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Dogmática

Teoría y práctica de la teología

Biblioteca Herder
CAPÍTULO SÉPTIMO

LA AUTORREVELACIÓN DE DIOS
COMO AMOR DEL PADRE, DEL HIJO
Y DEL ESPÍRITU
(L A TE O L O G ÍA T R IN IT A R IA )
P * · ------

I. TEMAS Y HORIZONTES DE LA
TEOLOGÍA TRINITARIA

1. Definición y significación del tratado


de la Trinidad en la dogmática
La teología trinitaria centra su análisis en el tema de la autoapertura historico-
salvífica («Trinidad económica») del Dios único, Padre, Hijo (Palabra) y Espíritu
Santo («Trinidad inmanente»). El objeto inmediato de la fe cristiana es el Dios trino.

Del mismo modo que la confesión de fe muestra una articulación trinitaria, es


también trinitaria la estructura interna del acto de fe cristiana (actus ab obiecto spe-
cificatur). A causa del envío del Espíritu Santo al corazón del hombre (Rom 5,5),
y en virtud de la participación en la relación filial de Jesús con el Padre (Rom 8,15.29;
Gál 4,4-6), a la existencia cristiana en la gracia se le concede la correalización de
las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. (Tema: la inhabitación de la T ri-.
nidad en el corazón del hombre, la filiación divina, el hombre y la Iglesia como tem­
plos del Espíritu Santo.) ........... .....
La teología cristiana está totalmente determinada, tanto en lo referente a sus
temas como a su estructura, por la fe en la Trinidad divina. De donde se sigue
que la doctrina trinitaria ocupa también una posición central y centralizadora en la
articulación de la teología dogmática.
El conocimiento de la vida trinitaria de Dios no es el resultado de una especu- j
lación abstracta en el marco de una teodicea filosófica, sino que surge de la escu- )
cha inmediata y directa de la autorrevelación historicosalvífica de Dios. De ahí que
la doctrina sobre la Trinidad se sitúe en el centro de la doemática. inmediatamen- ;
te a continuación de los tratados de la autorrevelación de Dios como Padre, de la 1
revelación del Hijo en la cristología y de la misión del Espíritu Santo en la pneu- j
matología, como suma y compendio de la autocomunicación de Dios. Desde esta
cumbre se divisa a continuación la vida del cristiano, en su nivel individual y en el
comunitario, como encaminada a la plenitud y a la consumación final. La doctri­
na de la Trinidad articula también los tratados que se ocupan de la aceptación ;
humana de la revelación (mariología, escatología, eclesiología, sacramentología y ;
doctrina de la gracia). —->
Dado que la Trinidad no es un añadido extrínseco a una fe general en Dios, sino
la revelación de la más íntima esencia de la divinidad, debe considerarse sumamente
desafortunada la división, habitual en el Barroco y en la Neoescolástica, de la doc­
trina sobre Dios en dos tratados, uno sobre el Dios uno y otro sobre el Dios trino
(De Deo uno et trino). Tampoco parece convincente la clasificación, corriente en los
manuales evangélicos protestantes, en una doctrina de Dios general y otra especial.
En la estela de la metafísica deísta y de la religión natural de la Ilustración, el
discurso acerca de la unidad y la unicidad de Dios se vio arrastrado por la resaca
de una teodicea filosófica general. Se pensaba poder deducir la existencia de Dios
y la unidad del (o de lo) Absoluto a partir de la estructura general de la razón y que
así lo admitían —con algunas variantes de detalle— todas las religiones, y de mane­

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ra especial el judaismo y el islam. Se consideraba, en cambio, que la Trinidad era
un aditamento específicamente cristiano, que debía derivarse, de una manera exclu­
sivamente positivista, a partir de la revelación sobrenatural y que estaba, al pare­
cer, en contradicción con la idea de Dios extraída por la razón natural. El Dios de
la razón natural era una personalidad (concebida en los términos objetivados pro­
pios de la metafísica de la substancia) situada más allá y por encima del universo
que, en analogía con la persona humana, posee su propio centro de acción de acuer­
do con su conciencia y su voluntad. A esta persona se le aplicaban todos los pre­
dicados propios de las personas creadas, sólo que atribuyéndoles un contenido ili­
mitado. En total desconexión con esta concepción, se situaba, en el plano de la
revelación sobrenatural, el misterio de la unidad de tres personas en Dios. A par­
tir de estas premisas, la teología trinitaria debería concentrar todos sus esfuerzos
en el problema especulativo de cómo poder conciliar al Dios unipersonal de la teo­
dicea con el Dios tripersonal de la revelación. Ya este simple planteamiento indi­
ca hasta qué punto la teología trinitaria había perdido el contacto con la autorre-
velación histórica de Dios. Incurrió, por tanto, en la sospecha de dedicarse a
abstractos misterios conceptuales que, a modo de elementos de unas «matemáti­
cas superiores» (por ejemplo, cómo 1 podría equivaler a 3), resultaban inaccesibles
a los sencillos creyentes.
Una teología orientada hacia sus fuentes tenía que superar tanto la bipartición
del tratado sobre Dios como la concepción de que la Trinidad es sólo un elemento
adicional del cristianismo que no afecta sustancialmente a la relación personal
del cristiano con Dios en la fe, el amor y la oración y que carece de importancia
para el desarrollo de cada uno de los tratados dogmáticos concretos.
De la autorrevelación de Dios como creador, redentor y reconciliador de los
hombres, de su oferta de alianza a Israel y de su automanifestación como Padre de
Jesucristo se desprende la doctrina de la unidad de Dios. Así, la identificación
de Dios con el Padre de Jesucristo lleva a un concepto de Dios caracterizado tan­
to por la urndad de ladivinidad como porJa relacionalidad. que es elemento cons­
titutivo de su esencia. La relacionalidad interna de Dios en su Palabra y en su Espí­
ritu se revela en la relación histórigacon la humanidad de Jesús v en la identificación
—implícita en aquella relación— de la Palabra divina con este hombre (encama­
ción de Dios, unión hipostática). En la relación con Jesús, Dios se revela como
Padre. En el inicio de la vida pública de Jesús, en el bautismo en el Jordán, en la
transfiguración, la cruz, la resurrección, la ascención y el envío del Espíritu da Dios
a conocer su esencia íntima: Padre, Hijo y Espíritu, aparecen como los sujetos
—en mutua referencia— de la única realidad divina. Así, pues, a la Trinidad divi­
na no se ha llegado por el camino de una deducción especulativa a partir de un con­
cepto abstracto, ni se le presenta al hombre, de forma positivista, como comuni-
cación|neramente extrínseca en la que «simplemente hay que creer»../La fe en la 1
Trinidad es más el reconocimiento reflejo de la autopertura histórica de Dios en !
Jesús de Nazaret, en su Palabra y en su esencia, que se revela a través de la encar­
nación y de la misión escatológica del E spíritu...... -........ ..................—
Puede,pues,decirse: La Tnnidadeconómica (historicosalvífica) es la base del
conocimiento de la Trinidad inmanente (intradivina). La Trinidad inmanente es el
fundamento óntico de la Trinidad económica.

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2. El problema sistemático de la teología trinitaria

La teología trinitaria no es una especulación abstracta sobre la esencia de Dios


o simple reflexión sobre la identidad y la diferencia en el (o lo) Absoluto. La for­
mulación lingüista primaria en el testimonio bíblico y la exposición conceptual refle­
ja en el dogma de la Trinidad están marcadas por la experiencia histórica concre­
ta de la au torre velación del Dios trino. La experiencia de la fe es anterior, tanto
objetiva como cronológicamente, a su conceptualización. El hombre no puede pres­
cribir a Dios, a través de conceptos previamente fijados, las condiciones de su
realidad y de su autoapertura en la historia.
El problema básico de la doctrina trinitaria no consiste en llegar a un equilibrio
teórico entre el monoteísmo filosófico y religioso por un lado y una experiencia
plural de lo divino por otro, que se manifestaría en una multiplicidad de «dioses»
personales. Dado que Dios no se encuentra con los hombres únicamente en la ver­
tiente de la causalidad del mundo ni sólo como garante de la ley moral, sino que se
comunica a ellos personalmente, la autocomunicación de Dios Padre, Hijo y Espí­
ritu es también, a la vez, llamada a la comunicación con él, que es en sí mismo el
amor.

3. La originalidad de la doctrina trinitaria cristiana

La fe en la Trinidad no se distingue sólo gradual o accidentalmente, sino esen­


cial y originariamente, tanto de las mitologías politeístas como de las especulacio­
nes cosmológicas matemáticas y filosóficas sobre Dios como ley estructural del uni­
verso. El origen historicosalvífico, y no especulativo, de la fe cristiana en la Trinidad
señala también que no es el resultado de una síntesis externa de elementos hete­
rogéneos de unidad y multiplicidad (donde la unidad se tomaría del monoteísmo y
la multiplicidad del politeísmo). Esta fe trinitaria no abandona el campo de la visión
de la unidad y la unicidad de Dios delimitado por el Antiguo Testamento (Dt 6,4),
sino que se entiende a sí misma como la culminación radical —-revelada por el mis­
mo Dios— del monoteísmo. El Padre, el Hijo y el Espíritu no son diferentes indi­
viduos de una especie general llamada
raleza divina única e indivisible. Lo que une a los judíos y cristianos es la fe en la
unicidad de Yahvéh, en quien los cristianos conocen y confiesan al Padre como
poseedor inprincipiado de la divinidad. Lo que les separa es la confesión cristiana
de la comunicación plena de la esencia divina al Hijo y al Espíritu, una comunica­
ción que no multiplica la esencia de Dios, sino que señala la plenitud y la consu­
mación relacional del Dios uno y único.
No puede trazarse una línea de conexión ni histórica ni sistemática entre la doc­
trina de la Trinidad cristiana y el politeísmo. Las semejanzas y los paralelos algu­
nas veces señalados por la investigación de la historia de las religiones se apoyan
en combinaciones asociativas o en falsas intelecciones del dogma trinitario cris­
tiano. La yuxtaposición de tríadas de divinidades (o de otros grupos numéricos) de
las religiones míticas no tiene nada que ver con la teología trinitaria cristiana,
porque no superan el nivel del politeísmo. Y menos aún las tríadas cósmicas del
cielo, el agua y la tierra, es decir, Anu, Enlil y Ea, o las ternas siderales del sol, la
luna y las estrellas, o las tri-unidades místicas del hinduismo, Brahma, Visnú, Siva,

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o la tríada imperial de Amun, Re y Ptah, diosos del Egipto faraónico introducida
por motivos políticos; o la tríada de varón, mujer e hijo, por ejemplo, en Osiris, Isis
y Horus. Tampoco cabe remontar la teología trinitaria a las cosmogonías filosófi­
cas del platonismo o del aristotelismo, donde se admiten tres principios que se con­
dicionan mutuamente (como entelequia, esencia, fuerza; cf. también las concep­
ciones teosóficas de un ciclo vital de generación, maduración o plenitud y muerte,
y luego nuevo reinicio con el nuevo resurgimiento de la naturaleza, o el esquema
de la fertilidad de padre, madre, hijo). Se sitúan también en una esfera distinta de
la de la problemática teológica trinitaria las ideas de Plotino (Enn. 6,9) sobre el
totalmente Uno (Hen), sin referencia alguna a ninguna otra cosa, que sólo puede
comunicarse al mundo a través de las hipóstasis, distintas de él, del nous y la psyche.
Estas ideas surgen del interrogante sobre la unidad y la multiplicidad y no tienen
ninguna conexión con la autocomunicación historicosalvífica de Dios ni con la rela­
ción interna del Padre, el Hijo y el Espíritu en la única y común naturaleza divina.
Como el Padre, el Hijo y el Espíritu designan al Dios único en su realidad per­
sonal, la doctrina trinitaria no se hunde en especulaciones numéricas (por ejemplo,
acerca de la relación entre el número 1 y el número 3; cf. el pitagoreísmo). Los
números son magnitudes referidas a la medida y la cantidad, no «personas». La doc­
trina trinitaria no es un problema numérico, ni puede ser desarrollada a través de
operaciones mentales de lógica matemática.

4. La Trinidad en el credo y en la liturgia

El Nuevo Testamento, la confesión de fe y la fórmula bautismal hablan, desde


la base de la unidad y la unicidad de Dios, de Dios Padre, de su Hijo y de su Espí­
ritu. Surge así el problema de la unidad en la esencia divina y de la diferencia de
los tres nombres. Fueron los apologetas los primeros que hablaron, en el siglo H,
de la «Tríada en Dios». Atenágoras (hacia el 177) dice:

En su fe, los cristianos «adoran a Dios Padre y al Hijo como Dios y al Espíritu
Santo y señalan que poseen el mismo poder en su unicidad (henosis) y diferencia
en su secuencia y orden (taxis)» (leg. 10; cf. Theophilus vers. Ant, Autol. II, 15).

Tertuliano latinizó el vocablo como Trinidad: Trinitas divinitatis, Pater et Filius


et Spiritus Sanctus (pudic. 21; adv. Prax 2). Debe hablarse de la unidad de Dios en
el nive|de su esencia, su naturaleza o su substancia, mientras que para expresar
la diferencia de Padre, Hijo y Espíritu debe recurrirse a una denominación especí­
fica (prosopon, persona, subsistencia o hipóstasis).
Adquiere así un firme perfil la fórmula trinitaria básica: una substantia, tres per­
sonae — una esencia o una realidad/tres personas, portadores o titulares.
Debe aclararse, además, qué es lo que se quiere decir exactamente cuando se
habla de la esencia o de la persona. En ningún caso se opone la mencionada fór­
mula al principio lógico de contradicción, porque la unidad y la trinidad se refieren
a diferentes ámbitos. Sería contradictoria una fórmula que afirmara, por ejemplo,
que «una naturaleza son tres naturalezas» o que «una persona son tres personas».

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El XI concilio de Toledo (675) insistió en el término Trinidad y rechazó la errónea
traducción de un Dios triple (triplex Deus: DH 528; DHR 278). Padre, Hijo y Espí­
ritu son denominaciones que señalan el origen y se identifican con la esencia divi­
na, no designaciones de una multiplicación numérica de la esencia divina (en cuan­
to que el número matemático se extrae de la cantidad; cf. DH 530; DHR 280; Salmo
146,5, según la Vulgata: «Ningún número puede abarcar a Dios»).
La fe trinitaria tiene su expresión inmediata en la liturgia bautismal (Mt 28,19;
Didakhe, 7,1.3: Justino, 1, apol. 61,3.10-13), en la articulación trinitaria de la ora­
ción cristiana (Gál 4,4-6; Rom 8,15; Jud 20; Orígenes, or., BKV 48,147) y, de mane­
ra especial, en la estructura de la plegaria eucarística (Justino, 1 apol. 67; Hipólito,
trad. apost. 4).
Ireneo de Lyon considera que en el bautismo trinitario se sintetizan los conte­
nidos básicos de la fe y el camino de salvación del cristiano. Este bautismo es el fun­
damento de la regula fidei:

El bautismo declara que «el Padre nos ha agraciado con el renacimiento por
su Hijo en el Espíritu Santo, pues quienes reciben el Espíritu Santo y lo llevan
en sí son llevados a la Palabra, es decir, al Hijo. Pero el Hijo los lleva al Padre,
y el Padre los hace participes de su inmortalidad. Así, pues, sin el Espíritu no
puede verse la Palabra de Dios y sin el Hijo nadie puede llegar al Padre, porque
el Hijo es el conocimiento del Padre. El conocimiemto del Hijo se consigue
por el Espíritu. El Hijo, en cuanto dispensador, da el Espíritu, según el bene­
plácito del Padre, a quienes el Padre quiere y como quiere» (epid. 7).

Hipólito señala la conexión entre el bautismo, la catequesis y la confesión de


fe. Al bautismo en el Dios trino corresponde la estructura trinitaria de la confesión
de fe.
Revisten una gran importancia las reglas de fe de los siglos n y m (Ireneo, haer.
1,10,1; Tertuliano, virg. vel. 1; praescri. 13; adv. Prax 2; Novaciano, trin. 1).
Orígenes menciona como puntos esenciales de la proclamación apostólica:

«Primero: que hay un solo Dios que lo ha creado y ordenado todo ... luego,
que Jesucristo, el que ha venido, fue engendrado por Dios antes de toda crea­
ción ... Se ha despojado a sí mismo y se ha hecho hombre, ha tomado carne, aun­
que era Dios y, a través de su humanización, siguió siendo lo que era: Dios ...
Luego nos ha concedido, en cuanto partícipes de la gloria y la dignidad del Padre
y del Hijo, el Santo Espíritu» (princ. praef. 4).

5. Principales documentos doctrinales


sobre la fe en la Trinidad

Además de las fórmulas de los símbolos de estructura trinitaria (cf. DH 1-76;


NR 911-940; DHR 1-18), deben mencionarse:

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1. El símbolo niceno-constantinopolitano 325-381; DH 125,150; DHR 54, 86.
2. El «apostólico» del siglo u: DH 30; DHR 4-9 (en sus diversas versiones).
3. El «Atanasiano» o Quicumque, del siglo iv: DH 75; DHR 39-40.
4. La Carta de Dionisio de Roma a Dionisio de Alejandría del año 262: DH 112-
115; D H R 48-51.
5. El sínodo romano bajo Dámaso I, en 382; DH 153-176; DHR 58-82.
6. El II concilio de Constantinopla, año 553, cánones 1 y 2: DH 421s.; DHR 213s.
7. El sínodo de L etrán, del año 649, bajo Martín I, cánones 1 y 2; DH 501s.;
DHR 254s.
8. El XI concilio de Toledo, de 675: DH 525-532; DHR 275-282.
9. El sínodo romano, de 680, bajo el papa Agatón I: DH 546.
10. El XV concilio de Toledo, de 688: DH 566.
11. El XVI concilio de Toledo, de 693: DH 568-570; DHR 296.
12. El IV concilio de Letrán, de 1215: DH 800,804s.; DHR 428,432.
13. El II concilio de Lyon, de 1274, en la profesión de fe del emperador Miguel
Paleólogo: DH 851-853; DHR 461-463.
14. El concilio de la unión de Florencia, de 1439, con las bulas Laetentur coeli (DH
1300-1303; DHR 691-694) y, en 1442, Cántate Domino (DH 1330-1333; DHR
703-705).
15. La constitución Cum quorumdan hominum del papa Paulo IV, en 1555, contra
los unitaristas y los sozinianos: DH 1880; DHR 993.

Deben añadirse también las condenas de algunos errores trinitarios y expre­


siones equívocas: de Pedro Abelardo en el sínodo de Sens del 1140 (DH 721-724;
DHR 369-372), de Gilberto de Poitiers en el sínodo de Reims del 1148 (DH 745;
DHR 390), del sínodo diocesano de Pistoya, en la constitución Auctorem fidei de
Pío VI, el 1794 (DH 2657). En el siglo xix, Antón Günther fue condenado por
Pío IX (DH 2828; D H R 1655) y Antonio Rosmini por León XIII (DH 3225s,; DHR
1915-18). Finalmente, la declaración de la Congregación de la fe Mysterium fdii Dei
(1972) contra algunas intelecciones nuevas poco afortunadas del concepto de per­
sona en la cristología y en la doctrina trinitaria, que siembran dudas sobre las hipós-
tasis del Logos y del Espíritu (DH 4520-4522).

6. Los enunciados doctrinales del dogma teológico trinitario


1. La Trinidad es un misterio absoluto, que sigue siendo internamente ines­
crutable también después de haber sido revelado, es decir, que no puede ser redu­
cido a la capacidad cognitiva natural de la razón creada. No obstante, en la fe y
en el jimor se crea una relación dinámica cognoscente y unificante al misterio del
amor .que es el mismo Dios.
2. La Iglesia cree en el Dios uno y único en las tres personas (hipóstasis, sub­
sistencias) del Padre, el Hijo y el Espíritu. Son la única naturaleza (esencia) divina,
iguales en eternidad, en omnipotencia, etc.
3. El Padre, el Hijo y el Espíritu se diferencian realmente (no sólo lógicamen­
te) entre sí en cuanto personas. Existe entre ellas un orden de orígenes y de rela­
ciones (ordo relationís). El Padre posee la naturaleza divina sin recibirla de otro
principio (agénesis, ingénito). El Hijo procede de la esencia del Padre a modo de
«generación» o «nacimiento» (atemporal) y es con el Padre el único Dios. El Espí­

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ritu no es engendrado. Procede originariamente del Padre y del Hijo como de un
único principio. De acuerdo con el nombre de Espíritu y con el uso lingüístico de
la Sagrada Escritura, esta procesión recibe el nombre de «espiración».
4. En la unidad del Dios único se dan varias relaciones y propiedades realmente
distintas entre sí. Como es la relación mutua de las personas divinas la que consti­
tuye la realización esencial única de Dios, entre la esencia de Dios y las personas
divinas sólo hay una diferencia virtual.
5. Las personas divinas no son realmente ditintas de la esencia divina; no for­
man, junto con ésta, una cuaternidad. De donde se deriva la fórmula trinitaria bási­
ca: En Dios todo es uno, donde no obsta la oposición de la relación (In Deo omnia
unum, ubi non obviat relationis oppositio) (DH 1330; DHR 703).
6. Las personas divinas no son partes o elementos de la realización de Dios,
sino que cada una de ellas es el Dios único y verdadero. Cada persona divina está
en las otras. Se compenetran mutuamente (pericóresis).
7. No se puede separar a unas personas divinas de las otras cuanto actúan hacia
el exterior (ad extra). Constituyen un único principio de acción en la creación, la
redención y la consumación final. Pero esto no quiere decir que no se dé en
la unidad de su acción una diferencia de las personas (en la revelación histórica).
La operatio Dei ad extra se produce según el ordo relationis.

