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DIVERTIMENTOS

ELISE.O DIE.GO

DIVERTIMENTOS

DIBUJOS OE DIAGO

EDICIONES ORIGENES
LA HABANA
1946
Es propie<1ad del amor.
Copyriht, 1946

Úcar, García y Cia.. ~resores. • Teniente Rey 15 . La Habana


.A la Memoria de .Mi Padre,
D. Constante de Diego.
"Otrossí, luego quel omne es n88~ido, ha por
fuer~a de sorrir muchos enojos e mucha lasería;
ca aquellos paños con que loe han de cobrir para
loa guardar del frío e de la calentura del aire,
a compara~ión del cuero de su cuerpo, non ha
paño nin coaa que a él llegue, por blando que
sea, que non le paresca tan áspero commo si
fuesse todo de espinas. Otrossí, porque ellos non
han entendimiento, nin los SUB mienbros non son
en estado nin han conplisión porque puedan fazer
sus obras commo deven, non pueden dezir nin
aun dar e entender lo que sienten. E los que
Jos guardan e los crían cllydan que pIoran por
una cosa, e por aventura ellos plora~ por otra;
e todo les es muy grand enojo e muy grand quexa."

EL LIBRO DE PATRONIO.
DIVERTIMENTOS 13

DE LAS SABANAS FA MILlARES

ESTABA tendüú> en su antigua cama de ébarw,


frente a la ventana abierta del jardín, entre las
sábanas blancas, durmiendo. Lo sabía porque so-
ñaba que estaba así tendido, soñando que soñaba.
Despertó luego de caer una eternidad por el hueco
de su cuerpo, y, la cara entre las manos ásperas,
fué a la ventana por más aire. Una luz añil fo-
gueaba los árboles con sus lentas llamas sile,.,.
ciosas; las hojas metálicas movÚlnse pesadamente
bajo el cuerpo macizo del alba y en el cantero,
minerales, coralinos, los tallos delgados del rosal
.soportaban flores de un feroz a=ul resplandeciente.
Pensó que aquello era extraño. ¿Cómo imaginaba
plantas verdes, de un verde apacible? "No en..
tiencW---se dij<>---este rojo entrañado de las hojas.
Qué raro que no sean verdes." Y sonriendo pro-
puso que quizás se habría equivocado de sueño.
COMe levanto en la otra cama, la del sueño." Con
el aire de quien dispersa sus pesadillas fué a
sentarse al borde de su cama, repasando con las
manos, ya tranquilizado, la conocida cabecera de
piedra, las familiares sábanas cenicientas.
14 ELI5EO DIEGO

DE LAS HERMANAS

"Decían habitar en una cueva ..


(Philosophia Secreta)

ERAN tres vIejecitas dulcemente locas que


vivían en una casita pintada de blanco, al ex-
tremo del pueblo. Tenían en la Bala un largo
tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras 'esen-
ciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz.
y con unas pulcras tijeras plateadas cortaban de
vez en cuando uno de los hilos, o a lo mejor
agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese.
El señor Veranea, el médico del pueblo, las vi·
sitaba los viernes, tomaba una taza de café con
ellas y les recetaba esta loción o· la olra. "¿ Qué
hace mi vieja ?"-preguntaba el doctísimo señor
Veranea, sonriendo, cuando cualquiera de las trcs
se levant~ba de pronto acercándose, pasito a pa·
sito, al tapiz con las tijeras. '~Ay----contestaba una
de las otrag.-, qué ha de hacer, sino que le llegó
la hora al pobre Obispo de Valencia", Porque las
tres viejecitas tenían la ilusión de que ellas eran
DIVERTIMENTOS 15

las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes


reía gustosamente de tanta inocencia.
Pero un viernes las viejecitas le atendieron con
solicitud extremada. El café era más oloroso que
nunca y para la cabeza le dieron un cojincito
bordado. Parecían preocupadas y no hablaban
con la animación de costumbre. A las seis y
media una de ellas hizo ademán de levantarse.-
HNo puedo-suspiró recostándose de nuevo. Y,
señalando a la mayor, agregó--: Tendrás que ser
tú, Ana María". Y la mayor, mirando tristemente
al perplejo señor Veranes, fué suave a la tela y
con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, do-
rado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó en
seguida al pecho, como un peso muerto.
Después dijeron que· las viejecitas, en su locura,
habían envenenado el café. Pero se mudaron a
otro pueblo antes de que empezasen las sospechas
y no hubo modo de encontrarlas.
16 ELl5EO DIEGO

II

DE JACQUES

LLUEVE en finísimas flechas aceradas sobre


el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho
apenas alienta. La proa pesada lo corta ,con di..
ficultad. En el extremo silencio se le escucha
rasgarlo.
J aeques, el corsario, está a la proa. Un parche
mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una
figura de proa sueña la adivinanza trágica de la
lluvia. Obscuros galeones navegando ríos ocree.
Joyas cavadas espesamente de lianas.
J Beques quiere darse vuelta para gritar una
orden, pero siente de pronto que la cubierta se
estremece, que la quilla cruje, que el harco se
escora como si encallase. Un monetruo, no, una
mano gigantesca alza el harco chorreando. J ae-
ques, 'inmóvil, observa los negros vellos gruesos
como cables.
H ¿Este?" "Sí, ése"-dice el nlno, y envuelven
al barco y a J acques en un papel que la fina
DIVERTIMENTOS 17

llovizna de afuera cubre de densas manchas hú·


med... El agua chorrea en la vidriera y adentro
de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío
con su helado süencio.
18 EUSEQ DIEGO

m:
DE SU NOCHE DE GRAN TRIUNFO

LIGERA, soprano ligera. Carmen María Peláez


parada en el escenario para cantar su noche de
gran triunfo. El empresario de bigotes de aceite
y zapatos charolados lo ha garantizado: Caramba,
Carmen, gran gala de Beras. Carmen María, co-
rusante y joven, cegada por las luces del pros-
cenio, canta. ¡ Ah, canta, canta, Carmen, canta!
y Carmen muge y trina y se desgarra. Y con el
último acorde estalla la cálida salva de aplausos.
Carmen María se inclina, saluda envuelta en la·
ola cálida, se alza. Las luces disminuyen, cede el
espeso muro de sombra. La boca enorme del
vasto teatro vacío y el empresario, muerto de risa,
que da vueltas a la monstruosa araña, al mon's-
tru080 aparatito de apIamos. Carmen María quiere
escapar, pero se encuentra aprisionada en la re-
ciedumbre de los huesos. Se mira y es una es-
p!lntosa anciana.
DIVERTIMENTOS 19

DE COMO SU EXCELENCIA HALLO LA HORA


<t ••• e nunca se puede fallar buen

tienpo... " (Libro de Pl1tron;o)

SU EXCELENCIA había caminado todo el


campo la tarde entera, por los trillos jihosO!, ás·
peros, guarnecidos de enormes espinos. Estaba
cansado, sudoroso, polvo:rii~to, tenía ganas de
sentarse en alguna parte, de tomar alguna cosa
que le refrescase la gariganta hirviente. A la
entrada del camino real se detuvo un momento
secándose las sienes con su pañuelo de lino
• muy puro. Cobijada entre dos montes, entre al·
mendros, se le apareció una hostería de techos
rojos, de limpias paredes enjabelgadas. Con un
suspiro Su Excelencia se encaminó lentamente
a ella.
Ahora Be sienta a una mesa rústica, bajo un
emparrado que echa su sombra fresca sobre las
losas rojas. Vienen suaves olores del huerto, se
escucha el lejano latir de un perro, el canto rís-
pido de un gallo, el pulso sereno, en fin, del campo
vivo. Su Excelencia se despoja de BU esclavina,
20 ELlSEO DIEGO

que desborda el banco en pliegues espesos, cár-


denos, Be quila el ]~go :sombrero suspirando.
Sólo entonces repara en que, sobre el fondo negro
de la puerta, hace rato que le observa el hostelero.
El hostelero está inmóvil, con 106 brazos lisos a
lo largo de las piernas, mirándole con la cabeza
un poco inclinada al pecho. Se anima instantá-
neamente, se aceTca con una sonrisa: "¿ Qué desea
Su Excelencia ?"-pregunta pasando el paño por
la mesa, COI) el gesto ancestral de los hosteleros.
Su Excelencia sonríe. "¿Tendrás buen vino?".
"Q
i De. 61 "c
. es h lleno.I Y unas aceItunas....
. 00 lo-
cual desaparece el hostelero.
Para reaparecer al punto, colocando sobre la
mesa la garrafa de barro, el vaso y UD plato lleno
de sabrosas aceitunas. Cosa extraña, el hostelero
8e sienta también a la mesa.

"Yo tengo un perro"-eomienza el hostelero.


