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psicología desde el caribe

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Vol. 31, n.° 3, septiembre-diciembre 2014
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/psdc.31.3.5552

La violencia de la “Antiviolencia”: una


crítica a la legislación mexicana contra la
violencia de género
The Violence of the “Anti-violence”:
A Criticism of the Mexican Legislation
Against Gender-based Violence

María L. Christiansen, Ph.D.*

Resumen
Indudablemente el tema de la violencia intrafamiliar lidera en México
el ranking de preocupaciones de los científicos sociales y de quienes
en ellos se basan para diseñar políticas públicas que la diagnostiquen,
la controlen, la erradiquen y la prevengan. La Ley General de Acceso
de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) representa
un claro ejemplo de dicha mancuerna entre el conocimiento y el
poder, y ostenta un carácter innovador en materia epistemológica al
pretender mostrarse como multidimensional, objetiva, ecológica,
compleja e interdisciplinaria. El objetivo de este artículo es presentar
una reflexión crítica sobre cada una de dichas pretensiones, tras lo cual

* Universidad de Guanajuato, Guanajuato (México).


Correspondencia: Departamento de Filosofía, Universidad de Guanajuato.
Ex Convento de Valenciana s/n, 36240, Guanajuato, GTO, México. mariachr@
ugto.mx
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se concluirá que existen incongruencias y frivolizaciones que ameritan


una seria y urgente revisión de sus fundamentos.
Palabras clave: violencia, LGAMVLV, objetividad, complejidad, inter-
disciplina.

Abstract
There’s no doubt that the topic of domestic violence is a major concern
for social scientists and for people who design public policies in Mexico.
The General Law of Women’s Access to a Life Free of Violence (GLWAL-
FV) represents a clear example of the connection between knowledge
and power, and boasts an innovative character in epistemological terms by
attempting to show that it is multidimensional, objective, ecological,
complex and interdisciplinary. The objective of this article is to present
a critical reflection on each of these claims, after which it will conclude
that there are inconsistencies and frivolities that deserve a serious and
urgent review of its foundations.
Keywords: violence, GLWALFV, objectivity, complexity, interdiscipli-
narity.

Fecha de recepción: 9 de agosto de 2013


Fecha de aceptación: 25 de julio de 2014

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Introducción

Afirmar que la violencia intrafamiliar es un tema actualmente ‘en auge’


constituye una redundancia que nada tiene de llamativo. Basta con
mencionar que el tema ha revestido un altísimo interés en el ámbito
internacional, ya que los más renombrados organismos multilaterales sobre
derechos humanos, salud y trabajo han dejado constancia de su preocu-
pación por dicho fenómeno. Desde la Declaración sobre la Eliminación de la
Violencia contra la Mujer (1993), el tópico ha sido arduamente tratado por
la Asamblea General de Naciones Unidas (AGONU). Tal entusiasmo se
ha visto igualmente reflejado en las seis grandes cumbres de la última
década del sigo XX, en especial la Cumbre Mundial sobre Derechos
Humanos de 1993 y la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1995.
Asimismo, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas
(CDH) ha tomado cartas en el asunto a través de diversas resoluciones, y
ha creado un mecanismo de análisis y seguimiento de las mismas: la Rela-
tora especial sobre la violencia contra la mujer, que debe presentar anualmente
un informe de actividades ante aquel órgano. Por otra parte, el Comité
para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la
Mujer (CEDAW) ha cumplido un rol activo como órgano de control y
vigilancia derivado de la Convención que lleva su mismo nombre. La
Organización Mundial de la Salud (OMS) ha unido esfuerzos en sus
pronunciamientos sobre el tema, así como la Organización de los Es-
tados Americanos (OEA), la cual aprobó la Convención Interamericana para
Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como
Convención de Belém do Pará (Pérez Duarte & Noroña, 2001).

A tal punto llega el estado de alarmismo, que se tiene muchas veces la


sensación de estar ante un fenómeno nuevo y con alcances nunca antes
imaginados. Dicha forma de violencia (‘intrafamiliar’) es mayoritaria-
mente tratada como equivalente a la ‘violencia de género’, aunque tal
equiparación represente una flagrante irresponsabilidad, sobre todo cuando
se usan como expresiones intercambiables. Lo “irresponsable” de tal
superposición conceptual (que coloca a la mujer como principal víctima
de la violencia intrafamiliar) reside en relegar, desconocer y/o desamparar
a otras víctimas, como es el caso de los niños en situación de maltrato in-
fantil, o incluso de los hombres. El peor de los escenarios adviene cuando

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semejante desliz semántico es asumido como ‘natural’ por los mismos


programas destinados a ‘erradicar’ la violencia familiar. Un sesgo de tal
tamaño tiene –por decir lo menos- el potencial de contaminar todo un
proyecto de investigación e intervención, y de amasar datos estadísticos
que parecieran rearfirmar las hipótesis de trabajo cuando en verdad se
trata de circularidades viciosas que reinan campantes en un gran vacío
de reflexión metodológica, epistemológica y procedimental. Más grave
aun es que dichas insuficiencias pasen inadvertidas y que los resultados
de tales investigaciones se conviertan en pilares de proyectos de políticas
públicas que prometen resultados irrealizables con presupuestos que
acaban en el despilfarro.

El caso de México es ilustrativo de tal superposición semántica: en 2003,


2006 y 2011 se realizaron tres levantamientos de información con el
objetivo de explorar el terreno de la violencia intrafamiliar (su nombre
lo deja claro: Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones
en los Hogares (ENDIREH). No obstante, dicha indagación abunda en
la observación de la violencia de todos los tipos contra la mujer, a nivel
nacional y por entidad federativa. Según los resultados derivados de EN-
DIREH 2011, “en México 47 % de las mujeres de 15 años y más sufrió
algún incidente de violencia por parte de su pareja (esposo o pareja,
ex-esposo o ex-pareja, o novio) durante su última relación” (INEGI,
2013, p. 4), siendo el Estado de México la entidad federativa con mayor
prevalencia de violencia de pareja a lo largo de la relación (57.6 %),
seguido de Nayarit (54.5 %), Sonora (54.0%), el Distrito Federal (52.3
%) y Colima (51.0 %). Dicho estudio establecía que “de un total de 24
566 381 mujeres casadas o unidas de 15 y más años en el ámbito nacio-
nal, se registra que 11 018 415 han vivido algún episodio de maltrato o
agresión en el transcurso de su vida conyugal” (INEGI, 2013, p. 4), cifra
reveladora de un alto índice de violencia de género, al representar cerca
de la mitad de las entrevistadas.

Ahora bien, en lo que atañe a esta puntual situación en México, se hace


gala una y otra vez del fervor con el cual se han realizado importantes
cambios en el abordaje de la violencia intrafamiliar a nivel legislativo, tanto
en lo que concierne a la Constitución Nacional como a leyes federales y
locales. Dentro de un marco de transformación normativa encaminada a

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garantizar la protección a los derechos humanos (y a ponerse a tono con


las exigencias de los tratados internacionales firmados por dicho país) se
destacan “la Norma Oficial Mexicana acerca de la atención médica de la
violencia familiar, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida
Libre de Violencia y la Ley de Asistencia y Prevención de la Violencia
Intrafamiliar para el Distrito Federal” (Álvarez de Lara, 2010, p. 34),
siendo esta última un referente para otros Estados.

Este artículo tiene como objetivo hacer algunos señalamientos escépticos


acerca de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de
Violencia. Por razones de espacio, el análisis de los restantes instrumentos
jurídicos se pospondrá para un tratamiento independiente.

Ley General de Acceso de las Mujeres


a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV)
De acuerdo con el recuento de antecedentes que nos ofrece un estudio
de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Vio-
lencia (y que en adelante la mencionaremos por sus siglas: LGAMVLV),
fue en 2005 que la Cámara de Diputados creó una Comisión Especial
encomendada a investigar el agobiante caso de los ‘feminicidios’ y a
fortalecer la infraestructura institucional que atienda, sancione, erradi-
que y prevenga la violencia contra las mujeres. Para ello, se realizó una
investigación diagnóstica, en la que se constató que “la violencia contra
las mujeres es estructural, derivada de la organización patriarcal de la
sociedad” (Álvarez de Lara, 2010, p. 36). Asimismo, esa Comisión Es-
pecial tuvo a su cargo la redacción de un anteproyecto de ley basado en
gran medida en apuntalamientos de organismos internacionales como
las ya mencionadas Convention on the Elimination of All Forms of Discrimi-
nation Against Women (CEDAW), la Organización de Estados Americanos
(OEA), la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como de
organizaciones civiles como Amnistía Internacional, entre otros. De la
renombrada “Convencion de Belém do Pará”, la LGAMVLV adoptó la
enumeración de los distintos modos en que se puede sufrir violencia de
género, y que se circunscriben a los siguientes (según los artículos 6º,
7º, 10º, 11º, 12º, 15º, 16º y 21º): violencia psicológica, violencia física;
violencia patrimonial; violencia económica; violencia sexual; violencia
familiar; violencia laboral y docente; hostigamiento y acoso sexual;

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violencia en la comunidad; violencia institucional; violencia feminicida


(Álvarez de Lara, 2010).

