataba de que si hubiese permanecido mucho maó s tiempo en aquel castillo
habríóa acabado en la sarteó n del cocinero, asíó es que tambieó n eó l teníóa motivos para agradecer a las damas el favor que
le habíóan hecho.
Estaba anocheciendo cuando los tres fugitivos llegaron al riachuelo, y la luna tardoó una hora maó s en hacer su
aparicioó n en los cielos y en dejar caer sobre las aguas sus dorados rayos, que penetraron hasta lo maó s hondo, hasta el
refugio que las dos damas habíóan escogido para descansar. Cuando la dama mayor sintioó el influjo de Aquella que Rige
las Mareas no pudo reprimir la tentacioó n del conjuro de Merlíón. Y entonces se obroó el prodigio. La dama experimentoó
unas sensaciones parecidas a las que experimentoó Tinykin cuando Titania le besoó en la frente, y en pocos instantes la
Baronesa y su hija se habíóan transformado en ondinas, ninfas de extraordinaria belleza que habitan en el agua.
Ellas mismas revelaron a Tinykin las condiciones del conjuro. Este mago no teníóa poderes para transformar a las
dos Salmoó nidas en seres humanos, pero podíóa, al menos, convertirlas en ondinas, que, si no eran propiamente
humanas, bien poco les faltaba.
Las dos ondinas se dirigieron a una roca que se alzaba a la orilla del riachuelo y en ella se sentaron. Tinykin las
contemplaba desde el ríóo, sus largas cabelleras banñ adas por la luz de la luna descendiendo hacia el agua como una
cascada de oro, sus ajustadas tuó nicas brillando como torrentes de plata, y pensoó que no habíóa visto nada tan hermoso
en su vida… Se sintioó , sin embargo, mortificado, al comprobar que no podíóa reunirse con ellas, ya que cada vez que
trataba de escalar la roca sus escamas resbalaban y caíóa una y otra vez al agua.
Mientras tanto, Titania estaba muy preocupada por la suerte que habíóa podido correr Tinykin, ya que conocíóa muy
bien la crueldad del Baroó n del Lago y, sin embargo, nada podíóa hacer por eó l, ya que sus dominios eran exclusivamente
terrestres y no abarcaban las profundidades acuaó ticas. Habíóa colocado centinelas en la desembocadura del ríóo y en las
orillas del lago con orden de que la avisaran en cuanto vieran a Tinykin. En cuanto estas hadas lo divisaron corrieron a
decíórselo a su Reina. Y Titania se apresuroó hacia el lugar que sus emisarios le habíóan indicado y en seguida tuvo
ocasioó n de ver a Tinykin y a las dos ondinas que le acompanñ aban.
Titania se percatoó de la belleza de las dos ondinas, asíó como de los esfuerzos que hacíóa Tinykin para reunirse con
ellas, y al instante fue presa de un ataque de celos. Los celos eran uno de los defectos maó s grandes que teníóan las
hadas y de ellos nacíóan las frecuentes peleas entre el rey Oberoó n y la reina Titania. EÉ sta estaba celosa pero nada podíóa
hacer porque, como ya hemos dicho, sus dominios eran soó lo terrestres y no abarcaban los ríóos y los lagos. Asíó es que
esperoó a que amaneciera, para que la luz del díóa obligara a las ondinas, que eran ninfas que soó lo salíóan de noche, a
regresar a las profundidades. Entonces Titania se convirtioó en un martíón pescador y comenzoó a recorrer la orilla en
busca de una presa. Naturalmente, los peces estaban aterrorizados al ver a uno de sus mayores enemigos
acechaó ndolos y comenzaron a nadar de acaó para allaó buscando refugio. El instinto de Tinykin tambieó n le advirtioó del
peligro que corríóa y, al igual que sus companñ eros, se lanzoó a una huida desesperada.
Titania teníóa bastante malicia y disfrutaba del terror que ella misma estaba causando a Tinykin. EÉ ste habíóa
enfilado ríóo arriba y nadaba con toda la rapidez de la que era capaz, perseguido por el implacable martíón pescador… Y
asíó habríóan continuado, para diversioó n de Titania, de no haber sido por un peligro, eó ste ciertamente real, que de
pronto amenazoó a Tinykin. La felicidad de los habitantes de aquel riachuelo habríóa sido perfecta de no ser porque, de
cuando en cuando, aparecíóa una gran carpa llamada Jack, que no solíóa regresar de vacíóo a su morada. Justamente
aquel díóa, Jack estaba realizando una de sus perioó dicas visitas de inspeccioó n por el ríóo, y Tinykin, que no miraba hacia
delante sino hacia su perseguidor, que le pisaba los talones, poco menos que se metioó en las fauces mismas del feroz
pez. Aquello, sin duda, habríóa acabado en tragedia y Jack ya se aprestaba a devorar al pececito, cuando Titania,
percibiendo el peligro que corríóa su querido Tinykin, descendioó sobre el ríóo y el martíón pescador comenzoó a batir
sobre las aguas sus grandes alas. Aquello, sin duda alguna, desconcertoó sobremanera a la carpa, que optoó por
refugiarse en el fondo de una grieta profunda que ya habíóa sido su refugio otras veces.
Tan asustado estaba Tinykin por la doble persecucioó n de que era objeto que, tomando impulso, dio un poderoso
salto por encima del agua. Titania, cogiendo al pez en el aire, lo llevoó a la orilla, donde quedoó tendido, boqueando y
medio muerto.
Allíó estaba la figura del muchacho, tumbado sobre la hierba, las mejillas muy paó lidas y los labios sin color alguno.
Cuando Titania vio el cambio que se habíóa operado en su adorado ninñ o se desesperoó , culpaó ndose a síó misma por
haberle abandonado y pensando que el conjuro habíóa durado demasiado tiempo. Le besoó la frente una y otra vez,
tratando de que el muchacho volviera a la vida.
Al fin, el pez que estaba en la orilla se dejoó caer de nuevo a las aguas del riachuelo, y al instante Tinykin abrioó sus
grandes ojos azules y comenzoó a mirar a su alrededor sin saber doó nde se encontraba. Tratoó de incorporarse, pero en
vano, porque estaba totalmente desfallecido. ¿Queó podíóa hacerse? No habíóa frutas en los aó rboles ni ninguó n otro tipo de
alimento a mano para reanimarle. De pronto se le ocurrioó a Titania un remedio. Con toda presteza voloó hasta la
cabanñ a donde vivíóa Tinykin e, imitando su voz, exclamoó :
—¡Madre!

La pobre Margery estaba profundamente dormida. Habíóa pasado la noche anterior en el bosque buscando a su hijo, ya
que Tomaó s, su marido, se habíóa negado a salir diciendo que no pensaba molestarse por un muchacho tan
desobediente y que ya volveríóa cuando quisiera… Pero Margery era una verdadera madre y no podíóa desentenderse
de su hijo, asíó que salioó a buscarle por el bosque, llamaó ndole con todos los carinñ osos apelativos que sabíóa. Regresoó de
madrugada para preparar a su marido el desayuno, porque sabíóa muy bien que se poníóa furioso si no teníóa el
desayuno preparado antes de salir a trabajar con sus hombres. A pesar del desayuno, su marido salioó de casa
malhumorado, prometiendo dar una buena zurra a Tinykin en cuanto le viera aparecer.
La pobre Margery no dijo palabra, pero decidioó ofrecer su propia espalda antes que permitir que su hijo fuese
vapuleado… ¡Imaginaos, entonces, la alegríóa de esta mujer cuando oyoó , cerca de donde se encontraba, el nombre de
«madre»!
Pensoó que estaba sonñ ando cuando salioó de la cabanñ a en busca de aquella voz que la llamaba y que la conducíóa, a
traveó s de zarzas y matorrales, hasta el claro del bosque donde se encontraba su hijo.
¡Allíó estaba, tendido en la mitad de la pradera, la mirada perdida y la cara de una palidez intensa!
Al momento supo cuaó l era la causa de aquella palidez. El muchacho estaba desfallecido y teníóa que comer algo.
Afortunadamente, llevaba un pastel que se habíóa metido en el bolsillo a la hora del desayuno para que su marido no se
diera cuenta de que habíóa perdido el apetito. Cogioó a Tinykin en sus brazos y lo llevoó hasta el riachuelo. Metioó el pastel
en el agua para que se reblandeciera y a continuacioó n se lo dio para que lo comiera… Poco a poco los colores fueron
volviendo a las mejillas del muchacho, que le sonreíóa agradecido.
Nunca supo coó mo consiguioó llevar al chico hasta la cabanñ a, pero cuando su marido Tomaó s regresoó a casa para
cenar, el muchacho estaba ya en la cama, con una expresioó n tan angelical en el rostro, que Tomaó s, mesaó ndose la barba,
no tuvo el valor para despertarlo y propinarle la paliza que habíóa prometido.
TERCERA PARTE

Pasoó un mes y Tinykin seguíóa postrado en el lecho que su madre le preparara. En aquella ruda cabanñ a, la cama era
una alfombra de brezo y la almohada un tronco de madera, si bien la madre habíóa colocado sus enaguas debajo de la
cabeza para que le resultara maó s coó modo. El rojo de las enaguas contrastaba con la palidez del rostro del muchacho y
a Margery el corazoó n se le encogíóa solamente de verlo. Al muchacho le costaba recuperarse del desfallecimiento que
habíóa sufrido y de no haber sido por los cuidados de su madre y los alimentos que constantemente le proporcionaba,
a buen seguro habríóa muerto.
Tinykin parecíóa resignarse a su estado de postracioó n y apenas se quejaba, y a su padre a veces le veníóan las
laó grimas a los ojos al verle en aquel estado. Su caraó cter parecíóa haberse suavizado y ya no amenazaba con pegar a su
mujer como solíóa. La correa que antes colgaba de una de las vigas habíóa ido a parar a la perrera que habíóa junto a la
cabanñ a y soó lo la usaba para atar a los mastines del Rey que estaban en su interior.
Y es que los defectos de nuestra deó bil naturaleza humana se corrigen con nuestros sufrimientos y los de los demaó s
y asíó conseguimos ser maó s tolerantes. No podemos «amar al proó jimo» si antes no hemos experimentado el dolor y el
sufrimiento en nuestras propias carnes.

Poco a poco, Tinykin pudo incorporarse en su lecho y su padre se sentaba junto a eó l y le entreteníóa ensenñ aó ndole
coó mo se preparaba el hilo y el anzuelo para la pesca, o coó mo se fabricaba una trampa para cazar conejos o liebres.
Tambieó n le construyoó una pequenñ a ballesta y le prometioó que le ensenñ aríóa a usarla tan pronto como recobrara las
fuerzas. Y cuando el muchacho pudo levantarse le construyoó un pequenñ o refugio junto a la puerta de la casa para que
pudiera sentarse allíó a tomar el sol.
El muchacho recobraba la salud y su madre la alegríóa, y nunca, desde que dejara las cocinas reales para casarse
con Tomaó s aà Clout el Guarda Real, fue tan feliz como en aquellos díóas. Un díóa, mientras ayudaba a su hijo a instalarse
en el refugio que su padre habíóa dispuesto, se sorprendioó al ver que las ramas habíóan florecido y se habíóan cubierto de
rosas salvajes y madreselvas. Tinykin adivinoó al instante quieó n era la responsable de todo aquello, pero prefirioó
callarse porque sabíóa que su madre culpaba a las hadas de lo que le habíóa ocurrido. En cuanto se acercaron, un
enjambre de abejas se levantoó de las flores y despueó s de emitir un largo zumbido a modo de salutacioó n, se elevoó hasta
desaparecer entre las copas de los aó rboles. Tinykin vio que las abejas eran, en realidad, hadas, pero prefirioó callarse y
esperar a que viniera a jugar con eó l aquella ninñ a tan divina que habíóa conocido en el bosque, cuando no estuvieran
presentes ni su padre ni su madre.
Al entrar en su refugio, Tinykin vio que en el lugar donde solíóa sentarse habíóa un ramillete de flores de color azul
paó lido. No se trataba de violetas ni de pensamientos ni de ninguna otra flor que pudiera reconocer y, sin embargo,
exhalaban un aroma tan delicioso y aromaó tico que, al aspirarlo, casi se desmayoó . Margery miroó a su hijo y pudo
comprobar que la palidez habíóa desaparecido de sus mejillas y que eó stas habíóan recobrado toda su lozaníóa anterior.
Sus manos, que hasta hacíóa un momento eran blancas y trasluó cidas como las de un cadaó ver, volvíóan a tener el color
moreno y saludable que siempre habíóan tenido.
¡No cabíóa duda! ¡Eran las flores las responsables de aquella maravillosa curacioó n y Margery, como buena catoó lica,
pensoó que habíóa sido san Huberto, patroó n de los cazadores como su marido, el que habíóa obrado el milagro a traveó s de
ellas!
Tinykin se guardoó muy mucho de contradecir a su madre pero pensaba, para sus adentros, que su curacioó n se
debíóa a unos seres maó s deliciosos y menos austeros que aquel san Huberto cuya efigie de madera, siempre con cara de
ajo, pendíóa sobre la cama de su padre.
Cuando Tomaó s regresoó a casa por la tarde las rosas y la madreselva habíóan desaparecido, pero aquellas
misteriosas flores aromaó ticas continuaban floreciendo y exhalando aquel delicioso aroma que habíóa trastornado a
Tinykin.
Tomaó s el Guarda Real creyoó a pies juntillas lo que le decíóa su esposa sobre el milagro que san Huberto habíóa
obrado en su hijo e hizo una solemne promesa. Prometioó llevar el primer venado que cazara, aunque en realidad era
propiedad del Rey, a un cercano monasterio y ofrecerlo en pago de unas misas en honor de su santo patroó n, que tanto
favor le habíóa dispensado.
A medida que pasaba el tiempo, Tinykin se cansaba de estar sin hacer nada, por maó s que su madre le encargaba
pequenñ os trabajos domeó sticos o le mandaba al pequenñ o huerto que habíóa detraó s de la casa y donde crecíóa alguó n que
otro nabo, ademaó s de puerros, repollos, zanahorias y poco maó s. Los cereales tambieó n eran escasos y se limitaban a un
pequenñ o campo de centeno, con el que hacíóan el pan, y algo de cebada para hacer cerveza. Un par de colmenas
proporcionaban a Margery el material para elaborar hidromiel, un licor que la buena senñ ora reservaba para las
grandes ocasiones.
Tomaó s cumplioó su palabra y ya no salíóa a cazar sin la companñ íóa de su hijo. El muchacho pronto aprendioó a disparar
la ballesta, asíó como a tender trampas a los animales del bosque. Pero todas aquellas actividades, aunque le distraíóan,
no conseguíóan apartar de su pensamiento aquel misterioso claro del bosque y las hadas que lo habitaban.
Titania, sin embargo, se habíóa asustado tanto, al ver lo poco que habíóa faltado para que el muchacho perdiera la
vida, que determinoó , contra sus maó s tiernos deseos, mantenerse apartada de eó l, temiendo inducirlo a nuevas
situaciones de peligro. Asíó es que decidioó cerrar todos los caminos y senderos que conducíóan hasta el claro del bosque
y ella misma se marchoó con su corte a un confíón remoto de su reino tan pronto como Tinykin hubo recobrado la salud.
Pero, tal como les ocurre a los humanos, las hadas no son siempre duenñ as de su propio destino.
Los lenñ adores, siguiendo las instrucciones de Tomaó s, habíóan abierto diversos senderos a traveó s del bosque,
preparando asíó la llegada de Su Majestad el Rey. Con la lenñ a que cortaban construíóan nuevas cabanñ as que habríóan de
albergar al Rey y a su seó quito cuando fueran de caceríóa. Pues bien, ante la alegríóa de Tinykin su padre dio oó rdenes de
abrir un nuevo sendero justamente en la direccioó n en la que se encontraba el claro del bosque donde habitaban las
hadas. EÉ l y su madre eran los uó nicos seres humanos que lo habíóan visitado, pero su madre, preocupada por el estado
en el que encontroó a su hijo, no habíóa tenido tiempo de fijarse en nada maó s.
Un centenar de lenñ adores talaron con rapidez los grandes y viejos aó rboles y desbrozaron la maleza circundante, y
una vez maó s Tinykin pudo visitar aquel claro que tanto amaba y del que soó lo recordaba que era el sitio donde habíóa
visto y hablado a la bella hada.
Pero eó sta no aparecioó . Mientras tanto, las flores languidecíóan, las bellotas empezaron a caer y las verdes hojas de
las hayas iban amarilleando. Los ruisenñ ores habíóan dejado de cantar pero otros paó jaros todavíóa dejaban oíór sus trinos,
los ciervos continuaban abrevando en las cristalinas aguas del ríóo y el ríóo seguíóa cantando su eterna cancioó n.
Una noche Tinykin se despertoó de improviso. La luz de la luna se colaba por la ventana de la cabanñ a, que siempre
permanecíóa abierta excepto en los díóas de tormenta o en los crudos díóas de invierno. Desde su lecho, el muchacho
pudo ver a la reina de la noche movieó ndose por los cielos con todo su esplendor. Despueó s de esto, ya no pudo conciliar
el suenñ o y, siguiendo un extranñ o impulso que no podíóa controlar, se levantoó , se vistioó y se dirigioó hacia la puerta que
apenas estaba cerrada con un pestillo. Antes de levantarlo, escuchoó unos momentos para comprobar si sus padres
dormíóan: los ronquidos que procedíóan de su habitacioó n lo confirmaron. Levantoó al fin el pestillo, abrioó la puerta y se
dirigioó a toda prisa por el sendero hacia el claro del bosque.
¡Y cuaó l no fue su alegríóa cuando vio, al llegar al claro, a la Reina de las Hadas rodeada por toda su corte que
danzaba a su alrededor! La Reina parecíóa tan satisfecha de síó misma que, de momento, no se dio cuenta de que un ser
humano la estaba observando. Pero cuando se percatoó de la presencia de un intruso en el lugar, lanzoó un grito propio
de las hadas, tan desgarrador que maó s parecíóa una trompeta dando la senñ al de alarma a un sorprendido destacamento
militar.
Al instante, las hadas se transformaron en una legioó n de mosquitos que se abalanzoó sobre el sorprendido
muchacho, el cual tratoó de protegerse mientras lanzaba gritos de terror. Titania reconocioó su voz al instante y acudioó a
rescatarle de sus propias huestes. Al contemplarlo, la Reina se vio invadida de nuevo por el intenso amor que habíóa
sentido por el muchacho y todas las promesas que se habíóa hecho de alejarse de eó l se vinieron abajo. Cuando Tinykin
abrioó los ojos vio que ante eó l estaba de nuevo, toda sonrisas, aquella muchachita de los cabellos de oro que habíóa sido
su companñ era de juegos en anteriores ocasiones.
—¡Gracias por librarme de esos mosquitos! —le dijo Tinykin—. ¡Me habríóan matado a picaduras si no hubieras
llegado tuó !
—¿Coó mo sabes que he sido yo la que los ha hecho desaparecer? —le preguntoó Titania, con una píócara sonrisa en
los labios.
—Porque soó lo tuó tienes el poder para hacerlo —le dijo Tinykin—. ¿Acaso no eres tuó la Reina de las Hadas?
—Lo soy y tuó debes de ser un ninñ o nacido en domingo, ya que soó lo ellos tienen el poder de reconocerme —le
contestoó Titania—. ¿Por queó has venido aquíó esta noche?
—Porque no podíóa dormir y en cuanto salíó de casa y vi la luna brillando en los cielos no pude resistir la tentacioó n
de acudir a este claro del bosque con la esperanza de verte de nuevo.
Titania entendíóa muy bien lo que le habíóa ocurrido al muchacho porque tambieó n a ella le habíóa pasado lo mismo.
Al llegar al claro del bosque aquella noche habíóa sentido la necesidad de verle y habíóa formulado un deseo.

Titania permanecíóa en silencio, asíó que Tinykin le dijo:


—¡Cuaó nto me gustaríóa ver de nuevo a las hadas danzando tal como lo estabais haciendo cuando yo os he
interrumpido! Pero prefiero que, mientras ellas bailan, tuó te quedes aquíó conmigo sentada en este otero, porque tu
companñ íóa me hace feliz.
Titania estaba encantada de poder complacer al muchacho, por lo que, despueó s de ordenar a sus hadas que
prosiguieran la danza, se sentoó junto a eó l y dejoó que su cabeza se recostara en su regazo.
La luna habíóa ya casi completado el curso de su carrera celeste aquella noche y las primeras luces del alba
asomaban ya por el Este. Al cabo de un tiempo, un precioso ciervo moteado se acercoó al ríóo para beber de sus aguas y,
al contemplarlo, Tinykin sintioó el mismo impulso que habíóa sentido en ocasiones anteriores y deseoó convertirse en un
animal de aquella especie. El muchacho, como ya hemos dicho, no recordaba nada de lo que le habíóa sobrevenido.
—¡Queó criatura maó s hermosa! —exclamoó —. ¡Coó mo me gustaríóa convertirme en ciervo, aunque soó lo fuera por un
díóa!
Titania se sobresaltoó al oíór las palabras del muchacho. Lo primero que pensoó es que no seríóa prudente complacer
los deseos de su querido ninñ o. Pero, a continuacioó n, se dijo a síó misma que si no cumplíóa lo que Tinykin le habíóa
pedido, el muchacho acabaríóa por olvidarse de ella y no volveríóa a visitarla al claro del bosque. Asíó que tomoó el rostro
de Tinykin en sus manos y le besoó en la frente, tal como habíóa hecho en las otras ocasiones. Al instante, una hermosa
cierva blanca como la leche acompanñ ada de un precioso cervatillo con la piel moteada aparecieron trotando en el
bosque… No eran otros que Tinykin y la propia Titania, que habíóa decidido acompanñ ar a su amado ninñ o y no
separarse de eó l pasara lo que pasara, para protegerlo de todo peligro y devolverlo a su forma humana antes de que
pudiera seguirse alguó n perjuicio del deseo de sustento, del rocíóo nocturno o de la nociva luz de la luna.
La blanca cierva y su cervatillo dieron unas vueltas por el claro del bosque donde se encontraban, esparciendo a su
alrededor las gotas de rocíóo que pisaban. Al fin, y como si los dos tomaran a la vez el mismo acuerdo, franquearon el
ríóo de un gran salto y se internaron en el bosque que se abríóa ante ellos. La cierva condujo al cervatillo por sendas
desconocidas hasta un lugar muy parecido al claro que acababan de dejar y allíó cierva y cervatillo comenzaron a
pastar la hierba del prado en el que se encontraban. El cervatillo no hacíóa maó s que seguir los movimientos de la que
parecíóa ser su madre y pronto dio buena cuenta de un exquisito desayuno de pasto mezclado con las dulces hierbas
que crecíóan en el bosque y que todavíóa no habíóan sido nombradas por el hombre.
Cuando hubo satisfecho su apetito, el cervatillo se acercoó a la cierva y eó sta dejoó de pastar para poder acariciar con
la lengua su moteado lomo, con el mismo carinñ o con que lo hubiera hecho una madre. Despueó s buscaron de nuevo la
sombra del bosque y allíó se recogieron en un hermoso otero cubierto de musgo y al abrigo de un roble cuyas grandes
dimensiones daban fe del tiempo que habíóa transcurrido desde que fuera humilde bellota. EÉ ste fue el lugar que la
cierva escogioó para el descanso y allíó se tumboó junto con su cervatillo buscando un reposo que no era suenñ o, sino un
estado que soó lo conocen, de las criaturas creadas para uso del hombre, las llamadas rumiantes.
Al cabo de un tiempo se levantaron de nuevo y dirigieron sus pasos hacia un gran claro en el bosque, lugar jamaó s
hollado por los pies del hombre.
Ante ellos se abríóa una extensa pradera en la que pacíóa una gran manada de ciervos. Al llegar ellos, los ciervos de la
pradera levantaron sus hermosas cabezas en senñ al de alarma, como si se aprestaran a defenderse de alguó n peligro.
Los ciervos erguíóan sus poderosas testas coronadas por una gran cornamenta mientras las ciervas tensaban su
hermoso cuello haciendo que las pupilas de sus negros ojos se dilataran al maó ximo. Al instante, la manada entera
rodeoó a aquellos dos intrusos, que se convertíóan asíó en sus prisioneros. A la cierva y al cervatillo no les quedoó maó s
remedio que obedecer las oó rdenes que les transmitíóan, mediante poderosos movimientos de cabeza, los ciervos
guardianes que se habíóan apostado a su lado y que los conminaban a seguirlos hasta un rincoó n de la foresta donde su
majestad el Senñ or del Bosque de Tilgate teníóa su real aposento.
¡Y queó real senñ or era aqueó l! ¡Debíóa de medir maó s de tres metros de altura, su enorme cornamenta parecíóa de acero
brunñ ido extendieó ndose a uno y otro lado de su cabeza! En su frente lucíóa una hermosa placa de oro y la pechera
estaba cubierta de tachones del mismo metal. Tras eó l se erguíóa un magníófico trono de verde hierba salpicada por unas
flores tan brillantes que parecíóan piedras preciosas. Estaba rodeado de su guardia de honor, que manteníóa, en
posicioó n erguida, toda su prestancia, si bien su destrozada cornamenta mostraba bien a las claras los muchos
combates que habíóan sostenido con los ciervos de las bandas rivales de Brantridge y San Leonardo. A veces habíóan
sido ellos los agresores, penetrando hasta las profundidades de los bosques para luchar con sus rivales y llevarse
consigo sus ciervas y cervatillos. En otras ocasiones habíóan sido ellos los agredidos, aunque nunca, salvo en una
ocasioó n, pudo decirse que habíóan sufrido los Guerreros de Tilgate una seria derrota.
El Senñ or de Tilgate y su corte se quedaron mudos de admiracioó n al contemplar la extrema belleza de la blanca
cierva y su cervatillo. Y al instante desaparecioó la ansiedad que habíóan sentido cuando fueron apresados por los
ciervos de la manada. Con un movimiento de su gran cabeza, el Senñ or de Tilgate les concedíóa una porcioó n de aquella
gran pradera que se extendíóa ante ellos para que pudieran pacer a sus anchas y les ofrecíóa ademaó s su proteccioó n.
Apenas hubo concluido el saludo del Senñ or de Tilgate a los recieó n llegados cuando se oyoó un gran estruendo
procedente del bosque. Ni Titania ni mucho menos Tinykin podíóan adivinar a queó se debíóa, pero los ciervos maó s
veteranos de la manada sabíóan muy bien que se trataba de la berrea de un ciervo forastero que se acercaba al lugar.
Los ciervos de la guardia del Senñ or inmediatamente cerraron filas en torno a su amo, mientras que otro grupo se
colocoó en posicioó n defensiva para proteger a las ciervas y sus cervatillos.
Al cabo de un rato, vieron aparecer un ciervo en los confines de la llanura. Llevaba en la boca una pequenñ a rama
verde en senñ al de paz, ya que se trataba de un mensajero y pedíóa paso franco, seguó n las leyes de la silvestre caballeríóa.
El Senñ or de Tilgate no tardoó en despachar a su propio mensajero para que se reuniera con el ciervo forastero y le
condujera sano y salvo hasta su presencia. Al poco tiempo, ambos ciervos se presentaron ante el Senñ or de Tilgate,
erguido en el otero que le servíóa de trono.
El mensaje que llevaba era escueto y no tardoó mucho en transmitirlo:
—El gran Senñ or de Brantridge —dijo el mensajero— desafíóa al Senñ or de Tilgate a un duelo a muerte. El vencedor
de este duelo seraó el amo y senñ or de todos estos confines, y desde ese momento siervos y villanos de las dos casas
habraó n de vivir en paz y seguridad.
El Senñ or de Tilgate no esperoó a consultar con sus guardias y apenas dejoó que el mensajero concluyera su discurso.
Declaroó que estaba encantado de aceptar el desafíóo y ordenoó al mensajero que volviera con toda celeridad a su Senñ or
de Brantridge para comunicarle que sus hombres estaban deseando verle coronado Rey de todos aquellos contornos.
Las palabras del Senñ or de Tilgate fueron acompanñ adas de una fuerte berrea por parte de todos los ciervos allíó
presentes. Fue tal el estruendo que la cierva blanca y su cervatillo quedaron totalmente anonadados. Despueó s de unos
momentos de confusioó n, la manada entera se puso en movimiento en busca de aquel Senñ or que los habíóa desafiado.
Al frente iban los ciervos guerreros acompanñ ando a su Senñ or y en la retaguardia marchaban las ciervas con sus
cervatillos. La cierva blanca y su cervatillo no pudieron resistir la curiosidad y se unieron a la manada. Hacia el
mediodíóa llegaron a un amplio valle que era terreno neutral entre los dominios de los dos senñ ores.
El Senñ or de Brantridge se encontraba en dicho valle, aguardando a su enemigo. Era, desde luego, un digno
adversario y su cornamenta no teníóa nada que envidiar a la del propio Senñ or de Tilgate.
Los heraldos de los dos adversarios se reunieron en el centro del valle para discutir las condiciones del combate.
Firmaron, en nombre de sus respectivos senñ ores, un tratado mediante el cual el vencedor de aquel duelo seríóa amo y
senñ or de todo aquel territorio.
Los bramidos de los dos heraldos senñ alaron el fin de los preparativos de aquel singular duelo. Cuando hubieron
regresado a sus respectivas manadas, los dos senñ ores se dirigieron en solitario hacia el centro del valle, en un lugar
donde la superficie era plana y el terreno firme bajo sus pezunñ as.
Con las testas erguidas, se contemplaron durante unos instantes. Al fin, bajaron la cabeza hasta casi tocar el suelo
y se lanzaron el uno contra el otro con toda la fuerza y la furia de que eran capaces. Tal fue el impacto de sus
cornamentas que el ruido resonoó por todo el valle y hasta los ciervos guerreros que presenciaban el combate se
levantaron en corveta sobre sus patas traseras. Una y otra vez se juntaban las cornamentas y una y otra vez se
separaban, sin que pudiera saberse cuaó l de los dos ciervos llevaba las de ganar. En ocasiones era uno el que parecíóa
maó s fuerte y entonces sus partidarios lanzaban grandes bramidos al aire. Pero en seguida parecíóa desmayar y
entonces era su adversario el que tomaba la iniciativa del combate ante el entusiasmo de sus seguidores. En un
momento de indecisioó n, el Senñ or de Brantridge se tambaleoó mientras trataba de soltar su cornamenta que habíóa
quedado presa en la de su rival. Este momento lo aprovechoó el Senñ or de Tilgate para asestarle un duro golpe en el
pecho que le causoó una gran herida.
Sabiendo la muerte cercana, el Senñ or de Brantridge no rehuyoó el combate sino que se entregoó a eó l con mucho maó s
ardor si cabe. Una y otra vez se lanzaba contra su rival pero con cada una de sus acometidas le iban fallando las
fuerzas y la sangre manaba de su pecho. Llegoó un momento en que su embestida era ya incierta, y entonces su
victorioso contrincante le clavoó las astas en la herida recieó n abierta. Fue el golpe de gracia para el Senñ or de
Brantridge, que cayoó fulminado a los pies del Senñ or de Tilgate. La batalla habíóa concluido, la victoria habíóa sido
alcanzada.
Mucho antes de que concluyera, sin embargo, la blanca cierva y su cervatillo habíóan huido en direccioó n al bosque,
horrorizados por el espectaó culo que teníóa lugar ante sus ojos y que tan poco se parecíóa a la paz que siempre se asocia
con los moradores de los verdes bosques. Teníóan la intencioó n de dirigirse hacia el claro donde se encontraba el cuerpo
de Tinykin tumbado en la hierba pero se percataron de que el Senñ or de Tilgate habíóa colocado un cordoó n de guardias
alrededor de sus dominios, sin duda para impedir la entrada de otro de sus rivales, el Senñ or de San Leonardo.
Asíó que tuvieron que conformarse con pasar la noche en el bosque y se acomodaron bajo unas ramas al abrigo del
viento de la noche y de la escarcha de la madrugada.
El triunfante Senñ or de Tilgate, por su parte, habíóa regresado al bosque de donde habíóa partido por la manñ ana,
dispuesto a descansar de aquella larga y agotadora jornada. Poco se podíóa imaginar que una nueva amenaza se cerníóa
sobre eó l y toda su gente.
Apenas habíóa amanecido cuando los bramidos de uno de los centinelas despertaron a los durmientes. No tardoó
mucho en llegar el propio centinela, jadeando tras su veloz carrera por el bosque. Las nuevas que traíóa no podíóan ser
maó s desconcertantes. El rey Horsa y sus nobles se estaban preparando para cazar en el bosque de Tilgate y todos
aquellos senderos que en los uó ltimos meses habíóan desbrozado los lenñ adores no teníóan otro objeto que el de facilitar
el acceso al bosque para que los caballos y los mastines del Rey persiguieran sus presas.
El paó nico cundioó entre la manada de ciervos al extenderse la noticia. Solamente el Senñ or de Tilgate parecíóa
imperturbable. Irguieó ndose cuan alto era se desembarazoó de la placa de oro que le cubríóa el pecho y se aprestoó a
convertirse eó l mismo en presa de las huestes del rey Horsa. Al mismo tiempo, ordenoó a sus vasallos que se retiraran a
los lugares maó s recoó nditos del bosque para eludir la persecucioó n del Rey, lejos del alcance del fino olfato de sus
mastines.
Al cabo de poco tiempo la manada entera se puso en marcha retrocediendo lentamente hacia el interior del
bosque, huyendo del acoso de su peor enemigo.
Pero la blanca cierva y su cervatillo no pertenecíóan a la manada y Titania temíóa por la suerte que podíóa correr el
muchacho si no retiraba el conjuro a tiempo. ¡Oh, coó mo se reprochaba haberse dejado llevar por el egoíósmo y haber
accedido a los deseos de Tinykin, conociendo los peligros a los que le exponíóa!
Todos estos remordimientos fueron interrumpidos por los cuernos de caza y los gritos de los ojeadores que
azuzaban a los perros para que levantaran las presas. Titania, cuya ansiedad crecíóa por momentos, decidioó retirarse
con el cervatillo a la espesura del bosque, con tan mala fortuna que el escondrijo que buscoó para refugiarse estaba
muy cerca de una de las sendas que habíóan abierto los lenñ adores para la caza del Rey. Acababan de esconderse cuando
vieron al Senñ or de Tilgate bajando por la senda en direccioó n a sus enemigos como si quisiera enfrentarse a ellos. Sabíóa
muy bien el peligro que se cerníóa sobre su manada y habíóa decidido conducir a las huestes del Rey en direccioó n
contraria. De pronto, al doblar un recodo, avistoó al Rey en persona, que guiaba a sus hombres por el sendero del
bosque.
Apenas media milla separaba al Senñ or de Tilgate del rey Horsa y eó ste, al divisar tan noble presa, dio orden de que
soltaran a los perros de sus correas. No hizo falta que los azuzaran. Ladrando con estreó pito y asustando a los paó jaros
de los alrededores, salieron en pos del Senñ or de aquellos bosques.
No por ello se inmutoó el Senñ or de los bosques de Tilgate. Volvioó grupas y corrioó al trote durante un tiempo para
asegurarse de que los mastines le seguíóan y no le perdíóan la pista. Soó lo cuando oyoó los ladridos a sus espaldas se lanzoó
a la carrera. La cierva y el cervatillo podíóan oíór, desde su escondrijo, los golpes de sus pezunñ as alejaó ndose por el
bosque, hasta que fueron debilitaó ndose, ahogados por el ladrido de los perros y los gritos de los cazadores que los
seguíóan.
La atemorizada Titania habíóa olvidado cubrir las huellas de su paso por el bosque, de manera que dos de los
mastines del Rey, en lugar de seguir la presa que corríóa por el sendero, olfatearon otra presa que se escondíóa a pocos
metros de distancia y se dirigieron hacia ella. Vieó ndose descubiertos, la cierva blanca y el cervatillo salieron huyendo
de su escondrijo. La distancia que los separaba de los mastines era muy escasa y, a medida que le iban faltando las
fuerzas al cervatillo, se iba acortando cada vez maó s. Podíóan oíór a sus espaldas su jadeante respiracioó n asíó como los
aullidos que lanzaban al aire, celebrando una presa que parecíóa ser suya. Cuando ya todo se daba por perdido,
aparecioó en la distancia la cabanñ a del Guarda y el corazoó n de Titania dio un salto de alegríóa.
—¡AÉ nimo, mi querido Tinykin! —le decíóa la cierva al cervatillo—. ¡Un esfuerzo maó s y habraó s llegado a tu casa! ¿No
ves a lo lejos la cabanñ a de tus padres, con la puerta abierta para recibirte?
El cervatillo, que ya desfallecíóa, consiguioó reunir las pocas fuerzas que le quedaban y haciendo un uó ltimo y
desesperado esfuerzo, logroó franquear la puerta de su casa.
Fue una suerte que el transformado Tinykin no se dirigiera al claro del bosque, porque probablemente habríóa
llegado tarde para salvar de la muerte su bonita forma humana.
Ocurrioó que, cuando Margery se percatoó de la ausencia de su hijo, pensoó de inmediato que estaríóa en el claro
donde lo encontroó la vez anterior. Hacia allíó dirigioó sus pasos, y vio que Tinykin habíóa sufrido un nuevo desmayo.
Cargoó con el cuerpo inanimado del muchacho y lo llevoó como pudo hasta la cabanñ a donde vivíóan. Una vez le hubo
acostado en el lecho de brezo tratoó en vano de que volviera en síó. Tomaó s el Guarda del Rey se habíóa ausentado del
hogar, ocupado como estaba en los preparativos para la llegada de Su Majestad, y la pobre mujer no sabíóa a quieó n
recurrir. Pensoó en acercarse a un convento que habíóa a corta distancia de la cabanñ a pero no se atrevíóa a dejar a su hijo
solo. La noche se le echoó encima y la mujer prendioó una estopa empapada en grasa que le servíóa a modo de vela. A la
luz de aquella improvisada vela, la cara del muchacho teníóa una palidez mortal… Le tomaba el pulso y el corazoó n del
muchacho parecíóa cada vez maó s deó bil… ¡A la pobre mujer no le quedaba ya maó s que rezar!
Con las primeras luces del alba, Margery se dirigioó al refugio que Tomaó s habíóa construido para su hijo cuando eó ste
se hallaba convaleciente de su enfermedad, con la esperanza de encontrar aquellas florecitas que, en la ocasioó n
anterior, habíóan logrado el milagro de restablecer su salud. Pero, por maó s que buscoó en el refugio y en sus alrededores,
no encontroó ni una.
Al poco rato llegoó su marido acompanñ ado de otros guardianes y cazadores del Rey. Veníóan a recoger los mastines
que habíóa en la perrera junto a la cabanñ a. Los mastines llevaban muchas horas sin comer, preparaó ndose para la caza, y
al ver llegar a Tomaó s y a sus amigos, lanzaron grandes aullidos. Los cazadores apenas podíóan sujetar aquellos
animales que tanto tiraban de las correas… En aquellas circunstancias, Margery sabíóa muy bien que no podíóa pedir
ayuda a su marido y se metioó de nuevo en la cabanñ a, llorando amargamente.
Era ya pasado el mediodíóa cuando, de suó bito, la cierva blanca y su cervatillo irrumpieron en la cabanñ a de Margery.
De momento, la mujer se quedoó paralizada de terror, pero en seguida se dio cuenta de que aquellos animales habíóan
acudido a su cabanñ a en busca de refugio, su amable naturaleza se conmovioó y con sus ademanes hizo ver que haríóa lo
que pudiera para salvarlos. Se dirigioó hacia la puerta para atrancarla y como el pasador fallaba por falta de uso, se
entretuvo dos o tres minutos. Mientras lo hacíóa, Titania descubrioó , con gran sorpresa y alborozo, que su querido ninñ o
no estaba en el bosque sino tumbado ante ella en aquel lecho de brezo. Al instante rompioó el conjuro y el muchacho,
con un hondo suspiro, abrioó sus grandes ojos azules.
Cuando Margery hubo atrancado la puerta se volvioó hacia los ciervos y vio, con gran dolor, que el cervatillo
moteado habíóa caíódo muerto a los pies de su madre… ¡Aquella muerte le recordaba la de su propio hijo, que parecíóa
tan cercana como inevitable, y las laó grimas inundaron sus ojos de nuevo! Se dirigioó entonces hacia el lecho donde
estaba el ninñ o y… ¡cuaó l no seríóa su sorpresa cuando eó ste abrioó los ojos llamaó ndola «madre»!
Margery se arrodilloó junto al lecho y le abrazoó tiernamente hasta que eó ste le pidioó con una voz muy deó bil:
—¡Agua, madre, agua!
Margery fue en busca de la jarra donde guardaban el agua pero estaba vacíóa. Entonces se dirigioó , jarra en mano, a
un manantial cercano, sin parar mientes en que al dejar la puerta abierta poníóa en peligro la vida de la cierva.
Al regresar a casa vio que tanto la cierva como el cervatillo habíóan desaparecido. Dio de beber a su hijo y despueó s
volvioó a buscar a los animales, pero no aparecíóan por ninguna parte. Entonces observoó que en el lugar del suelo donde
habíóa yacido el cuerpo del cervatillo habíóan nacido unas flores que formaban, con su disposicioó n, la silueta del cuerpo
del animal. Eran las mismas flores azules que habíóan devuelto la salud a su hijo en la ocasioó n anterior. Muy pronto
empezaron a exhalar su intenso aroma, que, en pocos instantes, llenoó la cabanñ a entera. A medida que Tinykin fue
respirando aquel perfume los colores le volvieron a las mejillas y sus ojos recobraron el brillo y la intensidad que
siempre habíóan tenido.
Margery no cabíóa en síó de juó bilo, aunque a la vez estaba temerosa de que todo aquello fuera cosa de brujeríóa… Pero
entonces miroó hacia la puerta y, viendo la herradura que su marido habíóa colgado, se convencioó a síó misma de que
ninguó n espíóritu maligno podíóa haber entrado en aquel lugar.
CUARTA PARTE

