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1. Introducción
La palabra ‘Hugo’ es un nombre propio. Se supone que mediante este nombre nos referimos a una persona determinada,
a una entidad concreta y singular cuyo nombre es ‘Hugo’. De la entidad concreta y singular, o de la persona, cuyo
nombre es ‘Hugo’ podemos decir que es un hombre, que es alto, que es pelirrojo. Los términos ‘hombre’, ‘alto’,
‘pelirrojo’ son usados para calificar a Hugo. Son nombres comunes usados no para nombrar a una entidad singular, sino
de un modo universal. ‘Hombre’, ‘alto’, ‘pelirrojo’ son nombres llamados ‘universales’.
Tradicionalmente, los universales fueron llamados “nociones genéricas”, “ideas” y “entidades abstractas”. Otros
ejemplos de universales son “el león”, “el triángulo”, “4” (el número cuatro, escrito mediante la cifra ‘4’). Ha sido
frecuente contraponer los universales a los “particulares” y estos últimos han sido equiparados con entidades concretas o
singulares.
Un problema capital respecto a los “universales” es el de su status ontológico. Se trata de determinar qué clase de
entidades son los universales, es decir, cuál es su forma peculiar de “existencia”. Aunque, por lo dicho, se trata
primordialmente de una cuestión ontológica, ha tenido importantes implicaciones y ramificaciones en otras disciplinas: la
lógica, la teoría del conocimiento y hasta la teología. La cuestión ha sido planteada con frecuencia en la historia de la
filosofía, especialmente desde Platón y Aristóteles, pero como fue discutida muy intensamente durante la Edad Media
suele colocarse en ella el origen explícito de la llamada cuestión de los universales.
Que sea durante la Edad Media cuando este problema fue debatido con mayor intensidad se debe a que de su solución
dependía la determinación del fundamento ontológico del hombre individual, de capital importancia para la teología y la
mentalidad religiosa de la época. Pues, junto con la filosofía griega, que concibe el pensar la esencia de las cosas en
relaciones generales, la doctrina medieval hereda la metafísica neoplatónica, que equipara los grados de la generalidad
lógica con las diversas intensidades axiológicas del ser: Dios es lo absolutamente universal y, por consiguiente, lo
absolutamente real. Pero entonces se plantea el problema de si el individuo (lo opuesto a lo general) es real o qué clase
de realidad le compete.
La cuestión surgió con particular agudeza desde el instante en que se consideró como un problema capital el planteado en
la traducción que hizo Boecio de la Isagoge de Porfirio. El filósofo neoplatónico escribió lo siguiente: “Como es
necesario, Crisaoro, para comprender la doctrina de las categorías de Aristóteles, saber lo que es el género, la diferencia,
la especie, lo propio y el accidente, y como este conocimiento es útil para la definición y, en general, para todo lo que se
refiere a la división y la demostración, cuya doctrina es muy provechosa, intentaré en un compendio y a modo de
instrucción resumir lo que nuestros antecesores han dicho al respecto, absteniéndome de cuestiones demasiado profundas
y aun deteniéndome poco en las más simples. No intentaré enunciar si los géneros y las especies existen por sí mismos o
en la nuda inteligencia, ni, en el caso de subsistir, si son corporales o incorporales, ni si existen separados de los objetos
sensibles o en estos objetos, formando parte de los mismos. Este problema es excesivo y requeriría indagaciones más
amplias. Me limitaré a indicar lo más plausible que los antiguos y, sobre todo, los peripatéticos han dicho razonablemente
sobre este punto y los anteriores” (Isagoge, I, 16). Boecio se refiere a estas palabras de Porfirio y las comenta en la
llamada “Secunda editio” de sus comentarios a las Categorías: Commentarii in librum Aristotelis PERI ERMHNEIAS,
Libro I).