A efectos de la ejecución de la ley, se supone que sus artículos se orien-


tan a la coordinación de las diversas instancias que conforman el “Sis-
tema Nacional de Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la
Violencia contra las Mujeres”, y el cual tiene a la cabeza a la Secretaría
de Gobernación, que debe cumplir con las disposiciones, al igual que
Seguridad Pública, Desarrollo Social, Educación Pública y Salud, la Pro-
curaduría General de la República, el Instituto Nacional de las Mujeres
(Inmujeres), el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación y el
Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (Álvarez de
Lara, 2010, p. 42).

Nótese que dentro del amplio abanico de medidas que la ley implementa
se halla una tendencia a actuar no sobre un solo nivel, sino sobre varios,
según lo expuesto por Álvarez de Lara (2010), se destaca la importan-
cia de las denominadas ‘órdenes de protección de adopción tardía’, las
cuales con carácter urgente tienden a proteger todos los intereses de la
víctima en las vías precautorias y cautelares, como lo son, por ejemplo,
la desocupación por el agresor del domicilio conyugal, la prohibición
de acercarse al domicilio, la prohibición de intimidar o molestar y otras
relativas a los bienes y enseres domésticos, así como el auxilio policial
inmediato. Igualmente, en ese nivel conyugal-familiar se esgrime la
obligación de reeducar al agresor en condena judicial, así como de
establecer la violencia familiar como causal de divorcio y de pérdida
de patria potestad. Se estipula, además, “el establecimiento de refugios
para las mujeres y sus hijos, en donde se les debe proporcionar aten-
ción psicológica, médica y legal, ropa, alimentación y bolsa de trabajo”
(Álvarez de Lara, 2010, p. 42).

Por otra parte, y bajo el entendido de que los esquemas de poder


desigualitarios e impunes se replican y refuerzan muchas veces a nivel
comunitario e institucional, la ley promueve programas educativos y
preventivos, y enfatiza especialmente que “los sistemas político, social y
de justicia, tendrán alertas ordenadas por los poderes del gobierno para
responder con eficacia al feminicidio” (Álvarez de Lara, 2010, p. 41).

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Llamativamente, esta ley (promulgada el 1° de febrero de 2007) “no


establece la articulación de las diferentes dependencias federales para
la debida aplicación de los modelos de atención a mujeres agredidas”
(Álvarez de Lara, 2010, p. 42). Por ejemplo, no le asigna competencia
al Instituto Nacional de las Mujeres para impulsar a las instancias de la
administración pública federal para que cumplan con las funciones que
la ley les establece. Haciendo uso de una inducción pesimista pero realis-
ta, Álvarez de Lara (2010) sospecha que tal condición del Reglamento
“hace suponer que, como tantas otras disposiciones, se convertirá en
letra muerta” (p. 42)1.

EL ANDAMIAJE EPISTEMOLÓGICO DE LA LGAMVLV

La transformación legislativa representada por este celebrado dispositivo


jurídico es susceptible de ser examinada desde ángulos distintos y com-
plementarios. Probablemente uno de los sitios de observación menos
escogidos sea el epistemológico, visualizado frecuentemente como poco
productivo o como meramente ornamental. En contra de semejante
impresión, se asumirá aquí dicha perspectiva, bajo el entendido de que
la peor epistemología es la que se ignora. Cabe recordar que pregun-
tarse por el modelo epistémico sobre el cual se ha plasmado un proyecto o
concepción es nada más (y nada menos) que preguntarse acerca de sus
fundamentos (es decir, sobre sus premisas centrales, sus condiciones de
posibilidad y de validez).

Como punto de partida se señala que la LGAMVLV, al reconocer la ne-


cesidad de incidir sobre diversos niveles (individuo, familia, comunidad,
sociedad, cultura), acepta que el fenómeno de la violencia es multidimen-
sional (y no unidimensional), pluricausal (en vez de monocausal) e inter-
disciplinario (en lugar de unidisciplinar). En oposición a las teorías que se
proponían entender la violencia focalizándose en un solo factor (y que
buscaban responder a la pregunta ‘¿Cuál es la causa de la violencia?’), la
LGAMVLV se inscribe en aquellas tendencias que comprenden que las
causas de la violencia son muchas y están combinadas entre esas espesas
capas que hay que remover para intervenir eficazmente (la pregunta

1
Para cotejo de otras interpretaciones acerca de la LGAMVLV se puede consultar Pérez
Duarte y Noroña (2001), Olivares Ferreto y Incháustegui Romero (2011), entre otros.

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relevante, entonces, ni siquiera sería ‘Cuál es’ son las causas de la violen-
cia, sino qué conjugación de causas hacen posible su florecimiento). Este
posicionamiento complejiza su abordaje (en el sentido de tener que atender
a varios niveles al mismo tiempo), pero hace justicia al abandono de una
perspectiva lineal y simplificante que buscaba la causalidad únicamente en
características del agresor/a, o bien del agredido/a, o en el patriarcado,
o en otro factor único y excluyente (Christiansen, 2012, 2013).

Por otra parte, al adherir a tal perspectiva multidimensional, la LGAMVLV


entra en consistencia con posturas defendidas en las instancias inter-
nacionales que ya se han enumerado. Reiteradamente se hace alusión a
dicho esquema multinivel en términos de “modelo ecológico”, del cual
se puede hallar una versión consolidada en trabajos como el de Dutton
(2010, 2012) o de Heise (1994, 1998). Este último ha sido, de hecho, un
referente básico para la Organización Mundial de la Salud (OMS), así
como para la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia en contra
de la Mujer, adoptada por la Asamblea de las Naciones Unidas (1993)
y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar
la Violencia contra de la Mujer (antes señalada como Convencion de
Belém do Pará, 1994). Tal modelo multidimencional hunde sus raíces en el
trabajo pionero de Bronfenbrenner (1977a, 1977b, 1978, 1979), el cual se
presta idóneamente para dar cuenta del concierto de fuerzas que se conju-
gan en una determinada situación en la que se desencadenan conductas
violentas. Entendido de esa manera, no es estrictamente el individuo (su
personalidad, su perfil psicopatológico) la causa aislada o exclusiva de la
violencia, ni tampoco lo es el sistema social (patriarcal), como tampoco
la familia (disfuncional), sino la coordinación variopinta y enmadejada de
esos factores de modo tal que no se logra, dentro de un ecosistema de
relaciones, rebalancear o contrarrestar los efectos desequilibrantes que
se presentan en algún nivel. El individuo (que conforma lo que se ha
denominado ‘ontosistema’) influye a (y es influido por) los entornos a
los cuales pertenece (familia: ‘microsistema’, comunidad: ‘mesosistema’,
y cultura: ‘macrosistema’). En consecuencia, ni el individuo violento es
‘la’ causa del entorno violento, ni el entorno violento es ‘la’ causa de la
violencia del individuo, sino que ambos son, simultáneamente, causa
y efecto, retroalimentándose (en ausencia de algún factor contextual que

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rompa con ese feedback). En un lenguaje recursivo2, diríamos que ‘los en-
tornos violentos inducen una violencia individual que violenta los entornos’
(Bertalanffy, 1969; Keeney, 1983; Barudy & Dantagnan, 2010; Valencia
Triana, 2011).

A la luz de lo expuesto, constituye un hecho de interés que el espíritu que


ha alentado a la promulgación de la LGAMVLV para abordar la violencia
en sus multifacéticas expresiones reconozca dicha multidimensionalidad, y
que tenga, por lo tanto, un ánimo relacional y conector, antes que descom-
posicional y fragmentante. Permite, en lo esencial, identificar en cada
sector del ecosistema social factores de riesgo y, por contraparte, factores de
protección en respuesta a necesidades de intervención puntualmente locali-
zadas. La gran ventaja de un modelo semejante reside en la no necesidad
de actuar en todos los niveles sino solo en aquellos que revisten mayor
gravedad o que resultan más asequibles de acuerdo con los medios de
los que se dispone (a fin de cuentas, impactará sobre el resto del eco-
sistema). No obstante, cada selección que el observador realiza acerca
de ‘dónde cortar la tajada’ nunca debe hacer olvidar que se trata de un
‘pastel entero’, y que muchas de las características de esa ‘parte’ solo
se pueden comprender y aprehender en virtud de la pertenencia a una
totalidad que no puede ser sistemática y permanentemente ignorada. Las
totalidades (familia, comunidad, sociedad, cultura) siempre son partes
de algo mayor que las influye, las calibra y las regula. Haber dilucidado
tal abordaje resulta, sin dudas, un mérito digno de reconocimiento. No
obstante, se está lejos de la panacea.

PERDIENDO LA CREDULIDAD

Es cierto que al proponerse como emanación de un Modelo Multidimen-


sional subyacente (Olivares Ferreto & Incháustegui Romero, 2011), la
LGAMVLV podría ser considerada como una depuración conceptual que
vino a subsanar importantes grietas teóricas endémicas a los reduccionis-
mos fáciles. De hecho, dado su arraigo en una cosmovisión ‘ecológica’,
2
La ‘recursividad’, en la acepción que aquí se le adjudica, implica que las consecuencias,
efectos o productos se convierten ellos mismos en causas, componentes o condiciones que
actúan de nuevo sobre aquello que lo produjo. Es decir, los productos finales son imprescindibles
para la creación de los iniciales. Dicho de manera más simple: el ‘efecto’ se vuelve ‘causa’
(cfr. Watzlawick, Beavin-Bavelas & Jackson, 1967).