Tomaó s el Guarda Real llegoó tarde a casa aquella noche. Estaba enfadado y teníóa varias razones para estarlo.
En primer lugar, el Senñ or de Tilgate habíóa burlado a sus perseguidores y se habíóa refugiado en el vecino bosque de
Brantridge. El Rey se habíóa enfadado mucho al ver coó mo aquella magníófica presa se le escapaba de las manos y habíóa
reganñ ado a Tomaó s y a sus companñ eros por no hacer los senderos del bosque maó s largos. En aquellos tiempos, los
reyes no toleraban la menor contrariedad, y no siempre eran razonables cuando montaban en coó lera. Otra de las
causas de su enojo era que se le habíóan perdido dos mastines y no habíóa manera de encontrarlos. Se trataba de los
mastines que habíóan seguido la pista de la cierva y el cervatillo y a los que Titania, para deshacerse de ellos, habíóa
obligado a huir tan dentro de la espesura del bosque que no encontraban la manera de salir. Tomaó s tambieó n estaba
enfadado —y este motivo era de los menos excusables— porque habíóa bebido maó s de la cuenta del vino y la hidromiel
que los cazadores del Rey habíóan traíódo de las bodegas reales.
La gente que bebe acaba por ponerse de malhumor, y Tomaó s desde luego no era una excepcioó n a esta regla. No
solamente se puso de malhumor sino que ademaó s, cuando Margery le pidioó que no bebiera maó s y se fuera a la cama,
recibioó , por toda respuesta, un fuerte cachetazo en las orejas. Finalmente, se quedoó dormido en un banco y de allíó se
cayoó al suelo, rodando hasta el lugar donde habíóan crecido las aromaó ticas flores azules. Las flores no surtieron sobre
eó l otro efecto que hacerle roncar con maó s fuerza; y, cuando se despertoó por la manñ ana, habíóan desaparecido pero eó l
habíóa recobrado la salud.
Margery contoó a su marido todo lo que habíóa ocurrido, pensando que aquello le pondríóa de buen humor, pero fue
al contrario, porque a Tomaó s le dolíóa la cabeza y aprovechoó la ocasioó n para meterse con Tinykin, echaó ndole la culpa de
todo lo que le habíóa ocurrido en aquel díóa aciago y diciendo que habíóan sido las hadas amigas de Tinykin las que
habíóan extraviado a los mastines en el bosque. Ya se disponíóa a coger la correa para pegarle una buena tunda de
golpes cuando Margery reaccionoó de forma sorprendente y cogiendo un palo le propinoó a su marido una buena paliza.
Maó s tarde la mujer se arrepintioó de haberlo hecho porque creíóa a pies juntillas que la mujer debe obedecer a su
marido en todas las ocasiones (toda buena esposa deberíóa pensar lo mismo). Pero lo cierto es que desde entonces
Tomaó s la tratoó con maó s respeto, sin duda por miedo a que descargara de nuevo su ira sobre sus hombros.
Tinykin crecioó y se convirtioó en un muchacho apuesto y simpaó tico, un muchacho del que cualquier padre habríóa
estado orgulloso. Tomaó s, sin embargo, le consideraba afeminado y nunca le llegoó a perdonar el mal papel que, por
culpa suya, habíóa hecho ante el Rey.
Le reganñ aba a menudo aunque no hubiera hecho nada y cuando de verdad hacíóa algo le faltaba tiempo para
pegarle, sobre todo si se encontraban solos en el bosque. Tinykin nunca le contaba a su madre lo que su padre le hacíóa
porque sabíóa que se llevaríóa un gran disgusto, pero no podíóa evitar llorar a veces por las noches y su madre comenzoó a
sospechar la verdad. A partir de aquel momento, Margery comenzoó a rezar a san Huberto para que padre e hijo se
reconciliaran.
Pero si Tinykin iba a verse libre de los malos tratos de su padre, al menos durante un tiempo, seríóa por medios
bien distintos de los que podríóa haber imaginado.
El Rey y su hija estaban cazando un díóa en el bosque de Tilgate. La hija y uno de sus servidores se habíóan separado
de la partida del Rey, pero eó ste, enfrascado como estaba en la caceríóa, no habíóa advertido su ausencia. Cuando al fin
sonaron las trompas de caza anunciando la muerte del ciervo, todos se concentraron junto a la presa excepto la
Princesa y el criado que la acompanñ aba. Los hombres del Rey se dispersaron por el bosque en su busca, pero soó lo
pudieron encontrar a su criado, que se habíóa desmayado junto a un aó rbol. Cuando volvioó en síó, lo uó nico que pudo
recordar fue que cuando cabalgaba con la Princesa por el bosque una gran llama de fuego surgioó de la tierra y espantoó
a su caballo. El animal se lanzoó a una furiosa carrera a traveó s del bosque y la rama de un aó rbol le habíóa golpeado la
cabeza, descabalgaó ndole.
El Rey queríóa a su hija maó s que a nada en este mundo y cuando pasaron tres díóas sin que apareciera cayoó
gravemente enfermo y todos pensaron que se iba a morir. Antes de caer enfermo habíóa sido presa de violentos
ataques de ira y habíóa llegado a decir que la culpa de todo la teníóa Tomaó s el Guarda por haber mostrado una gran
negligencia en el cometido que le habíóa asignado. «¡Seguro que mi hija ha caíódo en manos de bandoleros», clamaba el
Rey, «o bien se ha lastimado al caer en una de las muchas trampas que el gandul de Tomaó s ha colocado en el bosque!».
Tomaó s no sabíóa queó decir ante las acusaciones de su monarca y a buen seguro habríóa acabado colgado de un aó rbol
de no haber sido por la Reina, que intercedioó por eó l y consiguioó que le encerraran en una mazmorra del castillo real a
dieta de pan y agua.
La pobre Margery estaba abatida por el aprieto en que se hallaba su marido, ya que, a pesar de la forma en que la
trataba, ella realmente le queríóa, a su tosco modo. Se encontraba, ademaó s, necesitada, y habríóa sufrido mucho de no
haber sido porque la Reina, apiadaó ndose de ella y de su apuesto hijo, ordenoó que les sirviesen provisiones de la
intendencia del Rey.
Habíóan transcurrido tres meses desde que desaparecioó la Princesa y seguíóan sin tener noticias de ella. El Rey habíóa
prometido conceder un tíótulo nobiliario a la persona que la encontrara, y al fin, sumido ya en la maó s absoluta y negra
desesperacioó n, decidioó conceder la mano de su hija al hombre que diera con ella, siempre y cuando su hija se aviniera
a ello. Pero, pese a todo, siguieron sin saber nada de ella.
Tinykin fue uno de los que maó s afanosamente buscaron a la Princesa. Y no tanto para conseguir la recompensa (de
cuyo valor apenas teníóa conciencia) como para obtener la liberacioó n de su propio padre. Lo hacíóa, maó s que nada, por
su madre, que seguíóa suspirando por la vuelta a casa de su marido a pesar de lo mucho que eó ste la habíóa maltratado y
lo bien que, gracias a la generosidad de la propia Reina, vivíóa sin eó l.
Un díóa, tras una larga e infructuosa buó squeda por el bosque, Tinykin se sentoó a descansar en el claro donde, en
otras ocasiones, habíóa encontrado a las hadas. Estaba un poco alarmado al principio, al recordar la prohibicioó n
paterna de acercarse, bajo ninguó n concepto, a aquel lugar. Pero se tranquilizoó al pensar que su padre estaba en la
caó rcel y que, por lo tanto, se encontraba muy lejos del alcance de su correa.
Tinykin no recordaba nada de lo ocurrido durante sus transformaciones, de lo contrario no se habríóa atrevido a
tentar la suerte de nuevo. Soó lo recordaba la presencia de aquella hermosa ninñ a que le habíóa sonreíódo amablemente y
besado en la frente, asíó como la extranñ a y placentera somnolencia que se habíóa apoderado de eó l a continuacioó n.
Aquel mismo díóa Titania habíóa tenido una de sus frecuentes disputas con su real marido y habíóa abandonado
palacio presa de un ataque de furia. Sin saber muy bien doó nde dirigirse, encaminoó sus pasos hacia el bosque de Tilgate
y casi sin darse cuenta se encontroó en el claro del bosque donde acostumbraba a solazarse con su corte. Era un lugar
que habíóa decidido no frecuentar por miedo a encontrarse de nuevo con Tinykin y acarrearle nuevos peligros. Pero en
aquella ocasioó n pudo maó s su egoíósmo y se alegroó del azar que los habíóa vuelto a reunir.
Se acercoó hasta el muchacho sin que eó ste advirtiera su presencia y se asombroó de ver lo mucho que habíóa
cambiado. Aquel ninñ o tan delicado que ella habíóa querido se habíóa convertido en un mozo hecho y derecho.
Tinykin, creyendo que no habíóa nadie maó s en aquel lugar, hablaba a los paó jaros en voz alta.
—¡Ay, dulces pajaritos! —les decíóa—. ¡Vosotros síó que no habeó is cambiado! ¡Vuestros trinos son tan dulces como
cuando los escucheó por primera vez! ¡Volaó is de acaó para allaó sin que ninguó n padre cruel os amenace! ¡Y tuó tampoco
has cambiado, querido riachuelo! ¡Sigues deleitaó ndome con la preciosa cancioó n que tus aguas interpretan al chocar
con los cantos rodados y las raíóces de los grandes aó rboles! ¡Queó felices sois en vuestra inconsciencia! ¡Yo, en cambio,
peno por que mi padre salga de la caó rcel y penareó tambieó n cuando salga y se dedique a pegarnos a mi madre y a míó! ¡Y
sin embargo voy a hacer todo lo que esteó en mi mano para conseguir su libertad!
Titania escuchaba las lamentaciones del pobre Tinykin y al instante resolvioó lo que debíóa hacer. Golpeoó el suelo
tres veces con el pie y al momento un precioso topo sonrosado sacoó la cabeza del suelo justo al lado del muchacho.
EÉ ste no habíóa visto nunca un animal tan simpaó tico como aquel topo.
El animalito se dedicoó a correr y juguetear como si deseara ser admirado, pero al fin se acercoó al muchacho con
aó nimo de que le acariciara.
—¿Quieó n te puede haber mandado para aliviar mis tristes pensamientos? —le dijo el muchacho—. ¡Soó lo podríóa
haber sido una persona, pero me temo que nunca maó s la volvereó a ver!
—Te equivocas —le susurroó una vocecita a su lado.
Se volvioó para ver quieó n era y reconocioó a aquella preciosa ninñ a que se le habíóa aparecido en otras ocasiones, soó lo
que ahora le parecíóa maó s pequenñ a que antes. Conservaba, sin embargo, la misma dulce sonrisa en los labios.
—¡Bueno, Tinykin, veo que eres el mismo de siempre! —le dijo Titania—. ¡Siempre te ha gustado cambiar! ¡Juraríóa
que ahora te gustaríóa ser ese pequenñ o topo!
—¡Has adivinado mi pensamiento! —exclamoó Tinykin—. Recuerdo que antes habíóa deseado ser un paó jaro, un pez
o un ciervo, pero no recuerdo a ciencia cierta lo que me sucedioó .
—¡Eso es porque todavíóa no te ha llegado la hora de sacar provecho de tus experiencias! —repuso Titania—. La
raza humana soó lo es capaz de avanzar muy lentamente para alcanzar la suprema sabiduríóa y a veces se aprenden
cosas cuando uno menos se lo espera —despueó s de reflexionar un momento, le preguntoó —: ¿De veras quieres
convertirte en un topo?
—¡De veras! —exclamoó el muchacho.
—¡Pues yo hareó que se cumpla tu deseo! —exclamoó Titania. Entonces besoó a Tinykin en la frente y el muchacho se
dejoó caer sobre el ceó sped, embargado por un dulce suenñ o, mientras el topo desaparecíóa bajo tierra. Tinykin tardoó
alguó n tiempo en aprender a orientarse. Al fin se percatoó de que se hallaba en el extremo de un larguíósimo tuó nel que
parecíóa no tener fin. Se internoó por dicha galeríóa y recorrioó muchas millas antes de divisar una lucecita en la distancia
hacia la que se encaminoó . Se trataba de una espaciosa caverna que albergaba a miles de pequenñ as criaturas de un
tamanñ o no superior al suyo. Iban ataviadas con verdes chaquetas y sombreros puntiagudos y se afanaban en golpear
con sus martillos unas laó minas de oro que habíóan colocado sobre los yunques de acero y que iban adelgazando hasta
convertirlas en una finíósima pelíócula.
Tinykin se quedoó mirando a estos infatigables trabajadores durante unos minutos, pensando que su presencia en
aquel lugar habíóa pasado inadvertida. Pero estaba equivocado porque los gnomos teníóan el poder de ver a traveó s de la
tierra y el sonrosado topo habíóa sido divisado mucho antes de que llegara a aquella caverna, que era la ceca del Rey de
los Gnomos. Y asíó, Tinykin se vio de pronto acosado por unas puntas de hierro que se le clavaban en las carnes y que
no eran otra cosa que las lanzas de los centinelas que le empujaban hacia el centro de la caverna. Allíó se vio rodeado
por los policíóas del Rey, quienes, sin decir palabra, le ataron las patas delanteras con una cadena de oro.

A todo esto Tinykin hacíóa de tripas corazoó n y se preparaba para lo que el destino, que en aquellos momentos no
auguraba nada bueno, le pudiese deparar.
Los policíóas del Rey vestíóan unas largas tuó nicas de oro puro y llevaban un casco y una coraza del mismo metal
precioso. Empunñ aban unas largas lanzas en cuyo extremo habíóan clavado un diamante que despedíóa una intensa
luminosidad.
Los gnomos eran singularmente feos, y sin embargo no podíóa advertirse ninguó n rasgo de maldad o crueldad en sus
rostros. Tinykin cruzoó la inmensa caverna acompanñ ado de sus vigilantes sin que su presencia fuera advertida por los
gnomos, absortos en su trabajo con la fragua y el martillo. Por fin llegaron a un lugar que parecíóa la entrada a un
castillo o un gran palacio, cuyo poó rtico estaba formado por grandes columnas de oro y cristal, las cancelas de las
puertas engastadas con grandes rubíóes, cada uno de ellos del tamanñ o de un huevo de gallina. Los centinelas del
palacio recibieron la contrasenñ a de la policíóa y abrieron las grandes hojas de la puerta para dejar paso a aquella
extranñ a comitiva.
Tinykin se maravilloó de las dimensiones de la caverna donde ahora habíóan entrado, y de los prodigiosos adornos
que remataban las paredes y el techo.
El techo parecíóa de azabache puro con incrustaciones de gemas y piedras preciosas, talladas de tal manera que sus
aristas reflejaban de mil caprichosas maneras el fuego que ardíóa en el centro de aquella gran caó mara. Los ojos de
Tinykin se quedaron fascinados mirando aquel fuego que parecíóa manar de un agujero en el centro mismo de la
caverna. Lo que de allíó brotaba era lava ardiendo y aquella masa íógnea cambiaba constantemente de color, pasando del
azul al rojo y del rojo al amarillo.
Tinykin adivinoó al instante que aquella suntuosa caó mara estaba reservada a una gran dignidad y asíó no se
sorprendioó lo maó s míónimo cuando fue conducido, entre filas de guardias ricamente ataviados, hasta la presencia del
Rey de los Gnomos.
Habríóa sido imposible confundir a Su Majestad, ya que su presencia, tanto en porte como en dignidad, destacaba
sobre la de sus suó bditos. Su talla era superior a las ocho pulgadas, considerablemente maó s alta que la de quienes le
rodeaban. No habíóa heredado el trono por derecho de sucesioó n sino maó s bien por el prestigio que habíóa adquirido
entre los gnomos despueó s de trabajar durante algunos anñ os en el taller de un gran mago y haber aprendido los
secretos maó s ocultos de las artes maó gicas. Y asíó, cuando el uó ltimo rey de los gnomos murioó sin descendencia,
decidieron proclamar a Zubergal I Rey del Mundo Subterraó neo.
Los gnomos y sus congeó neres inferiores, los trolls, poseíóan el poder de convertirse en hombres durante unos
minutos. Pero el rey Zubergal, mediante sus maó gicos conjuros, podíóa asumir la forma humana durante varios díóas y a
menudo se divertíóa adoptando la forma de un caballero, de un vasallo o incluso de un humilde paje.
El Rey se echoó a reíór al contemplar aquel topo sonrosado, pues nunca en su vida habíóa visto un topo y menos auó n
custodiado de aquella guisa por su propia policíóa. Ordenoó que le quitaran las cadenas e indicoó al topo que se acercara
hasta el lugar donde eó l se encontraba. Tinykin pretendioó inclinarse en actitud de reverencia, pero su actual formacioó n
no se adaptaba a los caó nones de pleitesíóa, por lo que se contentoó con arrastrarse sobre sus cuatro patas.
El Rey dio la bienvenida a su ilustre hueó sped y, despueó s de rogarle que asumiera la posicioó n vertical, le instoó a que
contara coó mo habíóa llegado hasta allíó, ya que rara vez los gusanos, los ratones o los topos llegaban hasta aquellas
profundidades que eran del exclusivo dominio de los gnomos.
Tinykin se sorprendioó al comprobar que podíóa entender perfectamente las palabras del Rey de los Gnomos y que
eó l, a su vez, empleaba una extranñ a lengua que era comprendida por Su Majestad. No podríóamos aquíó reproducir el
diaó logo que sostuvieron el Rey y el topo en aquella memorable ocasioó n, y habremos de conformarnos con un pequenñ o
resumen de lo que allíó se dijo.
Tinykin apenas recordaba sus propias experiencias como ser humano. En cambio, síó pudo contar al Rey el extranñ o
rapto de la Princesa y el encarcelamiento —por esta causa— de Tomaó s el Guarda; nada dijo, sin embargo, de la
recompensa prometida por el rey Horsa.
El Chambelaó n del Rey se acercoó a Su Majestad, seguido de una larga comitiva de gnomos que llevaban en sus
manos una placa hecha de una fina pelíócula de oro.
El Rey y el Chambelaó n hablaron durante unos minutos y a continuacioó n se dirigieron hacia una abertura que habíóa
a uno de los lados de la caverna. La boca de esta nueva cueva estaba oculta tras una maravillosa cortina de cristal
tejida con formas tan caprichosas como las que aparecen en las ventanas por la manñ ana tras una fuerte helada. Tal
peso teníóan aquellas cortinas que fue necesario el esfuerzo de no menos de quinientos gnomos para poderlas apartar.
Cuando lo hicieron, los asombrados ojos de Tinykin pudieron contemplar el cuerpo de una hermosa doncella dormida
sobre un lecho de amianto blanco engastado con esmeraldas, rubíóes y diamantes. Llevaba una larga falda verde
ribeteada de oro y un corpinñ o de terciopelo color aó mbar con un pespunte de arminñ o en las mangas. Su larga cabellera
dorada descendíóa como una cascada sobre sus hombros, libre de la malla de perlas que solíóa tenerla cautiva. Sus
ardientes labios rojos contrastaban con la blancura de sus mejillas. Los dedos de las manos estaban llenos de anillos y
su mano derecha todavíóa sosteníóa el bastoó n de caza con su empunñ adura de diamantes.
Tinykin se dio cuenta en seguida de que se trataba de la hija del Rey, y de que estaba sumida en un profundo
encantamiento, y al percatarse de ello, juntando sus patitas delanteras, dio muestras de gran dolor. Zubergal, mientras
tanto, le miraba atentamente, preguntaó ndose si el intereó s de Tinykin por la Princesa se debíóa uó nicamente a su deseo
de conseguir la liberacioó n de su padre.
Menos mal que Tinykin no se excedioó en la manifestacioó n de su dolor, ya que Zubergal se habíóa enamorado de la
Princesa y estaba celoso de cualquier persona o animal que se acercara a ella. El amor de Zubergal habíóa surgido de
un flechazo, cuando contemploó a la Princesa cazando en el bosque. Fue entonces cuando decidioó hacer uso de sus
artes maó gicas para secuestrarla y llevarla consigo al Mundo Subterraó neo. Ahora, estaba satisfecho de ver que el topo
la reverenciaba, pues eso es lo que esperaba de un verdadero vasallo.
Los portadores de la dorada laó mina habíóan llegado ya junto al lecho y entonces Tinykin comprendioó el propoó sito
del trabajo de aquella multitud de gnomos que habíóa visto tan afanada. Zubergal les habíóa ordenado que batieran el
oro hasta conseguir una finíósima capa con la que se disponíóa a cubrir el cuerpo inconsciente de la desventurada
Princesa, temeroso de que eó sta se resfriara mientras durase su trance. Pero todavíóa no hemos explicado coó mo la
Princesa cayoó en aquel profundo encantamiento.
Zubergal teníóa un poderoso enemigo en la bruja Sycorax. Este malvado ser lanzaba sus conjuros en todos los
bosques y cavernas del mundo, pero sobre todo en las islas de la verde Albioó n. Teníóa esta bruja el poder de convertirse
en aó rbol o en piedra, de manera que los viajeros que atravesaban los bosques se paralizaban de terror al contemplar
su rostro en las atormentadas formas de alguó n viejo roble o bien en las grotescas formas de alguna penñ a.
Teníóa por costumbre esta malvada hechicera el refugiarse, durante las horas diurnas, en el tronco de alguó n aó rbol
cuya savia iba bebiendo hasta que el aó rbol se secaba del todo, de manera que era faó cil seguir sus huellas en el bosque
por el rastro de aó rboles secos que iba dejando tras de síó.
Asíó fue como consiguioó encontrar a la bella Princesa. Mientras Zubergal trataba de sujetar el caballo de la Princesa
para secuestrarla, Sycorax, que se encontraba descansando en un aó rbol cerca del lugar, tuvo tiempo de lanzar sus
conjuros contra ella, sin que los poderes de Zubergal pudieran hacer nada para evitarlo.
Zubergal sabíóa muy bien quieó n habíóa privado a su amada de la conciencia, y aunque la Princesa no fuese a morir,
por un espacio de cien anñ os no iba a ser capaz de fascinarle con su voz melodiosa, ni de mirarle con sus bellos ojos.
Desesperado, Zubergal habíóa acudido al lugar donde vivíóa la Reina de los Espíóritus, la cual le dio un pergamino en el
que figuraban las condiciones para el desencantamiento de la Princesa, condiciones que a eó l le parecíóan imposibles de
cumplir. He aquíó el acertijo que le propuso:
Busca, busca
hasta encontrar
un bicho ciego
que sepa mirar,
un animal
terrestre al fin
que se esconda
del mundo ruin;
verle en tierra
es extranñ o
pues siempre habita
el soterranñ o.
Con el murcieó lago
ha de luchar
una batalla
hasta ganar,
y si la suerte
no le ha volteado
habraó de habeó rselas
con un pescado.
Y al fin compite
en gran carrera
con un corcel
que es de quimera.
Si bien lo hace
yo os juro
que se habraó roto
el conjuro.
EÉ ste era el conjuro que Zubergal habíóa colocado sobre el lecho de la durmiente Princesa y habíóa prometido
nombrar Gobernador de las Minas de Rubíó de Golconda a aquel que consiguiera descifrarlo y deshacerlo.
Tinykin entendioó al momento el significado de aquel misterioso conjuro e intuyoó que eó l era el destinado a
deshacerlo. Pero, pensaba para síó, ¿de queó le iba a servir a la Princesa despertar del profundo suenñ o en el que estaba
sumida si, al despertar, se veíóa obligada a vivir con Zubergal en aquellas cavernas bajo tierra, lejos de su corte y de su
seó quito de nobles? No, mejor era que continuara dormida sin enterarse de la desgracia que le habíóa acaecido. Tinykin
pensoó que quizaó s pudiera llegar a un acuerdo con el Rey de los gnomos sobre el futuro de la Princesa que yacíóa en el
lecho, y asíó se atrevioó a decirle:
—Con la venia de Su Majestad el Rey del Mundo Subterraó neo, reconozco en la bella dama que sobre el lecho yace a
la hija del Rey mi senñ or, por quien tantas laó grimas ha derramado. Su dolor le ha llevado a encarcelar injustamente a mi
padre en una oscura mazmorra donde las ratas y las lagartijas son su uó nica companñ íóa.
—¿Y todo eso a míó queó me importa? —replicoó el Rey—. Soy totalmente indiferente al dolor de los humanos
aunque no, ciertamente, a su belleza.
—Con la venia de Su Majestad —dijo de nuevo Tinykin—. Tengo algo maó s que decir.
El Rey de los Gnomos asintioó con la cabeza y Tinykin continuoó :
—¡Estoy convencido, Majestad, de que yo soy la criatura destinada a romper el maleficio que ha caíódo sobre la
Princesa!
—¡Tuó ! —exclamoó el Rey, soltando una sonora carcajada—. ¡Pero si no eres maó s que una bola redonda y ni siquiera
tienes alas para volar ni cola para dirigir el vuelo!
—Con la venia de Su Majestad —continuoó imperturbable Tinykin—, solicito de Su Majestad que ponga a mi
disposicioó n cincuenta de sus mejores obreros para que me ayuden a construir las alas que preciso para salvar a la
Princesa.
El Rey se rioó de nuevo pero concedioó a Tinykin los cincuenta obreros que habíóa solicitado.
Los gnomos que se pusieron al servicio de Tinykin sintieron una gran curiosidad, por lo que se pusieron a trabajar
bajo sus oó rdenes con toda diligencia. En menos de una hora habíóan batido el oro hasta conseguir una pelíócula maó s
delgada auó n que la que cubríóa a la durmiente Princesa. Con ella, soldaó ndola seguó n las instrucciones de Tinykin, dieron
forma a un par de alas como de murcieó lago, capaces de impulsarse con un mero soplo pero tan duras que podíóan
resistir la mayor de las presiones.
Cuando hubieron acabado de fabricarlas, Tinykin ordenoó a los gnomos que hicieran unas grandes tiras de oro con
las que rodearíóa su cuerpo para sostener las alas, sujetas con unos brazaletes en sus munñ ecas y tobillos, con los cuales
se impulsaríóa para poder volar.
Cuando todo estuvo listo, Tinykin se pertrechoó con aquel extranñ o artilugio y ordenoó a los gnomos que le llevaran
hasta un saliente de la roca que sobresalíóa en la parte superior de la caverna donde se encontraban. Desde allíó,
Tinykin se lanzoó al espacio y ante la sorpresa de todos los presentes, consiguioó remontar el vuelo con tal ligereza que
maó s parecíóa el mirlo en el que antes se habíóa transformado que el topo que ahora era.
—¡Con la venia de Su Majestad —exclamoó Tinykin desde los aires—, voy a deshacer el maleficio que ha caíódo
sobre la Princesa! Pero antes, quisiera pedirle un favor a Su Alteza.
—¿Y cuaó l es ese favor?
—¡Que cuando la Princesa vuelva de nuevo a sus sentidos pueda decidir libremente si quiere ser Reina y
compartir el trono con Su Alteza!
—¡Concedido! —Zubergal nunca tomaríóa por esposa a una mujer en contra de su voluntad.
—¿Tengo entonces la palabra de Su Majestad de que los deseos de la Princesa se cumpliraó n?
—¡La tienes! —exclamoó Su Majestad—. ¡Como tambieó n tienes mi palabra de que si fracasas en tu empenñ o te
cogereó y te arrojareó al craó ter de fuego que hay en un extremo de mi caverna!
—¡Sea! —exclamoó Tinykin haciendo de tripas corazoó n al pensar en la suerte que le esperaba si fracasaba.
QUINTA PARTE

Aunque Tinykin en aquellos momentos no lo supiera, habíóa sido el instinto que habíóa adquirido cuando era mirlo
lo que le permitioó lanzarse a volar ante la asombrada mirada de los gnomos.
Cuando el Rey de los Gnomos vio las acrobacias que Tinykin ejecutaba en su vuelo se quedoó tan maravillado que
perdioó totalmente la cabeza. Se sacaba rubíóes y diamantes del bolsillo y bombardeaba con ellos a los gnomos que le
rodeaban, le arrancoó la peluca de la cabeza a su Canciller y la arrojoó al craó ter de fuego que ardíóa en el centro de la
caverna (tal como habíóa prometido hacer con Tinykin) al tiempo que obligaba al mismo Canciller a mover los brazos
arriba y abajo como si fuera un payaso.
Recobrada la sensatez, llamoó a su Ministro de Estado y le ordenoó que mandara un mensajero a la bruja Sycorax,
desafiaó ndola a que se enfrentara, con su murcieó lago negro, a su topo volador.
Sycorax estaba de muy mal humor porque justamente aquel díóa un mago que respondíóa al nombre de Proó spero
habíóa liberado a un espíóritu llamado Ariel, en contra de la voluntad de la bruja. El mensaje que le trajo el gnomo la
puso, sin embargo, de muy buen talante porque pensoó que su triunfo estaba asegurado de antemano, asíó que soltoó un
extranñ o ruido que pretendíóa ser una risita. Despueó s se incorporoó y, separando las grenñ as que le cubríóan el rostro, se
dirigioó hacia el lugar donde dormitaba el murcieó lago para ordenarle que se dispusiera al combate.
El murcieó lago negro que la bruja guardaba en su cueva no se parecíóa en nada a las graó ciles, inofensivas criaturas
que revolotean por las azoteas de las casas en las noches de verano en busca de alguó n insecto que llevarse a la boca. El
murcieó lago de la bruja Sycorax estaba cubierto de horribles puó as negras y sus ojos de color amarillo brillaban como si
tuvieran fuego. Sus alas teníóan unos apeó ndices semejantes a las tenazas de un cangrejo, que se abríóan y cerraban
como manifestando la maligna naturaleza de su duenñ o y sus deseos ardientes de abatirse sobre la presa.
Cuando se enteroó del desafíóo de Zubergal, el horrible pajarraco desplegoó sus enormes alas y comenzoó a volar por
la cueva donde vivíóa la bruja, mientras sus ojos iluminaban con una, extranñ a fosforescencia las paredes de aquel antro.
—¡Ve y dile a tu amo —exclamoó la bruja con voz chirriante— que acepto de buen grado su desafíóo y que llegareó a
su palacio a medianoche! ¡Pero ha de saber que si soy yo la ganadora, la Princesa seguiraó bajo mi conjuro cincuenta
anñ os maó s! ¡Y ahora, vete!
Al gnomo mensajero no se lo tuvieron que decir dos veces para que saliera escapado de aquel lugar, porque la
fealdad de aquella bruja era tan grande que soó lo de mirarla sentíóa naó useas.
Las dedaleras del bosque agitaron sus capullos como si fueran campanillas cuando la bruja Sycorax, al filo de la
medianoche, cruzoó el bosque como una negra nube empujada por el viento, hasta llegar a la entrada superior del
palacio subterraó neo de Zubergal, siempre acompanñ ada por su siniestro asistente, el murcieó lago.
Allíó la aguardaba Zubergal, rodeado de su corte en todo su esplendor.
—¿Por queó me recibíós con tanta ceremonia? —exclamoó la bruja al ver todo aquel boato—. ¿No seraó para recordar
lo fea que soy y lo monstruosa que es la criatura que me acompanñ a? ¡Pero no nos importa! ¡Nos gusta ser asíó!
La caverna era, como ya hemos senñ alado, muy grande y espaciosa y se decidioó que el topo y el murcieó lago se
enfrentaríóan en una carrera, volando tres veces a su alrededor. Los jueces de este singular concurso seríóan el Rey y la
propia bruja.
Si Sycorax se rioó cuando conocioó el desafíóo de Zubergal por boca de su mensajero, ahora se desternillaba viendo
coó mo cientos de gnomos conducíóan a aquel topo redondito hasta el saliente de roca desde donde se habíóa de dar la
salida.
Pero ya no se rioó tanto cuando vio, en los primeros momentos de la carrera, con queó potencia y agilidad volaba
Tinykin, situaó ndose por delante de su negro contrincante. A veces permitíóa que el murcieó lago se le acercara, pero, al
momento, salíóa disparado hacia delante como cuando era mirlo y volaba de rama en rama.
El murcieó lago negro se dio cuenta de que llevaba las de perder y que su uó nica oportunidad era acercarse a su
contrincante lo suficiente como para clavarle las zarpas en las alas y agujereaó rselas.
Tinykin le dio ocasioó n por fin a llevar a cabo tan mezquina maniobra, pero la dureza del oro de que estaban hechas
sus alas no soó lo resistioó el embate, sino que melloó las alas del murcieó lago, haciendo maó s faó cil su derrota. Tinykin no
tuvo entonces dificultad alguna para mantenerse en cabeza de la carrera e incluso se permitioó alguna arriesgada
acrobacia que, para venir de un ser tan rechoncho y gordinfloó n, hasta hubiera cabido calificar de elegante.
Tan mortificada estaba la bruja Sycorax por la derrota, que ni siquiera esperoó a que su desdichado valido se
recuperara y salioó volando por los aires.
Zubergal estaba radiante de juó bilo, pero pronto sus alegríóas se trocaron en penas al pensar que todavíóa le
quedaban dos pruebas para romper el maleficio que habíóa caíódo sobre la Princesa.
Tinykin advirtioó un gesto de preocupacioó n en el rostro de Su Majestad y se apresuroó a decirle:
—¡No os entristezca, mi senñ or, el pensar que todavíóa faltan dos pruebas para que se rompa el maleficio de la
Princesa! ¡Dejadlo de mi mano! ¡Su Alteza no tiene maó s que mandar un nuevo mensajero a la bruja Sycorax para
desafiar al pez que guarda en su cueva a nadar contra míó en las aguas del profundo ríóo que pasa por esta cueva!
Zubergal se rioó al oíór las pretensiones del topo.
—¡Ahora síó que has perdido el seso! —exclamoó el Rey cuando al fin pudo controlar la risa que le sacudíóa todo el
cuerpo—. ¡Me parece que el triunfo contra el murcieó lago se te ha subido a la cabeza!
—Su Alteza se equivoca —repuso Tinykin firmemente—. Tampoco confiaba en míó cuando le pedíó unas alas y, sin
embargo, gracias a ellas, he podido vencer al murcieó lago de la bruja Sycorax. Por eso mismo, os ruego que pongaó is a
mi disposicioó n a doscientos de vuestros mejores obreros.
—¡Sea! —exclamoó el Monarca, y los obreros escogidos por Tinykin acudieron para ponerse a sus oó rdenes.
—Ahora quiero que me hagaó is —les dijo— una laó mina de oro tan delgada que no permita entrar el agua ni dejar
salir el aire. Esta capa dorada recubriraó todo mi cuerpo de la cabeza a los pies y en ellos quiero que me coloqueó is dos
grandes palas para poder impulsarme en el agua. Cuando todo esteó listo quiero que me lleveó is hasta el borde del ríóo
donde ha de celebrarse la carrera.
Los laboriosos gnomos pusieron en seguida manos a la obra y antes de que el mensajero del Rey hubiera
entregado el nuevo mensaje de desafíóo a la bruja Sycorax habíóan acabado ya su trabajo.

La vieja bruja se puso muy contenta por tener una oportunidad para desquitarse con lo que creíóa que iba a ser una
faó cil victoria sobre cualquier oponente que su odiado Rey de los Gnomos pudiera enviar contra su diaboó lico pez. En la
primera ocasioó n el muchacho habíóa tenido que apartar la vista del murcieó lago, pero cuando Tinykin vio el monstruo
marino con el que ahora teníóa que competir, la sangre se le heloó en las venas. No tardoó , sin embargo, en reponerse del
susto y en seguida decidioó la taó ctica que debíóa seguir para ganar aquella singular carrera.
—Cuando den la orden de salida —dijo a los gnomos que le atendíóan—, dejadme caer al agua lo antes posible,
porque cualquier ventaja, por pequenñ a que sea, seraó buena para poder derrotar a mi rival.
Los gnomos se aprestaron a cumplir sus oó rdenes.
Sycorax y su monstruo estaban listos para la carrera y el Rey de los Gnomos se disponíóa ya a dar la salida con su
resplandeciente cetro. Cuando lo dejara caer, los participantes sabríóan que podíóan empezar; la distancia del recorrido
era de un cuarto de milla.
El Rey dejoó caer el cetro y antes de que tocara el suelo Tinykin se habíóa arrojado ya a las aguas del ríóo y se movíóa a
grandes impulsos con las palas que habíóan atado a sus pies. Afortunadamente para Tinykin, consiguioó mantener la
pequenñ a ventaja que habíóa obtenido a la salida porque el pez de la bruja, que le seguíóa a muy corta distancia, teníóa la
propiedad de desprender tinta al mover las aletas, de manera que las aguas a su alrededor se oscurecíóan, ademaó s de
llenarse de un olor pestilente.
Tinykin, de alguna manera, habíóa intuido aquella propiedad del pez de la bruja, y pensoó que la uó nica posibilidad de
derrotar a aquel animal era mantenerse siempre por delante de eó l, porque, si no lo hacíóa, iba a verse irremisiblemente
perdido en la oscuridad.
Asíó fue como Tinykin consiguioó vencer de nuevo a su rival. En cuanto cruzoó la líónea de meta, se lanzoó sobre la orilla
para que los gnomos abrieran su malla dorada y le permitieran respirar.
Al sonido de las trompetas, los gritos de los gnomos premiaron de nuevo el triunfo de Tinykin, asíó como las
carcajadas de juó bilo del rey Zubergal, que enfurecieron de tal manera a la bruja Sycorax que cogioó a su pez negro y lo
lanzoó al craó ter de fuego que se abríóa en el centro de la cueva. Al instante, una densa humareda negra con olor a brea
invadioó la caverna y todos se alarmaron al ver lo peligroso que podíóa ser aquel humo para la Princesa que dormíóa en
una caó mara contigua. Gracias a los oficiales del Rey que se ocupaban de la ventilacioó n, la humareda pudo ser
despejada y la llama del craó ter volvioó a brillar en toda su pureza; en muy poco tiempo, de la bruja Sycorax y de su
maligna triquinñ uela no quedoó ni rastro.

