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Presentamos, en versión de Gustavo Osorio de Ita, un ensayo de Giorgio Gamben (Roma,


1942) en el que el filósofo italiano reflexiona sobre la conclusión, el final del poema. Entre
griegos y latinos, el verso final del poema debía ser una especie de aguijón, un verso
contundente que redondeara el poema o quebrara sus expectativas. Agamben es uno de
los filósofos más significativos de Occidente.

El final del poema

Mi plan, como puede verse sintetizado por el titulo de esta lectura, es el definir una
institución poética que hasta ahora ha permanecido inidentificada: el final del poema.
Para hacer esto, tendré que comenzar con una petición que, sin llegar a ser trivial, se me
presenta como obvia – principalmente, que la poesía vive sólo en la tensión y diferencia (y
por lo tanto también en la interferencia virtual) entre el sonido y el sentido, entre la esfera
semiótica y la esfera semántica. Esto significa que trataré de desarrollar, mediante ciertos
aspectos técnicos, la definición de poesía de Valéry, la cual Jakobson también considera en
sus ensayos sobre poética: “El poema: una prolongada vacilación entre sonido y sentido”
(Le poème, hésitation prolongée entre le sons et le sens). ¿Qué es una vacilación, si se
desentiende uno de la dimensión psicológica?
La conciencia en torno a la importancia de la oposición entre segmentación métrica y
segmentación semántica ha llevado a algunos escolares a postular la tesis (que yo
comparto) según la cual la posibilidad de encabalgamiento constituye el único criterio
eficiente para distinguir la poesía de la prosa. Puesto que ¿qué es el encabalgamiento, si
no la oposición de un limite métrico a uno sintáctico, de una pausa prosódica a una
semántica? “Poesía” será entonces el nombre dado al discurso en el cual esta oposición es,
a lo menos virtualmente, posible; “prosa” será el nombre para el discurso en donde dicha
oposición no tenga lugar.
Los autores medievales parecieran haber estado perfectamente conscientes del eminente
estatus de esta oposición, incluso si no fue hasta Nicolò Tibino (en el siglo XIV) que la
siguiente perspicaz definición sobre encabalgamiento fue formulada: “Sucede con
frecuencia que la rima termina, sin que el significado de la oración haya sido completado”
(Multiocens nim accidit quod, finita consonantia, adhuc sensus orationis non est finitus).
Todas las instituciones poéticas participan en esta no-coincidencia, este cisma de sonido y
sentido – rima no menos que cesura. Pues ¿qué es la rima si no una disyunción entre un
evento semiótico (la repetición de un sonido) y un evento semántico, una disyunción que
lleva a la mente a esperar una analogía significativa donde sólo puede encontrarse la
homofonía?
El verso es el ser que se detiene en este cisma; es el ser hecho de murs et paliz, como
Brunero Latini escribió, o un être de suspens, en la frase de Mallarmé. Y el poema es un
organismo aterrizado en la percepción de los limites y terminaciones que definen – sin
nunca coincidir completamente con, y casi en intermitente disputa con – las unidades
sonoras (o graficas) y unidades semánticas.
Dante está completamente consciente de esto cuando, en el momento de definir
la canzone a través de sus elementos constitutivos en De vulgari eloquentia (II, IX, 2-3),
opone cantío como unidad de sentido (senntentia) a stantiae como unidades puramente
métricas:
Y aquí debe saberse que esta palabra [stanza] fue acuñada con el único propósito de
discutir la técnica poética, para que el objeto en el cual el arte entero de la canzone fuese
engarzado debe ser llamado una stanza, esto es, un almacén capaz o un receptáculo para
el arte en su conjunto. Pues así como la canzone es el conjunto de su sujeto-materia, así
también la stanza engloba su técnica entera, y las ultimas stanzas del poema no deben
nunca aspirar a añadir algún nuevo dispositivo técnico, sino sólo deben recubrirse del
mismo atuendo de las primeras. (énfasis mío)
(Et circa hoc sciendum est quod vocabulum [stantia] per solius artis respectum inventum
est, videlicet ut in qua tota cantionis ars esset contenta, illud diceretur stantia, hoc est
mansio capax sive recetpaculum totois artis. nam quemadmodum cantio est gremium
totius sentiae, sic stantia totam artem ingremiat; nec licet aliquid artis sequentibus
adrogare, sed solam artem antecedentis induere.)
Dante, sin embargo, concibe la estructura de la canzone como fundada en la relación entre
una esencial y global unidad semántica (“conjunto de su sujeto-materia”) y unidades
esencialmente métricas y parciales (“engloba su técnica entera”).
Una de las primeras consecuencias de esta posición ante el poema, en una disyunción
esencial entre sonido y sentido (marcada por la posibilidad del encabalgamiento), es la
decisiva importancia del final del poema. Las silabas del verso y los acentos pueden ser
contados; sus sinalefas y cesuras pueden ser notadas; sus anomalías y regularidades