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se ha convertido en marco legitimador de propuestas ‘integrales’ que


pretenden haber hecho avanzar significativamente la lucha por acabar
con la violencia. Sin embargo, al menos desde una mirada sostenidamente
epistemológica, pareciera no haber demasiados motivos para celebrarla
como triunfo final. Para explicar el porqué de este escepticismo se par-
tirá de la siguiente pregunta: ‘¿Qué creencias epistémicas primordiales se
aprecian como bondades de esta iniciativa legislativa?’ La respuesta nunca
podría ser exhaustiva, por lo cual se enumerarán solo algunas.

A grandes rasgos, el estilo de presentación de la ley por parte de la


Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las
Mujeres da por sentado, entusiastamente, que dicha ley:

1. está basada en la ciencia porque se apoya en investigaciones que no


están sesgadas, sino que son objetivas;
2. está edificada sobre una sólida epistemología vanguardista susten-
tada en la complejidad (multidimensionalidad, ecología);
3. está justificada como pilar de un trabajo forzosamente interdiscipli-
nario (a tono con tendencias contemporáneas en boga).

Tomando como blanco la presentación que de la misma realizaron Oli-


vares Ferreto y Incháustegui Romero (2011) se revisará a continuación
cada una de estas pretensiones.

La LGAMVLV y la pretensión de objetividad


Que la aptitud económica e institucional de un proyecto social depen-
de de su nivel de legitimidad científica se da por ‘irrefutable’ en nuestra
cultura occidental. Similarmente, que un proyecto basado en la ciencia
sea objetivo también se da por descontado. De hecho, la objetividad de la
investigación científica (enquistada en sus imparciales estándares de
evaluación) constituye su rasgo definitorio. Por contraparte, se asume
también que la violencia se asocia con sesgos y prejuicios emanados de
la ignorancia, y que pueden y deben ser ‘erradicados’ por intervenciones
sociales apoyadas en los incontaminados conocimientos de los científicos
sociales.

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Ahora bien, colóquese la idea de objetividad bajo el microscopio episte-


mológico y formúlese la siguiente pregunta: ¿Qué significa hacer una
investigación objetiva de la violencia? Una primera respuesta, quizás la
más simple e intuitiva, podría alegar que dicha investigación es objetiva
porque toma a la violencia como objeto de estudio e intervención. Pero
esta apreciación es desafortunada, porque invita a tratar ‘la’ violencia
como sustantivo (como un algo que preexiste a las relaciones, y no como
verbo e interacción).

Sobre esto es pertinente ante todo delatar el vicio esencializador y cosifi-


cante instalado en el discurso que objetiviza la violencia, es decir, que la
convierte en una entidad fija. Desde tal desacierto se desconoce su ca-
rácter emergente (Motta, 2012), que exigiría visualizar su existencia como
resultado de múltiples dinámicas transaccionales, sin más (ni menos).
Pensar en la violencia y en el poder no en términos de relaciones, sino de
‘objetos’ (o entidades), equivale a omitir la amplia gama de formas en las
cuales circulan, mutan, se frenan y/o se refuerzan las conductas violentas
dentro de los espacios en los cuales los seres humanos interactuamos
(Christiansen, 2012, 2013).

Pero, además, quien convierte a la violencia en un ‘objeto’ de estudio


ostenta un (pseudo) distanciamiento, una imposible neutralidad. Tal ‘obje-
tivismo’ constituye una instancia de lo que en este artículo se denominará
‘violencia epistemológica’. El destacado especialista en filosofía jurídica
y en sociología de las institucione Del Percio (2012) ayuda a esclarecer
este punto cuando afirma que “el término objeto denota algo de lo cual
no participamos, algo en cierto modo ajeno a nosotros” (p. 94)3. El autor
se remonta a los orígenes etimológicos de la palabra latina ob jectum, y
lo explica de este modo:

El prefijo ob indica algo así como sobre, encima, superpuesto, pero


también situación frontal. Por ejemplo, obediencia significa oír al que
está sobre o frente a nosotros (ob- audire); obsceno, según una de sus

3
Las citas de Del Percio han sido tomadas de su conferencia pronunciada en la Ho-
norable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, Ciudad de La Plata, el 22
de septiembre de 2010. El trabajo, publicado y ligeramente corregido, se encuentra en Del
Percio (2012) y el número de página que aquí se muestra en dichas citas corresponde a la
versión del artículo, dado que la conferencia carece de paginación.

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etimologías más aceptadas, es lo que está por sobre o frente a la escena,


lo que molesta al espectador; obstáculo es lo que está sobre el camino
interfiriendo el recorrido. Por su parte, jectum deriva de iacere (lanzar,
tirar), como en eyectar, inyectar, eyacular, proyectar. Así, ob-jectum es
aquello que está arrojado, lanzado frente a un sujeto (sub-jectum). Pero
la sociedad no es algo que esté lanzado frente a nosotros, sino que nosotros somos
parte de ella. No podemos ponerla en un portaobjeto y estudiarla desinteresada y
acríticamente. (p. 95). [La cursiva es nuestra].

Esto lleva a meditar acerca de la toma de posición del observador que


defiende un proyecto que aspira a detectar, corregir, erradicar y prevenir
‘la’ violencia. Si dicho observador no se sitúa a sí mismo en el rol de
un ‘observador participante’, corre el riesgo de ejercer violentamente su
profesión en un sentido que paso a explicar. Asumirse como observador
participante implica reconocer que su forma de definir ‘lo violento’ in-
volucra decisiones epistemológicas que se toman la mayoría de las veces
implícita e inconscientemente y que es menester explicitar a través de
procesos de revisión autocrítica (super-visión). Un investigador sensible
a su condición de ‘observador-participante’ encara su trabajo a sabiendas
de que en cada contexto en el cual se intervenga sus actores tienen la
capacidad de construir nociones particulares sobre modelos de convi-
vencia y formas locales de definir las relaciones que para ellos resultan
violentas y maltratantes (y que podrían no coincidir inexorablemente
con las definiciones de violencia de quien los observa).

Por el contrario, el observador que adquiere compromisos aprioristas


tanto en la teorización como en la intervención de ‘la’ violencia (es
decir, que da por sentado que hay una sola forma de conceptualizar la
violencia, y que la misma es universalizable) toma como punto de partida
un pre-juicio que pre-modela de una determinada forma el resto de la
investigación. Construye una definición de violencia e inmediatamente
‘olvida’ que la construyó. Sin capacidad de definir no habría ningún
conocimiento posible, porque requerimos de definiciones incluso hasta
para ‘describir’. Ahora, la misma acción que es descrita como ‘violenta’
por una comunidad epistémica podría ser descrita como ‘no violenta’
por otro grupo. Dicho de otro modo, cada vez que se define algo, se
prescribe lo que se ‘observará’, porque -como se ha documentado am-
pliamente en la filosofía de la ciencia pospositivista- la percepción tiene

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condicionamientos teóricos que son su misma condición de posibilidad


(Popper, 1985, 1991; Lakatos, 1976; Kuhn, 1963, 1971, 1977; Hanson,
1958; Hacking, 1983, 1995, 1998, 2002; Feyerabend, 1962, 1993). Vale
la pena subrayarlo: para ‘describir’ ciertos modos de interacción en
términos de “violencia” es necesario tener de antemano una noción de
lo que la violencia ‘es’. Pero resulta que no existe una división natural
y predeterminada que divida las acciones violentas de las no violentas.
Discernir las condiciones epistémicas, culturales e históricas bajo las
cuales una cierta acción llega a ser considerada ‘violenta’ (y percibida
como tal) implica una exploración en principio curiosa (y no valorativa)
por los juegos de lenguaje, los horizontes de significado y las formas
de vida de los actores involucrados (así como la responsabilidad de saber
que, en tanto observador, también se está inmerso en juegos de len-
guaje, horizontes de significado y prácticas definicionales que se hacen
visibles únicamente desde una epistemología de nivel superior, en la
que el observador es observado [y a lo que técnicamente se denomina
‘investigación de segundo orden’]).