Se habíóan ya cumplido dos de las tres condiciones para deshacer el maleficio de la Princesa y Zubergal decidioó
celebrarlo con una gran fiesta. Raó pidamente se dispusieron mesas a lo largo y ancho de la gran caverna, sobre las que
se colocaron vasos y jarras de oro y plata, asíó como las comidas favoritas de los gnomos y los trolls. La mesa real era
parecida a las otras pero los vasos y la vajilla eran de oro con incrustaciones de piedras preciosas.
La velada era amenizada por una extranñ a musiquilla al son de la cual unos bailarines ejecutaban fantaó sticas
bufonadas.
Desde que el topo llegara al Palacio, el Rey habíóa ordenado que le sirvieran los bocados maó s selectos, esto es,
aquellos insectos que maó s satisfacíóan el paladar del animal, pero en aquel banquete le sirvieron insectos que jamaó s
recordaba haber probado. Tinykin habríóa sido dichoso con aquellos favores que parecíóan llover sobre eó l, de no haber
sido porque su naturaleza humana le recordaba que la suerte de la desgraciada Princesa estaba auó n por decidir y que,
aun en el caso de que lograra romper el maleficio que pesaba sobre ella, no sabíóa si Zubergal cumpliríóa su promesa.
Cuando el banquete estaba en su apogeo, el Gran Chambelaó n informoó al Rey de que un mensajero de la bruja pedíóa
audiencia.
Sycorax habíóa decidido tomar la iniciativa y ahora era ella la que desafiaba al Rey de los Gnomos a una carrera
terrestre, ya que poseíóa un caballo elfo que podíóa dejar atraó s a cualquier otra criatura que se desplazara sobre cuatro
patas. Se trataba de la uó ltima de las pruebas para romper el maleficio de la Princesa.
El Rey se percatoó al instante de la gravedad de la ocasioó n y su rostro se ensombrecioó (si hubiera sido humano
habríóa palidecido) al tiempo que mandaba llamar al topo a su presencia.
El corazoó n de Tinykin comenzoó a latir maó s deprisa cuando supo que estaba a punto de celebrarse la tercera prueba
para romper el maleficio de la Princesa, aunque algo dentro de eó l le decíóa que saldríóa de nuevo triunfador.
—¡No temaó is, mi senñ or! —se apresuroó a decir al Rey— y aceptad el desafíóo de la malvada bruja, pero anñ adid esta
uó ltima condicioó n: el recorrido de la carrera ha de tener forma de herradura y una distancia de mil pasos por lo menos.
En el centro de la herradura levantaremos una gran muralla de piedra de cien pies de altura. El primero en llegar a la
meta seraó declarado vencedor. ¿Doó nde podríóamos conseguir un recorrido asíó?
—¡Aunque haga falta un milloó n de trolls, yo te lo hareó en una noche! —exclamoó , excitado, el rey Zubergal.
—¡Entonces, senñ or, acepta el desafíóo de inmediato y deja lo demaó s de mi cuenta!
Sycorax aceptoó las condiciones que exigíóa el Rey de los Gnomos y despueó s de haber cenado su potaje de brujas se
retiroó a su maloliente cueva a descansar.
Mientras tanto, Tinykin, con el permiso del Rey, pidioó a los obreros que antes le habíóan asistido que le fabricaran
cuatro zancos de oro rematados por una pezunñ a hueca y se retiroó a descansar mientras los gnomos hacíóan el trabajo.
Le despertaron cuando estuvo listo y los gnomos le ataron los zancos a sus cuatro patas por medio de unas
abrazaderas de oro. Despueó s salioó trotando hasta el lugar donde se encontraba el Rey para anunciarle que estaba listo
para partir hacia el lugar donde los trolls habíóan construido el recorrido de la uó ltima prueba.
El Rey y toda su asamblea, seguidos por un largo cortejo, alguno de cuyos miembros llevaba en andas al topo y sus
zancos de oro, salieron raó pidamente de debajo de la tierra.
Los miles de trolls habíóan trabajado espleó ndidamente y el recorrido estaba ya perfectamente trazado. La bruja
Sycorax se encontraba ya en el lugar donde se habíóa de dar la salida, acompanñ ada de su caballo elfo.
Aquel caballo era una de las criaturas maó s bellas que Tinykin habíóa visto jamaó s. La bruja Sycorax lo habíóa robado y
lo habíóa introducido en una jaula cuyos barrotes, por un conjuro, resultaban irrompibles para los elfos que tratasen de
rescatar su caballo. La aviesa bruja habíóa prometido al caballo concederle la libertad si ganaba aquella carrera, lo que
constituíóa, en los caó lculos de la anciana, el mejor acicate para el triunfo.
A su debido tiempo se dio la orden de salida, y aunque los dos animales salieron a buen ritmo no cabíóa duda de
que el veloz caballo no tendríóa problema alguno en dejar atraó s al topo, por maó s esfuerzos que eó ste hiciera. Tanto le
adelantoó que, al cabo de un tiempo, al comprobar que el ruido de los cascos del topo ya no resonaban en sus oíódos, no
pudo resistir la tentacioó n de detenerse a mordisquear unas hierbas que crecíóan al pie de las rocas. Despueó s siguioó
marchando al trote, sorprendido de no divisar a su rival, oculto quizaó s por la curva de las rocas que separaban uno y
otro lado del recorrido. Entonces vio que entre las rocas habíóa un manantial de agua pura y cristalina y, de nuevo, no
pudo resistir la tentacioó n de detenerse para beber de eó l… ¡hacíóa tres anñ os que lo uó nico que probaba eran las aguas
puó tridas de la cueva de Sycorax!
No se detuvo maó s de un minuto y despueó s siguioó adelante con su trotecillo, adivinando que la meta estaba ya
cercana. Efectivamente, al doblar la siguiente curva la meta estaba ya a la vista, pero… ¡cuaó l no seríóa su sorpresa al ver
que el topo se le habíóa adelantado y apenas cien pasos le separaban ya de la meta! El caballo salioó disparado como una
flecha impulsada por la cuerda del arco, pero su esfuerzo era ya inuó til y su rival le aventajaba ligeramente cuando
llegaron a la líónea de meta.
Fuera de síó por las consecuencias que aquella derrota podíóa tener para eó l, el pobre caballo siguioó galopando para
alejarse de la temida bruja. Pero Sycorax ya no pensaba en eó l sino en que el maleficio de la Princesa se habíóa roto y en
que su enemigo el Rey de los Gnomos habíóa triunfado… Asíó es que, remontaó ndose en el aire con su escoba y lanzando
terribles amenazas, volvioó a su horrible hogar, donde continuoó tramando maldades.
Para ganar aquella carrera, Tinykin habíóa evocado el tiempo en que habíóa sido cervatillo. Recordoó que los ciervos
tienen una pezunñ a hueca que les permite subir por los maó s altos riscos. Gracias a aquellas pezunñ as que le habíóan
colocado en el extremo de los zancos, habíóa logrado escalar las rocas que separaban uno y otro lado de aquel
recorrido en forma de herradura, y de esa manera habíóa conseguido llegar a la meta antes que su veloz rival.
El Rey de los Gnomos y toda su corte se apresuraron a regresar a la caverna bajo tierra en la que vivíóan, pensando
en lo que hubiera podido ocurrirle a la bella Princesa.
Al llegar junto a su lecho vieron que aquel pergamino que colgaba de la cabecera habíóa caíódo, roto en mil pedazos.
La Princesa se habíóa incorporado en el lecho, sus ojos llenos de admiracioó n por el bello lugar en el que se
encontraba. Pero al ver al Rey de los Gnomos, que se presentaba ante ella en su forma humana, dio un grito de terror y
ocultoó su rostro en la almohada.
Entonces comprendioó Zubergal que todas sus esperanzas de conquistar el aprecio de la Princesa se habíóan
terminado; que ella lo recordaba tal como se le aparecioó en el bosque antes de que Sycorax la hechizara, y que su
presencia era para ella motivo de alarma.
Pero como su naturaleza no era humana su desilusioó n no duroó mucho tiempo y en seguida perdioó todo intereó s por
aquella persona a la que habíóa dedicado todo su afecto.
Zubergal, sin embargo, no queríóa retener por maó s tiempo al topo en su palacio, entre otras cosas porque le
recordaba su desgraciado amor por la Princesa. Asíó es que, repitieó ndole una y otra vez que se comprometíóa a devolver
a la Princesa al bosque de Tilgate donde se encontraba su padre, le dio permiso para regresar a la tierra de donde
habíóa venido. Asíó fue como el topo se encontroó de nuevo en el bosque de Tilgate, junto a la forma humana de Tinykin,
el hijo de Tomaó s el Guarda y de su esposa, Margery.
El sol habíóa salido y se habíóa puesto en dos ocasiones desde que el sonrosado topo iniciara su viaje y, sin embargo,
tantas cosas habíóan ocurrido que a eó l le parecíóan semanas.
Titania habíóa estado muy preocupada por el regreso de su hermoso joven, temiendo infortunios que amenazasen
su forma inconsciente, pero en esta ocasioó n habíóa tomado la precaucioó n de rodear su cuerpo dormido con aquellas
flores maó gicas que en otras ocasiones tanto le habíóan ayudado a recobrar la salud, de manera que el muchacho se
despertoó tal como uno se despierta despueó s de un suenñ o agradable y reparador. Mientras se incorporaba, trataba de
recordar el suenñ o que habíóa tenido, un suenñ o en que eó l habíóa sido el actor principal. Soó lo recordaba que habíóa
participado en unas pruebas en las que, de alguna manera, estaba en juego la hija del Rey y su corazoó n empezoó a latir
maó s deprisa al pensar que quizaó s estaba sobre la pista y que, si conseguíóa devolverla a su padre, obtendríóa la
liberacioó n del suyo. Pero al momento comprendioó que se trataba uó nicamente de un suenñ o y suspiroó al pensar que los
suenñ os, suenñ os son.
Tan embargado estaba por estos pensamientos que no habíóa advertido la presencia a su lado de una hermosa hada
que le sonreíóa con la maó s dulce de las sonrisas. Tinykin se sorprendioó al verla pero al instante se repuso, cautivado
como estaba por su extraordinaria belleza.
—Veo que me miras con buenos ojos, mi querido Tinykin, y con mejores ojos auó n me has de mirar cuando te
cuente lo que he venido a decirte —susurroó Titania acercaó ndose al muchacho—. Crees que has estado sonñ ando, pero
te equivocas. La Princesa volveraó de nuevo junto a su padre y todo ello habraó sido gracias a tu intervencioó n. Pero ahora
no hay tiempo que perder. La muchacha estaó pasando hambre y sed y si no la ayudamos, desfalleceraó .
—Esto significa que continuó a prisionera bajo tierra —dijo Tinykin, pensativo—, y que la criatura que la tiene en su
poder no ha cumplido su promesa.
—¡Te equivocas de nuevo, mi querido Tinykin! —exclamoó Titania—. La Princesa se encuentra en este bosque de
Tilgate. Levaó ntate, síógueme, y te ensenñ areó su prisioó n.
Tinykin se levantoó para seguir al hada y al instante se dio cuenta de la sorprendente transformacioó n que habíóa
sufrido su indumentaria. Su vieja chaquetilla de piel de ciervo se habíóa convertido en una hermosa tuó nica de
terciopelo con doradas cadenas. Las desgarradas calzas que antes llevaba eran ahora finíósimas medias de la mejor
seda, y en lugar de abarcas llevaba unos zapatos de terciopelo granate que soó lo la nobleza solíóa calzar. El gorro con el
que se tocaba la cabeza era de suave fieltro, rematado con una pluma fijada por un hermoso broche de aó gata, en lugar
de la piel de gato monteó s con la que solíóa cubrirse. Su cinturoó n estaba hecho de una fina malla dorada, su cuerno de
caza era de oro y su navaja se habíóa convertido en un pequenñ o espadíón de caza.
Tan maravillado estaba de su aspecto, que por un momento pensoó que, en contra de lo que le habíóa dicho Titania,
todavíóa estaba sonñ ando.
—¡Deja ya de contemplarte, mi querido Tinykin! —exclamoó Titania—. ¡Y síógueme si quieres ver el final de tu
aventura!
Dando un salto. Titania cruzoó el ríóo y se internoó en el bosque. Tinykin no dudoó en seguirla.
Como por arte de magia, se encontraron de pronto en el centro del bosque y el corazoó n de Tinykin latíóa
apresuradamente al ver los extranñ os rostros contorsionados que las penñ as y los aó rboles le ofrecíóan. Era la magia de la
bruja Sycorax, impotente ya para hacer danñ o a la Princesa o al propio Tinykin, ahora bajo la proteccioó n de la Reina de
las Hadas. Por fin llegaron ante un gran roble, tan antiguo que debíóa de estar allíó desde los tiempos del gran diluvio.
—EÉ sta es la prisioó n de la Princesa —dijo Titania—. Llama y oiraó s su voz.
Con el punñ o de su espadíón, Tinykin golpeoó el tronco del aó rbol y oyoó , alborozado, la voz de la Princesa que le
respondíóa:
—¡Quienquiera que seas, rescaó tame de este lugar! ¡Soy Udiga, la hija del Rey de los Sajones del Oeste, y te dareó lo
que me pidas en recompensa!
—¡No temaó is, noble dama! —dijo Tinykin—. Soy Uluf, el hijo del Guarda Real. ¡Tened paciencia y, con la ayuda de
los lenñ adores, yo os sacareó de aquíó!
Sacoó el cuerno de caza que llevaba en la cintura y tocoó las notas que su padre interpretaba cuando queríóa que los
lenñ adores acudieran a donde eó l se encontraba.
Los lenñ adores, repartidos en sus labores por diversas partes del bosque, oyeron aquellas notas que tan bien
conocíóan y se dirigieron al lugar de donde procedíóan. Pronto se congregaron junto a Tinykin, al que no reconocieron
con su nueva indumentaria. Soó lo cuando eó ste abrioó la boca para pedirles que abrieran un gran agujero en el tronco
supieron de quieó n se trataba. El viejo roble se resistíóa a los hachazos de los lenñ adores, que apenas hacíóan mella en su
vieja madera. Pero Titania (invisible para todos excepto para Tinykin) resolvioó la situacioó n dando una patada en el
suelo, de donde surgioó un hacha de tan templado acero que cuando Tinykin la empunñ oó con un solo golpe el tronco se
partioó en dos.
Un hachazo tras otro agrandaron aquella grieta hasta que fue suficientemente grande para permitir a la Princesa
salir sin necesidad de agacharse.
Tinykin habíóa tomado la precaucioó n de enviar a uno de los lenñ adores en busca del Rey (que se habíóa construido
una casa en el lindero del bosque) para anunciarle que la Princesa habíóa sido encontrada. Asíó que cuando la Princesa
sacoó al fin la cabeza del tronco fue para ver a su padre, a su madre y a todos los cortesanos, aguardaó ndola
impacientemente junto al gran roble.
En los primeros momentos, la Princesa se olvidoó de la persona que la habíóa rescatado. Volcando todo su amor
hacia sus padres los besoó y abrazoó una y mil veces. Pero al cabo de un tiempo, dijo con una voz tan dulce que habríóa
sido capaz de derretir a todo aquel que la oyera:
—Pero ¿doó nde estaó aquel que me ha rescatado de mi terrible prisioó n?
—¡Adelaó ntate, muchacho —dijo el Rey a Tinykin—, y recibe las gracias y los parabienes que te mereces!
Uluf avanzoó hasta donde se encontraba Su Majestad. Su indumentaria le sentaba maravillosamente bien a su
persona y nadie que le hubiera visto hubiera podido sospechar su humilde origen.
La bella Princesa lo contemploó durante unos instantes y al fin su rostro se tornoó del color de la puó rpura y los
grandes paó rpados de sus ojos se cerraron durante unos instantes. El Rey y la Reina estaban muy impresionados por el
aspecto de aquel muchacho que tan gran servicio les habíóa prestado.
—Caballero, ¡bienvenido seaó is entre nosotros! —le dijo el Rey—. El Tesorero Real os entregaraó la recompensa que
habíóa prometido. En cuanto a la segunda recompensa, todo dependeraó del favor de nuestra hija hacia vos.
—Senñ or, soy demasiado humilde —repuso Uluf, corteó smente— como para pedirle cosa alguna a vuestra hija la
Princesa. Rescatarla hubiese sido ya recompensa suficiente, pero soy demasiado pobre para rechazar la recompensa
que me ofreceó is. Con la venia de Su Majestad, quisiera pediros otro favor, y es el de que libereó is a mi padre Tomaó s, el
Guarda Real, de la prisioó n en la que se encuentra.
—¡Pobre Tomaó s! —exclamoó el Rey—. ¡Queó gran injusticia he cometido con eó l! ¡No solamente voy a liberarle, sino
que pienso, ademaó s, ofrecerle este bosque de Tilgate como recompensa por todos los sinsabores que por mi culpa ha
pasado! ¡Desde ahora seraó Senñ or de Tilgate!
Los cortesanos aclamaron la decisioó n del Rey y Uluf se acercoó al monarca para postrarse a sus pies, pero el Rey le
detuvo.
—¡No es eó ste tu lugar, mi querido Uluf! —le dijo—. ¡Levaó ntate y píódele a mi hija que se pronuncie! ¡Tienes todo el
derecho de hacerlo!
Tinykin dirigioó su mirada hacia la Princesa pero eó sta habíóa escondido su bello rostro en el regazo de su madre y
soó lo el sonrojo que podíóa advertirse en su cuello daba idea de los acelerados latidos de su corazoó n.
Su madre era una noble dama que admiraba maó s a un hombre por sus hechos que por la sangre que corríóa por sus
venas, y en pocas palabras urgioó a su hija a aceptar a Uluf, recieó n ascendido al rango de la nobleza.
La bella Princesa levantoó la vista hacia Uluf, sus ojos expresaban todo el amor que sentíóa por eó l, y extendiendo sus
brazos le dijo, casi en un susurro:
—¡Tuó seraó s mi marido!
Fue eó sta, ciertamente, la uó ltima transformacioó n de Tinykin, ya que nunca olvidoó que si queríóa ser noble debíóa
comportarse como tal. No soó lo eó l sino sus hijos despueó s de eó l reinaron por muchas generaciones sobre los sajones del
Oeste, hasta que los reinos de Inglaterra se convirtieron en uno solo.
Aquella noche las hadas del bosque de Tilgate celebraron una gran fiesta, iluminada por miles de lucieó rnagas. Las
campanillas de las dedaleras sonaron dicharacheras toda la noche, la voz del rio se dejoó oíór maó s bella que nunca, y los
ruisenñ ores afinaron sus cuerdas vocales para ponerse a la altura de tan dulce melodíóa.
Las hadas parecen habernos abandonado para siempre; tengo por seguro, sin embargo, que ciertas maravillosas
criaturas siguen embrujando con su presencia el bosque de Tilgate y jugueteando entre los grandes robles del parque
de Brantridge.
LA LLAVE DE ORO

GEORGE MACDONALD
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustraciones
Arthur Hughes
GEORGE MACDONALD está considerado, junto con Lewis Carroll, el más importante escritor para niños de la época
victoriana. Su influjo ha llegado directamente hasta J. R. R. Tolkien, Charles Williams y C. S. Lewis, entre otros. Lewis ha
dicho de él: «Sus mejores logros están en una fantasía que bascula entre lo alegórico y lo mítico-poético. Y esto él lo hace
mejor, en mi opinión, que ningún otro hombre». W. H. Auden lo calificó de «uno de los más destacados escritores del siglo
XIX».
Otrora ministro de la iglesia, MacDonald escribió docenas de novelas y poemas, así como dos famosas obras de
fantasía «adulta»: «Phantasies» y «Lilith». Pero sus obras mayores son para niños. Profundamente influenciado por
Novalis (quien escribió: «El camino misterioso lleva hacia dentro. Dentro de nosotros, o en ninguna parte, está la
eternidad con todos sus mundos, los pasados y los futuros. El mundo exterior es el mundo de las sombras, proyecta sus
sombras en el reino de la luz»), MacDonald es, sin duda, uno de los místicos más importantes de la literatura inglesa.
«La llave de oro» se publicó en 1867. «Niño de Sol y niña de Luna», su último cuento para niños, (titulado en principio
«Photogen y Nycteris»), lo escribió en 1879 y lo publicaría tres años más tarde.

