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CRESPILLO, Manuel (2003), “La miseria de la filología”, Analecta

Malacitana (AnMal electrónica ), Nº. 13.

A finales de 1995 tiene previsto aparecer en la colección Hybris de


Ágora el libro de E. Rohde, Psique (El culto de las almas y la
creencia en la inmortalidad entre los griegos), cuya versión española
fue originalmente concebida por Salvador Fernández Ramírez.
Aunque estoy al cuidado de la edición y soy el responsable de
delimitar, mediante un sistema de notaciones organizado a la manera
de proceder de la crítica textual, qué concibió Fernández Ramírez y
qué añadieron sus revisores posteriores, quiero adelantar en este
breve artículo cómo hago un gran esfuerzo, invirtiendo más de un
centenar de páginas, en defender lo que denomino el Gran Estilo. Y
si quiero adelantar parte de sus contenidos es porque el concepto de
Gran Estilo es un asunto que me preocupa tanto en los últimos
tiempos que se ha convertido para mí en la cuestión fundamental de
la filología moderna. Se trata de un problema del lenguaje sujeto que
pertenece por entero al reino de lo que vengo denominando en mis
trabajos más recientes, exégesis o filología del espíritu[1]. En La
mirada griega dije que el Gran Estilo o Gran Arte no era ni lo mucho
ni lo poco, sino un sentido mesurado de la cantidad y de la cualidad,
de lo breve y de lo largo, opuesto a la particularidad de la filología de
la palabra en cuanto una de sus constantes consistía en defender la
universalidad del concepto de valor. Cuando me fijé en Nietzsche, lo
caractericé como un poder que arrancó del ideal griego, y cuyo
destino aún desconocemos. En realidad, el Gran Estilo no es más que
aquella hueste de metáforas, metonimias, hipérboles,
antropomorfismos, etcétera, cuyo movimiento configuró la idea
nietzscheana de verdad. Y sabemos bien que la verdad no es tanto la
historia como el deseo. La verdad, que se ha convertido en el gran
asunto de la filosofía de nuestro tiempo en Europa, no es más que el
entusiasmo, el poder de sobrevaloración, la experiencia infinita del
ritmo, aunque irremediablemente tales circunstancias terminen
siempre destruyendo el espíritu y oscureciendo la razón. La verdad
es plenitud y desbordamiento, un proceso de autodestrucción que
margina del espacio y coloca fuera del tiempo a los artistas egregios.
La verdad es la brisa del crepúsculo, lo que Natacha Michel ha
denominado una «papirotada del conocimiento»[2], la dispersión de
la emendatio, la capacidad de crear símbolos, muy por encima
incluso de cualquier tipo de erudición sobre éstos, en definitiva, una
labor fantasmagórica. La práctica del Gran Estilo produce como
resultado en el dominio de la filología del espíritu aquello que en La
mirada griega denominé la vivencia de un Ideal. Vivir el Ideal
consistía en realizar una extraña mezcla, la que produce la alianza
entre el placer de crear y el tormento de escribir, un trabajo como el
de las parturientas de los viejos tiempos, una extraña síntesis con la
que el sujeto se vacía mientras crea y vitaliza su nada. La
experiencia de la nada es el conocimiento absoluto, la mentira, el
poder desmesurado de lo fantástico, la ausencia de culpa, de
mascarada y de muerte. Vivir el Ideal es un destino heroico que
prepara al poeta para la esclavitud y para la renuncia a cualquier
modelo de felicidad. Combina la exuberancia de vida con su
empobrecimiento, en una clara actitud de pesimismo, y coloca al
sujeto ante una concepción de la vida como máscara, ante la
posibilidad de soportar la vida como fenómeno estético y pura
apariencia. Vivir el Ideal es situarse ante la gran idea nietzscheana
de arte, de interpretación, de afecto, de voluntad de poder. Vivir el
Ideal es creer que en los tiempos que corren la cuestión del arte
sigue siendo aún una cuestión esencial. Y una cuestión esencial para
todos. Incluso para los filólogos.

Así pues, hay una filología capacitada para practicar un


pensamiento límite en el que se instale cómodamente toda una
pluralidad simbólica y toda una variabilidad permanente, una
filología receptiva ante el caos de una imaginación creadora a la que
se reserva una ubicuidad en el complejo aparato de su metodología.
Sé que no es fácil que esto se comprenda por parte de los filólogos
que entienden su menester como un conjunto de aplicación de
técnicas y de puesta en escena de un reglaje metodológico. Pero es
necesario —y necesario para el porvenir de la filología— asumir que
la ley de la variabilidad justifica un gran espacio metonímico en el
que esta disciplina hace bien en confundirse —al hacerse sujeto—
con el objeto que la constituye. Sólo así fue como nació la
genealogía, un campo del saber ligado a la mutabilidad del concepto
de valor y, por consiguiente, a la apariencia del concepto de verdad,
que fue anatemizado por la filología oficial como una «filosofía
afilosófica», pero que, para esperanza de muchos, es reclamada,
cada vez con mayor e inusitada fuerza y como baluarte de sus
análisis lingüísticos y literarios, por los nuevos filólogos del espíritu,
por aquellos que nos sentimos herederos de los antiguos filólogos de
la cosa, los que desaparecieron en los últimos años del siglo XIX.

Y los filólogos del espíritu no sólo reclamamos un lugar en el


maltrecho campo de la filología, sino que propugnamos para la
imaginación creadora el reconocimiento de un papel prominente en
la emergencia de nuevos valores filológicos. Es un hecho constatable
que la apropiación del Gran Estilo promovió la desaparición de una
de las dos viejas maneras de hacer filología. Y, sin embargo, lo que
propongo en el libro de Rohde es sencillamente que el Gran Estilo es
un concepto que todos podemos compartir. Sólo habría que ceder un
sitio a la vieja filología de la cosa y al reconocimiento de su papel
histórico en la vanguardia de la creación de los nuevos valores del
arte. Sería lamentable que el Gran Estilo sólo quedara reservado a la
oportunidad de hacer una exégesis. ¿Para qué entonces la otra
filología?

Durante mucho tiempo lo que más me llamó la atención fue no


haber oído pronunciar nunca a mis colegas —y tampoco antes a mis
profesores— el nombre de Erwin Rohde. Y hasta cierto punto parecía
lógico que, por ejemplo, Rudolf Pfeiffer no lo mencionara en su
Historia de la Filología, dadas las limitaciones de época trazadas por
su libro. Pero tenía que haber algunas razones—¡y vaya si las había!
— para que U. von Wilamowitz-Möllendorff ocupara numerosas
páginas en otras historias de la filología mientras Rohde a lo más que
pudiese aspirar fuera a algún epígrafe suelto; deberían de existir
algunas causas —¡y claro que las había!— para que en el famoso
trabajo de Wilamowitz, Geschichte der Philologie, fuera silenciado el
nombre de Rohde. ¿Por qué no hubo ni siquiera un tratamiento digno
de su figura en las conocidas Memorias de Wilamowitz redactadas
casi treinta años después de la muerte de Rohde?[3] Todo lo que
escribiré a continuación tratará de desvelar esas razones, y pondrá
de manifiesto lo que ya quiero acuñar para dolor de todos como La
miseria de la filología —y no hará falta recordar, salvo que se trate
de las nuevas generaciones de filólogos, cuánto le debe esta idea al
célebre trabajo de Marx, La miseria de la filosofía—.