Y todo esto, ¿qué exhortaría a decir sobre el abordaje de ‘la’ violencia


como objeto de investigación científica e intervención? Por empezar, que
la generalización ahistórica y descontextualizada de la noción de violencia
es ella misma una actitud violenta que vulnera el derecho a la diferen-
cia. Convertir los propios actos definicionales en verdades absolutas e
inapelables alimenta una insensibilidad cultural y un fundamentalismo
epistémico que impregna incluso los pregonadísimos discursos acerca
de la ‘tolerancia’ (la cual resulta cuestionable si se la entiende como un
ánimo de aceptar lo erróneo o desviado (Christiansen, 2012)). Así, hablar
de la Objetividad como indicativo de un acceso incólume y puro a ‘la’
Realidad social colocaría al sujeto epistémico en habitante de lo que el
biólogo chileno Maturana (1993) llama un ‘Uni-Verso’ herméticamen-
te cerrado a la excursión de los diferenciados ‘Multi-Versos’ y de las
diversas ‘Objetividades’ que pueblan el mundo de las creencias y los
diversificadísimos estilos de vida. Ahora, como advierte atinadamente
la politóloga colombiana Rodríguez (2012):

Se nos dirá que resistirnos a definir es afirmar la indiferenciación absoluta


de todas las formas de violencia, arrojar al mismo saco las violencias

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domésticas con las delincuenciales y éstas últimas con las políticas,


provocando serios problemas a los policymakers que buscan atacar
sus causas. [Se nos dirá también] Que como cientistas sociales
tenemos la obligación moral y ciudadana de avanzar en una con-
ceptualización clara, unívoca y definitiva de la violencia. (p. 67)

Ciertamente, sin una definición de ‘violencia’ no es posible echar a


andar ninguna investigación, y mucho menos diseñar algún modelo
de intervención. Sin embargo, convertir a dicha definición en un regla
universal (es decir, olvidar que existen innumerables formas de des-
cribir las mismas acciones observables) constituye una irresponsabilidad
epistémica. Con otras palabras, un investigador con consciencia crítica
no debe jamás perder de vista que el ejercicio epistemológico siempre
es ineludiblemente político (saber y poder van de la mano): quien dice
investigar y conocer científicamente la realidad de la violencia tiene que
reconocer que, como sostiene Gibson-Graham, al describir el mundo
también se lo produce, ya que cada vez que se hace visible X, también
se hace (simultáneamente) no visible todo aquello que no sea X, y que
“nuestros actos de representación son ejercicios de libertad (...) que
traen responsabilidades y consecuencias” (citado en Pratt , 2007, p. 26).

A pesar de la densidad de lo planteado, fermentan las dudas sobre las


posibilidades de encontrar apoyos para proyectos de investigación más
interesados en entender el terreno de las relaciones violentas que en ‘com-
batirlas’. En una sociedad obsesionada con la resolución rápida, expedita,
económica y estandarizable de los asuntos humanos, ‘la’ violencia parece
más asequible si se la trata como ‘objeto’ científico antes que como tema
filosófico. Parece no haber tiempo (ni presupuesto) para indagar en cavila-
ciones que no midan, cuantifiquen y conviertan en empírico todo aquello
que es significable e interpretable. No es extraño que quien debe abor-
dar temas de violencia bajo la presión de tales cánones metodológicos
manifieste una especie de achatamiento emocional capaz de desinflar
su curiosidad por las variadísimas posibilidades de organización en los
distintos nichos relacionales que le toca observar (Najmanovich, 2005).

En virtud de esas y otras macrocondiciones globalizadas, sería ingenuo


esperar una reivindicación de la actitud crítico-reflexiva como ejercicio para

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La violencia de la “Antiviolencia”: 509
una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

la vida, especialmente cuando la filosofía (que es una de las más impor-


tantes vías de formación de dicha actitud) ha sido ‘ninguneada’ por las
decisiones educativas de gobiernos seducidos por una tecnocratización
mal entendida4. El caso de México no se sustrae a la arrasante estigmati-
zación, desvalorización y desconfirmación del rol que las humanidades,
la filosofía y la epistemología ocupan en la formación de una sociedad
libre, constituida por sujetos intelectualmente emancipados (que no es lo
mismo que jurídicamente capaces). Sin ir más lejos, téngase presente
que en 2008 (sexenio de Calderón) el gobierno federal panista encabezó
un proyecto de modificación al currículo de bachillerato (RIEMS) en el
cual, bajo la paradójica pretensión de una reforma educativa ‘integral’,
se defendieron cambios letales para la formación humanística; por ejem-
plo, desapareció la materia de Lógica (un canal importantísimo para el
desarrollo del pensamiento inferencial), se traspasó la materia Ética a
los primeros grados (en lugar de los últimos, cuando puede haber mayor
aprovechamiento de la capacidad de cuestionar) y la materia de Filosofía
se la redujo a un semestre (De Gasperín Gasperín, 2013). El demérito
de la filosofía se traduce en un desprecio a la maduración de la capaci-
dad de autorreflexionar acerca de nuestra condición de “constructores del
conocimiento”, lo cual es dramático si se tiene en cuenta que solo desde
una disposición autocrítica es posible dilucidar los móviles de las propias
decisiones y acciones, y que una carenciada capacidad reflexiva disminuye
significativamente las posibilidades de vincularse con los Otros desde
la confirmación (es decir, desde la genuina aceptación de su alteridad).

Ante este panorama, cabe repensar las contradicciones de esos dis-


cursos electoralistas que dicen estar dispuestos a erradicar la violencia
familiar y social cuando, al mismo tiempo, se constituyen en motores
de una violencia político-educativa estratégicamente aliada con la violencia
institucional, académica y cientificista que tiñe el ecosistema relacional
en el interior del cual viven quienes perpetran, padecen o trabajan la
violencia. La crónica desnutrición y el masivo raquitismo de la capacidad
de razonar relacionalmente las consecuencias de los actos, de cuestionar
y autocuestionarse, de sospechar y poner en duda, contribuye a la per-

4
Acerca de la situación que vive la filosofía en el México contemporáneo, se puede
consultar el diagnóstico y las posturas adoptadas por el Observatorio Filosófico Mexicano
(OFM). Disponible en: www.ofmx.com.mx

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sistencia rampante de fantasías e idealizaciones que adornan los popu-


larmente laureados discursos que prometen ‘erradicar’ la violencia (lo
cual, además, equivale a una negación del carácter conflictivo inherente a
las relaciones sociales). En tal sentido, la Ley General de Acceso de las
Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVV) vehiculiza claramen-
te ese tipo de ‘idealizaciones’ al ostentar en su título una abstracción
imposible (‘vida libre de violencia’) que vuelve ‘deseable’ una condición
históricamente inexistente y en comparación con la cual todo esfuerzo
político realista por lograr cambios relacionalmente deseados y sensatos
parece nimio, insignificante, vano y desesperanzador. En el entusiasmo
de creer que la violencia es un ‘tumor extirpable’ y que el buentrato
advendrá únicamente cuando se haya concretado su más absoluta y
definitiva erradicación, muchos podrían llegar a sufrir la frustración de
lo inalcanzable (haciendo declinar fácilmente los esfuerzos por mejorar
sus relaciones a través de una canalización de la violencia por senderos
menos destructivos o siquiera menos indeseados).

Cuando lo que prima es la compulsión a actuar, y se relega o se poster-


ga la revisión más honda de las premisas básicas sobre las cuales se ha
edificado el conocimiento y la acción, los cambios no serán más que
superficiales. En ese marco, ya no habrá tiempo para dedicarse a pensar
si la apelación lisa y llana a ‘datos duros’ sobre la violencia (alcanzados
‘objetivamente’) no constituye ella misma una expresión violenta. Se
reclamará, por ejemplo, que ‘las estadísticas sobre ataques callejeros a
las mujeres que salen de trabajar muy tarde hace imperioso el mejora-
miento del alumbrado público’. Ahora, si se iluminan las calles y se deja
en la oscuridad y el olvido la gigantesca infraestructura de creencias que
sostiene, retroalimenta y legitima dichas prácticas sociales, muy proba-
blemente se atestiguará cómo esos ataques no tardarán en reaparecer
(aunque sea en lugares, momentos o modalidades distintas).

Desde un abordaje consistentemente multidimensional todo es importan-


te, desde la labor concretísima de aquellos que cooperan en los centros de
acogimiento de las víctimas hasta el más elevado y abstracto entrenamiento
epistemológico que un científico social pueda compartir con quienes están
en contacto directo con los involucrados. Por supuesto que (y aquí radica
gran parte del problema) las transformaciones requeridas en cada nivel

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La violencia de la “Antiviolencia”: 511
una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

pueden estar sujetas a condiciones y plazos que no necesariamente se


ajustarán a los calendarios político-electorales o a los recursos disponibles
en gestiones acotadas. Innegablemente, las transformaciones filosóficas
y epistemológicas requieren largos periodos de tiempo activo, así como
de voluntades políticas sensibilizadas ante las exigencias reales de un en-
foque ecológico de la violencia. Frente a la jactancia de la promulgación
de la LGAMVLV, adviene una pregunta obligada para el caso mexicano,
a saber: ¿qué se está haciendo en los niveles menos visibles (pero no
menos importantes) del sistema social?

La pregunta es relevante porque, indiscutiblemente, las disquisiciones


de corte filosófico-epistemológico parecen demasiado vagas, abstractas,
desconectadas y desencarnadas en comparación con las escalofriantes y
concretísimas estadísticas acerca de la narcoviolencia, los feminicidios y el
maltrato infantil. Sin embargo, no se ha de ignorar que en un ecosistema
las ‘partes’ están interconectadas y que lo que ocurre en un nivel está
‘calibrado’ (regulado) por lo que acontece en un orden sistémico superior.
Ecosistémicamente, ‘todo tiene que ver con todo’. Aquí adquiere pleno
sentido el segundo punto, que conduce a un posicionamiento complejo
dentro del terreno epistemológico.