"Bien" - comenta Su Excelencia, sorbiendo el
vino.
"Lo tengo allá--continúa el hostelero, señalando
con eu mano enorme el collado carmíneo C1ltre los
almendros-, cuidándome las cabras. Sabe mucho,
mi perro. El me avisa cogiéndome de la mano
cuando Juanón nos roba el vino".
"Ah"-eomenta Su Excelencia. El vino es una
bendición en la garganta, el sitio es fresco, ha
trahajado mucho aquella tarde y no quisiera acor-
DIVERTIMENTOS 21

darse de nada. Comienza a sospechar que es el


rústico quien sab.e. "Y vacas, ¿cuántas tienes?",
"Sabe mucho, mi perro-prosigue tozudo el hose
teler<>-. No le falta más que hablar. Quizás hable
muy pronto. Antes de lo que uno piensa".
En la pausa que sigue las hojas de los almendros
se responden unas a otras suavemente.
"Si Su Excelencia me concediese una gracia,
una sola."
.,
¡Ah, ya está aquI., piensa Su Excelencia sor-
biendo el vino fresco. y en voz alta, con buen
humor:
"Te la concedo. ¿ Cuál es, amigo?".
"De no llevarme hasta que el perro hahle"-
dice el campesino, inclinándose.
"Ya está concedida"-confirma Su Excelencia
con un gesto amable de la mano. No habrá
ni que moveI'Be. "¡;Y cómo supiste quIen era,
amigo?". Sobre el alcor, cortada contra el cielo
rojo de la tarde, aparece la silueta de un gran
perro de pastoreo.
El hostelero sonríe zorruno. "Cuando le vi ahí
sentado comenzaron a dolerme horriblemente los
sabañones". Ronco, agudo, viene el aullar lastie
mero de un perro. Su Excelencia se atora, escupe
el vino, se yergue derribando el banco. "El perro
ha hanlado"-dice-. "Vamos."
22 ELISEO DIEGO

IV
DE ESPERANZA VENABLOS

ESPERANZA Venablos, esta viejecita carco-


mida, cerrados los ojos, las manos secas en la
falda, sueña. No sueña con p~loma8, ni con gasas
tenues, ni con el rubor pálido de una ~'pue8ta"
que vió de muchacha. Sueña-pero no vayamos
a reírnos-con un plato de humeantes garbanzos.
Y, sacudiendo la débil cabeza, los nombra una
vez y otra: "¡ Qué garbanzos, Dios mío, qué gar-
banzos!".
Porque sucede que Esperanza Venablos no CO~
merá ya nunca garbanzos. Hace quince años que
no los prueba, y en todo lo que resta de la eter-
nidad no los volverá a gustar nunca.
De modo que los humeantes garbanzos son el
más hermoso sueño, el más puro. Son, en efecto
- j Dios nos valga !-, sólo puro sueño.
DIVERTIMENTOS

v
DE LA MASCARA

¡AYAYAYAYl Hay que velar la velada. El


Tío Pedro y la Tía Agneda, su mujer, están sen-
tados en un rincón, mientras su hija Consuelito
baila por alguna parte. Una cinta de colores vivos
desciende hasta la ancha nariz del Tio Pedro y
lo incomoda. Al Tío se le ha muerto, por la tarde,
una muela.

Las máscaras de risas rígidas pasan saludando


con sus vocecillas mecánicas. ¿Cuál es Consuelito,
pien,a el Tio Pedro, Consuelito di,frazada de
madama? A las doce' de la noche fallece el ear-
nava], se quitan las máscaras, 8e dan los premios.
El Tio Pedro podrá irse en paz a llorar su pér-
dida, que siente, en los huesos de la quijada,
como una irreparable y dolorosa ausencia.

¿Cómo ha sucedido? La cinta de colores, des-


prendida, se le ha enredado amoroaamente a la
calva. Hay un corro en torno suyo de gentes que
nevan, como si dijésemos, sus caras en las manos,
24 ELISEO DIEGO

que gritan y ríen en un rabioso regocIJo. De la


selva de brazoa que geaticulan ae deaprende, agudo,
incisivo, un índice que señala inflexible al Tío
Pedro. Una voz insegura dice lentamente "veamos
la cara del triunfador, quítese la horrorosa más"
cara". y unas pinzas suaves tiran, liran padero.
aamente de la deanuda nariz del Tío Pedro. Su-
doroao, helado, el Tío Pedro sabe que ea inútil,
que nadie podrá arrancarle jamás la horrorosa
máscara.
DIVERTIMENTOS 25

VI

DE LOS ZAPATOS VIEJOS

ESTOS son unos zapatos vIeJos. No diremos


quién es su dueño, porque ya no tienen utilidad
alguna: a nadie sirven, con la utilidad perdieron
el amo, y, con el amo, aquella cosa clarísima,
aunque modesta, que era como el alma que les
daba vida: su reducido sitio en el corazón de un
hombre, quien, al preguntar: "¿ dónde están mis
zapatos negros?", les criaba el sentido y la fuerza.
Ni les queda apenas color: sólo el color general
a que Be estrechan las cosas en la agonía.
Están ahora en uno de esos patios cadavéricos
de las casas abandonadas. ¿ Quiénes están? Las
fabulosas criaturas de grueso pellejo pardo, que
ni tienen ojos ni patas, pero sí una negra boca
desencajada. (Las hormigas, no obstante, les andan
sin miedo las húmedas fauccs: para las hormigas
son dos cavernas orgánicas, dos montea sin nombre
ni contorno, dos cosas que según las hacen sus
ojos numerosos jamás podrá soñarlas nuestra ¡Oazón
delirante.) Ni andan ni tendrán otro movimiento
26 ELISEO DI EGO

nunca, estas criaturas, estas cosas; pero, en cambio,


pesan. Pesan sobre la tierra con todo el peso de
la tierra. Su peso es enorme y no podrá medirse.
Así piensa el Tío Pedro, que ha salido a pasear
la tarde rojiza. Las manos a la espalda, el vientre
plácidamente redondo en el aire muy claro, se
esfuerza el Tío Pedro en comprender cosas para
las que aún no se ha descubierto lenguaje. Luego
reanuda su paseo, va mirando distraído sus propios
zapatos viejos. (Por uno de esos extraños saltos
del pensamiento, el Tío Pedro ha imaginado que
él es como uno de esos perrillos que andan sobre
grande, pelotas, sólo que la bola que él hace
mover es enorme: suave, dócil, silenciosa, la Timra
gira bajo sus zapatos viejos.)
-DIVERTIMENTOS 29

DEL PERRO

PARA colmo de rruJes le cayeron más pulgas


que nunca. Ya era bastante haber encontrado, de
pronto, aquel terun obstáculo de hierro que se
extendia a todo lo ancho y lo largo del café donde,
a cambio de pararse ridículamente en dos patas
y de menear la cola hasta creer que la perdía,
le daban de comer diariamente.
y sin embargo no fueron el hambre ni las
pulgas, que no eran pulgas, sino sarna que le
roia el lomo. Lo que le hizo echarse junto al
mUTO áspero, envuelto en el aliento frío y salobre
del océano, a morirse, fué el haber perdido de
aquel modo su precioso nombre.
JO ELIS,EO DIEGO

DEL VERTEDERO

EL VERTEDERO de bronce estaba en la es-


quina insoportable, la que, cuando venía uno a
verla, era la última gola de agua para el can-
sancio de los ojos, hastiados del peso enorme
de tantas apariencias. En SUB adentros estaba cs-
maltado, de modo que reflejaba el añil demasiado
maduro de las madrugadas hasta dar la ilusión
de que lo llenaba el alba y de que a la tarde
podría uno hundir los brazos en el alba. Pero
no engañarse.
El vertedero de bronce se alimentaba exclusi-
vamente de horas muertas. (Cierta vez que le
ccharon, por error, las sobras de los penos, se
atragantó el condenado y estuvo tosiendo que
daba gusto.) Las criadas derramaban en él re-
signadamente las lavazas de la mañana. El Tío
Pedro le miraba con odio cómo se tragaba los
restos mortales de sus mejores horas: colillas de
cigarros y el polvo dorado de las nueve.
DIVERTIMENTOS 31

Un día no pudo más y le largó un puntapié


con toda su alma en el gaznate de hierro. Mientras
el Tío Pedro se retorcía de dolor, el vertedero de
bronce se enjugaba la garganta haciendo unas
gárgaras 8oceCB.
La enemistad terminó noventa años más tarde,
cuando el vertedero de bronce se tragó el último
retrato que quedaba del Tío Pedro.
32 ELISEO 01 EGO

11

DE LA SILLA

¿ PARA qué recordarle el tiempo mejor si está


de tal modo calada de mugre y ha perdido ya
una de las patas? Ni quién será capaz de corou..
mearse nunca con ella, quién sabrá nunca este
extraño modo de pensar, de mirar, de oír, que
consiste en pesar sólo, en estarse atento con todo
el peso del cuerpo a los movimientos de la tierra.
Hubo un tiempo en que la silla perdida tenía
una sola palabra para hablarnos, pero ancha, her-
mosa, suficiente, y era la forma de su compañía.
Tumbada de espaldas en las tejas su forma abo
surda se deshace, olvidada de los hombres, de
ella misma. A la trágica intemperie de su muerte
no asiste ni ella misma.

¡ Ah, Y cómo no resucitará nunca!