El primer hecho constatable es que a Rohde lo conocen muchos


filólogos —y desde luego todos aquellos que nos proclamamos
filólogos del espíritu, amantes de la tradición y de los corpus
escritos, los que sobrevaloramos la genealogía del valor artístico del
lenguaje— por tres contribuciones fundamentales: defendió
apasionadamente El nacimiento de la tragedia de su amigo F.
Nietzsche mediante un trabajo temprano, pero filológicamente muy
importante, titulado Afterphilologie; fue autor de un estudio
excepcional sobre La novela griega, y escribió la obra maestra
Psyché, que Hybris de Ágora se ha propuesto reeditar. Pero lo mismo
que un poeta pasajero es tan importante para la historia literaria
como un poeta permanente, también un filólogo no sólo juega un
papel relevante dentro de la historia de la filología por el material
epigráfico que deja como legado. A veces se convierte en un asunto
primordial la contribución coyuntural de un grupo al enriquecimiento
de un Saber. Y aparte de la importancia intrínseca de su obra, eso
fue lo que sucedió con el filólogo Rohde, quien tuvo la fortuna de
participar en la última de las querellas importantes producida entre
escuelas filológicas alemanas, la que se produjo entre 1872 y 1873, y
conocida como la Polémica sobre El nacimiento de la tragedia[4].
Pero lo que verdaderamente revela La miseria de la filología es que
esa polémica no fue un episodio aislado en la historia de esta
disciplina. Al fin y al cabo, U. von Wilamowitz (1848-1931), E. Rohde
(1845-1898) y F. Nietzsche (1844-1900) sufrieron, cada uno a su
manera, las consecuencias de otra disputa filológica desatada en
Bonn en 1864, y conocida como Philologenkrieg («guerra de los
filólogos»), entre F. Ritschl (1806-1876) y O. Jahn (1813-69)[5].

Ritschl, cuya encantadora esposa Sophie mencionó a Wagner por


primera vez el nombre de Nietzsche a propósito de la conocidísima
canción del premio de Walther[6], había llegado a Bonn en 1839 tras
un periplo inicial por las Universidades de Halle y Breslau. Tras
llegar a la capital alemana, impuso su autoridad sobre el resto de los
filólogos en el conocimiento de Plauto (el Titus Maccius Plautus)
publicando en 1842 De Plauti poetae nominibus y en 1845 Parerga
Plautina. Pese a sus destacadas contribuciones al estudio del latín
arcaico, la importancia de Ritschl proviene de lo que me gustaría
llamar el trabajo filológico silencioso, algo de lo que han estado muy
necesitadas las filologías de todos los tiempos. En primer lugar, la
sólida formación adquirida por Ritschl en el estudio de los poetas
griegos con su maestro G. Hermann (1772-1848) —catedrático en
Leipzig desde 1797, el pater studiorum por excelencia, como lo llamó
Lachmann—, partícipe a su vez de otra polémica de renombre
sostenida en 1833 con K. O. Müller (1797-1840), y conocida como la
Eumenidenstreit. En segundo lugar, la asimilación inductiva de la
crítica histórica y textual, el tan debatido cientificismo que Wolf —el
discípulo de Winckelmann y de Bentley— incorporó a los estudios
clásicos y que tan contundentemente criticaría cien años después
Wilamowitz. Pero, por último, la mayor importancia de Ritschl para
la historia de la filología fue la de haber sido un excelente maestro
de jóvenes filólogos, primero a través de su Seminario en Bonn y
después mediante su prestigiosa revista Rheinisches Museum für
Philologie en la que tanto publicó Nietzsche —sus trabajos sobre
Diógenes Laercio son ejemplares— y en la que nunca quiso publicar
Wilamowitz.

Personalmente, Ritschl fue un humanista excepcional, que


contagiaba a sus discípulos de una riqueza de puntos de vista
distantes de la rigidez de sus investigaciones. Sólo así se explica el
magisterio ejercido sobre Ribbeck (1827-1898) o Usener (1834-1905)
en Bonn o sobre Nietzsche y Rohde en Leipzig. Ribbeck, el editor de
Miles gloriosus, estudioso de Horacio y de la poesía latina, quien
también estuvo en Basilea antes de Kiessling y de Nietzsche, y
después en Heidelberg, fue a partir de 1867 profesor de Rohde en
Kiel. Y Usener, estudioso de la mitología y de las religiones, realizó
un importante estudio comparado del culto de las almas en sus
artículos sobre Mitos itálicos que luego Rohde intensificó en su
Psyché. Autor de una obra paralela a la de Rohde, me refiero a su
famoso Göttername de 1896 —no se olvide que la segunda parte de
Psyché data de 1894—, maestro también del propio Wilamowitz,
aunque bien es verdad que bastante menos positivista, con quien
mantuvo una intensa correspondencia publicada tras la muerte de
éste, Usener fue quien emitió el primer informe favorable —
juntamente con el de Kiessling— sobre la persona de Nietzsche antes
de que éste ingresara en Basilea, informes inspirados desde luego
por los trabajos que el genealogista había publicado en el
Rheinisches Museum. Pero Usener también fue aquel del que
Nietzsche se quejó tan amargamente cuando, tras aparecer El
nacimiento de la tragedia, le escribió a Rohde: «En Leipzig hay una
opinión sobre mi trabajo: según ella, preguntado por unos
estudiantes, el bueno de Usener, muy apreciado por mí, ha dicho en
Bonn "que el libro es un puro desatino, desprovisto de todo valor; el
autor de una cosa así ha muerto científicamente". Es como si hubiera
cometido un crimen; durante diez meses se ha guardado silencio
porque todo el mundo creía estar realmente tan por encima de mi
libro, que no era necesario perder una palabra con él. Así me
describe Overbeck la impresión en Leipzig» (Carta del 25-X-1872).

O. Jahn, el genial biógrafo de Mozart, sucedió a Welcker en Bonn


en 1855 como arqueólogo. Traía un aire renovador al campo de la
filología, y reclamaba de nuevo —no es la primera vez que sucedía—
la abertura de la interpretación. Al ser discípulo de C. Lachmann
(1793-1851), propugnaba, como éste, que fue en realidad quien lo
fundó, la adición, cuando faltaba el archetypus, de la emendatio a la
recensio en su método de crítica textual. Aun cuando Hermann,
maestro de Ritschl y de Lachmann, había llegado a aceptar la
necesidad de la emendatio, hay que reconocer que tal conformidad
implicaba una gran quiebra del aparato inductivo exigido por el
propio Hermann como baluarte de la crítica histórica. No era difícil,
pues, que existiera una pequeña contraposición entre las filologías
representadas por ambos y, sin embargo —y ésta es una de las
grandes miserias de la filología de todos los tiempos—, los filólogos
de Bonn tenían el mismo maestro allá por el año de 1860: Hermann
sobre Ritschl o Hermann a través de Lachmann en el caso de Jahn.
Crítica histórica pura, se mire como se mire. En tales circunstancias,
los hechos no tienen una explicación demasiado lógica, pues el
propio Ritschl había propuesto a Jahn como profesor en Bonn, pero
lo cierto fue que muy pronto aparecieron en aquella Universidad las
dos viejas maneras de hacer filología: la filología que se ligaba a la
posibilidad de la emendatio tenía un trasfondo humanista muy ligado
a la abertura de la creatividad y al ensanchamiento de las hipótesis
en términos muy similares a la vieja filología de la cosa, mientras que
la filología de Ritschl tenía todo el rigor cientificista propio de la
crítica histórica más rigurosa, pues pretendía recuperar los textos
antiguos —y resolver la adulteración de las transmisiones—
examinando párrafos y versos sin tener para nada en cuenta la
historia de las ideas.