El problema puede plantearse del siguiente modo: Aunque lo que vemos y lo que tocamos son cosas particulares, cuando
pensamos esas cosas no podemos por menos de utilizar ideas y palabras generales, como cuando decimos, “ese objeto
particular que veo es un árbol, un olmo, para ser más preciso”. Semejante juicio afirma de un objeto particular que es de
una determinada clase, que pertenece al género árbol y a la especie olmo; pero está claro que puede haber muchos objetos,
aparte del que realmente percibimos ahora, a los que pueden ser aplicados los mismos términos, que pueden ser
subsumidos bajo las mismas ideas. En otras palabras, los objetos exteriores a la mente son individuales, mientras que los
conceptos son generales, de carácter universal, en el sentido de que se aplican indistintamente a una multitud de
individuos. Pero, si los objetos extramentales son particulares y los conceptos humanos son universales, está clara la
importancia que tiene el descubrir la relación entre aquéllos y éstos. Si el hecho de que los objetos subsistentes son
individuales y los conceptos son generales significa que los conceptos universales no tienen fundamento en la realidad
extramental, si la universalidad de los conceptos significa que éstos son meras ideas, entonces se crea una brecha entre el
pensamiento y los objetos, y nuestro conocimiento, en la medida en que éste se expresa en conceptos y juicios
universales, es cuando menos, de dudosa validez. El científico expresa su conocimiento en términos abstractos y
universales, y si esos términos no tienen fundamento en la realidad extramental, su ciencia es una construcción arbitraria,
que no tiene relación alguna con la realidad. Pero en la medida en que los juicios humanos son de carácter universal, o
comprenden conceptos universales, el problema ha de extenderse al conocimiento humano en general, y si la cuestión
relativa a la existencia de fundamento universal de un concepto universal es contestada negativamente, el resultado debe
ser el escepticismo.
El problema puede plantearse de varias maneras. Puede plantearse, por ejemplo, de esta forma: “¿Qué es lo que
corresponde, si hay algo que corresponda, en la realidad extramental, a los conceptos universales que se dan en la
mente?”. Ese modo de abordar el problema puede llamarse el ontológico, y fue en esa forma como los primeros
medievales discutieron la cuestión. Puede también preguntarse cómo se forman nuestros conceptos universales. Ésa es la
manera psicológica de abordar el problema. Si suponemos una solución conceptualista, se puede preguntar cómo es que
el conocimiento científico, que es un hecho para todos los fines prácticos, es posible; pero sea cual sea la forma que
adopte el modo como se plantee, el problema es de una importancia fundamental pues tiene relación con el problema del
conocimiento humano, si éste es posible y, caso de ser posible si puede ser de tipo objetivo o necesariamente habrá de ser
un conocimiento de tipo subjetivo.
2. El realismo
Nombre que se da por lo común al realismo extremo. Según el mismo, los universales existen realmente; su existencia es,
además, previa y anterior a la de las cosas o, según la fórmula tradicional, universalia ante rem. Si así no ocurriera,
arguyen los defensores de esta posición, sería imposible entender ninguna de las cosas particulares. En efecto, estas cosas
particulares están fundadas (metafísicamente) en los universales. El modo de fundamentación es muy discutido.
El primer autor que adoptó una teoría realista de los universales fue Platón; el realismo ha sido por ello llamado a veces
“realismo platónico” o “platonismo”. Sin embargo, la doctrina platónica es compleja y no puede simplemente
identificarse con una posición realista y menos todavía con el realismo absoluto o exagerado. Se atribuye a Aristóteles
una posición realista moderada que coincide en gran parte con el conceptualismo, pero aquí también debe tenerse en
cuenta que se trata de una simplificación y en buena medida de una cierta interpretación de la posición aristotélica. El
realismo agustiniano tiene mucho de platónico, hasta el punto de que ha calificado con frecuencia de “realismo
platónico-agustiniano”; su característica principal consiste en que “sitúa”, por así decirlo, los universales (o ideas) en la
mente divina en vez de considerarlos como existiendo en un mundo supraceleste o inteligible. Realista en sentido muy
próximo al agustiniano fue en la Edad Media San Anselmo y realista extremo suele considerarse a Guillermo de
Champeaux. Sin embargo, este último mantuvo una teoría que puede calificarse asimismo de “realismo empírico”. Según
el mismo, los universales no existen por sí fuera de los individuos ni fuera de la mente divina, sino que existen en los
mismos individuos fuera de toda consideración mental de ellos.