pueden ser catalogadas. Pero el verso es, en todos los casos, una unidad que encuentra
su principium individuationis sólo en el final, que se define a sí mismo sólo en el punto en
que termina. He sugerido, en otra pate, que la palabra versure, del término latino que
indica el punto en el cual el arado gira alrededor al final del surco, es propio a este trazo
esencial del verso, el cual – tal vez a causa de su obviedad – ha permanecido sin nombre
entre los modernos. Los tratados medievales, en contraste, constantemente atraen la
atención sobre este. El cuarto libro de Laborintus registra al finalis terminatio como uno de
los elementos esenciales del verso, junto con memrorum distincto y sillabarum numeratio.
Y el autor del Ars de Munich no confunde el final del poema (lo que él llama pausatio) con
la rima, sino que lo define como una fuente o condición de posibilidad: “el final es la
fuente de la consonancia” (est autem pausatio fons consonatiae).
Sólo desde esta perspectiva es posible entender el singular prestigio, en la poesía
Provençal y Stilnovista, de esta sumamente especial institución poética: la rima no
relacionada, llamada rim´estrampa por Las leys d´amors y clavispor Dante. Si la rima
marcó un antagonismo entre sonido y sentido mediante la virtud de la no-correspondencia
entre homofonía y significado, aquí la rima, ausente del punto en que se esperaba,
momentáneamente permite que las dos series interfieran la una con la otra en lo que
parece una coincidencia. Digo “lo que parece”, puesto que es cierto que el conjunto de la
técnica entera aquí aparenta romper su cierre métrico al marcar el conjunto del sentido, la
rima no-relacionada se refiere, sin embargo, a una identidad rítmica en la estrofa sucesiva
y, por lo tanto, no hace más que traer la estructura rítmica al nivel meta-estrófico. Este es
el porqué Arnaut se involucra casi naturalmente en la rima de palabras, haciendo posible
el estupendo mecanismo de la sestina. Puesto que la rima de palabras es sobre todo un
punto de indecisión entre un elemento a-semántico esencial (homofonía) y un elemento
semántico esencial (la palabra). La sestina es la forma poética que eleva la rima no
relacionada al estatus de canon supremo de composición y busca, por decirlo de alguna
manera, incorporar el elemento del sonido en el conjunto del sentido mismo.
Pero es momento ya de confrontar el asunto que he anunciado y definir la práctica que los
trabajos modernos de poética y métrica no han considerado: el final del poema en la
medida en que es la última estructura formal perceptible en un texto poético. Han existido
investigaciones en torno al íncipit de la poesía (aunque aún sean insuficientes). Pero
estudios sobre le final del poema, en contraste, son casi inexistentes.
Hemos visto ahora que el poema tenazmente permanece y se sostiene a sí mismo en la
tensión y diferencia entre sonido y sentido, entre las series métricas y las series sintácticas.
¿Pero qué pasa en el punto en que el poema acaba? Claramente, aquí no puede existir
oposición entre un limite métrico y un limite semántico. Esto continua simplemente del
hecho trivial de que no puede haber un encabalgamiento en el final del poema. Este
hecho es ciertamente trivial; sin embargo implica consecuencias que resultan tan
sorprendentes como necesarias. Puesto que si la poesía está definida precisamente por la
posibilidad de encabalgamiento, es consecuente que el último verso del poema no sea un
verso.
¿Significa esto que el último verso traspasa hacia la prosa? Por ahora dejemos esta
pregunta sin responder. Me gustaría, sin embargo, por lo menos llamar la atención a la
absolutamente novel significación que las Aurengas de Raimbaut “No sai que s´es”
adquieren desde esta perspectiva. Aquí el final de cada estrofa, y especialmente el final de
el poema incalificable entero, es distinguido mediante la inesperada irrupción de la prosa –
una irrupción que, in extremis, marca la epifanía de una necesaria indecisión entre prosa y
poesía.
Repentinamente es posible ver la necesidad interna de aquellas instituciones poéticas,
como la tornada o la envoi, que parecen solamente destinadas a anunciar y declarar el
final del poema, como si el final requiriese de estas instituciones, como si para la poesía el
final implicase una catástrofe y una perdida de identidad tan irreparable como para
demandar el despliegue de ciertos medios especiales tanto métricos como semánticos.
Este no es lugar para dar un inventario de dichos medios o para dirigir una fenomenología
del final del poema (estoy pensando, por ejemplo, en la intención particular con la cual
Dante marca el final de cada uno de los tres libros de la Divina Comedia con la
palabra stelle, o en las rimas en los versos disueltos de la poesía de Leopardi que
interviene para estresar el final de la estrofa o del poema). Lo que es esencial es que los
poetas parecen conscientes del hecho de que aquí hay algo semejante a una crisis decisiva
