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En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y
la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del
Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de
relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron
como muertos. El ángel habló a las mujeres:
–Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí: ha resucitado,
como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: «Ha
resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Mirad, os
lo he anunciado.
Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a
anunciarlo a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y les dijo:
–Alegraos.
Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo:
–No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mateo
28,1-10).
RECUPERAR AL RESUCITADO
Para no pocos cristianos, la resurrección de Jesús es solo un hecho del pasado. Algo que le sucedió
al muerto Jesús después de ser ejecutado en las afueras de Jerusalén hace aproximadamente dos mil
años. Un acontecimiento, por tanto, que con el paso del tiempo se aleja cada vez más de nosotros,
perdiendo fuerza para influir en el presente.
Para otros, la resurrección de Cristo es, ante todo, un dogma que hay que creer y confesar. Una
verdad que está en el credo como otras verdades de fe, pero cuya eficacia real no se sabe muy bien
en qué pueda consistir. Son cristianos que tienen fe, pero no conocen «la fuerza de la fe»; no saben
por experiencia lo que es vivir arraigando la vida en el Resucitado.
Las consecuencias pueden ser graves. Si pierden el contacto vivo con el Resucitado, los cristianos
se quedan sin aquel que es su «Espíritu vivificador». La Iglesia puede entrar entonces en un proceso
de envejecimiento, rutina y decadencia. Puede crecer sociológicamente, pero debilitarse al mismo
tiempo por dentro; su cuerpo puede ser grande y poderoso, pero su fuerza transformadora pequeña y
débil.
Si no hay contacto vital con Cristo como alguien que está vivo y da vida, Jesús se queda en un
personaje del pasado al que se puede admirar, pero que no hace arder los corazones; su evangelio se
reduce a «letra muerta», sabida y desgastada, que ya no hace vivir. Entonces el vacío que deja Cristo
resucitado comienza a ser llenado con la doctrina, la teología, los ritos o la actividad pastoral. Pero
nada de eso da vida si en su raíz falta el Resucitado.
Pocas cosas pueden desvirtuar más el ser y el quehacer de los cristianos que pretender sustituir con
la institución, la teología o la organización lo que solo puede brotar de la fuerza vivificadora del
Resucitado. Por eso es urgente recuperar la experiencia fundante que se vivió en los inicios. Los
primeros discípulos experimentan la fuerza secreta de la resurrección de Cristo, viven «algo» que
transforma sus vidas. Como dice san Pablo, conocen «el poder de la resurrección» (Filipenses 3,10).
El exegeta suizo R. Pesch afirma que la experiencia primera consistió en que «los discípulos se dejan
atrapar, fascinar y transformar por el Resucitado».
CREER EN EL RESUCITADO
Los cristianos no hemos de olvidar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más que el
asentimiento a una fórmula del credo. Mucho más incluso que la afirmación de algo extraordinario
que le aconteció al muerto Jesús hace aproximadamente dos mil años.
Creer en el Resucitado es creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad,
impulsando la vida hacia su último destino y liberando a la humanidad de caer en la destrucción de la
muerte.
Creer en el Resucitado es creer que Jesús se hace presente en medio de los creyentes. Es tomar
parte activa en los encuentros y las tareas de la comunidad cristiana, sabiendo con gozo que, cuando
dos o tres nos reunimos en su nombre, allí está él poniendo esperanza en nuestras vidas.
Creer en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a Cristo no es un monólogo vacío, sin
interlocutor que escuche nuestra invocación, sino diálogo con alguien vivo que está junto a nosotros
en la misma raíz de la vida.
Creer en el Resucitado es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los evangelios, e ir
descubriendo prácticamente que sus palabras son «espíritu y vida» para el que sabe alimentarse de
ellas.
Creer en el Resucitado es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar
nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo que mata nuestra
libertad.
Creer en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los hermanos,
llamándonos a la compasión y la solidaridad.
Creer en el Resucitado es creer que él es «el primogénito de entre los muertos», en el que se inicia
ya nuestra resurrección y en el que se nos abre ya la posibilidad de vivir eternamente.
Creer en el Resucitado es creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni el cáncer, ni el infarto, ni la
metralleta, ni el pecado, ni la muerte tienen la última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida
y de la muerte.