Pedro Abelardo manifestó que los entes universales pueden entenderse de dos maneras. Una de ellas es la que los concibe
essentialiter o en su esencia; la otra, la que los concibe indifferentero por no-diferencia. En el primer caso, la diferencia
se une al género para formar la especie, al modo como una forma se une a una materia. Las formas son en este caso
accidentes que se unen a la materia genérica, dispuesta a recibirlos. En el segundo caso lo universal no lo es en su esencia,
sino en su indiferencia. Como la universalidad consiste entonces en la mera no distinción de las cosas singulares, resulta
que las especies pueden ser definidas como la indiferencia de los individuos. A la vez la última concepción puede
entenderse de dos modos. O se considera la especie en extensión, y entonces todos los individuos convienen juntamente,
o se considera en comprensión (intención), y entonces se concibe cada individuo en tanto que “conviene con los demás”.
Si lo primero, todos los individuos juntos no forman la especie. Si lo segundo, ningún individuo es la especie.
2.1 Platón
Platón da por supuesto desde el comienzo que el conocimiento es algo que se puede alcanzar y que debe ser 1º) infalible
y 2º) acerca de lo real. El verdadero conocimiento ha de poseer a la vez ambas características, y todo estado de la mente
que no pueda reivindicar su derecho a ambas en imposible que sea verdadero conocimiento. Platón acepta de Protágoras
la creencia en la relatividad de los sentidos y de la percepción sensible, pero no admite un relativismo universal: al
contrario, el verdadero conocimiento, absoluto e infalible, es alcanzable, pero no puede ser lo mismo que la percepción
sensible, que es relativa, ilusoria, y está sujeta al influjo de toda clase de influencias momentáneas tanto de la parte del
sujeto como de la del objeto. Acepta también la opinión de Heráclito de que los objetos de la percepción sensible, objetos
particulares, individuales y sensibles, están siempre cambiando, en perpetuo fluir, y, por ello, no pueden ser objetos de
verdadero conocimiento. Acense y se destruyen sin cesar, su número es indefinido, resulta imposible encerrarlos en los
claros límites de la definición, no pueden llegar a ser objetos del conocimiento científico. Pero Platón no saca la
conclusión de que no haya cosas capaces de ser objetos de verdadero conocimiento, sino que sólo concluye que las cosas
particulares y sensibles no pueden ser los objetos que busca. El objeto de verdadero conocimiento ha de ser estable y
permanente, fijo, susceptible de definición clara y científica, cual es la del universal.
Si examinamos los juicios con los que pensamos alcanzar el conocimiento de lo que es esencialmente estable y constante,
hallamos que son juicios que versan sobre conceptos universales. Si analizamos, por ejemplo, este juicio: “La
Constitución ateniense es buena”, hallaremos que el elemento esencialmente estable que entra en él es el concepto de la
bondad. Después de todo, la Constitución ateniense podría modificarse hasta tal punto que ya no hubiésemos de
calificarla de buena, sino de mala. Esto supone que el concepto de bondad sigue siendo el mismo, pues si llamamos
“mala” a la Constitución modificada, ello sólo puede deberse a que la juzgamos en relación con un concepto fijo de
bondad.
Además, el conocimiento científico, tal como Sócrates lo vio, aspira a dar con la definición, a lograr un saber que
cristalice y se concrete en una definición clara e inequívoca. Un conocimiento científico de la bondad, por ejemplo, debe
poder resumirse en la definición: “La bondad es ...”, mediante la cual exprese la mente la esencia de la bondad. Pero la
definición atañe al universal. De aquí que el verdadero conocimiento sea el conocimiento del universal. Es el concepto
universal el que cumple los requisitos necesarios para ser objeto del verdadero conocimiento. El conocimiento del
universal supremos será el conocimiento más elevado, mientras que el “conocimiento” de lo particular será el grado más
bajo del “conocer”.
Ahora bien, si el verdadero conocimiento es el de los universales, ¿no se sigue de aquí que el verdadero conocimiento es
el conocimiento de lo abstracto, de lo “irreal”?. No. Lo esencial de la doctrina de Platón sobre las Formas o Ideas se
reduce a esto: que el concepto de universal no es una forma abstracta desprovista de contenido o de relaciones objetivas,
sino que a cada concepto universal verdadero le corresponde una realidad objetiva. Lo esencial de la teoría platónica de
las Ideas no ha de verse en la noción de la existencia “separada” de las realidades universales, sino en la creencia de que
los conceptos universales tienen referencias objetivas y de que la realidad que les corresponde es de un orden superior al
de la percepción sensible en cuanto tal.