DIVERT1MENTOS

III

DEL VIENTO

EL VIENTO negro de la noche mesa las an-


gustiadas copas de los álamos. Tocan reciamente
a la puerta. "Es el viento que bate en la verja,
madre".
Ella busca en la mesa, donde el cono amarillo
de la lámpara, con un exacto borde, da primero
nacimiento a sus manos gordezuelas luego al
moño blanco. "¿Dónde está mi dedal, hijo?".
"El diablo esconde las cosas, madre".
Las manos aceradas de él hojean el cuaderno
de recuerdos. "Se nos han perdido las cartas del
abuelo, madre". Un largo grito, cortado de un
sollozo. '~Es sólo el gato que la luna hiela en
el tejado."
"¿ y cómo lué que dijo el ahuelo aquella vez,
madre?". Las manos, taraceadas de azul, dejan
la aguja, en que la luz rebrilla un instante. "Si
8upieras que se me ha. olvidado." El viento muere
de pronto con un golpe ronco en la ventana.
34 ELI5EO DIEGO

IV

DE LOS TERRIBLES INOCENTES

VIVIA en una buhardilla y era diariameute


feliz. La buhardilla tenía una ventana de vidrios
gruesos, como el ojo sabio e irónico de un an-
ciano que, a la vuelta de tanto amable zapato
viejo, se hubiese aficionado al agridulce zumo de
sus años. Sentado 3. su ventana-"soy, decía, la
pupila de la caaa"-miraba la extensión rojo-
desierta de la azotEa y, más abajo, ]as chimeneas
de las otras casas, negras, frágiles, con sus impor-
tantes caperuzas, que acostumbraban echar con él
una pipa de cuando en cuando. Tranquilos, so·
segados, expelían todos a un tiempo el humo gris,
y enlonces era un gusto ver, arropado al fin en
el humo, el aire.
Pero, ¿ quién que vive en una buhardilla no
es poeta? Había allí cosas, no la mesa, sino el
modo de pesar la mesa con sus desvencijadas
patas sobre el suelo, rozando al mismo tiempo
el barro de ]a pared y ardiendo con luz propia
en infinitas calidades de lumbre según que la
DIVERTIMENTOS 35

encarnase una u otra hora, relaciones,. cosas, en


fin, que pedían con verdadera urgencia que se
lea inventase un nombre. j Ah, Y qué tensa y re-
gocijada quietud hubo el día en que apareció la
primera hoja en blanco y el nuevo poeta hundió
por primera vez la pluma en el tintero! Un
candelabro roto sobre el lavabo pareció que se
cmpinase y no bastaba la brisa a justificar la
inquietud del sillón viejo. Hasta la ventana pa-
reció que mirase hacia adentro con extraña es·
peranza.
Ticrnamente le escuchaban los nombres que
iba descubriéndoles, procuraban ayudarle, no per·
mitiendo que tropezase con sus esquinas agrias,
acallando como podían esos roncos quejidos que a
las madrugadas, cuando agoniza la luna, el frío
les arranca. Hasta una tarde en que paseaba la
azotea y se acercó demasiado al borde, el muro
bajo se las compuso para adivinarle el traspiés -
último y contenerlo a tiempo.
Pero pronto se acostumbraron a oírlo -y ya se
impacicntaban cuando dejaba su trabajo. Cierto
mediodía en que quiso salir por fresco a. la azotea,
se atoró y por poco se ahoga entre el humo que
una de las chimeneas le sopló poderosamente en
la cara.
Hubo una noche en que la hoja permaneclO
obstinadamente blanca. Al día siguiente fué igual,
y al otro igual. Ya el continuado esfuerzo de antes
36 ELISEO DIEGO

lo traía flaco y débil, Y al tercer día, luego de


un desesperado argüir, le dió un mareo y cayó
de.garrándo.e la frente con el filo de la me.a.
Durmió mal, golpeadas las sienes de rabiosos cru-
jido., de pe.ados frote. entre la .ombra. A la
madrugada oe de.pertó temblando. Tenía la oen·
sación de que alguien lo miraba. Al centro de los
cristales empolvados y ahora negros de la ventana
aparecía la amarilla pupila con un helado re.·
plandor fijo.
Como un último recurso habló de sí mismo du-
rante siete días. Pareció que lo escuchaban con
interés al principio, luego distraídamente. Al sép-
timo le interrumpió un ruido fuerte. La ventana
.e había abierto de un golpe. La ca.a toda bos·
tezaba.
Re.ignadamente comprendió que había llegado
al fin de .í, dejó la pluma inútil y .alió a .~
azotea. El chirrido funéreo de sus zapatos le
advirtió dema.iado tarde. Se habían aburrido de
él y .e de.peñaba a la calle.
DIVERTlMENTOS }7

v
DEL SOMBRERILLO ALMENDRADO

PERO doña Engracia, por Dios, será posible.


¿A BUS años se compra usted ese sombrerillo al·
mendrado en rojo, con esas plumas verdes que
le buscan cosquillas al aire? Pero no saldrá usted
así a la calle. ¡Ah, pues, será posible!
Pero doña Engracia, luego de ponérselo, no
.se ha mirado en el espejo una vez siquiera. Se
sienta, la pobre, a solas con las manos descan..
sando en su falda almidonada, en ese viejo sillón
de mimbre. Un brusco remolino de la moda ha
traído, entre otras hojas, la copia exacta de un
modelo de la jnventnd de doña Engracia. Y doña
Engracia sueña que los cabellos que soportan el
peso alado .son aún castaños y sedosos, que pasea
la alameda y que los estudiantes la están mirando.
Pero quien la está mirando es la criadita, que
rompe a reír con increíble fuerza.
38 ELI5EO DIEGO

DEL TAPIZ

EXISTE una casa al borde desollado de un


preCIpICIO. En ella viven un VIeJO tapicero y
BUS cuatro nielos. Enormes nogales sombrean ]as
ventanas.

Hace ya días que el VIeJO no trabaja sino en


un tapiz sólo. Este es un tapiz enorme cuyos
tintes 80n zumos espesos; cubre desde tiempo in·
memorial un gran lienzo de pared en la sala.
Voa mañana de invierno en que no pudieron
salir al bosque, en ausencia del abuelo, los cuatro
niños rasgaron cQn infinito trabajo un extremo
del tapiz, por ver qué había detrás, sospechando
que habría una puerta. Había lo Indecible, y
por que se vea cómo era su piel, la co~pararemo8
a un vaho negro, no con lo sombrío de las noches,
con lo negro de una oquedad cualquiera.
A su regreso el viejo vió horrorizado lo que
habían hecho. Con sus instrumentos de trabajo
se precipitó al tapiz y comenzó a cubrir el rasgón
de una nueva figura. Los liños creyeron que era
un juego y, gritando, se precipitaron también al
DIVER TIlY:t:ENTO~ 39

tapiz, a destruirlo. Pero ahora lo que hay detrás


los chupa de tal modo que no pueden despren.
derse de la tela. La agitación de su terror des-
pedaza las fihras y la succión de Aquello aumenta
como un delirio.
El viejo no puede auxiliarlos porque se per-
derían todos. Su única esperanza es cubrir todos
los huecos de figuras. Sus manos vuelan inven-
tándolas, pero ya se cansa, las figuras apenas son
sus sombras.
Si llega a no poder más, aquel rasgón se ex-
tenderá por toda la tierra.
ELISEO DIEGO

VI
DEL VASO

"¡AY, DIOS mío!"-dice la señora Anisia lle-


vándose las manos pulcras a la cabeza cenicienta.
"Ya está Cristobalón co.n el pasmo". Así es, a la
verdad. Cristobalón, todo su lento cuerpo enorme
atenazado a la butaca, hasta resaltar las venas
en gruesas cuerdas azules, está inmóvil frente a
la ventana que abre a la, noche. La señora Anisia
se acerca en puntillas: "Pero Cristohalón, hijito..."
-dice m1. y suave. El hombre ensimismado se des-
ata de golpe. Densas gotas de sudor le tajan el
rostro lívido. "¡ Ah !-grita su
pequeña voz in-
congruente--. ¡Ya la tenía, cuando ya la tenía!".
Ahogando un sollozo se vuelve a la ventana.
"Cuando ya tenías qué, hijo mío"-dice la se-
ñora Anisia. "Cuando ya t~nía el asa-murmura
Crislobalón, que está derribado en la ventana-,
el asa de mi jarro". Pero ahora se yergue frente
a la noche y declama con su voz delgadísima:
((¡Tú, tú eres un sueño! Pero si yo pudiese re..
cordar mi jarro con su P€?So, ~n BU color, con
DIVERTIMENTOS 41

el frío de su barro, si yo pudiese recordar entera


una sola cosa, no te quedaría más remedio, más
remedio...". Y Cristobalón, gruñendo sordamente,
se derrumba en la butaca. "Voy por tu padre"-
gorjea temerosa la señora Anisia, dejando a Cris..
tobalón petrificado bajo el oro siniestro de la luna.