7. Posiciones heréticas frente al dogm a de la Trinidad

El conocimiento de la Trinidad se basa en el acontecimiento de Cristo. Sólo


cuando se reconocen la divinidad y la humanidad de Cristo y su unidad en la per­
sona divina del Logos puede percibirse también la Trinidad como el fundamento
que sustenta la encarnación y la misión escatológica del Espíritu. Sin esta base his-
toricosalvífica, la teología trinitaria no pasaría de ser caprichosa superación de los
límites a que está sujeta la inteligencia creada y pura especulación del hombre acer­
ca de un Absoluto que le es absolutamente inaccesible.
Además de los sistemas especulativos de la gnosis, pueden darse otras dos here­
jías trinitarias, a saber, la que elimina la distinción de las tres personas, reducién­
dola a simple modalidad o apariencia (modalismo) y la que disuelve la unidad esen­
cial de Dios y la convierte en una creencia en tres dioses (triteísmo).

a) El dualismo gnóstico y el plotinismo


Aunque con grandes diferencias de detalle, los sistemas gnósticos (Basílides,
Valentín y Marción) están marcados por el dualismo metafísico del bien y el mal.
Al principio espiritual de lo supremo y del bien se contrapone el principio mate­
rial, supeditado al mal. Entre ambos se sitúa toda una serie escalonada de seres
intermedios.
De una manera hasta cierto punto diferente, en el neoplatonismo de Plotino
aparecen ciertas hipóstasis a través de las cuales discurre el proceso emanacionis-
ta de la autoalienación del Absoluto y del Uno indivisible. En la doctrina cristia­
na de la esencia trinitaria de Dios, de la encarnación y de la obra salvífica de Cris­
to no se trata, en oposición a las teorías anteriores, de una implicación de Dios en
los procesos cósmicos y naturales de descenso y ascenso, ni de una iluminación espe­

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culativa de la esencia y el carácter procesual del (o de lo) Absoluto. Aquí se trata
de Dios que, en su realidad personal como creador, se pone libremente frente al
mundo que él mismo ha producido con soberana libertad y quiere recorrer, con
esta misma libertad, el camino historicosalvífico del encuentro personal con el hom­
bre. Aquí Jesucristo no es una especie de naturaleza intermedia (al modo de las
concepciones gnósticas o neoplatónicas) entre Dios y el mundo. Es la Palabra
que se identifica con la esencia de Dios, que ha asumido una naturaleza humana
íntegra, dotada de conciencia y de libertad creadas. En su naturaleza humana, indi­
solublemente asociada con el Logos en la unión hipostática, Jesucristo puede ser
también el mediador único entre el Dios uno y único y la humanidad (ITim 2,5).

b) El modalismo
Esta corriente de la doctrina trinitaria, también llamada sabelianismo por su
autor, Sabelio, afirma que el Padre, el Hijo y el Espíritu son sólo distintos modos
(modi) bajo los que se manifiesta en el mundo el Dios unipersonal. En la crea­
ción se presenta Dios como Padre, en la redención como Hijo, en la santificación
como Espíritu. Por consiguiente, las denominaciones de Padre, Hijo y Espíritu no
se refieren a una realidad interna de Dios, sino que son sólo manifestaciones y ener­
gías de una única hipóstasis hacia el exterior. Según esto, la esencia divina no sería
trinitaria. Sólo nos lo parecería, debido a las limitaciones de nuestra capacidad de
percepción.
Los nombres serían aquí simples designaciones de los sucesivos «papeles», fun­
ciones o máscaras (prosopon = máscara de los actores en el teatro) de Dios. En este
contexto se hacía absolutamente evidente la necesidad de redefinir el concepto lati­
no de persona mediante el contenido conceptual de «subsistencia». También en
el espacio grecoparlante urgía la necesidad de aclarar la diferencia entre ousia e
hypostasis. Prestaron una gran contribución teológica en este campo sobre todo los
Padres Capadocios, en el siglo iv, mediante una explicación según la cual por ousia
se entiende la esencia o la naturaleza, mientras que la palabra hypostasis significa
la realización de la esencia.
Sabelio fue amonestado y finalmente excomulgado por el papa Calixto y, ya
antes, por Ceferino I (cf. las inculpaciones, absolutamente injustificadas, contra
ambos pontífices de Hipólito, ref. IX,11; DH 105). Para expresar la diferencia
real de las personas, Dionisio de Alejandría, en su controversia con Sabelio, decía
que el Hijo no pertenece originariamente a la naturaleza divina y es ajeno al Padre
cuanto a la esencia. Se hacía, pues, patente, una vez más la necesidad de proceder
a una clarificación radical de los conceptos de la unidad en la esencia y la trinidad
en las personas y, a una con ello, de la significación conceptual de los términos ousia
e hypostasis. Sólo así sería posible superar la reducción de la Trinidad a la oiko-
nomia, alcanzar la unidad de inmanencia y trascendencia y enraizar la Trinidad eco­
nómica en la Trinidad inmanente. Todas estas conexiones son requisitos indispen­
sables para que pueda hablarse de una verdadera autocomunicación de Dios.
Frente a la formulación del obispo Dionisio de Alejandría, oscura, desviada del
objetivo y cercana al error opuesto, el obispo romano Dionisio, en una carta del 262,
de gran importancia en la historia de los dogmas, trazaba el balance de los conte­
nidos y los enunciados de la teología trinitaria. Su propósito era salir al paso de los
extremismos del modalismo y del triteísmo:

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«Éste fuera el momento oportuno de hablar contra los que dividen, cortan y des­
truyen la más venerada predicación de la Iglesia, la unidad de principio en Dios,
repartiéndola en tres potencias e hipóstasis separadas y en tres divinidades...
Porque éste (Sabelio) blasfema diciendo que el mismo Hijo es el Padre y vice­
versa; aquéllos, por el contrario, predican, en cierto modo, tres dioses, pues divi­
den la santa Unidad en tres hipóstasis absolutamente separadas entre sí. Porque
es necesario que el Verbo divino esté unido con el Dios del universo y que el
Espíritu Santo habite y permanezca en Dios; y, consiguientemente, es de toda
necesidad que la divina Trinidad se recapitule y reúna como en un vértice, en
uno solo, es decir, en el Dios omnipotente del universo. Porque la doctrina de
Marción, hombre de mente vana, que corta y divide en tres la unidad de prin­
cipio, es enseñanza diabólica ... Pero no son menos de reprender quienes opi­
nan que el Hijo es una criatura ... Luego ni se debe dividir en tres divinidades la
admirable y divina unidad, ni disminuir con la idea de creación la dignidad y
suprema grandeza del Señor; sino que hay que creer en Dios Padre omnipotente
y en Jesucristo su Hijo y en el Espíritu Santo, y que en el Dios del universo
está unido el Verbo. “Porque yo —dice— y el Padre somos una sola cosa” (Jn
10,30) y “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14,10). Porque de este modo
es posible mantener íntegra tanto la divina Trinidad como la santa predicación
de la unidad de principio (= la monarquía o unidad de Dios que brota del Padre,
del autor)» (DH 112-115; DHR 48-51).

c) El triteísmo
Ningún teólogo cristiano ha defendido nunca una verdadera doctrina triteísta.
Cuando así lo parece, se trata de expresiones poco afortunadas de las que podría
derivarse, siguiendo una línea lógica, una especie de de triplicación de la substan­
cia divina (cf. DH 112,176, 804; DHR 48, 82, 431). Pueden mencionarse, en este
contexto, a Juan Philoponus (muerto en 610), Roscelino de Compiégne (muerto en
1120), Gilberto de Poitiers (muerto en 1158) y a Joaquín de Fiore (muerto en 1202).
Una estricta concepción triteísta de Dios diría que así como Pedro, Pablo y Juan
son tres individuos de la especie (de la forma esencial) hombre, así también el Padre,
el Hijo y el Espíritu son tres personalidades individuales que poseen la misma
forma esencial (substantia secunda, essentia) de la divinidad. Entre estos individuos
sólo podría darse una unión moral de la voluntad o una especie de unidad colecti­
va (DH 803; DHR 431). Joaquín de Fiore «confiesa que (la unidad] no es verda­
dera y propia, sino colectiva y por semejanza, a la manera como muchos hombres
se dicen un pueblo y muchos fieles una Iglesia» (DH 803; DHR 431).
Pero la Iglesia confiesa:

«Hay una cierta realidad suprema, incomprensible ciertamente e inefable, que


es verdaderamente Padre e Hijo y Espíritu Santo; las tres personas juntamente
y particularmente cualquiera de ellas y por eso en Dios sólo hay Trinidad y no
cuaternidad, porque cualquiera de las tres personas es aquella realidad, es decir,
la sustancia, esencia o naturaleza divina; y ésta sola es principio de todo el uni­
verso, y fuera de este principio ningún otro puede hallarse. Y aquel ser ni engen­

425
dra, ni es engendrado, ni procede; sino que el Padre es el que engendra; el Hijo
el que es engendrado y el Espíritu Santo el que procede, de modo que las dis­
tinciones están en las personas y la unidad en la naturaleza. Consiguientemen­
te, aunque uno sea el Padre, otro el Hijo y otro el Espíritu Santo, sin embargo,
no son otra cosa, sino lo que es el Padre, lo mismo absolutamente es el Hijo y el
Espíritu Santo; de modo que según la fe ortodoxa y católica, se los cree con­
sustanciales» (DH 804s.; DHR 432).

También al teólogo Antón Günther (1783-1863) se le atribuye un triteísmo espe­


culativo (DH 2828; DHR 1655). De acuerdo con la filosofía del espíritu de Hegel,
de estructura trinitaria, Günther concibe lo Absoluto como un proceso en el que
se presenta a Dios, bajo una forma triple, como tesis (Padre), como antítesis (Hijo)
y como síntesis (Espíritu Santo). Pero de este modo se triplica la esencia divina,
porque surgen tres substancias relativas, que se juntan para constituir una unidad
formal (al modo de un organismo) y, con ello, una substancia o una personalidad
absoluta.
Ya en algunas tesis del sínodo de Pistoya había advertido el papa Pío VI que
hablaban de un Dios escindido en tres personas (in tribus personis distinctus Deus).
Esta fórmula recuerda el concepto de Dios del deísmo, en el que se describe a Dios
como una substancia absoluta que, mediante un proceso reflejo, se afirma como
conciencia absoluta del yo. A este concepto de Dios, entendido, a partir de una
especulación filosófica, como personalidad absoluta, se le añade, desde la vertien­
te de la revelación, el discurso sobre las tres personas, que aparecerían, en defini­
tiva, a modo de personas parciales subsumidas en la realidad unipersonal. Frente
a esta concepción, la Iglesia habla de un solo Dios en tres personas distintas (Deus
unus in tribus personis distinctis). Se rechaza, por consiguiente, la errónea idea de
la Trinidad concebida como una especie de distribución de la uni-personalidad
de Dios en tres sub-personalidades (DH 2697).
Ya el XI concilio de Toledo había declarado que no creemos en un Dios triplex,
sino en un Deus trinitas (DH 528; DHR 278):

«Tampoco puede decirse rectamente que en un solo Dios se da la Trinidad, sino


que un solo Dios es Trinidad. Mas en los nombres de relación de las personas,
el Padre se refiere al Hijo, el Hijo al Padre, el Espíritu Santo a uno y otro; y
diciéndose por relación tres personas, se cree, sin embargo, una sola naturaleza
o sustancia. Ni como predicamos tres personas, así predicamos tres sustancias,
sino una sola sustancia y tres personas. Porque lo que el Padre es, no lo es con
relación a Sí, sino al Hijo; y lo que el Hijo es, no lo es en relación a Sí, sino al
Padref y de modo semejante, el Espíritu Santo no a Sí mismo, sino al Padre y
al Hijo se refiere en su relación: en que se predica Espíritu del Padre y del Hijo.
Igualmente, cuando decimos “Dios”, no se dice con relación a algo, como el
Padre al Hijo o el Hijo al Padre o el Espíritu Santo al Padre y al Hijo, sino que
se dice Dios con relación a Sí mismo especialmente. Porque si de cada una de
las personas somos interrogados, forzoso es que la confesemos Dios. Así, pues,
singularmente se dice Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: sin embar­
go, no son tres dioses, sino un solo Dios. Igualmente, el Padre se dice omnipo­

426
tente, y el Hijo omnipotente y el Espíritu Santo omnipotente; y, sin embargo,
no se predica a tres omnipotentes sino a un solo omnipotente, como también a
una sola luz y a un solo principio. Singularmente, pues, cada persona es confe­
sada y creída plenamente Dios, y las tres personas un solo Dios. Su divinidad
única o indivisa e igual, su majestad o su poder, ni se disminuye en cada uno,
ni se aumenta en los tres; porque ni tiene nada de menos cuando singularmente
cada persona se dice Dios, ni de más cuando las tres personas se enuncian un solo
Dios. Así, pues, esta santa Trinidad, que es un solo y verdadero Dios, ni se apar­
ta del número ni cabe en el número. Porque el número se ve en la relación de las
personas; pero en la sustancia de la divinidad, no se comprende qué se haya nume­
rado. Luego sólo indican número en cuanto están relacionadas entre sí; y care­
cen de número en cuanto son para sí» (DH 528-530; DHR 278-279).

En contra del triteismo y del modalismo se halla la fórmula de que el Padre, el


Hijo y el Espíritu son un alius diferente, pero no un aliud (no una esencia individual
distinta).

d) La negación de la Trinidad de los arríanos


Como los arríanos negaban la filiación divina eterna del Logos, tenían que recha­
zar también, forzosamente, que Dios sea Padre eterno. En este supuesto, Dios
llega a ser Padre cuando crea a la primera de sus obras, a saber, el Hijo. La relación
de Dios Padre con el Hijo es, pues, aquí, extrínseca a la esencia divina. La homo-
ousia del Hijo afirmada en el concilio de Nicea (325) dice, por el contrario, que la
Trinidad inmanente es el presupuesto de la Trinidad económica, en la que se re­
vela como verdad y se comunica como gracia y vida. Cuando el concilio ecuméni­
co de Constantinopla del 381 y el sínodo romano del 382, bajo Dámaso I, recono­
cieron que el Espíritu Santo es verdadero Dios (=no creado) y tiene su hipóstasis
propia, llegó a su fin el proceso de formación del dogma trinitario y del pneuma-
tológico.

La Iglesia responde a la autorrevelación de Dios en el nombre de «el Padre, el


Hijo y el Espíritu Santo» (Mt 28,19) con la confesión de fe y la reflexión teológica de
que Dios es una realidad (una sustancia y una esencia) en las tres hipóstasis (per­
sonas) de el Padre el Hijo y el Espíritu.

e) La crítica a la fe trinitaria en las religiones monoteístas


En el judaismo posbíblico
En el curso de las controversias acerca de la significación definitiva de Jesús
para nuestra relación con Dios se produjo la ruptura de la unidad del pueblo de
Dios, Israel, que quedó escindido entre el judaismo posbíblico y el círculo de ju­
díos creyentes en Cristo que, junto con los paganos que abrazaron la fe, formaron
el cristianismo y la Iglesia. El judaismo posbíblico rechaza estrictamente la filiación
eterna del Logos y el acontecimiento de la encarnación. Niega, por consiguiente,
el presupuesto de que, en el curso de la revelación, Dios se haya dado a conocer en
su autorreferencia interna como Dios trino.

427
Este judaismo posbíblico entiende el discurso sobre la divinidad de Cristo como
una especie de divinización de un hombre. De donde se sigue la errónea interpre­
tación de que la Trinidad es la triplicación numérica de Dios, es decir, una cierta
especie de doctrina que admite la existencia de tres dioses. De esta falsa intelec­
ción básica sobre el contenido mismo se deriva también una equivocada compren­
sión de la evolución teológica del dogma trinitario y cristológico. Aquí la Trini­
dad sena simplemente una recaída en el paganismo politeísta y la divinidad de Cristo
seria la apoteosis de un hombre. El Jesús histórico no habría tenido ni el menor
barrunto acerca de su divinidad o de su existencia como segunda persona de la Tri­
nidad. En el siglo iv se le habría añadido al segundo Dios el Espíritu Santo, como
el Dios tercero (cf. P. Lapide, Jüdischer Monotheismus, M 21982).
Ya a mediados del siglo n, el judío Trifón objetaba al filósofo cristiano Justino:

«Tu afirmación de que el dicho Cristo es Dios desde la eternidad, que se ha reba­
jado a convertirse en hombre y a nacer, y que no es hombre de hombres, se me
antoja no sólo inconcebible, sino incluso descabellada.» (dial. 48,1)

Se pasa por alto, en esta crítica, que ya en el Antiguo Testamento la unidad y


unicidad de Yahvéh (Dt 6,4) aparece acompañada de la Palabra y el Espíritu, con
una esencia igual a Dios. En la revelación paleotestamentaria no se entiende a Dios,
en el sentido de la religión natural de la Ilustración, como una personalidad situa­
da más allá del universo, dotada de una conciencia del yo análoga a la humana
(empírico-psicológica y, por consiguiente, limitada). Lo que Dios es en su unidad
y en su vida interior y lo que podemos conocer de él es el resultado de su autorre-
velación. Por consiguiente, antes de que la revelación haya llegado a su punto final,
no puede fijarse un determinado estadio de su historia y de la historia de la fe como
norma definitiva y ya incuestionable. El judaismo anterior a Cristo estaba con­
vencido de que Yahvéh se revela escatológicamente a través de sus acciones sal­
vificas. La esencia de la fe cristiana se condensa en la convicción de que Dios, en
su relación con Jesús de Nazaret, se ha revelado definitivamente como Padre, Hijo
y Espíritu. No se dinamita, pues, la convicción radical del Antiguo Testamento de
la unidad de Dios, que sigue siendo también el fundamento de la fe cristiana. La
única diferencia entre esta fe y el judaismo posbíblico consiste en que los cristianos
reconocen que en la automanifestación de Dios en la encamación de su Palabra
eterna, Jesús de Nazaret, se revela la relacionalidad, inmanente a la divinidad, del
Padre, el Hijo y el Espíritu.
En ef islam
£.
Mahoma acusaba al cristianismo (del que tenía, evidentemente, un deficiente
conocimiento) de haber convertido al profeta Jesús en un segundo Dios. El recha­
zo de la encamación está asociado a la acusación de que la fe cristiana en la Trini­
dad es triteísmo: «Cree, pues, en Alá, y en su enviado, y no hables de una trinidad...
Hay un solo Dios. Lejos de él tener un Hijo» {Corán, Sura 4,171 ¡19,36).

428
8. El antitrinitarismo desde el siglo xvi

A pesar de y por encima de ciertas críticas al lenguaje filosófico, la Reforma


luterana y calvinista se mantiene enteramente en el suelo del dogma de la Iglesia
antigua. La teología trinitaria, la cristología y la pneumatología no figuran entre los
temas clásicos de la controversia teológica. En los artículos de Esmalcalda de 1537
confiesa Lutero, en representación de todo el movimiento reformista, un solo Dios
en las tres personas del Padre, el Hijo y el Espíritu y también, naturalmente, la
encarnación: «Sobre estos artículos no hay disputa ni debate, porque ambas partes
los admitimos.» (BSLK 414s.)
Pero ya en aquel mismo siglo xvi aparecen en el ámbito cultural de la cris­
tiandad occidental influyentes movimientos en la teología, la filosofía y la investi­
gación religiosa e histérico-cultural que declaran que el dogma trinitario es ajeno
a la Biblia; o contrario a la razón, o mera reliquia del politeísmo, y se proponen,
por consiguiente, superarlo. A Miguel Servet, condenado a la hoguera, por hereje,
en 1553, en Ginebra, a instancias de Calvino, le parecía la fe en la Trinidad ateís­
mo y la preexistencia del Logos, la unión hípostática y la comunicación de idiomas
delirio de la mente. Se propuso, por tanto, restablecer el monoteísmo bajo el ropa­
je panteísta (cf. también las ideas de Giovanni Valentino Gentile, ajusticiado en
Berna por el gobierno reformista, y de Juan Sylvanus, que corrió la misma suerte
en Heidelberg).
En los círculos humanistas italianos favorables a la Reforma (M. Gribaldi,
P. Alciati, F. Stancaro, S. Grellius, B. Ochini) surgió y se difundió, en Polonia y
Transilvania, por obra sobre todo de los hermanos Lelio y Fausto Sozzini, el lla­
mado sozianismo. Tras su expulsión de Polonia, estos humanistas antitrinitarios
ejercieron una gran influencia entre la corriente holandesa de los arminianos (Hugo
Grocio y Episcopio), que se distanció del calvinismo estricto, en el deísmo que
comenzaba a ganar terreno en Inglaterra (por ejemplo en el teólogo anglicano
J. Priestley), y entre los propugnadores de una religión de tipo deísta que recha­
zaban la revelación sobrenatural (M. Tindal, J. Toland y otros). Desde aquí, el uni­
tarismo (con una cristología subordinacionista de impronta neoarriana) pasó a Esta­
dos Unidos y gozó de amplia aceptación en numerosas sectas cristianas.
En su Catecismo de Rakóv (1609), Fausto Sozzini expuso, basándose en una
interpretación de la Escritura puramente histórica y literaria, una confesión de
fe construida de acuerdo con las reglas de la «razón» (es decir, sin recurrir a la
lumen fldei como norma). A Dios, como suprema esencia, se le da, en sentido tras­
ladado, el nombre de Padre. Jesús habría sido un simple hombre, que descolló por
su ejemplar santidad de vida. La religión por él fundada señalaría el camino hacia
una vida después de la muerte, otorgada como recompensa por una conducta moral­
mente irreprochable. Jesús sería únicamente el representante y el abogado de Dios.
Tras su muerte, habría sido resucitado por Dios y ocuparía, en nombre de
Dios, el puesto de juez. Sozzini rechaza los dogmas de la Trinidad y de la unión
hípostática, así como la expiación vicaria de Jesús en la cruz. Tampoco admite el
pecado original/hereditario, la redención y la necesidad de la gracia, la resurrec­
ción de la carne y la «eternidad de los castigos del infierno». Al final, los malos
son disueltos en la nada, mientras que las almas buenas entran en la bienaventu­
ranza de la vida eterna (cf. la condena del unitarismo del papa Paulo IV: DH 1880;
DHR 993).

429
Fue muy notable la influencia ejercida por esta corriente tanto en el deísmo, en
la filosofía de la Ilustración y en la crítica de la religión como también, y persis­
tentemente, en las concepciones religiosas de la literatura clásica y romántica.
Es, en este sentido, un caso ejemplar la figura de Immanuel Kant. En el mar­
co de su reducción de la fe a la moral, la fe en la Trinidad es la representación sim­
bólica del poder, la sabiduría y el amor del supremo principio moral, llamado Dios.

«La meta suprema —y nunca plenamente alcanzable por el hombre— de la per­


fección moral de las criaturas finitas es el amor de la ley. Según esta idea, en la
religión uno de los principios de fe debería ser: “Dios es amor”. En él se puede
adorar al amante (con el amor de complacencia moral en los hombres, en la
medida en que éstos se comportan de acuerdo con su santa ley), al Padre·, y tam­
bién, en él a su Hijo, en la medida en que en su Idea —que todo lo contiene—
representa al arquetipo amado de la humanidad por él mismo engendrado; y
también, en fin, al Espíritu Santo, en cuanto que limita aquella complacencia a
la condición de la concordia del hombre con la condición de aquel amor de com­
placencia y se muestra así como amor fundado en la sabiduría. Pero no se pue­
de propiamente invocar a una personalidad así multiplicada (pues esto signifi­
caría una diferencia en la esencia y es siempre un solo y único objeto), aunque
sí se puede invocar el nombre del objeto amado y por él venerado sobre todas
las cosas, con el deseo y al mismo tiempo con el deber de mantenerse en unión
moral» (Kant, Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft B 220;
1973: Werke Weischedel 7,813s.).

A finales del siglo xvm parecía ya que la doctrina de la Trinidad se había des­
vanecido totalmente bajo los golpes de la crítica racionalista. Pues, se pregunta­
ba, en efecto: ¿Cómo tres personas pueden constituir la esencia única de lo Abso­
luto como una substantia prima? Y a ello se añadía la crítica radical a la utilización
del concepto de persona en la doctrina sobre Dios. En el llamado debate del ate­
ísmo, J. G. Fichte formulaba:

«Otorgáis a Dios personalidad y conciencia. Pero, ¿qué entendéis por perso­


nalidad y por conciencia? Algo que encontráis en vosotros mismos.... Convertís
así, al añadir estos predicados, esta esencia en una esencia finita, parecida a la
vuestra, y no habláis pensando en Dios, como pretendíais, sino que os habéis
multiplicado a vosotros mismos en el pensamiento» (Über den Grund unseres
Glaubens an eine göttliche Weltregierung, [Sobre el fundamento de nuestra fe
en uñ gobierno divino del mundo], Fichtes Werke V, 187).

En oposición a la especulación sobre la fe trinitaria en el Idealismo de Hegel,


Ludwig Feuerbach, uno de los principales propugnadores de la crítica a la reli­
gión del siglo xix, atribuye la doctrina trinitaria a una representación simbólica
de la conciencia humana en el proceso de su autocomprensión como ser humano.
El hombre se vería empujado a objetivarse en su substancia, su espíritu, su enten-

430
dimiento y su voluntad con las esencias que contempla fuera de sí mismo. Al inten­
tar descubrir y desenmascarar este mecanismo de proyección, Feuerbach desdivi­
niza al Dios trascendente imaginado. El hombre se comprendería a sí mismo en su
propia divinidad: «La conciencia de sí del hombre en su totalidad es la conciencia
de la Trinidad» (Das Wesen des Christentums, 1841, Werke 5,75).

«Dios sin Hijo es yo, Dios con Hijo es tú. Yo es entendimiento, tú es amor; el amor
con entendimiento y el entendimiento con amor es Espíritu, es el hombre total. El
Espíritu es la totalidad del hombre como tal, el hombre total. Tan sólo la vida
común es vida verdadera, divina, satisfecha en sí... —Este sencillo pensamien­
to, esta verdad simple, innata al hombre, es el secreto del misterio sobrenatural
de la Trinidad» (ibíd. 78s.).

La teología protestante liberal del siglo xix basada en las ideas de Daniel Frie­
drich Ernst Schleiermacher sólo admite la Trinidad económica. La manifestación
tripersonal de Dios es tan sólo la expresión —que sale a nuestro encuentro en la
historia y en el mundo— de la unipersonalidad del Espíritu absoluto. La religión
consistiría en situarse con responsabilidad moral ante esta personalidad divina y
mostrar una confianza afectiva frente a la benigna bondad paternal. El hombre
Jesús habría sido el mejor intérprete de esta religiosidad afectiva moral.
En su obra principal Der christliche Glaube (21831) todo lo que dice sobre la
«doctrina de la Trinidad divina» se reduce a una observación marginal final. Esta
doctrina no brotaría, según él, de la autoconciencia cristiana inmediata de la que
han surgido, como correlato objetivo, los otros contenidos doctrinales. Se trataría
tan sólo de una combinación en la que se sintetizan otras expresiones del senti­
miento cristiano de dependencia total frente a lo Absoluto. Enteramente en el sen­
tido de Sabelio, Schleiermacher sólo admite tres distintos modos de actuar del Dios
único. La doctrina acerca de la Trinidad inmanente se le antoja antropomorfis­
mo. Nuestra conciencia de Dios estaría, en efecto, indisolublemente unida a la con­
ciencia del mundo que se da en nuestra conciencia del yo. No hay ningún conoci­
miento de Dios independiente de su ser en el mundo.
La crisis de la fe en la Trinidad se refleja también en el hecho de que en la his­
toriografía liberal sobre los dogmas (F. Loofs, W. Köhler, M. Wemer) o en la escue­
la de la historia de las religiones (E. Norden, R. Reitzenstein, W. Bousset) o se la
desenmascara desde una perspectiva histórica evolutiva como resultado de un ale­
jamiento ontològico metafisico respecto del cristianismo bíblico o se la considera
un producto de la fantasía creadora bajo el influjo de una concepción del mundo
precientífica y politeísta (cf. ya la exposición de D. F. Strauss, Die christliche Glau­
benslehre 1,1840, Da 1974,462-502; F. C. Baur, Die christliche Lehre von der Dreiei­
nigkeit und Menschenwerdung in ihrer geschichtlichen Entwicklung III, Tu 1843).
Aquí el dogma es simplemente fantasía religiosa, que en el mito se expresaba a tra­
vés de imágenes y ahora lo hace a través de conceptos especulativos.
Ofrece un ejemplo paradigmático de la historiografía liberal de los dogmas la
afirmación de Adolf von Harnack de que la Trinidad y la encarnación no tienen
nada en común con el evangelio primitivo. Para él, el «núcleo de la religión» es la
confianza sencilla en la providencia paternal de Dios, el amor servicial, la entere-

431
za moral y el perdón (Lehrbuch der Dogmengeschichte III, 1906). En sus Vorle­
sungen über das Wesen des Christentums, 1899-1900) se encuentra la célebre
fórmula:

«No es el Hijo, sino sólo el Padre quien constituye la parte intrínseca del Evan­
gelio, tal como Jesús lo ha anunciado. Pero nadie ha conocido nunca al Padre
tal como él lo conoce; es él quien comunica a los demás este conocimiento, y
proporciona así a “los muchos” un servicio incomparable» (M 1964, 92).