LGAMVLV y la epistemología de la complejidad

De acuerdo con lo que se ha venido diciendo, la LGAMVLV reposa so-


bre un enfoque ecológico que hace gala de una profundización epistemológica
(en contraste con el reduccionismo light de sus rivales). Por debajo del
veteado mosaico de teorías unilaterales que dan cuenta de la causa y el
mantenimiento de la violencia doméstica se asienta un común denomi-
nador epistemológico basado en un estilo de pensamiento lineal, que
busca descomponer las relaciones violentas en sus diversas partes bajo la
premisa de que comprender al agresor y comprender al agredido per-
mitirá entender la relación violenta que existe entre ellos.

En oposición, el punto de partida de una epistemología ecosistémica


congruente procede exactamente al revés: estudia los patrones de relación
en los cuales las partes involucradas activan ciertas características y
desactivan otras. Dicho de manera más sencilla: en una epistemología
lineal-reduccionista, lo que se pone bajo la lupa son los individuos, mien-

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512 María L. Christiansen

tras que en una epistemología sistémica (multidimensional, ecológica)


la lupa enfoca las formas de la relación. Lo que no puede suceder (so pena
de inconsistencia) es que se diga adoptar una perspectiva ecosistémica y
a la vez se formulen proyectos de investigación en los que los interro-
gantes centrales y las preguntas que pueblan la batería de cuestionarios
y entrevistas estén repletos de intervenciones lineales-individualizantes.
El estilo de pregunta en una investigación que se dice pluridimensional,
multinivel e integradora requiere de un entrenamiento que enseñe al ob-
servador a construir ‘preguntas circulares’, ‘conectoras’, a insertar los
fragmentos de acción en secuencias cada vez más amplias, al punto de
terminar viendo toda una ‘organización’ donde al principio solo veía un
conjunto desordenado de acciones simultáneas (más aun si consideramos
que la forma de preguntar prefigura la forma de responder). Por supuesto
que la ampliación de la escala de observación va ‘complejizando’ la in-
vestigación (de ahí su afinidad con el paradigma de la complejidad, en
tanto alternativa al paradigma simplificante que subyace en el método
analítico-descomposicional). El observador de un ecosistema de rela-
ciones actúa análogamente a un director de orquesta, que atiende tanto
a las ejecuciones individuales como a las secuencias y a la coreografía
total (secuencia de secuencias). Por lo tanto, la observación ecológica de
la violencia impele a recorrer los espacios relacionales en los que bro-
tan las interacciones descritas como ‘violentas’ y en los que participan
dos o más individuos. Retomando la terminología de Bronfenbrenner,
debe subrayarse que un individuo -en tanto ontosistema- está regulado
(calibrado) por el microsistema (a su vez calibrado por el mesosistema
y este por el macrosistema).

La admisión de que la violencia no se predica del ser sino de las relaciones


que se establecen con los demás convoca a la aceptación de alguna forma
de corresponsabilidad en la irrupción y/o perpetuación de las interacciones
violentas. A diferencia de observar un segmento de acción, la observación
de una secuencia permite discernir los intrincados modos (patrones) en
que la fuerza, el poder, el control, la influencia y la retroalimentación
circulan, cambian, se bloquean, se potencian, se refuerzan, se distienden
o mutan en las interacciones entre individuos. Las combinaciones de los
roles de dominio/ sumisión son variadísimas incluso dentro de una misma
relación, tiñéndose muchas veces de colores que no encajan en ninguno

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La violencia de la “Antiviolencia”: 513
una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

de los anticipados por las predicciones científicas (Christiansen, 2012, p.


154). En la medida en que un individuo aprende a corresponsabilizarse de
la recurrencia de ciertos patrones de interacción (en lugar de responsa-
bilizar sistemáticamente al Otro) es más factible desactivar la secuencia
cuya repetición supondría la participación de ambas partes (al igual
que se desactivaría un partido de tenis si uno de los jugadores deja de
devolver la pelota). Así, la corresponsabilización (o toma de consciencia de
cómo se conecta lo que hace A con lo que hace B, y viceversa) requiere
de un ejercicio epistemológico en el que ‘integrar’ sea más que un slogan
promovido para mostrar como nuevo lo que en la filosofía ya es muy
viejo (y que se conoce desde hace tiempo como ‘dialéctica’).

Siendo así, los cambios pretendidos por una ley como la LGAMVLV
quedarán como meros parches si no están inmersos en proyectos más
abarcadores, de envergadura y de largo plazo (como lo requieren los
cambios filosóficos-epistemológicos). Quien dice observar la violencia
desde una nueva epistemología ecológica (compleja), que corrige los errores
de la apelmazada epistemología lineal, requiere de un marco conceptual
que le permita revisar con filo autocrítico el propio instrumento de
observación / intervención (como lo exige cualquier epistemología
recursiva, en la que el observador siempre está incluido en lo observado
y que se hace accesible, como ya se dijo, desde una ‘investigación que
investiga al investigador’). En tanto el enfoque no se observe a sí mismo,
se convertirá él mismo en un ‘factor de riesgo’, específicamente ligado
a lo que previamente hemos denominado ‘violencia epistemológica’. Y
esta necesidad de autorreflexión o ‘autorreferencia’ no debe verse como
reparadora de un defecto de la teoría, sino como parte constitutiva del
proceso de conocer. Por más consolidada que una teoría de la violencia
pueda estar, nunca estará exenta de asumir un determinado posiciona-
miento epistemológico, que debe ser explicitado, revisado y re-revisado
constantemente. Como ya se explicó, la pretensión de inmunidad episte-
mológica y la apelación a un supuesto purismo cognoscitivo violenta la
aceptación genuina de los otros observadores y su derecho a pensar,
sentir e intervenir de manera diferente. Queda planteada, así, la exigencia
de desenmascarar la absolutización en aquellos discursos universalizantes,
que tras convertir a la violencia en ob-jeto intrapsíquico, genético/bio-
lógico, sociocultural u otro, inauguran o legitiman mitologizaciones y

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ritualizaciones a través de las cuales alguien pasa imperceptiblemente de


‘ser observado como violento’ a ‘ser violento’, y de allí a recibir un trato
familiar e institucional acorde con tal esencialización. Dicho desmantela-
miento crítico-epistemológico ha de extenderse a las teorías etiológicas
en las cuales se profieren generalizaciones que adquieren el más refinado
lenguaje de las leyes científicas, domesticando las destrezas observacionales
al mejor estilo de la ‘normalización’ que Kuhn (1971) describe como
parte del proceso que estabiliza y consolida un paradigma científico (cuya
rigidización, no olvidemos, dificultará tarde o temprano advertir excepcio-
nes, matices, diversificaciones, alteraciones, anomalías y complejidades).

En el tópico de la violencia, las generalizaciones vacías quedan bien ejem-


plificadas en aquellos trabajos que inician con el objetivo de abordar la
violencia doméstica pero rápidamente pasan a enfocarse en la violencia
de género (omitiendo la multidireccionalidad de las relaciones de fuerza en
el campo intrafamiliar). Tal grotesca generalización (que prejuzga que los
hombres, por el simple hecho de ser hombres, son quienes ocupan lugares
de poder y quienes perpetran actos de maltrato sobre sus parejas) suele
fluir en compañía de otros vicios epistemológicos asociados, como el
de la estereotipificación, la dualización y la disyunción excluyente (que divide el
campo de la experiencia relacional en taxonomías empobrecidas desde
las cuales se clasifica a los actores sociales en buenos o malos, victimas
o victimarios, culpables o inocentes). Por esa vía, quedan drásticamen-
te abortadas las posibilidades de discernir diversas formas de conexión,
interdependencias y complementariedades, así como de ‘observar’ comporta-
mientos inesperados (clave en los sistemas complejos). Debe quedar claro,
como se anticipó, que el servirse de categorías para conocer la ‘Realidad’
no es reprochable (ni tampoco evitable, ya que el punto de partida del
conocimiento es justamente hacer distinciones). Por ello, frente a la dispo-
nible parafernalia de instrumentos con los que se cuenta para detectar,
diagnosticar, medir y prevenir la violencia en sus múltiples formas y
grados (cuestionarios, tests, entrevistas, entre otros), siempre es posible
y necesario preguntarse por las distinciones básicas que constituyen el
punto de arranque. La epistemología, siendo obvia, debe hacerse obvia.
Pero, además, lo ‘obvio’ siempre remite a la pregunta de ‘obvio’ para
‘quién’, en ‘qué momento’, en ‘qué situación’, en ‘qué sistema de creen-
cias’. La no explicitación de los presupuestos epistemológicos cuando

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La violencia de la “Antiviolencia”: 515
una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

se aborda la violencia, así como ignorar que quienes son ‘observados’


también están localizados en un marco epistemológico que valida sus
formas de conocer, de pensar, de actuar y de sentir, obstruye y bloquea
la oportunidad de conectarse con la singularidad de cada contexto en los que
se interviene, convirtiendo cada ‘caso’ en eso, y solo eso: un caso más de
lo que la teoría predecía, un elemento más del acervo de conocimiento ya
acumulado (y no una compuerta que libere el paso hacia nuevas formas
de encuentro y co-creación de prácticas de convivencia entre observa-
dores y observados, investigadores e investigados (Najmanovich, 2005)).
Sin investigadores sensibles a estas cuestiones difícilmente advendrán
los cambios de raíz que el ecosistema amerita, por más proyectos de ley
que se propongan o de leyes que se promulguen.