La mayoría de los filólogos actuales pueden entender muy bien el


procedimiento, pues seguramente se reconocerían a sí mismos en
sus formas de impartir la docencia: salvo una o dos clases amenas
sobre la comedia de Plauto, Ritschl ya no hablaba más que de
cambios fonéticos, asimilaciones, reduplicaciones de vocales, etc. Así
que frente a una filología, llamémosle fuerte, había otra demasiado
débil en la cual el filólogo-arqueólogo era también musicólogo. ¡Esto
era demasiado! ¡Mozart estorbaba a la filología! Los alumnos
también tuvieron que elegir entre Mozart o Salieri, y Salieri se fue de
Bonn. Al fin y al cabo sólo había tres lugares importantes para
estudiar filología en Alemania: Bonn, Leipzig o Berlín. Y con la
marcha a Leipzig —el más prestigioso de los centros— sólo Ritschl
salió ganando.
Entre los alumnos también se produjeron situaciones extrañas.
Nietzsche, por ejemplo, sentía una mayor predilección por Jahn —
quien sintetizaba la unión primera entre filología y música—, pero la
verdad es que al curso siguiente lo vemos muy satisfecho de
encontrarse con Ritschl en Leipzig. Hoy sabemos que el móvil inicial
fue el de trasladarse con su amigo Gersdorff a esa ciudad, pues éste
se había matriculado allí tras aprobar el examen de Bachillerato en
la Escuela Real Provincial de Pforta. Pero durante muchos años todo
el mundo creyó el juicio malicioso dado por Wilamowitz en sus
Erinnerungen de que Ritschl fue la causa del traslado de Nietzsche.
Efectivamente, Wilamowitz declaró que Nietzsche siguió a Ritschl de
Bonn a Leipzig, quien no sólo le regaló la cátedra de Basilea sino
también el doctorado honoris causa. Y acusó ¡tantos años después! a
Ritschl de nepotismo por conceder a un principiante —a su juicio las
publicaciones en el Rheinisches Museum no lo justificaban— tan
altos favores. Pero para desgracia de Wilamowitz conservamos en
una carta el testimonio de Nietzsche, quien había escrito a su amigo
de Pforta, Gersdorff: «Puede decirse, pues, que la Facultad de
Filosofía y Letras de Leipzig es la más importante de toda Alemania.
Y a ello se añade otra cosa muy agradable. Tan pronto como me
escribiste que pensabas ir a Leipzig, tomé yo también la resolución
de ir allí. Es decir, que vamos a encontrarnos de nuevo. Después de
haberme decidido a ir supe del traslado de Ritschl, y ello me
fortaleció en mi propósito. Tan pronto como llegue a Leipzig entraré,
si es posible, en el seminario filológico, y tengo que trabajar
intensamente. Podremos disfrutar también en abundancia de la
música y del teatro» (Carta del 25-X-1865). En cualquier caso, si se
mira retrospectivamente, se produjo, como tantas veces en la
historia del saber filológico, una situación demasiado extraña.
Considerado un maestro extraordinario, con el Rheinisches Museum
a disposición de Nietzsche, muy pronto sabremos, apenas se
publique en 1871 El nacimiento de la tragedia, el respeto y la
veneración que Nietzsche sentía por Ritschl —veneración que llega
incluso a las anotaciones del Ecce Homo de 1888[7]— a la vez que el
desprecio sentido por Jahn, al que acusó brevemente de asumir la
superficialidad estética de la vieja música que se tambaleaba ante la
grandeza del nuevo maestro, Wagner. Jamás le perdonaría
Wilamowitz ese menosprecio por un antiguo alumno de Pforta, pero
afortunadamente Jahn había muerto en 1869 y no tuvo que leer lo
que había escrito el joven genealogista. Así que el 25 de octubre de
1865 tuvo lugar la lección inaugural de Ritschl en Leipzig «Sobre la
utilidad y el valor de la filología»[8]. Ese mismo día, y en la misma
Aula Magna, un joven venido de Hamburgo para estudiar filología en
Leipzig se prestará a oír a quien luego sería su maestro. Ese joven no
era otro que E. Rohde.

Desgraciadamente, la Philologenkrieg no ha sido un episodio


aislado en la Historia de la Filología. Entre los discípulos del propio
Ritschl hubo también una sonora disputa en la que intervinieron
Wilamowitz y Rohde, y en la que Nietzsche, centro del debate, jugó
mucho más que un papel pasivo; tal disputa marcó la trayectoria
filológica de la última gran generación de filólogos —la de aquellos
que como Lachmann se avergonzaban por no haber recordado en
una ocasión cómo se decía «carbón» en latín— e incluso involucró al
maestro de la modernidad musical alemana, R. Wagner. En mi
«Defensa del Gran Estilo», que escribo, según dije, como
introducción a la Psique de Rohde, analizaré los pormenores de esta
disputa. Pero conviene recordar que la gran polémica por dos
maneras diferentes de hacer filología hunde sus raíces en el
nacimiento de la filología misma como saber autónomo durante la
primera modernidad. Efectivamente, antes de la Philologenkrieg de
1864 existió otra vieja polémica en 1833 entre G. Hermann y K. O.
Müller conocida como la Eumenidenstreit.

K. O. Müller (1707-1840), alumno de Herder y de Welcker,


pretendió restituir el espíritu de Winckelmann. Su fuente directa fue
A. Boeckh (1757-1867), primer ejemplo moderno de síntesis entre la
historia, tal como la aprendió de Wolf, y la hermenéutica, tal como se
la enseñó Schleiermacher. Aun cuando su gran Enciclopedia y
metodología de las ciencias filológicas fue una obra póstuma de
1877, en realidad había publicado en Berlín, donde estaba desde
1811, el primer volumen del Corpus inscriptionum graecarum en
1828, y el segundo volumen en 1843. Aunque Boeckh había dedicado
a Hermann un estudio sobre los trágicos griegos, éste se sintió
atacado ya desde el primer fascículo del Corpus, pues,
efectivamente, Boeckh pedía a la filología una mayor amplitud
filosófica e histórica, y la llegó a definir como universae antiquitatis
cognitio historica et philosophica. Conocimiento de la historia y de la
filosofía, de la parte y del todo —recuérdese el famoso círculo
filológico de Schleiermacher sobre el que he escrito en algunos
lugares[9]—, la filología deja de ser una simple acumulación de datos
heterogéneos sometidos a órdenes metódicos tal como los filólogos
actuales nos tienen acostumbrados. Contra la crítica de este primer
fascículo contestó rápidamente Hermann, el autor de Orphica
(1805), cuyos descubrimientos sobre el hexámetro épico tanto
cautivaron a Wilamowitz, en términos muy parecidos a lo que
cualquier filólogo —y no hay que ser «filólogo de la palabra» para
estar de acuerdo en esto— hubiera fácilmente sostenido: la
filología tenía que dar primacía a las palabras escritas por un autor.
En realidad Boeckh sostenía que no era posible entender
filológicamente el dato escrito si antes no se conocía la cosa, esto es,
su causalidad conceptual e histórica. ¿Cómo se iba a reconocer
filológicamente el espíritu del hombre si se ignoraban su historia y
su pensamiento?

Cuando Boeckh prudentemente guardó silencio, Müller tomó el


relevo. Y al editar las Euménides de Esquilo, atacó directamente a
Hermann. La filología no es simplemente Notengelehrsamkeit, sino
que tiene que avanzar mucho más allá de la prosodia y de los simples
aspectos gramaticales y formales. La palabra objeto de la gramática,
el «filologismo», lo que yo he llamado recientemente, con gran pesar,
la «filisteofilología»[10], quedaba expresamente condenada por
Müller, para quien palabra y pensamiento eran dos envoltorios de la
misma conciencia. Al hablar de la filología como de un sistema del
conocimiento humano, integraba en un vasto saber la capacidad
simbólica, sentimental, cognitiva, prosódica, histórica, etcétera, del
hombre, y buscaba para la filología ese ansia de creatividad y de
libertad tan enraizadamente ligadas a la historia humana. La filología
era mucho más que el simple análisis prosódico de los corpus
literarios, con lo que Müller había nada menos que rescatado la
capacidad universal de manifestación de estados del espíritu que la
modernidad había groseramente desequilibrado en favor del
individuo. Esta capacidad universal era la que directamente conducía
al conocimiento histórico y filosófico de toda la Antigüedad.