Al igual que la teología liberal, también la «teología de la religión pluralista»


(John Hick, Paul Knitter) rechaza la Trinidad y la encarnación como mito e infil­
tración metafísica del cristianismo.
El teólogo anglicano Morris Wiles opina que la exégesis histórica no permite
ninguna afirmación acerca de una «divinidad triforme» (Reflections on the origins
ofthe doctrin oftrinity, Lo 1976). Como en el Nuevo Testamento no puede fijarse
una delimitación inequívoca entre las esferas de acción de las tres personas, la Escri­
tura no proporciona ninguna base para una fe trinitaria. Cuando se habla del Padre,
del Hijo y del Espíritu, la Escritura no se refiere a una automanifestación de Dios
en su realidad trinitaria. Dios sería, según este autor, el Espíritu que ha puesto su
Espíritu en el hombre Jesús, de modo que se ha convertido para él en Padre (en
sentido adopcionista).
Hans Küng (Christsein, M 101983,463-468) considera que el factor auténtica­
mente diferenciador del cristianismo es sólo Cristo. En beneficio de los aspectos
monoteístas comunes con el judaismo y el islam, deberían pasar a un segundo
plano, según Küng, todas las afirmaciones sobre la Trinidad inmanente. La cris-
tología contiene únicamente una unidad de revelación del Padre, el Hijo y el
Espíritu.

9. La renovación del pensamiento trinitario

a) La filosofía trinitaria especulativa de Hegel


En el siglo XX se registra un amplio movimiento de recuperación de la teología
trinitaria cristiana. Es cierto que la teología de la escuela había seguido transmi­
tiendo la doctrina sobre la Trinidad, casi siempre en su versión paleocristiana y
escolástica, sin presentarla claramente como el principio estructural del conjunto
de la revelación, de la fe cristiana y de la vida y sin entrar a fondo en el estudio de
las múltiples cuestiones relacionadas con ella (aunque no deben ignorarse los inten­
tos de renovación de esta teología llevados a cabo, a lo largo del siglo xix, por la
Escuela de Tubinga, M. Scheeben, H. Schell y otros autores).
En el redescubrimiento de la doctrina trinitaria como esencia de la fe cristiana,
la teología cristiana tiene varias cosas que agradecer a las especulaciones trinita­
rias de Hegel (1770-1831), tanto por lo que tomaba de ella como por lo que criti­
caba y rechazaba. Hegel intentó franquear, superar y reconciliar las enormes ten­
siones que se habían producido en la historia de las ideas a lo largo del siglo xvm,

432
como consecuencia de las contraposiciones epistemológicas y metafísicas entre ser
y pensamiento, espíritu y naturaleza, racionalismo y empirisimo, trascendencia e
inmanencia, substancia y relación, historia mundana e historia salvífica, metafísica
óntica y trascendentalismo crítico, ateísmo de la Ilustración popular y deísmo o
panteísmo de las clases cultas.
El único modo de franquear el foso del enfrentamiento denunciado por Kant
entre la espontaneidad de la razón y la objetividad de las cosas sería, según Hegel,
identificar el pensamiento con el ser. Pero la razón finita es incapaz de captar esta
unión. Esto sólo es posible en el Espíritu absoluto, es decir, en Dios. Cuando el
Espíritu piensa, lo pensado es tanto su realidad como su manifestación (es decir, es
su verdad en la naturaleza y en la historia).
El punto esencial de la crítica a la doctrina trinitaria hegeliana se centra en la
constitución de las personas en la Trinidad inmanente. Según Hegel, las personas
divinas se'constituyen en virtud de una autodiferenciación en cuanto que el vacío
y la indeterminación originarias de Dios tienen que llegar a su plenitud y consu­
mación únicamente a través de la autocontraposición en el Hijo y la autorreunifi-
cación de «tesis y antítesis» en el Espíritu.
Es cierto que por este camino se establece una estrecha conexión entre la Tri­
nidad económica y la inmanente, pero a costa de convertir la revelación de Dios en
el mundo en un elemento necesario de su propia constitución. También se cues­
tiona, en esta explicación, la realidad propia del mundo y la libertad del hombre en
el proceso histórico. Según el testimonio bíblico, determinante para la fe cristiana
en Dios, Dios no se constituye mediante autodiferenciación, sino mediante auto-
comunicación. De la plenitud, de nada necesitada, de su ser divino, el Padre comu­
nica entera y totalmente su esencia divina al Hijo y lo expresa, amando, en la per­
sona del Espíritu Santo. La diferencia de las personas se identifica con las relaciones
de origen que forman la personalidad y en las que la esencia de Dios se consuma
eternamente como amor que se comparte y se comunica. La diferencia entre el
Padre y el Hijo no implica, por tanto, una autonegación, o el dolor infinito del amor
que sería, en la Trinidad inmanente, la no-identidad del Padre y el Hijo y, en la eco­
nómica, la muerte de Dios en cruz.
En la cruz, Dios asume de hecho libremente sobre sí el dolor del mundo, el sufri­
miento del amor y la muerte del alejamiento divino. Pero no acontece para repre­
sentar en el escenario del mundo el espectáculo intradivino de un amor que se des-
une-y-une. El mundo tiene necesidad de redención frente a la muerte (como
distanciamiento de Dios), porque la creación, que no es otra cosa sino la partici­
pación en la plenitud positiva del ser de Dios, se ha alejado de Dios por el peca­
do. Y como Dios, en la libertad de su amor, ha asumido en su Hijo el ser humano
bajo las condiciones del pecado (cf. Rom 8,3) y deja que se desfogue en él la con­
tradicción respecto al amor del Dios trino, en la muerte en cruz de Jesús quedan
subsanados el pecado y la muerte en virtud de la plenitud infinita del amor trino.
En la resurrección del hombre Jesús de la muerte y en la revelación del misterio de
su persona como Logos eterno se da a conocer definitivamente el Dios trino como
la vida, la verdad y la plenitud del amor que es él mismo en su propia esencia
(lJn 4,8.16).

433
b) La Trinidad como lo specificum christianum

Aunque no puede ignorarse que las ideas de Hegel requieren una crítica de pro­
fundo calado, tampoco es lícito olvidar que proporcionaron un notable impulso que
sacó a la teología trinitaria de su aislamiento y le devolvió la significación central
que le corresponde en la reflexión sobre la fe.
Son muchos y muy destacados los representantes tanto de la teología católica
(Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, Yves Congar, Henri de Lubac y otros),
como de la evangélica (Karl Barth, Wolfhart Pannenberg, Eberhard Jüngel, Jür-
gen Moltmann, Gerhard Ebeling) y la ortodoxa (S. N. Bulgakov, N. Afanassieff, L.
Chomyakov) que han hecho de la Trinidad el punto de partida de una nueva media­
ción y transmisión de la fe cristiana.
En su crítica al intento por reducir la fe cristiana a un sentimiento religioso gene­
ral (a un apriori afectivo, moral o racional), Karl Barth ha reclamado, en primer
lugar, que no debe comenzarse por un discurso genérico sobre Dios y la religión,
sino que el punto de arranque de toda la teología debe ser el Dios del testimonio
bíblico. El Dios testificado por la Escritura se ha revelado como creador, reden­
tor y reconciliador en la historia de la salvación y como Padre Hijo y Espíritu en el
acontecimiento Cristo. En el acontecimiento de su autorrevelación Dios se da tal
cual es.
Por consiguiente, Karl Rahner puede fijar como ley fundamental de toda la teo­
logía cristiana la siguiente fórmula: «La Trinidad “económica” es la Trinidad “inma­
nente”. Y a la inversa» (Mysal II, 328).
Si el Dios uno y trino se comunica al hombre (es decir, no se limita a propor­
cionar informaciones teóricas), entonces la Trinidad tiene una importancia deter­
minante para la vida humana y su camino hacia Dios. De aquí se le derivan a la
moderna teología trinitaria cuatro series de problemas:
1. El lugar de la doctrina trinitaria en la dogmática.
2. La unidad de la Trinidad inmanente y la Trinidad económica.
3. La referencia vital del conocimiento de Dios en su triple actividad. La Trini­
dad no es un misterio conceptual que sólo interesaría a los especialistas, sino una
realidad que afecta inmediatamente a la relación viva con Dios de todos y cada
uno de los cristianos en la fe y en la oración. Justamente a través de su ser y de
su actuar trino, Dios determina las realizaciones exístenciales básicas del ser
humano en el amor, el sufrimiento y la muerte. Pues Dios, en cuanto amor tri­
no, es la respuesta al interrogante que es el hombre para sí mismo.
4. La conexión de la autorrevelación de Dios en la vida y la muerte de su Hijo con
la historia del dolor y el sufrimiento de la humanidad.

434
r

IL LA LE EN LA TRINIDAD EN EL
TESTIMONIO BÌBLICO

En los escritos neotestamentarios no figura la posterior formulación dogmáti­


ca del misterio de la Trinidad que enuncia que Dios subsiste en la unidad de su
esencia en las relaciones de las personas del Padre, el Hijo y el Espíritu. Pero la
Escritura, como palabra de Dios, testifica el hecho de la autocomunicación de Dios,
en la que se manifiesta y se revela bajo el nombre de Padre, Hijo y Espíritu. El dog­
ma se basa en el acontecimiento de la autorrevelación historicosalvífica de Dios
(Trinidad económica) y explícita la plenitud vital intradivina de Padre, Hijo y Espí­
ritu, tal como se da a conocer en la historia de la revelación.
Ya empezando por el Antiguo Testamento, no puede interpretarse la historia de
la autorrevelación de Yahvéh en el sentido de un monoteísmo unitarista. Dios no se
revela como la «esencia suprema» propugnada por las concepciones deístas, el teís­
mo especulativo o la religión natural. Al contrario, se revela de tal modo que una de
las expresiones de su esencia es «ser para», esto es, la relación con su pueblo.
La apertura de la esencia divina en el medio de la relacionalidad alcanza su rima
histórica en el acontecimiento de Cristo. Dios revela a Jesús como «su propio Hijo»
(Rom 8,32). Jesús de Nazaret es el mediador del reino de Dios, un reino que se
manifiesta escatològicamente tanto en su historia y su figura humana como en su
Palabra di vina. Ya en la vida histórica prepascual de Jesús está testificada la «rela-
ción-abba» (Me 12,6; 13,32; 14,36), que es el fundamento histórico de la fe en la Tri­
nidad. Esta afirmación es válida bajo el supuesto de que existe una diferencia entre
la divinidad y la humanidad en Jesucristo. La relación filial del hombre Jesús está
anclada en la relacionalidad interna de Dios, Padre de Jesucristo, con la Palabra
divina.
Existe una conexión entre la actividad de Jesús, su misión escatològica y la efu­
sión del Espíritu Santo. La unión (hipostática) del hombre Jesús con la Palabra divi­
na del Padre ha sido originariamente constituida y dinámicamente revelada en la
biografía terrena de Jesús por medio del Espíritu Santo.

«En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas
a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido
tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién
es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar» (Le 10,21-23).

Es en el bautismo de Jesús en el inicio de sus actividades públicas, como pro-


clamador escatológico del reino de Dios (Me 1,9), y en la cruz, en la que el Hijo,
«reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1,2), «se ofreció a Dios como sa­
crificio sin mancha en virtud del Espíritu eterno» (Heb 9,14), donde se percibe
claramente esta unidad de ser y de revelación del Padre, el Hijo y el Espíritu enrai-

435
zada en y soportada por el acontecimiento de la revelación. En el punto culminante
se produce la revelación de la Trinidad económica en el acontecimiento de la resu­
rrección de Jesús crucificado por el poder el Espíritu Santo, a través del cual Dios
se revela como Padre, Hijo y Espíritu (Rom l,2s.; 8,11). A partir de entonces, la
existencia cristiana consiste en la filiación divina, que se consuma como participa­
ción en la «esencia y la imagen de su Hijo» (Rom 8,29) y en el don del Espíritu a
los corazones de los hombres (Rom 5,5; 8,23) para que los que hemos sido intro­
ducidos, por el poder de la gracia, en la relación filial de Jesús con el Padre, poda­
mos clamar, por medio del Espíritu: «¡Abba, Padre!» (Rom 8,15; Gál 4,4-6; Jn
14,15.23.26).
El mediador del reino de Dios, elevado a la dignidad de consorte del trono con
el Padre («exaltado a la derecha del Padre»), dota a su Iglesia, desde el Padre y
a partir de su unidad con él en cuanto Hijo, con el poder del Espíritu (Le 24,49;
Act 2,32.39; 5,32; 7,55; Jn 20,22). La Iglesia es la Iglesia del Dios trino (Act 20,28).
También la futura resurrección de los muertos y la consumación de la Iglesia y
del mundo en la parusía de Cristo es obra de Dios y de su revelación como Padre,
Hijo y Espíritu (Rom 8,9-11; ITes 1,5.10; Ap 22,17). La semejanza con Dios y la
visión de su esencia (lJn 3,2; ICor 13,12) se lleva a cabo como participación en
la naturaleza y la vida de Dios, que es el amor. Dios ha revelado que su esencia es
amor al enviar «al mundo a su Hijo único» (lJn 4,9) y al «darnos su Espíritu»
(lJn 4,13).
Bajo el supuesto de que Dios no es, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento,
aquella esencia suprema (carente en sí misma de relaciones con ninguna otra cosa)
de que hablan la teodicea, el deísmo o la especulación abstracta de Dios, sino el
Dios de la libre autocomunicación y de la alianza y, finalmente, el Dios y Padre
de Jesucristo, se comprende también fácilmente por qué en numerosas fórmu­
las de bendición, expresiones litúrgicas y doxologías del Nuevo Testamento se cree
y se confiesa la única realidad de la esencia y de la revelación divina bajo la suce­
sión coordinada de los nombres del Padre, el Hijo y el Espíritu.

«La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu San­
to sean con todos vosotros» (2Cor 13,13).
«Os suplico, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu
Santo, que luchéis juntamente conmigo en vuestras oraciones rogando a Dios
por mí» (Rom 15,30).
«Vosotros, queridos, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espí­
ritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nues­
tro Sfeñor Jesucristo para vida eterna» (Jud 20).
i

Se expresa de una forma particularmente clara el misterio de la naturaleza tri­


na de Dios en las siguientes fórmulas trinitarias:

436
ICor 8,6:
(Y así nosotros tenemos)
un solo Dios, el Padre... ε ις θ ε ό ς ό π α τ ή ρ

y un solo Señor: Jesucristo ε ι ς κ ύ ρ ι ο ς ’Ι η σ ο ύ ς Χ ρ ι ο τ ό ς

ICor 12,4-6:
Hay diversidad de dones,
pero el Espíritu es ei mismo. τό δέ αύτό π νεύ μ α

Hay diversidad de servicios,


pero el Señor es el mismo. ό α ίπ ό ς κ ύ ρ ιο ς

Hay diversidad de operaciones,


pero Dios es el mismo. ό α ϊ τ ό ς -θ εός

Ef 4,4-6:
un solo Espíritu... un solo Señor... ... ε ν π ν ε ύ μ α , ... ε ι ς κ ύ ρ ιο ς ,
un solo Dios y Padre de todos... ... ε ι ς θεός κ α ί π α τ ή ρ π ά ν τ ω ν ...

La revelación escatològica se transmite por medio del bautismo «en el nombre


del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El bautismo «en nombre de
Jesús» de que dan testimonio los Hechos se identifica, cuanto al contenido, con la
fórmula trinitaria, porque el «nombre de Jesús» (Act 4,12) significa la revelación
de la voluntad salvifica de Dios y su manifestación esencial en el hombre Jesús, que
se entendió a sí mismo únicamente como el Hijo en relación con el Padre y el Espí­
ritu, y sólo así puede ser entendido.
Las fórmulas ternarias que aparecen con frecuencia en Pablo, Juan y otros auto­
res neotestamentarios no son una combinación accidental o casual de Dios —impro­
piamente llamado Padre—, de un simple hombre como hijo mesiánico adoptivo y
de una fuerza divina espiritual apersonal. Se trata, por el contrario, de fórmulas en
las que se expresa claramente la Trinidad económica y en las que se muestra, se
media y se transmite la Trinidad esencial (cf. además de los ejemplos antes men­
cionados, también ITes 5,18; 2Tes 2,13; Rom 5,1-5; 8,14-17; 15,15.30; ICor 2,6-12;
6,11.15-20; 2Cor l,21s.; 13,13; Gál 4,4-6; Ef 1,3-14.17; 2,18-22; 3,14-19; 5,19s.; Tit 3,4-
7; Jn 14,16s.; 15,26; 16,7-11.12-13; 20,22; Un 3,23s.; 4,11-16; 5,5-8; Heb 2,2ss.; 10,29ss.;
IPe 1,ls.; 4,14; Jud 20s.; Act 20,28 et passim).
La revelación de la Trinidad se halla inserta en el misterio de la encarnación
del Logos, del envío del Hijo único de Dios en la figura de la carne de Jesús de
Nazaret. Jesús no aparece nunca en el testimonio neotestamentario como simple
parlamentario profètico ni como un hombre llamado a desempeñar un ministerio
profètico o mesiánico, ni tampoco como un ser intermedio mítico (mitad Dios, mitad
hombre) o simple portador de una fuerza espiritual divina numinosa y apersonal
que de alguna manera se hubiera apoderado de él. A través de la experiencia pre­
pascual con Jesús y del reconocimiento de Jesús por parte de Dios (como su Hijo
único, perteneciente a su misma esencia, venido bajo la imagen de la carne) cuan­
do le resucita de entre los muertos, se percibe el incomparable contenido del pre-

437
dicado «Hijo». En Jesús sale al paso del hombre el Hijo único y humanizado del
Padre y mediador escatològico de la salvación. En él se hace Dios inmediatamen­
te presente. En el contexto de la historia de Jesús revela Dios al Espíritu del Padre
y del Hijo como el don escatològico en el que se da a sí mismo. Por tanto, tampo­
co el Espíritu es un poder o una eficacia apersonal de Dios o una descripción pura­
mente metafórica de la acción divina. El Espíritu, que explora los abismos de la
divinidad (ICor 2,10), se afirma en la unidad y la diferencia de la relación al Padre.
Es contraria al autotestimonio de Cristo y a la confesión de la primitiva Igle­
sia una interpretación que de entrada sólo admite una unión moral entre Dios y
el hombre Jesús, al que luego se le daría, de una manera meramente metafórica, el
nombre de hijo de Dios, en el mismo sentido y con el mismo contenido que cuan­
do se le aplica al pueblo de la alianza, a los profetas y a los reyes. Según esta inter­
pretación, la divinización del hombre Jesús se habría producido más tarde y poco
a poco. Se explicarían así las fórmulas de fe trinitarias que hablan del Padre y del
Hijo sin mencionar explícitamente al Espíritu Santo. Sólo mucho más tarde se habría
llegado a una divinización e hipostación del Espíritu, de modo que al final del pro­
ceso en vez de un Dios habrían surgido, por así decirlo, tres dioses o, al menos, una
divinidad triforme. Pero contra esta concepción, el Nuevo Testamento afirma
que en el Hijo y el Espíritu se ha revelado la presencia salvifica escatològica de
Dios. Como ambos proceden del Padre, se insertan totalmente en la esfera de la
divinidad y forman con el Padre la una y única realidad esencial viviente de la divi­
nidad que se realiza eternamente como amor. En la encarnación de la Palabra
divina y en la misión escatològica y universal del Espíritu se revela la actividad pro­
pia y autónoma del Hijo y del Espíritu. Son, a una con el Padre y relacionados entre
sí, los portadores de la única divinidad. Como hay una sola autocomunicación de
Dios como Padre al Hijo y al Espíritu, constituyen los tres la unidad y unicidad
de Dios, que se realiza no a modo de yuxtaposición sino en mutua diferencia y refe­
rencia «personal».

438
III. PERSPECTIVAS HISTORICOTEOLOGICAS

En el curso de su evolución, la teología trinitaria tiene como norte y punto de


orientación la unidad y unicidad esencial —testificada en la fe— de Dios, que ha
revelado la realidad interna relacional de su esencia bajo los nombre del Padre, el
Hijo y el Espíritu. El apologeta Atenágoras expuso a los emperadores romanos
Marco Aurelio y Cómodo la problemática fundamental de la doctrina cristiana.
A los cristianos, decía, sólo les guía el deseo de conocer «cuál es la unidad del Hijo
con el Padre, cuál es la comunión (koínonia) del Padre con el Hijo, qué es el Espí­
ritu que constituye la unión (henosis) de estas magnitudes y la diferencia de los uni­
dos, esto es, del Espíritu, el Hijo y el Padre» (leg 10).
Respecto, pues, de los conceptos y los contenidos que se deben esclarecer, se
plantean las preguntas de qué significa exactamente la unidad y unicidad de Dios
a diferencia de y en analogía con la experiencia y la reflexión acerca de la unidad en
el ámbito de los seres creados y qué significa la relación (inmanente a la esencia)
propia de cada uno de los portadores (de cada una de las hipóstasis o personas).
En el proceso de la formación de los conceptos a lo largo de la historia de los
dogmas se toma como punto de partida el testimonio bíblico. También la Sagrada
Escritura utiliza conceptos de relación para describir la acción y la esencia de Dios.
«Padre, Hijo y Espíritu» no se refieren a una existencia absoluta y arrelacional, sino
que designan la realización de la esencia única de acuerdo con una relación consti­
tutiva de la persona. De donde se extraen, según una deducción lógica y coherente,
los conceptos de relación generación, nacimiento, procedencia-procesión, espiración.
De todos ellos debe excluirse el contenido vinculado a las reaüdades sensibles. La
relación personal se utiliza aquí en sentido estrictamente analógico.
En el curso de los enfrentamientos con posiciones doctrinales heréticas fue
ganando creciente precisión el entramado conceptual propio de la teología trini­
taria. Entre los principales representantes de la teología trinitaria figuran Ireneo
de Lyon, Orígenes, Tertuliano, Cipriano, Atanasio, los tres Capadocios Basilio de
Cesárea, Gregorio de Nisa y Gregorio de Nacianzo y, como mediadores entre la
teología trinitaria occidental y la oriental, Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán
y, sobre todo, Agustín, con su monumental obra De Trinitate. Son destacados expo­
nentes de la Escolástica Anselmo de Canterbury, Pedro Lombardo, Ricardo de San
Víctor, Buenaventura y Tomás de Aquino.
Juan Damasceno sintetizó, en su obra De fide ortodoxa, Libro f, la terminolo­
gía de la teología trinitaria oriental; la misma tarea llevó a cabo Tomás de Aqui­
no (S. th. I qq. 27-43) respecto de la teología occidental.

1. La concepción historicosalvífica de Ireneo de Lyon

En el marco de una visión historicosalvífica universal, Ireneo de Lyon describe


cómo en sus acciones salvificas, desde la creación hasta la consumación escatolò­
gica, revela Dios tanto su unidad esencial como la diferencia entre el Padre, el Hijo

439
y el Espíritu (haer. 1,10,1; cf. epid.6). El hombre, en cuanto criatura de Dios y de
acuerdo con la imagen y semejanza de Dios que lleva en sí, está ordenado a una
plenitud y consumación sobrenatural (haer. V,6,l). El Padre volverá a unir en el
amor, también en Cristo, el Hijo hecho hombre y cabeza de la nueva creación, al
hombre creado en su Logos. La redención alcanzará su plenitud en el don del Espí­
ritu. Y así, el Hijo y el Espíritu son «como las dos manos de Dios». Pertenecen a la
esencia divina. Se distinguen, pues, absolutamente de los seres creados. Por su medio
lleva Dios a cabo su inmanencia mundana en la creación y en la historia de la sal­
vación, respecto de la cual Dios Padre es siempre trascendente. A diferencia de las
especulaciones gnósticas, Ireneo afirma que el origen o procedencia del Hijo y
del Espíritu respecto del Padre superan la capacidad intelectual humana. Esto, con
todo, no le impide hablar de la generación eterna del Hijo desde el Padre y distin­
guirla de la generación temporal de las criaturas desde Dios. En la historia de la
salvación, la Trinidad se revela sobre todo, según Ireneo, en la encarnación de
la Palabra eterna. Este cristocentrismo de la historia de la salvación habría sido pre­
parado ya en el Antiguo Testamento por el Espíritu Santo y llegaría a su perfec­
ción en la fe de los discípulos en Jesús. La unidad del Padre, del Hijo y del Espíri­
tu se revelarían escatológicamente al impulsar el Espíritu a la Iglesia a lo largo
del camino hacia el fin, para que llegue el día en que el Padre pueda reunir en Cris­
to al universo entero y a la humanidad total en una recapitulado omnium (Act 3,21)
y pueda atraerlos definitivamente a sí.