Por otra parte, es pertinente también reparar en que la LGAMVLV (que


hace eco de muchos otros dispositivos, proyectos y programas de inter-
vención similarmente orientados) establece un categórico compromiso
con el objetivo de la “prevención”, la cual (por muy bienintencionada
que sea) no está libre de suspicacias epistemológicas. Si se usa el bisturí
filosófico para extraer de ella todo posible residuo de inocencia (como se
hizo anteriormente con la vanagloriada noción de ‘tolerancia’), probable-
mente se termine encontrando que la idea de ‘prevención’ (como aliada
de la ‘intervención’) es muchas veces la insignia con la cual se decora y se
adorna un pensamiento único y monopolizante (Núñez, 2007). Se sabe
que en la ciencia moderna la explicación y la predicción van de la mano: si
se conocen cuáles son las causas de la violencia se podrá anticipar cursos
de acción que eviten su reaparición. Como afirma Núñez (2011), “las
‘inter­venciones’ norman y rigen sobre sujetos a los que se aplica un plan,
un protocolo, algo previamente elabora­do en cuyo diseño ni siquiera el
que lo aplica participa” (p. 190).

En las ciencias humanas pululan discursos que jamás se interrogan acerca


de sus ‘primeros principios’ y que sirven emblemáticamente a la exigencia
neoliberal del control y la domesticación poblacional de acuerdo con el
orden estatuido por el orden hegemónico (Núñez, 2011). Desde el pa-
radigma de la intervención (que procede de la creencia quirúrgica de extirpar
algo maligno) se accede por múltiples atajos a la idea de ‘prevención’, pero
pasando rápidamente por la de ‘peligrosidad’ (a la que todos quedamos

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expuestos hasta demostrar lo contrario). Una vez consolidadas las teo-


rías causales (o etiológicas) y delimitados los ‘factores de riesgo’, queda
abierta la puerta para intervenir sobre todo aquel que si no constituye un
peligro real, constituye al menos una amenaza (un peligro potencial).

Sin embargo, habría que considerar, como lo hacen Foucault (1977) y


Hacking (1991), que todo parámetro de peligrosidad implica ideas precon-
cebidas (nuevamente: pre-juicios) acerca de lo que un grupo o comu-
nidad considera deseable. En consecuencia, el discurso de la prevención
y la peligrosidad remiten implícitamente a un background ético- y/o se
previene sin confirmar al Otro en su alteridad. En su conjunto, actitudes
como estas últimas constituyen procedimientos violentos frecuentemente
maquillados con el nombre de la Objetividad del método científico. Con
otras palabras, olvidar que las políticas de prevención están montadas sobre
juicios valorativos que merecen un abordaje crítico-reflexivo puede ser
considerado como una expresión más de la violencia que se ejerce en
nombre del saber (y a la que se ha bautizado aquí como ‘violencia epis-
temológica’). Lo objetable en todo caso no es la –inevitable- existencia
de dichos juicios de valor, sino su no reconocimiento bajo el pretexto
de ‘neutralidad’. Cuando la prisa por ‘sanear’ y ‘controlar’ convierte a la
prevención en prioridad, el entusiasmo por entrar en relación con ecosis-
temas relacionales diferentes queda reducido a opción. Y con ello se van
atrofiando las posibilidades de ‘co-evolucionar’ con los actores de los
sistemas encontrados.

La perspectiva cambia cuando el trabajo en contextos descriptos como


‘violentos’ es encarado por un investigador que reconoce que, al estudiar
un sistema interaccional, lo que ‘observa’ no es al sistema en sí, sino a la
relación que existe entre él como observador y el sistema observado. Un
posicionamiento semejante (como “observador participante”) le ayudará
a explorar los estilos de convivencia en su carácter situado, forzando lo
menos posible (y a sabiendas de que la ausencia total de sesgos es im-
posible) los esquemas conceptuales que le dan contenido a las formas
bientratantes y maltrantes de la sinuosa geografía de las transacciones
humanas. Toda vez que se pretende echar a andar programas de pre-
vención de la violencia amarrados en un flagrante desconocimiento
de dichos marcos de significados es de esperarse un rotundo fracaso,

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La violencia de la “Antiviolencia”: 517
una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

que mucho le debe a un estéril y tramposo hábito epistemológico: la


descontextualización.

Cabe decir, entonces, que la violencia epistemológica (concentrada en este haz


de procedimientos formalizados) proviene muchas veces de los mismos
investigadores, productores de un saber profesionalizado e institucionali-
zado, y de los ejecutores de los programas de intervención de la violencia
cuando la observan desde la estrechez de un objetivismo desresponsabilizan-
te, que aborta la viabilidad de proyectos menos encaprichados con lo
preventivo-anticipatorio y más incentivados por la excursión a través
de las diferentes formas de vida, la participación en la co-construcción
de configuraciones alternativas de coexistencia cuando ello es deseable
y deseado y por el fomento de la cultura del buen trato desde lo que cada
sistema o ecología relacional construye como tal (Najmanovich, 2005). En dicha
instancia, el observador tiene la responsabilidad de revisar constantemente
su propia producción de conocimiento, porque donde quiera que afirma
que tiene saber sobre algo siempre advendrá la pregunta epistemoló-
gica: ‘cómo sabe que sabe’, la cual dará incesantemente espacio a una
nueva pregunta: ‘cómo sabe que sabe que sabe’. Contrariamente a lo
esgrimido desde posiciones fundacionalistas, las epistemologías siempre
regresan a sí mismas (se autoenvuelven, son recursivas5), y reconocer tal
condición es primordial para asumir una ‘ética del saber’ desde la cual
el observador sea consciente de que sus construcciones de sentido, sus
inferencias, sus modelos explicativos y sus ideas para la intervención
son en todo momento falibles, revisables, criticables y provisorias. En
definitiva, el abordaje de la violencia desde una perspectiva ecosistémica
en un sentido profundo y congruente con la epistemología compleja no puede
embanderarse en la desresponsabilización objetivista, sino, más bien, hacerse
cargo de la multirresponsabilización de los involucrados en todos los niveles
(incluidos el observador y el ‘observador de observadores’).

Si hoy se proponen leyes que, haciendo justicia a la multidimensionalidad,


procuran adherirse a una epistemología vanguardista, se deberá tener en
cuenta que la transición desde la clásica epistemología unidimensional-
simplificante hacia lo pluridimensional-complejo no es solo de método,

5
En el sentido de que toda reflexión sobre las creencias debe ser a su vez reflexionada,
y así sucesivamente.

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sino que implica hondas transformaciones en los modos de pensamiento


y de las valoraciones. El cambio de perspectiva hacia lo complejo no se
agota en modo alguno por identificar ‘muchas’ causas donde antes se
identificaba solo una. Se trata, en primer lugar, de comprender que
detrás de la pleitesía occidental hacia el pensamiento racional, analítico,
reduccionista y lineal hay una preferencia innegable por valores altamente
acariciados por dicha cultura, asociados simbólicamente a lo masculino,
dotados de poder político y ejercidos en una estructura social jerárquica
(patriarcal) que los recompensa económicamente, como lo son la com-
petencia, la cuantificación, la expansión, el control y la dominación. Por
lo tanto, todo cambio de método científico que se proponga en nombre
de una ecología que deja exactamente igual estas estructuras valorativas no
puede constituir más que una frivolización del tema (Capra, 1998).

En esa dirección, pretender la erradicación de la violencia mediante pro-


yectos de intervención que se invocan desde la complejidad pero que se
ponen al servicio de una dinámica incentivada por la lógica de abaratar
las soluciones a los problemas sociales, se aleja, por mucho, del ímpetu de
una iniciativa complejizante. El cambio hacia una cultura integral no consiste
únicamente en la apertura hacia una epistemología que abra espacio al
pensamiento intuitivo, sintético, holístico y recursivo, sino también en
la aceptación de valores desestimados por el rampante ultrapragmatismo
actual (valores como el de la conservación, la cualificación y la asociación,
los cuales se emparentan con un enfoque del poder entendido como
influencia no opresiva de unos sobre otros y devienen ejercitables en
una sociedad organizada como red). Esta epistemología ecologizante,
digna de ser adjetivada como ‘profunda’, abandona los ‘sueños de la
razón’, proponiendo el fomento del valor social de la Cooperación (como
contrafuerza del valor de la Competencia) y el acogimiento del valor epis-
témico de la Responsabilidad (en contrapeso a la aplastante hegemonía
de la violenta noción de Objetividad [Segal, 1996]). La interiorización de
una ética del saber apuntaría al logro de un enriquecimiento de las posibi-
lidades de co-construir nuevas formas de dar sentido y significado a las
conductas humanas y de ampliar los modos posibles de acción (distin-
tivamente constreñidos por las historias personales y los contextos de
vida). Uno de los pioneros en el campo sistémico, von Foerster (1991),
criticó severamente la noción de Objetividad (a la que basó en ‘la ilusión

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de que las observaciones pueden hacerse sin un observador’) y formuló


el imperativo ético en estas palabras: “Actúa de modo que tu elección
amplíe el ámbito de las elecciones posibles” (von Foerster, 1995).