Pero la línea Boeckh-Müller no nace del vacío. Es la heredera de lo


que, en cierto modo contra su propia Darstellung, F. A. Wolf (1759-
1824) había denominado la Altertumswissenschaft («ciencia de la
antigüedad») en su famosa Encyclopaedia philologica, y que apareció
como primer artículo de su revista Museum der
Altertumswissenschaft[11]. Así se explica el entronque con
Winckelmann. Más aún, la amistad de Wolf con A. Schlegel o
Schleiermacher, con J. Grimm o W. von Humboldt prolonga lo que
quiero llamar una totalidad filológica cuyo resultado más importante
en la época de Hermann, concretamente en 1825, fueron los
Prolegomena zu einer wissenschaftlichen Mythologie de Müller,
título que imitaba descaradamente los Prolegomena ad Homerum
(1795) de Wolf. El libro de Müller fue de una importancia excepcional
en muchos aspectos. La idea nietzscheana de lo orgiástico como un
asunto creativo y un ingenio de cultura propio de Dioniso estaba ya
preludiada en Müller. La cultura de lo orgiástico frente al simple
acontecimiento del vino —tan extendido entre los filólogos de la
palabra— fue lo que distinguió otra polémica menos conocida de
Müller contra el formalista J. H. Voss. Evidentemente, nos movemos
en una época en la que, a diferencia de nuestra segunda
modernidad, había un respeto evidente hacia las formas del Saber y
la autoritas del magisterio. Müller no podía desligar los mitos de la
historia real de las tribus griegas. Así que la línea Boeckh-Müller se
convierte en la receptora de la filología de la cosa y, con todos los
riesgos que esta afirmación conlleva, en el antecedente más directo
de lo que algunos pensadores entienden por genealogía y de lo que
algunos filólogos —y la pluralidad es a veces un lujo de la imagen—
llamamos filología del espíritu o también exégesis. Como
prospectiva, a partir del albor de la modernidad, la línea establecida
por Müller marca una continuidad en el tiempo hasta Erwin Rohde.
Contempla a F. G. Welcker (1784-1868), quien, como Boeckh, fue
discípulo directo de Wolf y amigo personal de Humboldt, y un gran
restaurador —sobre todo en los tres volúmenes de su Griechische
Götterlehre (1851-63)— de una imagen unitaria y total[12] del mito
griego (sabido es que a sus 84 años, ya ciego, dictó su último curso
sobre «La serenidad y belleza de la religión griega»), imagen que
reconducía la grandeza y la serenidad impuesta desde Winckelmann,
y que tanta influencia ejerció sobre el «mayor máximo» maestro de
Basilea, J. Burckhardt (1818-1897), el célebre escritor de La cultura
del Renacimiento en Italia, pero sobre todo, dados los fines que nos
ocupan, el autor de las Reflexiones sobre la historia universal y de La
historia de la cultura griega[13]. Y como retrospectiva, Müller tuvo
que combatir el carácter religioso y místico —que en cierto modo se
convertía en un poder ahistórico— que anteriormente había
impuesto Creuzer a la mitología a través de su Symbolik. Y, sin
embargo —y ésta es una de las grandezas de las sinuosidades de la
genealogía—, la obra de Creuzer fue un jalón excepcional para el
enriquecimiento de la filología de la cosa, por cuanto lograba
ensanchar la perspectiva de la filología hacia la mística y las
creencias religiosas, con lo que abría de par en par las puertas a la
absoluta variabilidad de la emendatio y negaba con bastante
contundencia la fijeza de las creencias historicotextuales. En cierto
modo, la mística de Creuzer contenía un soplo dionisíaco que con su
lucidez habitual el propio Wagner había entrevisto de manera
magistral, y que luego, como demostró Mayrhofer, fue de una
importancia excepcional para la concepción del Zaratustra de
Nietzsche[14].

El abismo melancólico en que nos sumían las ménades en La


simbólica de Creuzer había ejercido también una influencia poderosa
en la Basilea de Nietzsche a través de la obra de Bachofen, en
especial sobre La simbólica de las tumbas o sobre El
matriarcado[15], jurista que, como no podía ser de otra manera,
mantuvo una disputa también apasionante con T. Mommsen (1817-
1903), aquel arqueólogo que desde 1858 aparece en Berlín y que fue
defensor a ultranza de la crítica historicotextual por los mismos
motivos que justificaron desde siempre la derrota de los filólogos de
la cosa: la imposibilidad de imponer un sujeto universal y de
encontrar un sustrato ontológico conceptualmente convincentes tras
la rigidez de la documentación histórica. Según cuenta Janz[16], el
24 de Enero de 1862, tras la aparición de la tercera edición de la
Historia romana de Mommsen, Bachofen había escrito a un amigo:
«El lenguaje no tiene palabras para expresar la perversidad
auténticamente canallesca del autor. Es una obligación protestar
públicamente contra un libro así [...] Especialmente repugnante
resulta la reducción de Roma a las ideas en boga en el más romo
liberalismo prusiano moderno de cámara [...] Ya ve usted que tengo
entre manos un asunto tumultuoso. Por favor, no hable de ello.
Perderé cerca de un año con el asunto». Pero dice Janz que perdió
ocho, hasta la aparición de la Leyenda de Tanaquil en 1870.

Barrios Casares[17] destacó la influencia del «Apolo báquico» y


del «Dioniso apolíneo» de Bachofen sobre el texto de Nietzsche.
Aunque el «valor de emergencia» sea difícil rastrearlo —por no decir
imposible— fuera de la obra de Nietzsche, sin embargo, todo el
simbolismo fálico de Dioniso es verdad que está en la base del libro
de Rohde. Y lo importante, mucho más de lo que aparentemente
pueda parecer, de la tesis de Barrios Casares es haber comprendido,
aunque lo haya hecho desde luego a través de la obra de Howald[18],
que la tradición Creuzer-Bachofen pone en contacto a Nietzsche con
una tradición filológica, la de los filólogos de la cosa, radicalmente
alejados de los Wortphilologen, los cuales representan la filología
histórica estricta que va desde Hermann a Wilamowitz. La diferencia
entre Wortphilologen (filólogos de la palabra) y Sachphilologen
(filólogos de la cosa) fue en realidad un invento de Bursian, quien en
una Historia de la filología clásica demasiado voluminosa aplicó esa
distinción que nunca gustó a los filólogos de la época[19]. Pero, pese
al disgusto de tantos —quizá porque vean cómo por esta vía se les
descontrola su poder—, hay toda una filología romántica (la de los
Sachphilologen) representada por Boeckh, Müller, Welcker, Creuzer,
e incluso Voigt, que influiría en historiadores de la cultura como
Burckardt o en juristas como Bachofen, la cual será el fundamento
de la filología de Rohde y la antesala de una manera revolucionaria
de hacer filología, que se convertiría en genealogía, y cuyo filólogo
por excelencia fue F. Nietzsche. La hostilidad sufrida por esta
filología fue de tal magnitud que muchos filólogos se perdieron en la
historia de la cultura —el «valor» del signo en Foucault o el «valor»
de la lengua en Saussure, que los lingüistas ingenuamente suelen
confundir con «valoración», son claras muestras de ese
enmascaramiento— durante las épocas de pensamiento fuerte. Pero
ahora en que las formas de pensar no nos hostigan, dadas las
condiciones de debilidad ontológica en que nos desenvolvemos,
algunos filólogos —y la pluralidad sigue siendo por el momento un
lujo de la imagen— seguimos dispuesto, por la vía del análisis, a
enaltecer una filología cuya genealogía se sigue definiendo como una
historia de valores, y no como una valoración historicosocial, que es
una estimación relativamente fácil de llevar a cabo. Comencé este
artículo afirmando que en La mirada griega defendí la posibilidad de
prolongar esa filología de la cosa hasta un pensamiento límite: el de
vivir el Ideal. Y entre otros propósitos, que recordé apenas inicié este
trabajo (infra, pág. 272), decía yo en aquel libro que vivir el Ideal es
introducir en el orden de la historia una quiebra genealógica, la de
«convertir el análisis de la historia en sueño y la verdad de la historia
en leyenda, sabiendo bien que la leyenda es la única forma posible
de verdad. La genealogía del valor es el único concepto libre que
está contra la norma que regula sentimientos y opiniones, y es la
única categoría de la que se pueden valer los artistas, los filólogos y
los teóricos del arte en general para enfrentarse a los que gobiernan
el mundo del conocimiento y de la objetividad. Habrá, pues, que vivir
el Ideal como artista en el terreno de la vida y vivir la Idea como
intérprete en el terreno de la filología y de la teoría del arte»[20]. A
esa nueva filología de la cosa, dispuesta a vivir el Ideal, la he
denominado en ese libro filología del espíritu, por oposición al
filisteísmo de la formalidad. Y declaré, casi como un manifiesto, que
vivir la Idea desde el punto de vista de la filología del espíritu era
vivir el estilo, el Gran Estilo, el cual no se caracterizaba por el
cumplimiento de normas de la lengua ni tampoco por la libertad que
incorpora la finitud del individuo.

