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RESUCITADO POR DIOS

En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y
la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del
Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de
relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron
como muertos. El ángel habló a las mujeres:
–Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí: ha resucitado,
como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: «Ha
resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Mirad, os
lo he anunciado.
Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a
anunciarlo a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y les dijo:
–Alegraos.
Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo:
–No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mateo
28,1-10).

CRISTO ESTÁ VIVO


La Pascua no es la celebración de un acontecimiento del pasado que, cada año que transcurre, queda
un poco más lejos de nosotros. Los creyentes celebramos hoy al resucitado que vive ahora llenando
de vida la historia de los hombres.
Creer en Cristo resucitado no es solamente creer en algo que le sucedió al muerto Jesús. Es saber
escuchar hoy desde lo más hondo de nuestro ser estas palabras: «No tengas miedo, soy yo, el que
vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 1,17-18).
Cristo resucitado vive ahora infundiendo en nosotros su energía vital. De manera oculta, pero real,
va impulsando nuestras vidas hacia la plenitud final. Él es «la ley secreta» que dirige la marcha de
todo hacia la Vida. Él es «el corazón del mundo», según la bella expresión de Karl Rahner.
Por eso, celebrar la Pascua es entender la vida de manera diferente. Intuir con gozo que el
Resucitado está ahí, en medio de nuestras pobres cosas, sosteniendo para siempre todo lo bueno, lo
bello, lo limpio que florece en nosotros como promesa de infinito, y que, sin embargo, se disuelve y
muere sin haber llegado a su plenitud.
Él está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente y misterioso. Él está en nuestros
fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. Está en nuestras depresiones
acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza.
Él está en nuestros pecados como misericordia que nos soporta con paciencia infinita, y nos
comprende y acoge hasta el fin. Está incluso en nuestra muerte como vida que triunfa cuando parece
extinguirse.
Ningún ser humano está solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito
deja de ser escuchado. El Resucitado está con nosotros y en nosotros para siempre.
Por eso, Pascua es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos. La fiesta de los que se
avergüenzan de su mezquindad y su pecado. La fiesta de los que se sienten muertos por dentro. La
fiesta de los que gimen agobiados por el peso de la vida y la mediocridad de su corazón. La fiesta de
todos los que nos sabemos mortales, pero hemos descubierto en Cristo resucitado la esperanza de
una vida eterna.
Felices los que dejan penetrar en su corazón las palabras de Cristo: «Tened paz en mí. En el mundo
tendréis tribulación, pero, ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16,33).

RECUPERAR AL RESUCITADO
Para no pocos cristianos, la resurrección de Jesús es solo un hecho del pasado. Algo que le sucedió
al muerto Jesús después de ser ejecutado en las afueras de Jerusalén hace aproximadamente dos mil
años. Un acontecimiento, por tanto, que con el paso del tiempo se aleja cada vez más de nosotros,
perdiendo fuerza para influir en el presente.
Para otros, la resurrección de Cristo es, ante todo, un dogma que hay que creer y confesar. Una
verdad que está en el credo como otras verdades de fe, pero cuya eficacia real no se sabe muy bien
en qué pueda consistir. Son cristianos que tienen fe, pero no conocen «la fuerza de la fe»; no saben
por experiencia lo que es vivir arraigando la vida en el Resucitado.
Las consecuencias pueden ser graves. Si pierden el contacto vivo con el Resucitado, los cristianos
se quedan sin aquel que es su «Espíritu vivificador». La Iglesia puede entrar entonces en un proceso
de envejecimiento, rutina y decadencia. Puede crecer sociológicamente, pero debilitarse al mismo
tiempo por dentro; su cuerpo puede ser grande y poderoso, pero su fuerza transformadora pequeña y
débil.
Si no hay contacto vital con Cristo como alguien que está vivo y da vida, Jesús se queda en un
personaje del pasado al que se puede admirar, pero que no hace arder los corazones; su evangelio se
reduce a «letra muerta», sabida y desgastada, que ya no hace vivir. Entonces el vacío que deja Cristo
resucitado comienza a ser llenado con la doctrina, la teología, los ritos o la actividad pastoral. Pero
nada de eso da vida si en su raíz falta el Resucitado.
Pocas cosas pueden desvirtuar más el ser y el quehacer de los cristianos que pretender sustituir con
la institución, la teología o la organización lo que solo puede brotar de la fuerza vivificadora del
Resucitado. Por eso es urgente recuperar la experiencia fundante que se vivió en los inicios. Los
primeros discípulos experimentan la fuerza secreta de la resurrección de Cristo, viven «algo» que
transforma sus vidas. Como dice san Pablo, conocen «el poder de la resurrección» (Filipenses 3,10).
El exegeta suizo R. Pesch afirma que la experiencia primera consistió en que «los discípulos se dejan
atrapar, fascinar y transformar por el Resucitado».
CREER EN EL RESUCITADO
Los cristianos no hemos de olvidar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más que el
asentimiento a una fórmula del credo. Mucho más incluso que la afirmación de algo extraordinario
que le aconteció al muerto Jesús hace aproximadamente dos mil años.
Creer en el Resucitado es creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad,
impulsando la vida hacia su último destino y liberando a la humanidad de caer en la destrucción de la
muerte.
Creer en el Resucitado es creer que Jesús se hace presente en medio de los creyentes. Es tomar
parte activa en los encuentros y las tareas de la comunidad cristiana, sabiendo con gozo que, cuando
dos o tres nos reunimos en su nombre, allí está él poniendo esperanza en nuestras vidas.
Creer en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a Cristo no es un monólogo vacío, sin
interlocutor que escuche nuestra invocación, sino diálogo con alguien vivo que está junto a nosotros
en la misma raíz de la vida.
Creer en el Resucitado es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los evangelios, e ir
descubriendo prácticamente que sus palabras son «espíritu y vida» para el que sabe alimentarse de
ellas.
Creer en el Resucitado es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar
nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo que mata nuestra
libertad.
Creer en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los hermanos,
llamándonos a la compasión y la solidaridad.
Creer en el Resucitado es creer que él es «el primogénito de entre los muertos», en el que se inicia
ya nuestra resurrección y en el que se nos abre ya la posibilidad de vivir eternamente.
Creer en el Resucitado es creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni el cáncer, ni el infarto, ni la
metralleta, ni el pecado, ni la muerte tienen la última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida
y de la muerte.