A los ojos de Platón, el objeto del verdadero conocimiento debe ser estable, permanente, objeto de la inteligencia y no de
los sentidos, y estas exigencias las cumple el universal, en la medida en que atañe al más alto estado cognoscitivo. La
epistemología platónica implica que los universales que concebimos con el pensamiento no están faltos de referencias
objetivas.
En la República se da por supuesto que toda pluralidad de individuos que posee un nombre común tiene también su
correspondiente Idea o Forma. Esta Forma es el universal, la naturaleza o cualidad común que se aprehende en el
concepto. Los conceptos universales no son meramente subjetivos, sino que en ellos aprehendemos esencias objetivas.
Para Platón, lo que capta la realidad es el pensamiento, de modo que los objetos del pensar (en cuanto opuestos a los de la
percepción sensible), esto es, los universales, han de tener realidad. ¿Cómo podrían ser captados y constituir el objeto del
pensamiento si no fuesen reales? Nosotros los descubrimos: no son simples invenciones nuestras, sino esencias objetivas.
A esas esencias objetivas Platón les dio el nombre de Ideas o Formas.
En nuestro lenguaje común, Idea se refiere a un concepto subjetivo de la mente; en cambio, cuando Platón habla de las
Ideas o Formas, se refiere a los contenidos objetivos de nuestros conceptos universales, a sus referencias a la realidad. En
nuestros conceptos universales aprehendemos las esencias objetivas, y a estas esencias objetivas es a las que Platón
aplicaba el término de “Ideas”.
Ahora bien, ¿qué entiende Platón por “Ideas”?.
En el Fedón sugiere Platón que la verdad no puede alcanzarse mediante los sentidos corporales, sino únicamente
mediante la razón, que aprehende las cosas que “en realidad son”. ¿Cuáles son estas cosas que “son en realidad”, que
poseen el verdadero ser?. Son las esencias de las cosas. Estas esencias permanecen siempre las mismas, lo que no sucede
con los objetos particulares de los sentidos. Tales esencias existen realmente.
En la República se hace ver que el verdadero filósofo trata de conocer la naturaleza esencial de cada cosa. No le
concierne el conocer, por ejemplo, multitud de cosas bellas o de cosas buenas, sino más bien, el discernir la esencia de la
Belleza y la esencia de la Bondad, que se hallan encarnadas en diversos grados en las cosas bellas particulares y en las
cosas buenas concretas. Un indicio de que, además de considerar a las Ideas como existentes, las considera como
“existentes separados” de aquellos objetos que representan se encuentra en el análisis que hace de la idea de Bien.
Compara al Bien con el Sol, cuya luz hace los objetos de la naturaleza visibles a todos y es, por tanto, en cierto sentido, la
fuente de su importancia, de su valor y de su belleza. Como el Bien da el ser a los objetos del conocimiento y, de este
modo, es el Principio unificador y omnicomprensivo del orden de las esencias, mientras que él mismo sobrepasa en
dignidad y en poder hasta al ser esencial, es imposible concluir que el Bien sea un simple concepto o que sea un fin no
existente, un principio teleológico, aunque irreal, hacia el que todas las cosas tiendan: no sólo es un principio
epistemológico, sino también un principio ontológico, un principio del ser. Por tanto, es en sí mismo subsistente y real.
Platón se esfuerza por concebir lo Absoluto, el Modelo ejemplar de todas las cosas, la Perfección absoluta, el último
Principio ontológico. Este Absoluto es inmanente, pues los fenómenos son encarnaciones suyas, “copias” de él,
participaciones o manifestaciones del mismo en diversos grados; pero es también trascendente, porque se dice que
trasciende al ser mismo, mientras que las metáforas de la participación y de la imitación implican una distinción entre la
participación y lo Participado, entre la imitación y lo Imitado o Ejemplar.
2.2 Aristóteles
La argumentación de Platón de que la teoría de las Ideas posibilita y explica el conocimiento científico prueba, dice
Aristóteles, que el universal es real y no mera ficción mental, pero no prueba que el universal subsista aparte de las cosas
individuales. “Ninguna manera de probar que las Formas existen es convincente, pues en algunas de esas maneras no se
sigue por necesidad la consecuencia y en otras se sigue que hay Formas de cosas de las que estamos convencidos que no
existen Formas” (Metafísica, 990b8-11).