Barrios Casares se fijó en Baeumer y en Behler, dos trabajos


aparecidos en Nietzsche-Studien[21], para demostrar algo muy
importante: la conexión romántica de lo dionisíaco, sobre todo a
través de la obra de F. Schlegel y Schelling. Creo que es el momento
de mencionar que Schlegel (Friedrich) fue el gran amigo de Wolf, el
que destacó la gran trascendencia de los Prolegomena. Y también
merece la pena recordar que cuando Nietzsche se obsesiona con la
tesis filológica de Schiller referente a que sólo los filólogos son los
responsables del destrozo de la corona de Homero, lo que se pone en
juego es la famosa cuestión homérica, de tantísima importancia
durante la Altertumswissenschaft. F. Schlegel fue el hermano de A.
W. Schlegel, el autor de las Lecciones sobre literatura y arte
dramático, pronunciadas en Viena entre 1809 y 1811, donde por
primera vez dejó de ser latente el enfrentamiento teórico de dos
conceptos capitales para la historia de la primera modernidad, me
refiero, claro está, a la oposición entre clásico y romántico, en la que
colateralmente, si se quiere, pero ya de manera contundente, el
orden de la recensio se enfrenta con nitidez al caos de la
emendatio[22]. La gran miseria de la filología es, por consiguiente, el
problema griego. ¿Fueron o no fueron los filólogos los que
destrozaron la corona de Homero?

Para la historia que nos ocupa, debemos saber que fue Wolf quien
transmitió para la modernidad filológica la imagen de Grecia de
Winckelmann. Pero con la Altertumswissenschaft no se transmitió
una sola imagen de Grecia. Lo que celebró Goethe en su
comprensión de la línea Winckelmann-Wolf no fue lo mismo que
cantó un poco más tarde Hölderlin en El archipiélago. Voy a sostener
una tesis límite que ya he desarrollado marginalmente en otros
lugares[23]: la miseria de la filología, y por ende el desconcierto de
la segunda modernidad, se gestó durante la agitada crítica de arte —
la discusión sobre Homero fue la consecuencia más relevante de esa
polémica— promovida por la Ilustración alemana. La Polémica sobre
el Nacimiento de la tragedia, la Philologenkrieg, la Eumenidenstreit,
la acalorada discusión clásico/romántico son los efectos en el tiempo
de la primera modernidad de la furibunda controversia entre dos
imágenes de Grecia. Una imagen, la de Winckelmann, fue la herencia
más importante recogida por los filólogos de la palabra, mientras
que la otra, desarrollada por Lessing, fue el legado más valioso
recibido por la filología de la cosa, de la que Nietzsche fue el primer
receptor en importancia y Rohde, el último en el tiempo. Y lo que
sucedió realmente fue que Rohde, pero sobre todo Nietzsche,
llegaron incluso a incorporar a su visión del Ideal griego algunas de
las imágenes más laicas de Winckelmann.
En un libro que tengo actualmente en un avanzado estado de
elaboración, sostengo la tesis de la necesidad que tuvo la Ilustración
de liquidar el concepto de mimesis para poder lograr la destrucción
del ideal de la mathesis clásica y la consiguiente transformación del
análisis clásico en la síntesis de la modernidad. Frente a la
verosimilitud y a la inexactitud, o la falsedad, la apariencia y la
verdad, o el poder de la imaginación y el sentimiento individual, o el
enfrentamiento entre naturaleza y cultura, etcétera, categorías todas
que fueron superadas en las trayectoria final del psicologismo
ilustrado para poder destrozar el ideal analítico de la época clásica,
hubo un concepto que la Ilustración fue incapaz de superar, y esta
imposibilidad de superación se convirtió en el origen de la Filología
moderna. Ese concepto no fue otro que el de mimesis.

La mimesis de la Naturaleza, que constituyó la esencia del arte


griego, sufrió una metonimia muy importante durante el clasicismo:
se trataba de imitar la obra de los artistas antiguos[24]. Fue
Winckelmann en Alemania, al que muchos consideran el creador de
la historia moderna sobre el arte[25], quien escribió las Reflexiones
sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura, y
quien pedía, no sin cierta efusión, imitar a los antiguos: «El único
camino que nos queda a nosotros para ser grandes, incluso
inimitables si ello es posible, es el de la imitación de los
Antiguos»[26]. En Grecia, donde la belleza se mostraba sin velos, el
modelo fue una naturaleza espiritual que había que reproducir[27].
Imitar la naturaleza era «imitar la exactitud en el contorno que sólo
de los griegos se puede aprender»[28]. De este modo, Winckelmann
percibió que la superioridad de las obras de arte griegas residía en
una noble sencillez y en una serena grandeza, tanto en la actitud
como en la expresión. Aún en el seno de todas las pasiones, la
expresión en la figura de los griegos revelaba un alma grande y
equilibrada. Ésta era el alma de Laocoonte, oculta tras violentos
sufrimientos. Su sencillez consistía en manifestar su sufrimiento, no
mediante aparatosos gritos, sino mediante un gemido angustioso y
acongojado. Sufría, dice Winckelmann, como el Filoctetes de
Sófocles: «Su miseria nos alcanza hasta el alma, pero desearíamos
poder soportar la miseria como este gran hombre»[29]. Así pues, la
serena grandeza y la noble sencillez eran logros individuales, efectos
que el artista podría alcanzar en virtud de la imitación de los
Antiguos[30].

La imitación resumía todo el ideal de belleza griega, y constituyó


un concepto central en la obra de Winckelmann, pues su Historia del
arte en la antigüedad se desarrolla de acuerdo con una línea
progresiva que avanza desde un arte primitivo, se desenvuelve luego
entre egipcios, fenicios, persas y etruscos —y el lector no puede
dejar de tener en cuenta cuánto debe el arte simbólico de Hegel a
este esquema de Winckelmann— para alcanzar, finalmente, todo su
esplendor en el arte griego. Pues bien, cuando Fidias inicia el estilo
sublime y Praxíteles, el estilo bello, que llega luego a su cumbre con
Lisipo y Apeles, el arte griego está presto para iniciar su decadencia.
La decadencia es dentro de los griegos el estilo imitativo[31], pero el
estilo imitativo es a su vez la aspiración suprema del clasicismo. Se
ve bien que el alejamiento de la universalitas armónica del
clasicismo era ya un hecho irreversible, aun dentro del propio
psicologismo. Sin embargo, este alejamiento tuvo que ser
completado desde otra perspectiva. Y esa otra perspectiva no podía
ser otra que la de Lessing.

