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Capítulo 31

El tiempo seguía pasando. Una tarde de marzo ventosa y fría, Elvira


se dirigió, muy resuelta, al lugar considerado como «su refugio se-
creto» y al que continuaba llamando «El estanque encantado», aun-
que a veces dudaba de tal denominación. Edita le había contado
que entre la gente del pueblo se le conocía como «El pozo de los
calatos», pues así era como se bañaban ciertas gentes allí, hasta la
misma Eda lo había hecho. Pero Elvira se negaba rotundamente a
darle tal calificación, no iba con su espíritu delicado, de manera
que por ahora y hasta no encontrar nada más adecuado, seguiría
siendo «El estanque encantado»... que por lo visto tampoco era ni
muy privado ni muy secreto, pero donde ella había disfrutado de
una grata intimidad.
Esa tarde de marzo ventosa y fría se dirigió al secreto rincón.
No huía de nadie… a no ser de su vida solitaria, de su vida sin
afectos, de su vida carente de atractivos. Aun así no pudo evitar
admirar el intenso verdor que las lluvias traían. Hasta el mismo
Rosicler parecía alegrarse de dejar los establos para atravesar los
campos enverdecidos de mil tonalidades.
Llegando a cierto punto del camino desvió a su caballo de la
ruta acostumbrada, que aunque más corta, pasaba cerca de la casa
donde vivía Emperatriz. Ya le había ocurrido otras veces que al
aproximarse aparecía el tal Tavito, el hijo que la mujerzuela había
tenido con Gustavo. El muchachito le parecía feo, feo, feo, feísimo,
de tez muy oscura, casi un negrito, y siendo aún muy pequeño, ya
se le iban definiendo unos rasgos toscos, propios de las mezclas
impropias. Pese a sus pocos años era un insolente atrevido… no se

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podía esperar nada mejor con esa madre. En otras oportunidades,
cuando la divisaba, salía corriendo para llenarla de insultos… ¡qué
tales palabras para un chino feo que apenas hablaba!
Estrella, la otra chiquilla tan antipática que vivía con ellos, era
quien lo incitaba, «dile esto, dile lo otro» y luego, los dos, a dúo,
continuaban con sus impudicias hasta que la veían desaparecer
por el camino. ¡Descarados!, no les daría ese gusto otra vez, por eso
se desviaba de la ruta. Tampoco tenía ningún apuro… hacía tiempo
que no los tenía… quizá nunca los tuvo. Prefirió no pensar en los
apuros de su vida y volvió a recordar a Estrella; aunque le daba
mucha rabia, tenía que aceptar que se había convertido en una jo-
vencita hermosa… como su hermana, la Emperatriz detestable. Ellas
se habían encargado de propalar que eran hermanas pero luego la
Edita, que de todo se enteraba, le contó una historia muy fea. Se
decía por ahí que la detestable Emperatriz y Estrella la antipática
no eran hermanas; que la mujerzuela se había buscado esta chiqui-
lla en algún lugar lejano de la montaña cuando descubrió que a
Gustavo le atraían las jovencitas casi niñas. De esta manera lo ha-
bía capturado y lo tenía atado a ella en una relación que se prolon-
gaba mucho más allá de lo acostumbrado en él, tan veleidoso. Se
decía que entre los tres practicaban relaciones inconfesables. Elvira
no quiso pensar más en el asunto, pues encontraba que era un tema
horrendo y pecaminoso, pero intuía que los rumores eran ciertos.
Cuando llegó al túnel por donde debía ingresar al Estanque,
dejó a Rosicler mordisqueando brotes de hierba tierna y ella se
adentró en la espesura. Al aproximarse al río vio la corriente tan
celeste y translúcida que quiso descalzarse y caminar por la orilla
mojándose los pies. El agua estaba helada. Experimentó el alegre
júbilo de una niñita en su primer paseo al campo; la distracción le
impidió oír que alguien se aproximaba. Quien venía tampoco re-
paró en ella, pues al salir de la espesura tropezó con una rama
caída que lo obligó a dar varios traspiés hasta terminar tendido
frente a Elvira. La joven dio un grito, asustada por la repentina
aparición, pero de inmediato notó que sólo se trataba de un mu-
chacho que en esos momentos se levantaba cubierto de barro e
intimidado con la situación.
—«Disculpe… creo que la he asustado… no era mi intención»,
decía mientras trataba inútilmente de limpiarse un poco. Llevaba