2. La contribución de Tertuliano a la doctrina trinitaria

En su escrito Adversum Praxeam (Praxeas era modalista y patripasiano), Ter­


tuliano combate tanto el triteísmo como el modalismo. La teología occidental lati­
na le debe una larga lista de términos técnicos y las importantes distinciones uni-
tas-trinitas y una substantia tres personae.
En contra del politeísmo, Tertuliano defiende la unidad y unicidad de Dios.
Es uno y el mismo Dios el que se revela como creador, como el Dios de Israel y
como Padre de Jesucristo. Mediante una imagen célebre, compara a Dios con el
sol. Del mismo modo que el rayo luminoso y la luz forman con el sol una unidad
y no se triplican, así, análogamente, también el Hijo y el Espíritu proceden del
Padre, sin que por ello se multiplique la esencia de Dios en sentido politeísta. El
Logos es la Palabra interna (logos endiathetos). Pertenece a la esencia misma del
Padre y tiene naturaleza divina. Con la finalidad de crear el mundo, aparece como
Palabra externa (logos prophorikos) , pero sin que sea esta mediación creadora la
que constituye su personalidad propia. Esta mediación es, más bien, la primera
revelación o manifestación de aquella personalidad. La Trinidad inmanente es en
Tertuliano el presupuesto permanente de la Trinidad económica y se revela en ella.
Precisamente en la Trinidad económica llegamos a conocer la diferencia relativa
del Padre, el Hijo y el Espíritu y su autonomía y subsistencia personal. Al mismo
tiempo, la substancia divina se halla de una manera totalmente originaria en el
Padre. Se realiza desde él como su portador o titular primario, aunque siempre refe­
rido a los co-participantes (consortes) de la substancia del Padre. Todas las pro­
piedades de la substancia divina originariamente dadas en el Padre son también
propias del Hijo y del Espíritu.

440
En contra del modalismo, Tertuliano acentúa la diferencia real del Padre, el
Hijo y el Espíritu. Rechaza la tesis del patripasianismo según la cual sería el Padre
quien habría padecido porque —de acuerdo con las concepciones modalistas— el
Hijo no es otra cosa sino una simple manifestación modal del Padre. En el sacra­
mentan oikonomiae (el misterio de la historia de la salvación, la Trinidad econó­
mica) se demuestra, según Tertuliano, que el Padre es distinto del Hijo y el Hijo
distinto del Espíritu. En cuanto personas, serían alius, pero en cuanto a la esencia
divina común no serían aliud. Especialmente en la encarnación se advierte, siem­
pre según Tertuliano, la diferencia divina del Padre y del Hijo en la relación filial
de Jesús a Dios, su Padre. Dado que Jesús ruega al Padre y se somete a su volun­
tad, se ve claramente que el Padre no es el Hijo. El enviado es distinto del que envía,
el obediente es distinto de aquel a quien se presta obediencia. El Padre, el Hijo
y el Espíritu son titulares autónomos de sus propios actos. En la Trinidad econó­
mica se revelan como «personas en las que subsiste el único Dios».
Tertuliano contribuyó sobre todo a la clarificación del término «persona». Este
vocablo designa al Padre, al Hijo y al Espíritu en cuanto sujetos o titulares, distintos
entre sí, de una única naturaleza divina individual. De todas formas, no puede iden­
tificarse a la persona latina con el prosopon griego, cuyo significado original es el de
la «máscara» que se colocaban los actores de las representaciones teatrales para dar
a conocer su «papel». El contenido objetivo de la persona (y más tarde también el
de prosopon, derivado de aquélla) debe determinarse más bien a través del vocablo
griego hypostasis. Desde la época de los Capadocios existía una clara diferenciación
entre hypostasis y ousia. Para distinguir nítidamente en Occidente el concepto de subs­
tancia frente al de la naturaleza general abstracta, se puntualizó el significado de la
persona o la hipóstasis, añadiéndole el concepto de subsistencia. Hasta las aporta­
ciones de los neocalcedonianos (Juan Gramático, Leoncio de Bizancio, Leoncio de
Jerusalén, Máximo Confesor y Juan Damascene) no se consiguió una diferenciación
conceptual neta y precisa entre los términos hypostasis/ousia ni tampoco entre los de
subsistentia/substanlia/essentia. En todo caso, no puede partirse aquí de una defini­
ción neutral antecedente de los conceptos. En la perspectiva de la historia de los dog­
mas y del lenguaje, se recorrió más bien el camino inverso. Debe entenderse el con­
tenido de los conceptos hypostasis y persona de tal modo que puedan designar con
la mayor precisión posible la diferencia —conocida en la fe— del Padre, el Hijo y el
Espíritu dentro de la esencia indivisible del Dios .único en su mutua referencia, según
el orden del origen. No se trata, pues, en modo alguno de que el contenido haya sido
remodelado para encajarlo en un sistema conceptual previamente dado.
En la definición de los conceptos de subsistencia e hipóstasis entra también la idea
de la relación. A diferencia de las divisiones tradicionales de las categorías filosóficas,
aquí no puede encuadrarse a la relación entre los accidentales. Debe indicarse,
por el contrario, que lo propio y característico de la persona divina es la subsisten­
cia, que se constituye relacionalmente en la referencia a las otras personas divinas.

3. Orígenes, el primer teólogo de la Trinidad

Frente al dualismo gnóstico y el modalismo, Orígenes intentó mostrar la racio­


nalidad de la fe en la Trinidad, pero sin reducirla, en sentido racionalista, a los lími­
tes del entendimiento. El punto de partida indiscutible es la fe en la unidad de Dios

441
en las tres personas (mia oiisia - treis hypostaseis). La fe en la Trinidad no depen­
de de procesos deductivos de la teología trinitaria. Pero una exposición teológica
puede aportar ayuda a la realización racional de la fe, puede profundizarla, puri­
ficarla respecto de las posiciones heterodoxas y afianzarla contra los ataques de
la religión (judía) y de la filosofía pagana.

a) El Padre es la fuente de la divinidad


Frente a la dispersión politeísta de lo Absoluto, Orígenes señala que, ya des­
de una consideración filosófica, un Absoluto dividido es intrínsecamente contra­
dictorio y desbarata el concepto de Dios. Dios es una naturaleza absolutamente
simple (es decir, no compuesta de varios elementos) y espiritual. En su autorre-
velación como creador y portador de la historia de la salvación se da a conocer
—según Orígenes— bajo el nombre de Padre. La relacionalidad no le adviene a
la naturaleza espiritual de Dios desde fuera, sino que brota de la dinámica inter­
na de su consumación. Este recurso al discurso filosófico de la naturaleza espiritual
y la inmutabilidad de Dios no implica la aceptación del axioma griego de la apa-
íheia de Dios, según la cual la esencia de Dios se define por una pura y absoluta
carencia de referencia al mundo o, respectivamente, por la ausencia total de pade­
cimiento (cf. Aristóteles, met. XII). Pues, en efecto, argumenta Orígenes, Dios se
revela a sí mismo como un Dios del amor y de la misericordia, como un Dios que
siente compasión. Pero, a diferencia del patripasianismo, el teólogo alejandrino no
admite en la naturaleza divina una capacidad de sufrimiento (que es propio de la
finitud y de la condición de criatura). El sujeto del padecimiento es la persona del
Logos divino, por medio del cual subsiste la naturaleza humana asumida. Tampo­
co puede decirse que sólo ha padecido la naturaleza humana de Jesús, mientras que
la naturaleza divina se mantendría inmutable y por encima de todo padecimiento.
En la persona del Logos confluyen (hipostáticamente) los predicados de la ausen­
cia de padecimiento de la naturaleza divina y de los sufrimientos padecidos por la
naturaleza humana. De ahí que la teología alejandrina derivada de las ideas de Orí­
genes hable del Deus passus, es decir, de Dios que padece, en cuanto que en la per­
sona de Jesús están hipostáticamente unidas la naturaleza humana y la divina.

b) El Logos es el Hijo de Dios eterno y encarnado


El Logos es, junto al Padre, el segundo Dios (δεύτερος θεός). No se quiere afir­
mar aquí una duplicación de la naturaleza divina, sino la recepción de la divini­
dad a partir del Padre. El Padre es el origen de la divinidad (ho theos). El Hijo reci­
be del Padre la divinidad (theos, sin artículo).
A diferencia de la posterior formulación amana, debe decirse, siguiendo el pen­
samiento de Orígenes, que no ha habido nunca un tiempo en el que el Logos no
haya existido junto con y en unión con el Padre (princ. 1,2,9). El Hijo no surge de
una emanación o efusión natural de la esencia de Dios. Es la voluntad esencial
del Padre la que hace que el Hijo proceda de su propia substancia. Orígenes esta­
blece una distinción entre esta inefable procesión del Logos desde el Padre y el ori­
gen temporal de la creación por medio del Logos,que es su mediador. Y esto sig­
nifica que la creación es posible en la unidad interior y la diferencia del Padre y del
Hijo y que en su realización revela (al menos a modo de insinuación) la unidad y,

442
a la vez, la diferencia en Dios. Las ocasionales designaciones del Logos como
criatura en Col 1,15 y Prov 8,22-25 no pueden ser entendidas en el sentido de una
creación de la nada. Se expresa aquí, en sentido trasladado, la procesión del Hijo
y su generación arquetípica en virtud de la voluntad del Padre. El Hijo se con­
vierte así en imagen eterna y resplandor del Padre, de cuya esencia divina partici­
pa (en sentido platónico). Por la encarnación, el mediador de la creación pasa a ser
también mediador histórico de la salvación. Su obra consiste no sólo en el perdón
de los pecados, sino también, y sobre todo, en la gracia de la asunción salvífica de
la naturaleza humana. La gracia como deificación vincula con la comunión de la
Palabra y del Padre que son, en la eternidad, la unidad-diferencia de su amor.

c) El Espíritu Santo como dispensador de la vida divina


Para la deificación se requiere la santificación por medio del Espíritu. Aun­
que Orígenes no consigue todavía expresar con exactitud la diferencia de las dos
procesiones intratrinitarias, entiende ya al Espíritu Santo como «partícipe de la glo­
ria y de la dignidad del Padre y del Hijo» (princ. I praef. 4). El Espíritu y el Hijo pro­
ceden del Padre, pero en la procesión del Espíritu el Hijo actúa como mediador
(comm. in Jo. X,39). Serían, pues, la única santa y divina Trinidad y, en la unidad
de su esencia divina, distintos de la creación. El Padre, el Hijo y el Espíritu son,
según Orígenes, en la unidad de su esencia y como sustentación autónoma, la cau­
sa originaria divina de la creación. Se han revelado, en la historia de la salva­
ción, como diferentes fuerzas activas divinas en diferentes «ámbitos de acción»
(princ. 1,3,4.8).

4. La doctrina soteriológica de Atanasio sobre la Trinidad

Las controversias en torno a la validez del concilio de Nicea dieron ocasión al


desarrollo no sólo de la cristologia sino también de la teología trinitaria. Atanasio
(295-373) e Hilario de Poitiers (315-368) ejercieron una importante labor de media­
ción entre la teología oriental y la occidental. La teología occidental partía (contra
Arrio) de la unidad de la esencia divina, mientras que el pensamiento oriental acen­
tuaba (contra los modalistas) la diferencia de las personas y su origen en el Padre.
De todas formas, aquí, al igual que en la cristologia, fue la soteriologia y la econo­
mía de la salvación la que aportó la orientación última. Además de Atanasio y de
Hilario deben mencionarse en este campo los nombres de los pensadores pioneros
Didimo el Ciego y de los tres Capadocios en Oriente, y de Ambrosio, Jerónimo,
León Magno y, sobre todo, Agustín, en Occidente.
Atanasio parte de la realidad del bautismo. El nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu designa, según él, el contenido de la salvación transmitida en el bautismo.
Se afirma, pues, que Dios es el fundamento único de la salvación y que este nom­
bre único «Padre, Hijo, Espíritu» es Dios mismo. El Hijo y el Espíritu serían aquí,
al igual que el Padre, el Dios único, y no portadores creados de la salvación. La
autocomunicación de Dios Padre en el Hijo y en el Espíritu no puede tener un ori­
gen creado. Sólo así puede decirse que Dios mismo se ha hecho hombre en el hom­
bre Jesucristo. La Palabra eterna del Padre sale a nuestro encuentro en el
hombre Jesús de Nazaret con el propósito de divinizamos y de hacernos partícipes

443
del movimiento del Hijo al Padre en el Espíritu Santo. De la igualdad esencial se
deriva la unidad esencial que se realiza en el ámbito intradivino y se revela en el
espacio de la economía de la salvación en la diferencia del Padre, del Hijo y del
Espíritu.
Al igual que los arríanos, también Atanasio asume la diferencia radical entre
Dios y el mundo. Pero objeta contra ellos que la palabra «Dios» no designa una
naturaleza abstracta o un sujeto monopersonal absoluto (concebido en los térmi­
nos de la substancia metafísica), al que se le añadirían accidentalmente las rela­
ciones. En tal caso, en efecto, Dios sólo sería Padre cuando se refiere al Logos crea­
do y le introduce en la relación filial. En realidad, Dios posee su propia esencia
porque es eternamente el Padre del Hijo y el origen del Espíritu. Para distinguir la
procesión intradivina del Hijo de la procedencia del mundo en virtud de la volun­
tad del Padre y de la mediación que ejerce el Logos en la creación, Atanasio recu­
rre a los términos de «generación» o de «nacimiento eterno». Afirma, de todos
modos, que la procesión del Hijo desde el Padre es un misterio inefable. Aquí el
pensamiento humano sólo puede echar mano de débiles analogías, que no disuel­
ven el misterio sino que precisamente pretenden protegerlo frente a todo tipo de
racionalización. En todas y cada una de las acciones de Dios hacia afuera se reve­
la siempre como el Padre que actúa por el Hijo en el Espíritu Santo. Finalmente,
esa filiación del Logos, igual en esencia al Padre eterno, se nos ha revelado median­
te la encarnación de Cristo en la virgen María. Sólo porque fue Dios mismo quien
padeció por nosotros en la naturaleza humana asumida está cerca de los hombres
también en el amor de Jesucristo crucificado y resucitado, y así hemos sido inclui­
dos en la vida divina.
Conocemos asimismo la procesión del Espíritu en el hecho de que nos ha sido
enviado como maestro para llevarnos al conocimiento del Hijo y del Padre (ICor
12,3). El Espíritu de Dios, que viene de las profundidades de la divinidad que
sólo él penetra (ICor 2,10s.), es Dios mismo, pero diferente del Padre y del Hijo.
Sólo en él se da la comunión vivificante con el Padre y el Hijo (cf. ICor 1,9). La
procesión del Hijo desde el Padre tiene que distinguirse de la procesión del Espí­
ritu ya por el simple hecho de que entre el Hijo y el Espíritu no se da un paralelis­
mo pleno, como si fueran hermanos. El Espíritu no procede del Hijo del mismo
modo que el Hijo procede del Padre. Cada uno de ellos procede del Padre de una
manera propia y específica, pero sin que se dé un escalonamiento jerarquizado en
el sentido del subordinacionismo. Es decir, ambos están en posesión de la misma y
única esencia divina.
En el sínodo de Alejandría del año 362 aludió Atanasio a las claras diferen­
cias de las expresiones lingüísticas y de los esquemas conceptuales de los griegos
y los latinos en el ámbito de la doctrina trinitaria, pero admitiendo al mismo tiem­
po lacom unidad en la fe. Conocía bien el esfuerzo del espíritu humano finito
para%-xpresar el misterio en el lenguaje de los hombres. Sabía, al igual que Hilario
de Poitiers (obra principal: De Trinitate), la problemática fundamental del pensa­
miento teológico, que sólo puede hablar del misterio de Dios en términos analógi­
cos. Pero básicamente puede afirmarse lo siguiente: son las formas lingüísticas y
conceptuales las que deben acomodarse al misterio y no, a la inversa, encajar por
la fuerza el contenido dentro de conceptos humanos previamente establecidos.

444
5. La doctrina trinitaria de los Capadocios

En sus escritos antiarrianos, en los que defienden la igualdad esencial (homo-


ousia) del Hijo y la verdadera divinidad del Espíritu dentro siempre de la diferen­
cia personal del Hijo y el Padre, los Capadocios abordaron también ¡a problemá­
tica trinitaria. Aportaron aquí una contribución esencial a la precisión terminológica
y conceptual del misterio de la Trinidad. En el curso de la refutación de una erró­
nea intelección modalísta de la homoousia del Hijo, se llegó a una clarificación de
los conceptos: la ousia (o la substantia o essentia latina) designa el ser y la esencia
divina común, mientras que la hypostasis (la subsistentia o persona de los latinos)
expresa la autonomía personal del Padre, el Hijo y el Espíritu. Gregorio Nacían-
ceno llama también a la hypostasis prosopon y construye así un puente hacia la teo­
logía occidental. Pero para no dar pábulo a la errónea intelección modalista —pro­
sopon significaba originariamente la «máscara de los actores», de la que se
desprendían una vez acabada la representación— rehúye expresamente estas con­
notaciones, porque «Padre, Hijo y Espíritu» no son sólo roles o papeles diferen­
tes de una divinidad unitaria monopersonal.
En conjunto, los Capadocios argumentan, al igual que su modelo, Atanasio, des­
de una perspectiva historicosalvífica y soteriológica. Y aunque desarrollan también
siempre especulaciones sobre la Trinidad inmanente, su interés principal se centra
—con finalidad apologética— en demostrar que no existe contradicción en la fór­
mula de una única esencia divina en las tres hipóstasis. Sólo de una manera muy
condicionada, y no sin modificaciones esenciales, recurren a las categorías neopla-
tónicas de la unidad del Absoluto divino (Hen) y de la emanación de las hipóstasis
subordinadas. Lo mismo cabe decir respecto de la aplicación de las categorías aris­
totélicas de substancia y de relación (que Aristóteles enumera entre los accidenta­
les). Del mismo modo que fue preciso reelaborar enteramente el concepto de hipós­
tasis como término teológico técnico, otro tanto ocurría con el concepto de
«relación», para darle una nueva fundamentación ontològica orientada de acuer­
do con la experiencia de la autorrevelación de Dios.
No deben concebirse las hipóstasis divinas como una simple yuxtaposición
paralela. Son el Dios único, porque en cuanto que están unidas entre sí constitu­
yen la unidad de Dios. Fue sobre todo Gregorio Nacianceno quien, en conexión
con el concepto de hipóstasis, introdujo la idea de la relación en la doctrina de la
Trinidad y ejerció, por este camino, una profunda influencia en las concepciones
trinitarias de Agustín. Las hipóstasis divinas mantienen entre sí una relación de
origen, a saber, el ordo relationis. La esencia de la divinidad se encuentra origi­
nariamente en el Padre (=monarquía del Padre) que, en la realización de su pro­
pia esencia como Dios, engendra eternamente al Hijo y hace también proceder
eternamente de sí mismo al Espíritu Santo. En este sentido, Gregorio de Nacian-
zo escribe:

«El nombre de Padre no designa ni una esencia ni una actividad, sino una refe­
rencia (oxéais), que señala cómo se relaciona el Padre con el Hijo y el Hijo con
el Padre.» (or. 29,16)

445
Las relaciones que surgen del Padre no indican ni una desvalorización des­
cendente ni una jerarquización cualitativa en Dios. Se trata, muy al contrario, de
superar el subordinacionismo mediante una coordinación relacional. Cada perso­
na tiene su propiedad, mediante la cual se distingue de las otras dos personas en el
entramado de las relaciones de origen que fundamentan la homoousia del Hijo y
del Espíritu con el Padre. Son, en esta hipostasía y relacionalidad, el ser, la esencia
y la vida del Dios único. Sólo así puede decirse que el Padre es ingénito (&yewr|aía),
que realiza hípostáticamente su paternidad y, con ello, su divinidad en la genera­
ción eterna del Hijo (sKjiópeuaig) y en la procesión del Espíritu Santo (riotefoju.;),
que el Hijo realiza hípostáticamente su filiación y, con ello, la divinidad, al ser engen­
drado por el Padre o nacer eternamente de él y que en cuanto Hijo eterno del Padre
alcanza su plenitud en orden a él (en respuesta de gratitud), mientras que el Espí­
ritu realiza hípostáticamente su procedencia del Padre y posee la esencia divina en
la autodonación divina del amor del Padre (Gregorio de Nacianzo, or. 25,16).