Cuando Eustaquio Barjau editó Laocoonte, comenzó recordando


un tópico de la actitud intelectual de Lessing tomado de una de sus
cartas a Mendelssohn: si Dios le ofreciera en su mano derecha la
posesión de la verdad, y en su izquierda el afán por ir siempre en pos
de ella, no vacilaría en escoger el último regalo, aún al precio de
tener que andar siempre errante en esta búsqueda. Tal actitud de
Lessing nos hace suponer en él una extraordinaria desmesura vital
que no le permitía aceptar la Naturaleza en calma de Winckelmann,
ni admitir que en el seno de las grandes pasiones pudiera haber una
alma equilibrada. A esta actitud vital habría que añadir, además, otra
no menos importante. Es lo que yo llamaría el ahondamiento en las
claves del sentimentalismo y del subjetivismo individualizado, esto
es, y para decirlo muy brevemente, la liquidación definitiva de
cualquier ideal de la mathesis. Era un hecho tan trascendente que
abrió de par en par las puertas al advenimiento de una estética
sistemática. Llamo, naturalmente, estética sistemática a la
arquitectónica de leyes trascendentales sobre el gusto que Kant
redactó definitivamente en su Crítica del juicio. Sin duda que Kant
tuvo una gran suerte de vivir en esa época. Para ello Lessing plantea
un problema de primera magnitud: ¿cuáles son las fronteras entre la
poesía y la pintura? Desde el primer momento recuerda que el
término pintura lo utiliza ampliamente para designar las artes
plásticas en general, y que usa poesía para designar toda forma de
mimesis en el tiempo. Y, rápidamente, aborda el problema de
Winckelmann. Lessing maneja entonces los dos Laocoonte: se fija en
el grupo plástico alejandrino en el que el artista no deja gritar a su
figura de mármol y se fija en el Laocoonte poético, el que refleja
Virgilio en el segundo Canto de la Eneida, el cual lanza un grito
terrible al cielo. Un gemido angustiado y oprimido frente a un grito
de dolor, ¿por qué esta diferencia? El griego, dice Lessing, «sentía y
temía; exteriorizaba sus dolores y sus penas; no se avergonzaba de
ninguna de las debilidades humanas; sin embargo, ninguna de ellas
podía apartarle del camino del honor y del cumplimiento del
deber»[32]. Si Homero quiere enseñarnos que únicamente el griego
civilizado puede al mismo tiempo llorar y ser valiente, no es por una
grandeza de ánimo por lo que el artista se ha abstenido de hacer
gritar a su figura de mármol. Tiene que haber tenido, dice Lessing,
«otra razón para apartarse aquí de su rival, el poeta, que, de una
forma totalmente deliberada, expresa el dolor por medio de
gritos»[33]. Así pues, hay que superar la serenidad o la sencillez de
Winckelmann para entender por qué el artista no deja gritar a su
figura de mármol. Esta figura no grita porque el grupo escultórico
desarrolla su ley en el espacio. Pero el Laocoonte poético, que grita
terriblemente, lo hace porque desarrolla su ley en el tiempo[34].
Habrá que invertir el Ut pictura poesis de Horacio. La poesía no
puede pintar cuadros porque sus leyes son diferentes. La poesía es
superior a la pintura. Espacio y tiempo abren, por tanto, la
hendedura de la libre individualidad y dejan definitivamente rota la
universalidad armónica del clasicismo. Este ahondamiento individual
es el que permite hacer uso de la fantasía e incorporar la
discordancia de la fealdad de las formas[35]. Muy pronto espacio y
tiempo serán a priori subjetivos de la crítica de Kant.

Una vez roto el ideal de la universalidad armónica, no fue


suficiente sólo el reemplazamiento de verdades por verosimilitudes,
sino que la propia verosimilitud estaba sujeta a la capacidad de
distorsión que la poesía en el tiempo y la pintura en el espacio
permitían al ejercicio de la imaginación individual. El ideal de la
mathesis armónica había quedado definitivamente hecho añicos[36].
Pero lo que más me interesa destacar es que estas dos
interpretaciones sobre la antigüedad determinaron las técnicas, los
métodos y hasta el modo de configurarse la filología durante la
modernidad, y así, unas veces de manera explícita y otras de forma
subyacente, ambas interpretaciones lograron situarse en el centro
mismo de la discusión sobre el concepto de la
Altertumswissenschaft. Winckelmann y Lessing, la forma fría del
mármol incapaz de chillar y la algarabía que promueve un grito de
dolor que llega al cielo, son el Homero y el Arquíloco de los que
hablaba el joven Nietzsche, la estética de las formas mezcladas con
un sueño ebrio. Lessing es el nervio griego que Nietzsche hereda en
su concepción helénica del mundo a través de Schlegel y de los
filólogos románticos de la cosa. El ataque a Winckelmann, del que
Nietzsche también sabía que era el origen de la filología de la
palabra, se convirtió en una constante en su obra. Primero, de forma
velada, al reclamar en Nosotros, los filólogos (Aforismo 134) que la
sencillez de la antigüedad, como la sencillez de estilo, era lo más alto
que se podía aprender y, por consiguiente, lo último que se debía
imitar, o también en el Gay Saber (Aforismo 80), cuando recordó la
difícil relación entre vehemencia y elocuencia: «Nos encanta si el
héroe trágico encuentra palabras, razones, ademanes sugestivos y,
en conjunto, una clara ingeniosidad allí donde la naturaleza se
aproxima a los abismos, donde el hombre real pierde la cabeza la
mayoría de las veces». Pero, en los últimos años, las alusiones son ya
continuas y muy directas. En el Crepúsculo, tras manifestar que él
fue el primero en comprender el instinto helénico más antiguo
(Dioniso) como una demasía de fuerza, se dirige al famoso filólogo de
la palabra, el alemán Lobeck, autor de obras de gramática y de
lexicografía, al cual tuvo que leer en sus años de estudiante en
Pforta, para acusarlo de científico frívolo e infantil hasta la náusea y
de una pobreza de instinto propia de una rata desecada entre libros.
En cierto modo, Lobeck, profesor de Konigsberg, y discípulo de Voss
—el que polemizó con Müller—, era autor de una obra importante, el
Aglaophamus (1829), en la que se recogía una gran cantidad de
materiales órficos, tan útiles luego para la interpretación de
Rohde[37]. En ese contexto es en el que Nietzsche sitúa a
Winckelmann, pues a continuación resalta las diferencias que
mantiene con Winckelmann y Goethe, ya que éstos sostenían una
visión de lo griego absolutamente incompatible con lo orgiástico
dionisíaco, clave de la polémica entre Müller y Voss. Goethe, llega a
decir Nietzsche, «no entendió a los griegos», y ni él ni Winckelmann
pudieron comprender que el instinto helénico de la vida conoce el
placer de crear aliado al «tormento de las parturientas». En la
Voluntad de poder, uno de los libros póstumos sacados por Elisabeth
del Archivo Nietzsche, una y otra vez necesita Nietzsche aludir al
mismo concepto: «Los griegos de Winckelmann y de Goethe, los
orientales de Hugo, los personajes del Edda, puestos en música por
Wagner; los ingleses del siglo XIII, de Walter Scott, cualquier día se
descubrirá toda la comedia. Todo esto fue, históricamente, falso por
encima de todo, "pero" moderno» (Aforismo 825).

Si quisiéramos recapitular nuestra formulación hasta el momento,


podríamos hacer el siguiente esquema en un árbol genealógico de la
filología moderna:
Si no tuviéramos en cuenta el material epigráfico dejado como
legado, los grandes maestros de esta historia hasta que apareció el
princeps fueron Wolf y Ritschl. Wolf porque dejó a todos sus
discípulos como herencia nada menos que el problema de Homero. Y
Ritschl porque, sin dejar tras de sí una obra a la que se pueda
calificar de importante, tuvo lo que ninguno de los demás tuvieron:
alumnos, un Seminario lleno de alumnos[38]. Así pues, la polémica
entre Winckelmann y Lessing, la disputa entre clásico y romántico, la
Eumenidenstreit y la Philologenkrieg precedieron a la última disputa,
la conocida como Polémica sobre El nacimiento de la tragedia, que
fue el comienzo de la desaparición definitiva de una de las dos
maneras de hacer filología dentro de la Altertumswissenschaft, como
demostraré en mi «Defensa del Gran Estilo: Rohde y la filología del
espíritu», que precederá a la edición de E. Rohde, Psique.