ABIÉA[18] una vez un chico que teníóa por costumbre sentarse al atardecer junto a su tíóa abuela para que le contara
cuentos.
—Si pudieras llegar al sitio donde nace el arco iris, te encontraríóas con la llave de oro —le dijo un díóa.
—¿Y para queó sirve la llave de oro? —preguntoó eó l—. ¿Llave de queó ? ¿Queó es lo que abre?
—Eso no lo sabe nadie —contestoó ella—. Es lo que hay que averiguar.
El chico se quedoó pensativo.
—Siendo de oro —dijo—, supongo que me daríóan bastante dinero por ella.
—Mira, si la piensas vender —replicoó su tíóa—, maó s vale que no la encuentres.
El chico se fue a la cama y sonñ oó con la llave de oro.
Hay que advertir que todo esto de la llave de oro no habríóa pasado de cuento chino, si no fuera porque la casita
donde vivíóan estaba lindando con el Paíós de las Hadas. Lejos de este paíós tan especial, por supuesto que nadie va a
encontrar el sitio donde se asienta el arco iris, porque ya se cuida eó l muy mucho de esconder su llave, mudando
continuamente de emplazamiento, tan pronto acaó como allaó , ¡como para andar encontrando llaves! Pero en el Paíós de
las Hadas ya es otra cosa. Lo que aquíó tenemos por real allíó parece desdibujarse, y en cambio algunas cosas que en
nuestro mundo no paran de cambiar de aspecto en el de las Hadas son inamovibles. De manera que lo que la anciana
senñ ora le habíóa contado a su sobrino no teníóa nada de absurdo.
—Pero bueno —le preguntoó eó l una tarde—, ¿conoces a alguien que haya encontrado la llave alguna vez?
—Síó, tu padre me parece que la encontroó .
—¿Mi padre? ¿Y queó hizo con ella?
—No seó , nunca me lo dijo.
—¿Y coó mo era?
—No seó , nunca me la ensenñ oó .
—¿Y coó mo es posible que vuelva a aparecer siempre allíó una llave de oro nueva?
—Pues allíó aparece, ya ves, no me preguntes coó mo.
—A lo mejor es el huevo del arco iris, ¿no?
—A lo mejor. Si encontraras el nido, podríóas considerarte un chico afortunado.
—A lo mejor el huevo se cae del cielo, arco iris abajo.
—A lo mejor.
Una tarde de verano el chico estaba en su cuarto, junto a la celosíóa, y miraba hacia el bosque que bordea las
afueras del Paíós de las Hadas. Aquel cuarto daba al jardíón, y su ventana estaba tan metida en eó l que algunos de
aquellos aó rboles dispersos veníóan a tocarla con sus ramas. El bosque se extendíóa por la parte Este, y el sol, que se
estaba poniendo por detraó s de la casa, parecíóa mirar fijamente las oscuras frondas con su gran ojo colorado y
uniforme. Todos los aó rboles eran muy anñ osos, desnudos de rama por la parte de abajo, de tal manera que el sol podíóa
abrirse camino a traveó s del bosque, y el chico, que teníóa una vista de lince, abarcaba casi tanto como el mismo sol. Los
troncos se alzaban como hileras de rojas columnas bajo el resplandor llameante del sol, y eó l podíóa ver una tras otra las
naves de aquel templo de aó rboles hasta que se desvanecíóan en la distancia. A fuerza de mirar fijamente aquel
espectaó culo, empezoó a sentir como si los aó rboles lo llamaran y lo estuvieran esperando, y comprendioó que mientras
no bajara, nada se resolveríóa. Pero teníóa hambre y queríóa cenar, asíó que demoroó su decisioó n.
De pronto, por entre los aó rboles, y allaó a lo lejos, por donde el sol maó s brillaba, vio algo glorioso: eran los cimientos
de un arco iris anchuroso y rutilante. Se podíóan contar los siete colores y percibir todos los matices que arrancaban
del violeta. Antes de llegar al rojo, captoó un color auó n maó s misterioso y alucinante, que nunca en su vida habíóa visto.
Solamente la base del arco iris era perceptible desde su ventana, el resto se lo tapaban los aó rboles.
—¡La llave de oro! —exclamoó para síó mismo.
Salioó corriendo de casa y se internoó en el bosque.
No llevaba mucho rato andando, cuando el sol empezoó a ponerse. Pero el arco iris brillaba cada vez con mayor
intensidad. Porque el arco iris del Paíós de las Hadas no depende del sol, como el nuestro. Los aó rboles daban la
bienvenida al muchacho, y los arbustos se apartaban para dejarle paso. A medida que iba avanzando, el arco iris se
engrosaba y se iba volviendo maó s deslumbrante, hasta que vio que lo teníóa a dos aó rboles de distancia.
Era una colosal visioó n la de aquel llamear desplegado en silencio con sus delicados, maravillosos y magníóficos
colores, cada uno distinto de por síó y combinado al mismo tiempo con los demaó s. Ahora podíóa abarcar un trozo mucho
mayor, y ver coó mo ascendíóa a lo alto del cielo azulado. Pero la curva que describíóa era tan tenue que no habríóa podido
precisar hasta doó nde alcanzaba la copa. Aquello no era auó n maó s que una porcioó n pequenñ a del arco enorme.
Se quedoó tan placenteramente embebido en la contemplacioó n del espectaó culo que perdioó la nocioó n de síó mismo y
de que habíóa ido allíó para buscar la llave de oro. Porque el espectaó culo cada vez le parecíóa maó s fascinante. En cada una
de las franjas de color, tan anchas como columnas de catedral, percibíóa vagamente ciertas formas que subíóan los
peldanñ os de una escalera de aire. Eran imaó genes que se dibujaban esporaó dicamente, tan pronto una sola como
muchas, pocas o ninguna, unas veces con apariencia de hombres, otras de mujeres o ninñ os, distintas, bellíósimas.
Se acercoó un poco maó s al arco iris, y entonces eó ste se esfumoó . Dio un paso atraó s consternado. Y vio que volvíóa a
estar allíó, tan hermoso como antes. Asíó que se contentoó con respetar aquella distancia, y volvioó a sumirse en la
contemplacioó n de aquellas imaó genes que ascendíóan desplegando gloriosas tonalidades hacia el desconocido remate
de un arco que, en vez de concluir de un modo abrupto, se iba difuminando en el aire azulado, tan gradualmente que
no hubiera podido decirse doó nde acababa.
Cuando el muchacho se volvioó a acordar de la llave de oro, pensoó con muy buen juicio que le conveníóa fijarse en el
sitio de donde habíóa visto surgir el fenoó meno para poderlo reconocer cuando se pusiera a buscar la llave, una vez que
el arco iris desapareciera. Era una especie de lecho cubierto de musgo.
A todo esto, la oscuridad habíóa ido cayendo sobre el bosque, y lo uó nico que resplandecíóa con luz propia y visible
era el arco iris. Pero tambieó n se borroó en cuanto asomoó la luna, y ya no hubo ninguó n cambio de postura capaz de
devolver aquella visioó n a los ojos del muchacho. Asíó que se dejoó caer sobre aquel mullido lecho de hierba, con aó nimo
de esperar a ver si la luz del nuevo díóa le ofrecíóa alguna posibilidad de encontrar la llave. No tardoó en quedar
profundamente dormido.
Cuando se despertoó a la manñ ana siguiente, el sol le daba de plano en los ojos. Se dio la vuelta para evitar su luz, y
en el mismo momento vio un objeto pequenñ o y brillante tirado en la hierba a un pie de distancia de su cara. Era la
llave de oro. El mango era de oro puro y resplandecíóa con ese fulgor inconfundible del precioso metal. La empunñ adura
estaba caprichosamente labrada con incrustaciones de zafiros. Entre asustado y fascinado, alargoó la mano y la cogioó .
Se quedoó allíó quieto un rato, daó ndole vueltas, manoseaó ndola y alimentando sus ojos con tan radiante visioó n. Luego
se puso de pie y se acordoó de que aquel preciado objeto de poco le iba a valer. ¿Doó nde encontrar la cerradura
apropiada para aquella llave? En alguó n sitio estaríóa, desde luego, porque no hay nadie tan tonto como para fabricar
una llave que no tenga cerradura. ¿Pero doó nde estaba? Paseoó la mirada por todas partes, por la tierra y por el aire,
pero ni en las nubes, ni en la hierba, ni en el tronco de los aó rboles vio el agujero de alguna cerradura.
Cuando empezaba a sentirse vencido por el desconsuelo, se fijoó en algo que brillaba en el bosque. Aunque no era
maó s que un simple resplandor, lo tomoó por el brillo de un arco iris, y se encaminoó en aquella direccioó n.
Pero volvamos ahora al lindero del bosque.
No lejos de la casa del chico, habíóa otra donde vivíóa un comerciante que casi siempre estaba de viaje. Se habíóa
quedado viudo hacíóa pocos anñ os y con una hija uó nica de corta edad, y como eó l paraba poco en casa, dejaba a la ninñ a al
cuidado de dos criadas, bastante perezosas e irresponsables. Estaba sucia y mal atendida, y algunas veces incluso era
víóctima de malos tratos.
Pues bien, todo el mundo sabe que esas criaturas comuó nmente conocidas por el nombre de hadas (aunque dentro
del geó nero haya muchas especies) no soportan la suciedad y el desorden. Con la gente enemiga del aseo pueden llegar
a mostrarse francamente maleó volas. Acostumbradas como estaó n a la maravillosa apariencia de los aó rboles y las flores,
y a la pulcritud propia de los paó jaros y demaó s animales, aunque esteó n en lo maó s profundo del bosque o tumbadas en
sus alfombras de hierba, sienten un gran rechazo ante la sola idea de que bajo la luz de la misma luna que ellas estaó n
mirando pueda levantarse una casa sucia, descuidada o poco acogedora, y tal idea las hace sentirse irritadas con esos
inquilinos, a los que borraríóan del mapa si les fuera posible. Quisieran ver todo el mundo limpio y hermoso. Asíó que
echan pestes contra los servidores guarros, y los atormentan con toda suerte de molestas estratagemas.
Pero lo de esta casa era ya una verguü enza, y las hadas del bosque no lo podíóan tolerar. Habíóan intentado toda clase
de manñ as y ardides contra las criadas aquellas, pero era inuó til. Hasta que decidieron cortar por lo sano, empezando
por la ninñ a. Podíóan haber pensado que la pobre criatura no teníóa culpa alguna, pero las hadas no son seres de soó lidos
principios, y ademaó s estaban muy envenenadas. Asíó que pensaron que, quitaó ndola de en medio, acabaríóan con quienes
estaban a su cuidado.
Una tarde las criadas, tras acostar a la pobre ninñ a muy temprano, antes de la puesta de sol, salieron de la casa,
atrancaron la puerta con cerrojo y se largaron al pueblo. Ella no sabíóa que la habíóan dejado sola y estaba tumbada,
mirando plaó cidamente por la ventana, en direccioó n al bosque. La verdad es que no alcanzaba a ver mucho porque la
yedra y otras plantas trepadoras obturaban la ventana. De repente, un simio empezoó a hacerle muecas desde el espejo
y al mismo tiempo vio que las cabezas esculpidas en el remate del viejo armario ropero gesticulaban con una risa
horrible. Luego, dos sillas antiguas con patas como de aranñ a avanzaron hasta la mitad de la habitacioó n y se pusieron a
bailar una danza muy rara y pasada de moda. Aquel baile arrancoó la risa de la chiquilla, hacieó ndole olvidar al simio y a
las cabezas gesticulantes. Las hadas se dieron cuenta de que eó se no era buen camino, y devolvieron las sillas a su sitio.
Pero como sabíóan que la ninñ a se habíóa pasado el díóa leyendo el cuento de Ricitos de oro [19] lo que hicieron a rengloó n
seguido fue dejar oíór por las escaleras unas voces que imitaban las de los tres osos, la primera maó s profunda, la otra
maó s apagada y la uó ltima maó s deó bil, al tiempo que hacíóan llegar a oíódos de la ninñ a el eco de unas pisadas ora leves ora
eneó rgicas acercaó ndose cada vez maó s a la puerta de su habitacioó n, como si los osos llevaran calcetines y botas. Hasta
que no lo pudo soportar y acaboó haciendo lo mismo que hizo Ricitos de oro, justo lo que las hadas se habíóan
propuesto que hiciera: se acercoó a la ventana, la abrioó de par en par y se descolgoó por la yedra hasta alcanzar a tocar el
suelo. En seguida echoó a correr hacia el bosque, rauda como una flecha.
Aunque ella no lo supiera, no podíóa haber tomado determinacioó n maó s acertada. Porque nadie es tan malo en su
paíós como fuera de eó l, y ademaó s aquellas maleó ficas criaturas eran, en realidad, la gente menuda del Paíós de las Hadas,
donde conviven con otros muchos seres. Y cuando un viajero se aventura entre estos seres, los de signo beneó fico
siempre le prestaraó n mucha maó s ayuda que danñ o puedan causarle los otros.
El sol acababa de ponerse y empezaban a caer las sombras de la noche, pero la ninñ a no concebíóa peligro mayor que
el de imaginarse perseguida por los tres osos. No obstante, si hubiera mirado a su alrededor, habríóa podido darse
cuenta de que quien veníóa siguiendo sus pasos era un animal bastante distinto de un oso. Se trataba de una extranñ a
criatura con forma de pez, pero no cubierta de escamas, sino de plumas multicolores que brillaban como las de los
pavos reales. A pesar de ello, teníóa agallas en lugar de alas, y nadaba surcando el aire cual pez por el agua. La cabeza
era pequenñ a, de lechuza.
Despueó s de haber corrido mucho rato, cuando los uó ltimos resplandores de la tarde ya se estaban consumiendo, la
ninñ a pasoó debajo de un aó rbol con ramas colgantes. Caíóan hasta el suelo, la rodeaban, y, cuando quiso darse cuenta, la
habíóan aprisionado como en un cepo. Hacíóa esfuerzos por liberarse, pero aquellas ramas apretaban su cuerpo contra
el tronco cada vez maó s estrechamente. El terror y la angustia estaban haciendo presa en ella cuando aparecioó el pez
aeó reo nadando a traveó s de las espesas ramas y se puso a desgarrarlas con su pico. Empezaron a aflojar su presioó n
sobre ella y acabaron por dejarla libre, a medida que el ataque del pez volador se intensificaba. Luego se puso en
cabeza, delante de la ninñ a, y nadaba por el aire en líónea recta, exhibiendo sus resplandecientes y atractivos colores.
Ella le seguíóa.
Asíó la fue conduciendo suavemente hasta la puerta de una cabanñ a. Entraron una tras el otro. Habíóa en medio de la
estancia un fuego encendido y encima una olla sin tapadera, llena de agua hirviendo que burbujeaba con furia. El pez
aeó reo se fue derecho a la olla, se metioó en el agua hirviendo y se quedoó allíó tan tranquilo. Una mujer muy guapa,
sentada en el otro extremo de la estancia, se levantoó y vino al encuentro de la ninñ a. La abrazoó , y dijo:
—¡Menos mal que por fin has venido! ¡Llevo tanto tiempo esperaó ndote!
Se sentoó con ella en brazos, y la ninñ a la miraba fijamente. Nunca habíóa visto a un ser tan hermoso. Era alta y
garrida, con el cuello y los brazos marfilenñ os y un ligero toque de arrebol en las mejillas. La ninñ a no hubiera podido
decir de queó color teníóa el pelo, pero sin querer le parecíóa notarle reflejos como de un verde oscuro. No llevaba adorno
de ninguó n tipo, pero era como si viniera de quitarse de encima todos los diamantes y esmeraldas del mundo. Y, sin
embargo, aquella cabanñ a tan despojada y pobre no cabíóa duda de que era su hogar. Iba vestida de verde brillante. Se
habíóan quedado miraó ndose con mutua fijeza una a la otra.
—¿Coó mo te llamas? —preguntoó , al cabo, la senñ ora.
—Las criadas me llaman Maranñ a.
—Seraó por lo despeinado y sucio que tienes el pelo. Pero la culpa no es tuya, sino de ellas, las muy asquerosas.
Pero bueno, es un nombre bonito, asíó que yo tambieó n te llamareó Maranñ a. No te molestaraó que te haga preguntas,
¿verdad? Tuó tambieó n me las puedes hacer a míó, las mismas que yo te haga y otras que se te ocurran. ¿Cuaó ntos anñ os
tienes?
—Diez —contestoó Maranñ a.
—Pues nadie lo diríóa.
—¿Y tuó , por favor, cuaó ntos anñ os tienes? —replicoó Maranñ a.
—Cientos de anñ os —contestoó la senñ ora.
—Pues nadie lo diríóa —dijo Maranñ a.
—¿Que no? Pues yo creo que síó. ¿No te has dado cuenta de lo guapa que soy?
Y sus enormes ojos azules se inclinaron para mirar a la ninñ a, y era como si todas las estrellas del cielo se hubieran
agrupado dentro de ellos para concederles aquel brillo.
—Pero yo creíóa —dijo Maranñ a— que cuando la gente vive tantos anñ os se hace vieja.
—Yo no tengo tiempo para hacerme vieja —dijo la senñ ora—. Estoy demasiado ocupada, y envejecer es cosa de
perezosos. Pero no puedo seguir dejando tan sucia a mi ninñ ita. ¿Te das cuenta de que no tienes ni un trocito de cara
limpio para que pueda darte un beso?
Maranñ a se sintioó avergonzada, pero no tanto como para no intentar decir algo en su propia defensa.
—A lo mejor —sugirioó — es porque el aó rbol me hizo llorar mucho.
—¡Pobrecita míóa! —exclamoó la senñ ora.
Besoó el rostro de la ninñ a, a pesar de lo sucio que estaba. Y ahora la miraba como si tambieó n la luna se hubiera
mezclado con las estrellas de sus ojos.
—Los aó rboles malos —anñ adioó — merecen un castigo por hacer llorar a las ninñ as.
—¿Y tuó coó mo te llamas, por favor? —preguntoó Maranñ a.
—Me llamo Abuela —contestoó la senñ ora.
—¿De verdad?
—De verdad. Yo nunca cuento patranñ as. Ni en broma.
—¡Queó bien haces!
—No podríóa hacerlo, aunque quisiera. Porque se volveríóa realidad en cuanto lo contara, y entonces síó que me la iba
a cargar.
Y sonrioó como sonríóe el sol a traveó s de un chaparroó n de verano.
—Pero, bueno —prosiguioó —, ahora lo que tengo que hacer es lavarte y vestirte. Luego cenaremos algo.
—¡Huy! Yo ya he cenado hace mucho tiempo —dijo Maranñ a.
—Síó, claro —contestoó la senñ ora—, hace tres anñ os. ¿No sabes que han pasado tres anñ os desde que saliste huyendo
de los osos? Tienes maó s de trece en este momento.
Maranñ a no era capaz de hacer otra cosa maó s que mirarla. Sentíóa, casi seguro, como si aquello fuera verdad.
—No te tiene que asustar nada de lo que haga contigo —dijo la senñ ora—. ¿Verdad que no vas a tener miedo?
—Lo procurareó con toda mi alma; pero no puedo aseguraó rtelo, compreó ndelo —replicoó la ninñ a.
—Me gusta que digas eso, me basta —contestoó la senñ ora.
Le quitoó el camisoó n, la cogioó en brazos y se dirigioó a una de las paredes de la cabanñ a. Empujoó una puerta que habíóa
allíó, y al otro lado aparecioó un estanque bastante profundo. Estaba totalmente rodeado de plantas verdes con flores de
muchos colores. El estanque, cubierto por un techo como el de la cabanñ a, estaba lleno de un agua azulada y
transparente surcada por bandadas de peces parecidos al que habíóa guiado a la ninñ a. La luminosidad de su colorido
era lo que alumbraba las rutas que surcaban seguó n iban nadando.
La senñ ora pronuncioó unas palabras que Maranñ a no pudo entender, y luego la tiroó al estanque.
Los peces acudieron para agolparse en torno a su cuerpo. Dos o tres de ellos le sujetaron la cabeza por debajo para
manteneó rsela a flote. Los demaó s se frotaban contra ella y la iban lavando con sus plumas mojadas hasta que quedoó lo
bastante limpia. Entonces la senñ ora, que no les habíóa quitado ojo en todo el rato, volvioó a decirles algo. Y en seguida
unos treinta o cuarenta de ellos agarraron por debajo el cuerpo de Maranñ a, lo levantaron en vilo, y asíó se lo entregaron
a los brazos que la senñ ora alargaba para recogerlo. Lo transportoó junto al fuego, y, una vez bien seco, lo vistioó con
prendas de hilo fino que iba sacando de un arcoó n y que olíóan a hierba fresca y espliego. Sobre ellas le puso un traje
verde como el suyo e igual de brillante y suave. Le caíóa en pliegues encantadores desde la cintura, entallada con una
cinta marroó n, hasta sus pies desnudos.
—¿Y los zapatos, Abuela? —preguntoó Maranñ a—. Me faltan los zapatos.
—No, querida. Zapatos, no. Míórame, yo tampoco uso zapatos.
Y diciendo estas palabras, se subioó un poco el borde del vestido y aparecieron unos pies blancos y adorables, pero
descalzos. Y Maranñ a ya estaba encantada de ir descalza ella tambieó n. Volvieron a sentarse juntas, y la senñ ora le peinoó
el pelo y se lo cepilloó , y luego, mientras se le secaba, fue a preparar la cena.
Primero sacoó el pan de un hueco que habíóa en la pared, luego leche de otro, y de un tercero frutas variadas. Por fin,
se dirigioó a la olla que estaba al fuego y sacoó el pez, que ya a estas alturas estaba bien hervido y, en cuanto lo despojoó
de su plumaje, listo para comer.
—Pero es que… —dijo Maranñ a.
Y se quedoó mirando fijamente al pez, sin ser capaz de anñ adir una sola palabra.
—Ya seó lo que estaó s pensando —repuso la senñ ora—. Que no te gusta comerte al mensajero que te trajo hasta aquíó.
Pero es el maó s dulce pago que puedes darle. El pobrecillo teníóa miedo de salir al bosque, hasta que vio que poníóa la
olla a hervir y le prometíó que, en cuanto volviera contigo, lo echaríóa al agua para que se cociera. Entonces se precipitoó
inmediatamente hacia la puerta. ¿No viste que en cuanto entroó lo primero que hizo fue echarse eó l solito a la olla? ¿Lo
viste, verdad?
—Claro que lo vi —respondioó Maranñ a—, y me parecioó raríósimo. Pero como en seguida apareciste tuó , lo del pez se
me olvidoó completamente.
—En el Paíós de las Hadas —concluyoó la senñ ora, mientras se sentaba a la mesa— la ambicioó n de los animales es ser
comidos por los humanos, porque es el fin maó s elevado para su condicioó n. Pero no te creas que por eso mueren. De
esa olla sale algo maó s que un pez muerto, ya lo comprobaraó s.
Maranñ a se fijoó en que ahora la olla estaba cubierta por su correspondiente tapadera. Pero la senñ ora no volvioó a
prestar atencioó n a la olla hasta que acabaron de comer. Por cierto, a Maranñ a aquel pescado le parecioó el manjar maó s
exquisito que habíóa probado en su vida, blanco como la nieve y tan suave como una crema. En cuanto tragoó el primer
bocado, notoó que se estaba operando dentro de ella un cambio que hubiera sido incapaz de describir. Oíóa como un
murmullo a su alrededor, que se fue haciendo cada vez maó s perceptible a medida que seguíóa comiendo, hasta que al
final se articuloó en sonidos significativos. Cuando estaba a punto de concluir la cena, las voces de todos los animales
del bosque llegaban en tumulto hasta sus oíódos a traveó s de la puerta. Porque la puerta continuaba abierta de par en
par, aunque afuera ya era noche cerrada. Y no se trataba soó lo de sonidos, eran palabras, y palabras que ademaó s ella
entendíóa. Podíóa traducir lo que se estaban diciendo los insectos unos a otros en la vecindad de la cabanñ a. Y hasta llegoó
a abrigar la sospecha de que los aó rboles y las flores manteníóan entre síó contactos de medianoche, aunque no era capaz
de oíór lo que hablaban.
En cuanto se comieron todo el pez, la senñ ora se acercoó al fuego y destapoó la olla. Una adorable criatura, con forma
humana, con grandes alas blancas, surgioó de allíó y se puso a volar dando vueltas por el techo de la habitacioó n. Luego
descendioó en cíórculos y vino a posarse en el regazo de la senñ ora como en un nido. Ella le dijo unas palabras raras, la
llevoó en brazos hasta la puerta y la empujoó afuera, a la oscuridad de la noche. La ninñ a oyoó el batir de sus alas,
alejaó ndose en la distancia.
—¿Sigues creyendo que le hemos hecho danñ o al pez? —preguntoó la senñ ora, volviendo a su sitio.
—No —contestoó Maranñ a—. No lo creo. La verdad es que no me importaríóa nada comerme uno diario.
—Ya les llegaraó su turno, mi dulce Maranñ a, lo mismo que a ti y a míó.
Y sonrioó con una sombra de tristeza que hacíóa auó n maó s encantadora su sonrisa.
—Pero, en fin —prosiguioó —, creo que tal vez podamos tener uno para cenar manñ ana.
Y mientras hablaba, se encaminoó hacia la puerta que daba al estanque. Las palabras que a continuacioó n dirigioó al
estanque las entendioó Maranñ a perfectamente.
—Necesito contar con uno de vosotros —dijo—. El que sea maó s listo.
Al oíór aquello, los peces se congregaron en el centro del estanque, con las cabezas sumergidas en cíórculo cerrado
bajo el agua y las colas asomando y dibujando otro maó s amplio. Estaban manteniendo un conciliaó bulo, para enjuiciar
sus respectivas inteligencias. Por fin, uno de ellos saltoó del agua a las manos de la senñ ora. Parecíóa muy contento,
dispuesto y espabilado.
—¿Sabes doó nde nace el arco iris? —le preguntoó la senñ ora.
—Síó, jefa, ya lo creo —contestoó el pez.
—Pues traó ete a casa a un joven que anda por allíó perdido y no sabe adoó nde dirigir sus pasos.
El pez salioó como una saeta, y la senñ ora le dijo a Maranñ a que ya era hora de irse a la cama. Abrioó otra puerta en la
pared de enfrente y salieron a una pequenñ a glorieta verde y fresca. La senñ ora le indicoó a Maranñ a un lecho de brezo
color malva y le echoó encima un edredoó n relleno con pluma de los peces sabios, que al resplandor del fuego que salíóa
de la cabanñ a tomaba unas tonalidades maravillosas. Maranñ a no tardoó en perderse por el laberinto de unos suenñ os
extravagantes y seductores. La bellíósima senñ ora aparecíóa en todos ellos.
A la manñ ana siguiente, le despertoó un susurro de hojas sobre su cabeza y un correr rumoroso de agua. Pero cuaó l no
seríóa su sorpresa cuando vio que la puerta habíóa desaparecido. No habíóa maó s que una pared cubierta de tupido
musgo. Se abrioó paso a traveó s de un claro de la glorieta y de pronto se encontroó en pleno bosque. Allíó, en un arroyuelo
que corríóa alegremente entre los aó rboles, se dio un buen banñ o, y luego se encontroó mucho maó s a gusto. Y es que, una
vez probado el placer del estanque, la necesidad de verse limpia y arreglada no la iba a abandonar nunca. Cuando
volvioó a ponerse el traje verde, se sentíóa como una senñ ora.
Se pasoó todo el díóa deambulando por el bosque, atenta al canto de los paó jaros, a las bestezuelas y a todo bicho que
reptaba. Entendíóa todo lo que se decíóan unos a otros, aunque fuera incapaz de repetir una sola palabra de ello. Y los de
cada especie teníóan un lenguaje diferente, pero habíóa tambieó n otro entendimiento, aunque maó s limitado, comuó n a
todos los habitantes del bosque. De la hermosa senñ ora no encontroó ni rastro, pero la sentíóa cerca a cada momento y
estaba atenta a no perder de vista la cabanñ a. Era redonda como una tienda de campanñ a o un igluó , y no se veíóan en ella
ventanas ni puertas. La verdad es que ventanas no teníóa, pero puertas síó. Lo que pasa es que abríóan por dentro, y
desde fuera no se apreciaban.
Cuando empezoó a caer el sol, Maranñ a estaba sentada contra un aó rbol, escuchando muy entretenida la discusioó n
entre un topo y una ardilla. Para eó l lo uó nico que valíóa la pena de una ardilla era la cola, y ella le insultaba llamaó ndole
Triqui-traque. A todo esto, la oscuridad habíóa empezado a espesarse en torno, y de pronto la ninñ a se dio cuenta de que
en su rostro se reflejaba cierto fulgor. Miroó alrededor y vio que la puerta de la cabanñ a estaba abierta y la luz roja del
fuego irrumpíóa como un ríóo abriendo cauce entre las sombras. Dejoó al topo y a la ardilla que arreglaran sus cuestiones
como Dios les diera a entender, y se encaminoó aprisa hacia la cabanñ a.
Al entrar, se encontroó con que la olla estaba puesta al fuego. La gran senñ ora, tan dulce y llena de encanto como
siempre, estaba sentada al otro lado.
—Te he estado vigilando todo el díóa —le dijo—. Podríóas picar alguna cosita de comer, pero tenemos que esperar
hasta que nuestra cena llegue a casa.
Sentoó a Maranñ a en sus rodillas y empezoó a cantarle unas canciones tan bonitas que daban ganas de seguir
oyeó ndolas toda la vida. Pero finalmente las interrumpioó la llegada del pez brillante, que se zambulloó en el agua de la
olla sin maó s ni maó s.
Detraó s de eó l, veníóa un chico joven. La ropa que traíóa puesta estaba muy vieja y ademaó s se veíóa que se le habíóa
quedado chica. Pero su rostro sonrosado irradiaba salud, y en la mano traíóa una pequenñ a joya, a la que la luz del fuego
arrancaba destellos.
—¿Queó traes en la mano, Piel de Musgo? —fue lo primero que le preguntoó la senñ ora.
Era un nombre que le habíóan puesto al chico sus amigos, porque se pasaba las horas muertas leyendo al aire libre
y solíóa sentarse en una roca completamente tapizada de musgo, que era su lugar favorito. Decíóan sus amigos que el
musgo habíóa empezado a invadirlo a eó l tambieó n y a crecerle como una piel por todo el cuerpo.
Piel de Musgo abrioó la mano, y la senñ ora pudo darse cuenta de que traíóa la llave de oro. Inmediatamente se levantoó ,
se acercoó a Piel de Musgo, le besoó en la frente y le hizo sentarse en el asiento que ella acababa de dejar. Luego se
quedoó en pie delante de eó l, como una criada. Piel de Musgo hizo ademaó n de levantarse, porque no podíóa soportar
aquello, pero la senñ ora le rogoó con laó grimas en sus hermosos ojos que volviera a sentarse y le permitiera atenderlo en
condiciones.
—Pero tuó eres una gran senñ ora, una mujer espleó ndida y bellíósima —protestoó Piel de Musgo.
—Bueno, pero me paso el díóa trabajando, porque eó se es mi gusto. ¡Y ademaó s vas a tener que dejarnos tan pronto!
—¿Por queó dices eso? —preguntoó Piel de Musgo.
Porque tienes la llave de oro.
—Síó, pero no seó para queó sirve. No logro encontrar la cerradura. ¿Podríóas decirme tuó lo que tengo que hacer?
—Pues síó, buscar la cerradura. Es cosa tuya. Yo no puedo ayudarte. Lo uó nico que puedo decirte es que si la buscas,
la acabaraó s encontrando.
—Pero ¿queó clase de caja abre? ¿Y queó tiene dentro esa caja?
—No lo seó . Suenñ o con ella, pero no seó nada.
—¿Y tengo que reemprender camino en seguida?
—Puedes quedarte esta noche aquíó y compartir la cena con nosotras. Pero por la manñ ana te volveraó s a ir. Todo lo
que puedo hacer por ti es darte ropa. Tengo recogida a esta ninñ a, que se llama Maranñ a, y ella te acompanñ araó .
—¡Coó mo me gustaríóa! —exclamoó Piel de Musgo.
—Pues a míó no —dijo Maranñ a—. Por favor, Abuela, yo no me quiero ir, no quiero dejarte.
—Tienes que irte con eó l, Maranñ a, hija. A míó tambieó n me da mucha pena perderte, pero eso es lo mejor para ti. Ya
ves, los peces tan pronto se meten en la olla como salen a viajar por la oscuridad. Por cierto, si te topas en vuestro
viaje con el Viejo del Mar, no te olvides de preguntarle si tiene maó s peces para mandarme. Los del estanque se me
estaó n empezando a agotar.
Y diciendo estas palabras, sacoó el pez de la olla y volvioó a cubrirla con la tapadera. Se sentaron y comieron pescado
los tres. Luego, aquella criatura de las alas blancas surgioó de la olla, como la noche anterior, describioó una serie de
giros por el techo del cuarto y luego vino a posarse en el regazo de la senñ ora. Ella le dijo algo, la llevoó hasta la puerta y
la empujoó afuera, hacia lo oscuro. Oyeron el batir de sus alas, alejaó ndose.
La senñ ora, despueó s, acompanñ oó a Piel de Musgo a otra estancia parecida a la de Maranñ a. Y a la manñ ana siguiente,
cuando se despertoó , se encontroó con las ropas nuevas en el suelo a su lado. Estaba muy guapo con ellas puestas. Pero
la gente que usa las prendas regaladas por la senñ ora nunca se fija en si le sientan bien o mal, soó lo tiene ojos para ver le
belleza de los demaó s.
A Maranñ a no le apetecíóa nada marcharse.
—¿Por queó tengo que dejarte? —le preguntoó a la senñ ora—. Yo a ese chico no lo conozco de nada.
—A míó no me permiten que los ninñ os se queden conmigo mucho tiempo. Si no te gusta, nadie te obliga a irte con eó l,
pero piensa que maó s tarde o maó s temprano tendraó s que marcharte, y a míó su companñ íóa me parece buena, porque tiene
la llave de oro. A ninguna ninñ a se le ocurriríóa tener miedo viajando con el joven que tiene la llave de oro. Y tuó la
cuidaraó s bien, ¿verdad que síó, Piel de Musgo?
—Desde luego —dijo el chico.
Maranñ a entonces lo miroó de reojo, y pensoó que no le disgustaba tanto irse con eó l.
—¡Ah, una cosa! —dijo la senñ ora—. Si por casualidad os perdierais uno de otro al entrar en el paíós de… de… (¡ay!,
nunca puedo acordarme de coó mo se llama ese paíós; en fin, da igual)… bueno, pues si os perdeó is, no hay que asustarse;
seguíós camino como si nada, ¿entendido?
Besoó a Maranñ a en la boca y a Piel de Musgo en la frente, los acompanñ oó hasta la puerta y les dijo adioó s con la mano,
mirando hacia Naciente.
Maranñ a y Piel de Musgo echaron a andar cogidos de la mano y poco a poco se fueron internando en la espesura del
bosque. EÉ l llevaba la llave de oro en su mano derecha.
Estuvieron deambulando sin rumbo durante todo el díóa, y la charla de los animales les proporcionaba contento y
distraccioó n sin fin. No tardaron en aprender su lenguaje lo suficiente como para poder preguntarles cuestiones
elementales. Las ardillas resultaron ser muy amables y les dieron nueces de su propia despensa, pero las abejas
fueron egoíóstas y groseras, alegando en su descargo que Maranñ a y Piel de Musgo no eran suó bditos de su reina y que la
caridad bien entendida empieza por uno mismo, aunque, a decir verdad, en aquella temporada no albergaban a
ninguó n zaó ngano en su hospicio. Y hasta los topos ciegos les ofrecíóan de vez en cuando una avellana o una trufa.
Hablaban como si tuvieran la boca, igual que los ojos y los oíódos, llena de algodoó n o de su propia piel aterciopelada.
Cuando salieron del bosque, ya se habíóan hecho amiguíósimos, y a Maranñ a no le daba ninguna pena que la senñ ora la
hubiera lanzado al mundo en companñ íóa de Piel de Musgo.
Poco a poco fueron notando que los aó rboles eran maó s pequenñ os y estaban maó s separados unos de otros. El terreno
empezoó a ascender en cuesta y el camino se hacíóa cada vez maó s empinado, hasta que finalmente dejaron atraó s los
aó rboles y se encontraron trepando por un estrecho sendero flanqueado de penñ as. Al llegar a cierto punto,
descubrieron una tosca abertura, por la cual se metieron en un pasadizo angosto practicado en la roca. Seguó n
avanzaban, se iba haciendo mayor la oscuridad, hasta que no se veíóa nada en absoluto y tuvieron que seguir andando
a tientas. Poco a poco la luz volvioó a vislumbrarse, y por fin salieron del tuó nel.
Teníóan ante sus ojos un grandioso precipicio y un estrecho camino horadado en eó l. Este camino descendíóa, roca
abajo, hasta una amplia llanura de forma circular rodeada totalmente de montanñ as. Las que se veíóan enfrente parecíóan
una meta demasiado lejana. Estaban coronadas por colosales picachos azules de cumbre nevada, cuyas agudas
quebraduras heríóan el horizonte. Reinaba un silencio total. Ni siquiera llegaba a sus oíódos el rumor de ninguó n arroyo.
Mirando para abajo, los ninñ os no habríóan sido capaces de decir si aquel hondo valle era una vasta pradera tapizada
de ceó sped o un inmenso lago inmoó vil. No habíóan visto en su vida un lugar semejante. El camino para bajar era difíócil y
arriesgado, pero poco a poco lo fueron venciendo y llegaron al final sanos y salvos.
Vieron que se trataba de un arenal llano por unos sitios y ondulado por otros, con arenisca fina y de colores
suaves. No les extranñ oó haber sido incapaces de adivinar desde arriba su naturaleza, porque toda la superficie estaba
cubierta por doquier de sombras. Era un mar de sombras. La mayor parte eran sombras de hojas, hojas innumerables
de las formas maó s variadas, seductoras y originales que quepa imaginar, ondulando por acaó y por allaó , temblorosas y
flotantes a impulsos de una brisa cuyo soplo no se sentíóa y cuyo rumor no se escuchaba. No habíóa bosques que
adornasen la ladera de aquellas montanñ as, no se divisaba un solo aó rbol, y sin embargo la sombra de las hojas, ramas y
troncos de tan variada especie de aó rboles planeaba por encima del valle hasta donde alcanzaba la vista. En seguida
pudieron darse cuenta de que la sombra de ciertas flores se mezclaba con la de las hojas, e incluso tambieó n a ratos la
de alguó n paó jaro con el pico abierto para dar paso al canto que emitíóa su garganta. De vez en cuando aparecíóan
extranñ as formas perfilando el dibujo de graciosas criaturas movedizas, que corríóan de acaó para allaó entre copas y
ramas de sombra, para desaparecer luego en el follaje agitado por el viento. Seguó n andaban, se iban hundiendo hasta
las rodillas en aquel lago adorable. Porque las sombras no se limitaban a yacer sobre el suelo sino que se
amontonaban sobrevolaó ndolo como si la sustancia misma de la oscuridad tomara cuerpo en ellas, como si hubieran
sido elegidas entre miles de proyectos en el aire. Maranñ a y Piel de Musgo no hacíóan maó s que levantar la cabeza y mirar
para arriba por ver si eran capaces de adivinar de doó nde veníóan aquellas sombras. Pero no podíóan ver maó s que una
brillante neblina desplegada sobre ellos, maó s alta que las cumbres de las montanñ as que se perfilaban contra su marea.
Ni bosques, ni hojas, ni paó jaros aparecíóan por ninguna parte.
Al cabo de cierto tiempo, fueron llegando a espacios maó s despejados, donde las sombras se adelgazaban, y a
alguna parcela incluso en que cruzaban raudas y momentaó neas, dejando tras síó la claridad suficiente como para
alumbrar el deseo de seguirlas. A veces tomaban una forma maravillosa, mezcla de paó jaro y de ser humano, que
pasaba planeando con las alas desplegadas, como velas de barco. Otras, un delicado grupo de ninñ os alborotadores,
seguidos por una adorable figura femenina, que de pronto se mudaba en un titaó n, y que apenas entrevistos
desaparecíóan tragados por el sombríóo follaje que los rodeaba. O podíóa ser un perfil de inefable belleza,
inmediatamente desvanecido, o dos amantes enlazados, o un padre con su hijo, o dos hermanos en amable coloquio, o
dos hermanas abrazadas en las maó s graó ciles y complicadas posturas. Otras veces eran caballos salvajes, galopando en
libertad o llevando a la grupa la noble sombra de un jinete. Pero las cosas que maó s les maravillaban eran las que jamaó s
hubieran sido capaces de describir.
Hacia la mitad de aquella llanura, se sentaron a descansar en el seno de un montoó n de sombras. Llevaban un rato
sentados, cuando levantaron la mirada uno hacia el otro y los dos estaban llorando.
Ambos anñ oraban aquel reino de donde las sombras descendíóan.
—Tenemos que encontrar el paíós de donde vienen las sombras —dijo Piel de Musgo.
—Síó, no tenemos maó s remedio —contestoó Maranñ a—. ¡Mira que si la llave de oro fuera la de allíó, y lo abriera!
—¡Seríóa maravilloso! —contestoó Piel de Musgo—. Pero vamos a descansar aquíó un rato, y luego estaremos en
condiciones de cruzar la llanura antes de que caiga la noche.
Asíó que se tumboó en el suelo, y tanto contra sus costados como sobre su cabeza seguíóa desarrollaó ndose el
incesante juego de aquellas sombras prodigiosas. Podíóa ver a traveó s de ellas, y admirar coó mo se sucedíóan incansables,
hasta que todas se mezclaron en un cuó mulo de negrura. Maranñ a tambieó n se tendioó a su lado, perdida en cavilaciones y
henchida de anñ oranza por aquel paíós de donde las sombras veníóan. Cuando se sintieron maó s descansados, se
levantaron dispuestos a seguir viaje.
Nadie podríóa calcular lo que tardaron en atravesar la llanura. Pero, antes de que llegara la noche, el pelo de Piel de
Musgo estaba entretejido de hebras de plata y Maranñ a teníóa la frente surcada de arrugas.
A medida que iba cayendo la tarde, las sombras se espesaron y se fueron elevando, hasta que llegaron a formar
como un techo sobre la cabeza de los chicos, y todo en torno de ellos se sumioó en la maó s completa oscuridad. Se
cogieron de la mano y siguieron andando en silencio y con cierta angustia. Sentíóan la presencia de aquellas sombras
acumuladas, y a aquella sensacioó n se anñ adíóa ahora una extranñ a solemnidad, de tal manera que la belleza de las
sombras habíóa dejado de deleitarlos. De repente Maranñ a se dio cuenta de que ya no iba agarrada de la mano de Piel de
Musgo, aunque no teníóa ni idea del tiempo que llevaba sin aquel apoyo.
—¡Piel de Musgo! ¡Piel de Musgo! —gritoó aterrorizada.
Pero no obtuvo respuesta.
Un poco maó s tarde las sombras cayeron y se hundieron bajo sus pies. Y entonces las montanñ as se perfilaron ante
sus ojos. Volvioó la cabeza hacia el sombríóo reino que acababa de abandonar y volvioó a llamar a voces a Piel de Musgo.
Allíó yacíóan las tinieblas, rebullendo densas: un oscuro, tormentoso e informe mar de sombras. Pero ninguó n ninñ o salíóa
de eó l, ni trepaba junto a Maranñ a por la colina donde ahora ella se encontraba. Se tiroó al suelo y estalloó en sollozos.
De repente se acordoó de lo que les habíóa dicho la senñ ora: que si se perdíóan uno de otro al llegar a un paíós cuyo
nombre no habíóa sido capaz de recordar, que no se asustaran, que lo que teníóan que hacer era seguir adelante.
Ademaó s —se dijo—, a Piel de Musgo no le puede pasar nada, porque lleva la llave de oro. Vamos, creo yo.
Se levantoó del suelo y siguioó su camino.
No tardoó mucho en toparse contra un precipicio en cuyo frente rocoso estaba practicada una escalera. Empezoó a
subirla, pero cuando llegaba por la mitad, los peldanñ os se interrumpieron y se convirtieron en un camino que se
internaba en la roca. Le daba un poco de miedo entrar, pero cuando volvioó la vista hacia la escalera, sintioó veó rtigo al
darse cuenta del abismo que se abríóa a sus espaldas, y eso la empujoó a meterse por allíó como por la boca de una cueva.
Cuando abrioó los ojos, vio junto a ella una hermosa criatura alada, que parecíóa estarla esperando.
—¡Anda, si eres tuó ! —dijo Maranñ a—. ¡Eres mi pez!
—Bueno, síó. Pero yo no soy pez, ¿sabes? Ahora soy un aerofito.
—¿Y eso queó es? —preguntoó Maranñ a.
—Soy lo que tuó veas que soy —contestoó aquella forma alada—. Y he venido para guiarte a traveó s de la montanñ a.
—¡Oh, muchas gracias, querido pez…! Bueno, aerofito he querido decir —contestoó Maranñ a, incorporaó ndose.
A partir de entonces, el aerofito desplegoó las alas y la precedioó volando por aquel estrecho pasadizo. Maranñ a se
acordaba de la otra vez que la habíóa guiado, cuando era pez, y lo seguíóa con los ojos fijos en sus blancas alas. Cada vez
que las movíóa, despedíóan una incesante lluvia de chispas multicolores, que iban iluminando aquel tuó nel. De repente
desaparecioó , y Maranñ a oyoó un dulce y apagado murmullo, bastante diferente del crujiente aleteo del aerofito. Se
encontroó ante un arco abierto, a traveó s del cual entraba la luz mezclada con un rumor de olas marinas.
Salioó corriendo del tuó nel y se dejoó caer, agotada y feliz, sobre la amarillenta arena de una playa. Se quedoó tendida
un rato allíó, medio vencida por la fatiga y gozando al mismo tiempo del descanso, mientras escuchaba el flujo y reflujo
de las dulces olas, que parecíóan incitar a la tierra para que dejase de serlo y se convirtiese en mar. Y desde aquella
posicioó n horizontal, sus ojos se fijaron en el arranque de un inmenso arco iris que se dibujaba a lo lejos sobre el cielo,
en el otro confíón del mar. Poco despueó s se quedoó completamente dormida.
Cuando se despertoó , vio la figura de un hombre que se inclinaba sobre ella. Era muy viejo, una larga cabellera
blanca le cubríóa los hombros y se apoyaba en una vara cuajada de brotes verdes.
—¿Queó buscas por aquíó, hermosa muchacha? —le preguntoó .
—¿Te parezco hermosa? ¡Cuaó nto me alegro! —contestoó Maranñ a, incorporaó ndose—. Mi abuela síó que es hermosa.
—Bueno, pero ¿queó has venido a buscar? —repitioó el viejo amablemente.
—Me parece que te busco a ti. ¿No seraó s el Viejo del Mar?
—Ese mismo.
—Pues la Abuela quiere saber si tienes maó s peces para mandarle.
—Vamos a verlo, querida —contestoó el viejo, con una voz auó n maó s dulce—. Pero dime, ¿no necesitaraó s algo maó s de
míó?
—Síó, que me ensenñ es el camino para llegar al paíós de donde caen las sombras —dijo Maranñ a.
Y es que abrigaba la esperanza de que en aquel paíós podríóa volver a encontrarse con Piel de Musgo.
—¡Desde luego debe de merecer la pena ir allíó! —dijo el viejo—. Pero yo no te puedo guiar, porque no conozco el
camino. Lo que voy a hacer es mandarte adonde vive el Viejo de la Tierra. Tal vez eó l te lo pueda indicar. Es mucho maó s
viejo que yo, ¿sabes?
Apoyaó ndose en su cara florecida, la condujo a lo largo de la playa hasta una roca escarpada, que teníóa forma de
barco petrificado y vuelto al reveó s. Le servíóa de puerta el timoó n de un inmenso navíóo sumergido desde hacíóa muchos
anñ os. Nada maó s entrar por aquella puerta se divisaba una escalera practicada en la roca, por la cual empezoó a subir el
viejo, seguido de Maranñ a. Al final de la escalera estaba la casa donde eó l vivíóa.
En cuanto entraron, Maranñ a oyoó un ruido muy peculiar, distinto a todos los que habíóa oíódo hasta entonces. No
tardoó en darse cuenta de que se trataba de una algarabíóa de los peces, hablando unos con otros. Tratoó de entender lo
que decíóan, pero su lenguaje era tan anticuado, tosco y confuso, que poco pudo sacar en limpio.
—Bueno, voy a ocuparme del pedido de peces que me hace mi hija —dijo el Viejo del Mar.
Y empujando una puerta corredera que habíóa en la pared, dejoó al descubierto una gruesa mampara de cristal, que
ofrecíóa un amplio panorama. Maranñ a siguioó al viejo, y mirando hacia fuera a traveó s de aquel ventanal, su vista se
sumergioó en el corazoó n mismo del inmenso y profundo oceó ano. Podíóa verse movieó ndose por eó l multitud de criaturas
de las maó s variadas y extranñ as especies, algunas muy feas, otras muy raras y con la boca particularmente
extravagante. Veníóan nadando de todas partes, bajaban y subíóan y se agrupaban contra el ventanal, como si
obedecieran al reclamo del Viejo del Mar. Eran pocas las que podíóan llegar a tocar el cristal con sus bocas, pero
tambieó n las que quedaban relegadas flotando maó s allaó volvíóan la cabeza hacia aquel punto. El Viejo del Mar observoó
atentamente durante unos minutos el inmenso banco de peces, y luego, volvieó ndose hacia Maranñ a, le dijo:
—Lo siento, pero todavíóa no hay ninguno disponible. Necesito maó s tiempo del que ella me concede. Pero ya se los
mandareó en cuanto pueda.
Y diciendo estas palabras, volvioó a cerrar la puerta corredera.
Ahora veníóa del fondo del mar un creciente alboroto. El viejo volvioó a abrir la puerta corredera y golpeoó fuerte con
los nudillos en el cristal, con lo cual los peces se callaron inmediatamente, como si se hubieran dormido.
—No hacíóan maó s que hablar de ti —le dijo a Maranñ a—. Y total, para no decir maó s que tonteríóas. Bueno —continuoó
—, manñ ana te ensenñ areó el camino para que encuentres al Viejo de la Tierra. Vive muy lejos de aquíó.
—Quiero salir en seguida en su busca, deó jame —dijo Maranñ a.
—No puede ser. Antes tienes que venir conmigo.
La condujo hasta un agujero que habíóa en la pared, y en el que ella no se habíóa fijado. Estaba cubierto por una
planta trepadora de hojas verdes y capullos blancos.
—Solamente las plantas que dan flor blanca son las que pueden crecer bajo el mar —dijo el viejo—. Ahíó dentro
encontraraó s un banñ o, en el que te puedes meter hasta que te avise.
Maranñ a entroó y se encontroó con una pequenñ a estancia o cueva, al fondo de la cual habíóa un gran banñ o excavado en
la roca y lleno de transparente agua marina. Afluíóan continuamente a eó l desde algunas grietas de la caverna
arroyuelos que lo alimentaban. Estaba muy brunñ ido por dentro, y alfombrado por dorada arena. Amplias hojas verdes
y ramos blancos de flores, procedentes de diversas plantas, colgaban del techo y tapizaban el hueco, asíó que quedaba
medio oculto.
En cuanto se desnudoó y se metioó en el banñ o, empezoó a sentir Maranñ a como si el agua se le fuera metiendo por
dentro, como si recibiera todos los beneficios del suenñ o pero sin hundirse, en cambio, en el olvido. La felicidad le
entraba por todos los poros, y se sentíóa tan relajada y llena de esperanza como no habíóa vuelto a estarlo desde que
perdioó a Piel de Musgo. Pero no podíóa dejar de pensar en lo triste que debíóa de ser la vida del pobre viejo, habitando
allíó solo y al cuidado de aquella cantidad de peces tan tontos y bulliciosos.
Calculoó que habríóa podido pasar una hora, cuando oyoó la voz del viejo que la llamaba, y entonces salioó del banñ o.
Todas las fatigas y penalidades de su largo viaje se habíóan desvanecido. Se sentíóa tan fuerte y entera como si se
hubiera pasado durmiendo una semana seguida.
Volvioó al hueco que comunicaba con el resto de la casa, y se detuvo muy asombrada, porque se encontroó con la
figura majestuosa de un hombre alto y de bellas facciones que parecíóa estarla esperando.
—Vamos —le dijo—, veo que ya estaó s lista.
Ella avanzoó con ademaó n respetuoso.
—¿Doó nde estaó el Viejo del Mar? —preguntoó tíómidamente.
—Aquíó no hay nadie maó s que yo —contestoó sonriendo—. Algunos me llaman el Viejo del Mar. Otros me conocen
por distinto nombre, y se asustan muchíósimo cuando me encuentran paseando por la playa. De todas maneras, yo
procuro evitar que me vean, porque como se asustan tanto, nunca van a lograr verme tal cual soy en realidad. Tuó
ahora me estaó viendo, ¿no? Pues bueno, te tengo que ensenñ ar el camino que te llevaraó al encuentro del Viejo de la
Tierra.
Volvieron a entrar en el hueco del banñ o, y Maranñ a vio que, practicada en la roca de la pared opuesta, habíóa una
segunda abertura.
Baja por esas escaleras —dijo el hombre—, y acabaraó s encontrando al Viejo de la Tierra.
Maranñ a le dio las gracias maó s rendidas y se despidioó de eó l. Luego empezoó a bajar por una escalera de caracol, y
siguioó bajando hasta que empezoó a temer que no tuviera fin. Cuanto maó s bajaba, se hacíóa maó s aó spera al tacto y
aumentaban los peldanñ os rotos, y tambieó n unos chorros de agua que brotaban de la roca y goteaban escalones abajo,
persiguieó ndola. Estaba todo muy oscuro alrededor suyo, pero podíóa ver. Porque despueó s de darse un banñ o en esa clase
de banñ era, los ojos del que sale despiden una luz que los convierte en laó mparas. No habíóa tramos resbaladizos y se
bajaba a gusto y sin sensacioó n de peligro, a pesar de la humedad, la oscuridad y la hondura insondable.
Al llegar al uó ltimo escaloó n, se encontroó en una cueva deó bilmente iluminada. Encima de una piedra que habíóa en
medio, estaba sentado de espaldas un hombre, cuya figura encorvada delataba su ancianidad. Aunque situada tras eó l,
Maranñ a pudo ver la abundante barba blanca que bajaba a extenderse hasta sus pies por el suelo pedregoso. No se
movioó al entrar ella, asíó que Maranñ a tuvo que dar la vuelta para ponerse delante de eó l y poder dirigirle la palabra. En el
momento mismo en que le vio el rostro, se dio cuenta de que se trataba de un joven de espleó ndida belleza. Estaba
fascinado con la imagen que le devolvíóa un gran espejo como de plata que habíóa en el suelo a sus pies, y que visto por
detraó s Maranñ a habíóa tomado por unas barbas blancas. Siguioó un rato asíó, ajeno a aquella presencia extranñ a, embebido
en el placer de su propia visioó n. Ella permanecioó inmoó vil, sin dejar de mirarlo. Por fin, aunque temblando, le dirigioó la
palabra. Pero la voz no le sonaba. El joven, sin embargo, levantoó la cabeza y se limitoó a esbozar una sonrisa de
bienvenida, sin que en su rostro se acusara gesto alguno de sorpresa.
—¿Eres el Viejo de la Tierra? —habíóa preguntado Maranñ a.
Y la contestacioó n del joven no le llegoó a Maranñ a como si le entrara por los oíódos, aunque la oyoó .
—Lo soy. ¿Queó puedo hacer por ti?
—Ensenñ arme el camino que lleva al paíós de donde caen las sombras.
—¡Ah, no lo seó ! Yo tambieó n suenñ o mucho con eó l, pero soó lo eso. Veo sus sombras pasar a veces por mi espejo; el
camino para llegar no lo conozco. Pero creo que puede conocerlo el Viejo del Fuego. Es mucho maó s viejo que yo.
Bueno, es el maó s viejo de todos los hombres.
—¿Doó nde vive?
—Te ensenñ areó el camino para llegar a eó l. Yo nunca lo he llegado a ver.
Y diciendo estas palabras, el joven se levantoó , y se quedoó mirando a Maranñ a durante unos momentos.
—Ojalaó pudiera ir contigo —le dijo—. Pero tengo que atender mi tarea.
La condujo a un extremo de la estancia, y le dijo que aplicara el oíódo contra la pared.
—¿Queó oyes? —le preguntoó luego.
—Oigo el rumor de mucha agua corriendo por dentro de la piedra.
—Síó, es un ríóo que baja hasta el reino donde vive el hombre maó s anciano de todos cuantos hay en el mundo: el
Viejo del Fuego. Ojalaó pudiera ir a conocerlo, ya te digo. Pero tengo que atender mi tarea. Ese ríóo es el uó nico camino
para llegar a eó l.
Entonces el Viejo de la Tierra levantoó una piedra enorme que habíóa en medio del suelo, y se inclinoó . Habíóa quedado
al descubierto un gran agujero cuyo fondo no se veíóa.
—Por ahíó se va —dijo.
—¿Por ahíó? ¡Pero si no tiene escaleras!
—Pues tienes que tirarte a eó l. No hay otra alternativa.
Ella se volvioó y le miroó de plano a la cara. Se mantuvieron la mirada durante un rato que a Maranñ a le parecioó un
minuto. Pero habíóa sido un anñ o. Luego, sin maó s, se lanzoó de cabeza al agujero.
Cuando volvioó en síó, se encontroó deslizaó ndose corriente abajo vertiginosamente, hundieó ndose cada vez maó s.
Llevaba la cabeza metida dentro del agua, pero ese detalle carecíóa de importancia. Porque, pensaó ndolo bien, se dio
cuenta de que no recordaba haber vuelto a respirar desde que salioó del banñ o que el Viejo del Mar le ofreciera. En un
determinado momento, sacoó la cabeza y tuvo que volver a meterla inmediatamente en el agua, porque la oleada de
calor fue tan horrible como un azote repentino, asíó que siguioó dejaó ndose arrastrar.
Poco a poco el caudal fue hacieó ndose maó s somero, hasta que al final le resultaba difíócil mantener la cabeza debajo
del agua. Estaba visto que aquella corriente ya no la llevaba maó s allaó , asíó que salioó del cauce y fue descendiendo pasito
a paso por aquella bajada incandescente. Ya no habíóa ni una gota de agua y el calor era infernal. Se sentíóa abrasar
hasta los huesos, pero no se amilanoó . A medida que aumentaba aquel fuego, se decíóa a síó misma: «No puedo, no lo voy
a poder aguantar». Pero, a pesar de todo, seguíóa adelante.
Despueó s de bastante rato, llegoó al final de aquella escalera, rematada por una arcada muy tosca de piedra tambieó n
incandescente. Se metioó por allíó y llegoó agotada a un recinto fresco con el techo y las paredes recubiertos de musgo.
Un musgo muy verde, mullido y huó medo, porque lo alimentaba un arroyuelo que surgíóa de la roca e iba a caer en un
pequenñ o estanque. Maranñ a metioó la cabeza en eó l y bebioó ansiosamente. Luego volvioó a sacarla y miroó en torno suyo. Se
puso de pie y seguíóa mirando. No habíóa nadie en aquella especie de cueva. Pero en cuanto se enderezoó , se sintioó
traspasada por la sensacioó n de haber alcanzado el conocimiento secreto de la tierra y todos sus misterios. Todo lo que
habíóa visto y leíódo en los libros, todo lo que la Abuela le habíóa dicho y las canciones que le cantoó , la conversacioó n de
los paó jaros, peces y bestezuelas del bosque, todo lo que les habíóa ocurrido a Piel de Musgo y ella a lo largo de su viaje,
y luego a ella sola en lo maó s hondo de lo hondo con el Viejo, y el otro maó s viejo, todo, de repente, cobraba sentido. Lo
entendíóa todo, y sabíóa que todos los significados desembocaban en el mismo, aunque no hubiera sido capaz de
expresar esa nocioó n mediante palabras.
Inmediatamente despueó s, descubrioó la presencia de un ninñ ito desnudo que estaba sentado en un rincoó n de la
cueva, sobre el musgo, jugando con pelotas de diferentes colores y tamanñ os, que iba colocando en el suelo ante síó y
componiendo con ellas caprichosas figuras. Y en ese momento, Maranñ a tuvo la sensacioó n de que algunas cosas no
podíóan abarcarse soó lo con la inteligencia, porque se escapaban a la comprensioó n. Se dio cuenta de que, en la mudanza
y sucesioó n de cada forma plasmada en los dibujos que el ninñ o iba componiendo con las pelotas, anidaba un sentido
tan insondable como en la variada armoníóa y combinacioó n de sus colores, pero no podíóa explicarse ese sentido ni
decir cuaó l era. El ninñ o seguíóa atareado en su juego solitario, inasequible al cansancio, sin levantar la vista ni darse por
enterado de que habíóa entrado un extranñ o a turbar el profundo retiro de su celda. Con la habilidad y presteza con que
una tejedora va combinando colores y tirando del hilo de los distintos ovillos, asíó eó l combinaba e iba disponiendo ante
síó sus pelotas. Relaó mpagos de comprensioó n se encendíóan en aquellos dibujos y alcanzaban momentaó neamente a
Maranñ a, pero en seguida todo volvíóa a estar no soó lo oscuro, sino rematadamente negro. Se quedoó durante largo rato
sin poder despegar los ojos de aquella escena, porque su simple contemplacioó n la fascinaba. Y a fuerza de mirar y
mirar, una indescriptible y confusa comprensioó n de lo contemplado fue abrieó ndose camino en su mente.
Se pasoó siete anñ os allíó de pie, mirando fijamente al ninñ o desnudo. Pero a ella le parecieron siete horas. De repente,
una disposicioó n especial de las pelotas sobre el musgo compuso un dibujo que a Maranñ a, sin saber por queó , le hizo
recordar el Valle de las Sombras, y entonces rompioó a hablar.
—¿Doó nde estaó el Viejo del Fuego? —preguntoó .
—Aquíó me tienes —dijo el ninñ o, abandonando su juego y ponieó ndose de pie—. ¿En queó puedo servirte?
Del rostro del ninñ o se desprendíóa una serenidad tan imponente y absoluta que Maranñ a se quedoó sin palabras. No
sonreíóa, pero el amor brotaba de lo maó s hondo de sus ojos grises, como desde el centro de todo. Y habíóa en su rostro,
junto con la serenidad, como un resplandor de luna que tanto podíóa de un momento a otro desembocar en fascinante
sonrisa como provocar en quien lo estaba contemplando un ataque mortal de llanto. Pero la sonrisa no llegaba a
brotar ni aquel paó lido resplandor desaparecíóa. Y es que el corazoó n del ninñ o estaba enterrado demasiado hondo como
para que alguna sonrisa consiguiera aflorar a la superficie.
—¿Eres tuó el hombre maó s viejo de todos los hombres? —se atrevioó , al cabo, a preguntarle Maranñ a, aunque con
algo de miedo.
—Efectivamente. Soy muy viejo, síó, viejíósimo. Creo que podreó ayudarte. A todo el mundo acabo pudiendo echar una
mano.
Se acercoó a Maranñ a y la miroó a los ojos de una manera tal que ella estalloó en llanto, sin poderlo remediar.
—¿Podríóas ensenñ arme el camino para ir al paíós donde nacen las sombras? sollozaba.
—Síó, claro que podríóa. Lo conozco de sobra y voy allíó muchas veces. Lo que pasa es que mi camino no te serviríóa a
ti. No eres lo bastante vieja. Te direó por doó nde puedes ir tuó .
—Pero, por favor, no me vuelvas a meter en ese fuego horrible —suplicoó Maranñ a.
—No, no te preocupes —contestoó el ninñ o.
Se empinoó y puso su manecita fresca sobre el corazoó n de la ninñ a.
—Anda, ya puedes ir —dijo—. El fuego no volveraó a quemarte. Ve en paz.
La condujo desde la cueva hasta otra gran arcada, atravesando la cual salieron a un vasto desierto de arena y
pedruscos. El cielo era tambieó n de piedra y lo teníóan justo encima de sus cabezas a manera de soó lidos nubarrones de
tormenta. Era tal el calor que hacíóa que Maranñ a se fijoó en coó mo el oro, la plata y el cobre se fundíóan sobre las penñ as en
riachuelos dorados, blancos y rojos. Pero a ella el calor no la afectaba.
Cuando llegaron a cierta distancia, el ninñ o removioó una piedra enorme y cogioó de debajo de ella algo que parecíóa
una especie de huevo. Luego, dibujoó con el dedo una amplia líónea curva sobre la arena y depositoó el huevo allíó, al
tiempo que pronunciaba unas palabras que Maranñ a no logroó entender. El huevo se rompioó y de dentro salioó una
serpiente pequenñ a, que, adaptaó ndose a la líónea trazada en la arena, fue creciendo y engrosaó ndose hasta llenarla. En
ese momento empezoó a deslizarse y avanzaba ondulante como una marea.
—Sigue a esa serpiente —dijo el ninñ o—. Te llevaraó por buen camino.
Maranñ a salioó en pos de la serpiente. Pero antes de llegar muy lejos, no pudo evitar volverse para mirar otra vez a
aquel prodigioso Ninñ o. Estaba solo, de pie, en medio de aquel reverberante desierto, junto a un rojo surtidor de fuego
que habíóa brotado a sus pies. Su blanca piel desnuda emitíóa un paó lido fulgor rosaó ceo a la luz de la toó rrida llamarada.
Allíó se quedoó , miraó ndola alejarse a traveó s de la distancia, hasta que el espacio entre ellos se hizo tan grande que
dejaron de verse. La serpiente siguioó avanzando en líónea recta, sin torcer ni a derecha ni a izquierda.
A todo esto, Piel de Musgo habíóa conseguido abandonar el lago de las sombras, y, siguiendo su triste y solitario
viaje, acaboó llegando a la orilla del mar. Era una tarde oscura y tormentosa, el sol acababa de ponerse y del mar
llegaba soplando un viento fuerte. Las olas habíóan cercado la roca en cuyo interior estaba la casa del viejo pastor de
peces. Una poza de aguas profundas la separaba de la playa, por donde Piel de Musgo vio venir hacia eó l la figura
solitaria y majestuosa de un paseante.
Cuando llegoó a su lado, le preguntoó :
—¿Podríóa usted decirme, por favor, doó nde puedo encontrar al Viejo del Mar?
—El Viejo del Mar soy yo —contestoó aquella persona.
—Lo que yo veo —replicoó Piel de Musgo— es un hombre de mediana edad, robusto y con aspecto senñ orial.
El hombre lo miroó intensamente, y dijo:
—Tu vista, joven, es mucho maó s aguda de lo que suele serlo la de la gente que cae por aquíó. Anda, ven a mi casa y
dime en queó puedo servirte, que la noche estaó de tormenta.
Piel de Musgo siguioó sus pasos. Las olas rompíóan a los pies del Viejo del Mar, pero dejaban tras de síó la arena seca
para que pisara el chico.
Cuando llegaron a la casa, se sentaron uno frente a otro y se miraron.
A estas alturas, Piel de Musgo ya se habíóa hecho viejo. Parecíóa mucho mayor que el Viejo del Mar, y teníóa los pies
hechos polvo.
Despueó s de un rato, el Viejo del Mar lo cogioó de la mano y lo llevoó a lo maó s hondo de la cueva. Le ayudoó a
desnudarse y a meterse en el banñ o, y entonces fue cuando se dio cuenta de que una de sus manos nunca se abríóa.
—¿Queó guardas en esa mano cerrada? —le preguntoó .
Piel de Musgo la abrioó y aparecioó la llave de oro.
—¡Anda! —dijo el viejo—, ahora me explico por queó queríóas conocerme. Creo que puedo ayudarte a encontrar lo
que buscas.
—Quiero ir al paíós donde se críóan las sombras —dijo el chico.
—Bueno, eso ya me lo imaginaba. Tambieó n yo quiero. Pero antes dime una cosa muy importante: ¿para queó crees
que sirve esa llave?
—Para meterla en una cerradura que habraó en alguó n sitio. Pero ya ni seó para queó la sigo guardando, porque la
cerradura nunca ha aparecido. Y eso que ya he vivido muchíósimo, o por lo menos eso creo —dijo Piel de Musgo con
voz entristecida—. Bueno, no seó si soy viejo o no. Lo uó nico que seó es que los pies me duelen.
—¿De verdad que te duelen? —preguntoó el viejo, como poniendo una intencioó n especial en la pregunta.
Y el chico, que llevaba un rato metido en el banñ o, se miroó los pies durante unos instantes.
—No, ahora no me duelen —contestoó —. Puede que tampoco sea viejo.
—Incorpoó rate, y míórate reflejado en el agua.
Piel de Musgo le obedecioó . No teníóa una sola cana ni una sola arruga.
—Ahora ya conoces el sabor de la muerte —dijo el viejo—. ¿Queó te ha parecido?
—Muy bien. Sabe mejor que la vida —dijo Piel de Musgo.
—Eso no —corrigioó el viejo—, lo que pasa es que sabe maó s a vida, a maó s vida. Tus pies ahora ya no dejaraó n huellas
sobre el agua.
—¿Queó quieres decir?
—En seguida lo sabraó s.
Salieron a la estancia anterior, y se quedaron allíó sentados charlando durante largo rato. Por fin el Viejo del Mar se
levantoó .
—Síógueme —le dijo a Piel de Musgo.
Subieron otra vez la escalera, y el viejo abrioó una puerta distinta. Estaban justo a nivel del mar alborotado,
mirando hacia Naciente. A traveó s de la inmensidad del oceó ano, sobre la cumbre de una nube negra y amenazadora, se
dibujaba el arranque de un gran arco iris, resplandeciendo en la oscuridad.
—Síó, ya lo creo que eó se es mi camino —dijo Piel de Musgo tan pronto como lo vio.
Salioó por el hueco de la puerta y se encontroó andando sobre la superficie del mar. Sus pies, efectivamente, no se
hundíóan en el agua. Desafiaba al viento, saltaba las olas y seguíóa avanzando con los ojos fijos en el arco iris.
La tormenta se apaciguoó . A un díóa maravilloso le sucedíóa una noche maó s apacible auó n y una fresca brisa soplaba
sobre la infinita llanura del oceó ano inmoó vil. Y Piel de Musgo seguíóa su viaje, siempre con rumbo al Este, aunque el arco
iris se habíóa esfumado al disiparse la tormenta.
Iban sucedieó ndose los díóas y las noches, y echaba de menos un guíóa. Ni siquiera bajo el agua veíóa moverse alguó n
pez que pareciera dirigir sus pasos. Cruzoó todo el inmenso mar y llegoó a un alto acantilado. A duras penas podíóa
descubrirse un tíómido conato de sendero. Pero ni siquiera eó ste llevaba maó s que hasta media altura del acantilado.
Moríóa allíó y se ensanchaba en una especie de plataforma. Una vez que hubo ascendido hasta aquel punto. Piel de
Musgo se paroó a pensar. Era imposible que acabara aquíó, porque en ese caso, ¿para queó servíóa un camino semejante?
Era aó spero y escarpado, no muy practicable, pero camino, al fin y al cabo, que tiene que llevar a alguó n sitio. Examinoó la
textura de la roca y vio que era lisa como el cristal. Y cuando sus ojos desesperanzados resbalaban por aquella
superficie, vio brillar algo y su mirada se detuvo en una fila de pequenñ os zafiros que bordeaban un agujerito que habíóa
en la roca.
—¡La cerradura! —exclamoó .
Proboó a meter la llave y vio que entraba. La hizo girar, e inmediatamente despueó s se produjo un estallido que
resonoó con inusitado estruendo, como el eco de mil cerrojos de hierro batiendo sin duelo contra enormes calderas por
dentro de la roca. Sacoó la llave y el acantilado empezoó a desplomarse ante sus ojos. Retrocedioó todo cuanto le permitíóa
el espacio de la plataforma. Una losa cayoó a sus pies. Ante eó l seguíóa mantenieó ndose la pared de la que se habíóa
desprendido aquel pedazo. Pero en cuanto puso el pie encima, cayoó otra losa que vino a colocarse sobre el borde de la
anterior, un poco maó s arriba, como formando un segundo escaloó n. Y asíó fueron cayendo ante eó l las siguientes, a
medida que iba subiendo por aquella improvisada escalera, que le llevaba acantilado arriba. De esta manera llegoó a
una especie de sala practicada en la piedra con disenñ o tosco e irregular, como si no estuviera auó n terminada. Pero
tanto el suelo como las paredes, las columnas y el techo abovedado estaban esmaltados por un tupido amasijo de
piedras preciosas multicolores, a las que la luz arrancaba inimaginables reflejos. En el centro se levantaban siete
columnas, alineadas gradualmente del rojo al violeta. Y contra el pedestal de una de ellas se veíóa apoyada a una mujer
con la cara escondida entre las rodillas. Se habíóa pasado siete anñ os sentada allíó, a la espera.
Alzoó la cabeza cuando oyoó acercarse a Piel de Musgo. Era Maranñ a. El cabello le habíóa crecido mucho y le caíóa hasta
los pies en ondas que se rizaban como la marea apacible al morir sobre las playas infinitas. Su rostro era tan hermoso
como el de la Abuela, y tan sereno y acogedor como el del Viejo del Fuego. Era alta y de porte distinguido. Al fin, Piel
de Musgo la reconocioó .
—¡Queó guapa te has vuelto, Maranñ a! —exclamoó , sumido en un delicioso asombro.
—¿De verdad? —se extranñ oó ella—. Pero dime, no seó , ¡te he esperado tanto! Porque eres el Viejo del Mar, ¿no? ¿O el
Viejo de la Tierra? No, no, queó va, eres el hombre maó s viejo de todos, porque eres todos juntos. ¡Y ademaó s sigues
siendo tambieó n mi viejo amigo Piel de Musgo! ¡Oh, dime!, ¿coó mo has llegado aquíó? ¿Queó hiciste cuando nos perdimos
uno de otro? ¿Encontraste por fin la cerradura? ¿Conservas todavíóa la llave de oro?
Teníóa miles de preguntas que hacerle, tantas como eó l a ella. Asíó que no paraban de contarse uno a otro sus
respectivas aventuras, quitaó ndose la palabra de la boca y sintieó ndose todo lo felices que una mujer y un hombre
pueden alcanzar a serlo. Porque eran maó s joó venes y buenos, maó s valientes y sabios de lo que nunca en la vida lo
habíóan sido.
Empezoó a anochecer. Y teníóan maó s ganas que nunca de llegar al paíós donde nacen las sombras. Buscaron, pues, un
camino que pudiera sacarlos de aquella estancia. La puerta por donde entroó Piel de Musgo se habíóa vuelto a cerrar, y
entre aquel sitio y el mar mediaba una milla de roca. Tampoco Maranñ a logroó encontrar en el suelo la ranura sinuosa
por donde la serpiente habíóa ido guiando sus pasos cada vez hacia metas maó s lejanas. Siguieron buscando, hasta que
ya se habíóa hecho tan de noche que no podíóan ver nada. Y lo dejaron.
Pero no habíóa pasado mucho rato cuando apuntoó en la estancia un nuevo resplandor que parecíóa llegar de la luna.
Y sin embargo, no era del todo como luz de luna. Reverberaba colaó ndose por entre las siete columnas que habíóa en el
centro y colmaba el lugar de reflejos multicolores. Y de pronto, Piel de Musgo se fijoó en que habíóa otra columna antes
de la roja, en la cual no habíóa reparado. Y era del mismo color que descubrioó tiempo atraó s, en el arco iris, cuando lo
habíóa contemplado por primera vez en el bosque de las hadas. Y vio en su superficie un centelleo azul. Era la
cerradura orlada de zafiros.
Cogioó la llave, la metioó allíó y la hizo girar. Empezaron a oíórse los silbos de una melodíóa eoó lica. Una gran puerta
cedioó sobre sus lentos goznes y dejoó al descubierto una escalera de caracol que subíóa por el aire. Maranñ a salioó de la
estancia y Piel de Musgo la siguioó . La llave se habíóa escurrido de sus dedos, esfumaó ndose. La gran puerta se cerroó a sus
espaldas y treparon por el vacíóo, fuera de la tierra, que iban dejando atraó s, seguó n trepaban. Estaban subiendo por el
arco iris.
A traveó s de sus paredes transparentes, sobrevolando mar y tierra, podíóan ver allaó abajo, a sus pies, el corazoó n del
mundo. Un escaloó n tras otro, se sentíóan cada vez maó s ligados entre síó y tambieó n a los muchos seres encantadores de
edades diversas que, agrupados en torno suyo, los acompanñ aban en aquel ascenso.
Supieron que se estaban encaminando al paíós de donde caen las sombras.
Para estas fechas, supongo que ya habraó n llegado allíó.
NIÑO DE SOL Y NIÑA DE LUNA