del poema, una genuina crise de vers en la cual la identidad misma del poema está en
juego.
Por consiguiente, el frecuente facilismo e incluso la cualidad abyecta del final del poema.
Proust alguna vez observó, con referencia a los últimos poemas de Les fleurs du mal, que
el poema parecía repentinamente arruinado y perdía su aliento (“queda corto,” escribe,
“casi se aplana… a pesar de todo, parece que algo ha sido acortado, se queda sin aliento”).
Pensemos en “Le cygne,” una composición sumamente heroica y apretada, que acaba con
el verso “Aux captifs, aux vaincues…à bien d´autres encore!” (¡Para los cautivos, los
derrotados… y para muchos otros!) Concerniendo a otro poema de Baudelaire, Walter
Benjamin anotó que este “súbitamente se interrumpe, dándole a uno la impresión –
doblemente sorprendente en un soneto – de algo fragmentario.” El desorden del último
verso es un índice de la relevancia estructural para la economía del poema del evento que
he llamado “el final del poema.” Como si el poema, a manera de una estructura formal,
pudiera y debiera no acabar, como si la posibilidad del final fuese radicalmente retirado de
éste, ya que el final implicaría una imposibilidad poética: la exacta coincidencia de sonido y
sentido. En el punto en que el sonido está por ser arruinado en el abismo del sentido, el
poema busca refugio al suspender su propio final en una declaración, por decirlo de
alguna manera, de estado de emergencia poética.
A la luz de estas reflexiones, me gustaría examinar un pasaje en De vulgari
eloquentia donde Dante parece, a lo menos de manera implícita, proponer el problema del
final en poesía. El pasaje se encuentra en el Libro II, donde el poema trata la organización
de rimas en la canzone (XIII, 7-8). Tras definir la rima no relacionada (la cual algunos
sugieren debería llamarse clavis), el texto establece: “Los finales de los últimos versos son
tanto más hermosos si caen en el silencio en conjunto con las rimas” (Pulcherrime tamen
se habent ultimorum carminum desintentiae, si cum rithmo in silentium cadunt). ¿Qué es
este caer en el silencio del poema? ¿Cuál es la belleza que cae? ¿Y qué es lo que queda del
poema tras sus ruinas?
Si la poesía vive en la insatisfecha tensión entre las series semióticas y semánticas, ¿qué
ocurre en el momento del final, cuando esta oposición de las dos series ya no es más
posible? ¿Es este, finalmente, un punto de coincidencia donde el poema, como una
“vuelta entera de significado”, se junta a sí mismo con su elemento métrico para pasar
definitivamente hacia la prosa? El místico matrimonio entre el sonido y el sentido podría,
entonces, tener lugar.
O, por el contrario, ¿están sonido y sentido ahora y para siempre separados sin ningún
contacto posible, cada uno eternamente en su propio lado, como los dos sexos en el
poema de Vigny? En este caso, el poema dejaría tras de sí solo un espacio vacío en el cual,
de acuerdo a la frase de Mallarmé, verdaderamente rien n´aura lieu que le lieu.
Todo se complica por el hecho de que en el poema no hay, hablando estrictamente, dos
series o líneas en vuelo paralelo. Más bien, no hay salvo una línea que es simultáneamente
recorrida por la corriente semántica y por la corriente semiótica. Y entre el flujo de estas
dos corrientes yace el agudo intervalo obstinadamente mantenido por la mechane poética.
(Sonido y sentido no son dos substancias sino dos intensidades, dos tonoi de la misma
substancia lingüística). Y el poema es como el katechon en la Segunda Epístola de Pablo a
los Tesalonios (2:7-8): algo que vuelve lento y retrasa el advenimiento del Mesías, esto es,
de aquel que, satisfaciendo el tiempo de la poesía y uniendo sus dos eones, podría
destruir la máquina poética arrojándola hacia el silencio. ¿Pero cuál podría ser el objetivo
de esta conspiración teológica sobre el lenguaje? ¿Porqué tanta ostentación para
mantener, a cualquier costo, una diferencia que tenga éxito en garantizar el espacio del
poema solo bajo la condición de privarlo de la posibilidad de un acuerdo final entre el
sonido y el sentido?
Permitámonos ahora releer lo que Dante dice acerca de la manera más hermosa para
finalizar un poema, el lugar en que los últimos versos caen, rimados, en silencio. Sabemos
que para él es asunto de una regla. Pensemos, por ejemplo, en la tornada de “Cosi nel mio
parlar voglio esser aspro.” Aquí el primer verso termina con una rima absolutamente no
relacionada, la cual coincide (y ciertamente no de manera azarosa) con la palabra que
nombra la suprema intención poética: donna, “dama”.” Esta rima no relacionada, que
parece anticipar un punto de coincidencia entre sonido y sentido, es seguida por cuatro
versos, ligados en pares de acuerdo a la rima que la tradición métrica italiana
llama baciata (“besada”):
Canzon, vattene dritto a quella donna
che m´ha ferito il core e che m´invola
quello ond´io ho più gola,
e dàlle per lo cor d`una saetta;
ché bell`onor s`acquista in far vendetta.