"Cristóbal" -llama el padre, firme, desde la


puerta. (.:omo Cristóbal no contesta, entra, se..
guido de la madre.
Cristóbal está inmóvil. Su rostro quieto sonríe
tranquilo. Entre las manos tiene un jarro de
barro. La luna reluce en los limpios rojos y
negros de la cenefa, bruñe los adentrosae barro.
~'Parece su vaso, el que se le perdió de Dlno-
murmura la señora Anisia-. ¿Dónde lo encon-
traste, Cristóbal?".
Pero el sereno Cristóbal ya no podrá responder
nunca.
42 ELT5Eü DIEGO

VII

DE LA PELEA

DON RIGOBERTO Rodríguez, el Gran Fabri·


cante, era un hombre macizo. '~A mí no hay quien
me desaloje"-decía don Rigoberto a propósito de
cualquier cosa, sonriendo rosáceo al extremo de
su enorme tabaco, y no había más remedio que
creerle, viéndolo plantado sobre sus cortas pata~
de hipopótamo como un primitivo arco de triunfo.

Don Rigoberto era un hombre de gran· ele-


gancia en el vestir, dentro de lo posible. Sus
modales eran impecables, aparte del tabaco-que
era ya sólo una verruga más, después de todo.
Don Rigoberto se trataba con lo mejor de lo
mejor, no vayan ustedes a creerse. Y si tenía una
extravagancia, ¿ qué gran hombre no las liene?

La extravagancia de don Rigoherto consistía en


llenar la casa de trastos. Las paredes habían des-
aparecido bajo una espesa eap"a de paisajes. Los
candelabros y las lámparas crecían en todas partes
como frutos monstruosos. No había modo de sen..
DIVERTIMENTOS 43

tarse· porque los OCi060S cojines lo miraban a uno


de mal talante, procurando ocupar todo el eSe
pacio posible en las butacas. Los muñecos de
porcelana eran ya una verdadera multitud. Las
satisfechas panzas de los jarrones, como de otros
tantos gordos empleados holandeses, proclamaban
floridamente la inamovible riqueza de don Rigo-
berto, el Gran Fabricante.

H ¿ Para qué quiere usted tanto trasto, don Ri-


goberto ?"-le decía algún amigo osado--. "Esto
ya no se usa". Don Rigoberto reía con todo el
cuerpo, en oleadas sucesivas. "Es para que se
me enrede ahí la muerte, cuando venga"-expli-
caha don Rigoberto, que gustaba de espantar con
blaB!emias a los timoratos. Y agregaba, guhiando
un ojo: "Si es que viene".

Una tarde, al regresar de sus negocios, don Ri·


goberto encontró despedazado uno de sus jarrones.
Hecho una pieza contempló el sitio desierto en
que estuviera antes, y, por el suelo, los trozos
convexos de la porcelana, desvalidos, con algo de
minúsculas bocas descerrajadas. Aquello tenía
todo el aspecto de un brutal asesinato. Don Ri-
goberto, tan sereno siempre, llamó sus criados a
gritos y juramentos. Nadie sabía na'da, nadie
había sido. Presa de una incomprensible exas-
peración don Rigoberto trajo un policía secreto
que investigase el asunto. El policía secreto, oculto
detrás de una cortina, presenció cómo un rabioso
44 ELI5EO DIEGO

golpe de viento, en 'un mediodía obscurecido re-


pentinamente, derribaba otro de los jarrones. La
furia de don Rigoberto, al enterarse, alcanzó pro-
porciones de locura. Pateó al policía y con SU8
propias manos lo echó a la calle. Abandonando
SUB negocios él mismo se emboscó en la casa. El
secretario aprovechó la ausencia de don Rigoberto
para estafarle una enorme 8uma.

Durante la vigilancia de don Rigoberto nada


sucedió digno de mencionarse, a no ser el tro-
pezón que, en su inquietud, dió con una vitrina
repleta de curiosidades, destrozándola. Por fin
regresó a sus negocios, tan demacrado por sus vi-
gilias que apenas lo conoció el portero, que Be
empeñaba en impedirle la entrada. Pero a los
POCQS días el mayordomo, exasperado por SU8 re-
criminaciones, lu.ego de deshacer una lámpara, se
fugó llevándose todos los objetos de plata. Una
infinita cadena de casualidades iba desnudando
el palacio de don Rigoberto. "Hay alguien que
compira contra mí y no quiere dar la pelea"-
gemía don Rigoberto, que ya no acertaba en Slle
asuntos y se iba arruinando. No tenía parientés
que lo encerrasen por loco, en tanto que a sus
socios convenía que pasase por cordura su delirio
aparente. Con la riqueza perdía la panza, y una
mañana-lo que de ella quedaba-amaneció pe-
la,da de la gruesa leontina de oro que era como
una cadena que lo aislaba. Dou Rigoberto perdía
DIVERTIMENTOS 45

uno a uno los obstáculos en que debía enredarse


la muerte, cuando viniese.
Finalmente empeñó sus propiedades y atestó de
cosas el p.alacio. Mesas, jarras, estatuas, lámparas,
llenaban las habitaciones hasta los techos. Así
barricado don Rigoberto se creyó seguro.
Pero no contó con los encargados del embargo.
Los encargados del embargo se fueron llevandb,
una a una, las piezas de la barricada. Por último
dejaron a don Rigoberto, que estaba enfermo, con
sólo un mal lecho en que descansarse.
Don RigobertQ, casi como vino al mundo, rogó
que lo llevasen, de paso, a la sala de los· bajos,
frente a la gran puerta de entrada.
Entre paredes desiertas, sin luz, a solas con su
cuerpo, quedó el pobre Rigoberto esperando.
"Está loco, ya se lo llevarán mañana"-dijeron
los encargados al salir. PerO' Rigoberto, a 80las
con aquel enorme cuerpo mudo, quedó esperando.
Así fué: la gran pqerta de entrada se abrió
lenta, sola, a la noche vasta, desierta.
DIVERTIMENTOS 49

DE LA TORRE

EL CAZADOR, echado en el suelo pétreo del


valle, sueña. Sueña un león erwrme. Irritado com-
prueba en el sueño que su bestia apenas tiene
forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo
logra diferenciarle las pupilas, las cerda.< de la
melena, el color de la piel, las garras. De pronto
despierta aterrado al sentir un peso fatal en el
cráneo. El león le clava los colmillos en la gar-
ganta y comienza a devorarlo.
El león, echado entre los huesos de su víctima, .
sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia
le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distin-
guirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo.
Cuando por fin separa las venas tensas en las
manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos
llevan una fuerte wnza que le clavan en la gar-
ganta rayéndola.
El cazador lo desuella, echa los huesos a un
lado, se tiende en la piel, sueña un león erwrme.
Los huesos van· cubriendo todo el valle, as-
cienden por la noche en una alta torre que no
cesa de crecer rw.nca.
50 ELISEO DIEGO

DEL SEÑOR DE LA PEÑA

EL PALAOIO, deshabitado hacía veinte años,


Be alzaba en un peñón a la salida del pueblo,
donde los vientos Jo rodeaban persiguiéndose en
sus juegos salvajes y do~de el mar rompe los
puños iIúinitos en su larga quere]]a que no ter·
mina nunca.
Los reparadores lo repararon un mes antes y
en seguida llegaron veinte camiones cargados de
muebles para las veinte habitaciones de la casa,
el camino a muchas de las cuales se ha perdido.
El portero, la cocinel'a, el jardinero y la ca~
marera, contratados previamente por el nuevo
dueño, loiVieron llegar apoyados en el muro del
portal. "Deben ser un regimiento"-suspiró la co-
cinera. Y los otros asintieron con las cabezas, me-
lancólicos.
Pero al final de la procesión no venía sino UD
8010 automóvil, y, dentro, sólo el nuevo Señor de
la Peña. "Menos mal"-suspiró el jardinero. Y la
camarera propuso, fervorosa: ~~Así sea".
DIVERTIMENTOS 51

HEs un muchacho, un verdadero niño"-dijo la


camarera, arreglándose el pelo y procurando verse,
de costado, en el vidrio de la despensa. HBueno
-dijo el jardinero, dejando la hoina sudada sobre
la mesa de la cocina y secándose el sudor con un
enorme pañuelo rojo y gualda-o Un niño con
cara de viejo. ¿A quién se le ocurre... ?". Y pro~
cedió a contar cómo el Señor de la Peña se había
empeñado en que él escondiese los tiestos de las
rosas entre las hojas de la palma. "Además-
agregó', mirando significativamente a la cama-
rera-, apenas puede -tenerse en pie". "Claro-
repuso ella, furiosa-, con el dolor que le ha
dado en la espalda al pobrecito".

'"Es un bendito de Dios"-afirmó el portero, que


era también "valet" del Señor de la Peña-o "Ahí
metido entre sus libros, con esas ropas que pa~
recen de cura, y siempre Hme hace usted el favor",
"tiene usted la bondad", "tantísimas gracias". Si
hasta me pidió perdón cuando le derramé el café
encima". La cocinera se puso en jarras: ~'iRop·as
de cura! i Había que verlo cuando vino de montar
a caballo! Todo sucio y con las hotas... Un tár-
taro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme
52 ELISEO DIEGO

el ron, las palabrotas, total por nada. i Eh! ¡Ni


mi difunto marido!". "Vaya, vaya-dijo el por-
tero, contando distraídamente unas monedas-, un
momento malo ]0 tiene cualquiera".