DIOS TIENE LA ÚLTIMA PALABRA


La resurrección de Jesús no es solo una celebración litúrgica. Es, antes que nada, la manifestación
del amor poderoso de Dios, que nos salva de la muerte y del pecado. ¿Es posible experimentar hoy
su fuerza vivificadora?
Lo primero es tomar conciencia de que la vida está habitada por un Misterio acogedor que Jesús
llama «Padre». En el mundo hay tal «exceso» de sufrimiento que la vida nos puede parecer algo
caótico y absurdo. No es así. Aunque a veces no sea fácil experimentarlo, nuestra existencia está
sostenida y dirigida por Dios hacia una plenitud final.
Esto lo hemos de empezar a vivir desde nuestro propio ser: yo soy amado por Dios; a mí me espera
una plenitud sin fin. Hay tantas frustraciones en nuestra vida, nos queremos a veces tan poco, nos
despreciamos tanto, que ahogamos en nosotros la alegría de vivir. Dios resucitador puede despertar
de nuevo nuestra confianza y nuestro gozo.
No es la muerte la que tiene la última palabra, sino Dios. Hay tanta muerte injusta, tanta
enfermedad dolorosa, tanta vida sin sentido, que podríamos hundirnos en la desesperanza. La
resurrección de Jesús nos recuerda que Dios existe y salva. Él nos hará conocer la vida plena que
aquí no hemos conocido.
Celebrar la resurrección de Jesús es abrirnos a la energía vivificadora de Dios. El verdadero
enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza. Nos falta pasión por la vida y compasión por
los que sufren. Y nos sobra apatía y hedonismo barato que nos hacen vivir sin disfrutar lo mejor de la
existencia: el amor. La resurrección puede ser fuente y estímulo de vida nueva.

¿P ARA QUÉ SIRVE CREER EN EL RESUCITADO?


En cierta ocasión, después de una conferencia sobre la resurrección de Cristo, una persona pidió la
palabra para decirme más o menos lo siguiente: «Después de la resurrección de Cristo, la historia de
los hombres ha proseguido como siempre. Nada ha cambiado. ¿Para qué sirve entonces creer que
Cristo ha resucitado? ¿En qué puede cambiar mi vida de hoy?».
Yo sé que no es fácil transmitir a otro la propia experiencia de fe. ¿Cómo se le explica con
palabras la luz interior, la esperanza, la dinámica que genera el vivir apoyado radicalmente en Cristo
resucitado? Pero es bueno que los creyentes expongamos desde dónde vivimos la vida.
Lo primero es experimentar una gran confianza ante la existencia. No estamos solos. No caminamos
perdidos y sin meta. A pesar de nuestro pecado y mezquindad, los hombres somos aceptados por
Dios. Nunca meditaremos lo suficiente el saludo que Jesús resucitado repite una y otra vez: «Paz a
vosotros». Aun crucificado por los hombres, Dios nos sigue ofreciendo su amistad.
Podemos vivir además con libertad, sin dejamos esclavizar por el deseo de posesión y de placer.
No necesitamos «devorar» el tiempo, como si ya no hubiera nada más. No hay por qué atraparlo todo
y vivir «estrujando» la vida antes de que se termine. Se puede vivir de manera más sensata. La Vida
es mucho más que esta vida. No hemos hecho más que «empezar» a vivir.
También podemos vivir con generosidad, comprometiéndonos a fondo en favor de los demás. Vivir
amando con desinterés no es perder la vida, es ganarla para siempre. Desde la resurrección de Cristo
sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Vivir haciendo el bien es la forma más acertada de
adentrarnos en el misterio del mas allá.
Por otra parte, disfrutamos de todo lo hermoso y bueno que hay en la vida, acogiendo con gozo las
experiencias de paz, de comunión amorosa o de solidaridad. Aunque fragmentarias, son experiencias
donde se nos manifiesta ya la salvación de Dios.
Un día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, lo que ha sido arruinado
por la enfermedad, el fracaso o el desamor, encontrará en Dios su plenitud.
Sabemos que un día nos llegará la hora de morir. Hay muchas formas de acercarse a este
acontecimiento decisivo. El creyente no muere hacia la oscuridad, el vacío, la nada. Con fe humilde
se entrega al misterio de la muerte, confiándose al amor insondable de Dios.
«La fe en la resurrección –ha escrito Manuel Fraijó– es una fe difícil de compartir. En cambio, no
es difícil de admirar. Representa un noble esfuerzo por seguir afirmando la vida incluso allí donde
esta sucumbe derrotada por la muerte». Esta es la fe que nos sostiene a quienes seguimos a Jesús.

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