GEORGE MACDONALD
Traduccioó n
Carmen Martíón Gaite
Ilustración
Arthur Hughes
WATHO

RASE[20] que se era una bruja que queríóa saberlo todo. Pero cuanto maó s sabe una bruja, maó s cabezazos puede pegarse
contra la pared, si acaso llega a toparse con alguna. Se llamaba Watho y teníóa un lobo dentro. Las cosas no le
importaban en síó mismas, lo que le importaba era enterarse de ellas, y se acaboó . No es que fuera cruel por naturaleza,
pero el lobo la habíóa vuelto cruel.
Era alta, elegante y eneó rgica. Teníóa el cabello rojo, la piel muy blanca y unos ojos negros con destellos de fuego.
Solíóa caminar erguida, pero de vez en cuando se encorvaba, presa de temblores, y teníóa que sentarse un rato con la
cabeza vencida sobre el hombro, como si el lobo se le hubiera salido y le anduviera por la espalda.
AURORA

Un díóa vinieron dos senñ oras a visitar a Watho. Una de ellas era dama de la corte y su marido, encargado de una
difíócil embajada, estaba de viaje en lejanas tierras. La otra, una joven viuda, acababa de quedarse ciega a raíóz de la
muerte de su marido. Watho las aposentoó en alas opuestas de su castillo, de tal manera que ninguna de las dos llegoó a
conocer la existencia de la otra.
El castillo estaba situado en la ladera de una montanñ a que se deslizaba en suave pendiente hasta una vaguada
estrecha, por donde fluíóa un ríóo de cauce pedregoso e incesante murmullo. El jardíón del castillo bajaba hasta la orilla
de acaó del ríóo, tapiado por altas murallas que lo cruzaban y que moríóan en la otra ribera. Cada muralla estaba
rematada por una doble fila de almenas, entre las cuales discurríóa un angosto pasillo.
Aurora, la primera de las dos damas, ocupaba en lo maó s alto del castillo un espacioso aposento de varias
habitaciones muy hermosas y orientadas a poniente. Las ventanas sobresalíóan a modo de miradores dominando el
jardíón y abarcaban un panorama espleó ndido que se extendíóa maó s allaó del ríóo. El otro lado del valle, escarpado aunque
no demasiado alto, dejaba ver a lo lejos algunas cumbres nevadas. Aurora abandonaba muy pocas veces sus
habitaciones, pero su ambiente diaó fano, el hermoso paisaje, la belleza del cielo y la luz del sol, unidos a la companñ íóa de
Watho, encantadora con ella, y que la rodeaba de libros, instrumentos musicales, cuadros y otras curiosidades,
ahuyentaban cualquier posibilidad de aburrimiento. Comíóa ciervo y perdices, bebíóa leche y otras veces un vino
burbujeante, suave y transparente.
Su cabello era rubio como el oro, ondulado y rematado por bucles; teníóa la piel clara, aunque no tan blanca como la
de Watho, y los ojos de un azul parecido al del cielo cuando estaó maó s azul, facciones delicadas pero eneó rgicas y una
boca muy grande, bien perfilada y de sonrisa hechicera.
VÍSPERA

A espaldas del castillo surgíóa la colina de forma tan abrupta que el torreoó n del noroeste tocaba la roca y se
comunicaba con el interior de ella. Porque en la roca habíóa excavada una serie de habitaciones, cuya existencia
solamente conocíóa Watho y la uó nica criada en quien ella confiaba, llamada Falca. Los antiguos propietarios habíóan
construido estos aposentos siguiendo probablemente el modelo de las tumbas preparadas para los reyes de Egipto,
porque en el centro de una de ellas se veíóa algo parecido a un sarcoó fago. Las otras estaban tapiadas. Las paredes y el
techo de aquella habitacioó n estaban esculpidos con bajorrelieves y decorados por extranñ as pinturas. Allíó es donde la
bruja alojoó a la senñ ora ciega, que se llamaba Víóspera. Teníóa los ojos muy negros con largas pestanñ as muy negras
tambieó n, la piel parecíóa de plata sucia, pero de suave textura y colorido; el cabello, negro y sedoso, le caíóa liso por la
espalda. Teníóa unos rasgos de dibujo delicado que un gesto de melancolíóa hacíóa auó n maó s adorables, aunque pudiera
parecer que les restaba belleza. Daba la impresioó n de que lo uó nico que anhelaba era tumbarse y no volverse a levantar
nunca. No sabíóa que estaba viviendo en una tumba, aunque de vez en cuando se preguntaba por queó no habríóa
ventanas allíó. Habíóa varios sofaó s tapizados de ricas sedas, tan suaves como sus propias mejillas, para que pudiera
descansar a su antojo, y las mismas alfombras eran tan mullidas que hubiera podido yacer en cualquier sitio; despueó s
de todo, se trataba de una tumba. El ambiente era caó lido y seco, porque una ingeniosa ventilacioó n a base de orificios lo
manteníóa siempre fresco. Soó lo faltaba la luz del sol. A esta senñ ora la bruja la alimentaba con leche y un vino negro
como el carbunclo, toronjas, uvas negras y paó jaros de los que viven en los pantanos. Tocaba para ella luó gubres
melodíóas, y encargaba a lastimeros violinistas que acompanñ aran su encierro, le contaba cuentos tristes, y, en una
palabra, habíóa creado en torno suyo una atmoó sfera de pegajosa melancolíóa.
FOTOGÉN

De acuerdo con los deseos de Watho, porque las brujas siempre consiguen lo que desean, la bella Aurora dio a luz
un hermoso ninñ o. Abrioó los ojos coincidiendo exactamente con la salida del sol. Watho lo trasladoó inmediatamente a
un lugar distante del castillo, y le dijo a la madre que solamente una vez se le habíóa oíódo llorar y que en seguida murioó .
Agobiada por el dolor, Aurora abandonoó el castillo lo maó s pronto que pudo, y Watho no volvioó a invitarla nunca.
A partir de entonces, la mayor preocupacioó n de la bruja fue la de que el ninñ o no conociera la oscuridad. Se esforzoó
tenazmente en educarlo para que aprendiera a no tener nunca suenñ o durante el díóa y a no despertarse jamaó s por la
noche. Nunca le dejaba ver nada de color negro, y apartaba de su camino todos los tonos oscuros. Procuraba, dentro
de lo posible, que ninguna sombra se cerniera sobre eó l, es decir, vigilaba las sombras como si se tratara de seres vivos
capaces de hacerle danñ o. Se pasaba el díóa bronceaó ndose bajo la luz esplendorosa del sol, en los mismos amplios
aposentos que su madre habíóa ocupado. Watho lo aficionoó al sol, hasta que llegoó a recibir y soportar maó s rayos solares
sobre su piel que el africano de tez maó s negra. En las horas de maó s calor del díóa, lo desnudaba y lo dejaba al sol, para
que madurara como un melocotoó n, y al chico le gustaba tanto que oponíóa resistencia cuando volvíóan a vestirlo.
Empleoó a fondo toda su sabiduríóa para que sus muó sculos se hicieran resistentes y flexibles, dispuestos para responder
prontamente a cualquier estíómulo, de tal manera que el alma —decíóa Watho risuenñ a— pudiera aposentarse en ellos,
habitar todas sus fibras, estar en toda partes, lista para despertar en cuanto la llamaran. Su cabello era de oro rojo,
pero sus ojos se fueron oscureciendo a medida que crecíóa, hasta que llegaron a volverse tan negros como los de
Víóspera. Era la criatura maó s alegre del mundo, siempre rieó ndose, siempre entusiasmaó ndose, y cuando alguna vez se
enfadaba, borraba inmediatamente el enfado una nueva risa. Watho lo bautizoó con el nombre de Fotogeó n.
NYCTERIS

Cinco o seis meses despueó s de que naciera Fotogeó n, la oscura viuda tambieó n dio a luz un bebeó . En la cueva sin
ventanas de una madre ciega, en el seno de la noche oscura, bajo los deó biles rayos de un globo de alabastro, una ninñ a
irrumpioó en la oscuridad precedida por un lamento. Y justamente cuando ella nacíóa por primera vez, Víóspera
emprendíóa su segundo nacimiento, e ingresaba en un mundo tan desconocido para ella como eó ste lo era para su hija,
la cual tendríóa que nacer por segunda vez para poder conocer a su madre.
Watho la llamoó Nycteris, y a medida que iba creciendo, se parecíóa a su madre cada vez maó s, menos en una cosa.
Teníóa la misma piel oscura, las mismas cejas y pestanñ as negríósimas, el mismo pelo, la misma expresioó n dulcemente
triste; pero sus ojos eran como los de Aurora, la madre de Fotogeó n, y si se le oscurecieron al crecer, fue soó lo para
adquirir un azul maó s intenso. Watho, con la ayuda de Falca, se ocupoó de ella con el mayor cuidado posible, un cuidado
que coincidíóa con el desarrollo de sus planes, o sea que lo principal era que aquella ninñ a nunca pudiera ver maó s luz
que la de la laó mpara. Como consecuencia, su nervio oó ptico, al igual que todo el mecanismo de su aparato visual, se
aguzoó para abarcar maó s y hacerse maó s sensitivo. Sus ojos, en efecto, soó lo dejaron de crecer para no volverse
demasiado enormes. Enmarcados por su cabello oscuro, su frente y sus cejas, parecíóan dos brechas en un cielo
nocturno y anubarrado, a traveó s del cual se colaba la luz de un paraíóso donde no viven las nubes sino las estrellas. Era
una criatura pequenñ a, delicada y triste. Nadie en el mundo, a excepcioó n de Watho y Falca, conocíóa la existencia de
aquella críóa de murcieó lago. Watho la educoó para que durmiera durante el díóa y se mantuviera despierta toda la noche.
La adiestroó en el arte de la muó sica, en el cual ella misma descollaba, y pocas cosas maó s le ensenñ oó .
CÓMO FUE CRECIENDO FOTOGÉN

La hondonada sobre la cual se asentaba el castillo de Watho maó s parecíóa una brecha en la llanura que un valle
entre colinas, porque trepando por los bordes de aquella grieta, tanto al norte como al sur, se encontraba uno con una
meseta plana y extensa. Estaba cubierta de hierba y de flores, con alguó n bosque creciendo acaó o allaó , preciosos
enclaves de una gran foresta. Aquellas planicies verdes eran las mejores reservas de caza del mundo. Grandes
manadas de un ganado pequenñ o pero feroz, con joroba y tupida melena, deambulaban por aquellos prados, asíó como
antíólopes, nñ us y graó ciles corzos. Por la espesura del bosque, en cambio, pululaban fieras maó s salvajes. La mesa del
castillo se veíóa generosamente abastecida de su carne. Cuando Fotogeó n empezoó a tener edad para ello, Watho encargoó
a su jefe de cazadores que se ocupara de adiestrarlo. Fargu, que asíó se llamaba, era un chico estupendo y puso sus
cinco sentidos en aquella tarea. Le fue haciendo montar a Fotogeó n un potrillo tras otro, cada vez maó s grandes a
medida que eó l tambieó n crecíóa, y cada uno de ellos maó s difíócil de manejar que el anterior, hasta que pasoó del potro al
caballo y le fue cambiando luego cada caballo por otro distinto hasta que al final Fotogeó n era capaz de montar en
cualquier solíópedo de los que se criaban en la comarca. Con la misma pericia le ensenñ oó a manejar el arco,
sustituyeó ndole cada tres meses el anterior por otro maó s pesado y con flechas maó s largas, de manera que no tardoó en
convertirse en un arquero tan consumado (incluso disparando a caballo) como excelente jinete. No teníóa maó s que
catorce anñ os cuando matoó su primer toro, proeza que fue muy celebrada entre los cazadores y por todo el castillo,
pues en todas partes se le idolatraba. Todos los díóas, apenas despuntaba el sol, salíóa a cazar y solíóa pasarse la jornada
entera al aire libre. Watho solamente habíóa puesto una condicioó n al magisterio de Fargu, y era la de que Fotogeó n bajo
ninguó n concepto ni pretexto debíóa prolongar su excursioó n hasta la hora de la puesta de sol ni tan cerca de ella como
para que se despertara en su alma la curiosidad por ver lo que pasaba luego. Y Fargu se cuidoó escrupulosamente de no
desobedecer aquel encargo, porque eó l, que no se hubiera asustado ni de una manada de toros corriendo velozmente a
su encuentro por la llanura, aunque le pillaran sin una sola flecha en el carcaj, teníóa en cambio un miedo horrible de su
senñ ora. Cuando le miraba de una manera especial, era como sentir —decíóa— que el corazoó n se le hacíóa anñ icos dentro
del pecho, como si la sangre le dejara de correr por las venas y diera paso a una especie de agua lechosa. Por eso,
seguó n iban pasando los anñ os y Fotogeó n se hacíóa mayor, crecíóa tambieó n la preocupacioó n de Fargu, porque le resultaba
cada díóa maó s difíócil restringir los impulsos de su pupilo. Estaba tan rebosante de vida, como le decíóa Fargu a su ama,
para su satisfaccioó n, que se parecíóa maó s a un trueno que a un ser humano. No conocíóa el miedo, y no precisamente
porque no conociera el peligro, pues ya en cierta ocasioó n un jabalíó, con su colmillo afilado cual navaja, le habíóa
causado una grave herida, a pesar de lo cual Fotogeó n logroó quebrar el espinazo de la bestia asestaó ndole una raó pida
cuchillada antes de que Fargu acudiera en su ayuda. Cuando azuzaba a su caballo para que se metiera en medio de una
manada de toros, sin llevar consigo maó s que su arco y un punñ al, y disparaba su flecha y perseguíóa galopando a la presa
herida hasta rematarla a lanzazos sin que el animal pudiera revolverse, Fargu pensaba horrorizado lo que seríóa
cuando Fotogeó n sintiera la tentacioó n de enfrentarse con los moteados leopardos o los linces de afilada zarpa que
pululaban por los bosques. Porque el muchacho, tan saturado como estaba de luz de sol, tan embebido de este influjo
desde su primera infancia, consideraba cualquier posibilidad de peligro como desde las cimas de un olimpo. Asíó que,
cuando estaba a punto de cumplir los dieciseó is anñ os, Fargu se atrevioó a pedirle a Watho que le relevara de su tutela y
le descargara de toda responsabilidad acerca del joven. Porque seríóa como pedirle —le dijo a Watho— que sujetara a
un leoó n por la melena. Watho llamoó a Fotogeó n y, en presencia de Fargu, le hizo jurar que jamaó s regresaríóa al castillo
despueó s de que el filo del sol tocara la líónea del horizonte, y acompanñ oó su prohibicioó n con una ristra de amenazadoras
consecuencias no menos horribles que oscuras. Fotogeó n lo escuchoó todo respetuosamente, pero como ni conocíóa el
sabor del miedo ni la tentacioó n de la noche, aquellas palabras no pasaron de ser para eó l sonidos de viento.
CÓMO FUE CRECIENDO NYCTERIS

La precaria educacioó n que le parecioó suficiente para Nycteris, la propia Watho se la suministroó de palabra.
Considerando que no iba a tener en la cueva luz adecuada para leer, aparte de otras consideraciones inconfesadas,
jamaó s llegoó a poner un libro en sus manos. Pero Nycteris comprendioó mejor de lo que Watho podíóa imaginarse que la
luz que habíóa era maó s que suficiente, y consiguioó engatusar a Falca para que le ensenñ ara las letras del abecedario, y
luego aprendioó a leer ella sola. De vez en cuando Falca le traíóa alguó n libro para ninñ os. Pero sus mayores delicias las
hacíóa su instrumento musical. Sus dedos se le iban solos a las cuerdas y vagaban por ellas como si pastorearan un
rebanñ o. No se sentíóa desgraciada. No conocíóa nada del mundo a excepcioó n de aquella cueva en que moraba, pero le
sacaba gusto a todo lo que hacíóa. A pesar de todo sentíóa a veces el deseo de algo diferente. No podríóa decir de queó se
trataba, y lo maó s aproximadamente que lograba expresarlo era como que necesitaríóa maó s sitio. Watho y Falca
desaparecíóan maó s allaó de la luz de su laó mpara y luego volvíóan a venir, o sea que seguramente en otra parte habíóa maó s
sitio. Tan pronto como la dejaban sola se poníóa a examinar los bajorrelieves coloreados que adornaban la pared. Se
suponíóa que representaban alegoó ricamente diferentes poderes de la Naturaleza, y como no es posible representar
nada sin que responda a un esquema general, Nycteris no podíóa por menos de imaginar un atisbo de relacioó n entre
alguna de aquellas imaó genes, y asíó una sombra de realidad de las cosas iba abrieó ndose poco a poco camino hacia ella.
Pero habíóa una cosa que la conmovioó y ensenñ oó mucho maó s que cualquier otra; me refiero a la laó mpara que colgaba
del techo y que ella siempre habíóa visto encendida, aunque no se percibiera la llama, sino solamente la leve
concentracioó n de luz en el centro del globo de alabastro. Y junto al efecto que la luz misma transmitíóa gratamente, la
indefinible naturaleza del globo y la suavidad de su resplandor producíóan en Nycteris un sentimiento extranñ o, algo asíó
como si sus ojos pudieran viajar a traveó s de aquella blancura y eso estuviera asociado con la idea de maó s espacio y
cabida. Se pasaba las horas muertas con los ojos alzados a la laó mpara, y su corazoó n se ensanchaba cuanto maó s la iba
mirando. Cuando se encontraba el rostro banñ ado por las laó grimas, se preguntaba queó habríóa podido herirla, y se
preguntaba tambieó n coó mo puede uno sentirse herido sin saber por queó . Nunca miraba de aquel modo a la laó mpara
maó s que cuando estaba sola.
LA LÁMPARA

Cuando Watho mandaba una cosa, daba por supuesto que sus oó rdenes eran obedecidas inmediatamente, asíó que
no puso nunca en duda que Falca se pasaba con Nycteris la noche entera, que era el díóa. Pero Falca no se habíóa
acabado de acostumbrar del todo a dormir de díóa, y a veces dejaba a la ninñ a sola y se iba antes de tiempo. Entonces le
parecíóa a Nycteris que la laó mpara blanca estaba vigilaó ndola desde arriba. Como nunca la habíóan dejado salir mientras
estaba despierta y soó lo se evadíóa al cerrar los ojos, sabíóa todavíóa menos acerca de la oscuridad que de la misma luz.
Ademaó s, teniendo en cuenta que la laó mpara estaba fija en lo maó s alto y dominaó ndolo todo desde su centro, tampoco
teníóa idea de lo que significaban las sombras. Las pocas que habíóa yacíóan en el suelo o se escondíóan como ratones en el
rodapieó de las paredes.
Una vez, cuando estaba sola le llegoó un ruido atronador desde lejos. Nunca habíóa oíódo antes ninguó n sonido cuyo
origen desconociera, y esto fue para ella un nuevo indicio de que existíóa algo maó s allaó de aquel recinto. Se produjo
luego un estremecimiento y a continuacioó n una fuerte sacudida. La laó mpara se cayoó al suelo con enorme estruendo y
sintioó como si le hubieran golpeado cruelmente en los ojos y en las manos con que se los tapaba. Sacoó la consecuencia
de que era la misma oscuridad la que habíóa causado el estruendo y la sacudida, la que habíóa invadido la habitacioó n y
habíóa derribado la laó mpara. Se sentoó temblando; el ruido y la sacudida habíóan cesado, pero la luz no volvíóa. ¡Se la
habíóa comido la oscuridad!
Desaparecida la laó mpara, se despertoó en Nycteris por vez primera el deseo de huir de su prisioó n, de salir. A duras
penas intuíóa lo que significaba «salir». Salir de una habitacioó n para entrar en otra, cuando no habíóa una puerta de
comunicacioó n, solamente un arco, ¿coó mo podíóa ser? No lo entendíóa, pero de pronto se acordoó de haberle oíódo decir a
Falca una vez que la luz «se iba». ¿Queó habíóa querido decir? ¿Si la luz se iba, doó nde se iba? Seguramente al mismo sitio
donde se iba Falca, asíó que tambieó n como ella volveríóa a venir. Pero no estaba dispuesta a esperar. El deseo de salir se
le hizo irresistible. Teníóa que seguir a su maravillosa laó mpara: ¡teníóa que encontrarla!, ¡teníóa que enterarse de lo que
habíóa pasado!
Habíóa en la estancia una cortina que cubríóa un hueco en la pared. Allíó se guardaban los juguetes de Nycteris y
algunos aparatos para hacer gimnasia. Por detraó s de aquella cortina aparecíóan siempre Watho y Falca, y por detraó s de
ella se volvíóan a esfumar. No teníóa ni idea de coó mo salíóan por aquella soó lida pared; de la pared para acaó todo era
espacio abierto, pero maó s allaó daba la impresioó n de seguir siendo todo tapia, y, sin embargo, estaba claro que lo
primero y lo uó nico que podíóa hacer era buscar detraó s de aquella cortina. Estaba tan oscuro que ni un gato hubiera
podido cazar a un ratoó n por grande que fuera. Nycteris podíóa ver mejor que ninguó n gato, pero en aquel momento sus
inmensos ojos no le servíóan de nada. Seguó n avanzaba, pisoó un trozo de laó mpara rota. Nunca habíóa usado zapatos ni
calcetines, y, aunque el pedazo de suave alabastro no llegoó a hacerle corte, le lastimoó el pie. No sabíóa lo que era, pero
sospechoó que teníóa algo que ver con la laó mpara, porque antes de irse la luz no estaba allíó aquel objeto. Asíó que se
arrodilloó y se puso a palpar y a buscar por el suelo, hasta que, juntando dos pedazos, reconocioó la forma de la laó mpara.
Tuvo entonces como una intuicioó n de que la laó mpara se habíóa muerto, que aquella rotura equivalíóa a la muerte
mencionada a veces en los libros que leíóa, sin entender queó queríóa decir, o sea que la oscuridad habíóa matado a la
laó mpara. Entonces, ¿queó queríóa decir Falca con que la luz «se iba»? ¡Allíó estaba la laó mpara, muerta y bien muerta, y tan
cambiada que nunca la hubiera logrado reconocer como tal, a no ser por su forma! No, ya no era laó mpara, ahora
estaba muerta, porque todo lo que la hacíóa ser laó mpara, es decir, su brillante resplandor, se habíóa ido. Por lo tanto, era
el resplandor lo que salioó , era la luz lo que se habíóa ido fuera. Eso debíóa de ser lo que Falca quiso decir. Y la luz estaríóa
ahora en otro sitio, del lado de allaó de la pared. Volvioó a su buó squeda y dirigioó sus pasos hacia la cortina. Era la
primera vez en su vida que hacíóa alguó n intento para salir de allíó, asíó que no sabíóa por doó nde empezar. Pero
instintivamente se puso a palpar una de las paredes que quedaba cubierta por la cortina, como esperando poder
atravesarla, igual que imaginaba que lo hacíóan Falca y Watho. Pero la pared la rechazoó con su inexorable solidez, asíó
que se volvioó hacia la contigua. Al hacerlo sus pies tropezaron con una cunñ a de marfil, y, aunque sintioó un dolor agudo
en el mismo punto en que ya habíóa sido herida por el trozo de alabastro, continuoó andando hacia la pared con las
manos extendidas. Algo cedioó al tocarla y Nycteris se vio despedida fuera de la cueva.
FUERA