~~Un
viejo - dijo el jardinero descargando el
puño sobre la mesa - , digo que es un vicjo y que
es una desgracia que le estés detrás". "¡ Oiganlo!
-chilló la camarera-o i Un viejo! i Viendo vi-
siones! Si lo dice por el modo de pensar, está
bien, que por otra cosa...". 4'Bueno-intervino el
portero, conciliador-, un poco calvo y ya duro,
pero no tanto como viejo. Como es rubio...".
"¡Calvo y rubio!- ¡Negro, un indio!"-eortó la
cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban
a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando
el portero, que ha leído su poquito y es, en suma,
un intelectual, detuvo el brazo armado de la co·
cinera y reclamó atención y calma. "Esto es muy
extraño--dijo--. Parece que hablamos de cuatro
personas distintas. Y pensándolo un momento,
los cuatro juntos no lo vimos más que UDa vez,
a BU llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo
podía ser un 080. ¿Habrá tres impostores en la
casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo,
ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de
dejar allí".
DIVERTIMENTOS 53

Pero la cocinera propuso que fuesen primero


por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor,
se asomasen loe cinco por la ventana del estudio.

El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa,


pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto
respaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza
de la claraboya. "Si ése es el Señor, es un mu..
chacho"-dijo el asombrado jardinero. La cama·
rera se cubrió la cara con las manos: "Tenías
razón, es un viejo horrendo"-dijo. El portero dió
un paso atrás, persignándose: "Es un puro de·
monio" - murmuró. La cocinera, cruzadas las
manos sobre el delantal, miraba al Señor de la
Peña beatíficamente. Entonces el policía, que
daba muestras de impaciencia, le tiró malhumo-
rado de la manga: "¿ Qué estás tú mirando? Ahí
no hay nada más que 1ma silla vacía."
54 ELISEO DI EGO

II

DEL ESPEJO

HABlA sufrido un cambio radical. Amaneció


zurdo cuando siempre Be valió de la derecha. Su
mano izquierda, tan apacible e incompetente, ad..
quirió una habilidad siniestra. Sus amigos lo mi..
rabao con el cubilete y comentaban perplejos:
"Jamás vimos una siniestra más siniestra".
Era republicano y amaneció monárquico. Le
gustaban los niños y esa tarde compró a un glo-
bero todos BUS globos y con el fuego del cigarro
-antes no fumaba-los rué reventando uno por
uno entre un corro de niños espantados.
Era comedido, todo un caballero. Pues se apa-
reció con una risa grosera y descarada de villano.
¿La explicación? Un crimen horrendo.

Aquella noche, mientras se arreglaba la corbata


de etiqueta, pensó por centésima vez si el gran
DIVERTIMENTOS 55

espejo de su escaparate no sería, en realidad, una


puerta. Medio en broma alargó una pierna y no
encontró obstáculo. Entró en el espejo de costado,
con el gesto inconsciente de quien se desliza. La
excesiva solicitud de su imagen debió prevenirlo,
pero, ¿ quién piensa en su imagen a no ser como
un sirviente, cuya fidelidad no se discute? Ni
siquiera pensó en ello.
Su etiqueta era de invierno, pero en el corredor
del espejo hacía un calor sofoeante. HIré hasta
el' recodo"-se dijo, hasta el recodo que siempre
imaginó que ocultaría las vistas distintas y asom-
brosas. (La coincidencia se agotaría en los dos
aposentos: el del espejo y el suyo. Más allá co-
menzaría el asombro.)
Llegó hasta el recodo y lo dobló, como era su
propósito. Entonces vino lo horrible: su imagen,
que se había deslizado afuera y lo acechaba oculta
detrás del escaparate, alzó la silla y la arrojó
contra el espejo. Mientras se astillaba y venía
abajo pareció que la víctima agitaba sus brazos
con angustia, allá en el fondo.
El asesino terminó de arreglarse la corbata y
se alejó sonriente.
56 ELrSEO DIEGO

DEL VIEJECITO NEGRO DE LOS VELORIOS

ES EL VIejecito negro de los velorios, el que


se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre
las piCTIl3S, el sombrero hongo sobre el puño del
paraguas, la cara tan compuesta y melancólica
que es la imagen de la oficial tristeza; a quien
nadie pregunta con quién ha venido, porque se
supone siempre que cs el amigo del otro, y por-
que armoniza tan bien con el dolor de la casa
aquella su antigua y espléndida tristeza.

y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso,


como dolido de que el muerto no participe tam-
bién del piscolabis. Y si no le dan, se está callado
y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de
repuesto.

y cuando desaguazan la noche de entre el aire,


quedando apenas sus últimos posos, y echan en su
sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se
escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el
cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la
calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la
madrugada.
DIVERTIMENTOS 57

y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible


de los velorios.
En todos ha estado, vestido de distintas trazas,
desde el principio del mundo. Y en todos estará,
hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de
su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.
58 ELISEQ DIEGO

III

DE UN CONDESTABLE DE CASTILLA

..... tenía las cervices torcidas y


los ojos un poco bizcos."
(Libro de [os Claros
V arones d~ Castilla)

TIENE las cervices torcidas y los ojos un poco


bizcos, como el otro Condestable, el Bueno. Su
lorso cs corto, acojinado, y se adivina cubierto
. de selva recia bajo ]a pelliza de cuero amarillo,
que a la altura del pecho cruza la cadena férrea.
Las manos, a los extremos de los brazOl9 cortos,
descansan en el pomo de la espada: 80n manos
pequeñas, bastas, cubiertas, como las garras de
un animal, de cerdas espeaas. A sus espaldas hay
un arco, por el que parece que hubiese entrado
desde el jardín deslumbrante, en que sohre el
fondo blanquecino de unos montes desnudos cortan
los cipreses sus tersas figuras minerales.

El coleccionista ha encontrado el retrato en un


monasterio casi en minas. Según sus cuentas, de-
biera ser el retrato de un Rey de Castilla y su
privado. Pero allí no aparece sino el privado.
DIVERTIMENTOS 59

Quizás sea tan sólo un fragmento del original,


aunque semejante solución resulta a todas luces
imposible.
El coleccionista pasa horas enteras mirándolo.
Le fascinan, especialmente, las manos. Y es en las
manos donde halla su respuesta.

Cada vez que consultamos el reloj, lo que vemos


es una imagen fija: las manecillas forman una
figura al parecer inmutable. Sólo si tenemos la
paciencia de no apartar la vista percibiremoe el
trabajoso arrastrarse del minutero, y luego, cuando
ya estén doloridos los ojos, el pesado andar del
horario. La que era imagen fija aparece dotada
de movimiento, movimiento que para u~a cria..
tura de "tempo" mucho más lento que el nuestro
resultaría quizás vertiginoso.
Pues el pasmado coleccionista comprueba que
los gruesos dedos peludos "se mueven", como que·
riendo cambiar de posición. Trátase de un movi·
miento apenas perceptible, pero abrumador en su
innegable realidad. Para el hombre que aparece
en el lienzo ojival, como asomado a la ventana
de un claustro, una o dos. de nuestras horas serán,
quizás, apenas uno de los minutos suyos.
En los largos siglos pasados entre la penumbra
de la ruina, ¿ qué solo acto de absnrda y horrible
violencia habrá cometido aquel hombre de cer..
vices torcidas? La lividez de su rostro, que hace
60 ELISEO DIEGO

resaltar malignamente la bizquera de 108 ojos ne-


gros, ¿será la del asesino que "acaba" de apu-
ñalear a su víctima?
El coleccionista siente una repulsión irresistible.
Devolverá aquello a la sombra de que lo tomara.
Pero entonces lo acomete una duda alroz. Al cabo
de los años que sean, ¿ no será él responsable de
una pavorosa intromisión del delirio en la débil
realidad de los hombres, siempre tan amenazada
de sombras? ¿No llegará un tiempo en que ea-
tará vacío el jardín, hecho ahora el rC1rato un
paisaje siniestro? ¿ Qué graves transformaciones
ocurrirían cuando "aquello" saltase, al fin, a las
piedras nuestras?
El coleccionista toma el largo cuchillo en 8U8_
maD06 trémulas: tócale el grotesco papel de ver-
dugo.
¿ Tendrá luego el valor de no deshacerse del
retrato maldito, de observar, a través de los años,
cómo empiezan a surgir los primeros síntomas
de la agonía, las últimas señales de la lDuerte?
Hasla que aparezca el cuadro nuevo: "Cadáver
de un Condestable de Castilla".
DIVERTIMENTOS 61