Para Aristóteles la doctrina platónica de las Ideas o Formas es inútil, entre otras razones, porque:
a. las Formas no son mas que una vana reduplicación de las cosas visibles. Se supone que explican por qué existe
la multitud de cosas que hay en el mundo. Pero de nada sirve suponer simplemente –como hace Platón– la
existencia de otra multitud de cosas
b. las Formas son inútiles para nuestro conocimiento de las cosas, pues “no nos ayudan a conocer otras cosas (pues
ni siquiera son la substancia de esas otras cosas, ya que, de serlo, estarían en ellas)” (Metafísica, 990a34-b8)
c. las Formas son inútiles cuando se trata de explicar el movimiento de las cosas. Aunque éstas existan en virtud de
aquéllas, ¿cómo podrán las Formas dar razón del cambiar incesante de las cosas, de su llegar a ser y su
extinguirse?. Las Formas son inmóviles, y las cosas de este mundo, si fuesen copias de las Formas, deberían ser
también inmóviles; mas, si se mueven, como de hecho ocurre, ¿de dónde les viene este movimiento?
d. se supone que las Formas dan razón de los objetos sensibles. Pero, entonces, ellas mismas tendrán que ser
sensibles y así, las Formas se parecerán a los dioses antropomórficos: éstos no serían sino hombres eternos; por
consiguiente, las Formas serían sólo “sensibles eternos”
Pero aunque Aristóteles critique la teoría platónica de las Ideas o Formas separadas, está en cambio totalmente de
acuerdo con Platón respecto a que el universal no es sólo un concepto o un modo de expresión oral, porque al universal
del entendimiento le corresponde en el objeto la esencia específica de éste, aunque tal esencia no exista en ningún estado
de separación extra mentem. Aristóteles estaba convencido, igual que Platón, de que el objeto del conocimiento científico
es el universal; de donde se sigue que, si el universal no es en modo alguno real, si carece de toda realidad objetiva, no
puede haber conocimiento científico, pues la ciencia no e ocupa de lo individual como tal. El universal es real, tiene
realidad no sólo en la mente, sino también en las cosas, aunque su existencia en la cosa no entraña aquella universalidad
formal que tiene en el entendimiento. Los seres individuales pertenecientes a una misma especie son substancias reales,
pero no participan de un universal real, objetivo, que sea numéricamente el mismo en todos los miembros de esa clase.
La esencia específica es numéricamente diversa en cada individuo de la clase mas, por otro lado, es específicamente la
misma en todos los individuos de la misma clase, y esta similaridad objetiva es el fundamento real del universal abstracto,
que tiene en el entendimiento una identidad numérica y puede predicarse indistintamente de todos los miembros de esa
clase.
2.3.2 Boecio
El creador del problema de los universales fue Platón, Aristóteles su continuador y posteriormente en la Edad Media San
Agustín lo volvió a poner en la palestra, pero quien lo puso de moda fue Boecio el cual, en su Comentario a la Isagoge de
Porfirio, cita un pasaje de este autor en el sentido de que por el momento no entra en la cuestión de si los géneros y las
especies son entidades subsistentes o si consisten sólo en conceptos; y, en el caso de que subsistan, si son materiales o
inmateriales y, finalmente, si están o no separados de los objetos sensibles, materias todas que, según Porfirio, no pueden
tratarse en una introducción. Pero Boecio, por su cuenta, procede a tratar la cuestión indicando que hay dos modos en los
cuales una idea puede formarse de tal manera que su contenido no se encuentra en objetos extramentales precisamente tal
y como existe en la idea. Por ejemplo, podemos unir arbitrariamente hombre y caballo para formar la idea de centauro,
combinando objetos que la naturaleza no permite que se combinen en una unidad, y tales ideas arbitrariamente
construidas son “falsas. Por el contrario, si nos formamos la idea de una línea, es decir, una mera línea tal como la
considera el geómetra, entonces, aunque sea verdad que no existe una mera línea, por sí misma, en la realidad
extramental, la idea no es “falsa”, puesto que en los cuerpos se dan líneas, y todo lo que hemos hecho es aislar la línea y
considerarla en la abstracción. La composición produce una idea falsa, mientras que la abstracción produce una idea que
es verdadera, aunque la cosa concebida no exista extramentalmente en estado de abstracción o separación.