Y, sin embargo, aquel «fuera» —¡vaya por Dios!— era bastante parecido al «dentro», porque el mismo enemigo, la
oscuridad, reinaba allíó. Pero en seguida tuvo una gran alegríóa ante la visioó n de una lucieó rnaga que se habíóa colado
desde el jardíón. Percibioó el leve chisporroteo a lo lejos. Avanzaba la lucieó rnaga abrieó ndose camino por el aire, con sus
ligeros e intermitentes latidos de luz, dibujaó ndose cada vez maó s cerca, con un movimiento que maó s parecíóa natacioó n
que vuelo. Diríóase que la fuente de aquel mecanismo era la misma luz.
—¡Mi laó mpara, mi laó mpara! —gritoó Nycteris—. Es el resplandor de mi laó mpara, que arrebatoó la cruel oscuridad.
¡Mi querida laó mpara ha estado esperaó ndome aquíó todo el tiempo! ¡Sabíóa que yo la seguiríóa y me ha esperado para
llevarme con ella!
Siguioó a la lucieó rnaga, que, al igual que ella, estaba buscando un camino de salida. Aunque no conociera el camino,
ella misma no dejaba de ser luz, y como la luz es toda una, cualquiera puede servir de guíóa para encontrar maó s luz.
Aunque Nycteris se habíóa equivocado al identificar a la lucieó rnaga con la laó mpara, su alma era la misma, y ademaó s
teníóa alas. Aquella nave aeó rea de oro y verde, guiada por la luz, avanzaba a latidos delante de Nycteris, a lo largo de un
angosto y prolongado pasadizo. De repente empezoó a elevarse y la ninñ a tropezoó con los peldanñ os de una escalera.
Nunca habíóa visto una escalera y al subirla se sintioó invadida por una extranñ a emocioó n. Justo cuando estaba llegando a
lo que parecíóa el final, la lucieó rnaga dejoó de brillar y desaparecioó . Nycteris volvioó a verse sumida en la maó s rigurosa
oscuridad. Pero cuando vamos siguiendo una luz, incluso el que se apague puede servirnos de pista. Si la lucieó rnaga
hubiera seguido brillando, ella hubiera visto un recodo de la escalera que llevaba directamente al dormitorio de
Watho. En cambio, asíó, siguiendo en líónea recta, se topoó con una puerta cerrada que, tras un buen rato de forcejeo,
consiguioó abrir. Se quedoó paralizada, perdida en un laberinto de perplejas conjeturas, fascinacioó n y delicia. ¿Queó era
aquello? ¿Estaba fuera de ella misma o era algo que se desarrollaba dentro de su cabeza? Ante sus ojos se abríóa un
pasillo muy largo y estrecho, pero roto de una forma que no era capaz de describir. Por arriba y por todos lados
conectaba con una infinita altura y anchura y distancia, como si el espacio mismo proliferara a traveó s de un agujero.
Estaba maó s iluminado que todas sus habitaciones juntas, mucho maó s que si lo alumbraran seis laó mparas de alabastro.
Habíóa por doquier una enormidad de puntitos y de marcas raras y abigarradas, totalmente distintas de los dibujos de
su cuarto. Estaba sumida en un suenñ o de placentero asombro, de delicioso trastorno. No era capaz de decir si se
manteníóa sobre sus pies o iba volando como la lucieó rnaga, guiada por los latidos de un bendito hechizo interior. Pero
era tan ignorante como cabíóa esperar de su educacioó n. Inconscientemente dio un paso adelante, franqueoó un umbral,
y aquella ninñ a que desde que nacioó habíóa vivido como una troglodita se encontroó empapada por el embrujo y la gloria
de una noche surenñ a, alumbrada por una luna impecable. No la luna que se ve en los paíóses del norte, lejana, un simple
disco plano en la superficie de lo azul, sino como plata pura fundieó ndose incandescente en un horno, una luna que
podíóa mirarse como un globo suspendido a media altura en el cielo y que parecíóa ser capaz de ofrecernos su otra cara
soó lo con que torcieó ramos el cuello.
—¡Es mi laó mpara! —dijo Nycteris, inmoó vil y pasmada, mientras la miraba con la boca abierta.
Y le parecíóa que llevaba toda la vida allíó de pie, entregada a aquel eó xtasis silencioso.
—No, no es mi laó mpara —concluyoó despueó s de un rato—. Es la madre de todas las laó mparas.
Y al decir esto, cayoó de rodillas y levantoó sus brazos hacia la luna. Hubiera sido totalmente incapaz de decir lo que
pasaba por su cabeza, pero aquel acto impulsivo en realidad era como una oracioó n a la luna, una suó plica para que
siguiera siendo siempre lo que era: aquel increíóble pero definido esplendor que alumbraba colgado de un techo
distante, aquella pura gloria fundamental para la existencia de las pobres ninñ as nacidas y crecidas en una oscura
cueva. Era como una resurreccioó n para ella, pero no, era nacer, el nacimiento mismo.
Sabíóa mucho menos que vosotros o yo sobre lo que pudiera ser aquella ancha boó veda azul tachonada de tenues
motitas como cabezas de clavos diamantinos, o sobre la luna tan henchida y satisfecha, al parecer, de su propia luz.
Pero hasta el maó s importante de los astroó nomos envidiaríóa el arrebato de aquella primera impresioó n a los dieciseó is
anñ os. Una impresioó n terriblemente defectuosa, pero falsa no, porque Nycteris estaba mirando con los ojos, que se
hicieron para mirar, y a traveó s de ellos veíóa realmente lo que muchos hombres, por demasiado sabios, son incapaces
de ver.
Al arrodillarse, habíóa notado que algo aleteaba contra ella, la abrazaba, la azotaba suavemente, la acariciaba. Se
puso en pie, pero no vio a nadie. No sabíóa lo que era. Parecíóa el aliento de una mujer. Como no conocíóa el aire, nunca
habíóa respirado la sosegada y recieó n nacida frescura del mundo. Aquel aliento soó lo habíóa llegado a ella a traveó s de
interminables pasadizos y espirales en la roca, y no podíóa imaginar un aire vivo en movimiento, aquella bendita
sensacioó n, bendita; bendita fuera: la brisa de una noche de verano. Era como un vino para el alma, que embriagaba
todo su ser, como una borrachera de la maó s pura alegríóa. Respirar era acceder a una existencia plena. Le parecíóa que
era la luz misma lo que se abríóa paso por sus pulmones. Arrebatada por el poder de la noche magníófica, se sentíóa al
mismo tiempo anulada y glorificada bajo sus efectos.
Se encontraba en el pasadizo descubierto que, a modo de galeríóa, remataba circularmente las tapias del jardíón,
entre las almenas, pero Nycteris no miroó ni una vez para abajo para enterarse de lo que habíóa allíó. Su alma se sentíóa
arrastrada hacia lo alto, hacia las estancias inacabables de aquella boó veda que se extendíóa sobre su cabeza, hacia la luz
de su laó mpara. Por fin, estalloó en llanto, y notoó el corazoó n aliviado, lo mismo que la noche siente alivio tras los
relaó mpagos y la lluvia.
Y empezoó a cavilar. ¡Teníóa que almacenar todo aquel esplendor! ¡En queó pobre tonta la habíóan convertido sus
carceleros! La vida era un festíón maravilloso y a ella no le habíóan echado maó s que huesos y mondaduras. No se teníóan
que enterar de que ella se habíóa enterado. Habíóa que ocultar aquel descubrimiento, ocultarlo incluso ante sus propios
ojos, mantenerlo encerrado en lo maó s hondo, bastaó ndole con saber que lo habíóa tenido; incluso cuando no pudiera ni
rumiarlo en presencia de otros, sus ojos se alimentaríóan gloriosamente de tal privilegio.
Dio, pues, espaldas a aquella visioó n con un suspiro de total beatitud, y con pasos ligeros y silenciosos, y las manos
extendidas hacia delante, volvioó a ingresar en la oscuridad de la roca. ¿Queó podíóa ya significar la oscuridad ni el
perezoso paso del tiempo para alguien que ha visto lo que ella habíóa visto aquella noche? Se sentíóa elevada por encima
de todo tedio, de todo mal.
Cuando Falca entroó en la estancia, lanzoó un grito de horror. Pero Nycteris le dijo que no se asustara, y le contoó que
se habíóan producido unos temblores y sacudidas, y que la laó mpara se habíóa caíódo al suelo. Falca corrioó a notificaó rselo
a su senñ ora, y una hora maó s tarde otro globo de alabastro habíóa venido a sustituir al antiguo. A Nycteris le parecioó que
no daba una luz tan clara y brillante como el primero, pero no se quejoó del cambio. Era demasiado rica para parar
mientes en tal insignificancia. Porque precisamente ahora cuando habíóa entendido que vivíóa encarcelada, es cuando
su corazoó n estallaba de plenitud y alegríóa. A veces teníóa que hacer esfuerzos para no ponerse a saltar, a cantar y a
bailar por la habitacioó n. Y al dormirse, en vez de suenñ os opacos, teníóa espleó ndidas visiones. Es verdad que tambieó n a
veces se sentíóa inquieta, invadida por la impaciencia de recontar sus tesoros, pero se apaciguaba a síó misma
razonando de esta manera: «¿Y queó te importa seguir metida aquíó durante anñ os bajo esa laó mpara mortecina, si sabes
que fuera la gran laó mpara estaó ardiendo y que miles de lamparitas brillan en torno suyo adoraó ndola?».
Nunca puso en duda que lo que habíóa visto fuera de la cueva era el díóa y el sol, de cuya existencia estaba enterada
por los libros. Y a partir de entonces, cuando leíóa «díóa» y «sol», los hacíóa coincidir con la noche y la luna que teníóa en el
recuerdo. Y cuando leíóa «noche» y «luna», lo uó nico que se le veníóa a la imaginacioó n era la cueva donde vivíóa y la
laó mpara que colgaba del techo.
LA GRAN LÁMPARA

Pasoó bastante tiempo hasta que encontroó ocasioó n para volver a salir porque Falca, desde que la laó mpara se cayoó ,
habíóa intensificado un poco su vigilancia, y casi nunca la dejaba sola mucho tiempo. Pero una noche en que se sentíóa
aquejada por una ligera jaqueca, Nycteris se tumboó en la cama, y estaba echada con los ojos cerrados cuando oyoó que
Falca se acercaba y se inclinaba sobre ella. Como no teníóa ganas de hablar, siguioó inmoó vil, sin abrir los ojos. Falca,
encantada de que estuviera dormida, se retiroó tan furtivamente que el mismo sigilo de sus pasos puso sobre aviso a
Nycteris. Abrioó los ojos justo a tiempo para verla desaparecer por detraó s de un cuadro (o tal parecíóa) colgado en la
pared, lejos del sitio por donde solíóa entrar habitualmente. Se enderezoó , olvidada de su jaqueca, y corrioó en direccioó n
opuesta, salioó , alcanzoó las escaleras, las subioó y llegoó al pasadizo entre las almenas.
Pero, ay, ¿queó pasaba? La espaciosa estancia de afuera no estaba ni siquiera tan iluminada como la cueva que
Nycteris acababa de dejar. Pero ¿por queó ? ¡Queó desgracia! La laó mpara se habíóa marchado. ¿Es que se habríóa caíódo el
globo y a la encantadora luz que encerraba le habríóan salido alas, y se habríóa convertido en resplandeciente
lucieó rnaga, navegando ella misma en busca de una habitacioó n auó n maó s grande y acogedora? Nycteris miroó hacia abajo
para ver si divisaba los anñ icos del globo esparcidos por alguna alfombra; pero es que ni siquiera vio la alfombra. De
todas maneras, seguro que nada muy grave habíóa podido pasar. No se habíóan percibido estremecimientos ni sacudidas
y ademaó s las lamparitas minuó sculas seguíóan allíó, despidiendo incluso maó s brillo que la otra vez, ninguna de ellas daba
muestras de haber sufrido un accidente desacostumbrado. ¿No seríóa que cada lucecita de aqueó llas estaba hacieó ndose
grande para convertirse en laó mpara, y que luego, tras vivir alguó n tiempo como laó mpara, cada una iba a crecer maó s
todavíóa, romper y marcharse fuera, maó s allaó de este «fuera»?
¡Ah! Aquíó estaba de nuevo aquella cosa viva que no se lograba ver, veníóa otra vez al encuentro de Nycteris, la cubríóa
de besos amantes, de huó medas caricias en la mejilla y la frente, revolvíóa dulcemente sus cabellos, jugaba con ellos.
Pero de pronto cesoó . Y todo volvioó a la quietud y al silencio. ¿Se habíóa ido tambieó n? ¿Y ahora queó iríóa a pasar? Tal
vez las lamparitas no se fueran a convertir en laó mparas, sino a caer antes al suelo una por una para salir volando
luego.
De abajo veníóa un suave perfume. ¡Queó delicia! Tal vez aquellos olores ascendíóan en su viaje de persecucioó n a la
Gran Laó mpara. Y entonces escuchoó tambieó n la muó sica del ríóo que la primera vez no habíóa apreciado, absorta como
estaba en la contemplacioó n de la boó veda celeste. ¿Queó era? ¡Vaya! Otra cosa viva y tierna que se abríóa camino para
salir. Todas iban desfilando en amable procesioó n, una detraó s de otra, y se despedíóan de Nycteris al pasar a su lado. Síó,
eso debíóa de ser. A cada momento aumentaban los dulces sones persiguieó ndose y desvanecieó ndose luego. Los
componentes en masa del «fuera» salíóan fuera a su vez, y todos en seguimiento de la Gran Laó mpara. A ella, Nycteris, la
dejaban atraó s, uó nica habitante del díóa solitario. ¿No habíóa nadie para colgar una laó mpara nueva donde estaba la de
antes, y detener asíó a las criaturas en su decisioó n de irse?
Volvioó a ingresar en su roca con el corazoó n entristecido. Trataba de consolarse a síó misma dicieó ndose que, de todas
maneras, allíó fuera, por lo menos, habíóa sitio. Pero se estremecíóa pensando que se pudiera tratar de un sitio VACIÉO.
La siguiente vez que se aventuroó a salir de la cueva, media luna estaba tendida a levante. Pensoó que habíóa nacido
una laó mpara y que, a partir de ahora, las cosas iríóan bien.
Seríóa el cuento de nunca acabar describir las distintas fases por las que atravesaron los sentimientos de Nycteris,
mucho maó s profusas y delicadas que las de un millar de lunas variables. Una refrescante sensacioó n de
bienaventuranza despuntaba en su alma a cada cambiante aspecto de la infinita naturaleza.
Poco a poco empezoó a sospechar que la luna de ahora y la de antes eran la misma, que iba y veníóa, igual que ella
misma al entrar y salir. Tambieó n (y en eso no era como ella) que se desgastaba y luego le volvíóa a crecer la parte
gastada. Pero en fin, que se trataba de un ser viviente, víóctima de la soledad, como ella misma, e igualmente
condenado a cavernas y carceleros, deseando escaparse y emitir luz en cuanto le dejaban. ¿Era aqueó lla de fuera una
prisioó n como la suya; con todo cerrado y a oscuras cuando la laó mpara se iba? ¿Y doó nde estaríóa, en ese caso, el camino
de salida?
Llevada por esta curiosidad, empezoó a mirar hacia abajo y a los lados como antes lo hizo hacia arriba, y lo primero
que descubrioó fueron las copas de los aó rboles que se interponíóan entre ella y el suelo. Habíóa palmeras con sus manos
de dedos rojos cargadas de fruta, eucaliptos con pequenñ os estuches de borlas blanquecinas, adelfas con sus rosas
híóbridas y naranjos con nubes de recientes estrellas plateadas y anñ ejas bolas de oro. Sus ojos lograban escudrinñ ar
tonalidades invisibles para los nuestros bajo la luna llena, y poco a poco fue distinguiendo las cosas, aunque al
principio le parecíóan dibujos y colores impresos en la alfombra de la gran habitacioó n. Sintioó el deseo de bajar a
mezclarse con ellas, ahora que se daba cuenta de que eran criaturas reales, pero es que no sabíóa coó mo hacerlo.
Paseaba todo a lo largo del alto pasadizo hasta el punto en que eó ste atravesaba el ríóo, pero no hallaba ninguó n medio
que le permitiera bajar.
Encima del ríóo se paroó a contemplar sobrecogida el agua tumultuosa. Del agua soó lo conocíóa la que le daban a beber
o aquella en que se banñ aba. Pero ahora, al mirar a sus pies aquella corriente salvaje, bajo la brillante luna que surgíóa
en la oscuridad, y al escuchar la cancioó n vehemente que coreaba su fluir, no le cabíóa la menor duda de que el ríóo
estaba vivo, una serpiente de vida bravíóa y torrencial. ¿Y se iba? ¿Se desangraba tambieó n? Y le dio por cavilar y por
preguntarse si el agua que le traíóan a su cuarto no la habríóan matado, agua muerta para que ella pudiera beber y
banñ arse.
Una vez, cuando salioó al pasadizo, se encontroó en medio de un fiero vendaval. Todos los aó rboles rugíóan. Grandes
nubarrones se perseguíóan velozmente por el cielo y se revolcaban entre las lamparitas. La laó mpara grande todavíóa no
habíóa venido. Y todo estaba patas arriba. El aire le agarraba el pelo y el vestido y le tiraba de ellos como si quisiera
arrancaó rselos. ¿Queó le habríóa pasado a tan dulce criatura para enfadarse asíó? ¿O seríóa otra distinta, de la misma raza,
pero mucho mayor y de humor y conducta dispares? Pero ademaó s la irritacioó n campeaba por todo el lugar, sus
habitantes se habíóan enzarzado en una gran pelea, los aó rboles, el viento, las nubes, el ríóo, cada cual renñ íóa con el otro y
estaba enfadado con todos los demaó s. ¿Iban a triunfar la confusioó n y el desorden?
Pero cuando Nycteris se estaba haciendo estas preguntas, mientras miraba inquieta en torno suyo, la luna asomoó y
empezoó a elevarse sobre el horizonte, roja, enorme, de un tamanñ o nunca visto. Parecíóa congestionada, como si
tambieó n ella estuviera hinchada de ira y protestara del tumulto que la habíóa despertado de su suenñ o y obligado a
sacar la cabeza para ver queó les pasaba a sus chicos. En cuanto los dejaba solos se amotinaban, ahora ella tendríóa que
poner otra vez las cosas en su sitio.
Y a medida que subíóa la luna, el escandaloso viento se iba aquietando y grunñ íóa con menos violencia, los aó rboles se
sosegaban y empezaban a quejarse maó s bajito, y las nubes no se arremolinaban y perseguíóan por el cielo tan
salvajemente. Y la luna, como si se sintiera complacida ante la sumisioó n de una grey que tan pronto respondíóa a su
mera presencia, fue empequenñ ecieó ndose a medida que subíóa por la escalera celeste. La hinchazoó n de sus mejillas
disminuyoó , su tez adquirioó una tonalidad maó s clara, y una dulce sonrisa se extendioó por su faz, a medida que iba
subiendo y subiendo a un ritmo cada vez maó s apacible. Pero en su corte reinaban la traicioó n y la revuelta. Porque,
cuando estaba alcanzando los uó ltimos peldanñ os de su gran escalera, las nubes se congregaron y, olvidando viejas
rencillas, juntaron silenciosamente sus cabezas y se pusieron a conspirar. Luego, de comuó n acuerdo, se mantuvieron al
acecho, y en cuanto la luna llegoó a rozarlas, se abalanzaron sobre ella y la devoraron. En seguida empezaron a caer de
lo alto gotas de agua, cada vez maó s aprisa, que corríóan por las mejillas de Nycteris. ¿Y queó podíóan ser sino llanto de la
luna, laó grimas que derramaba ante el trato cruel que recibíóa de sus hijos? Nycteris tambieó n lloraba, y como no sabíóa
queó hacer, se volvioó desconsolada a su cuarto.
La vez siguiente, Nycteris salioó temblando y llena de miedo. ¡Pero la luna seguíóa allíó!, envejecida, desde luego, con
mal aspecto y horriblemente mermada, como si todas aquellas fieras del cielo la hubieran estado asestando salvajes
mordiscos. ¡Pero seguíóa allíó, todavíóa viva y capaz de dar luz!
LA PUESTA DE SOL

Fotogeó n, que no sabíóa nada de la oscuridad, de las estrellas ni de la luna, se pasaba los díóas enteros dedicado a la
caza. Montado en un gran caballo blanco, surcaba las verdes praderas, glorificando el sol, desafiando el viento y
matando buó falos.
Una manñ ana, en que habíóa madrugado maó s de lo que solíóa y habíóa salido al campo antes que sus acompanñ antes,
reparoó en un animal que le resultaba desconocido, deslizaó ndose por una grieta a donde no llegaban los rayos del sol.
Saltoó veloz sobre la hierba y se escabulloó como una sombra furtiva en direccioó n sur, camino de los bosques. Cuando
Fotogeó n iba siguiendo aquel rastro, se encontroó con el cuerpo de un buó falo devorado a medias por la fiera, y entonces
se intensificoó el ahíónco de su persecucioó n. Pero daba tales saltos y brincos delante de eó l que acaboó alejaó ndose hasta
perderse totalmente de vista.
Volvioó grupas, desanimado por la derrota, y se encontroó con Fargu, que habíóa salido en su busca al galope maó s
veloz que su caballo le permitíóa.
—¿Queó animal seríóa, Fargu? —le preguntoó —. ¡No sabes coó mo corríóa!
Fargu le contestoó que pudiera ser un leopardo, pero que considerando su forma de correr y sus trazas, eó l maó s bien
se inclinaba a pensar que fuera un leoó n.
—¡Pues debe de ser un animal bien cobarde! —comentoó Fotogeó n.
—No lo creas —replicoó Fargu—. Lo que pasa es que a ese tipo de fieras le resulta incoó modo el sol. En cuanto se
pone el sol, es entonces cuando se crecen.
Apenas acababa de decirlo, ya se estaba arrepintiendo. Ni siquiera cuando vio que Fotogeó n no contestaba nada,
dejoó de lamentar haber pronunciado tales palabras. Pero lo dicho, dicho estaba, ¡queó le vamos a hacer!
«Entonces esa fiera», rumiaba Fotogeó n para síó mismo, «seraó uno de esos peligros que le acechan a uno a la puesta
de sol, y sobre los que madame Watho siempre me estaó amonestando».
Siguioó cazando todo lo que quedaba de díóa, pero no con los aó nimos de siempre. No cabalgaba con el mismo
entusiasmo, y ni un solo buó falo llegoó a matar. Fargu observoó con inquietud que, ademaó s, al menor pretexto se dirigíóa
hacia el sur para acercarse lo maó s posible a la zona por donde estaban enclavados los bosques. Pero, de repente,
cuando el sol iba a empezar a hundirse por poniente, volvioó grupas a su caballo y partioó hacia el castillo a un galope
tan veloz que el resto de los cazadores no pudo seguirle y le perdieron de vista inmediatamente. Cuando llegaron, se
encontraron su cabalgadura en el establo y pensaron que eó l ya estaríóa dentro del castillo. Pero la verdad es que habíóa
entrado y habíóa vuelto a salir por una puerta trasera. Despueó s de cruzar el ríóo y remontar el valle, volvioó a bajar hasta
el sitio de donde partioó a galope. Llegoó al lindero del bosque poco antes de la puesta de sol.
El globo plano brillaba enfrente de Fotogeó n, entre los troncos desnudos, cuando eó ste se metioó en el bosque,
dicieó ndose que no podíóa fallar en su intento de encontrar la fiera. Pero, nada maó s entrar, volvioó la cabeza y miroó hacia
poniente. El borde rojo estaba tocando la líónea dentada de las montanñ as rotas que se dibujaban sobre el horizonte.
«Vamos a ver lo que pasa ahora», se dijo Fotogeó n. Pero lo dijo enfrentaó ndose a una oscuridad que nunca habíóa
conocido. A medida que el sol iba hundieó ndose entre los picachos y quebraduras, un miedo inexplicable, a modo de
repentino golpe en el corazoó n, se apoderoó del joven. Y como era la primera vez que experimentaba un sentimiento de
esta íóndole, ya el mismo miedo le aterrorizaba. En cuanto el sol se hundioó , fue como si se despertaran las sombras del
mundo y se volvieran cada vez maó s profundas y negras. No era capaz ni de pensar lo que podíóa ser aquello, hasta tal
punto el fenoó meno habíóa debilitado sus fuerzas. Cuando la uó ltima partíócula incandescente del sol, con forma de
cimitarra, se apagoó como una laó mpara, el terror de Fotogeó n parecíóa que se iba a convertir en auteó ntica locura. Como
apenas hubo crepuó sculo, y era ademaó s una noche sin luna, el terror y la oscuridad, a modo de paó rpados que se juntan
sobre un ojo cerrado, le invadieron al mismo tiempo y los identificoó como una sola cosa. El valor que habíóa tenido ya
no era suyo para nada. No habíóa sido valiente, en realidad, simplemente habíóa disfrutado de un valor que ahora le
abandonaba. A duras penas podíóa mantenerse de pie, y no digamos erguido, porque ninguna de sus articulaciones
estaba tensa ni se libraba de temblar. No era maó s que una partíócula del sol, una chispa suya, pero en síó mismo no era
nadie.
La fiera estaba a sus espaldas, acechaó ndolo. Todo el bosque era oscuridad, pero su imaginacioó n hacíóa surgir acaó y
allaó de aquella masa oscura mil pares de ojos verdes, y no teníóa fuerzas ni para levantar el arco de su costado. En el
colmo de la desesperacioó n intentaba sacar fuerzas de flaqueza no para luchar —de eso no teníóa ni ganas—, pero síó
para echar a correr. Valor para escaparse a casa era todo lo maó s que lograba imaginar, y no le veníóa. Pero lo que no
teníóa le vino dado tan repentina como ignominiosamente. Oyoó un grito en el bosque, mezcla de aullido y chirrido, y
salioó huyendo de estampíóa como un jabalíó herido de la peor ralea. Ni siquiera era eó l mismo quien corríóa, era el miedo
que se le habíóa metido vivo en las piernas. EÉ l no se daba cuenta de que estaba corriendo. Pero a medida que lo hacíóa,
se iba considerando capaz, por lo menos, de correr. Por lo menos habíóa reunido el valor suficiente para ser un
cobarde. Las estrellas emitíóan un deó bil resplandor. Una vez en la pradera, aumentoó la velocidad, y nadie le perseguíóa.
¡Queó bajo habíóa caíódo, queó diferencia con el joven que trepaba por la colina cuando el sol estaó a punto de ponerse! Se
despreciaba a síó mismo, y era tan cobarde la parte de eó l que lo hacíóa como la que recibíóa su desprecio. Vio tirado sobre
la hierba el bulto negro, informe y jorobado del buó falo muerto y dio un rodeo, como alma que lleva el diablo,
empujado por el viento. Porque se habíóa levantado un viento muy fuerte, y eso aumentoó su terror, lo sentíóa soplar a
sus espaldas. Alcanzoó el líómite del valle y se dejoó caer cuesta abajo como una estrella errante. Inmediatamente notoó
que todo el pueblo de las alturas se habíóa despertado y lanzado en su persecucioó n. El viento aullaba tras eó l, plagado de
juramentos, gemidos, gritos, carcajadas, bramidos y murmullos, como si todos los animales del bosque vinieran
galopando en su seno. En sus oíódos resonaba un bullicio como de pisadas, el estruendo que hacíóan las pezunñ as del
ganado al salir despavorido de todos los puntos de la planicie hacia el borde de las colinas que Fotogeó n iba dejando
atraó s. Se dirigioó al castillo en derechura, tan velozmente que a duras penas le llegaba el aliento para jadear.
Cuando estaba llegando al líómite inferior del valle, la luna asomoó por encima. Fotogeó n nunca habíóa visto la luna asíó,
soó lo de díóa cuando la habíóa confundido con una nube delgada y brillante. Le anñ adioó miedo a su miedo, ¡era tan
fantasmal, tan cadaveó rica, tan horrible! ¡Y parecíóa tan consciente de estar mirando desde las altas tapias de su jardíón
todo el mundo exterior! Era la noche misma, la oscuridad viviente que le perseguíóa, horror de los horrores que bajaba
del cielo para helarle la sangre y reducir a cenizas sus pulmones. Se le escapoó un sollozo y corrioó hacia el punto del ríóo
donde eó ste se deslizaba por entre los muros del castillo, a orillas del jardíón. Se lanzoó al agua, alcanzoó con esfuerzo el
otro ribazo, salioó y cayoó desmayado sobre la hierba.
EL JARDÍN

Aunque Nycteris estaba bien atenta a no pasarse demasiado tiempo fuera de la cueva y andaba con toda clase de
precauciones, le habríóa resultado muy difíócil seguir manteniendo ocultas sus escapatorias, que ya veníóan siendo
frecuentes, a no ser porque uó ltimamente aquellos raros ataques que aquejaban a Watho se recrudecieron hasta
volverse tan intensos que enfermoó y hubo de guardar cama. A Falca, que ahora teníóa mucho trabajo de díóa y de noche
con su senñ ora, se le metioó en la cabeza, ya fuera por precaucioó n o por sospecha, que conveníóa correr el cerrojo cada
vez que salíóa de la cueva por la puerta de costumbre. Y asíó fue coó mo una noche, cuando Nycteris la fue a empujar,
comproboó con asombro y desaliento que la pared se le resistíóa como al principio y no le permitíóa acceso. Aunque
desplegoó todo su ingenio, no logroó descubrir la causa de semejante mudanza.
Sintioó como nunca la opresioó n de aquella celda que la encarcelaba y se dirigioó , aunque con pocas esperanzas, hacia
el cuadro de la pared por donde en una ocasioó n habíóa visto desaparecer a Falca. En seguida descubrioó el mecanismo
accionando el cual el cuadro cedíóa. Se metioó por allíó y salioó a una especie de bodega iluminada tenuemente por el
resplandor de un cielo azul y paó lido de luna. Desde la bodega se accedíóa a un largo pasillo descubierto sobre el cual
tambieó n brillaba la luna, se metioó por eó l, llegoó a una puerta que habíóa al final y consiguioó abrirla. ¡Queó maravilla! Su
gozo no tuvo líómites al comprender que se encontraba en el «otro sitio», no en lo alto de la muralla, como otras veces,
sino en el jardíón entrevisto desde allíó y al que en tantas ocasiones le habíóan entrado ganas de bajar.
Empezoó a revolotear quedamente, cual aterciopelada mariposa, por entre los aó rboles y arbustos de aquel soto,
sintiendo coó mo la maó s suave de las alfombras daba la bienvenida a sus pies desnudos, los cuales la reconocieron como
algo vivo al notar que eran acogidos por ella con caricia tan dulce y amistosa. Una ligera brisa se paseaba de un aó rbol a
otro, apareciendo tan pronto acaó como allaó , igual que un ninñ o que vaga a su albedríóo. Nycteris se puso a bailar sobre la
hierba, contemplando aquella sombra que acompanñ aba sus movimientos por detraó s. Al principio la habíóa tomado por
una criatura pequenñ ita y negra que queríóa jugar con ella; pero luego se dio cuenta de que soó lo aparecíóa cuando estaba
debajo de la luna, y de que cada aó rbol, por grande y alto que fuese, llevaba tambieó n consigo uno de estos extranñ os
servidores, asíó que dejoó de preocuparse por el fenoó meno. Y poco a poco se fue acostumbrando y le servíóa de diversioó n,
como para cualquier gatito puede serlo jugar con su cola.
Le costoó maó s tiempo, en cambio, familiarizarse con los aó rboles. Tan pronto le parecíóa que la censuraban como que
ignoraban su presencia y se desentendíóan de ella para pensar en sus propios asuntos. De pronto, seguó n iba de uno a
otro, prestando maravillada atencioó n al misterioso murmullo de sus hojas y ramas, descubrioó uno algo apartado y que
le parecioó distinto de los demaó s.
Era blanco y oscuro y centelleante, y se abríóa como una palmera, una palmera esbelta, menuda y con una copa no
demasiado grande. Crecíóa muy deprisa, pero se iba adelgazando al crecer. Nunca alcanzaba a crecer del todo porque
justo cuando estaba llegando alto, caíóa roto en pedazos. Al aproximarse para verlo mejor, comprendioó que era un aó rbol
de agua, hecho de la misma sustancia en que ella se banñ aba, soó lo que estaba vivo, eso es, como el ríóo. Aunque un poco
diferente la íóndole de agua, desde luego, porque la del ríóo se deslizaba suavemente por el suelo y esta otra salíóa
disparada hacia lo alto y luego caíóa y se tragaba a síó misma, y volvíóa a surgir de nuevo. Metioó los pies en el estanque de
maó rmol, el tiesto donde estaba plantado el aó rbol de agua. Estaba lleno de agua verdadera, viva y fresca. ¡Queó gusto!
¡Con la noche tan calurosa que hacíóa!
¿Y las flores? ¡Ah, queó maravilla, las flores! Nycteris se hizo amiga de ellas desde el principio. Eran unas criaturas
encantadoras, tan bonitas y amables, siempre irradiando aquellos colores y aquellos perfumes, aroma rojo, aroma
blanco, aroma amarillo, mandaó ndoselos a los demaó s seres vivos. Aquel que era invisible, pero estaba en todas partes,
cogíóa a manos llenas esos aromas y los propagaba por doquier. Pero a las flores no les importaba. Era su manera de
expresarse, de demostrar que estaban vivas y no pintadas como las que aparecíóan en las paredes y en la alfombra del
cuarto de Nycteris.
Vagabundeoó un rato por el jardíón y fue bajando hasta la orilla del ríóo. Como no se atrevíóa a ir maó s allaó , porque
estaba algo asustada (y era precisamente aquella presurosa serpiente de agua lo que le daba maó s aprensioó n), se dejoó
caer en la mullida ribera, metioó los pies desnudos en el agua y la sentíóa correr por entre ellos, azotaó ndolos. Se quedoó
allíó un buen rato, mirando unas veces la corriente del ríóo y otras la imagen rota de la Gran Laó mpara Blanca que lucíóa
sobre su cabeza, oscilando de un lado a otro del techo. Y se sentíóa completamente feliz.
UN ACONTECIMIENTO BASTANTE INESPERADO