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botas de cuero fino y un traje de lana con chaleco muy inadecuado
para usar en el campo.
—«Sí, fue un gran susto… pero me hallaba muy distraída, no
fue su culpa…» Elvira se preguntaba quién podría ser y aunque el
rostro no le era desconocido tampoco podía ubicarlo entre sus po-
cas amistades. Sin embargo, estaba segura que amigo de Gustavo
no era.
—«Parece que no tengo costumbre de andar por el campo…
pero ¡qué sitio más bonito!, uno está aquí como en un encierro
natural, casi aislado. Jamás lo habría descubierto de no haber visto
afuera un caballo ensillado; eso me llamó la atención y luego noté
esa especie de túnel que me condujo hasta acá. ¿Usted acostumbra
a venir?»
Una bandada de pájaros pasó volando. Todos eran negros, tal
vez mirlos.
—«Sí», contestó Elvira que ya estaba pensando en la mejor
manera de marcharse educadamente, sin parecer huraña, «cuan-
do hace buen tiempo me gusta venir a leer acá».
—«Pero… ¿en qué estoy pensando?, hasta ahora no me he
presentado, disculpe usted la incorrección», le dijo mientras se
inclinaba cortésmente y le extendía la mano, «Mauricio Torrealba,
para servirla».
Elvira ya había estrechado la mano del joven cuando escuchó
su nombre.
—«¿Mauricio Torrealba?», exclamó incrédula y envuelta en
mil sonrisas, «¿no será usted el hijo de mi querida amiga doña
Esthercita?»
—«El mismo… y claro, ¡usted no puede ser otra que la joven
señora Elvira de San Antelmo!»
—«Exacto.»
Los dos reían divertidos. Desde años atrás cada uno sabía del
otro sin haber llegado a conocerse. Se observaban mutuamente, él
veía en ella a una joven bonita que aparentaba menos edad de la
que en realidad sabía que tenía. Nadie le hubiera echado más de
veinte o veintidós años; nadie, al mirar el cutis fresco y los ojos
limpios hubiese adivinado las amarguras por las que pasaba; las
penas no habían dejado ningún rastro. Ella mientras tanto lo mira-
ba con admiración, ¡estudiaba leyes en Trujillo!, seguramente era

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un joven culto, un intelectual, acostumbrado al trato con gentes de
círculos literarios; sólo había que fijarse en su ropa, en su mirar
reflexivo, en sus actitudes educadas para entender enseguida que
no se trataba de ningún campesino.
Sin saber cómo seguir la conversación ya resultaba incómodo
continuar allí sonriéndose tontamente, Elvira sintió que empezaba
a enrojecer. Mauricio lo notó y salió del paso señalando el libro que
ella traía entre las manos, —«¿qué está leyendo?», le preguntó. Un
viento trajo consigo el agradable aroma a los humedales de las
riveras del río.
—«Es un libro que me ha prestado su mamá», respondió ella
aliviada, «muy bonito», y se lo alargó para que leyese el título.
—«La caída del abate Mouret, de Emilio Zola», leyó Mauricio en
voz alta, y continuó, «sí, una historia bonita, pero trágica».
—«Aún no la termino. Me gusta mucho la descripción que
hacen del jardín; me imagino que así debe de ser el Paraíso, un
jardín lleno de las más hermosas flores.»
—«¿Sabe que es una obra polémica? Creo que a muchas joven-
citas como usted sus padres les prohibirían leerla. Sólo mi madre
que es tan audaz pudo habérsela recomendado.»
—«Bueno, hace tiempo que ya no estoy bajo la tutela de mis
padres, y a mi esposo le preocupa poco lo que yo lea.»
Elvira se arrepintió enseguida de sus palabras que podían
oírse como una queja o, peor aún, confidenciales. Totalmente inco-
rrectas si iban dirigidas a un caballero que recién conocía. Volvió a
sentirse incómoda. Mauricio, mientras tanto, no había dejado de
intentar limpiar el barro que había quedado adherido a sus ropas.
—«¿Nos podemos sentar al sol?», le preguntó a Elvira, «a ver
si logro que esto se seque un poco… aunque ya no entibia nada, y
pronto se ocultará».
Ambos se sentaron. Elvira aprovechó para calzarse las botas;
sus pies estaban helados. Él continuó la conversación, —«mamá
me ha comentado que entre usted y ella siempre intercambian no-
velas; ahora yo también podré ofrecerle lo último que se está publi-
cando».
—«Se lo agradeceré mucho. Es difícil conseguir buenos libros.»
—«Es que yo, además de estudiar leyes también me intereso
por la literatura y estoy al tanto de las novedades.»