IV
DE LOS PASTELES

JAN van Aaltz, el paBtelero de Sevilla, sale a


la calle gritando: H ¿Dónde estás, Juanillo, aprendiz
de mi corazón? Ven acá, alma de cántaro". Y
sus gruesos carrillos se hinchan de rabia.
En el zagnán hay algnnos barriles vacíos. El
gordo pastelero entra de pronto y se acerca a uno
de ellos en puntillas. Alza la tapa con un gesto
brusco y su mano reaparece con el aprendiz cogido
de una oreja.. "Comiéndote otra vez los pasteles
de Su Ilustrísima"-chirria sacudiéndole los ca-
chetes. Juanillo vocifera y jura por todos los
santos que él no ha sido.
La escena se repite con tanta frecuencia que la
vida se le hace imposible al pequeño aprendiz.
Por fin decide pactar con el diablo. Que el diablo
le garantice que nadie se comerá 108 pasteles de
Su Ilustrísima, o que Juanillo pueda comérselos él
y, sin embargo, reaparezcan intactos a la mañana.
Es la hora de medianoche. Jnanillo desciende
62 ELlSEO DIEGO

las escaleras temblando. Los viejos escalones gimen


y el candil provoca las sombras a una agitación
extraña. Por el recodo asoma la nariz de Juanillo.
Asoma, no más, porque la ticnda aparece ilumi-
nada de una luz verde, fosforescente, al centro de
la cual hay una especie de cabra gigantesca. Guiña
con malicia los ojos fúnebres y engulle, uno tras
otro, los pasteles de Su Ilustrísima.
El pacto es imposible.
DIVERTIMENTOS 6}

v
DEL POZO EN LA SALA

EL RECAUDADOR desciende la calle empinada


con cuanta gracia le es dable. Trae un enorme
sombrero de plumas y se apoya delicadamente en
su alto bastón con borla de colores. El espadín
se bambolea, casi a su espalda, haciendo de él
una discreta burla. A pocos pasos detrás viene
un negrito con el recado de escribir. Es un niño
o un enano, viste anchas babuchas purpúreas a
franjaB azules, lleva un enorme turbante verde
cuyo volumen es, aproximadamente, el de todo
su cuerpo.
He aquí, por fin, una casa propICia: gasta es-
cudo de armas sobre la puerta. (En realidad,
medita el Recaudador, que es poeta, no lo gasta
la casa, sino que lo gasta el tiempo con el frote
de su piel y el roce de sus garras.) El Recaudador
detiene al negrito con un gesto de su manga de
encajee y llama ceremoniosamente a la puerta.
A poco se abre la puerta sin ceremonia alguna
y aparece un hombre esquelético obstruyéndola.
64 ELISEO DIEGO

Las ropas le cuelgan desganadas de los huesos,


los ojos negros están al fondo de las órbitas des-
nudas, la Loca es sólo un hueco, ]a cabeza más
que calva, la piel una abominación caliza. "¿ Qué
se le ofrece ?"-pregunta un viento soplado dé·
bilmente en el desierto mientl'as la garra pelada
pasea una estaca enorme.

El azorado Recaudador consulta, por ganar


tiempo, un pergamino. "¿ Aquí vive-dice por fin
atropelladamente-don Alvaro Avalos Garrados?".
"No-le contestan por lo agrio-, aquí quien vive
cs don Alvaro Avalos Gan'ados". Y le dan con la
puerta en las narices.

¿ Qué hacer?, medita el Recaudador encoglcn-


close de hombros mientras prosigue a la casa pró.
xima. Aquí le abren con toda cortesía y le invitan
a pasar adelante. El señor de la casa es también,
cosa extraña, de una suspirada flacuencia. Es
joven, lleva su propio pelo a la altura de 108
hombros y-rusticidad que estremece al Recau~
dador-una barba como hace veinte años no se
ve por Castilla. H ¿Aquí vive-pregunta al fin el
Recaudador sobre el vaso de vino-don Félix
Vargas Azogue". '"Justamente-responde su an-
fitrión-, justamente. Como dice Usiría con
acierto-responde estirándose-, aquí vive el va-
liente don Alvaro Avalos Garrados, para servir a
Dios y a BU Majestad Católica", '"Si esto es una
broma-dice el Recaudador levantándose-no estoy
DIVERTIMENTOS 65

para ella". Y ya en la puerta se vuelve y da


al señor de la casa un fuerte tirón de la barba,
quedándosela entre los dedos. He aquí una oque-
dad desportillada que el Recaudador ha visto
antes, una piel acartonada, una calva más calva
que l~ calvicie-pues, con la barba, se ha venido
el pelo abajo. Pero el señor de la casa, sin in-
mutarBe y sonriendo dulcemente, cierra firme la
puerta.
"Se trata de una trampa del Santo Oficio
para perderme-murmura el perplejo Recaudador
mientras prosigue calle abajo, seguido de su am-
bulante recado de escribir-no debo darme por
aludido".
A la tercera casa abre un niño la puerta. Es
un niño delgadísimo, con unos rizos cenicientos
que le caen ahundos08 sobre los hombros escu-
rridos. H ¿Aquí vive, criatura, don Alvaro AvalOB
Garrados?"-pregunta el Recaudador. "Sí-chi-
rria el niño con su vocecilla lejana-, aquí vivirá,
si me dan salud". Pero el Recaudador, ya esca-
mado, le tira como por juego de los rizos y se
queda con ellos en la mano. Tiene delante, aun-
que visto a una distancia infinita, despellejado y
pálido, al mismo viejo del origen. El mismo Re-
caudador cierra ahora la puerta y prosigue por
inercia calle abajo.
Cuando Be detiene frente a la prOXlma casa el
recado de escribir se anima mil~grosamente y
66 ELlSEQ DI EGO

advierte con voz bronca: "Amo, ésta es nuestra


propia casa". Pero el Recaudador, sin escucharlo,
golpea ya a la puerta y, como nadie responde, la
abre y pregunta si allí vive don Alvaro Avalos
Garrados. Simultáneamente se abre otra puerta
en el interior de la casa y aparece en ella otro
Recaudador, que, llevándose la mano a la cabeza,
quita la empolvada peluca revelando una calva
de esqueleto, unos ojos sumidos, una boca como
una pelada caverna. El Recaudador siente que
tiene algo en ]a mano y es su propia peluca blan~a.
Fascinado por el esqueleto en el espejo da un
paso adentro sin advertir que su casa es ahora
sólo un enorme pozo negro, que reverbera de ecos
que afirman que allí es donde vive don Alvaro
Avalo. Garrado•• el Recaudador de Toledo.
DIVERTIMENTOS 67

DEL ALQUIMISTA

SABEN positivamente, los que de tales cosas


entienden, que en la ciudad de Aquisgrán, y a
fines de la Edad Media, un judio alquimista halló
el secreto de no envejecerse. Fortalecido por su
pócima, que le permitiría vivir en todo vigor
ciento cincuenta años más que el común de los
hombres, dedicó la plenitud de sus días a buscar
el secreto de no morirse. Dicen que lo halló, y
que desde entonces, oculto en BU obscura covacha,
tropezado de telarañas y surcado de grueso sudor,
busca aquel veneno poderoso sobre todos que le
permita, al desgraciado, morirse.
68 ELI5EO DIEGO

VII

DEL ZAPATERO Y LAS CIUDADES

LE DIO una locura llilnlma, modestísima. Era


tendero, de una pequeña tienda de antigüedades,
y se llamaba Pedro Alvarez. En su delirio no
imaginó ser Napoleón, ni Alejandro, ni CéBar.
Anunció que se llamaba Johao Schleiben, y, en
un csparol chapurreado, agregó que era "zapa-
tero en Amsterdam". Su mujer trató de rebatirle
la locura, pero él insistía en preguntar, con su
obscura jerga, cómo habían llegado a tan extraña
ciudad; de modo que cuando por tercera vez la
llamó su "bequcña Grreta" se cansó ella y lo en-
tregó a las autoridades sanitarias.
De no haber sido la locura y las personas en..
vueltas tan humildes, quizás se hubiese aclarado
todo satisfactoriamente, aunque algunos opinen
que la aclaración lleva por debajo una sombra
aún más impenetrable.
Decimos esto porque en ningún diario salió pu..
blicado que un tal Johan Schleiben, zapatero de
Amsterdam, había concebido el jamás visto de..
DIVERTIMENTOS 69

lirio de creerse un anticuario de Manila,. Filipinas,


llamado Pedro Alvarez. Y como ningún diario
publicó las fotografías del caso, no pudo saberse
nunca que el Johao Schleihen, zapatero en 'Ams-
terdam, era la reproducción exacta del Pedro Al-
varez, anticuario en Manila, cuya locura era in-
versa exactamente. Ni que sus mujeres, aparte
de algún detalle en los matices, parecíanse como
dos gotas de agua. Ni se les pudo confrontar a
los cuatro nunca, lo que. por otra parte. quizás
hubiese resultado fatal para la salud de las buenas
señoras.
¿Siguen paralelas las vidas de ellas? ¿ O se
habrá roto para siempre e'8te múltiple parale-
lismo obsesionante? Los nudos, dice Alejandro
Magno, cuando no pueden zafarse, se cortan.
Quizás la Naturaleza, enredada a más no poder,
optó por la solución de Alejandro.
70 ELISEO DIEGO

VIII

DE LAS DIFERENTES SUERTES


DE LOS DEDOS

AL TIO Pedro le han cortado este dedo, porque


tenía gangrena. No sabemos, en verdad, qué tenía
el dedo, sólo que se había puesto negro y se ne~
gaba a que el Tío Pedro lo moviese.
Uno dice, por costumbre, ~~mover la pierna",
"mover el brazo", como si se tratase de los viejos
zapatos roídos de arrugas a nuestro servicio, que
aun siendo parte de nosolros mismos es posible
quitar, dejar, olvidar. Pero de su brazo debiera
uno decir "moverme el brazo" o, más exactamente,
"moverme", sin decir qué se mueve. i Con qué
espantado asombro descubre uno que al fin era
lo justo '~mover el dedo"!
Pues que al fin el dedo está ahí sobre la mesa.
Renegrido y tirado sobre el dorso, sólo un gusano
que no acierta a levantarse, pesando en el cristal
con un peso que es suyo propio, en absoluto inde-
pendiente del Tío Pedro. Sin embargo, la si-
DIVERTIMENTOS 71

tu ación es extraña, es regocijante y amarga a un


tiempo como un brebaje en que mezclan vino y
vinagre.