6. La doctrina trinitaria de san Agustín

Agustín ejerció una excepcional influencia en la doctrina trinitaria de la Esco­


lástica occidental.
En sus reflexiones sobre la Trinidad comienza por establecer una clara distin­
ción entre la fe de la Iglesia en la unidad de Dios en las tres personas y los intentos
por conseguir una mayor profundización teológica. En razón del peso que otorga
a la Trinidad inmanente, han sido mucho los intérpretes que han partido de la erró­
nea concepción de que el primer plano del pensamiento agustiniano está presidi­
do por la idea de la unidad esencial de un sujeto-espíritu absoluto, concebido de
una manera unipersonal, del que se deducirían en un momento posterior las tres
personas como especificaciones suplementarias. Así lo expresaría la fórmula Deus
trinitas est. La comparación con el alma humana, dotada de las facultades del enten­
dimiento y la voluntad, condicionaría de hecho una deducción del misterio de la
Trinidad a partir de un concepto general de la divinidad. Surgiría así, por un lado,
una teodicea de tipo psicológico-metafísico, sólo flojamente conexionada con la
Trinidad económica y con el conocimiento de la Trinidad obtenido a partir del mis­
terio de Cristo y de la misión del Espíritu. Esta objeción, unida al reparo de que
Agustín se limitó simplemente a trasladar el sistema emanacionista neoplatónico
a las procesiones intradivinas, ha podido estar condicionada por una concreta pers­
pectiva de percepción, característica, por ejemplo, de los siglos xv;i y xvm, mar­
cada por la divergente evolución experimentada de un lado por la concepción filo­
sófica deísta de Dios y, del otro, por una fe en la revelación histórica y contingente
que ¿S elemento constitutivo de la concepción cristiana de Dios. Agustín se atie­
ne fiftnemente a la idea de que por encima de todas las ayudas que pueden prestar
las analogías naturales (vestigia trinitatis), la autorrevelación histórica de Dios es el
origen y la condición constante del conocimiento de la Trinidad inmanente. Tam­
bién en el ámbito de la intelección de la esencia divina como amor desborda Agus­
tín ampliamente el esquema de las ideas platónicas. Al mundo conceptual plató­
nico le resultaba totalmente ajena la idea de que el amor eterno de Dios pudiera
revelarse en la historia bajo la forma de la humildad, la pobreza y la obediencia del
Hijo de Dios crucificado. Para Agustín, Jesucristo es el mediador único que nos lle-

446
va al conocimiento y al amor de Dios y en el que este amor y este conocimiento
se manifiestan. Si el alma, en cuanto imagen creada de Dios, posee una dinámica
que la orienta a Dios y sólo puede alcanzar su plenitud en la participación de la vida
divina, entonces únicamente puede volverse hacia su arquetipo, en la historia con­
creta, a través de la encarnación del Logos y del envío del Espíritu Santo a nues­
tros corazones (de acuerdo con el pasaje de Rom 5,5, frecuentemente citado por
Agustín). Es decir, sólo puede entrar en la comunión con el Dios del amor trino a
través de la mediación historicosalvífica del Hijo y de su Espíritu.
El pensamiento de Agustín tuvo que enfrentarse a los extremos contrapues­
tos del sabelianismo y del arrianismo. En contra del arrianismo tardío, acentúa la
igualdad esencial del Padre, el Hijo y el Espíritu. De ahí que en la exposición agus-
tiniana de la Trinidad inmanente pase un tanto a segundo término, aunque sin difu-
minarse del todo, el pensamiento griego de la monarquía (=el principio sin princi­
pio) del Padre. El Padre es aquí, en efecto, principium, fons et origo de toda la
divinidad y de la procesión del Hijo y del Espíritu (trin. IV, 20,29). El Padre es prin­
cipium sine principio, el Hijo principium de principio. El Espíritu Santo procede de
ambos. Pero en la Trinidad económica reaparece con mayor relieve ante la mira­
da la idea de la monarquía del Padre.
Mientras que en Oriente las reflexiones tenían una dirección más bien lineal,
que avanzaba desde el orden interior de la Trinidad hacia el orden historicosalví-
fico (desde el Padre por el Hijo en el Espíritu), Agustín contempla la Trinidad inma­
nente de una manera que cabría calificar de circular y cerrada en sí. El proceso tri­
nitario vital pasa del Padre al Hijo y se cierra en el Espíritu Santo, que es la comunión
de ambos como amor. Por consiguiente, aquí puede entenderse el ser personal del
Espíritu como el amor mutuo del Padre y del Hijo. De todas formas, también Agus­
tín hace desembocar los procesos intradivinos (productiones) en las misiones (mis­
siones) temporales. El Hijo aparece de hecho en el tiempo en virtud de la encar­
nación y el Espíritu en virtud de la efusión escatológica. Por eso, los hombres nos
relacionamos realmente en la historia y en la vida personal con el mismo Dios y
somos santificados y deificados por el Dios trino.
La contribución más importante de Agustín se halla en la doctrina de la rela­
ción, que ya había sido insinuada por Gregorio de Nacianzo. Mantiene siempre una
cierta reserva frente al ya aclimatado concepto de «persona», debido a que, dada
su significación originaria de máscara de los actores teatrales, se corría el riesgo de
darle una errónea interpretación. El concepto de persona debería ser siempre inter­
namente entendido como orientado a la hipóstasis y debería superar, por consi­
guiente, la categoría de substancia (pensada como algo encerrado en sí y carente
de relaciones).
La relacionalidad está ya inscrita en los nombres bíblicos del Padre y del Hijo.
No debe partirse de un concepto de persona entendido a modo de substancia y com­
plementarlo luego extrínsecamente con la categoría de la relación. La relacionali­
dad se encuentra en la persona misma, a saber, en la paternidad, en la filiación y
en la espiración del Espíritu de Dios. Así, pues, en Dios todo es uno, salvo lo que
se afirma de cada una de las tres personas en su diferente relación con las otras (civ.
XI,9,10; cf. Anselmo de Canterbury, De processione spiritus sancti, 1; también el
concilio de Florencia, DH 1330; DHR 703). A diferencia de la tabla aristotélica de
las categorías, aquí las relaciones no pertenecen a los accidentales. Se trata de rela­
ciones reales, es decir, constitutivas de la esencia. Forma parte de la esencia eter-

447
na de Dios ser desde la eternidad Padre del Hijo (es decir, una relatio realis). En
cambio, y a diferencia del ser de Padre, el ser creador no es elemento constitutivo
de la esencia eterna de Dios, porque la creación no es necesaria, sino libremente
puesta desde el amor (esto es, una relatio rationis).
Las personas no son partes, fases o elementos de Dios. Cada una de ellas es
en sí misma, en relación a las otras dos, el Dios único y verdadero. Por eso debe
decirse Deus est Trinitas. La diferencia entre las personas consiste en el orden de
las relaciones y no en la diferencia respecto a una esencia preexistente a las tres y
concebida como una realidad abstracta. Al contrario, en la Trinidad el acto esen­
cial de Dios se identifica con las personas, que sólo se diferencian entre sí por su
referencia mutua.
La peculiaridad del Espíritu Santo consiste en que es, en la eternidad, el don
mutuo que el Padre hace al Hijo y en el que el Hijo se da de nuevo, amando, al
Padre. En este don se distinguen entre sí y en él se ganan eternamente como la
comunión en el amor. El Espíritu Santo es donum, amor y communicatio o com­
munio.
Contemplado desde la perspectiva de la Trinidad económica salvifica, esto sig­
nifica que el Espíritu es el don (donum) historicosalvífico soteriológico de Dios y
Dios es el que se dona (se donans). El Espíritu es el amor de Dios a nosotros y en
nosotros y es también, a la vez, Dios en su autocomunicación gratuita, el que sus­
tenta nuestra respuesta en la fe, la esperanza y el amor y nos introduce para siem­
pre en la comunión del amor divino. Por eso, cada individuo concreto (en su alma)
y la Iglesia son imagen, señal y sacramento de la comunión de las personas divi­
nas y de la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu.
La teoría de Agustín, conocida bajo el nombre de «analogía psicológica de la
Trinidad», no pretende en modo alguno deducir el misterio de Dios trino a partir
de una especie de estructura básica triàdica del alma. Las estructuras triádicas (mens-
notitia-amor o memoria-intellectus-voluntas) son tan sólo huellas o imágenes, vesti­
gio et imagines trinitatis. Como ayudas para la comprensión estas analogías meta­
fóricas extraídas de la antropología son preferibles a las sacadas de la naturaleza
(peso, número, medida; sol, rayo, luz) o del ámbito de la cultura, por ejemplo, cuan­
do se dice que la gramática, la retórica y la dialéctica configuran la esencia única del
lenguaje, también cuando se las aplica para clarificar y hacer más inteligible la afir­
mación central de la fe cristiana. Pero se trata siempre sólo de ayudas a la com­
prensión, no de explicaciones de la realidad misma ni deducciones. Para llegar al
conocimiento de la Trinidad inmanente es necesario la Trinidad económica. Aquí
la verdadera imago trinitatis es el hombre Jesús (2Cor 4,4) en su relación filial
—mediada por el Espíritu Santo— al Padre y subsistente en la palabra eterna. En
esta pelación se revela la relacionalidad interna de Dios Padre respecto de su Pala-
bra/ljíijo y de su Espíritu (cf. Le 10,21s.; Un 4,8-16; Rom 8,3.9 et passim).

7. La transición a la Escolástica

Para la evolución de la teologia trinitaria de la Escolástica occidental la máxi­


ma autoridad fue la ejercida por Agustín. Gozaron también de muy alto aprecio
los escritos de Juan Damasceno, que consiguió dar a la teología trinitaria oriental
la estructura de un sistema completo.

448
La influencia agustiniana se dejó sentir en tres niveles:
1. En la Escuela de los Victorinos, en especial en Ricardo de San Víctor, y más tar­
de en los franciscanos, encabezados por Buenaventura y Duns Escoto, que par­
tían de la idea de Dios como la esencia eterna que es amor y culmina su movi­
miento en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el vínculo del amor entre el
Padre y el Hijo.
2. En Anselmo de Canterbury, y a continuación en la Escuela dominicana, con
su cima culminante en Tomás de Aquino, que exponían la esencia del Dios tri­
no desde el análisis del espíritu y de sus realizaciones básicas del conocimien­
to y la voluntad. Pero tampoco aquí esta prolongación de la doctrina psicoló­
gica trinitaria pretende afirmar que pueda deducirse la Trinidad a partir de un
concepto (por ejemplo, el del espíritu o el del amor). La línea expositiva se apo­
yaba obviamente en el conocimiento de la Trinidad transmitido por la revela­
ción. '
3. En los esquemas historicosalvíficos globales esbozados por Ruperto de Deutz y
Joaquín de Fiore (con su muy discutible doctrina de las etapas cronológicas suce­
sivas del Padre, el Hijo y el Espíritu), que tienen su punto de referencia último
en el misterio del Dios trino, principio y fin de la creación, de la historia y del
hombre.

8. La doctrina trinitaria de Ricardo de San Víctor

La originalidad de Ricardo de San Víctor (muerto en 1173) consiste en haber


entendido que el misterio trinitario es la vida interior de Dios como amor (lJn
4,8.16). A diferencia de Anselmo de Canterbury, concibe a Dios no como la reali­
dad suprema, por encima de la cual no cabe imaginar nada mayor, sino como el
bien supremo, por encima del cual no cabe desear nada mejor— summum bonum,
quo nihil melius intendi potest (trin. 1,11.20; V,3).
Dado que nuestro amor tiende a Dios como al supremo bien, debe ser en sí mis­
mo el amor. Ahora bien, el amor es necesariamente dialogal. Una mera referencia a
sí mismo, que existiría sin la mediación de una autodonación, sería algo imperfecto,
impropio del amor de Dios. Dios debe ser, de la más suprema manera, la unidad
del deseo y de lo deseable, del amar y del ser amado. Sólo en la relación del yo y el
tú se realiza dialogalmente el amor divino, que alcanza su consumación plena cuan­
do la nueva relación se abre a un tercero en el que muestra su amor. El tercero es el
condilectus de los amantes, en la terminología trinitaria el Espíritu Santo, en el que
se encuentran y se consuman el amor del Padre y del Hijo. Es distinto del Padre y del
Hijo, pero pertenece a la esfera de Dios y tiene, por consiguiente, su propia hipós-
tasis divina. El Padre es el puro amor donador,el Hijo es el amor receptor y donan­
te, el Espíritu Santo es puro amor receptor, en el que se aman el Padre y el Hijo.
Estas relaciones de origen constituyen las propiedades que forman la persona
del Padre, del Hijo y del Espíritu. No deben confundirse estas propiedades con
las apropiaciones, es decir, con las asociaciones, más accidentales, de determina­
das cualidades divinas con determinadas personas (por ejemplo, cuando se vincu­
la el poder con el Padre, la sabiduría con el Hijo, la bondad con el Espíritu San­
to). Estas apropiaciones no forjan ni configuran la persona.

449
Reviste gran importancia la crítica de Ricardo al concepto de persona de Boe­
cio (tract. theol. V, 3: persona est rationalis naturae individua substantia. Aquí se
entiende la persona como equivalente de la hypostasis). En la definición de Boecio
no hay ninguna referencia a la relacionalidad, de modo que se trata de un con­
cepto inaplicable a la Trinidad. La substancia individual sería la divinidad de Dios.
Desde estos supuestos no cabe imaginar una diferencia de las personas que no ten­
ga como resultado el triteísmo. Dado que Ricardo no habla de la substancia, sino
de la existencia, puede ofrecer la siguiente descripción del concepto —en sí inde­
finible— de persona: «Persona est intellectualis naturae incommunicabilis existen-
tía», la persona es la existencia incomunicable de una naturaleza intelectual
(trin. IV,23).
A diferencia de la definición boeciana, este concepto es aplicable analógica­
mente tanto a las personas divinas como a las creadas. Mientras que la substancia
designa sólo estáticamente la inmediatez (= la no intercambiabilidad) de la perso­
na, la existencia abarca tanto la posesión óntica individual como la procedencia, el
de dónde del ser individual. Según esto, en la esencia divina las procesiones (de las
personas del Hijo y del Espíritu) designan la personalidad como una autoposesión
respecto de las otras personas. Por consiguiente, una persona divina es un modo
existencial inmediato y directo de la naturaleza divina. La naturaleza divina per­
tenece a las tres personas en virtud de las dos procedencias, a saber, la del Hijo res­
pecto del Padre y la del Espíritu respecto del Padre por medio del Hijo.

9. La doctrina trinitaria de san Buenaventura

Buenaventura (1217-1274) expone su doctrina trinitaria en el libro primero


de su Comentario a las sentencias, en el Breviloquium, en el ¡tinerarium mentís in
Deum y, finalmente, en las Quaestiones disputatae de mysterio SS. Trinitatis. Tam­
bién él entiende, al igual que Ricardo de San Víctor, la esencia metafísica de Dios
como summum bonum y la vincula con la concepción neoplatónica del bien que se
comunica esencialmente (bonum diffusivum sui). Dios consuma su esencia en ¡a
comunicación eterna de su naturaleza divina, que sólo puede acontecer en la esfe­
ra intradivina. La autocomunicación de Dios a la criatura tiene otro carácter y debe
distinguírsela de aquélla primera. Dios se posee a sí mismo como Dios en su esen­
cia como comunicante y comunicado. Es propio de la naturaleza divina difundir­
se tanto en razón de su naturaleza como poT propia voluntad en la comunicación
de su esencia divina total, de modo que está dada tanto la diferencia del Padre y el
Hijo como su unidad, en el Espíritu Santo, con la esencia de Dios. Las personas en
Dios,adquieren un »rostro« sólo de una cierta forma y desbordan la definición meta­
física formal tal como está acuñada en el concepto de hypostasis. El Padre es el prin­
cipio sin principio del amor, el Hijo es el dilectus y el Espíritu Santo el condilectus
en el amor del Padre y del Hijo. Siguiendo a la tradición latina, Buenaventura fun­
damenta la unidad esencial y la diferencia personal en la transmisión comunicati­
va de la naturaleza divina. En la estela de la doctrina de la pericóresis, es la plena
y perfecta compenetración mutua y la in-hesión de cada una de las personas divi­
nas en las otras la que preserva la unidad y la comunión de las personas divinas en
su vida y en su esencia.

450
a) Las procesiones intradivinas

A diferencia de Tomás de Aquino, Buenaventura entiende que son las proce­


siones intradivinas, y no sus relaciones, las que constituyen las personas. Estas pro­
cesiones son el fundamento de las propiedades personales, y así, el Padre no es sino
el que engendra, el Hijo no es sino el engendrado y el Espíritu no es otro sino el
Dios que brota del amor del Padre y el Hijo.
La propiedad personal/nocional del Padre es ser ingénito (innascibilidad, agé­
nesis). Con ello, su ser de Padre es la fuente generadora de la divinidad y, como
derivación, también el fundamento generador del ser de la creación y del proceso
de la historia de la salvación. El Hijo posee su propiedad personal en el hecho de
ser imagen o Palabra del Padre. El Espíritu Santo la posee en cuanto que es el don
y el vínculo del amor entre el Padre y el Hijo. En un movimiento de aproxima­
ción a la doctrina griega de la monarquía, Buenaventura se refiere claramente a
una primitas del Padre. Pero aquí apenas puede hablarse de una separación entre
la esencia divina y las relaciones que marcan el origen.

b) El Hijo de Dios encarnado como mediador


La teología franciscana está hondamente marcada por su acentuado cristo-
centrismo, enraizado a su vez en el logocentrismo intratrinitario de Dios. La media­
ción del Logos en la creación culmina en la mediación del verbum incarnatum en
la salvación. Sólo en la cruz y la resurrección alcanza su plena eficacia la imagen
y semejanza divina del hombre cuando, como consecuencia del perdón de los peca­
dos, se hace posible la participación en la actitud filial de Cristo frente al Padre en
el Espíritu. Y así, Jesucristo es el medio y el mediador. No habrá una nueva era
en la que, agotado el período de Cristo en la historia de la salvación, se instalará
la época del Espíritu Santo. El Espíritu Santo conduce siempre de nuevo a la obra
y a la verdad de Cristo, que media, tanto en la historia de la salvación como en el
ámbito intratrinitario, la comunicación con el Padre. De ahí que Buenaventura se
pronuncie en contra de la división en períodos de la historia de la salvación pro­
puesta por Joaquín de Fiore con su doctrina de los tres reinos sucesivos del Padre,
el Hijo y el Espíritu (cf. la condena de las especulaciones histórico-teológicas de
la Trinidad de Joaquín de Fiore en el IV concilio de Letrán de 1215: D H SOS-
SOS; DHR 428-433).

c) El Espíritu como don escatológico


En la vida intratrinitaria el Espíritu es el lazo de amor entre el Padre y el Hijo.
En su venida al mundo se revela como el vínculo entre el alma redimida y el Dios
trino. En oposición a Pedro Lombardo (cf. Sent. I. q. 17), Buenaventura distingue
entre el Espíritu Santo como persona divina y don increado de la salvación y la con­
dición creada de la gracia en el alma, la llamada «gracia santificante». El Espíritu
procede de Dios y fluye en el alma. Modifica y eleva la actividad de nuestra alma
al capacitarla para responder a la llamada amorosa de Dios mediante las virtudes
teologales sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes pueden
expresar una relación adecuada a Dios. En la fe llegamos hasta Dios Padre como
la verdad, en la esperanza hasta Dios Hijo como prenda de la salvación futura, y

451
en el amor experimentamos al Espíritu Santo que hace que Dios nos atraiga
y nos abarque como el bien supremo.
Al movimiento trinitario de Dios a nosotros responde el movimiento trinita-
riamente configurado del alma a Dios. En el alma habita el Dios trino.
En el ámbito eclesiológico, debe contemplarse a la Iglesia, en cuanto fundación
del Padre, como cuerpo místico de Cristo. La Iglesia es animada y vivificada por el
Espíritu Santo, de quien proceden sus servicios, sus ministerios y sus caris-
mas. El Espíritu Santo guía a la Iglesia hacia la consumación, hasta alcanzar la par­
ticipación plena en la vida trinitaria de Dios.

10. La teología trinitaria de santo Tomás

a) Tomás de Aquino en la tradición de la doctrina trinitaria agustiniana


La doctrina trinitaria de Tomás de Aquino debe ser analizada y valorada en
el contexto de su obra teológica global, tal como se desprende de la estructura de
la Summa. El Dios trino es el origen de la creación y de la historia de la salvación.
El destinatario de la acción salvífica de Dios es el hombre que, por mediación del
Dios-hombre Jesucristo, alcanza por la gracia la comunión con el Dios trino. En la
primera parte de la Summa theologiae, Tomás de Aquino expone la doctrina de
la unidad de la esencia divina (I. q. 2-26). A continuación, en las cuestiones 27-43,
habla de la distinción de las personas divinas.
Sería erróneo pretender ver aquí el origen de la posterior escisión del tratado
sobre Dios en De Deo uno et trino, usual desde la Escolástica del Barroco y en la
Neoescolástica. Esta división sólo es posible en el supuesto de la escisión moderna
entre el concepto de Dios teísta-deísta de la filosofía por un lado y la doctrina,
por otro lado, sobre la esencia interna de Dios extraída de la revelación sobrena­
tural, entendida desde la teoría de la información.
Esta misma escisión se advierte también en la separación entre naturaleza y gra­
cia, y, como contexto epistemológico, en la disyunción de la fe y la razón («idea de
los dos pisos»).
Como Tomás de Aquino no parte de la concepción neoplatónica de una idea
innata de Dios, entiende que la razón humana es capaz de abrirse paso a través del
mundo hasta la certeza de la existencia de Dios. Esta razón vinculada al mundo
puede llegar, a través de la revelación, hasta un conocimiento sobrenatural de Dios.
Pero para ella es siempre determinante y vinculante la mediación intema de la razón
y la luz de la fe. Resulta, por tanto, imposible deducir ningún tema teológico, inclui­
da la doctrina sobre la Trinidad, simplemente a través de un concepto elaborado a
partir |le la revelación. En virtud de su referencia al mundo, el hombre consigue
un primér acceso a la realidad de Dios mediante la razón discursiva, que se cerciora
de la validez de sus presupuestos. Pero cuanto se afirma sobre la unidad de la esen­
cia y la trinidad de las personas se le transmite a esta razón a través de la revela­
ción que luego, y a la inversa, es teológicamente analizado por esta misma razón
(que no se identifica, a priori, con el autoconocimiento de Dios) iluminada por
la fe.
Según Tomás, la revelación tiene importancia tanto para nuestro conocimien­
to de Dios como para el conocimiento de la Trinidad divina. Pues, en efecto, la sal­

452
vación de los hombres consiste en el conocimiento de Dios y en la comunión con
él como verdad y como vida:

«El conocimiento de las personas divinas nos es necesario por una doble razón:
»En primer lugar, para que reflexionemos correctamente sobre la constitu­
ción de las cosas. Para que, en efecto, cuando decimos que Dios lo ha hecho todo
mediante su pa la b ra , quede rechazado el error de quienes suponen que Dios
ha creado las cosas por necesidad. Pero para que asumamos que se da en Dios
una procesión del amor, se indica que no ha creado a las criaturas debido a algún
tipo de necesidad, ni tampoco mediante una causa exterior, sino por amor a su
bondad...
»Tambiénpor una segunda razón, y ésta principal, nos es necesario el cono­
cimiento de la Trinidad, para que pensemos rectamente acerca de la salvación
del género humano, que se consuma por medio del Hijo encarnado y el don del
Espíritu Santo» (S. th. I q. 32 a.l ad 3).

b) Las procesiones en Dios


En el concepto de pro-cessio (¿xnóqsvoi;, cf. Jn 8,42; 15,26) debe distinguirse
entre la processio Dei ad extra, por ejemplo, la producción de la creación en virtud
de la capacidad activa de Dios (processio operationis, es decir, el paso desde la posi­
bilidad pasiva a la existencia actual) y la procesión intradivina del Hijo y del Espí­
ritu desde el Padre (processio operad). El Hijo y el Espíritu no proceden del Padre
en virtud de una necesidad evolutiva (por ejemplo, porque el Padre se sienta solo),
sino porque la actividad absoluta del Padre en la consumación de su paternidad
es la más pura autocomunicación de su divinidad al Hijo en la procesión del Espí­
ritu. El Padre nunca posee su divinidad sin la actividad de generar al Hijo y de espi­
rar al Espíritu propia de su esencia. El principio de esta comunicación de su esen­
cia (principium quod) no es distinto del Padre, sino que es el Padre mismo en cuanto
que se comunica (principium quo). El es la fuente y el origen de toda la Trinidad
(fons et origo totius Trinitatis, DH 525; DHR 275). A la peculiaridad de la proce­
sión del Hijo se la denomina generación (yéwricrig, generado, cf. Jn 1,18; 3,16.18;
Heb 1,5). Es objetivamente idéntica, cuanto al contenido, la afirmación de que el
Hijo ha nacido de la esencia (ex sinu/utero patris) del Padre (DH 150, 526; DHR
125,276). Frente a la doctrina arriana, según la cual el Logos es una criatura, aquí
se afirma, mediante el concepto de generación, la igualdad esencial del Hijo con
el Padre. Así, pues, el Hijo no ha surgido de la nada o de una substancia creada: no
ha sido creado. Dado que es la Palabra del Padre (Jn 1,1.14; ICor 1,24; Col 1,15;
Heb 1,3), puede designarse el modo de la procesión como una processio per modum
intellectus (cf. Justino, dial. 61,2). El Padre se expresa a sí mismo y a una con ello
también todo lo cognoscible del mundo creado (cf. la mediación del Logos en la
creación). Cuanto a la substancia, la Palabra se identifica con el Padre, pero se dis­
tingue de él en virtud de la relación existente entre la acción de pronunciar y el con­
tenido de lo pronunciado. Y esto es lo que constituye y configura la persona.
En la procesión del Espíritu el Padre es el principio originante (DH 1330s.;
DHR 703s.). El Espíritu procede del Padre (y del Hijo) bajo la modalidad de espi­

453
ración (spiratio) y por eso se le llama acertadamente spiritus sanctus (= divinus) o
πνεύμα cr/iov (cf. Jn 20,22).
El proceso de la espiración está más vinculado al acto de la voluntad de hacer
proceder que al de una comunicación intelectual. Es decir, como persona divina el
Espíritu Santo procede per modum voluntatis o per modum amoris.
La diferente concepción de la procesión del Espíritu (según las enseñanzas
orientales «sólo del Padre», según la doctrina occidental «y del Hijo») dio origen a
la llamada controversia del Filioque . El III concilio de Toledo del 589 utiliza,
para la concepción latina de que el Espíritu procede ab utroque, el giro Filioque
(DH 470). De todas formas, el Espíritu procede principaliter del Padre, que posee
la esencia divina como principium sine principio, mientras que del Hijo procede en
cuanto que es principium de principio (cf. la concepción oriental en Juan Damas-
ceno, fid. orth. 1,8.12).
Como Agustín, también Tomás parte de la unidad esencial de Dios en la igual­
dad de las personas. Pero en su unidad esencial Dios no subsiste antes o fuera de
las relaciones subsistentes que son las personas divinas. Los escritos bíblicos hablan
de una realización dinámica vital de Dios y emplean nombres que designan las pro­
cesiones intradivinas (Hijo, Palabra, Espíritu, Aliento). También Tomás asume
—a pesar de la infinita diferencia entre Dios y la naturaleza del hombre— la analo­
gía agustiniana de la realización del espíritu humano, porque considera que aporta
ayuda particularmente adecuada para una mejor comprensión. El hombre, en efec­
to, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. De todas formas, la utilización de
esta analogía presupone ya el conocimiento de la Trinidad a partir de la revelación
positiva y no tiene, por tanto, nada que ver con un proceso deductivo a partir de
un concepto o de una idea innata. En el espíritu humano los actos de la inteligen­
cia o de la voluntad no pueden desembocar nunca en hipóstasis propias. Ello no
obstante, en la autorrealización espiritual descubrimos, en primer lugar, la auto-
expresión en la palabra interior (verbum mentís). Esta palabra interior es la expre­
sión plástica y esencialmente igual de mi propio yo. Sólo en esta dualidad interna
de la afirmación y lo afirmado estoy en mí mismo. Al mismo tiempo, me identifico
con mi palabra interna, en la que estoy presente para mí mismo, es decir, me afir­
mo. Y esta autoafirmación del hablante en lo hablado es un acontecimiento del
amor. La realización espiritual del hombre es siempre y a la vez conocimiento
y amor. A esta posición interna de la palabra se la puede denominar también, en
sentido analógico, generación, es decir, producción en igualdad esencial. En Dios
puede hablarse, aunque siempre en sentido analógico, de la Palabra o la imagen
eterna como del Hijo. A la procesión del amor se la denomina, con expresión meta­
fórica, espiración. La espiración y la respiración (spirare) son la expresión sensible
de una igualación interna del amante y el amado y de la voluntad de comunicarse
a sí laísmo también en la palabra.
Todo lo anterior, trasladado a la teología trinitaria, significa lo siguiente: la Pala­
bra eterna del Padre eterno procede a modo de generación. En consecuencia, el
Hijo existe como la imagen perfecta del Padre en cuanto que, por un lado, se dife­
rencia de él, mientras que, por otro lado, realiza, justamente en esta diferencia, como
subsistente, la esencia plena de la divinidad.
El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto que el Padre quiere realmente
al Hijo procedente de él, es el objetivo de su voluntad y, en este acto volitivo, rea­
liza a la vez la unidad con el Hijo como inclinación amorosa. Y esto es una reali­