Una linda mariposa cruzoó inesperadamente ante los ojos azules de Nycteris, y ella se puso inmediatamente de pie
para seguirla, aunque el impulso era maó s parecido al de un amante que al de un cazador. Su corazoó n (como todos los
corazones cuando se hace limpieza en sus recovecos mezquinos) era una inagotable fuente de amor: tendíóa a amar
todo lo que veíóa. Pero cuando iba persiguiendo a la mariposa, reparoó en un bulto que yacíóa sobre la hierba en la orilla
del ríóo, y como todavíóa no habíóa aprendido a tener miedo de nada, corrioó directamente hacia eó l, movida por la
curiosidad de saber queó era.
Al alcanzarlo, se detuvo sobrecogida. ¡Era una chica como ella! ¡Pero queó rara parecíóa, queó ropas llevaba tan
extravagantes! Y ademaó s no se movíóa nada. ¿Estaríóa muerta? Asaltada repentinamente por un sentimiento de piedad,
se sentoó junto al cuerpo de Fotogeó n, le incorporoó la cabeza, la acomodoó sobre su regazo y empezoó a acariciarle el
rostro.
El caó lido tacto de aquellas manos produjo el efecto de que el muchacho volviera en síó. Abrioó sus ojos negros, de los
que parecíóa haber huido todo rastro de fuego, y al ver que no estaba solo, dejoó escapar un raro gemido, mitad de susto,
mitad de asombro. Pero cuando miroó a Nycteris y vio su rostro, suspiroó profundamente y se quedoó quieto sin poder
apartar los ojos de aquellos otros de un azul maravilloso, desplegados sobre eó l como un cielo protector, capaces de
poner en fuga el miedo y que parecíóan aliados naturales del valor. Al fin, con una voz temblorosa, mezcla de
veneracioó n y encogimiento, le dijo en un susurro:
—¿Quieó n eres tuó ?
—Soy Nycteris —contestoó ella.
—Eres una criatura de la oscuridad, y amante de la noche —dijo eó l, notando que volvíóa a sentir miedo.
—Puede que sea una criatura de la oscuridad —replicoó Nycteris—. No entiendo muy bien lo que dices. Pero
amante de la noche no soy. Yo amo el díóa, lo amo con todo mi corazoó n. Yo las noches me las paso durmiendo.
—¡Coó mo que durmiendo! —preguntoó Fotogeó n, incorporaó ndose sobre un codo, aunque volviendo a caer en seguida
en el regazo de Nycteris al ver de nuevo la luna—. ¿Coó mo dices eso, si te estoy viendo con los ojos abiertos de par en
par?
Ella se limitoó a sonreíór y siguioó acariciaó ndolo, porque como no le habíóa entendido, pensoó que tampoco eó l sabíóa
bien lo que decíóa.
—¿Entonces todo ha sido un suenñ o? —concluyoó Fotogeó n, frotaó ndose los ojos.
Pero de pronto se hizo la luz en su memoria y se estremecioó .
—¡Es horrible! —exclamoó —. ¿Hay algo maó s horrible que verse uno convertido de repente en un cobarde, en un
despreciable, desgraciado y vil cobarde? Me da verguü enza, verguü enza y miedo. ¡Es algo tan espantoso!
—Pero ¿queó es tan espantoso? —preguntoó Nycteris, con una sonrisa como la que dedicaríóa una madre a su ninñ o
recieó n despierto de una pesadilla.
—Todo, todo —contestoó eó l—, todo es oscuridad y estruendo.
—Pero si no hay ninguó n estruendo, mi vida —dijo Nycteris—. ¡Queó sensible debes de ser! Lo que oyes no es maó s
que el correr del agua y el revoloteo de la maó s dulce de las criaturas. Es invisible, ¿sabes?, y yo la llamo «pordoquier»,
porque pasa a traveó s de todos los demaó s seres y los consuela. Ahora mismo se estaó divirtiendo y divirtieó ndolos a ellos,
porque los acaricia y los besa, y les da soplidos en la cara. ¿Y a eso le llamas estruendo? Pues si la vieras cuando se
enfada de verdad. Yo no seó por queó se enfada, pero ruido arma mucho.
—¡Estaó tan oscuro! —dijo Fotogeó n, que, tras prestarle atencioó n, se habíóa convencido de que no era tanto el
estruendo.
—¿Oscuro? —contestoó ella como un eco—. En mi habitacioó n tendríóas que haber estado tuó cuando el terremoto le
quitoó la vida a mi laó mpara. No te entiendo, la verdad. ¿Coó mo puedes llamar oscuridad a esto? Vamos a ver: ¿tienes
ojos, no?, y bien grandes, maó s grandes que los de madame Watho o los de Falca, no tan grandes como los míóos, creo,
aunque yo los míóos nunca los he visto. Pero, claro, ahora caigo en lo que te pasa. No puedes ver con ellos porque son
demasiado negros, y la oscuridad no la ven, naturalmente. No te preocupes. Yo sereó tus ojos y te ensenñ areó a mirar.
Mira queó encanto esas cositas blancas que hay en la hierba, con puntitas rojas que se juntan por arriba. ¡Coó mo me
gustan! Me estaríóa miraó ndolas todo el díóa, ¡son tan monas!
Fotogeó n se quedoó mirando fijamente las flores, y le parecioó que ya las habíóa visto antes, pero no se acordaba bien.
De la misma manera que Nycteris nunca habíóa visto una margarita abierta, eó l tampoco la habíóa visto cerrada.
Y aquella extranñ a y dulce retahíóla con la que Nycteris iba procurando disipar su miedo, sin maó s guíóa que el instinto,
iba produciendo en Fotogeó n consoladores efectos de olvido.
—¡Dices que estaó oscuro! —repetíóa Nycteris, como si no pudiera desterrar de su mente tan absurda idea—.
Oscuro, cuando puedo contar a dos metros de distancia cada brizna de ese pelo verde, que debe de ser lo que los
libros llaman «hierba». ¡Y fíójate en la Gran Laó mpara! Hoy brilla maó s que ninguó n díóa, y no entiendo coó mo puedes estar
asustado, ni decir que esto es oscuridad.
Mientras hablaba, seguíóa acariciaó ndole el pelo y las mejillas para tratar de consolarlo. ¡Pero queó triste estaba, y
coó mo se le notaba la tristeza! Estuvo a punto de contestarle a Nycteris que su Gran Laó mpara le parecíóa una terrible
bruja, caminando por el suenñ o de la muerte. Pero se contuvo, porque no era tan ignorante como ella, y al resplandor
de la luna se habíóa dado cuenta de que se encontraba ante una mujer, aunque nunca hasta entonces hubiera visto a
ninguna tan joven y encantadora. Asíó que, a medida que ella trataba de ahuyentar su miedo, aquella presencia
femenina aumentaba el encogimiento del joven. Porque, ademaó s, ignorante como se sentíóa de su condicioó n, temíóa
herirla o asustarla, dando pie asíó a que volviera a dejarlo solo con su pena. Permanecíóa, pues, inmoó vil, sin atreverse
apenas a rebullir. La poca vida que teníóa parecíóa venirle de ella, y si se movíóa, a lo mejor se le iba a escapar. Desde
luego, si aquella chica le dejaba solo, se echaríóa a llorar como un ninñ o.
—¿Coó mo llegaste hasta aquíó? —preguntoó Nycteris, tomando su rostro entre las manos.
—Bajando por la colina —contestoó eó l.
—¿Y doó nde duermes? —le preguntoó .
EÉ l senñ aloó en direccioó n al castillo, y Nycteris se echoó a reíór, entusiasmada.
—Pues cuando aprendas a no estar asustado, te puedes dar un paseo conmigo siempre que quieras —dijo ella.
Pensaba para síó misma que, en cuanto aquella chica se recuperara un poco, le preguntaríóa que coó mo habíóa hecho
para escaparse, porque no dudaba que viviríóa en una cueva como aquella donde Falca y Watho la teníóan a ella
encerrada.
—¡Mira queó colores tan preciosos! —le dijo, senñ alaó ndole un rosal en el que Fotogeó n no era capaz de distinguir ni
una sola flor—. ¿Verdad que son mucho maó s bonitos que los pintados en tus paredes? Y ademaó s estaó n vivos, ¡y huelen
tan bien!
Fotogeó n no teníóa ganas de verse obligado a abrir los ojos para mirar lo que no podíóa ver, y a cada momento se
estremecíóa y se abrazaba a ella, como asaltado por un nuevo espasmo de terror.
—¡Vamos, vamos, carinñ o! —le dijo Nycteris—. No te pongas asíó. Tienes que portarte como una chica valiente, y…
—¡Una chica! —le interrumpioó Fotogeó n gritando, mientras se poníóa de pie con ademaó n coleó rico—. ¡Si fueras un
hombre, te mataríóa!
—¿Un hombre? —preguntoó ella—. ¿Y eso queó es? ¿Coó mo puedo serlo? Somos chicas las dos, ¿no?
—No, yo no soy una chica —contestoó Fotogeó n.
Pero luego, cambiando de tono, y volviendo a caer a sus pies, anñ adioó :
—De todas maneras, no me extranñ a que me hayas tomado por una chica, te he dado pie para ello.
—Ya entiendo —replicoó Nycteris—. Claro que no puedes ser una chica. Las chicas nunca tienen miedo maó s que por
cuestiones de fuste. Por eso estaó s tan asustado tuó , claro, porque no eres una chica.
Fotogeó n se retorcíóa, contorsionaó ndose sobre la hierba.
—No, no es por eso —dijo sombríóamente—. Es por culpa de esta horrible oscuridad que se infiltra en míó, me
penetra y me cala hasta la meó dula de los huesos. Eso es lo que me obliga a comportarme como una chica. ¡Si saliera el
sol de una vez!
—¿El sol? ¿Y queó es eso? —exclamoó Nycteris, experimentando al decirlo un vago temor.
Y Fotogeó n, en un intento vano por ahuyentar el suyo, estalloó en un arrebatado discurso:
—El sol es el alma, la vida, el corazoó n y la gloria, en fin, de todo el universo —dijo—. Las palabras giran como
partíóculas de polvo en torno a sus rayos. El corazoó n humano se fortalece y cobra valentíóa bajo su luz, y cuando eó sta
desaparece el valor se esfuma, se lo lleva el sol, y el hombre queda reducido a lo que estaó s viendo en míó ahora.
—¿Entonces eso no es el sol? —preguntoó Nycteris pensativa, senñ alando hacia la luna.
—¿Eso? —exclamoó eó l con sumo desdeó n—. Yo de eso no seó nada, excepto que es feo y tremendo. En el mejor de los
casos podríóa ser el fantasma de un sol muerto. ¡Síó! Precisamente eso. Y es lo que le hace parecer tan temible.
—No —dijo Nycteris, tras un largo rato de cavilacioó n—. En eso creo que te equivocas. A míó me parece que el sol es
el fantasma de una luna muerta, y que por eso es mucho maó s espleó ndido de lo que dices. ¿Es que hay entonces otra
habitacioó n grande en cuyo techo vive el sol?
—No entiendo lo que quieres decir. Pero me doy cuenta de que pretendes ser amable, a pesar de que nunca
deberíóas llamar chica a un pobre hombre en la oscuridad. Si me dejas quedarme un rato echado aquíó, con la cabeza en
tu regazo, tal vez conseguiríóa dormir. ¿Me vigilaraó s y estaraó s al cuidado?
—Descuida, que lo hareó —contestoó Nycteris, olvidando el peligro que ella misma corríóa.
Y Fotogeó n se quedoó dormido.
EL SOL

Toda la noche se la pasaron, pues, Nycteris sentada y el joven dormido en su regazo, en el corazoó n de la gran
sombra coó nica de la tierra, como dos faraones en una piraó mide. Nycteris, mientras veíóa dormir a Fotogeó n, no se atrevíóa
a moverse y menos todavíóa a despertarlo para dejarlo otra vez a merced del miedo.
La luna ascendioó a lo alto de la azul eternidad, tal era el triunfo de la noche gloriosa. El ríóo se deslizaba con su
murmullo borboteante de profundas y suaves palabras. La fuente seguíóa disparada hacia la luna, coronada de vez en
cuando por una flor de plata, cuyos peó talos, acompanñ ados por un constante fondo musical, iban a caer exhaustos una
y otra vez en el lecho de abajo, como copos de nieve. El viento se despertoó , emprendioó una carrera entre los aó rboles, se
marchoó a dormir y volvioó a despertarse. Las margaritas dormíóan a sus pies, pero Nycteris no sabíóa que estaban
durmiendo. Las rosas, aunque daban la impresioó n de estar despiertas porque su aroma impregnaba el aire, en
realidad tambieó n dormíóan y aquel perfume era el de sus suenñ os. Las naranjas colgaban de los aó rboles como laó mparas
de oro, y aquellas flores plateadas eran las almas de sus hijos auó n no nacidos. El perfume de las acacias en flor se
inyectaba en el aire, como exhalado por la misma luna.
Al final, cansada de seguir tanto rato sentada sin moverse y poco habituada como estaba al aire libre, a Nycteris le
fue entrando suenñ o. El aire iba hacieó ndose cada vez maó s fresco. Se estaba acercando, poco a poco, la hora en que ella
teníóa por costumbre irse a la cama. Cerroó los ojos un rato y dio algunas cabezadas, pero en seguida los abrioó otra vez,
porque habíóa prometido vigilar el suenñ o del joven.
Se habíóa operado una ligera mudanza. La luna habíóa descrito un giro en el cielo y ahora la miraba desde poniente
con el rostro un poco alterado. Habíóa palidecido, como descolorida por el miedo tambieó n ella, como si desde su alta
atalaya avistara alguna amenaza. La luz parecíóa escapaó rsele, estaba agonizando, ¡se iba a ir!, y, sin embargo, todo se
esclarecíóa extranñ amente en torno, con un claror que Nycteris nunca habíóa conocido, ¡queó raro!, ¿coó mo podíóa la
laó mpara despedir maó s luz a medida que la iba perdiendo? Tal vez por eso mismo, claro, eó sa era la causa de su
creciente desmayo, que la luz la abandonaba y se extendíóa ella sola por la habitacioó n. Por eso se iba quedando tan
desvalida y macilenta la pobre luna. Se desentendíóa de todo. Se disolvíóa en el techo como un terroó n de azuó car en un
vaso de agua.
Nycteris sentíóa cada vez maó s miedo, asíó que tratoó de buscar refugio junto al rostro que yacíóa en su regazo. ¡Queó
hermoso era! No sabíóa coó mo llamarlo, porque cuando se dirigioó a eó l con el nombre que Watho usaba para llamarla a
ella, se habíóa enfadado. ¡Pero queó prodigio! Ahora de repente, a pesar de la geó lida mudanza que atravesaba toda la
estancia, las paó lidas mejillas del joven se iluminaban con un carmíón rosaó ceo. ¡Queó pelo rubio tan bonito teníóa,
despeinado sobre el regazo de Nycteris! ¡Y queó honda y acompasada se volvíóa su respiracioó n! ¿Y queó seríóan aquellos
objetos tan raros que llevaba encima? Seguro que ella los habíóa visto pintados en los bajorrelieves de su cueva.
De esta manera cavilaba Nycteris, a medida que la luna se iba volviendo cada vez maó s paó lida y todas las cosas maó s
y maó s traspasadas por la luz. ¿Queó podíóa significar aquello? La laó mpara se estaba muriendo, estaba a punto de irse a
otro sitio, tal vez a aquel del que habíóa hablado el joven que dormíóa en su regazo, tal vez para convertirse en sol. ¿Pero
por queó las cosas se estaban volviendo cada vez maó s claras y visibles, si la luna todavíóa no se habíóa convertido en sol?
Eso era lo maó s raro. ¿Era su transformacioó n en sol lo que producíóa todo aquello? Pues síó. La muerte estaba llegando. Y
Nycteris lo supo, porque la sintioó tambieó n sobrevolando encima de ella misma. ¡La oíóa llegar! ¿Y en queó iba a
transformarse ella? ¿En una criatura tan hermosa como la que yacíóa en su regazo? ¡Ojalaó ! Pero de todas maneras era
como un presagio de muerte, porque las fuerzas la iban abandonando progresivamente, a medida que las cosas en
torno suyo iba brillando bajo una luz insoportable para ella. ¡Pronto se iba a quedar ciega! ¿Se quedaríóa ciega y luego
se moriríóa? ¿O se moriríóa antes?
A sus espaldas estaba saliendo el sol. Fotogeó n se despertoó , sacudioó su cabeza, la incorporoó del regazo de Nycteris y
se puso de pie. Su rostro estaba iluminado por una radiante sonrisa. Su corazoó n desbordaba de audacia, la del cazador
dispuesto a perseguir a un tigre hasta su misma guarida. Nycteris dio un grito, se tapoó el rostro con las manos y apretoó
fuerte los paó rpados. Con los ojos cerrados se refugioó entre los brazos de Fotogeó n, estrechaó ndose contra su cuerpo.
—¡Oh, queó miedo tengo! ¿Queó es esto? Debe de ser la muerte, y yo no quiero morirme todavíóa. Me gusta este sitio,
me gusta la laó mpara antigua. No quiero saber nada de otro sitio. Es horrible. Quiero esconderme, amparada por las
delicadas, dulces y oscuras manos de todas aquellas otras criaturas. ¡Ay de míó!
Fotogeó n se quedoó miraó ndola desde arriba, mientras tensaba las cuerdas de su arco.
—¿Pero queó te pasa, chica? —preguntoó con la arrogancia propia de los seres de sexo masculino, cuando auó n no
han sido ensenñ ados por los del geó nero contrario—. ¡Ahora ya no hay nada que temer, ninñ a! Es de díóa. El sol estaó
subiendo. ¡Míóralo! Dentro de unos momentos habraó alcanzado el borde de la colina. Gracias por haberme dado asilo
nocturno. Adioó s, me tengo que ir. No seas cobardica. Si alguó n díóa puedo hacer algo por ti, en fin, ya sabes.
—¡Pero no me dejes, por favor, no me dejes! —exclamoó Nycteris—. ¡Me estoy muriendo! Es que no me puedo ni
mover. La luz me estaó chupando toda la fuerza que teníóa. ¡Tengo tanto miedo!
Fotogeó n ya se habíóa metido en el ríóo, y alzaba su arco para que no se le mojara. Lo cruzoó a toda prisa y alcanzoó en
seguida la otra orilla. Al no escuchar respuesta, Nycteris apartoó las manos que cubríóan su rostro. Fotogeó n estaba
subiendo la colina, y cuando llegoó a lo alto los rayos del sol le iluminaron de pleno. La gloria del rey del díóa coronaba
con sus llamaradas el cabello rubio del joven. Radiante como Apolo, se erguíóa consciente de su poder, como una chispa
deslumbrante en medio de una hoguera. Puso una flecha brillante en su pulido arco. La flecha partioó con intenso
silbido musical, y Fotogeó n salioó disparado tras ella y se perdioó de vista velozmente. Y entonces se disparoó hacia arriba
el mismíósimo Apolo, lanzando flechas de exaltacioó n y asombro. Pero la pobre Nycteris teníóa el corazoó n hecho anñ icos, y
cada vez se le clavaban maó s. Se hundíóa en la maó s profunda oscuridad, rodeada por aquel horno de fuego. Sacando, sin
embargo, fuerzas de su flaqueza, desaó nimo y agoníóa, se dio la vuelta, y entre vacilaciones y obstaó culos se abrioó camino
en ella el tenaz deseo de regresar a su celda.
Cuando, finalmente, la oscuridad amiga de su cuarto la rodeoó con sus frescos y consoladores brazos, se dejoó caer
en la cama y se quedoó inmediatamente dormida. Y siguioó durante horas entregada al suenñ o, como enterrada en vida,
mientras Fotogeó n, allíó afuera, bajo los rayos gloriosos y plenos del sol, perseguíóa buó falos a traveó s de las suaves
praderas, sin acordarse para nada de aquella a quien habíóa abandonado, cuyo regazo le habíóa servido de refugio en la
oscuridad, cuyos ojos y manos habíóan velado por eó l a lo largo de la noche entera. Se entregaba nuevamente a la
exaltacioó n de su propia arrogancia. La oscuridad y sus tribulaciones se habíóan disipado momentaó neamente.
EL HÉROE COBARDE

Pero no bien habíóa alcanzado el sol su punto aó lgido, cuando Fotogeó n empezoó a recordar la noche pasada y aquella
oscuridad que auó n teníóa tan reciente, y tal recuerdo le avergonzoó . Se habíóa demostrado a síó mismo (y ademaó s ante una
chica) que podíóa ser un cobarde. Muy atrevido a pleno sol, cuando no habíóa nada que temer, pero asustado como un
vil conejo en cuanto llegaba la noche. Y eso no estaba bien, algo fallaba. ¿Seríóa víóctima de un hechizo? Seguramente le
habíóan dado a comer o beber algo, alguna poó cima contra la valentíóa. En todo caso, era como una punñ alada a traicioó n.
¿Coó mo iba a saber asíó lo que pasaba en el mundo cuando el sol se iba? No era extranñ o, por otra parte, que el terror
hubiera hecho presa en eó l, siendo la noche tan terroríófica por su misma naturaleza, como habíóa podido ver. Y ademaó s
lo que, en cambio, no se podíóa ver es de doó nde veníóa el peligro. Te podíóan despedazar, arrastrar o engullir, sin tener ni
idea de hacia doó nde dirigir la respuesta del propio golpe. Se agarraba a cualquier disculpa, como todos los que se
aman mucho a síó mismos, cualquiera le parecíóa buena para satisfacer su arrogancia.
Aquel díóa asombroó a todos los cazadores, sobrecogidos ante su inagotable temeridad. Y todo lo que hacíóa era para
probarse a síó mismo que no era un cobarde. Pero no lograba disipar su verguü enza. No le quedaba maó s que una salida:
determinarse a hacerle frente a la oscuridad a palo seco, ahora que ya sabíóa algo acerca de ella. Era maó s noble salir al
encuentro de un reconocido peligro que meterse desdenñ osamente en lo que no parecíóa ofrecer ninguno, y maó s noble
auó n luchar contra un horror sin nombre. De esa manera lograríóa al mismo tiempo vencer su miedo y borrar su
deshonra. Porque para un consumado espadachíón y arquero como eó l no habíóa peligro —pensoó — que no pudiera
vencer con su valor y su fuerza. La derrota era imposible. Ahora conocíóa la oscuridad, asíó que cuando llegara teníóa que
encontrarle tan fresco e intreó pido como se sentíóa ahora. «Y si no, ya lo veremos», se repetíóa.
Permanecioó oculto bajo el ramaje de un haya corpulenta, y allíó esperoó la puesta de sol un buen rato antes de que
eó ste se hubiera acercado al perfil dentado de las colinas. Cuando empezoó a descender, ya estaba temblando Fotogeó n
como una hoja de las que teníóa a su espalda, agitada por el primer soplo del viento nocturno. En el momento en que la
uó ltima partíócula incandescente del globo rojo se esfumoó , dio un salto y salioó corriendo para alcanzar el valle lo maó s
pronto posible, y a medida que corríóa se redoblaba su terror. Cayoó rodando colina abajo, cual vil animalejo, a saltos y
tropezones. Maó s que tirarse al ríóo, fue como si lo tiraran, y cuando se quiso dar cuenta, estaba tumbado, como la noche
anterior, en la mullida hierba del jardíón que habíóa a la otra orilla.
Pero cuando abrioó los ojos, no habíóa otros ojos femeninos inclinaó ndose sobre los suyos. No habíóa maó s que estrellas
en la noche anchurosa y hueó rfana de sol, aquella terrible y todopoderosa enemiga a la que habíóa desafiado, pero
contra la que no podíóa luchar. Tal vez a la chica todavíóa no le habíóa dado tiempo a salir del agua. Procuraríóa dormir,
porque a moverse no se atrevíóa, y tal vez cuando se despertara encontrase su regazo sirvieó ndole de almohada, y aquel
rostro moreno y bellíósimo inclinaó ndose sobre el suyo, miraó ndolo con aquellos ojos azul oscuro. Pero cuando se
despertoó , seguíóa teniendo la cabeza en la hierba, y aunque fue capaz de levantarse, habiendo restaurado su valor y sus
fuerzas con el suenñ o, no se dispuso a salir de caza con el mismo vigoroso impulso del díóa anterior. A despecho del
triunfo del sol, que se infiltraba en su corazoó n y en sus venas, la apatíóa presidioó aquella jornada de caza. Comioó sin
ganas y desde el principio se mostroó pensativo, arrebatado por la tristeza. Probaba por segunda vez el sabor de la
derrota y de la deshonra. ¿Es que todo su valor se reducíóa a un jugueteo de la luz del sol en sus pulmones? ¿No era
maó s que una simple pelota lanzada de la oscuridad a la luz? ¡Pues vaya una miserable criatura! Pero surgioó ante eó l la
tentacioó n de probar suerte por tercera vez. Y si fallaba, no se atrevíóa ni a imaginar la pobre opinioó n que iba a tener de
síó mismo. Le bastaba con saber la que teníóa ahora, cuanto maó s entonces.
Pero aquella oportunidad, ¡ay!, no supo aprovecharla mejor que las anteriores. Nuevamente en cuanto el sol
empezoó a hundirse, salioó corriendo como alma que lleva el diablo.
Por siete veces consecutivas intentoó enfrentarse a la noche, decisioó n alimentada por la fuerza del mediodíóa, y por
siete veces fracasoó . Y a cada fracaso la sensacioó n de derrota se incrementaba causaó ndole tan creciente impresioó n de
ignominia que se propagaba abrumadoramente a lo largo de las horas soleadas, con lo cual una noche veníóa a juntarse
con la otra, y su valor diurno, contagiado de aquellos remordimientos, amarguras y peó rdida de confianza, empezoó a
abandonarlo y a desvanecerse tambieó n. Y al final a fuerza de cansancio, de humedad y de dormir al raso una noche
detraó s de otra, consumido sobre todo por aquel miedo mortal y avergonzado de su propia verguü enza, el insomnio se
fue apoderando de eó l. Hasta que, por fin, al amanecer el sol la seó ptima manñ ana, en vez de salir de caza, se metioó en el
castillo y se acostoó . Aquella salud de hierro, que tantos esfuerzos y desvelos le habíóa costado a la bruja, se estaba
cuarteando. Al cabo de dos horas de haberse metido en la cama, Fotogeó n deliraba entre gemidos y laó grimas.
UNA MALVADA ENFERMERA

Watho tambieó n estaba enferma, como ya se ha dicho, y, encima, de un humor de perros. Ademaó s, como es propio
de todas las brujas, lo que normalmente suele despertar piedad, a ella le inspiraba rechazo. Y, por si fuera poco,
conservaba una pobre, indefensa y rudimentaria sombra de conciencia, lo suficiente como para sentirse incoó moda, y
volverse, por tanto, maó s perversa. Asíó que cuando se enteroó de la enfermedad de Fotogeó n, reaccionoó enfadaó ndose.
¿Coó mo que estaba enfermo? Despueó s de todo lo que ella habíóa hecho para saturarlo de vida, ¡toda la atesorada por el
sistema solar! ¡Condenado desagradecido! Y precisamente por considerarlo su fracaso, se sentíóa irritada contra eó l, y lo
que empezoó siendo disgusto acaboó desaguando en odio. Lo miraba como podríóa mirar el pintor un cuadro o el escritor
un poema cuando se le malogra irremediablemente. En el corazoó n de las brujas, el amor y el odio habitan en zonas
fronterizas, y muchas veces se confunden el uno con el otro. Y ya sea porque su fracaso con Fotogeó n estropeaba los
planes relativos a Nycteris o porque la enfermedad la habíóa endemoniado maó s todavíóa, el caso es que empezoó a
tomarle maníóa tambieó n a la muchacha y hasta le daba rabia pensar que vivíóa en el castillo.
Pero no estaba tan enferma, a pesar de todo, como para no poder levantarse y presentarse de visita en el cuarto
del pobre Fotogeó n con las maó s aviesas intenciones. Le hizo saber que lo odiaba como a una serpiente, y una serpiente
parecíóa ella misma, mientras le siseaba aquellas palabras; daba la impresioó n de que se le hundíóa la frente y se le
afilaban la nariz y la barbilla. Fotogeó n llegoó a creer que queríóa asesinarlo y casi no se atrevíóa a probar bocado de los
alimentos que le traíóan. Watho dio orden de que le cerraran todo para que no entrara en la estancia ni un rayo de luz, y
asíó lo que logroó fue que el joven fuera familiarizaó ndose cada díóa un poquito maó s con la oscuridad. A veces cogíóa una de
las flechas de Fotogeó n y tan pronto le hacíóa cosquillas con las plumas que la remataban como le clavaba la punta hasta
hacerle sangre. ¡A saber lo que se propondríóa con aquello!, pero lo que desde luego consiguioó fue que Fotogeó n
concibiera repentinamente la decisioó n de escaparse del castillo. Por de pronto huir de allíó, luego ya se veríóa. ¡Quieó n
sabe si no encontraríóa a su madre en alguó n lugar, maó s allaó de los bosques! Si no fuera por aquellas anchas zonas de
oscuridad que separaban un díóa de otro, no le habríóa tenido miedo a nada.
Y ahora, mientras yacíóa a oscuras e indefenso, a veces descendíóa sobre eó l, surcando la oscuridad, el rostro de
aquella adorable criatura que se encargoó de cuidarlo tan dulcemente a lo largo de aquella primera noche espantosa.
¿No volveríóa a verla nunca maó s? Si, tal como eó l habíóa pensado, era una ninfa del ríóo, ¿por queó no se volvioó a aparecer
maó s veces? ¿Habríóa acabado por ensenñ arle a no temer la noche, ya que ella no le teníóa miedo alguno? Y, sin embargo,
al ver llegar el díóa, parecioó asustarse mucho. ¿Por queó , si el díóa no daba ocasioó n alguna de temor? Tal vez, a fuerza de
estar encerrado y a oscuras, llegara uno a tener miedo de la luz. Pero en ese caso, la alegríóa egoíósta que eó l habíóa
sentido al ver salir el sol le habíóa hecho ser muy ciego para con ella, y tratarla tan cruelmente como Watho le trataba a
eó l, tal era el pago con que habíóa correspondido a su dulzura. Si habíóa bestias feroces que solamente salíóan de noche
porque la luz las espantaba, ¿por queó no iba a haber muchachas a quienes les pasara lo mismo, incapaces de soportar
la luz, igual que eó l no podíóa soportar las sombras? Si lograra encontrarla otra vez, ¡de queó forma tan distinta la
trataríóa! Pero, ¡ay!, quieó n sabe si el sol no la habríóa matado, disuelto, quemado o resecado, siendo, como era, una ninfa
del ríóo.
EL LOBO DE WATHO

Desde aquella espantosa manñ ana, Nycteris no habíóa vuelto a ser la misma. La luz avasalladora habíóa sido como una
especie de muerte para ella, y ahora yacíóa en la oscuridad herida por la memoria de aquella terrible brusquedad, algo
que casi no era capaz de revivir, porque la simple idea le producíóa un escozor insoportable. Pero eso no era nada
comparado con el dolor de recordar la groseríóa final de aquella deslumbradora criatura cuyo miedo habíóa tratado de
ahuyentar a lo largo de la noche. Porque, no bien le traspasoó a Nycteris su angustia y eó l se vio libre de ella, en lo
primero que empleoó sus fuerzas recieó n recuperadas habíóa sido en despreciarla. Por maó s vueltas que le daba, no lo
podíóa entender.
No pasoó mucho tiempo sin que Watho empezara a tramar planes diaboó licos. Era como un ninñ o perverso cuando se
cansa de su juguete y lo que quiere es sacarle las tripas para ver coó mo es por dentro. Se le ocurrioó exponer a Nycteris
a la cruda luz del sol, para verla disolverse, cual medusa del mar sobre la ardiente roca. Para el malestar lobuno de
Watho aquello significaríóa un respiro de alivio.
Una manñ ana, pues, poco antes de mediodíóa, cuando Nycteris estaba sumida en el maó s profundo de los suenñ os,
mandoó a dos de sus criados trasladar el cuerpo de la muchacha a una litera cerrada, sacarla de su cueva y llevarla a lo
alto de la llanura. Asíó se cumplioó , los criados dejaron a Nycteris sobre la hierba y luego se marcharon.
Watho, que estaba espiando la escena desde su alto torreoó n a traveó s de un telescopio, vio coó mo la muchacha, a
poco de haber sido abandonada, se incorporaba y volvíóa a caer de bruces, con la cara escondida contra el suelo.
—Ahora cogeraó una insolacioó n —vaticinoó Watho—, y eó se seraó su fin.
De pronto, un buó falo de enorme joroba y copiosa melena, que veníóa espantaó ndose una mosca, llegoó trotando hasta
donde estaba tirada la muchacha. Al ver aquel bulto sobre la hierba, dio un respingo, se desvioó unos metros, se paroó
un momento y luego se acercoó despacio, como receloso. Nycteris continuoó inmoó vil, boca abajo. Ni siquiera habíóa
reparado en el animal.
—Ahora la pisotearaó hasta matarla —dijo Watho—. Es lo que hacen siempre esos animales.
Cuando el buó falo llegoó hasta Nycteris, se puso a olisquear en torno suyo y luego se apartoó . Regresoó de nuevo y
vuelta a husmear. Por fin dio una brusca espantada y salioó corriendo como si el diablo le hubiera agarrado por la cola.
Luego vino un nñ u, animal todavíóa maó s peligroso, y pasoó lo mismo. A continuacioó n, un fiero jabalíó. Y nada. Ninguna
fiera atacaba a la muchacha. Watho echaba chispas contra todos los seres vivos de este mundo.
Poco a poco protegidos por la sombra de su pelo, los ojos azules de Nycteris empezaron a volver un poco en síó, y la
primera cosa que atisbaron les aportoó un poquito de consuelo. Queda dicho que Nycteris conocíóa las margaritas
cuando estaban cerradas, a modo de cono con su punta afilada rematada en rojo. Incluso una vez habíóa separado los
peó talos de una de ellas. Lo hizo con dedos temblorosos, porque teníóa miedo de ser demasiado brusca y estarle
haciendo danñ o a la flor, pero se sentíóa llena de curiosidad por ver, seguó n argumentaba consigo misma, queó clase de
secreto escondíóa tan celosamente, y no paroó hasta encontrarse con aquel corazoncito de oro. Pero ahora, justo delante
de sus ojos y por entre el velo de sus cabellos, cuya dulce penumbra le facilitaba una perfecta visioó n, se erguíóa una
margarita con todos los puntitos rojos desplegados en carmíóneo anillo, con su corazoó n de oro ofrecido en bandeja de
plata. Al principio, identificaba aquello con el despertar de la flor cerrada, pero luego se dio cuenta. ¿Quieó n podríóa
haber tenido la crueldad de forzar a tan gentil y pequenñ a criatura a abrirse asíó, a exponer su corazoó n desnudo a la
horrible luz de aquella laó mpara letal? Fuera quien fuera, seguro que era el mismo que la habíóa sacado a ella de su
cueva para que se abrasara mortalmente bajo su incendio. Menos mal que teníóa su mata de pelo y si dejaba colgando
la cabeza podíóa crear una pequenñ a y dulce noche de cunñ o propio en torno de síó misma. Intentoó doblar la flor sobre su
tallo, para protegerla del sol, creyendo que los peó talos colgantes le haríóan sombra, igual que a ella su pelo, pero no
consiguioó nada. ¡Ya estaba quemada y muerta! Nycteris no podíóa entender que si la margarita no cedíóa a su dulce
presioó n era porque estaba bebiendo vida, con toda su ansia por vivir, de aquella laó mpara que la ninñ a veíóa como foco de
muerte. ¡Oh, coó mo le quemaba la piel!
Pero, sin saber coó mo, siguioó adelante con sus cavilaciones. Y poco a poco empezoó a darse cuenta de una cosa. Si en
aquella estancia no habíóa otro techo que el que despedíóa el fuego de la laó mpara, seguramente aquellas puntitas rojas
de la flor habríóan visto la laó mpara miles de veces y estaríóan de sobra habituadas a ella. ¡Es la prueba de que no habíóan
perecido! Y yendo auó n un poco maó s allaó , empezoó a plantearse la cuestioó n de si no residiríóa la plenitud de la flor en el
aspecto que presentaba precisamente ahora. Porque no era solamente que ahora el todo se presentara tan bello como
antes, sino que cada una de sus partes exhibíóa ademaó s su propia perfeccioó n individual, la cual era capaz de
combinarse armoniosamente con la maó s alta del conjunto. ¡La flor misma era una laó mpara! El corazoó n dorado era la
luz y el encaje plateado que lo bordeaba era el globo de alabastro, roto con todo cuidado y extendido generosamente
para dejar salir tanta magnificencia. Síó, aquel aspecto radiante de la flor constituíóa la perfeccioó n definitiva. Y si era la
laó mpara la que habíóa provocado que la flor se abriera asíó, no podíóa ser enemiga de ella, a la vista de tanta perfeccioó n,
sino un ser de su misma condicioó n y naturaleza. Y cuanto maó s reflexionaba, maó s claras veíóa las afinidades entre
ambos. ¿No seríóa la flor una nietecita de la laó mpara? La abuela estaríóa deseando mimarla, ¿coó mo iba a querer hacerle
danñ o?, lo que pasaba era que a lo mejor no siempre podíóa ayudarla. Las rojas puntitas de la flor podíóan simplemente
indicar que en alguó n momento de su vida habíóa sido herida por alguien. Quieó n sabe si la laó mpara no estaríóa
procurando hacer todo lo posible por ayudarla tambieó n a ella, por abrirla de alguna manera, igual que a la flor. Teníóa
que aguantar, y esperar a ver. ¡Pero era tan basto el color de la hierba! Claro que, a lo mejor, sus ojos no estaban
hechos para el brillo de la gran laó mpara y era incapaz de apreciar aquellos colores. Y al pensar esto, se acordoó de lo
distintos que eran de los suyos los ojos de aquella criatura que dijo no ser una chica y a quien daba tanto miedo la
oscuridad. ¡Ay, si la oscuridad volviera con sus brazos dulces y amorosos a envolverla por todas partes! En fin, habríóa
que esperar, aguantarse y tener paciencia.
Volvioó a tumbarse y se quedoó tan inmoó vil que Watho no tuvo la menor duda de que se habíóa desmayado. Estaba
casi segura de que moriríóa antes de que a la noche le diera tiempo a llegar para reanimarla.
EL REFUGIO