Por una parte, el Tío Pedro contempla BU mano


mutilada-precisa cerrar los ojos-y siente que
allí hay un dedo, no el rebelde, sino un dedo
libre, desembarazado, ideal, que se pliega deli·
ciosamente a cuanto quiere el Tío Pedro. Es, en
efecto, la misma sensación descansada de cuando
el Tío Pedro se quita los zapatos. Por csta parte
la coea sobre la mesa parece en realidad superflua.

Por la otra, los dedos que restan se animan en


dolorosas contorsiones, en una danza destinada a
convocar al ausente, que sólo hace corpóreo su
vacío. Si cuando muere alguien a quien amamos
es que nos cortan un miembro, en el caso del Tío
Pedro es que se le ha muerto alguien.

¿Será-pienea por último el Tío Pedro, en una


reflexión que reconoce, con legítimo orgullo, como
de orden metafísico--que mi forma es realmente
indestructible, que mi espíritu tiene él también
brazos y piernas, que no es uno de esos globos
incandescentes de los ocultistas? Entonces, ¡ qué
aéreo dolor el de las espirituales muelas ¡Porque
habiendo muelas espirituales habrá, por alado que
se quiera, también el necesario dolor. Y hasta
puede que haya que cortar ese dócil dedo invi·
sible, dejando sitio a quién sabe qué estilo de
72 ELISEO DIEGO

dedos. El Tío Pedro cierra los ojos mareado por


el infinito que ha entrevisto.
Luego, desechando sus problemas, abre otra vez
108 ojos a su forma indestructible-que aparece
en el hueco de su mano.
DIVERTIMENTOS 73

IX

DEL MUERTO

"SE ACABA de morir un hombre ahí detrás"


-dijo el vecino señalando el muro medio derruído
de una casa desierta. El Tío Pedro se detuvo para
mirar, con nuevo interés, el muro de ladrillos sobre
el que asomaba -la fronda incendiada de un fram-
boyán. "Estaba sentado en ese banco---dijo el ve·
cino señalando con su paraguas en el parque-y
parece que se sintió mal. Se levantó entonces,
tambaleándose como un borracho, cruzó la calle
---el paraguas negro indicaba el camino, riguroso,
a través del aire apaciblemente dorado de la
tarde-, abrió la verja y se tumbó ahí detrás, a
morirse. Es lo que yo llamo el colmo de la dis·
creción". El Tío Pedro miró el banco abando-
nado, la calle de tierra, la verja aun entreabierta.
De modo que estas cosas habían alcanzado hoy
su sentido oculto y terrible, habían representado
ya sus partes en la comedia para la que fueron,
con exacta previsión, creadas y dispuestas: el
banco de un parque, una calle, la puerta de un
74 ELI5EO DIEGO

cercado, y reuniéndolos en asombrosa unidad los


últimos pasos de un agonizante. H Así cs-mur.
muró el Tío Pedro, con un vago movimiento de
la mano-que para iluminar todo esto como un
relámpago nació y se emborrachó de muerte hasta
no poder más". "¡Qué Illona la que estará dur-
miendo! "--comentó el vecino. "Pero usted-dijo
el Tío Pedro-lo habrá visto". "No-dijo el ve-
cino-, a mí me lo contaron. Aunque el muerto
estará todavía ahí dentro", Y con paso decidido
cruzó la calle, abrió brusco la verja y se coló ~n
el patio seguido del Tío Pedro.

"J c, je-rió el vecino literalmente-, ya se lo


llevaron". Se habían detenido frente a un ángulo
del patio que cerraban los altos muros de ladrillos
crecidos de rastrojos. En las yerbas estaba aún
marcado el sitio que ocupara el cuerpo y junto
al tronco del árbol en llamas, dispuestos con una
nitidez absurda, aparecían un par de zapatos y
un saco remendado. El vecino, apoyado en su
paraguas, los contemplaba visiblemente molesto.

4'Aquí no pasó nada-anunció pateando una lata


vacía, que resonó furiosa contra el muro-o Es
más, y ya que dicen que nadie lo eonocía en el
barrio, estoy por creer que no se ha muerto
nadie". "Así es"-dijo el Tío Pedro. Con la
punta de su bastón removió el saco de lana, des-
arregló la simetría de los zapatos, cuyos adentros
bañó un instante el sol grave del atardecer-todas
DIVERTIMENTOS 7;

aquellas minas, en fin, desesperadamente salvadas.


A sus espaldas, mientras marchaban ,el viento, so·
pIando fuerte de pronto, animaba loa paños ol-
vidados.
DIVERTIMENTOS 79

El jamaiquino remueve, en la olla de hierro,


el mochuquillo. "Yo no me he robculo "",ro".
Las paredes, de suciedad sólo, están mal tra-
badas y entra una ráfaga fría que quiere apagar
el fuego y persigue las llamas entre las piedras
renegridas. El jaluaiquino lo alimenta de ramas
secas. "Yo no me he robado nada".
El mar, gris, frío, otTo mar de pronto, golpea
agriamente en la arena. "Yo 110 sé nada"--dice
el jamaiquino-; "yo sólo quiero irme". Y se
po"" a soplar, sobre las hojas frescas del plátano,
el machuquillo hirviente.
80 ELlSEO DIEGO

El Tío Pedro está sentado en su mecedora del


portal. Calvo, barrigón, el calor le ha abierto la
camisa y le ha puesto una penca en las manos.
De mala gana se abanica el Tío Pedro. Cansado
como está y el calor no lo deja quieto. j Ah, pucs!
El Tío Pedro se echa freaco y se mece y mira.

¿ Qué mira? Mira la calle nocturna y puede


que la compare con la otra que hizo la tarde.
Piensa que hahrá que reparar la verja, que de
mohosa se cae a un lado como con reuma. En
la calle, callada, no pasa más que la noche, lenta,
tensa.
De pronto, en la verja, aparece una forma
blanca. Es una mujer pequeña, encogida, que se
apoya en un hastón. Lleva]a cabeza cubierta con
una toca blanca. La cara negra se le confunde
en la noche y apenas se distingue.

'''¿Aquí vive el señor Pedro Pérez?"-dice con


su voz cascada, en su idioma lento, tierno, de
negra vieja.

"Yo soy"-responde el Tío Pedro, retórico. Se


DIVERTIMENTOS 81

levanta trahajosamente y, bamboleando el vientre


enorme, se acerca a la verja.
La anciana lo mira detenidamente, entornando
los ojos. "¿Tú?"-dice-. ¿Tú, mi niño Perico?
Mi niño Perico no tiene barriga y le 80bra pelo.
¿Dónde está mi niño?".
"¡ Vieja! -le grita el Tío Pedro a 8U aya-,
¡Aquí no vive, aquí no vive nadie!".
82 ELlSEO DI EGO

11

EL TIQ Pedro trae a su nieto Pedro de la mano.


Lo fué a buscar a la escuela y ha sido un amargo
camino, porque al pequeño Pedro se le rompió la
pizarra y, con insospechada fuerza de pulmones,
no cesa de proclamarlo al mundo entero. Ya viene
más tranquilo, ya se seca los ojos con el dorso de
la mano.

Pero a la entrada de la casa una vecina los ha


8orprcndido. Con el niño en brazos descubre
regocijada que es igualito al Tío Pedro, quien pro-
cura sonreír como puede. El otro Pedro empieza
a patalear y hay que bajarlo.

Ya en la sala el Tío Pedro se sienta al nieto,


que llora a grito tendido, en las piernas. Le cuenta
cómo a él también se le rompió cierta vez la pi-
zarra. Un grandullón tropezó con él y la pizarra
Be vino al suelo. El nieto lo mira incrédulo,
porque el Tío Pedro piensa en otra cosa. Piensa
en que a la verdad él es igualito a su nieto. "Y
los pedazos negros estaban dentro del charco como
otras tantas islas. Y en una hahía una hormiga
que no sabía que hacerse, en aquella isla desierta.
DIVERTIMENTOS SJ

Yo tenía los zapatoB rotos, el agua fría entró y


me mOJo las medias. Empecé a estornudar". El
Tío Pedro se sorprende dando detalles- innece-
sarios. Pero el niño, más tranquilo, le dice son-
riendo: H¿Tú lo viste?". El Tío Pedro aparta
los ojos a la ventana, donde comienza a llover
de nuevo. Comprende asombrado que no estaba
inventando nada. "Sí-dice, estremeciéndose con
el frío del agua, que le cala las media. a la vuelta
de los años-, yo lo he visto".
84 ELI5EO DIEGO

III

. AL TIO Pedro se le ha muerto el mejor amigo.