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—«Yo no soy entendida en la materia, sólo una simple aficio-
nada, pero me gustaría conocer más sobre el tema.»
—«Por ahora hay un poeta de Santiago de Chuco que se ha
hecho muy conocido y está dando que hablar. He leído varias de
sus poesías y son impactantes.»
—«¡Un poeta peruano… y de La Libertad!… ¿cómo se llama?»
—«César Vallejo. He tenido la oportunidad de conocerlo, es
un personaje desde todo punto de vista interesante y que refleja en
su poesía toda la intensidad de su vida y de sus ideas.»
—«¿Recuerda alguno de sus poemas? ¡Me gustaría tanto es-
cucharlo recitar!»
—«Soy muy malo para eso… será mejor que le preste un
poemario suyo que conservo… aunque déjeme ver… tal vez me
acuerdo de uno… sí…»

Siento a Dios que camina


tan en mí, con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos. Orfandad.

—«Es bonito… pero tiene un aire triste.»


—«Y usted... ¿me recitaría algo?»
Elvira había olvidado sus inhibiciones y se sentía muy a gusto
con la conversación, de manera que sin titubear trajo a la memoria
la última poesía que había aprendido y la recitó confiada.
«Hoy como ayer, mañana como hoy,
Y ¡siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno,
Y ¡andar... andar!»
La dijo con emoción y sentimiento. Al escucharla Mauricio le
preguntó: —«tal vez se sienta usted así, como describe el poema,
¿aburrida?».
—«Pues sí, precisamente, cuando lo leí sentí que describía mi
manera de sentir, por eso lo aprendí y ahora me persigue, me da
vueltas.»
—«¿Le disgusta la vida del campo?»
—«No es eso. Nací y viví siempre en el campo… es que al estar
alejada de mi familia… ya nada es lo mismo.»

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De repente se levantó un aire frío que agitó los matorrales.
Elvira volvió a sonrojarse… no quería ni debía entrar en temas
confidenciales, Mauricio podría hacerse un mal concepto de ella.
El muchacho notó y comprendió el motivo de su turbación.
—«No se aflija por lo que me dice», se apresuró a asegurarle, «us-
ted y yo somos como amigos de mucho tiempo; mamá me ha co-
mentado sobre su situación y su vida».
Elvira sabía esto, no le llamó la atención pues doña Esther
siempre le hacía referencias sobre la opinión de su hijo Mauricio
acerca de tal o cual aspecto de sus penas.
—«Es verdad», le contestó ella aliviada, «yo también conozco
mucho de usted, sólo que nunca nos habíamos visto». Pensó que
sería bonito tener un amigo en quien poder confiar. «¿Esta vez
también viene por poco tiempo?», le preguntó.
—«Me temo que sí. Por ahora pienso establecerme por unos
meses en Lima, pero luego, mi mayor deseo es viajar a Europa…
conocer París. No estaré tranquilo hasta que no haya concretado
este proyecto.»
—«Espero que pueda llegar a realizarlo.»
—«Y usted, señora Elvira, ¿ha viajado?»
—«No. Desgraciadamente, no. Mi vida ha transcurrido entre
estas dos haciendas, Colambo, Chilán y sus alrededores.»
—«¿Ha visitado Trujillo?»
—«Ni siquiera Trujillo… tal vez porque nunca hubo necesi-
dad o quizá porque no se presentó la oportunidad. Pero mis dos
hermanos menores sí han ido y les gustó mucho. Es una ciudad
grande.»
—«Sí, lo es. Pero tal vez más adelante pueda visitarla.»
—«Lo dudo. Por ahora no veo cuándo podría ser ni por qué.»
Y sonrió con leve amargura; sintió frío, ya empezaba a oscurecer.
«Creo que se ha hecho tarde», añadió.
—«Sí, la acompañaré por el camino.»
—«Se lo agradezco, pero no hay necesidad.»
—«Voy por el mismo sendero, para mí no será molestia.»
Salieron del entramado boscoso y montaron sus respectivos
caballos. Elvira se preguntó si sería correcto que se le viera acom-
pañada por un joven, pero no le interesó la respuesta. Se sentía
contenta. Un delgado arco de luna en cuarto creciente apareció en
el cielo aún claro.

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