454
zación subsistente y propia del ser de Dios que procede de la relación del Padre y
el Hijo, se distingue de los dos y los distingue entre sí. Por eso es el Espíritu una
hipóstasis propia en Dios.
En perspectiva bíblica, el Espíritu Santo no tiene un nombre propio. La pala­
bra «espíritu» designa tanto la esencia de Dios como la tercera persona divina y
es asimismo tanto una definición esencial como una denominación personal.

c) La formación de las personas mediante las relaciones


La relación es, en razón de su propia esencia, la referencia de una cosa a otra. Son
elementos constitutivos de la relación el sujeto portador (hypostasis), el fin (termi-
nus) y el fundamento (fundamentum) sobre el que se basa o sustenta la oposición
relativa de los dos correlatos (Tomás de Aquino, S. th. I q. 28 a. 3). Hay relaciones
reales y otras que son sólo lógicas o mentales. Deben distinguirse, además, las rela­
ciones mutuas (por ejemplo, entre el hombre y la mujer en el matrimonio) de las uni­
laterales (todas las de la creación a Dios, que son una referencia de Dios al mundo
libremente puesta, dado que el mundo no forma parte de la plenitud esencial de Dios).
Aplicando todo lo anterior a la vida intradivina surgen cuatro relaciones:
1. La relación del Padre al Hijo en la generación activa o la paternidad (= generare).
2. La relación del Hijo al Padre en el pasivo ser generado o ser/nacido de la filia­
ción (= generan).
3. La relación del Padre y del Hijo al Espíritu Santo en la espiración activa (= spi-
rare).
4. La relación del Espíritu al Padre y al Hijo en el pasivo ser espirado (= spirari)
o la personalidad del Espíritu.
De estas cuatro, tres se distinguen realmente entre sí y configuran la persona­
lidad: generar (ser Padre, o la paternidad), ser generado (ser Hijo, o la filiación) y
ser espirado (ser Espíritu). La espiración activa se identifica con la paternidad y
la filiación. Y en ella sólo existe una distinción conceptual, no real.
Entre la esencia divina y las relaciones constitutivas de las personas no se da
(en contra de la opinión de Gilberto de la Porrée) ninguna diferencia real. Las per­
sonas divinas no están yuxtapuestas a la única relación configuradora de la perso­
na, ni tampoco referidas a la naturaleza divina (DH 745, 803; DHR 389,431). Las
personas divinas no surgen de una naturaleza común a las tres (a modo de partes
o de individuos independientes de una naturaleza general), sino del Padre, que
posee la naturaleza divina sin recibirla de ningún otro principio y la comunica, con
igualdad esencial, al Hijo y al Espíritu. La naturaleza numéricamente una e indi­
vidual de Dios subsiste en la relacionalidad de origen —constitutiva de la perso­
nalidad— del Padre, el Hijo y el Espíritu. En las cosas creadas subsiste una subs­
tancia por sí misma como portadora o sustentadora de todas las posibles actividades,
de modo que sus manifestaciones exteriores son accidentales respecto de la subs­
tancia. Pero en Dios las cosas son esencialmente distintas, pues el sujeto de la acti­
vidad de la comunicación y de la recepción se identifica estrictamente con el acto
mismo de la comunicación. En Dios no hay relaciones accidentales. La constitu­
ción de las personas divinas se identifica con la relacionalidad del Padre como
origen sin origen de la divinidad. Las personas divinas son, pues, relaciones sub­
sistentes, o bien las relaciones subsistentes son las personas divinas.

455
Para definir las diferencias entre las personas no basta con considerar las pro­
cesiones. Sólo teniendo en cuenta las relaciones puede descubrirse la conexión entre
la Trinidad de las personas y la unidad de la esencia.
De las procesiones surgen cuatro relaciones, tres de las cuales son constitutivas
de las personas: la paternidad, la filiación y la espiración del Espíritu. De la rela­
ción del Espíritu al Padre y al Hijo no surge una nueva persona divina.
Es en esta oposición de las relaciones de origen donde se consuma la esencia
trinitaria de Dios.
Así, pues, en Tomás de Aquino la relación es el concepto clave de la doctrina
sobre la Trinidad. Se daba aquí un decisivo paso adelante respecto de Aristóteles.
En efecto, en la lógica y en la teoría del conocimiento aristotélicas sólo existen rela­
ciones predicamentales (ya que la categoría de la relación pertenece a los «acci­
dentales»), por ejemplo, la relación de un niño a sus padres, que es sólo una deter­
minación predicamental, predicada del sujeto. La esencia del hijo es el ser humano
y no la referencia a sus padres.
En el ámbito de la creación, la subsistencia no puede identificarse plenamen­
te con una relación predicamental. De lo contrario, se eliminaría su autonomía
como criatura y, en el hombre, se destruiría incluso su ser personal o, como míni­
mo, se le reduciría a la dimensión empírico-psicológica de la comunión de comu­
nicación humana y se excluiría, por tanto, que la hipóstasis, fundamentada en el
acto de la creación, fuera el presupuesto metafísico de la realización histórica, comu­
nitaria y dialogal de la personalidad humana,
Según Tomás de Aquino, debe admitirse en Dios una relación subsistente. Sólo
en Dios puede darse una relación como referencia pura capaz de configurar el fun­
damento único de la constitución de una persona divina.
Sólo porque el Padre, el Hijo y el Espíritu subsisten en relación recíproca en la
realidad personal única de Dios pueden entenderse mutuamente, y precisamente
a través de esta oposición, como personas o hipóstasis distintas entre sí.
En el hombre, las realizaciones fundamentales del entendimiento y de la volun­
tad están sólo accidentalmente referidas a la substancia humana. En Dios, en cam­
bio, que consuma su esencia eterna en la generación del Hijo/imagen y en el amor
pleno, a las relaciones opuestas se las denomina las tres personas divinas. Por
consiguiente, debe concebirse la esencia de una persona trinitaria como relación
subsistente. La oposición de las referencias de unas a otras constituye la diferencia
personal y la unidad de la esencia consiste precisamente en la relacionalidad de
las personas.
La ventaja de estas reflexiones radica en que, en un primer momento, no se uti­
liza el concepto de persona en un sentido absoluto que luego tenga que diferen­
ciarse, g lo largo de un laborioso proceso, mediante el concepto de relación.
Nd'se enfrentan, por así decirlo, tres personas que luego deben ser entendidas
como constituyendo entre las tres una unidad posterior, sino que la persona está
caracterizada ya de antemano por una relación subsistente. Aquí, la subsistencia
y la relacionalidad son dos elementos que se constituyen mutuamente y que for­
man finalmente la esencia de la persona divina.
No surge, pues, entre la naturaleza divina y las relaciones personales subsis­
tentes ninguna diferencia esencial. Las personas divinas, en efecto, no se oponen a
la naturaleza común sino que, por el contrario, al diferenciarse sólo se oponen entre
sí. Por consiguiente, la diferencia entre la naturaleza divina y las relaciones perso­

456
nales es sólo conceptual, no real. La unidad esencial de Dios es la oposición a las
relaciones subsistentes, reconocidas y adoradas por nosotros, siguiendo el ejemplo
de la Sagrada Escritura, como Padre, Hijo y Espíritu.
Las tres personas divinas
Los conceptos de hipóstasis (subsistencia, persona) y naturaleza son el resul­
tado de una reflexión sobre el contenido de la revelación previamente dada en la
fe. Debe advertirse bien que en el dogma trinitario y escatológico y en la antro­
pología teológica el concepto de persona no se utiliza en sentido unívoco, sino ana­
lógico. La naturaleza significa el modo como un ente participa del ser (princi­
pium quo), un modo de participación del que se extraen los conceptos generales
(por ejemplo, árbol, hombre). Como la existencia de Dios se identifica con su esen­
cia divina, la palabra «Dios» no es un concepto general, cuyo contenido puede hacer­
se realidad en diversos portadores individuales. La palabra Dios designa más bien
la unicidad y la indivisibilidad de la realidad esencial del poder que se da a cono­
cer en la creación y la redención como origen y como fin.
Persona, por su parte, significa la realidad irreductible y no compartible (= no
intercambiable) de esta naturaleza en sus portadores.
El concepto de persona ha experimentado en la filosofía moderna un cambio
radical, del que se derivan numerosas erróneas intelecciones de la teoría trinitaria
clásica. En la antropología de René Descartes, según la cual el hombre se compo­
ne de una substancia espiritual y otra material, el concepto (antropológico) de la
persona quedaría reducido a la conciencia que se da en una naturaleza sensible. En
la etapa siguiente, y bajo la influencia del empirismo, se identificó la autoexpe-
riencia del yo empírico-psicológico con la naturaleza y la suma de sus disposicio­
nes materiales. Si se traslada a Dios esta concepción de la persona, se renuncia a la
substancia espiritual absoluta de Dios, que posee su esencia en tres centros de con­
ciencia.
Las propiedades y nociones
De la diferencia relacional de las personas se derivan unas determinadas pro­
piedades o peculiaridades, que sólo pueden predicarse de una persona concreta
(aunque siempre en referencia a las otras). Aquí se distinguen:
— Las propiedades constitutivas de la persona (proprietates personales): la paterni­
dad del Padre, la filiación del Hijo y la espiración del Espíritu.
— Las propiedades que diferencian a las personaos (proprietates personarum): por
ejemplo, la agénesis del Padre, la generación pasiva del Hijo y la procesión acti­
va del Espíritu desde el Padre y el Hijo.
Se trata de nociones (notiones) o señales características de las personas. Los
actos nocionales son actividades en las que las personas se distinguen entre sí. En
este sentido, al Hijo le competen el conocimiento y la palabra y al Espíritu Santo
el amor, aunque el conocimiento y el amor constituyen también, en cuanto tales,
la realidad esencial de Dios tal como procede del Padre (cf. Jn 3,16: «Dios Padre
ha amado al mundo» (notiones essentiales).
Aunque todas las obras de la Trinidad hacia el exterior son comunes a las tres
personas (según el ordo processionis que parte del Padre), se da una cierta coor­
dinación (apropiación) entre las propiedades absolutas (por ejemplo, el poder, la

457
misericordia, la bondad) o las obras divinas en la creación, la redención y la santi­
ficación, o los nombres divinos (Dios como «Padre de Jesucristo», el Hijo como
«redentor y salvador» y el Espíritu como «Señor y vivificador») y las personas divi­
nas (apropiaciones).
La pericóresis trinitaria
La in-hesión de cada persona divina en las otras y su indisoluble comunión en
la unidad de la esencia divina ha sido expresada, sobre todo por Juan Damasceno
en la teología oriental, a través de la idea de la mutua compenetración de las per­
sonas (perikhoresis, circumincessio, fid. orth. 1,8; 14; III,5).
La teología trinitaria oriental se desarrolló como contraposición o réplica al
modalismo. Acentuaba, por consiguiente, la diferencia de las personas y funda­
mentaba su unidad en la procedencia del Padre. Para impedir la disgregación, se
insistía en la recíproca inhabitación. La teología occidental partía, desde Agustín,
de la unidad de la esencia divina y destacaba, contra el arrianismo y el subordina-
cionismo, la igualdad de las personas, de modo que pasaba un tanto a segundo pla­
no el discurso sobre el Padre como origen de la Trinidad. Existía, pues, el peligro
de un distanciamiento excesivo entre la esencia de Dios y las divinas personas. Cuan­
do la teología occidental aceptó y asumió las ideas de Juan Damasceno (siglo xi),
volvió a insistirse en la circumincessio o la circuminsessio (=inhabitación mutua)
y en la unidad entre las personas y la esencia divina.
Invocando la autoridad de Fulgencio de Ruspe, el Decreto para los jacobitas del
concilio de Florencia, de 1442, declara:

«Estas tres personas son un solo Dios y no tres dioses; porque las tres tienen una
sola substancia, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola divinidad,
una sola inmensidad, una eternidad y todo es uno, donde no obsta la oposición
de relación. Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el
Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espí­
ritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo ... El Padre, cuanto es o tiene,
no lo tiene de otro, sino de sí mismo; y es principio sin principio. El Hijo, cuanto
es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio. El Espíritu Santo, cuan­
to es o tiene, lo tiene juntamente del Padre y del Hijo. Mas el Padre y el Hijo no
son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio: Como el Padre y el
Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo prin­
cipio...» (DH 1330s.; DHR 703s.).

i d) Las misiones divinas


El concepto de envío o misión, de raíces bíblicas (Gál 4,4; Rom 5,5; Jn 20,21),
une a la Trinidad inmanente con la económica. La misión del Hijo en la encarna­
ción y la misión del Espíritu Santo en la efusión del amor de Dios no son acciones
accidentales diferentes de Dios, sino Dios mismo en su acción y su autocomuni-
cación al mundo. Las misiones del Hijo y del Espíritu son a modo de «prolonga­
ciones» de las procesiones intradivinas en la creación. Quien se mantiene fiel a la
fe y al amor al Hijo de Dios encarnado y se deja alcanzar por su Espíritu, quedará

458
facultado, en virtud de las misiones divinas, para participar, por la gracia y el amor,
de la vida de Dios, que se identifica con las procesiones intradivinas de las perso­
nas (cf.Jn 14,20.25; 17,22s.; Gál 4,4-6; Rom 8,15.29; lJn 1,1-3 et passim).

11. Excurso; El problema del «Filioque»

Desde la época del patriarca de Constantinopla Focio (hacia el 867) y el cis­


ma definitivo entre las Iglesias de Oriente y de Occidente, el año 1054, bajo el
patriarca Miguel Cerulario, se entiende —al menos por parte de la Iglesia griega
ortodoxa— que el Filioque fue una de las razones dogmáticas que provocaron la
ruptura.
En la Iglesia occidental, comenzando por España, se amplió la afirmación sobre
la procesión del Espíritu Santo, qui ex paire procedit con el concepto filioque. Cuan­
to al contenido mismo, en la teología trinitaria occidental considerada en su con­
junto estuvo siempre anclada la convicción de que el Espíritu Santo procede ori­
ginariamente del Padre por medio del Hijo como de un único principio. Ya el
III concilio de Toledo del año 589 dice que el Espíritu es coeterno con el Padre y
el Hijo y que procede del Padre y del Hijo (DH 470,485). Otros posteriores conci­
lios toledanos afirmaron asimimo que procede ab utroque o también ex paire filio­
que (DH 485, 490, 527; DHR 277). En los siglos vn y vm esta adición fue incluida
en la redacción tradicional del niceno-constantinopolitano (DH 568; DHR 296). Con
esta forma textual se aclimató este símbolo en Francia, Inglaterra y en otras regio­
nes de Europa occidental y, tras una secular vacilación, y bajo la influencia de los
emperadores carolingios y sálicos, fue aceptada también por la Iglesia romana.
El IV concilio de Letrán confiesa que el Espíritu procede del Padre y del Hijo,
pariter ab utroque (DH 800; DHR 428).
Todos los Padres de la Iglesia concuerdan en que al Espíritu se le llama en la
Escritura Espíritu del Padre y también Espíritu del Hijo. Se evita todo tipo de con­
fusión de las procesiones. Tanto para la Iglesia oriental como para la occidental, el
Padre es la fuente de la divinidad. De él procede, por generación, el Hijo y de
él procede asimismo el Espíritu. Se debe al pensamiento oriental la idea de que el
Espíritu procede del Padre por el Hijo (Gregorio de Nisa, Eun. I: PG 45,369 A).
Pero esto no significa, en contra de la interpretación de Focio, que el Espíritu
procede únicamente (!) del Padre. Por lo demás, esta formulación no se encuen­
tra en la confesión de fe. Ya en la época de la Iglesia unida habían advertido los
Padres de la Iglesia oriental que en el problema de la procesión del Espíritu exis­
tían algunas diferencias entre la tradición de Oriente y la de Occidente. Pero tan­
to Máximo Confesor (ep. ad Marinum: PG 91,136) como Juan Damasceno (fid.
orth. 1,9) interpretan el Filioque más o menos en el sentido de per filium.
En definitiva, la diferencia no tiene base dogmática, sino que se deriva del hecho
de que la teología trinitaria oriental tuvo que distanciarse del modalismo, mientras
que la teología occidental se vio precisada a marcar claramente sus diferencias fren­
te a las formas tardías del arrianismo y del priscilianismo de la península Ibérica (cf.
los concilios de Toledo). En la tradición de los Padres de la Iglesia occidental se insis­
tía, por tanto, más en la igualdad de las personas divinas y se fundamentaban sus pro­
piedades no tanto en las procesiones intradivinas cuanto más bien en las relaciones
subsistentes. Las propiedades se definen a través de la oposición de las personas.

459
La tradición oriental entendía que afirmar que el Espíritu procede a la vez del
Padre y del Hijo equivalía a decir que procede inmediatamente de la naturaleza de
Dios. Ahora bien, si la diferencia de las personas divinas surge de su origen en el
Padre, entonces la causa de la procesión del Espíritu no puede ser aquello que es
común a las personas, a saber, la naturaleza.
Pero en la perspectiva latina, tal como había sido modelada por Ambrosio y
Agustín, la distinción de las personas se fundamenta en la oposición de las rela­
ciones. Y como la espiración no implica ninguna oposición relativa entre el Padre
y el Hijo, puede ser común a los dos. Esto no significa que el Espíritu proceda de
la naturaleza divina, porque ésta nunca existe en abstracto, sino que subsiste siem­
pre y sólo en las hipóstasis divinas. Por tanto, el Espíritu procede del Padre prin­
cipaliter, en cuanto que éste es la fuente absoluta de la divinidad, de las procesio­
nes y de las oposiciones relativas de las personas. Pero el Padre ha transferido al
Hijo que el Espíritu proceda también de él como de un principio único, sin que
desaparezca por ello la diferencia respecto de la principialidad del Padre. El Padre
es, en efecto, siempre, en el ordo relationis, el principium sine principio, mientras
que el Hijo es principium de principio de la procesión del Espíritu. El Espíritu no
procede de la naturaleza divina del Hijo, sino de la propiedad personal que se le ha
conferido al Hijo. Se cierra así en el Espíritu Santo el círculo de la divinidad al ser
este Espíritu el vínculo entre el Padre y el Hijo.
Los latinos (incluido Tomás de Aquino) admiten que los griegos pueden afir­
mar rectamente que el Espíritu procede por medio del Hijo. Pero insisten en que
debe proceder asimismo del Hijo, pues de lo contrario no se distinguirían las rela­
ciones del Hijo y del Espíritu respecto del Padre. Así, pues, el Hijo procede por
generación y el Espíritu por espiración, es decir, procede del amor del Padre al Hijo
y del amor de respuesta del Hijo al Padre inserto en aquel amor.
Tras un primer intento fallido de mediación del II concilio de Lyon el año 1274
(DH 850,853; DHR 460,463), el Concilio de la unión de Florencia del año 1439 halló
en la bula Laetentur coeli (DH 1300ss.; DHR 691ss.) la siguiente formulación común:

Todos los cristianos deben creer y profesar «que el Espíritu Santo procede eter­
namente del Padre y del Hijo, y del Padre juntamente y el Hijo tiene su esen­
cia y su ser subsistente, y de uno y otro procede eternamente como de un solo
principio, y por única aspiración; a par declaramos que lo que los santos Doc­
tores y Padres dicen que el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo, tien­
de a esta inteligencia, para significar por ello que también el Hijo es, según los
griegos, causa, y según los latinos, principio de la subsistencia del Espíritu San­
to, como también el Padre.
| »Y puesto que todo lo que es del Padre, el Padre mismo se lo dio a su Hijo
unigénito al engendrarle, fuera de ser Padre, el mismo preceder el Hijo al Espí­
ritu Santo lo tiene el mismo Hijo eternamente también del mismo Padre, de
quien es también eternamente engendrado. Definimos además que la adi­
ción de las palabras Filioque (=y del Hijo) fue lícita y razonablemente pues­
ta en el Símbolo, en gracia de declarar la verdad y por necesidad entonces
urgente.»

460
A las Iglesias orientales no se les pedía ni en el concilio de Florencia ni en otras
posteriores tentativas de unión que incluyeran en su redacción del credo niceno-
constantinopolitano el inciso del Filioque. Sólo se les solicitaba que respetaran la
situación de necesidad de la Iglesia latina en su lucha contra el arrianismo y el pris-
cilianismo. El Filioque no supone ningún tipo de ampliación objetiva, sino que se
le entendía como simple adición para precisar la fe en la Trinidad común a las
dos partes.
La objeción de tipo jurídico formal de que se había modificado el tenor literal
del Credo con menosprecio de las disposiciones canónicas no tiene en cuenta ni
la situación histórica del siglo vi ni la h'nea evolutiva, ya para entonces en amplia
medida independiente, ni el hecho de que tales prohibiciones no se refieren al puro
tenor literal, sino a los contenidos (DH 265; DHR 125).
En el diálogo ecuménico con las Iglesias ortodoxas, los viejos católicos y los
anglicanos han declarado que sería preferible renunciar al Filioque, pero sin que la
Iglesia latina tenga que revisar y declarar objetivamente falsa su centenaria pra­
xis de oración. Se trata, además, de una añadidura con intención puramente acla­
ratoria, que mantiene y explica la confesión común de la unidad de Dios en la esen­
cia y la Trinidad en las personas de acuerdo con el ordo relationis y con los recursos
de la tradición doctrinal de Occidente.
Con esta distinción, a saber, por un lado, de la comunidad en la fe y, por el otro,
de la diferencia legítima de la tradición teológica, en el mantenimiento del Filio­
que según la redacción occidental, junto al paralelo reconocimiento del Credo en
su originaria versión oriental, se admite tanto la confesión de la fe común como una
cierta banda de fluctuación en sus formulaciones teológicas.
No es necesario conciliar hasta en sus últimos detalles ambas tradiciones teo­
lógicas. Pueden mantenerse ambas como dos modelos complementarios. No for­
ma parte de la confesión de fe la afirmación de que la propiedad de las personas
provenga primariamente de las procesiones y de la monarquía del Padre o de las
relaciones subsistentes y de la oposición relativa de las personas divinas.
Es común la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y la unidad de Dios en la
trinidad de las personas.

461
IV. CONCEPCIONES SISTEMATICAS
DE LA TEOLOGÍA TRINITARIA
CONTEMPORÁNEA
En el siglo xx, y tras varios cientos de años de olvido de la teología trinitaria,
se ha producido un verdadero renacimiento en este campo. Se ha reconocido de
nuevo que la Trinidad es lo specificum Christianum, se la ha sacado de su lánguida
situación (como si fuera una especie de juego conceptual reservado a piadosos espe­
cialistas) y se la ha vuelto a colocar en el centro de la reflexión de fe. Si la fe es
comunión de vida con Dios, entonces existe una gran diferencia entre que el hom­
bre se relacione con la esencia suprema y unipersonal, abstractamente entendida,
del deísmo y el teísmo, respecto de la cual sólo es posible una relación extrínseca
con la autoridad formal y un estilo de vida acorde con la moral, o que Dios se mani­
fiesta en su propia vida y en la realización de la comunicación de su vida en la reve­
lación como el misterio de la comunión de amor tripersonal del Padre, el Hijo y
el Espíritu. Sólo cuando el Espíritu Santo llena el corazón del hombre es posible
también el encuentro del hombre con Dios.
Configura aquí una problemática con muy importantes retos, que afectan a
todos los esquemas recientes, la definición de concepto de persona.