Extraña y propiamente la mañana amaneció gris,
húmeda a pesar del calor intenso. Llueve a golpes.
El Tío Pedro, entre un grupo de asistentes al
velorio, contempla los lavajos en la calle de tierra.
Son rojos y reflejan los postes negros, delgadO<!, y
los alambres finos como de tela de araña. El
muerto está allá dentro.

Un recién llegado, sacudiéndose la llovizna, pre-


gunta en voz baja de qué ha muerto. El Tío Pedro
responde en voz baja. El recién llegado sacude
la cabeza. Es como si el que ha muerto hubiese
cometido un acto imperdonable, una falta in-
decible, que los amigos procuran ocultarse. El
muerto está allá dentro.

Al fin el Tío Pedro se decide y entra a dar el


pésame. Entra aplastado entre la puerta y una
señora enorme que se empeña en salir a toda
prisa. En la capilla, a un rincón, hay un horo-
brecito vestido de negro que nadie conoce, con
la melancólica cabeza inclinada sobre el puño
de un paraguas enorme. El Tío Pedro se encuentra
DIVERTUdENTOS 85

en IOB braz08 de la madre, la doliente, que le 80-


lloza en el hombro: uMe lo han matado, Pedro".
El Tío Pedro, que sabe que su amigo murió de
los riñones, 8e acerca temeroso a la caja. He aquí,
pues, el asesino y la víctima a un tiempo. Largo
rato contempla aquel extraño, aquel desconocido.
De lo que era capaz.
86 ELI5EQ DIEGO

IV
EL IBA a marcharse de todos modos. "Por aquí
no pasa tren hace veinte años", le habían dicho.
Pero él se sentó junto a la línea, con el bulto de
su ropa a un lado. HEs que aquí hace fresco"-
explicó, justificándose, aunque nadie había ya que
10 oyese-o "Este es el campo, éste es el cielo,
éstas son las auras"-dijo, indicando a su soledad
cada cosa-o "Por eso vengo a esle sitio, por lo
hermoso que es". Y porque iba a marcharse de
todos modos.
A poco comenzó a llover. El agua le caló la
ropa, le caló la carne, le caló los huesos, le llegó
al alma misma. "Por eso vengo a esle sitio cuando
llueve"-dijo, justificándose-o "Porque me lava
tanta costre de churre", Y porque iba a mar~
charae de todos modoa.
El sol lo abrasó. La noche lo heló. El bulto de
la ropa, que se había metido entre la camisa y el
pecho, ya no era más que un bulto. Pero él iba a
marcharse de todo8 modo8.
A la madrugada estaba tumbado de espaldaa
junto a la línea, p08eído de fiebre. En 8U delirio
DIVERTIMENTOS 8'7

creyó oír el silbo de un tren de carga, el resoplar,


cada vez más próximo, de la máquina, el coro
magnífico de las ruedas. "¡Aquí me voy yo!"-
gritó con todos los pulmones, atorándose y des-
pertando de pronto. Luego de estornudar con
toda el alma sus ojos desmesurados vieron, bajo
el puente, ya en el recodo, las luces finales del
único tren de carga que pasara por allí en veinte
años. Le pareció que alguien le decía adiós, pero
estaba ya muy lejos,
¿ Sería aquél el único tren, empezarían a pasar
ahora con frecuencia, habría que aguardar otros
veinte años? Y si pasaban, aquella hambre suya
de cualquier cosa, ¿lo dejaría esperarlos despierto?
Los párpados ya se le cerraban.
Pero, vivo o como fuese, él iba a marcharse de
todos modos.
88 ELI5EO DIEGO

DEL OBJETO CUALQUIERA

UN OIEGO de nacimiento tropezó, por casua·


lidad, con cierto objeto que llegó a ser su unlca
posesión sobre la tierra. No pudo nunca saber
qué cosa fuese, pero le hastaba que BUS dedos lo
tocasen en un punto y, a partir de esle principio,
recorriesen el maravilloso nacer las formas unas
de olras en sucesivos regalos de increíble gracia.
Pero en realidad no le bastaba, porque la parte
que sahía no era más que la sed de lo perdido,
y comprendiendo que jamás llegaría a poseerlo
enteramente, lo regaló a un sordo, amigo BUYO de
la infancia, que lo visitó por casualidad una tarde.
"¡Qué hermosas muchachas!", vociferó el sordo,
"¿Qué muchachas?", gritó el ciego. "¡Es8B!", aulló
el sordo, señalando el objeto. Al fin comprendió
que no se entenderían nunca de aquel modo y le
puso al ciego el objeto entre las manos. El ciego
repasó el peso familiar de las formas. "¡ Ah, sí,
las muchachas", murmuró. Y se las regaló al sordo.
El Bordo se las llevó a la casa. Eran tres mu-
chachas, cogidas de las manos. Gráciles e infi..
DIVERTIMENTOS 89

nitas respondíanse las líneas de los cabellos, los


brazos y los mantos. Eran de marfil casi transpa-
rente. Vetas de lumbre atravesábanIas por dentro.
El sordo, cuyos ojos eran de águila, sorprendió
en el pedestal un resorte. Al apretarlo comenzaron
a danzar las doncellas. Pero luego el sordo com..
prendió que jamás llegaría a pOBeerlas entera·
mente y regaló las tres danzantes a un amigo que
vino a visitarlo.

"¡ Qué hermosa música!", dijo el hombre, se-


ñalando a las doncellas. ~~ ¿Cómo?", dijo el sordo.
"¡La música de la danza!", explicó el hombre.
"Sí - dijo el sordo - , música entendí, pero no
sabia que la hubiese". Y regaló al hombre las
trea danzantes.

El hombre se las llevó a la casa. Era la mú-


sica como el soplar del viento en las cañas: ago·
nizaba y nacía de sí misma, y su figura eran las
tres danzantes. Maravillado el hombre contem-
plaba la perfecta unidad de la figura, la música
y la danza. Pero luego comprendió que jamás lle-
garía a poseerlas enteramente y las regaló a un
sabio que vino a visitarlo.

HILas Tres Gracias!", exclamó el sabio. ~~ ¿Sabe


usted lo que tiene? ¡Son las Tres Gracias que hizo
Balduino para la hija del Duque de Borgoña'''.
El hombre comprendió que aquéllos eran los
nombres del misterioso apartamiento que había
90 ELISEQ DIEGO

en los rostros de las danzantes. "Usted piensa en


ellas", confirmó, señalándolas. Y el sabio se llevó
las Tres Gracias a 8U casa.
Allí, encerrado en su gabinete, las hacía danzar
y les pensaba en alta voz 108 nombres verdaderos,
las secretas relaciones de sus cuerpos en la danza
y de la danza y los sonidos, el mágico nacimiento
de sus cuerpos, hijos de ]a divinidad y el amor
del artesano. Pero a poco murió el sabio, lleván-
dose la angustiosa scnsación de que jamás, por'
mucho que viviese, las poseería enteramente.
Su ignorante familia vendió las Tres Gracias a
un anticuario, no menos ignorante, que las aban-
donó en el escaparate de los ja.guetcs. Allí las vió
un niño, cierta noche. Con la nariz pegada al
vidrio se estuvo largo tiempo, amargo porque ja-
más las tendría. Así habla de ser, porque, a poco
de marcharse el niño a su casa, un incendio de-
voró la tienda,. y, en la tienda, las Gracias.
Esa noche el niño las soñó al dormirse. Y
fueron suyas, enteras, eternas.
INDICE
Pág.

De "El Libro de Petronio" 9


De las sábanas familiares 13
I. De las hermanas 14
11. De Jacques 16
IIJ. De su noche de gran triunfo 18
De cómo su excelencia halló la hora 19
IV. De Esperanza Venablos 22
V. De la máscara 23
VI. De los zapatos viejos 25

Del perro 29
l. Del vertedero 30
11. De la silla 32,
111. Del viento . . 33
IV. De los terribles inocentes . H
V. Del sombrerillo almendrado 37
Del tapiz 38
VI. Del vaso 40
VII. De la pelea . 42
Pág.

De la torre 49
1. Del señor de la Peña 50
n. Del espejo 54
Del viejecito negro de los velorios 56
IlI. De un condestable de Castilla 58
IV. De los pasteles 61
V. Del pozo en la sala 6}
VI. Del alquimista 67
VIL Del zapatero y las ciudades 68
VIII. De las diferentes suertes de los dedos 70
IX. Del muerto 7}

El jamaiquino 79
J. 80
n. 821
rn. 84
IV. 86
Del objeto cualqWera 8'8
Se acabó de imprimir este: libro DIvERTIMENTOS,
en la ciudad de La Habana, el día doce de marro
de mil novecientos cuarenta y seis, en los talleres
de Úcar, García y Da. Tre. Rey 15. La Habana.

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