NOTAS:
[1] Si bien hablé por primera vez de exégesis en M. Crespillo, Historia y mito de la
lingüística transformatoria, Taurus, Madrid, 1986, tengo que reconocer que por
entonces tenía una idea bastante confusa sobre ese concepto. Aunque algo
después demostré su valor literario cuando procedí al análisis de los cuentos de
Calviño —los resultados fueron: «Julio Calviño, fabulador del vacío», AnMal, XI, 2,
1987, págs. 369-404 y «La teoría del vacío literario en los cuentos de Julio
Calviño», Cuadernos Hispanoamericanos, 467, 1989, págs. 148-155—, no lo retomé
globalmente hasta que escribí «Teoría del comentario de textos», AnMal, XV, 1-2,
1992, págs. 137-171. Fue aquí cuando definitivamente adquirí conciencia de la
necesidad de identificar las exégesis con los procedimientos de la vieja filología del
espíritu. El año 1994 ha sido muy esperanzador. Escribí «La actividad de la
filología a la luz de la experiencia de Nietzsche», Philosophica Malacitana, 1994,
Sup. nº 2, págs. 13-38; «Fundamentos de exégesis lingüística», elua, 1994, 10,
págs. 67-90 ; La mirada griega (Exégesis sobre la idea de extravío trágico), Ágora
(Col. Hybris), Málaga, 1994 y el trabajo que el lector tiene entre sus manos, que es
un adelanto de mi «Defensa del Gran Estilo: Rohde y la filología del espíritu», el
cual aparecerá el próximo año como introducción a la edición de E. Rohde, Psique
(El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos), Ágora
(Col. Hybris), Málaga, 1995, en prensa. Con la difusión de este estudio albergo la
esperanza de convencer a muchos de mis colegas que todavía permanecen
remisos.

[2] N. Michel, El instante persuasivo de la novela (Ensayos metafóricos), Ágora


(Col. Hybris), Málaga, 1995, en prensa.

[3] Cf. R. Pfeiffer, Historia de la filología clásica, Gredos, Madrid, 1981, vol. II; U.
von Wilamowitz-Möllendorff, Geschichte der Philologie, Leipzig, 1919; inicialmente
la Historia de la Filología de Wilamowitz apareció como primer cuaderno del tomo
I de la ingente obra en 3 volúmenes dirigida por A. Gercke y E. Norden, Einleitung
in die Altertumswissenschaft, Teubner, Leipzig, 1919; U. von Wilamowitz-
Möllendorff , Erinnerungen, 1848-1914, Koehler, Leipzig, 1928; W. Kroll, Historia
de la filología clásica, Labor, Barcelona, 1928; Gaetano Righi, Breve storia della
Filologia Classica, Sansoni, Florencia, 1967.

[4] El artículo «Afterphilologie» ha sido traducido como «Pseudofilología» por Luis


de Santiago Guervós, editor del libro de E. Rohde, U. von Wilamowitz-Möllendorff y
R. Wagner, Nietzsche y la polémica sobre El nacimiento de la tragedia, Ágora (Col.
Hybris), Málaga, 1994. En este mismo libro se recogen de E. Rohde la Reseña (no
publicada en su tiempo) para la Litterarische Centralblatt y la Comunicación en la
Norddeutsche Allgemeine Zeitung sobre El nacimiento de la tragedia. Respecto a
La novela griega no existe por el momento traducción española. Vid. E. Rohde, Der
griechische Roman und seine Vorläufer, Leipzig, 1876. Desde la 3ª edición de 1914
el libro contiene un apéndice de W. Schmid. Sobre Psique, la reedición de Ágora es
traducción de la 2ª edición alemana Psyche. Seelencult und
Unsterblichkeitsglaube der Griechen, Heidelberg, 1897, completada por la edición
de Darmstadt de 1961, que publicó Wissenschaftliche Buchgesellschaft.

[5] Cf. R. Bohley, «Über die Landesschule zur Pforte: Materialen aus der Schulzeit
Nietzsches», en Nietzsche Studien, 5, 1976, págs. 298-320 y Sander L. Gilmann,
«Pforta zur Zeit Nietzsches», en Nietzsche Studien, 8, 1979, págs. 398-426.

[6] M. Gregor-Dellin, Richard Wagner, Alianza Música, Madrid, 1983, II, págs. 476
y sigs. El encuentro se relata en la carta de Nietzsche a Rohde, fechada en Leipzig
el 9 de Noviembre de 1868, en la que se describen los detalles. Cf. F. Nietzsche,
Correspondencia, Aguilar, Madrid, 1989; F. Nietzsche, Sämtliche Briefe. Kritische
Studienausgabe (Herausgegeben de Giorgio Colli y Mazzino Montinari), W. de
Gruyter, Berlín, 1980. La edición de Colli y Montinari de las Sämtliche Briefe la ha
reeditado Deutscher Taschenbuch Verlag (dtv), Múnich, 1994. Asimismo en el vol.
II de F. Nietzsche, Gesammelte Briefe, Insel Verlag, Leipzig, 1903, se recoge la
correspondencia con Erwin Rohde.

[7] Cf. F. Nietzsche, Ecce Homo (ed. de A. Sánchez Pascual), Alianza, Madrid,
1991, pág. 52: «Un día fui catedrático de Universidad —nunca había pensado ni de
lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía yo veinticuatro años—. Y así
un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo
filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro
Ritschl para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl —lo digo con
veneración—, el único docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. Él
poseía aquella agradable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la
que incluso un alemán se vuelve simpático)».

[8] C. P. Janz, Friedrich Nietzsche. I. Infancia y juventud, Alianza Universidad,


Madrid, 1987, 4 vols., pág. 155.

[9] Cf. M. Crespillo, Historia y mito, págs. 169 y sigs., y «Teoría del comentario de
textos», pág. 162.

[10] Cf. M. Crespillo, «Fundamentos», pág. 75.

[11] Cf. E. Hübner, Bibliographie der klassischen Altertumswissenschaft, Berlín,


1889; A. Gercke y E. Norden, Einleitung, op. cit.; Bertholet, Meissner, Pfeiffer,
Sethe y Hartmann, Geschichte der Altertumswissenschaft, vol. II de la gran
enciclopedia de Iw. von Müller, Handbuch der
Altertumswissenschaft (ed. al cuidado de W. Otto), Beck, Múnich, 1913; W. Kroll,
Die Altertumswissenschaft im letzten Vierteljahrhundert, Leipzig, 1905; Pauly-
Wissowa, Realenzyklopädie der klassischen Altertumswissenschaft, Leipzig, 1928;
F. Lübker, Lexicon der klassischen Altertumswissenschaft, Leipzig, 1914.

[12] Esta imagen total eran tan imaginativa, pero a la vez tan inusual en el mundo
de la filología, que le permitió reconstruir gran número de trilogías perdidas en sus
Tragedias griegas en relación con el ciclo épico (1839-1841).

[13] Cf. J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Iberia, Barcelona,


1983; Reflexiones sobre la historia universal, FCE, México, 1943; Historia de la
cultura griega, Iberia, Barcelona, 1974, 5 vols.