1. La Trinidad com o origen y consumación de una teología


de la Palabra de D ios (Karl Barth)

Karl Barth analiza la doctrina trinitaria ya en los prolegómenos de su Kirchli-


che Dogmatik. Pretende con ello dar a entender que no se trata de un tema mar­
ginal. En la Trinidad el hombre se relaciona con Dios mismo, que sale a su encuen­
tro en la Palabra eterna del Padre, esto es, en el Jesús de Nazaret histórico, que
habla directamente a los hombres en la palabra escrita de la Sagrada Escritura y en
la Palabra de Dios proclamada en la Iglesia por el poder del Espíritu Santo.
En la realización de la Palabra de Dios dirigida al hombre es Dios mismo quien
se da a conocer y exige ser reconocido. En ella resplandece ante nosotros la reali­
dad divina, que se constituye en su diferencia como la unidad del revelador (el
Padre), de la revelación (el Hijo, la Palabra) y del ser-revelado (el Espíritu Santo).
Barth sabe que el Nuevo Testamento no consigna el dogma trinitario a modo
de información teórica sobre la esencia interna de Dios. El dogma es la compro­
bación conceptualmente ordenada de la confesión de fe, que da respuesta al acon­
tecimiento de la autorrevelación de Dios, tal como está testificada en la Escritu­
ra. En el curso de su revelación, Dios se manifiesta como «el Señor». Sólo Dios
puede dar respuesta a nuestra pregunta sobre el «quién, qué y cómo» de Dios.
Barth dirige su crítica por un lado contra la teología natural en su (a su enten­
der) forma católica, en la que a partir de una analogía entis se daría un conocimiento
de Dios al alcance y disposición del hombre (pruebas de la existencia de Dios), que
la revelación simplemente se limitaría a ampliar. Pero el rayo de la excomunión de
Barth alcanza también, y de parecida manera, a la teología protestante liberal, por
cuanto que acepta, ya antes de la revelación histórica en Jesucristo, una experien-

462
I

cía de Dios en el sentimiento, es decir, en un apriori religioso. La significación de


la autocomunicación histórica se limitaría aquí a proporcionar simple material
de relleno para estas estructuras religiosas subjetivas.
Ambas orientaciones se oponen, según Barth, a la soberanía de la autorreve-
lación de Dios. La doctrina de la Trinidad debería iniciarse, por el contrario, con
un reconocimiento del Deus dixií y consistiría en la experiencia del concepto Dei
loquentis persona. Dios se revelaría como el Señor (reino de Dios interno del Anti­
guo Testamento y proclamación de la basileia de Jesús) y se daría a conocer como
sujeto, predicado y objeto y, por tanto, como titular o portador, como aconteci­
miento y contenido de la revelación. Pero no puede desligarse el contenido de la
autorrevelación de Dios en la Palabra y el Espíritu (Trinidad inmanente) de su for­
ma histórica de autocomunicación (Trinidad económica). La forma en que Dios se
hace presente, hablando, en la historia, no es otra cosa sino la libre repetición de
la revelación de su vida eterna trinitaria. A partir de la autorrevelación de Dios,
puede afirmarse de las tres personas divinas lo siguiente:

1. «El Dios único se revela según la Escritura como creador, es decir, como el
Señor de nuestra existencia. Como tal Dios es nuestro Padre, porque está ya
antes en sí mismo como Padre del Dios Hijo» (KD 1-1,404).

2. «El Dios uno se revela, según la Escritura, como el reconciliador, es decir,


como el Señor en medio de nuestra enemistad contra él. Es, en cuanto tal, el
Hijo venido hasta nosotros o la Palabra de Dios que se nos ha prometido, por­
que está ya antes en sí mismo como Hijo o como la Palabra de Dios Padre»
(KD 1-1,419).

3. «El Dios único se revela, según la Escritura, como el redentor, es decir, como
el Señor que libera. Es, en cuanto tal, el Espíritu Santo, a través de cuya recep­
ción somos hechos hijos de Dios, porque está ya antes en sí mismo como el Espí­
ritu del amor de Dios Padre y de Dios Hijo» (KD 1-1,470).

Para Barth, esta renovación de la doctrina trinitaria es la respuesta a las apo­


rias tanto del teísmo unitarista como del ateísmo de la Edad Moderna.
El teísmo unitarista lleva a la negación o bien de la unidad esencial de Dios o
bien de la revelación. Si Dios no es ya en sí mismo un enfrente relacional de Padre,
Hijo y Espíritu en la autodiferenciación dada a una con la esencia divina, entonces
sólo alcanzaría su propio ser personal a través de la revelación frente al tú del hom­
bre. Pero esto significaría que Dios consigue la unidad y la personalidad por medio
de una realidad que no es él mismo. Y si la revelación de Dios en el Hijo y en el
Espíritu no es el mismo Dios, porque en el teísmo se niega tanto la divinidad de
Cristo y del Espíritu como su unidad esencial con el Padre y la diferencia perso­
nal con él, entonces la revelación no es más que representación teatral escenifica­
da por Dios.
El ateísmo contemporáneo tiene, en su origen, según Barth, carácter de postu­
lado. Entiende, en efecto, que la libertad humana compite con Dios y opina que es
necesario negar a Dios para salvar la libertad y la dignidad del hombre. Un Dios

463
unitariamente concebido sería de hecho, y a causa de su naturaleza absoluta e indi­
ferenciada, un enfrente meramente delimitador respecto de la libertad humana.
Pero si la esencia de Dios está constituida por su autocomunicación y su autodife-
renciación interna, entonces su autorrevelación como Señor es al mismo tiempo la
oferta de una participación en su libertad soberana y en su vida como amor. Aquí
la obediencia al Dios trinitario es la más alta realización posible de la libertad.
El ateísmo, en cambio, dilapida la autonomía y la libertad del hombre, por­
que no entiende a la persona humana en el contexto de la relacionalidad y la comu­
nión. Y en estos supuestos la libertad sólo puede ser concebida como delimita­
ción enrocada en sí misma frente a los demás, en vez de respuesta a una
determinación precedente que lleva a la comunión embriagadora a través de un
amor incondicional.
Barth conoce bien la problemática del concepto de persona de la Edad Moder­
na. Ante la notable divergencia entre la concepción paleoeclesial de la hipóstasis
y la persona y el concepto que la reduce al yo empírico de la moderna filosofía racio­
nalista y empirista, surge casi inevitablemente una errónea interpretación, de índo­
le modalista o triteísta, de la fórmula clásica de la unidad de Dios en las tres per­
sonas. En consecuencia, Barth propone sustituir el concepto de persona por la
expresión «tres modos de ser relativamente distintos de Dios» (DK 1-1,380). La
acusación de modalismo lanzada contra él por su expresión «modos de ser» es sim­
ple producto del desconocimiento de aquel antiguo modalismo que consideraba
que la diferencia de Padre, Hijo y Espíritu no se fundamenta en Dios, sino en la
perspectiva humana de Dios.

2. La Trinidad com o contenido de la autocomunicación


de D ios (Karl Rahner)

Rahner se pronuncia en contra de una yuxtaposición simple y floja de la natu­


raleza y la gracia y en contra también de un orden de la razón y un conocimiento de
la fe (extrinsecismo) que caracterizó a la Escolástica del Barroco y a la Neoesco-
lástica. Si por revelación hubiera que entender tan sólo la suma de las verdades que
deben aceptarse en virtud de la autoridad divina, pero que en el fondo no tienen
nada que ver con los interrogantes existenciales básicos del hombre, entonces tam­
bién la Trinidad formaría parte de estas informaciones reveladas sobre Dios que
deben ser simplemente creídas a causa de la autoridad del que las revela. Pero, en
definitiva, sería indiferente que Dios sea unitario o trinitario. Frente a esta con­
cepción, argumenta Rahner que en el acontecimiento de la revelación Dios no nos
comunica al azar algunos conocimientos valiosos sobre sí mismo. En este aconteci­
miento se comunica Dios como la verdad que es él mismo, la verdad a través de la
cual lé conocemos a él y a la que se enfrenta el hombre en su búsqueda y su pregunta
sobre la verdad. Ni tampoco cuando Dios otorga al hombre la gracia (la gracia
santificante, la gracia creada) le da un don o una ventaja o beneficio cualquiera. En
la gracia se da a sí mismo, como el amor que él es. En este amor nos convertimos en
amantes, estamos unidos a él en la comunión del amor y somos llevados a la con­
sumación suprema de la dinámica creada y de la autotrascendencia de Dios.
El pensamiento que se perfila como la idea rectora global de la teología de Rah­
ner es el de la autocomunicación de Dios como verdad y como vida. De donde se

464
deriva su principio teológico trinitario básico: La Trinidad económica es la Trini­
dad inmanente. Y a la inversa (Mysal II, 328). En su venida a nosotros en la histo­
ria, Dios se revela como el sujeto de la historia de la salvación (Padre), mediante
la encarnación de su Palabra escatológica eterna (como Hijo o como Palabra del
Padre) y el envío escatológico del Espíritu Santo (del Padre y del Hijo) al mundo
y al corazón de los creyentes. A la autoapertura trinitaria de la esencia de Dios en
su venida histórica corresponde la respuesta —trinitariamente articulada— del
hombre que se abre a Dios. Es una respuesta mediada en el Espíritu Santo, lleva­
da a cabo mediante la Palabra encarnada en su referencia a Dios Padre (de acuer­
do con el enunciado escolástico actus specificatur ab obiecto). Frente a una errónea
interpretación del axioma de que las obras de la Trinidad hacia el exterior son indi­
visas (opera trinitatis ad extra sunt indivisa), y la afirmación de que podría haber­
se encarnado cualquiera de las tres personas divinas, aunque era sumamente con­
veniente la encarnación del Logos (Tomás, S. th. III q. 3 a. 8), Rahner sostiene que
sólo podía encarnarse el Hijo. Entre las procesiones eternas en Dios y las misiones
de las personas al exterior existe una relación no sólo adecuada o apropiada (exter­
namente vinculada) sino propia de cada persona. Es propiedad del Hijo que en el
envío al mundo y en la encarnación de la Palabra se revela que procede del acto
generador del Padre. En la economía se revela que el Espíritu procede del Padre
y del Hijo como santificación que perdona y deifica al pecador y le inserta en la
comunión intratrinitaria del amor. El pecador justificado no obtiene tan sólo una
relación apropiada al Hijo y al Espíritu. En razón de la autocomunicación del Dios
trino entabla una relación personal insustituible con cada una de las personas divi­
nas según el orden de su vida intra-trinitaria. El hombre no se refiere, pues, a Dios
como a una naturaleza divina abstracta o —en términos deístas— a una uniperso-
nalidad divina a la que luego se le añadiría, de una manera en cierto modo como
ornamental o accidental, la relación con las hipóstasis divinas reveladas. El hom­
bre justificado se relaciona con Dios según el modo como Dios se posee eterna­
mente y se comunica temporalmente en su diferencia relacional de Padre, Hijo y
Espíritu. Y así, el Dios trino es misterio salvífico ya en sí mismo y no simple factum
trascendental creído por autoridad, que de suyo no tendría nada que ver con la
comunión salvífica de Dios.
En contra de algunas injustificadas acusaciones, no se da en Rahner la menor
traza de modalismo sabeliano, pues de lo que se trata es de la revelación del ver­
dadero sí mismo de Dios que se comunica, ni de hegelianismo, pues la Trinidad
inmanente se revela en la historia por libre decisión y desde su plenitud, exenta de
necesidades. Tampoco aflora en su pensamiento el monosubjetivismo de una per­
sonalidad absoluta con fases o momentos de autodevenir meramente secundarios
y subordinados, pues, en efecto, también Rahner admite que el Padre posee ori­
ginariamente su propia esencia cuando la comunica, en igualdad esencial, al Hijo
y al Espíritu. Rahner no distingue, pues, entre el concepto filosóficamente enalte­
cido de una divinidad monopersonal absoluta (como acontecía, al menos como ries­
go, en el tratado dogmático De Deo uno sobresaturado de deísmo) y el conoci­
miento adquirido exclusivamente a partir de la teología revelada, de modo que a
esta monosubjetividad vendrían a añadírsele otras dos nuevas subjetividades.
Rahner expone la interconexión entre la Trinidad inmanente y la económica,
tanto desde la perspectiva de la revelación histórica como desde la epistemología
teológica, en los siguientes términos:

465
«El Dios único se comunica como autoexpresión absoluta y como don absoluto
del amor. Su comunicación es (y aquí está el misterio absoluto revelado por vez
primera en Cristo) verdadera auíocomunicación, es decir, Dios da a su criatu­
ra no sólo participación (mediada) “en sí”, en cuanto que a través de su causa­
lidad omnipotente crea y concede las realidades creadas y finitas, sino que, en
una causalidad cuasiformal, se da a sí mismo realmente y en el más estricto sen­
tido de la palabra. Esta autocomunicación de Dios a nosotros tiene, según el tes­
timonio de la revelación en la Escritura, un triple aspecto: es autocomunicación
en la que lo comunicado sigue siendo lo soberano e inabarcable, lo que, tam­
bién en cuanto recibido, sigue siendo lo sin principio, indisponible e inabarca­
ble; es autocomunicación en la que el Dios que se abre “está ahí” como verdad
que se expresa a sí misma y como poder de disposición que actúa libremente en
la historia; y es autocomunicación en la que el Dios que se comunica produce en
el receptor la aceptación amorosa de su comunicación y ello de tal modo que
la aceptación no degrada la comunicación al nivel de lo meramente creado»
(Mysal 1,338s.).

Como Barth, también Rahner advierte la notable confusión que ha generado


en la conciencia de fe de numerosos cristianos la aplicación del concepto psicoló­
gico moderno de la persona a las fórmulas trinitarias clásicas. Son muchos los que
se imaginan inevitablemente a la Trinidad como una especie de triteísmo teñido de
modalismo en el sentido de un Absoluto monosubjetivista, o incluso como una des­
personalización panteísta de Dios. Ya no se extrae el contenido conceptual a
partir de la originaria significación de la hipóstasis, donde persona significaba ser-
por-sí y aludía a la existencia real y efectiva de una esencia que le servía de fun­
damento. Hoy día se la entiende casi siempre como la autoconcepción reflexiva que
caracteriza a los hombres como tales y que antecede al encuentro dialogante de dos
seres empíricos concretos. Si se entendiera el discurso sobre las personas en Dios
de esta manera, surgirían tres centros conscientes contrapuestos a otros tantos seres
individuales concretos. Y entonces, Padre, Hijo y Espíritu no designarían las dife­
rencias que surgen de la autoexplanación interna y de la comunicación de la vida divi­
na, sino que serían la multiplicación de naturalezas concretas formalmente iguales.
Pero la fe afirma la unidad de Dios, que se fundamenta originariamente en el Padre
y que, en virtud de la autoexpresión de la naturaleza divina en la Palabra y en la auto-
difusión en el amor como relación mutua, muestra tener una triple subsistencia.
Aunque el personalismo dialogal del siglo XX (F. Ebner, M. Buber, F. Rosenz-
weig) ha aportado una gran ayuda para la superación del ideal burgués de la per­
sonalidad autárquica, no puede trasladarse sin más y unívocamente el redescubri-
mientq de la sociabilidad y de la interpersonalidad del hombre así conseguida al
misterio de la Trinidad de Dios. En efecto, el Padre, el Hijo y el Espíritu no se
enfrentan entre sí, en el sentido del concepto psicológico o dialogal de persona,
como naturalezas concretas dotadas de su propia conciencia de sí refleja. Tampoco
aporta nada aquí el conocimiento de que para construir su identidad psicológica
como personas los hombres necesitan ser interpelados por otras personas en una
relación yo-tú. Rahner rechaza la concepción de que el Padre y el Hijo se hablan o
se interpelan entre sí en un diálogo yo-tú al modo de dos distintas naturalezas indi­
viduales concretas, cada una de ellas dotada de su conciencia propia. Más bien, el

466
Hijo es el Dios que se expresa a sí mismo, el Dios autoexpresado. Hay, con todo,
una «conciencia» de sí de las personas divinas, pero es una conciencia que se iden­
tifica con la unidad de su ser divino, en cuanto que el Padre, conociendo y aman­
do, se expresa a sí mismo y se comunica en el Hijo y en el Espíritu. Pero esta dife­
rencia relativa de las personas se identifica con la unidad de Dios.
Rahner no pretende, al contrario que Barth, superar ni sustituir el concepto de
persona. Propone, por el contrario, la utilización conjunta de la expresión modali­
dad subsistente distinta extraída de la originaria significación de persona y legiti­
mada por la definición de la persona de la escuela tomista. Se evitaría así una erró­
nea intelección triteísta de la Trinidad inducida por el concepto psicológico-empírico
de la persona.
Esta expresión de «modo subsistente distinto» debería significar lo que en el
concepto clásico de persona de la Trinidad se entendía en el sentido de hipóstasis
y subsistencia (relatio subsistens).

«El Dios uno subsiste en tres modos subsistentes distintos; los modos subsis­
tentes del Padre-Hijo-Espíritu son distintos en cuanto relaciones opuestas y por
eso éstos “tres” no son el mismo;
»el Padre-Hijo-Espíritu son el Dios uno, cada uno de ellos en un distinto
modo subsistente, y por eso pueden enumerarse “tres” en Dios;
»Dios es “trino” en virtud de sus tres modos subsistentes;
»Dios como subsistente en un determinado modo de subsistencia (por ejem­
plo, el del Padre) es “otro” distinto del Dios subsistente en otro modo de sub­
sistencia, pero no es “otra cosa”;
»el modo subsistente es distinto en virtud de su oposición relativa a otro y
es real en virtud de su identidad con la esencia divina,
»en cada uno de los tres distintos modos de subsistencia subsiste la única y
misma esencia divina; por eso, “el” que subsiste en este modo de subsistencia es
verdaderamente Dios» (Mysal 11,392).

3. La mediación de la teología de la cruz en la fe


en la Trinidad (Eberhard Jüngel)

La unidad entre la Trinidad inmanente y la económica, es decir, la autopertu-


ra de la esencia divina en la historia de su revelación, ha sido desarrollada por Jün­
gel enteramente desde la perspectiva de la muerte en cruz de Jesús. Sólo en el Hijo
crucificado se ha definido Dios en su totalidad. Con la impiedad y la hostilidad del
mundo a Dios puestas al descubierto en la cruz se ha revelado cómo quiere reve­
larse la esencia de Dios.
La doctrina cristiana clásica sobre Dios ha surgido, en opinión de Jüngel, de
la combinación del discurso bíblico de la revelación y de la metafísica griega incon­
ciliable con aquel discurso. Hay tres axiomas filosóficos (impasibilidad, inmutabi­
lidad y absolutez) que entran en contradicción con la esencia divina revelada en
la historia de la salvación, y especialmente en la cruz. Dado que la metafísica
de la substancia concibe a Dios como una realidad objetiva e incluso como un sobe-

467
m

rano absolutista, el movimiento ilustrado hacia la autonomía del hombre debería


desembocar inevitablemente en una negación atea de Dios. Si, a tenor de los antes
mencionados axiomas metafíisicos, la esencia divina es inmutable e impasible, no
tiene relación ninguna con la historia. La historia no puede posibilitar ninguna aper­
tura de la esencia de Dios. Se relaciona con Dios tan sólo como los accidentes con
la substancia. Dios no puede en modo alguno verse afectado por la historia ni pue­
de asumir en su propio ser divino la miseria, el sufrimiento y la muerte del hombre
para revelarse en ellos según su esencia. Ahora bien, la Escritura muestra que Dios
se ha dejado afectar de hecho por los sufrimientos del hombre. Por consiguiente,
la teodicea metafísica no está capacitada para explorar más de cerca el discurso
bíblico de la autocomunicación de Dios en la historia y en la cruz de Jesús,
Recurriendo tanto a la concepción idealista hegeliana de la Trinidad, que pue­
de asumir en la historia incluso la negación de Dios en la muerte en cruz de Jesús
(Viernes de pasión especulativo) en la consumación de la esencia divina, como a la
teología de Lutero, llega Jüngel a una revelación de la Trinidad que se define des­
de la vertiente de la teología de la cruz.
Dios no se comunica como la esencia suprema que está por encima del mun­
do y que luego, en un segundo paso, se relaciona con el mundo y al mundo con él.
Al contrario, ha decidido libremente desde la eternidad que quiere llegar hasta sí
mismo, y por tanto, hasta nosotros, a través del hombre Jesús entregado en la cruz
por los hombres a la maldición por los pecados (Gál 3,12; 2Cor 5,21; Rom 8,3). Por
tanto, forma parte de la definición de la esencia divina la historicidad libremente
asumida. No llegamos, según Jüngel, hasta la acción de Dios en la historia a tra­
vés de un conocimiento de la esencia divina anterior a la revelación. Es a la inver­
sa: estamos destinados a conocer la esencia divina a través únicamente de la acción
de Dios en la historia. Y como se nos niega un conocimiento de Dios fuera de la
revelación, sólo podemos conocer la esencia divina en el acontecimiento de su iden­
tificación con Jesús muerto en la cruz. Dios se nos descubre a través de su autodi-
ferenciación y su autoidentificación. Sólo conocemos a Dios como aquel que se ha
determinado libremente a no llegar hasta sí mismo sin el Jesús muerto, maldecido,
enterrado y resucitado. Dios definiría, por tanto, su ser divino como la vida y el
amor a través de la identificación con Jesús muerto, al que revela como Hijo suyo.
En el acontecimiento de la muerte de Jesús asumiría Dios en su realización esen­
cial la muerte como lo que le es extraño y contradictorio, es decir, la impiedad total
del mundo, y se afirmaría así como vida frente a la muerte. El no de Dios a sí mis­
mo es su sí a nosotros. El ateísmo como no a Dios ha quedado así superado median­
te la autonegación de Dios y permanece siempre en un segundo plano respecto
de la autoidentificación de Dios con el Jesús maldecido en la cruz, en el que Dios
se muestra como la vida. Desde la cruz, la muerte forma parte del ser y de la esen-
cia eterna de Dios. Por tanto, la metafísica deísta (también la del ámbito de la
teodicea cristiana clásica) desemboca en el ateísmo contemporáneo y en la inca­
pacidad de imaginarse a Dios. Por tanto, la muerte de Dios en cruz, en la que se
determina libremente, en su ser y en su cognoscibilidad, a favor nuestro, sería la
revelación de la vida divina —superior a la muerte— como amor. En virtud de su
autocomunicación como Padre del Hijo crucificado por la impiedad de los hom­
bres y de la unidad vivificante como Espíritu Santo desde la resurrección de entre
los muertos, ahora Dios vuelve a entrar dentro del campo de lo pensable como la
unidad y el sentido de la sentencia bíblica: «Dios es el amor» (lJn 4,8).

468
«Éste es, pues, el Dios que es amor: el que está en tanta mayor autorreferencia
cuanto más carece de referencia y se derrama así con sobreabundancia y supe­
ra su propio ser. Desde esta perspectiva debe suscribirse sin reserva alguna la
tesis de Karl Rahner: “La Trinidad inmanente es la Trinidad económica. Y a
la inversa”. La afirmación es exacta, porque en el abandono de Dios de Jesús y
en su muerte (Me 15,34-37) acontece Dios mismo. Lo que narra la historia de la
pasión permite comprender la doctrina de la Trinidad.» (Gott als Geheimnis der
Welt, 506s.; para una crítica del planteamiento de Jüngel, G.L. Müller, Hebt das
sola-fide-Prinzip die Möglichkeit einer natürlichen Theologie? Eine Rückfrage
bei Thomas von Aquin, en Cath 40 [1986] 59-96)

4. U na doctrina social de la Trinidad (Jiirgen Moltmann)

Moltmann comparte la crítica a los axiomas de la teodicea metafísica que pre­


tenden fijar la esencia divina, con independencia de la revelación concreta, corno
inmutable, impasible, etc. Según esta teodicea, el concepto de la diferenciación tri­
na de Dios, tal como se desprende de la revelación histórica, no pasaría de ser un
añadido con modificaciones puramente extrínsecas. También la filosofía que habla
de Dios como de la subjetividad absoluta llevaría la impronta de la metafísica
sustancial. La exposición de Barth sobre la autorrevelación y la de Rahner sobre
la autocomunicación se mantienen en el horizonte de Dios como sujeto absoluto,
que se diferencia en la producción del Hijo y se identifica de nuevo en el Espíritu
Santo como subjetividad absoluta.
La Biblia hablaría, en cambio, de las acciones de tres sujetos concretos. Su uni­
dad resultaría ser escatològica y se llevaría a cabo, para los creyentes, bajo formas
doxológicas. Moltmann no parte de la unicidad de la esencia para descubrir, en
un momento posterior, la diferenciación de las personas. Su punto de arranque es
la historia común de las distintas personas del Padre, el Hijo y el Espíritu, para lle­
gar hasta su unificación, escatològicamente realizada. No serían «uno», sino «el mis­
mo ». El el curso de su historia común se iría perfilando con creciente claridad su
communio en un común «sentimiento nosotros». Esta unidad pericorética del Dios
trino y uno mostraría cómo discurre la historia misma de Dios en el proceso de una
unificación. No se trataría de una unidad de sujeto o de sustancia estáticamente
anticipada que luego se va diferenciando en concretos momentos o modos de con­
sumación (éste sería el peligro del modalismo). Precisamente así la unidad de Dios
se convertiría en una unidad abierta al hombre y al mundo. No rechazaría al hom­
bre, sino que le invitaría, por el contrario, a dejarse introducir en el círculo de la
Trinidad abierta. La unificación, consumada a lo largo de la historia de la salva­
ción, de los tres sujetos divinos debería ser entendida como Trinidad abierta, en la
que el hombre puede alcanzar la comunión con Dios. Esta Trinidad social no tie­
ne su punto de comparación en la substancia del alma de cada hombre concreto,
que se diferencia en los actos del conocimiento y de la voluntad. Aquí la analogía
se encuentra más bien en la comunión de los individuos concretos (familia, Igle­
sia, Estado).
La diferencia tradicional de Trinidad inmanente y económica tiene escaso aco­
modo en la doctrina trinitaria social. Moltmann la sustituye por la distinción entre
forma monárquica, eucaristica y doxológica de la Trinidad.

