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Domingo 4 de marzo, tercero de cuaresma

Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén, no encuentra personas que


buscan a Dios sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a
«vendedores y cambistas» no es sino la reacción del Profeta que se topa con la
religión convertida en mercado.
Aquel templo llamado a ser el lugar en que se había de manifestar la gloria de
Dios y su amor fiel al hombre, se ha convertido en lugar de engaño y abusos
donde reina el afán de dinero y el comercio interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de su indignación. Si algo aparece
constantemente en el núcleo mismo de todo su mensaje es la gratuidad de Dios
que ama a los hombres sin límites y sólo quiere ver entre ellos amor fraterno y
solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado donde todo se compra y se vende,
incluso la relación con el misterio de Dios, es la perversión más destructora de lo
que Jesús quiere promover entre los hombres.
Es cierto que nuestra vida sólo es posible desde el intercambio y el mutuo
servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo está en reducir todas
nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que en la vida todo
consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los demás.
Casi sin damos cuenta, nos podemos convertir en «vendedores y cambistas»
que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres incapacitados
para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con Dios. Se le obsequia con
algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o se hacen promesas para
obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo
grave es olvidar que Dios es amor y el amor no se compra. Por algo repetía
Jesús que Dios «quiere amor y no sacrificios» (Mt 12, 7).
Tal vez, lo primero que el hombre de hoy necesita escuchar de la Iglesia es el
anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo convertido en mercado donde
nada hay gratuito y donde todo es exigido, comprado o ganado, sólo lo gratuito
puede seguir fascinando y sorprendiendo pues es el signo más auténtico del
amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos a no desfigurar a un Dios que es
amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida, tan triste, egoísta y pequeño como
nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce «la sensación de la gracia» y ha experimentado alguna vez el
amor sorprendente de Dios, se siente invitado a irradiar su gratuidad y,
probablemente, es quien mejor puede introducir algo bueno y nuevo en esta
sociedad donde tantas personas mueren de soledad, aburrimiento y falta de
amor.

Domingo 11 de marzo, cuarto de cuaresma

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». No es una frase
más. Palabras que se podrían eliminar del Evangelio, sin que nada importante
cambiara. Es la afirmación que recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. Este
amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza.
«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de
conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no
recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor
por los cuatro costados. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia.
Primero, Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no
sólo a los cristianos. Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos
aspectos de su figura histórica. Los teólogos pueden seguir desarrollando sus
teorías más ingeniosas. Sólo quien se acerca a Jesucristo como el gran regalo
de Dios, puede ir descubriendo en todos sus gestos, con emoción y gozo, la
cercanía de Dios a todo ser humano.
Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el
mundo es recordar el amor de Dios. Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano
II: La Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de
Dios a todos los hombres». Nada hay más importante. Lo primero es
comunicar ese amor de Dios a todo ser humano.
Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es
Jesús, «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».
Es muy peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un
programa pastoral. Sólo con el corazón lleno de amor a todos, nos podemos
llamar unos a otros a la conversión. Si las personas se sienten condenadas por
Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús sino otra cosa: tal vez,
nuestro resentimiento y enojo.
Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador,
nada nos impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo. Es lo que
hizo Jesús. No hay que esperar a nada. ¿Por qué no va a haber en estos
momentos hombres y mujeres buenos, que introducen entre nosotros amor,
amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren…? Estos
construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor.

Domingo 18 de marzo, quinto de cuaresma

Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se
acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad.
Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre
de Dios. También a ellos les puede hacer bien.
A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le
comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras
desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre».
Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera
grandeza y su gloria.
Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma
de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré
a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga
ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.
El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega
de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada
hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo
empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo
empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea
una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano
muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña
envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.
Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida
entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la
dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una
idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a
su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más
vida.
No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su
dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su
paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en
actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una
manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y
llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su
estilo de vida?
Domingo de ramos 25 de marzo

Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía a


qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Era
imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los
«pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesaba
cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el
sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a
combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el
pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero
tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su actuación irrite en el
templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y
excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza
total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más
pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes
cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz,
reservado para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero
su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal
y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la
religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas,
incapaces de volver a su amistad. Ésta actitud salvadora que inspira su vida
entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del
Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras…
porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre,
y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad
entera.
Es indigno convertir la semana santa en folclore o reclamo turístico. Para los
seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del Señor es agradecimiento
emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir
como Jesús solidarizándonos con los crucificados.

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