[14] Cf. M. Mayrhofer, Zu einer Deutung des Zarathustra-Namens in Nietzsches


Korrespondenz, Beiträge zur Alten Geschichte und deren Nachleben, De Gruyter,
Berlín, 1970. Como dice E. Rohde, Psique, pág. 384: «Desde que se ha convenido el
"simbolismo" antiguo en el sentido de Creuzer o de Schelling, algunos mitólogos e
historiadores modernos de la religión mantienen firmemente la creencia de que en
los espectáculos de los misterios de Eleusis, la "religión natural", descubierta por
ellos, celebraba verdaderas orgías».

[15] Vid. J. J. Bachofen, Symbolik und Mythologie der alten Völker, Leipzig y
Darmstadt, 1836-1843, y El matriarcado, Akal, Madrid, 1987. Sus obras,
incluyendo La inmortalidad de la teología órfica, pueden encontrarse en
Gesammelte Werke, Schwabe und Co. Verlag, Basilea-Stuttgart, 1967.

[16] Vid. C. P. Janz, Friedrich Nietzsche. II. Los diez años de Basilea 1869-1879,
pág. 179.

[17] Cf. M. Barrios Casares, op. cit., pág. 98.


[18] M. Barrios Casares, loc. cit., pág. 102 y E. Howald, Friedrich Nietzsche und
die klassische Philologie, Gotha, 1920. También M. Bindschedler, Nietzsche und
die poetische Luge, Basilea, 1954.

[19] Cf. C. Bursian, Geschichte der klassischen Philologie in Deutschland, Múnich,


1883.

[20] Cf. M. Crespillo, La mirada griega, pág. 50.

[21] M. Barrios Casares, op. cit., pág. 108. Cf. M. L. Baeumer, «Das moderne
Phänomen des Dionysischen und seine "Entdeckung" durch Nietzsche» en
Nietzsche-Studien, 6, 1977, páginas 123-153 y E. Behler, «Die Auffassung des
Dionysischen durch die Brüder Schlegel und Friedrich Nietzsche», en Nietzsche-
Studien, 12, 1983, págs. 335-354.

[22] He explicado detalladamente las consecuencias poéticas de este


enfrentamiento durante la primera y la segunda modernidad en mi artículo «La
literatura como disolución», Analecta Malacitana, XVI, 2, 1993, págs. 267-290.

[23] Cf., por ejemplo, M. Crespillo, «La actividad de la filología», págs. 26-27.

[24] Cf. B. Bosanquet, Historia de la estética, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970,
págs. 21 y sigs. Sobre el cambio de sentido y los diversos significados adquiridos
en la historia del concepto mimesis, cf. W. Tatarkiewicz, Historia de seis ideas,
Tecnos, Madrid, 1987, págs. 301 y sigs. De la riqueza y variedad del concepto,
incluso en la contemporaneidad, puede dar idea el capítulo VI de Stefan Morawski,
Fundamentos de estética, Península, Barcelona, 1977, donde la mimesis es ya una
«categoría axiológica artístico-cognitiva».

[25] Esto es así incluso en la actualidad. Por ejemplo, en el libro de Moshe Barash,
Teorías del arte. De Platón a Winckelmann, Alianza, Madrid, 1991, Winckelmann
marca aún la frontera en la forma de hacer historia del arte.

[26] Cf. J. J. Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la


pintura y en la escultura, Península, Barcelona, 1987, pág. 18. Por las mismas
fechas, en 1757, E. Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas
acerca de lo sublime y de lo bello, Tecnos, Madrid, 1987, pág. 37, decía que «todo
lo aprendemos mediante la imitación mucho más que por precepto; y lo que
aprendemos así, no sólo lo adquirimos más eficazmente, sino más
placenteramente. La imitación forma nuestras costumbres, nuestras opiniones y
nuestras vidas. Es uno de los vínculos más fuertes de la sociedad; es una especie
de mutua condescendencia, que todos los hombres se rinden unos a otros sin
reservas, y que es extremadamente halagadora para todos. De ahí es de donde la
pintura y otras muchas artes agradables han extraído uno de los principales
fundamentos de su poder».

[27] «La regla impuesta por los tebanos a sus artistas —"reproducir la naturaleza
lo mejor posible, so pena de sanción"— fue observada también como ley por otros
artistas en Grecia» (J. J. Winckelmann, op. cit., pág. 26).

[28] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 31.

[29] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 37.

[30] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 40: «La noble sencillez y la serena grandeza
de las estatuas griegas son a la vez el auténtico carácter distintivo de los escritos
de su mejor época, de los escritos de la escuela de Sócrates; y son éstas las
propiedades que constituyen la superior grandeza de Rafael, grandeza que alcanzó
en virtud de la imitación de los Antiguos».

[31] «Cuando las proporciones y las formas habían sido llevados a su mayor grado
de perfección, de modo que nada se podía añadir ni eliminar sin incurrir en una
falta, no pudo elevarse más el concepto de la belleza. Y el arte, que como todas las
cosas del mundo no puede permanecer quieto, al no poder avanzar, tuvo que
retroceder. Las imágenes de los dioses y héroes estaban en todas las posturas y
actitudes imaginables, y resultaba harto difícil crear algo nuevo, con lo que se
abrió camino la imitación. Pero ésta limita el espíritu, y del mismo modo que era
imposible superar un Praxíteles o un Apeles, también resultó difícil alcanzar su
arte, y el imitador quedó siempre por debajo del imitado» (J. J. Winckelmann,
Historia del arte en la antigüedad, Iberia, Barcelona, 1967, págs. 175-176). Cf.
también J. J. Winckelmann, Lo bello en el arte, Nueva Visión, Buenos Aires, 1964.

[32] G. E. Lessing, Laocoonte (ed. de Eustaquio Barjau), Editora Nacional, Madrid,


1977, pág. 44.

[33] Cf. G. E. Lessing, loc. cit., pág. 46.

[34] G. E. Lessing, loc. cit., pág. 165: «Mi razonamiento es el siguiente: [...] la
pintura, para imitar la realidad, se sirve de medios o signos completamente
distintos de aquellos de los que se sirve la poesía —a saber, aquélla, de figuras y
colores distribuidos en el espacio, ésta, de sonidos articulados que van
sucediéndose a lo largo del tiempo— [...] Los objetos yuxtapuestos, o las partes
yuxtapuestas de ellos, son lo que nosotros llamamos cuerpos. En consecuencia, los
cuerpos, y sus propiedades visibles, constituyen el objeto propio de la pintura. Los
objetos sucesivos, o sus partes sucesivas, se llaman, en general, acciones. En
consecuencia, las acciones son el objeto propio de la poesía».

[35] G. E. Lessing, loc. cit., págs. 229 y sigs. y B. Bosanquet, op. cit., págs. 264 y
sigs. Pero también abre otras discordancias, como, por ejemplo, la de la muerte.
Cf. G. E. Lessing, Cómo los antiguos se imaginaban la muerte y Sobre los elpísticos
en La ilustración y la muerte. Dos tratados (ed. de Agustín Andreu), CSIC, Debate,
Madrid, 1992.

[36] Esto hace a J. Jiménez, Imágenes del hombre, Tecnos, Madrid, 1986, págs. 304
y sigs. pensar que podríamos encontrar en Laocoonte un esbozo de semiótica de
las artes y que «es precisamente la arbitrariedad de la imagen, su carácter
convencional, lo que hace posible establecer una unidad institucional, cultural,
antropológica, de las artes, sin fundamentarla en la noción de sistema». Cf.
también R. Assunto, La antigüedad como futuro, Visor, Madrid, 1990.

[37] Y para no ser injusto en este lugar, habrá que reconocer, contra Nietzsche,
cómo Rohde, al hablar de «Los misterios de Eleusis», define el texto de Lobeck
como un «maravilloso trabajo clarificador» que se desembarazó «tajantemente de
toda una serie de opiniones» (Cf. E. Rohde, Psique, pág. 383).

[38] Cf. O. Ribbeck, Ritschl, Leipzig, 1879-1881.

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