469
1. La forma monárquica se desprende de las obras de Dios. El Padre actúa por el
Hijo en el Espíritu. Toda actividad brota del Padre. La mediación acontece
por medio del Hijo. Toda la eficacia debe serle asignada al Espíritu Santo.
2. En la forma eucarística se produce una inversión de la orientación. En la con­
ducta de respuesta del hombre a Dios en el lamento, la oración y la alabanza
todo brota del Espíritu y es transmitido por el Hijo al Padre, que es el receptor
de la respuesta humana. Sólo en la escatología se equilibran entre sí estos dos
movimientos de la Trinidad del hombre a Dios o de Dios al hombre. Y esto
lleva a
3. La doxología trinitaria, en la que se adora y glorifica al Dios trino en y por sí
mismo.

Según Moltmann, sólo en una doctrina trinitaria social puede formularse correc­
tamente la unidad de la Trinidad y la cruz. Ya la creación misma estaría funda­
mentada en la diferencia y la unidad interna del Padre y del Hijo. Esta creación
sería una forma del superávit, del exceso del amor entre ambos. No obstante, el
mundo se distinguiría también de Dios, que en la mutua referencia de Dios y la
creación se torna también dependiente del mundo. En esta relación se expresaría
el amor creador, pero también doliente y receptivo, entre el Padre y el Hijo.

«Por eso debe contemplarse la historia de la creación como la tragedia del amor
divino, como la historia de la redención, pero también como la fiesta del gozo
divino» (Trinität und Reich Gottes, M 21986,75).

En el acto de la creación Dios se humilla, limita su omnipotencia y asume en su


amor eterno el elemento del dolor. Sólo un amor doliente puede, en definitiva, reve­
lar su fuerza creadora y redentora. El sufrimiento de Dios en y por el mundo en
la cruz de Cristo sería, por consiguiente, la forma suprema de su amor creador y su
revelación última y definitiva. Sería esta forma la que crearía la posibilidad de una
comunión con el mundo sin hacerse por ello dependiente de la respuesta libre del
mundo. Sería la forma que liberaría al mundo para la libertad de la respuesta en el
amor. La creación sería desde el principio parte constitutiva de la historia de amor
entre el Padre y el Hijo. Y así, a través de nuestra respuesta amorosa, Dios mismo,
que se ha tornado vulnerable frente a nosotros, se vería redimido en su amor soli­
citador de respuesta.

íPor eso, y en este sentido, está la redención del mundo vinculada con la auto-
fredención de Dios respecto de su sufrimiento. En este sentido, no sufre sólo
Dios con y por el mundo, sino que también el hombre liberado sufre con Dios
y por él. La teología de la pasión de Dios lleva a la idea del autosometimiento
de Dios al sufrimiento. Debe llegar, también, por consiguiente, a la idea de la
autorredención escatológica de Dios. Entre estos dos movimientos se sitúa
la historia de la profunda comunión de Dios y de los hombres en el sufrimien­
to, la compasión mutua y el amor apasionado de los unos por los otros» ( Trinität
und Reich Gottes, 75s.).

470
Moltmann cree, pues, que en el centro de la Trinidad se sitúa el Logos crucifi­
cado. No se puede seguir hablando de la Trinidad esencial de Dios prescindiendo
de la cruz, porque Cristo es el cordero que ha sido inmolado desde el inicio del mun­
do (Ap 13,8; IPe 1,20), la cruz es la señal del amor eterno de Dios y, contemplada
en perspectiva histórica, el punto de reunificación de la historia divina y humana
del sufrimiento y del amor.

5. La Trinidad en la revelación de la historia universal


(Wolfhart Pannenberg)

Pannenberg dirige su crítica tanto contra el enfoque que aborda la historia de


la salvación a modo de un capítulo especial de la historia, yuxtapuesto a la profa­
na, como contra una teología de la palabra que se inicia directa e inmediatamente
con la Palabra de Dios y se fundamenta en su autoridad absoluta (K. Barth, E. Jün-
gel). Para Pannenberg, la historia universal es el lugar de la automanifestación indi­
recta de Dios en su actuación, vinculada al curso de la historia. La revelación es
la anticipación del plan salvífico divino, que se va descubriendo a lo largo del cur­
so de su acontecer y sólo alcanza su realización plena con el fin de la historia.
Sólo desde el punto final de esta automanifestación de Dios en el momento último
de la historia se descubre la verdad de Dios en la acción que pone el cierre defini­
tivo. Pero hasta entonces, está sujeta a debate la afirmación de que Dios es el crea­
dor, redentor y consumador del mundo y debe acreditarse una y otra vez para ser
conocido y confesado en cada momento presente como la realidad que todo lo con­
diciona y la respuesta que todo lo ilumina. La verdad de la revelación descubre su
certidumbre teológica en la reconstrucción sistemática de la doctrina cristiana sólo
de una manera provisional y pasajera. Esta reconstrucción debería partir siem­
pre de la concepción bíblica de Dios, que ha llevado a la formación y explanación
de la doctrina de la Trinidad. La revelación es la Palabra de Dios en Jesucristo, la
suma y síntesis y el contenido total y globalizador tanto del plan divino en la crea­
ción y en la historia como del reino de Dios escatológico que anticipa en el tiempo
su implantación final. Hablar de la revelación de Dios en su Palabra Jesucristo sólo
tiene sentido si esta Palabra pertenece enteramente a Dios. No cabe, pues, imagi­
nar la divinidad de Dios sin Jesucristo, del mismo modo que no cabe entender a
Jesucristo sin su pertenencia a Dios. Demostrar este aserto es, según Pannenberg,
la tarea y la misión de la doctrina de la Trinidad. Esta doctrina debe ser la explici-
tación de la autorrevelación de Dios en Jesucristo y en el Espíritu Santo (Syste-
matische Theologie, 1,281).
Pannenberg rechaza por un igual el modalismo y el subordinacionismo. Las ten­
dencias hacia estas visiones unilaterales tienen su origen en el aislamiento de la doc­
trina de la Trinidad inmanente. No se puede demostrar mediante razonamientos
especulativos la posibilidad conceptual de la Trinidad y pretender deducirla de sen­
tencias bíblicas tales como «Dios es espíritu» (Jn 4,24) o «Dios es amor» (lJn 4,16).
Por tanto, Pannenberg considera que existe el peligro de modalismo tanto en la
doctrina psicológica de la Trinidad de Agustín como en una teodicea que toma
como punto de partida la subjetividad pretrinitariamente entendida de un Dios
monopersonal y la desarrolla luego en sus realizaciones (en su entender y su que­
rer). Este mismo peligro acecharía también en las exposiciones de Barth y Rahner,

471
que hablan tan sólo de distintos modos de subsistencia en Dios. El otro peligro sería,
siempre según Pannenberg, iniciar el discurso por el modelo del amor, que entien­
de al Padre como amante carente de origen y existente en sí, que causa desde sí
mismo un objeto y produce finalmente la unidad de sujeto y objeto. En este mode­
lo, el Hijo y el Espíritu estarían, en definitiva, subordinados al Padre. Pannenberg
se niega a aceptar como punto de partida tanto la unidad para llegar a la trinidad
de las personas como la trinidad antepuesta a las personas para recapitularlas a con­
tinuación en la unidad de la esencia. Tampoco se puede comenzar, según él, por un
tratado De Deo uno desarrollado desde una visión filosófica, adscribiendo a la esen­
cia divina los predicados de omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia, etc., para
coordinarlos, en un momento posterior, de diferentes maneras, con las tres perso­
nas divinas, conocidas a partir de la revelación.
Sólo es posible solucionar estas aporías si se parte estrictamente de la Trinidad
económica, para conocer desde ella las misiones de las personas. Sólo a través del
testimonio bíblico pueden deducirse las relaciones intradivinas. La unidad de la
Trinidad económica y la inmanente debe ser desarrollada a partir de su fundamento
en la Escritura. No es posible entender la revelación de la paternidad de Dios si no
se incluye la conducta de Jesús para con él como su Padre. Ya Atanasio habría indi­
cado que el concepto de padre no es absoluto, sino que está internamente carac­
terizado por la relacionalidad. Y así, también el Padre alcanzaría su divinidad y
su gloria por el Hijo, que tributa al Padre obediencia plena y le glorifica. Le reve­
la, pues, en su ser divino y entrega al final de la historia su reino al Padre, para que
se revele plenamente Dios en su ser paternal (cf. Flp 2,11; ICor 15,28). La autodi-
ferenciación del hombre Jesús respecto del Padre se manifiesta desde los inicios de
su proclamación del reino de su Padre hasta la entrega al Padre del reino de Cris­
to. Esta autodistinción del hombre Jesús respecto a Dios, a una con la paralela y
simultánea revelación de su unidad con él, indica que en Jesús se da un aspecto que
forma parte de la esencia eterna de Dios. Esta idea se habría expresado ya desde
fechas tempranas a través del concepto de la preexistencia y del título de Kyrios,
que es un predicado de la divinidad.
Se advertiría, además, que Dios no es nunca Dios sin Jesús y sin el Espíritu San­
to, sino que la unidad de Dios sólo existe en y como autodiferenciación de Padre,
Hijo y Espíritu y se consuma en un enfrente de estos tres centros de acción.
La mutua dependencia de las tres personas no elimina la unidad de Dios. Tam­
poco debe negarse que el punto de partida del movimiento trinitario se sitúa en
el Padre. La personalidad, la propiedad de las personas, sólo puede definirse a tra­
vés de su mutua referencia. Que cada una de ellas es algo diferente respecto de las
otras dos, esto es, Padre, Hijo y Espíritu, es lo que constituye su identidad perso-
nal.|A través de la obra del Hijo se implanta en la creación el reino del Padre.
A través de la obra del Espíritu, que glorifica al Hijo como plenipotenciario del
Padre y en él al Padre mismo, alcanza aquel reino su consumación. El Hijo y el Espí­
ritu están al servicio de la «monarquía» del Padre y la llevan a su plenitud. Pero
el Padre nunca tiene su reino (y, por tanto, su divinidad) sin el Hijo, sino sólo siem­
pre por el Hijo y el Espíritu. Si la monarquía del Padre no se realiza nunca de for­
ma directa e inmediata, sino siempre por intermedio del Hijo y del Espíritu, resul­
ta ser necesario que la unidad del reino de Dios incluya en su misma esencia la
forma de esta mediación. La esencia de la monarquía del Padre sólo obtiene la defi­
nición de su contenido a través de la mencionada mediación. En todo caso, la media­

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ción del Hijo y del Espíritu no puede ser un elemento extrínseco de aquella monar­
quía. No puede aclararse el problema de la unidad del Dios trino sin la inclusión
de la economía de la salvación. Es cierto que debe marcarse una distancia entre
la Trinidad inmanente y la económica. Pero así como Dios es el mismo, tanto en su
esencia como en su revelación histórica, aunque debe ser entendido a un mismo
tiempo como distinto del acontecimiento de su revelación y a la vez como idéntico
con ella, así, a la inversa, tampoco cabe imaginar la unidad del Dios trino prescin­
diendo de su revelación y de su acción historicosalvífica en la creación, sintetiza­
da en aquella revelación.

«La unidad de Dios en la trinidad de las personas debe contener en sí y a la


vez el fundamento de la diferencia y de la unidad de la Trinidad inmanente y de
la económica» (Systematische Theologie, I, 361s.).

6. La doctrina teodramática de la Trinidad


(Hans Urs von Balthasar)

La problemática moderna sobre Dios tiene como base el interrogante de la rela­


ción entre el Dios infinito y la finitud de la creación, así como la dialéctica de la auto-
comunicación entre lo Absoluto y lo finito (Hegel). Surge aquí el peligro o bien de
una inclusión mitológica idealista de Dios en el proceso mundano o el problema
de una inmutabilidad e impasibilidad metafísica de Dios frente al mundo, como ense­
ñaba la teodicea filosófica precristiana. Sólo en el acontecimiento de Cristo puede
descubrirse, según Balthasar, una salida a estas aporías. En las misiones historico-
salvíficas del Hijo y del Espíritu se vislumbran las relaciones intratrinitarias como
condiciones dé posibilidad de un ser no divino y de una libertad creada. En conse­
cuencia, Dios puede verse afectado por la finitud, el dolor y la muerte sin necesidad
de tener que conseguir por vez primera, a través del paso por el agitado mundo, su
plenitud y la polaridad en que acontece su amor. Sólo el Dios trino ofrece aquí
una salida. Respecto al mundo, es lo totalmente otro (aliud) pero es también, a la
vez, el Dios que no se media a sí mismo mediante esta diferencia (non aliud). Si
la revelación de Dios en Jesucristo no ha de limitarse a simple anuncio del amor
eterno de Dios al pecador en el escenario —en definitiva extrínseco al mismo Dios—
del mundo, entonces es preciso que el envío del Hijo al tiempo tenga verdadera­
mente el carácter de acontecimiento dramático de un encuentro de Dios con el hom­
bre y de una prolongación, desarrollada en la historia, de la misión eterna del Hijo
dentro de la vida del Dios trino. Por tanto, las misiones del Hijo y del Espíritu al
mundo tienen su origen en las procesiones intratrinitarias. En la historia de Jesús de
Nazaret alcanza su suprema expresión dramática el encuentro entre la libertad divi­
na y la humana. El acontecimiento de la cruz en cuanto punto culminante de este
teodrama es, a la vez, el centro de la historia. También —y precisamente— la cruz
se muestra como definitivamente abierta y posibilitada en la diferencia intradivina
del Padre y del Hijo y en su unidad en el Espíritu. En el abandono de Dios vivido
por Jesús en la cruz se descubre en la historia la suprema distancia entre el Padre y
el Hijo y se revela el dolor en Dios, que es el dolor de la diferencia del Padre y del

473
Hijo en el amor. Por eso puede asumir Cristo el dolor del mundo en el dolor y en la
unidad de Dios y superarlo definitivamente en el amor del Espíritu. La resurrección
de Jesús por el Espíritu del Padre es la revelación de la vida de Dios en la unidad
del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu. Dado que la communio humano-divina
muestra ser analogía y participación de la communio intradivina de las divinas
personas, en Jesucristo quedarían también liberadas por la gracia las libertades fini­
tas del hombre para sí mismo y los hombres pasarían a ser actores del teodrama.
Sólo desde esta unidad tan hondamente entendida de la Trinidad inmanente y la
económica puede superarse la aporía mencionada al principio y entenderse juntas
la libertad absoluta de Dios frente al mundo y la contingencia y el carácter de acon­
tecimiento de la historia como base de la communio humano-divina.
Si, pues, en la unidad infinita de Dios es precisamente la diferencia interna de
las hipóstasis la que constituye la plenitud divina en las relaciones de su amor, enton­
ces en la procesión del Hijo está ya dada también la posibilidad de que el poder de
Dios libere en el Hijo lo no-divino, dotado de la disposición interna de participar
en su amor trinitario. Cuando el Hijo de Dios encarnado devuelve a los hombres a
Dios, no hay en ello tan sólo una simple veneración extrínseca a Dios, sino la glo­
rificación de Dios a través de la naturaleza redimida. Al participar en la vida tri­
nitaria, la creación sería ya gloria de Dios, porque la persona creada se convierte
en un don mediante el cual en la oikonomia de las personas divinas se con-suma su
amor trinitario. El enriquecimiento que Dios alcanza de hecho mediante la criatu­
ra redimida no significa un añadido extrínseco a la gloria de Dios, ni la satisfacción
de su anhelo de gloria externa, ni mucho menos la eliminación de algún tipo de defi­
ciencia o de carencia que aún hubiera en él. La «plenitud» de la Trinidad, tal como
acontece mediante la encarnación, la misión del Espíritu y la santificación del hom­
bre, tiene su fundamento no en la criatura sino en el mismo Dios. Sólo su sobre­
plenitud, a la que nada se puede añadir y que no pierde nada de sí cuando se derra­
ma, puede abrir la vida divina a la realidad creada. Dios no es un rígido ser unitario
ni una absolutez cerrada en sí y desprovista de relaciones. La unidad de Dios con­
siste, por el contrario, en la quietud —siempre en aumento y siempre en unión inin­
terrumpida en el amor— de la plenitud infinitamente con-movida del ser. No desa­
parece la diferencia entre el creador y la criatura, sino que se manifiesta, en el nivel
historicosalvífico, como la diferencia entre Cristo como cabeza y la Iglesia como su
cuerpo. En el nivel teológico, la unificación en el amor se fundamenta en la unidad
del Padre, el Hijo y el Espíritu. Tiene su exaltación escatológica en los esponsales
de Jesucristo, el cordero eternamente inmolado, con su esposa, que se prepara con
el Espíritu para las «bodas del Cordero» (Ap 19,8; 23,17). La respuesta a la pre­
gunta del para qué de la creación y del descenso divino a las condiciones de la
historia de la libertad creada se encuentra, según Balthasar, en la in-utilidad del
amoj que se da gratuitamente. La creación consumada en Dios es:

«Un regalo adicional que el Padre hace al Hijo, pero también el Hijo al Padre y
el Espíritu de ambos, un regalo porque a través de las diferentes actuaciones de
cada una de las tres personas el mundo participa internamente del intercam­
bio de la vida divina, que este mundo devuelve a Dios, como regalo divino, a
una con el regalo de su ser creado, pues de Dios recibe lo divino» (Theodra-
matik, IV, 476).

474
7. Resumen. La consumación del hombre en el
misterio trinitario del amor
Es parte constitutiva irrenunciable de la existencia humana la necesidad de ana­
lizarse y de interrogarse sobre sí mismo en relación al mundo. El hombre no se halla
en armonía indiscutida e incuestionada con su medio ambiente para verse luego de
pronto súbitamente arrastrado por un ángel o un demonio a la angustia del pen­
samiento disgregador.
Cuando el hombre, en un acto originario que se identifica con su existencia,
se entiende como distinto del mundo, se concibe a la vez como un centro espiritual
y libre. Y le adviene entonces también la percepción de que sólo se entiende a sí
mismo en el enfrente con las cosas concretas e individuales si la actualidad de su
espíritu está abierta a un horizonte inobjetivo, en el que se comprende como enfren­
tado a los objetos concretos. A este horizonte abierto le llama mundo, y respecto
de él puede preguntarse por la causa que fundamenta tanto a este mundo como
al hombre mismo. Puede dejarse insertar en la profundidad que asoma en todos los
seres existentes y que todavía no puede objetivarse en cuanto fuente de la que bro­
ta toda la realidad. Como origen de lo real, esta profundidad es la realidad más
absoluta que somos capaces de pensar. Y a esto lo llamamos Dios.
El hombre se interroga, pues, sobre los objetos concretos de toda especie, pero
apenas puede abarcar con la mirada la suma de todos ellos. Tampoco tiene impor­
tancia existencial poder apropiarse (de forma positivista) de todos los conocimientos
objetivos posibles. Pero cuando alguno de ellos cae categorialmente bajo el alcan­
ce de la mirada, se realiza siempre e inevitablemente la transcendentalidad del espí­
ritu cognoscente. Ya en virtud de su simple existencia espiritual, se enfrenta el hom­
bre a la pregunta sobre el origen del que brota el todo y el uno trascendental del
mundo. Es, pues, ya en sí mismo, el interrogante del de dónde y a dónde, del sen­
tido del ser en el filo de la navaja del éxito y el fracaso de su propia existencia. Cuan­
do explícita y convierte en tema de reflexión esta existencia como forma espiritual
del ser-en-el-mundo, se plantea la pregunta racional acerca de Dios. Dios sólo es
alcanzable en sí mismo allí donde sale al encuentro de la pregunta humana a tra­
vés de su palabra y de sus acciones libres en el ámbito de la experiencia histórica,
es decir, allí donde se ofrece como respuesta al interrogante que es el hombre para
sí mismo.
A la luz de la palabra de Dios pronunciada de hecho en la historia conoce el
hombre al Dios de Israel y Padre de Jesucristo como la respuesta objetiva a este
interrogante básico. Aquí ocurre, en un replanteamiento que organiza bajo formas
nuevas e integra todo lo antecedente, el hecho de que Dios se sitúa, actuando y
comprometiéndose, en el camino histórico de Israel y da definitivamente en el Dios-
hombre Jesucristo, y de la manera más concreta y humana, respuesta al interro­
gante que es el hombre para sí mismo.
No puede llegarse a una descripción de la esencia del hombre sólo mediante
un autoanálisis inmanente, ni siquiera introduciendo en este análisis el tema de su
referencia trascendental a Dios. En esta descripción esencial no puede pasarse por
alto la presencia histórica de Dios, cualquiera que sea su forma. Ésta es también
la razón de por qué una filosofía o una antropología que trabajen sin referencia
a la revelación histórica son incapaces de explicar la situación radical del hombre.
Ya se dijo en la antropología (cap. 2) que no pueden analizarse los aspectos for­

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males del hombre prescindiendo del contenido de la consumación procedente del
exterior, sino sólo mediante abstracción del contenido dado. En concreto, a toda
la metafísica pre y extracristiana (incluida la aristotélica) le falta una reflexión
sobre la mediación entre el contenido y la forma del ser humano, más exactamente
en las categorías de lo histórico, lo dialogal y lo personal. En cualquier caso, toda
la antropología precristiana debe ser considerablemente modificada desde la pers­
pectiva de la revelación. Pero no se trata tan sólo de añadir al pensamiento racio­
nal, a modo de complemento externo, los datos meramente teológicos aporta­
dos por la revelación. Los conocimientos procedentes de la revelación actúan aquí
únicamente como catalizadores y tienen la función de ofrecer a la razón, histó­
ricamente condicionada, ayuda para la explicación de sus estructuras formales
básicas.
Si ha de ser el Dios trino quien dé respuesta a la pregunta de qué es el hom­
bre para sí mismo, entonces debe entenderse la existencia humana de tal modo que
la vida trinitaria divina pueda tener su correspondencia en ella. No puede imagi­
narse, pues, aquella existencia como una substancia rígida y objetiva firmemente
cerrada en sí y sobre sí misma. Toda aclaración antropológica de la esencia debe
llegar hasta el ser personal y hasta la realización relacional y trascendental del hom­
bre incluida en aquel ser.
Debe concebirse, por consiguiente, el ser del hombre como personal y dialogal.
El hombre se encuentra siempre en un horizonte del ser y del mundo marcado por
la historia y la contingencia. Su constitución esencial es tal que Dios puede salir a
su encuentro personal, dialogal, histórico y escatológico como palabra y puede unir­
se así a él en una comunión de amor personal.
En este sentido, el don de sí de Dios como respuesta a la pregunta de lo que
es el hombre para sí mismo implica una estructura personal y dialogal y, justamente
en ella, es amor trinitario. El ser-amor-trino de Dios es el presupuesto para que
el hombre pueda entender el sentido de la creación en su conjunto y pueda con­
vertir en realidad el sentido de su ser humano. Ser hombre significa, pues, haber
sido creado por Dios a su imagen y semejanza y haber sido llamado a participar en
aquel amor que actúa en Dios mismo como unidad del Padre cognoscente y del
Hijo conocido en el Espíritu Santo.
Pero este ser humano así llegado a su plenitud acontece en el horizonte de la
historia. La historia es el ámbito adecuado para la realización de la esencia huma­
na, una realización que avanza hacia una meta en la que el hombre se gana a sí mis­
mo en su unidad y totalidad y se une así definitivamente a Dios en el amor. Y a esto
lo llamamos el eskhaton.
Al comprometerse en la creación, el Dios trinitario se inclina a hacerse presente
en la historia. Como autoexpresión intradivina y como mediadora de la creación,
la Palabra divina se hace en el hombre Jesús portadora activa tanto de la acción
histórica y humana de Dios hacia los hombres como de la acción humana hacia
Dios. Jesús es, en efecto, mediador entre Dios y los hombres en virtud de la unión
hipostática. Si quiere Dios incluir a la humanidad en su propio amor trino por el
camino de una realización escatológica de la salvación en la historia, debe revelar­
se como el amor eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. En el mun­
do se prolonga no sólo la procesión eterna del Hijo desde el Padre, sino también la
procesión eterna del Espíritu desde el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo lleva de
tal modo a la vida trinitaria divina a los hombres que se orientan según la presen-

476
cia de Dios en Jesucristo que la auíorrealización humana pasa a ser una co-reali-
zación de la communio del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

«Nos ha dado su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el


Padre envió a su Hijo, para ser salvador del mundo... Y nosotros hemos cono­
cido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (lJn 4,13-16).

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