(Poema, ve directo hacia aquella mujer que


ha herido mi corazón y robado de
mí aquello que más deseo, y asesta
su corazón con una flecha, pues uno gana
gran honor al tomar venganza.)

Es como si el verso al final del poema, el cual estaba conminado a estar irreparablemente
arruinado en el sentido, se liga a sí mismo cercanamente a su par de rima y, atado de esta
manera, escoge sumergirse con él en el silencio.
Esto significaría que el poema cae de nuevo marcando la oposición entre lo semiótico y lo
semántico, justo como el sonido parece para siempre consignado al sentido y el sentido
regresado por siempre al sonido. La doble intensidad animando al lenguaje no muere en la
comprensión final; en cambio colapsa en el silencio, por decirlo de alguna manera, en una
caída interminable. El poema así revela el objetivo de su altiva estrategia: dejar que el
lenguaje finalmente se comunique a sí mismo, sin que quede inexpresado en lo que es
dicho.
(Wittgenstein alguna vez escribió que “la filosofía debería realmente sólo ser poetizada”
[Philosophie dürfte man eigentlich nur dichten]. Desde el momento en que este actúa
como si sonido y sentido coincidieran en su discurso, la prosa filosófica corre el riesgo de
caer en lo banal; corre el riesgo, en otras palabras, de carecer de pensamiento. En cuanto
a la poesía, se podría decir, por el contrario, que está en amenazada por un exceso de
tensión y pensamiento. O, más bien, parafraseando a Wittgenstein, que la poesía debería
realmente sólo ser filosofada.)

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