Watho dejoó el telescopio enfocado en aquella direccioó n para poder volver a mirar por eó l al díóa siguiente, y,
abandonando su atalaya, bajoó a las habitaciones de Fotogeó n. Se encontraba mucho mejor, y antes de que Watho diera
por concluida su visita, ya habíóa decidido escaparse del castillo aquella misma noche. La oscuridad, desde luego, era
algo terrible, pero Watho era maó s terrible que todas las sombras del mundo juntas, y de díóa no podíóa escaparse.
Asíó que en cuanto la casa fue invadida por el silencio, se abrochoó el cinturoó n, enganchoó en eó l su cuchillo de caza,
puso en su morral un poco de pan y una cantimplora de vino, y cogioó el arco y las flechas. Salioó aprisa del castillo e
hizo de una sentada el camino de subida hasta el llano. Pero ya fuera por las secuelas de la enfermedad, el terror a la
noche o la aprensioó n ante la posibilidad de que le atacara una bestia salvaje, el caso es que cuando llegoó a lo alto no
era capaz de dar un paso maó s y se dejoó caer en la hierba, dispuesto a dejarse morir, porque no valíóa la pena seguir
viviendo. A despecho de sus terrores, el suenñ o tuvo a bien apoderarse de eó l, asíó que quedoó a su merced, inmoó vil,
tendido cuan largo era sobre la suave alfombra de ceó sped.
No llevaba mucho tiempo durmiendo, cuando abrioó los ojos invadido por una sensacioó n tan rara de serenidad y
proteccioó n que se imaginoó que debíóa de estar despuntando al fin el alba. Pero era noche cerrada en torno suyo. Y en
cuanto al cielo… ¡pero no, si no era el cielo, eran los ojos azules de su naó yade que se inclinaban sobre eó l! Otra vez
estaba acostado con la cabeza en su regazo, y de ahíó le veníóa el bien, porque estaba claro que la chica teníóa tan poco
miedo de la noche como eó l del díóa.
—Gracias —le dijo—. Eres como una armadura viviente para mi corazoó n, lo proteges del miedo. He estado muy
enfermo desde la uó ltima vez que te vi. ¿Has salido del ríóo cuando me viste cruzar?
—No vivo dentro del agua —contestoó ella—. Vivo bajo la paó lida laó mpara y duermo bajo la brillante.
—¡Claro, ahora lo entiendo! —replicoó eó l—. Si lo hubiera entendido la uó ltima vez que te vi, me hubiera portado de
otra manera. Pero creíó que te estabas burlando de míó, de mi miedo; pero es que no puedo remediar que me asuste lo
oscuro, es mi manera de ser. Te pido perdoó n por haberte abandonado como lo hice, pero ya te digo, es que no
entendíóa. Ahora creo que estabas realmente asustada, ¿lo estabas, verdad?
—Ya lo creo que lo estaba —contestoó Nycteris—, y lo volvereó a estar. Pero lo que no me cabe en la cabeza es de queó
te asustaste tuó . Debes saber que la oscuridad es la cosa maó s dulce, amable y acogedora, como de terciopelo. Te aprieta
contra su pecho y te arropa. Hace un rato, yo me sentíóa morir, tirada inmoó vil bajo tu laó mpara de fuego. ¿Coó mo dices
que se llama?
—El sol —murmuroó Fotogeó n—. Por cierto, a ver si se da prisa en salir.
—¡Ay, por favor, no pidas eso! No le metas prisa, hazlo por míó. Ya has visto que yo te cuido cuando se pone oscuro,
pero no tengo quieó n me defienda a míó de la luz. Pues como te iba diciendo, estaba tirada bajo el sol y medio muerta.
Pero de pronto respireó hondo, porque un viento fríóo vino a correrme por la cara. Me destapeó los ojos. La tortura habíóa
cesado, porque la laó mpara mortal ya no estaba. Aunque creo que no muere, solamente se va, para hacerse luego
todavíóa maó s brillante. Se me habíóa pasado el dolor de cabeza, y habíóa recuperado la vista. Sentíó como si volviera a
nacer. Pero no me levanteó en seguida porque estaba cansadíósima. La hierba se iba refrescando en torno míóo y
dulcificando su color. Caíóa un poco de humedad, y poco a poco me fui sintiendo tan a gusto que me puse de pie y salíó
corriendo. Y cuando llevaba un rato corriendo, de pronto te encontreó aquíó tirado, igual que estaba yo un rato antes. Asíó
que me senteó a cuidarte, hasta que tu vida (que para míó es muerte) vuelva a asomar.
—¡Queó dulce y buena eres, hermosa ninñ a! ¡Mira que haberme perdonado en seguida, casi sin pedíórtelo! —exclamoó
Fotogeó n.
A partir de ese momento se inicioó entre ellos una conversacioó n maó s larga, y Fotogeó n le contoó todo lo que sabíóa de
su propia historia, a lo que correspondioó Nycteris con la narracioó n incompleta de la suya. Y convinieron de comuó n
acuerdo que teníóan que escaparse de las garras de Watho y marcharse lo maó s lejos posible.
—Y tenemos que marcharnos cuanto antes —dijo Nycteris.
—Síó, en cuanto amanezca —contestoó Fotogeó n.
—No tenemos que esperar a que amanezca —dijo Nycteris—, porque yo de díóa no soy capaz de moverme. ¿Y queó
vas hacer tuó solo en cuanto llegue la noche? Ademaó s, que Watho ve mejor de díóa. Asíó que tienes que levantarte ahora,
Fotogeó n, ahora mismo, venga.
—No puedo, no me atrevo —dijo Fotogeó n—. Soy incapaz de moverme. En cuanto levanto un poco la cabeza de tu
regazo, me pongo enfermo de miedo.
—Pero si voy contigo —dijo Nycteris dulcemente—. Y te cuidareó todo el rato, hasta que salga tu horroroso sol.
Entonces me puedes dejar y escapar corriendo lo maó s lejos que puedas. Soó lo te pido que me escondas en alguó n sitio
oscuro, si encontramos alguno.
—¡No volvereó a abandonarte nunca, Nycteris! —exclamoó Fotogeó n—. Espeó rate soó lo un poco a que salga el sol, y me
devuelva toda mi fuerza, y partiremos juntos, y nunca nos separaremos ya maó s, nunca, nunca.
—No, no —insistíóa Nycteris—, nos tenemos que ir ahora mismo. Y tuó tienes que aprender a ser fuerte por la noche
igual que por el díóa, porque si no nunca vas a pasar de ser un valiente a medias. Yo ya he empezado, no te digo que a
vencer al sol, pero síó a intentar hacer las paces con eó l, y entender su naturaleza y su trato conmigo, si me quiere hacer
danñ o o ayudarme. Pues tuó lo mismo tienes que hacer con mi oscuridad.
—Pero es que tuó no sabes los animales tan terribles que viven en aquella parte del sur —dijo Fotogeó n—. Tienen
enormes ojos verdes, y te devoraríóan de un solo bocado, querida ninñ a, como si fueras un tallo de apio.
—Venga, no seraó para tanto —dijo Nycteris—, o tendreó que fingir que te dejo solo, a ver si me sigues. Ya he visto
esos ojos verdes tan grandes de que hablas, y no te preocupes, que te protegereó de ellos.
—¿Tuó ? ¿Y coó mo te las vas a arreglar? Si fuera de díóa, el que te protegeríóa seríóa yo, hasta del maó s feroz de ellos. Pero
en el estado en que me encuentro, no soy capaz ni tan siquiera de verlos con esta oscuridad abominable. No veríóa ni
tus preciosos ojos, si no fuera por la luz que nace de ellos, una luz a traveó s de la cual se entra en el cielo. Son ventanas
en el mismo cielo, maó s allaó del firmamento. Me parece que son la cuna misma en la que nacen las estrellas.
—Pues si no te levantas ahora mismo, los cierro —dijo Nycteris—, y no los vuelves a ver hasta que seas bueno.
Venga, si tuó no puedes ver las fieras salvajes, yo síó puedo.
—¿Que tuó puedes? ¿Y todavíóa me pides que te siga? —exclamoó Fotogeó n.
—Síó —contestoó Nycteris—. Y maó s todavíóa, las veo antes de que ellas puedan verme a míó, por eso te digo que te
puedo proteger.
¿Pero coó mo? —insistioó Fotogeó n—. No sabes disparar un arco, ni empunñ ar un cuchillo de caza.
—No, pero puedo quitarme de su camino. Fíójate, precisamente hace un rato, antes de encontrarte, me estaba
divirtiendo con dos o tres de estas fieras. Las veo y las huelo mucho antes de que se me acerquen, mucho antes de que
puedan ellas verme o husmearme a míó.
—¿No estaraó s viendo o husmeando alguna ahora, verdad? —preguntoó Fotogeó n, un poco inquieto, mientras echaba
mano de su arco.
—No, ahora no. Pero voy a echar una mirada —replicoó Nycteris.
Y al decir estas palabras, se levantoó .
—¡Oh, no, no me abandones, no me dejes solo ni un momento! —gritoó Fotogeó n, entornando los ojos en la
oscuridad para no perder de vista su rostro.
—Caó llate, que nos pueden oíór —contestoó ella—. El viento viene del sur, y no nos pueden oler. De estas cosas seó yo
mucho, lo he aprendido. Desde que llegoó la bendita oscuridad, me he estado divirtiendo bastante con las fieras esas,
cambiando de sitio de vez en cuando, seguó n cambiaba el viento, y dejando que me husmeara un poco alguna de ellas.
—¡Queó horror! —exclamoó Fotogeó n—. Espero que no se te ocurra volver a hacer una cosa asíó. ¿Y queó pasoó ?
—Pues que la fiera dio la vuelta en aquel mismo instante con sus ojos como llamas y se dirigioó hacia míó, pero
recuerda que no me podíóa ver, y que en cambio yo, que tengo mejores ojos, la podíóa ver perfectamente, y correr en
torno suyo, y oleríóa. Y por fin me di cuenta de que ni me veíóa ni me podíóa encontrar. Ahora es buen momento; si el
viento cambiara y soplara de aquel otro lado, tendríóamos una manada entera de esas fieras detraó s de nosotros,
obstruyeó ndonos el camino. Por eso te digo que nos tenemos que ir ahora.
Le agarroó por la mano y le ayudoó a levantarse. Echaron a andar, y ella le iba guiando. Pero el paso de Fotogeó n era
inseguro y deó bil; a veces, a medida que la noche avanzaba, daba la impresioó n de que se iba a caer.
—¡Estoy tan cansado, querida ninñ a! ¡Tan cansado y tan asustado! —decíóa.
—Apoó yate en míó —le contestaba Nycteris pasaó ndole el brazo por la espalda o acariciando sus mejillas—. Anda,
unos pasitos maó s. Cada paso que nos aleja del castillo es una verdadera victoria. Apoó yate bien en míó. Soy bastante
fuerte y ademaó s ahora me encuentro en forma.
Continuaron su camino. Los penetrantes ojos nocturnos de Nycteris divisaron no pocos pares de otros tantos de
color verde, refulgentes como agujeros en la oscuridad, y varias veces dio un rodeo para no ponerse en su camino.
Pero nunca le dijo a Fotogeó n que los habíóa visto. Cuidadosamente le evitaba los lugares escabrosos, llevaó ndolo por los
tramos donde la hierba era maó s blanda y tupida, sin dejar de darle amable conversacioó n a medida que avanzaban. Le
iba encomiando la belleza de las flores y las estrellas, le explicaba lo coó modas que parecíóan encontrarse las flores en
su lecho verde y queó felices las estrellas en el suyo azul.
Seguó n iba acercaó ndose el díóa, eó l se sentíóa cada vez mejor, aunque estaba cansadíósimo de andar y se resentíóa de la
falta de suenñ o, sobre todo saliendo, como salíóa, de una larga enfermedad. Tambieó n Nycteris empezaba a fatigarse, en
parte por el continuado esfuerzo de conducir y animar a Fotogeó n, y en parte por el creciente miedo a aquella luz que
comenzaba a rezumar por la parte este. Hasta que, incapaces tanto ella como eó l de ayudar al otro e igualmente
exhaustos, se detuvieron como de mutuo acuerdo. Se quedaron allíó abrazados en medio de la anchurosa y verde
pradera, sin poder ni eó l ni ella dar un paso maó s, apuntalado cada uno solamente por la vacilante debilidad del otro, a
punto de caerse en cuanto este soporte se moviera un poco. Pero mientras ella se iba debilitando, eó l poco a poco
recuperaba fuerzas. Cuando la marea de la noche empezoó a retirarse, subioó la del díóa, y ahora ya el sol corríóa a asomar
por el horizonte, naciendo entre aquellas olas espumeantes. Y, como siempre que esto ocurríóa, Fotogeó n revivioó . Hasta
que el sol irrumpioó en el aire en toda su plenitud, como un paó jaro escapado de la mano del Padre de todas las Luces.
Nycteris dio un grito de dolor, y se cubrioó el rostro con las manos.
—¡Pobre de míó! —suspiroó —. ¡Estoy tan asustada! ¡Coó mo hiere esta luz tan cruel!
Pero en el mismo momento, vino a atravesar su ceguera la risa triunfal de Fotogeó n, y en seguida sintioó que era
levantada en vilo.
Ella, que se habíóa pasado toda la noche cuidando de eó l y protegieó ndolo como a un ninñ o, estaba ahora acurrucada
en sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro, y se sentíóa tambieó n mimada como un ninñ o. Pero se sentíóa tambieó n
superior, porque habiendo sufrido maó s, no teníóa miedo de nada.
LA MUJER LOBO

En el mismo momento en que Fotogeó n cogíóa en brazos a Nycteris, el telescopio de Watho estaba recorriendo
airadamente la llanura. Lo apartoó con ademaó n rabioso, se metioó y corrioó a encerrarse en su habitacioó n. Se embadurnoó
de la cabeza a los pies con cierto unguü ento, se soltoó la roja cabellera y se la atoó alrededor de la cintura. Luego se puso a
bailar. Daba vueltas, cada vez maó s deprisa, cada vez maó s furiosa, hasta que acaboó echando espumarajos por la boca.
Cuando Falca entroó a buscarla, no la pudo encontrar por ninguna parte.
A medida que el sol iba subiendo, el viento cambiaba poco a poco de direccioó n, hasta que empezoó a soplar
directamente del norte. Fotogeó n, que seguíóa llevando en brazos a Nycteris, notoó que cuando estaban llegando a la
entrada del bosque, ella rebullíóa inquieta contra su hombro.
—Estoy husmeando una fiera salvaje —le dijo al oíódo—. Llega por donde sopla el viento.
Fotogeó n se volvioó y miroó en direccioó n al castillo. Entonces vio una mancha oscura que se acercaba por el llano. La
veíóa crecer bajo su mirada, porque surcaba la hierba a la velocidad del viento. Cada vez la teníóan maó s cerca. Parecíóa un
animal delgado y menudo, pero podíóa dar esa impresioó n a causa de su misma velocidad. Dejoó a Nycteris debajo de un
aó rbol, amparada por la oscura sombra de su tronco, agarroó su arco y sacoó la maó s larga, afilada y potente de las flechas.
Justo cuando la estaba tensando, se dio cuenta de que el animal que se le veníóa encima era un lobo espantoso. Sacoó el
cuchillo de la vaina, dejoó medio preparada otra flecha por si acaso fallaba con la primera, y se preparoó a disparar,
todavíóa a cierta distancia, para dar cabida a una segunda oportunidad. Disparoó . La flecha salioó hacia arriba, voloó en
líónea recta y por uó ltimo fue a clavarse de plano contra la fiera. Pero volvioó a salir despedida y doblada en forma de uve.
Fotogeó n agarroó la otra flecha, disparoó , tiroó el arco y empunñ oó el cuchillo. Pero esta vez la flecha habíóa alcanzado al
animal en mitad del pecho y se habíóa hundido en eó l hasta las plumas. Se tambaleoó sobre los talones y se desplomoó en
tierra de espaldas, con un ruido sordo, dio un alarido, y, tras dos o tres espasmos, se quedoó tendida, ríógida e inmoó vil,
cuan larga era.
—¡La he matado, Nycteris! —exclamoó Fotogeó n—. Es un lobo rojo y enorme.
—Gracias, menos mal —contestoó Nycteris desde detraó s del aó rbol con voz deó bil—. Estaba segura de que lo
lograríóas. No teníóa el menor miedo.
Fotogeó n se acercoó al lobo. Era un auteó ntico monstruo. Pero como le daba rabia haber fallado con la primera flecha,
que tan mal le habíóa respondido, no teníóa ganas de perder aquella cuyos resultados habíóan sido tan buenos, asíó que se
inclinoó , tiroó de ella fuertemente y la extrajo del pecho de la fiera. ¡No podíóa dar creó dito a sus ojos! Lo que acaba de
aparecer bajo ellos no era un lobo, sino Watho en persona con su roja cabellera anudada alrededor de la cintura. Creíóa
la malvada bruja haberse vuelto invulnerable con su unguü ento, pero olvidoó que el díóa que entroó en el cuarto de
Fotogeó n para martirizarlo, habíóa estado manoseando una de sus flechas, eó sta que le habíóa causado la muerte.
Fotogeó n corrioó al lado de Nycteris a contaó rselo todo. Ella se estremecioó y rompioó en llanto, pero no quiso mirar.
FINAL FELIZ

Ya no teníóan motivo para seguir escapando. Ni eó l ni ella temíóan a nadie maó s que a la bruja Watho. La dejaron allíó y
emprendieron el regreso. Una nube enorme cubrioó el sol, y empezoó a caer una lluvia copiosa. Nycteris notoó un gran
alivio, empezoó a ver un poco mejor, y con ayuda de Fotogeó n iba andando despacio, notando bajo sus pies la hierba
blanda y huó meda.
No habíóan andado un trecho muy largo, cuando se encontraron con Fargu y su grupo de cazadores. Fotogeó n les
contoó que habíóa matado a un enorme lobo rojizo, y que habíóa resultado ser madame Watho. Los cazadores parecieron
entristecerse, pero la alegríóa se traslucíóa en su gesto.
—Voy a ir —dijo Fargu—. Tengo que enterrar a mi senñ ora.
Pero cuando llegaron al lugar, se encontraron con que ya estaba medio enterrada, repartida por el buche de
distintas fieras y aves de rapinñ a a quienes habíóa servido de pasto.
Entonces Fargu, como jefe de los cazadores, aconsejoó a Fotogeó n, con muy buen acuerdo, que fuera a la corte a ver
al rey para contarle toda la historia. Pero Fotogeó n, con mejor acuerdo todavíóa, repuso que no lo haríóa hasta que se
hubiera casado con Nycteris.
—Porque asíó —anñ adioó —, ni el mismo rey nos podraó separar. Y si hay en este mundo dos personas que no pueden
vivir la una sin la otra, eó sas somos Nycteris y yo. Ella me ha ensenñ ado a ser valiente en la oscuridad, y yo le he servido
de apoyo hasta que ha podido soportar un poco mejor el fuego del sol, que ayuda a ver, pero no ciega.
Se casaron aquel mismo díóa, y al siguiente partieron de viaje para ver al rey y contarle toda aquella historia. Pero a
quienes se encontraron en la corte fue a los padres de Fotogeó n, que gozaban ambos del maó s alto favor tanto del rey
como de la reina. Aurora estuvo a punto de morir de alegríóa, y contoó a la joven pareja coó mo Watho le habíóa mentido
vilmente, hacieó ndole creer que habíóa parido un hijo muerto.
Nadie fue capaz de dar razoó n ni del padre ni de la madre de Nycteris. Pero cuando Aurora vio en el rostro de
aquella encantadora muchacha sus mismos ojos azules, como brillando entre nubes y a traveó s de la noche, pensoó que
a veces pasan cosas raras. Y se preguntoó si no podríóa ser que incluso los seres maó s peó rfidos no pueden a veces servir
de enlace entre las cosas buenas. Asíó, a traveó s de Watho, aquellas dos madres que nunca se habíóan visto una a otra,
habíóan intercambiado el color de ojos de sus hijos.
El rey entregoó como regalo a los recieó n casados el castillo y las tierras de Watho, y allíó vivieron, y siguieron
ensenñ aó ndose cosas uno al otro, durante muchos anñ os, que no se les hicieron largos. Y cada díóa que pasaba, Nycteris
amaba maó s el díóa, porque era el ropaje y la corona de Fotogeó n, y vio que el díóa valíóa maó s que la noche, y el sol era maó s
soberano que la luna. Y Fotogeó n llegoó tambieó n a encarinñ arse con la noche, porque era la madre y el hogar de Nycteris.
—Y ademaó s, quieó n sabe —le solíóa decir Nycteris a Fotogeó n— si cuando nos vayamos de aquíó no iremos a entrar
dentro de un díóa mucho maó s grande que tu díóa, de la misma manera que tu díóa es mucho maó s grande que mi noche.
EL MERCADO DE LOS DUENDES (GOBLIN MARKET)

CHRISTINA ROSSETTI
Traduccioó n
Catalina Martíónez Munñ oz
Ilustraciones
Laurence Housman
JUNTO CON sus hermanos D. G. y W. M. Rossetti, Christina se asoció a la Hermandad prerrafaelista. Escribió tres libros
para niños: «Speaking Likenesses», «Sing Song: A Nursery Rhyme Book» y «El mercado de los duendes». Este último,
escrito en 1862, es quizá el ejemplo más extremo y hermosamente elaborado de erotismo reprimido en la literatura
infantil. Si bien el libro pasó rápidamente a formar parte de las bibliotecas infantiles, cuesta creer que el poema se
escribiera expresamente para niños.
W. M. Rossetti escribió que, en un principio, su hermana dio otro título al poema: «A Peep at the Goblins —to M. F. R.»,
iniciales que aluden a Maria Francesca Rossetti, hermana de Christina. Lona M. Packer sugiere que, tanto en el símbolo
como en la realidad, la «Laura» del poema es Christina y «Lizzie» su hermana Maria, e insinúa además que el poema
refleja la ayuda que Maria ofreció a Christina, para aplacar las turbulentas emociones que desencadenó su desgraciado
amor por William Bell Scott, quien, cuando se escribió el poema, se había enamorado de otra mujer.
La fruta de sabor a miel a la que Lizzie se vuelve adicta en «El mercado de los duendes» es una clara alusión al fruto
prohibido de la Biblia, pero también es interesante señalar los comentarios de Claude Levi-Strauss sobre la analogía
existente entre la «miel» y la «sangre menstrual», presente en los mitos de pueblos «primitivos»:

Ambas son sustancias derivadas de una especie de infracocina, vegetal en un caso… animal en el otro… Se sabe
que en el pensamiento originario, la búsqueda de la miel representa una suerte de retorno a la Naturaleza, a modo
de atracción erótica transportada del registro sexual al sentido del gusto, que socava los propios cimientos de la
cultura si se entrega uno a ella por un tiempo demasiado prolongado.

La edición de «El mercado de los duendes» de 1890, aquí reproducida, incluye las asombrosas ilustraciones del artista
y escritor Laurence Housman, hermano del poeta A. E. Housman.
El mercado de los duendes
Día y noche
oían las doncellas el grito de los duendes:
«Venid a comprar la fruta de nuestro huerto,
venid a comprar, venid a comprar:
manzanas y membrillos,
naranjas y limones,
cerezas hermosas y sin picotear,
melones y frambuesas,
melocotones frescos y maduros,
moras oscuras,
arándanos silvestres,
manzanas silvestres, zarzamoras,
piñas, albaricoques, fresas
—todos maduran
durante el verano—;
alboradas que pasan,
bellos crepúsculos que vuelan.
Venid a comprar,
venid a comprar:
uvas recién cortadas de la viña,
granadas delicadas y jugosas,
dátiles y ciruelas silvestres,
peras exóticas y ciruelas claudias,
arándanos y ciruelas damascenas,
probadlas;
pasas y grosellas espinosas,
agracejos brillantes como el fuego,
higos para llenar la boca,
cidras del sur,
dulces al paladar y hermosas a la vista.
Venid a comprar, venid a comprar».
Tarde tras tarde,
en medio del bullicio del arroyo,
Laura inclinaba la cabeza y escuchaba,
mientras Lizzie intentaba ocultar su rubor:
agazapadas y muy juntas,
allí, al fresco,
con brazos enlazados y labios cautelosos,
sentían un cosquilleo de placer en las
mejillas y las puntas de los dedos.
«Acuéstate a mi lado», dijo Laura,
levantando su dorada cabeza:
«No debemos mirar a esos hombres perversos,
no debemos comprar sus frutas:
¿Quién sabe de qué suelo
sus sedientas raíces han bebido?».
«Venid a comprar», gritaban los duendes
cojeando por la cañada.
«¡Oh!», exclamó Lizzie, «Laura, Laura,
no los mires».
Lizzie se tapó los ojos,
bien tapados por temor a que viesen;
Laura levantó su brillante cabeza,
y suspiró como el arroyo infatigable:
«Mira, Lizzie, Lizzie, mira,
hay unos hombrecillos cruzando la cañada.
Uno lleva una cesta,
el otro una bandeja,
otro arrastra una fuente de oro
muy pesada.
¡Qué sana ha de crecer la viña
que da tan exquisitas uvas;
qué cálida ha de soplar la brisa
entre los frutales!».
«No», dijo Lizzie: «No, no, no;
no debemos dejarnos cautivar por sus ofrendas,
sus obsequios malignos podrían perjudicarnos».
Se tapó cada oído con un trémulo dedo,
cerró los ojos y echó a correr.
Mas la curiosa Laura prefirió rezagarse
y observar con asombro a cada mercader.
Uno de ellos tenía rostro felino,
otro sacudía una cola,
otro avanzaba con andar de rata,
otro reptaba como una serpiente,
el otro, como un oso peludo, merodeaba torpe,
y otro, como una comadreja, daba volteretas a gran velocidad.
Oyó una voz, como un arrullo de palomas:
era un sonido dulce y amoroso
en el plácido verano.
Laura estiró su cuello brillante
como un cisne apresurado,
como un lirio en el arroyo,
como una rama de álamo iluminada por la luna,
como un navío que se hace a la mar
pasada su última revisión.
Por la musgosa cañada arriba
desfilaban los duendes en tropel
sin cesar de gritar con voz aguda:
«Venid a comprar».
Al llegar junto a Laura,
se detuvieron todos sobre el musgo
lanzándose miradas maliciosas,
hermano junto a hermano, cada cuál más extraño,
haciéndose señales a hurtadillas,
hermano a hermano.
Uno dejó su cesto sobre el suelo,
otro alzó su bandeja
y el otro se dispuso a tejer una corona
de hojas, zarcillos
y ásperas avellanas.
(En ninguna ciudad las hay iguales).
Otro levantó la fuente de oro
llena de frutas para ofrecerle a Laura.
«Venid a comprar, venid a comprar», seguían gritando.
Laura los observó sin hacer movimiento,
anhelaba comprar, mas no tenía dinero.
En un tono dulce como la miel,
el de rostro felino emitió un ronroneo;
el de andares de rata le dio la bienvenida,
e incluso se oyó hablar al que reptaba.
Otro, con voz de loro y alegría,
gritó: «Hermoso duende». Y añadió:
«Para la Hermosa Polly[21]».
Otro trinó cual pájaro.
Mas la golosa Laura se apresuró a decir:
«Buenas gentes, no tengo un solo céntimo;
aceptarlas sería como robar.
No tengo ni una perra en el bolsillo
y menos un real;
el oro que poseo está todo en la aulaga,
que tiembla con el viento
sobre el mohoso brezo».
«Ya tienes mucho oro en tus cabellos»,
respondieron a coro.
«Páganos con un bucle dorado».
Laura se cortó uno de sus preciosos bucles
y derramó una lágrima más extraña que perla,
luego chupó sus frutas redondas como globos, blancas o rojas:
más dulce que la miel que de la roca emana,
más intenso que el vino que a los hombres alegra,
más claro que el agua era aquel néctar;
jamás había probado cosa igual.
¿Llegaría a empalagar de tomarse a menudo?
Sorbió, sorbió y sorbió
los frutos que aquel desconocido huerto le ofrecía;
sorbió hasta que los labios le escocieron.
Luego arrojó de sí las cáscaras vacías,
pero se reservó una de las pepitas,
y de regreso a casa, a solas, no sabía,
si era de noche o si era de día.
Lizzie la esperaba en la puerta
llena de sabios reproches:
«No deberías regresar tan tarde, querida,
el atardecer no es bueno para las doncellas;
no deberías merodear por la cañada
tras el rastro de los duendes.
¿Es que has olvidado a Jeanie,
que se encontró con ellos a la luz de la luna,
tomó sus muchas y variadas ofrendas,
comió su fruta y aceptó sus flores
arrancadas de emparrados
maduros al calor del verano?
Incluso alguna vez, en pleno mediodía,
Jeanie languideció.
Los buscó día y noche y no volvió a encontrarlos;
después menguó y le salieron canas.
Luego cayó con las primeras nieves
y hasta este día no ha crecido la hierba
donde ella yace:
yo planté margaritas allí el año pasado,
pero jamás crecieron.
No deberías merodear así».
«¡Bah, cállate!», dijo Laura.
«¡Cállate, hermana mía!
Yo me harté de comer
y todavía la boca se me llena de agua;
mañana por la noche iré a comprarles más», y la besó.
«Lo hice con pesar;
mañana te traeré ciruelas,
aún sin cortar de su rama,
y las cerezas también valen la pena.
No imaginas qué higos
ha probado mi boca;
qué melones helados
servidos en fuente de oro
y tan grandes que apenas podía sostenerlos;
qué melocotones de piel de terciopelo;
qué uvas translúcidas sin una sola simiente.
Ciertamente fragante ha de ser la pradera
donde crecen, y pura el agua que los alimenta.
Qué lirios ha de haber en las orillas
y qué dulce su savia».
Unieron sus doradas cabezas,
como dos palomas en un nido,
acurrucadas cada una en las alas de la otra,
se acostaron en la cama, cubierta con dosel,
como dos brotes de un mismo tallo,
como dos copos de nieve recién caída,
como dos cetros de marfil
con la punta de oro para reyes atroces.
La luna y las estrellas las miraban,
el viento les cantaba una canción de cuna,
y las torpes lechuzas contuvieron su vuelo;
ni siquiera un murciélago dejó batir sus alas
no fuese así a turbar su descanso.
Mejilla contra mejilla y pecho contra pecho,
unidas en el mismo nido.
Al romper la mañana,
con el canto del gallo,
tan pulcras como abejas, dulces y laboriosas,
Laura y Lizzie se levantaron.
Recogieron la miel, ordeñaron las vacas,
ventilaron la casa e hicieron la limpieza,
amasaron galletas con el trigo más blanco,
galletas para bocas exquisitas,
batieron mantequilla y montaron la nata,
dieron de comer a las gallinas, y se sentaron a coser;
hablaban como hablan las doncellas sencillas,
Lizzie con corazón abierto,
Laura en su sueño ausente,
una contenta, la otra en parte enferma;
la una cantando por el mero placer del claro día,
la otra ansiando la noche.
Llegó el atardecer con calma lenta:
descendieron con cántaros hasta el cañaveral:
Lizzie apacible,
Laura inquieta cual llama.
Extrajeron el agua bulliciosa de las profundidades;
Lizzie arrancaba lirios púrpuras y dorados,
luego, de vuelta a casa, dijo: «El sol se ruboriza,
está cayendo.
Ven, Laura, no vuelvas a quedarte rezagada,
ya se han ido las tercas ardillas,
las bestias y las aves están casi dormidas».
Mas Laura merodeaba aún entre los juncos:
comentó que era abrupta la ribera
y que aún era temprano;
aún no caía el rocío y el viento no era helado.
Volvió a escucharse, todavía en la distancia,
el grito habitual:
«Venid a comprar, venid a comprar»;
su reiterado anuncio
de palabras con cebo azucarado.
A pesar de sus muchas precauciones
llegó en cierta ocasión a distinguir a un duende
que corría como el rayo, tropezaba y cojeaba;
lejos de las manadas
que solían recorrer la cañada
—solos o acompañados—
de alegres mercaderes de fruta fresca.
Hasta que Lizzie la llamó impaciente: «Ven, Laura;
he oído su llamada, pero no me atrevo a mirar:
no debes rezagarte más tiempo en este arroyo.
Vuelve a casa conmigo.
Ya brillan las estrellas, tensa su arco la luna,
y centellean las luciérnagas.
Volvamos a casa antes de que oscurezca:
puede nublarse el cielo, a pesar del verano,
ocultando la luz y empapándonos de oscuridad;
Si nos perdiéramos ¿qué sería de nosotras?».
Laura se quedó fría como la roca,
al comprobar que su hermana escuchaba tan sólo ese reclamo,
el grito de los duendes:
«Venid a comprar nuestra fruta, venid a comprar».
¿No debía comprar más fruta tan delicada?
¿No debía buscar más bocado tan jugoso?
¿Se quedaría sorda? ¿Ciega?
Su vida, como un árbol, perdía sus raíces:
el profundo dolor de su corazón le dejaba sin habla;
y entornando los ojos en la oscuridad, pero sin discernir nada,
regresó a casa, torpe, derramando por todo el camino el agua de su cántaro;
de este modo se arrastró hasta la cama,
permaneció en silencio hasta que Lizzie se quedó dormida.
Luego se incorporó con fervoroso anhelo,
y rechinó los dientes de frustrado deseo,
y lloró
como si el corazón se le fuese a quebrar.
Día tras día y noche tras noche,
permanecía Laura despierta en vano
en un silencio cargado de excesivo dolor.
Jamás volvió a escuchar el grito de los duendes:
«Venid a comprar, venid a comprar».
Nunca espió
a aquellos hombrecillos
que iban por la cañada pregonando su fruta;
mas cuando sobrevino el mediodía radiante
débil y gris se tornó su cabello,
Laura menguó como la blanca luna llena,
se marchitó veloz y se extinguió su fuego.
Un día, recordando su pepita,
la puso junto a un muro que miraba hacia el sur,
la regó con sus lágrimas y esperó que arraigara.
Esperó un brote joven
y no llegó ninguno;
su simiente jamás contempló el sol,
ni sintió el correteo de la humedad.
Mientras, con ojos abatidos y labios apagados,
soñaba con melones, como el viajero
que cree ver falsas olas en la aridez del desierto
y sombras de árboles coronados de hojas,
mientras arde sediento bajo el viento arenoso.
No volvió a barrer la casa,
a cuidar de las aves de corral o las vacas,
a recolectar miel o amasar galletas de trigo,
ni tampoco a traer el agua del arroyo.
Pasaba el día sentada, indiferente, junto a la chimenea
y no quería comer.
La dulce Lizzie no resistía ver
la enfermiza inquietud que consumía a su hermana
y no compartirla.
Día y noche
escuchaba el reclamo de los duendes:
«Venid a comprar la fruta de nuestro huerto.
Venid a comprar, venid a comprar».
Junto al arroyo, por la cañada,
oía el andar pesado de los duendes,
la voz y la emoción
que la pobre Laura ya no oía.
Deseaba comprar fruta a fin de confortarla,
mas temía pagarla demasiado cara.
Pensó en Jeanie, que yacía en su tumba
y que podría haberse casado.
Pero quien boda espera en busca de alegrías,
enferma y muere
en su primer contento,
no bien llega el invierno,
con la primera escarcha glaseada,
con la primera nevada del frío invierno.
Cuando Laura, en su desgracia,
parecía llamar a las puertas de la muerte,
Lizzie dejó de sopesar el bien y el mal
y, guardando un real en el bolsillo,
besó a Laura y atravesó el calor bajo las aulagas.
Ya llegado el crepúsculo se paró en el arroyo
y por primera vez en su vida
se dispuso a escuchar y observar.
Rieron los duende
al saberse espiados
y hasta ella se acercaron cojeando,
volando, corriendo, brincando,
jadeando y resollando,
cloqueando y aplaudiendo, cantando,
parloteando, glugluteando,
haciendo muecas y gesticulando,
llenos de encanto y gracia,
torciendo el gesto
y mostrando remilgos.
Felino, roedor,
comadreja y osezno
a paso de tortuga apresurado
con voces de cotorra y silbadores,
atropelladamente, en desbandada,
chillando como urracas,
revoloteando como palomas,
resbalando como peces,
la abrazaron y besaron,
la envolvieron y acariciaron,
le ofrecieron sus fuentes,
sus cestos, sus bandejas.
«Mira nuestras manzanas,
rojizas y pardas,
inclínate ante nuestras cerezas,
muerde nuestros melocotones,
limones y dátiles,
uvas a pedir de boca,
peras rojas tostadas
bajo el sol,
ciruelas en su rama
—arráncalas y chúpalas—,
granadas, higos».
«Buenas gentes», dijo Lizzie,
sin olvidar a Jeanie:
«Dadme mucho de todo».
Se levantó el mandil
y les tiró el penique.
«No, siéntate con nosotros
hónranos y come con nosotros»,
respondieron con muecas:
«La fiesta no ha hecho sino empezar,
la noche es aún joven,
cálida y perlada de vacío,
despierta y estrellada:
frutos como éstos
no los tiene nadie;
la mitad de su vello volaría,
la mitad de su rocío se secaría,
la mitad de su aroma se desvanecería.
Siéntate y festeja con nosotros,
sé bien venida como nuestra invitada,
anímate y descansa con nosotros».
«Gracias», les dijo Lizzie. «Pero hay alguien
que espera sola en casa.
De modo que, dejémonos de charla;
si no me vendéis algo
de vuestra mucha fruta,
devolvedme el real
que os he tirado en pago».
Los duendes comenzaron a rascarse la testa,
no se movían ni ronroneaban,
sino que, abiertamente, vacilaban,
gruñían y se enmarañaban.
Uno la llamó altiva,
descortés, intratable;
levantaron el tono,
la miraron perversos,
y dando coletazos
la pisotearon, la empujaron,
le dieron codazos,
le clavaron las uñas,
ladrando, maullando, silbando, burlándose;
le rasgaron la ropa, mancillaron sus medias,
le arrancaron el pelo de raíz,
patalearon sobre sus delicados pies,
le cogieron las manos y exprimieron la fruta
contra sus labios para hacerle comer.
Lizzie permanecía blanca y dorada,
como un lirio en el arroyo,
como una roca de vetas azuladas
que la corriente arrastra revoltosa,
como un faro abandonado
en mitad de un océano que brama enfurecido,
enviando su fuego dorado,
como un naranjo coronado de fruta
lleno de brotes blancos y dulcísimos,
picoteados todos por avispas y abejas,
como una ciudad grandiosa y virginal
coronada de cúpulas doradas y espirales,
bajo el asedio próximo de una flota
enloquecida por derribar su estandarte.
Basta uno solo para guiar un caballo hasta el agua,
pero ni siquiera veinte pueden obligarlo a beber.
Aunque los duendes la abofeteaban, la agarraban,
la engatusaban y la zarandeaba
la intimidaban y la suplicaban,
la arañaban y la pellizcaban,
le daban puntapiés y golpeaban,
la manoseaban y se mofaban de ella,
Lizzie no pronunció palabra;
no despegó los labios
por temor a que, a la fuerza, le llenasen la boca:
pero en su corazón reía al sentir cómo
el jugo almibarado corría por su rostro
y se alojaba en el hoyuelo de su barbilla,
cómo descendía en vetas por su cuello tembloroso como la cuajada.
Por fin aquellos pérfidos,
derrotados ante la resistencia que ofrecía,
le tiraron de nuevo su real, y arrojaron la fruta a puntapiés
cada cual por su propio camino,
sin dejar raíz o piedra o brote;
unos se retorcían por el suelo,
otros se zambullían en el agua,
otros corrían bajo el vendaval sin el menor ruido,
otros se desvanecían en la distancia.
Ligera, dolorida, estremecida,
continuaba Lizzie su camino,
y no sabía si era de noche o si era de día;
saltó la orilla, corrió entre las aulagas,
cruzó el soto y el arbolado valle,
mientras el tintineo
del real en su bolsillo
sonaba como música en sus oídos.
Corrió y corrió
con el temor de que uno de los duendes
la persiguiera con mofa, maldición
o algo peor.
Pero en pos de ella no iba duende alguno,
ni tampoco sintió el aguijón del miedo;
su noble corazón le dio pasos ligeros
que a casa la impulsaron, sin aliento, con prisa
y riendo para sí.
Desde el jardín llamó a su hermana: «¡Laura!
¿Me has echado de menos?
Acércate y bésame.
No prestes atención a mis heridas,
bésame, abrázame, absorbe el néctar
que para ti he extraído de diabólicos frutos,
de diabólica pulpa y gotas de rocío.
Cómeme, bébeme, ámame.
Laura, trátame bien;
por ti osé bajar a la cañada
y tuve que tratar con los perversos duendes».
Laura se levantó de un salto,
y extendiendo los brazos
le acarició el cabello:
«Lizzie, Lizzie, ¿has probado
por mí el fruto prohibido?
¿Tendrá tu luz, como la mía, que esconderse,
tu juventud, como la mía, arruinarse
perdida en mi perdición
y arruinada en mi ruina,
sedienta, corrompida, por duendes acosada?».
Laura abrazó a su hermana
y la llenó de besos:
una vez más las lágrimas
refrescaron sus ojos áridos,
cayendo como lluvia,
tras prolongada y sofocante sequía;
temblando febrilmente de miedo y de dolor,
la besaba y besaba con una boca hambrienta.
Los labios le abrasaban,
era aquel néctar como la carcoma para su lengua,
y aborreció el festín:
brincó y cantó, gesticulando como poseída,
se rasgó el vestido, se retorció
las manos con prisa lastimera,
se dio golpes de pecho.
Sus bucles ondeaban como la llama
que forma un corredor en su loca carrera,
como las crines de caballos en fuga,
como el águila que oculta la luz
en su vuelo hacia el sol,
como objeto enjaulado y puesto en libertad,
como la bandera que ondea al paso del ejército.
El fuego se propagó raudo por sus venas,
llamó a su corazón,
se fundió con el fuego que en su interior ardía
y sofocó la llama más pequeña;
una amargura incierta la embargó:
¡Oh, estúpida elección
que el alma de pesar consume!
Fracasó la razón en la lucha mortal:
como la atalaya de una ciudad
sacudida por un temblor de tierra,
como un mástil herido por el rayo,
como un árbol que rueda
desarraigado por el viento,
como una tromba marina coronada de espuma y
abatida con ímpetu en el mar,
se sintió al fin;
placer pasado y pasada angustia,
¿es esto muerte o vida?
Vida en la muerte.
Aquella noche Lizzie la pasó en vela sin apartarse de ella,
le tomó el pulso débil y agitado,
buscó su aliento,
llevó agua hasta sus labios y refrescó su cara
con lágrimas y abanicos de hojas:
mas cuando en los aleros se escucharon los cantos de las primeras aves,
y los primeros frutos maduros rodaron
hasta las doradas gavillas,
y la hierba mojada de rocío
se inclinó ante la brisa matinal, tan fresca al paso,
y nuevos brotes con el nuevo día
se abrieron como cáliz de lirio en la corriente,
Laura se despertó como de un sueño,
rió tan inocente como siempre,
y abrazó a Lizzie, mas no dos o tres veces;
en sus bucles brillantes y dorados ni una sola hebra gris se entreveía,
era su aliento dulce como la primavera
y la luz bailaba en sus ojos.
Días, semanas, meses, años
más tarde, siendo las dos casadas
y con hijos,
el temor acosó sus corazones de madre,
se tornaron sus vidas dolorosas;
Laura llamaba a los pequeños
y les hablaba de sus mocedades,
de los días felices y lejanos
de tiempo sin retorno:
les hablaba también de la cañada mágica,
de los pérfidos, raros mercaderes,
cuyas frutas cual miel para la boca eran
y veneno para la sangre.
(En ninguna ciudad las hay iguales).
Les contaba de cómo su hermana se enfrentó
a un peligro mortal para salvarla
y conseguir el poderoso antídoto.
Luego, uniendo unas manos a otras manos pequeñas,
se aferraban con fuerza.
«Pues no hay mejor amiga que una hermana
bien en la tempestad o en la bonanza,
para reconfortar a alguien del hastío,
buscarlo cuando va por mal camino, levantarlo si cae,
darle fuerza mientras aún se sostiene».

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