Planteado en estos términos, valdría la pena repensar la violencia como


cuestión filosófica (y no meramente científica). Si se acepta esta apreciación,
pareciera bastante desacertado innovar en un plano legislativo que dice
estar hecho para erradicar la violencia mientras se presta a formar parte
de reformas político-educativas que reducen la tarea filosófica a la nada.
El pensamiento crítico-reflexivo no nace por generación espontánea,
y no puede esperarse un serio abordaje ecológico de la violencia mien-
tras simultáneamente se deja indemne la plataforma valorativa desde la
cual se investiga y se produce un saber enquistado más tarde en leyes y
reglamentos. Complejidad no es sinónimo de ‘multidimensionalidad’. Su
comprensión obliga a cambios educativos que ni siquiera se agotan en
aspectos curriculares y escolares (aunque los abarca), e invita a realizar
cambios de mentalidad y de estilos de vida que no son fáciles, ni rápidos
ni interesantes para todos los sectores sociales.

Por otro lado, ni aunque se redujera el enfoque complejo de la violencia


a su carácter ‘multidimensional’ quedaría salvaguardado de problemas
filosóficos. Pues hay que advertir que donde quiera que se defiendan
abordajes integrales y multidimensionales (como lo hace la LGAMVLV), se
le impone a la comunidad de profesionales la misión de trabajarlos de
manera ‘interdisciplinaria’ (término hoy en día por demás bien reputa-
do). Pero resulta que en tanto se ofrece como vía de erradicación de la
violencia, también vemos que aquí frecuentemente vuelve a ‘salir el tiro
por la culata’. Esto conduce al tercer y último punto de análisis.

LGAMVLV y la interdisciplina

Entre los profesionales que se ocupan del tema de la violencia, el ya men-


cionado valor de la cooperación es un aspecto clave para la pretensión de
una reconfiguración hacia lo multidimensional. Tal grado de importancia
se deriva de reconocer que se requiere de la participación ‘cooperativa’
de diversas disciplinas dado el carácter multifacético que reviste dicho
tema. De manera que su abordaje se encubre reiteradamente con el manto
de la ‘interdisciplina’. Sin embargo, en los hechos reina un gran descon-

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cierto acerca de lo que implica trabajar de esa manera, y se ha llegado a


invocar la interdisciplinariedad para dar cuenta de formas de intervención
que no son genuinamente interdisciplinares. Una y otra vez se puede
evidenciar que en el abundante buffet de proyectos para el tratamiento de
la violencia a nivel académico, institucional y gubernamental se etiqueta
como ‘interdisciplinar’ una sumatoria de informes desconectados y for-
mulados en lenguajes que resultan mutuamente inconmensurables6 (en lo
único que pareciera convertir a tales equipos en ‘interdisciplinarios’ es su
disposición y buena voluntad para trabajar juntos a pesar de sus distintas
formaciones profesionales (psicólogos, psiquiatras, médicos pediatras,
trabajadores sociales, abogados, etólogos, neurocientistas, entre otros.
Por supuesto que los filósofos y epistemólogos brillan por su ausencia).
Habiendo recibido un entrenamiento universitario ultradisciplinante,
aquello a lo que frecuentemente le llaman ‘interdisciplinar’ no es sino
‘multidisciplina’ (esto es, una compilación de puntos de vista sobre un
eje temático, pero que no satisface la condición básica de lo interdisci-
plinar, que consiste en la integración de regiones epistémicas de cuya
interacción nace un saber nuevo e inalcanzable desde disciplinas aisladas).

Tal como señala Follari (2005), la interdisciplina no se produce natural-


mente, ni espontáneamente, ni automáticamente (ni solo por reclutar a
un número de expertos de diversas disciplinas), sino que se construye de
una manera lenta y muy costosa a nivel de esfuerzos y de condiciones
materiales. Por otra parte, la conformación de equipos de trabajo está
empañada por poderosos mitos raramente cuestionados y que ponen
en juego extrañas y estériles formas de laborar colectivamente. De la
Aldea (2000) menciona, por ejemplo, la infundada expectativa de que
el trabajo será exitoso únicamente cuando se logre una comunicación
plena, cuando se diriman definitivamente los conflictos en la comunidad de
profesionales provenientes de los distintos saberes y cuando se lleve a
cabo la realización de una totalidad conceptual (es decir, cuando se sumen
las perspectivas de todas las disciplinas intervinientes y se obtenga un
panorama completo acerca del problema). Frente a semejantes pretensiones
irrealizables, puede devenir frustrante la producción real que se obtiene
de los equipos de trabajo en el plano fáctico. En tales circunstancias (y
6
La noción de “inconmensurabilidad” está aquí utilizada en el sentido que le otorga
Kuhn (1971), en términos de “intraducibilidad completa” entre paradigmas científicos.

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dado que la frustración emerge de la diferencia entre lo esperado y lo


obtenido) sería menester una reflexión problematizadora acerca de las
interacciones humanas, desde la cual la imposibilidad de comunicación
absoluta y la existencia de conflictos no sean de antemano censuradas
en términos de obstáculo, infertilidad o barrera para el trabajo en equipo
(ello porque, en primer lugar, el conflicto es inevitable, y en segundo lugar,
porque la diferencia puede ser un dique creativo, productivo).

Por otra parte, una comprensión menos fantasiosa sobre lo complejo de


una investigación interdisciplinaria aclararía que no debe confundirse
con la completitud (que, además, sería inalcanzable, porque un profesional
no es la disciplina: el aporte de un psicólogo concreto a su equipo no es
‘el aporte de la psicología’, ni el del pediatra es ‘el aporte de la medicina’,
y así sucesivamente (De la Aldea, 2000). Además, aunque lo fueran, las
disciplinas están constantemente reconstruyéndose, de la misma forma
que se reconstruye el carácter ‘problemático’ de algo (nada, ni siquiera
‘la violencia’, es en sí mismo un ‘problema’ que hay que resolver. Algo
se convierte en problema a la luz de ciertas valoraciones, creencias y prác-
ticas. En consecuencia, los problemas son ‘realidades’ en movimiento y
cambio, y así también las disciplinas que se ocupan de ellos). Entender
un proyecto interdisciplinario bajo las expectativas de ‘fusión última y
completa’ es no entender la complejidad.

Por ello, si bien domina una opinión generalizada de que las principales
crisis contemporáneas (como la violencia) ameritan la injerencia de múl-
tiples disciplinas (CEPAL-ONU, 2003), sería interesante también admitir
que hay una brecha que no ha sido zanjada entre dicha apreciación y la
clase de formación que se sigue impartiendo en las universidades y en
los centros de investigación. Abogando por una ‘ecologización’ de las
disciplinas (que las vuelva sensibles a sus hábitats sociales, culturales e
históricos), Morin (1999) subraya la preocupante y creciente inadecuación
que existe entre la complejidad/ multidimensionalidad/ transversalidad
de las realidades globales y la desarticulación/ parcelamiento/ desgaja-
miento de los saberes técnicos no integrales que aspiran a entenderlas
y cambiarlas.

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La interdisciplinariedad impone una amplísima gama de retos, tal como


la comprensión entre profesionales de distintas disciplinas a pesar del
lenguaje superespecializado y esotérico que desarrolla cada una. Refi-
riéndose a experiencias personales en cierto modo decepcionantes, Del
Percio (2012) afirma que, a grandes rasgos, la interdisciplina pretende
unificar los saberes profesionales fermentados en disciplinas distintas,
cuyos representantes se dan a la tarea de “hacer un poquito de turismo
cultural por el área del otro: se van todos respetuosamente contentos,
pero después piensan los unos de los otros: ‘éstos no entienden nada’”
(p. 96).

Por otra parte, hay indiscutiblemente un ‘narcisismo disciplinar’ que


dificulta el tipo de horizontalidad que se requiere en un abordaje que se
dice cooperativo. Y la flexibilidad, apertura y sencillez que se necesitan
para co-evolucionar dentro del equipo de trabajo (en lugar de luchar por
imponerse mediante elaborados artilugios) son actitudes que difícilmen-
te prosperan en comunidades científicas que crecieron interiorizando
la arrogancia intelectual de sus formadores y luego de sus colegas o
superiores (dentro de sistemas institucionales rigidizados, jeraquizados,
con un funcionamiento vertical y bajo una dinámica basada en la lógica
mando-obediencia (Marcón, 2013).

La exigencia de publicaciones en revistas de alta especialidad como requi-


sitos para el financiamiento de la investigación tampoco favorece dicha
apertura si se lo hace a expensas del apoyo a proyectos orientados a la
integración de saberes que se ensamblen. Lamentablemente, muchos
de los condicionamientos impuestos por los centros de investigación
para abordar el tema de la violencia se vanaglorian con el lenguaje de la
complejidad en su justificación cuando, a nivel de los procedimientos
e intervenciones, recaen sistemáticamente en la promoción de las mis-
mas ideas lineales, sin el sostén epistemológico que pudiera apuntalar su
trabajo desde bases sistémicas. Por supuesto que, como reconoce Car-
vajal (2010), la “sectorización del pensamiento, trabajo e indicadores
de rendimiento (enfocados generalmente a indicadores económicos), y
la división arbitraria de territorios, son obstáculos para alcanzar metas
integrales” (p. 157).

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Así, la adhesión a un enfoque multidimensional-complejo para abordar


problemas sociales de manera interdisciplinaria debería comenzar por
reconsiderar la importancia de aquellas habilidades y competencias
que permiten una cierta dosis de ‘indisciplinamiento’ en convivencia
armónica con lo disciplinar. Y ello por la sencilla razón de que no hay
posibilidad de crear puentes entre distintas disciplinas si se observa
la experiencia desde el encorsetamiento extremista y sellado de un solo
paradigma. Incluso, ya sometida a cirugía epistemológica, la misma
noción de ‘interdisciplina’ debe ser seriamente repensada en su sentido
y alcances, y dentro de las condiciones políticas, sociales y culturales de
Latinoamérica. En su interesante reconstrucción histórica acerca de lo
‘interdisciplinar’ Follari (2005, 2007) deja constancia de las hondas (y
ya olvidadas) transformaciones que dicha noción ha sufrido desde su
nacimiento (décadas de 1970-80). Se advierte con alarma que, progre-
sivamente, la discusión acerca de la interdisciplinariedad fue perdiendo
sus vínculos fundamentales con aspectos políticos, sociales, culturales,
epistemológicos y económicos, cediendo lugar a “una argumentación
que prioriza la dimensión económica del asunto (...) en donde el conoci-
miento equivale a lo útil por su valor de cambio en el mercado” (Orozco
Fuentes, 2009).

Contemplada desde esta perspectiva desconfiada, la interdisciplina debe


ser ejecutada bajo la adopción reflexionada de lo que se entiende por tal,
porque las motivaciones ideológicas bajo las cuales ha sido defendida no
son inobjetables, ni homogéneas, ni necesariamente compatibles. Follari
(2005) nos recuerda que si bien hoy en día la interdisciplina “tiene el
tono posmoderno del abandono de la rigidez y la metodicidad”, también
aparece en versión pragmática como “propuesta de la derecha ideológi-
ca proempresarial” (p. 8), lo cual la coloca en las antípodas de cualquier
pensamiento crítico-emancipador.

Así, defender un proyecto de investigación, un modelo de intervención,


un programa de prevención o una ley que inviten a la interdisciplinarie-
dad, pero omitiendo el pastoso tejido de implicaciones y efectos que
su implementación arrastrará, es un acto de irresponsabilidad compartida.
En tal sentido, al asumirse como multidimensional e integral la defensa de
una ley como la LGAMVLV debería forzosamente incluir un cuidadoso

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posicionamiento al respecto, que permita entender para qué y/o para


quién se trabaja.

CONCLUSIÓN

A manera de cierre cabe poner de relieve el alto grado de problematicidad


que invade a las habituales formas de investigar ‘la’ violencia y de inci-
dir sobre ella, en especial en lo que atañe a las tres premisas hasta aquí
revisadas, a saber: 1) que la violencia es materia de estudio estrictamente
científico, y por lo tanto objetivo; 2) que al asumirse su carácter multidimen-
sional se adopta -casi instantáneamente- una epistemología compleja; 3)
que dicho abordaje científico y multidimensional conduce de manera natural
y efectiva a un trabajo interdisciplinario.

En respuesta a tales pretensiones, y con fines de recapitulación, vale la


pena recordar, como ya vimos, que 1) toda descripción de situaciones
violentas involucra actos definicionales (algo se describe como ‘violencia’
a partir de cierta definición previa de lo que la violencia representa). El
observador ocupa un rol de ‘observador participante’ que al describir,
prescribe (es decir, se compromete con una forma de definir que ad-
quiere validez en el contexto de ciertas preferencias, y nunca en un vacío
valorativo). En consecuencia, su proceder supuestamente objetivo debe ser
entrecomillado; dicho de otra forma, presumir Objetividad (desde una
postura que exige Universalidad), en lugar de ‘objetividad’ (desde una
consciencia del inevitable perspectivismo del conocimiento), constituye un
acto fundamentista que aquí se ha caracterizado como ‘violencia episte-
mológica’. De las teorías, modelos y proyectos que reúnen tales preten-
siones de cientificidad así comprendidas se puede decir que conocen la
violencia violentamente. Por otra parte, 2) tampoco parece viable enmarcar
teorías, modelos y proyectos dentro de una epistemología compleja solo
porque se reconozca la injerencia de diversos aspectos y causas para el
fenómeno de la violencia (‘multidimensionalidad’, ‘pluricausalidad’). La
epistemología compleja excede en mucho tal simplificación, imponiendo
una transformación no solo en el nivel de qué se piensa sino en cómo
se piensa (es decir, cambios en el nivel de las formas del pensamiento,
y no únicamente de los contenidos). Finalmente, 3) si no se tiene una
consciencia clara y plena de cómo hacer una investigación compleja y no

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una crítica a la legislación mexicana contra la violencia de género

violenta sobre la violencia, de poco servirá reclutar un grupo de profe-


sionales convencidos de que lo que hacen es un trabajo interdisciplinario
solo porque provienen de disciplinas distintas. En todo caso dicha labor
puede constituir una ‘multidisciplina’ (que no es poco, pero tampoco es
lo mismo que la interdisciplina, ni que la transdisciplina).

Asumir y lidiar prudentemente con todas estas cuestiones exige un


aprendizaje comprometidamente abierto a la exploración de relaciones,
conexiones, circularidades, recursividades, feedbacks; para lo cual se re-
quiere la asimilación de destrezas reflexivo-deconstructivas, que induzcan a
preguntarse -como ejercicio para la vida- por las condiciones de posibilidad
y de validez de todo aquello que luego se sostendrá como ‘naturalmente’
verdadero. Ni siquiera el epistemólogo (experto en tal ejercicio) escapa
a dicho precepto (pues si todo conocimiento se erige sobre premisas
que hay que explicitar, también el conocimiento del epistemólogo queda
sometido al mismo precepto). Pero esta reivindicación de la capacidad
de revisar permanentemente los supuestos y fundamentos de lo que
‘conocido’ (y evitar así la violencia de la creencia ciega y aduladora del
dogmatismo epistémico) no puede ser coherentemente defendida si no
se asume una postura de rigor con aquellas áreas de formación humana
que mejor contribuyen al desarrollo del pensamiento crítico y de nuestra
capacidad reflexiva, como lo es el caso de las humanidades, y en especial de
la filosofía (ya que la actitud filosófica es la que puede abrir camino hacia el
cuestionamiento de lo que, prima facie, se presenta como ‘incuestionable’).

Pero dicha concesión plantearía inmediatamente la urgencia de revi-


sar todo el proyecto pedagógico que sostiene la educación superior
(e incluso los niveles más básicos), con el fin de determinar qué rol
desempeñan estos campos de saber en el orden de las prioridades del
sistema educativo. Sin embargo, como ya se dijo, nada puede estar más
alejado de la realidad. En este artículo se ha registrado la gran distancia
que existe en el México contemporáneo respecto de aquel horizonte;
distancia que aumenta con la acentuada tendencia mundial al desprecio
por lo que no tenga un carácter inmediatamente productivo en sentido
material (corriente alimentada por instancias como la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económicos OCDE). En una De-
claración leída el 26 de junio de 2013 ante el Senado de la República

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dijeron elocuentemente los representantes del Observatorio Filosófico


de México [OFM] (2013):

Cuanto más se necesita la filosofía, fuerzas poderosas intentan eliminarla.


Un ejemplo ominoso lo tuvimos en el anterior gobierno que, a través
de la Secretaría de Educación Pública, eliminó el área de humanidades
y las asignaturas filosóficas de la Educación Media Superior mediante
un acuerdo secretarial en el marco de una llamada “Reforma integral
de la educación media superior”… Se trató de un verdadero atentado
en contra de la educación de millones de jóvenes7.

Desde la misma trinchera, el filósofo mexicano Vargas Lozano (2010)


afirma que “la filosofía debería ser un derecho para todos. Derecho
de juzgar, cuestionar, criticar, discernir, problematizar, conceptualizar,
argumentar” y que una sociedad en la que no existen espacios de debate
público en los cuáles la filosofía pueda aportar recursos importantes es
antidemocrática (por más que se proclame como lo contrario).

Así, y sin ánimo de demeritar las buenas intenciones de quienes siguen


pensando que la violencia social se aborda y se resuelve promulgando
nuevas leyes, solo cabe señalar que dicha maniobra cambia lo superficial
solo para mantener intacto lo profundo.

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7
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República el 26 de junio de 2013 por el Dr. José Alfredo Torres, con la presencia de la sena-
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