Ahora bien, los géneros y las especies son ideas del segundo tipo, formadas mediante la abstracción. La semejanza de
humanidad se abstrae de los hombres individuales, y esa semejanza, considerada por la mente, es la idea de la especie,
mientras que la idea del género se forma mediante la consideración de la semejanza entre diversas especies. En
consecuencia, “los géneros y las especies están en los individuos, pero, en tanto que pensados, son universales”.
“Subsisten en las cosas sensibles, pero son entendidos sin los cuerpos”. Extramentalmente no hay sino un sujeto para los
géneros y las especies, a saber, el individuo, pero eso no impide el que sean considerados por separado más de lo que el
hecho de que una misma línea sea a la vez convexa y cóncava impide que tengamos ideas diversas de la concavidad y la
convexidad y las definamos diferentemente.
3. El nominalismo
El supuesto común a todos los nominalistas es que los universales no son reales, sino que están después de las cosas:
universalia post rem. Puede, pues, decirse, que se trata de abstracciones (totales) de la inteligencia. A veces se considera
que el nominalismo puede adoptar la forma de conceptualismo, o la del terminismo, pero con frecuencia se estima que
nominalismo y terminismo son substancialmente las mismas posiciones y que, en cambio, el conceptualismo se aproxima
al realismo moderado.
El nominalismo consistió en afirmar que un universal – como una especie o un género – no es ninguna entidad real ni
está tampoco en las entidades reales: es un sonido de la voz. Los universales no se hallan ante rem – no están antes de la
cosa, o son previos a la cosa –, como sostiene el realismo o el “platonismo”. No están tampoco in re – en la cosa – como
sostienen el conceptualismo o el realismo moderado, o el “aristotelismo”. Los universales son simplemente nomina,
nombres, voces, vocablos, o termini, términos. El nominalismo mantiene que sólo tienen existencia real los individuos o
las entidades particulares. Las posiciones filosóficas de Roscelino expresan la mayor parte de los rasgos del nominalismo.
Entre estos destacan: a) la noción de universal como sonido de la voz; b) la noción de que sólo son reales los entes
particulares, y c) la noción de que una cualidad no es separable de la cosa de la cual se dice que “tiene” esta cualidad.
Suele hablarse de dos períodos de florecimiento del nominalismo en la Edad Media; uno, en el siglo XI, con Roscelino de
Compiègne, y otro, en el siglo XIV, en el que se distinguió Ockham. En los dos casos, además, pero especialmente en el
último, se adoptaba esta posición porque se suponía que admitir universales (ideas) en la mente de Dios era limitar de
algún modo la omnipotencia divina, y admitir universales (ideas, formas) en las cosas era suponer que las cosas tienen, o
pueden tener, ideas o modelos propios, con lo cual también se limita la omnipotencia divina. Pero dentro de estas
analogías hay diferencias. Dilthey ha indicado que la diferencia principal entre las dos corrientes nominalistas medievales
consiste en que en Ockham el nominalismo está vivificado por el voluntarismo, cosa que, según dicho autor, no sucede
en Roscelino. Algunos autores manifiestan que el primer claro tipo de nominalismo medieval no se halla en Roscelino,
sino en Abelardo.
Desde el punto de vista filosófico, el nominalismo medieval tiene antecedentes en posiciones adoptadas por filósofos
antiguos. Así, algunos autores escépticos pueden ser considerados como nominalistas. Además, en el modo como Porfirio
planteó para la Edad Media la cuestión de los universales se ve claramente que una de las posiciones posibles era la luego
llamada “nominalista” o por lo menos “conceptualista”: es la posición que Porfirio describe al decir que los géneros y las
especies pueden ser presentados como “simples concepciones del espíritu”. Sin embargo, sólo en la Edad Media y luego
en las épocas moderna y contemporánea el nominalismo ha ocupado un lugar central en la seri de actitudes posibles
acerca de la naturaleza de los universales.
A los nominalistas se opusieron sobre todo los realistas, como S. Anselmo, que calificaba a los primeros de “dialécticos
de nuestra época”. En efecto, los realistas no podían admitir que un universal fuera solamente una vox, y que ésta pudiera
ser definida, según hizo Boecio, como un “sonido y percusión sensible del aire”. No podían admitir, en suma, que un
universal fuera solamente un flatus vocis, un “soplo” (de la voz), un “sonido proferido”. En rigor, si un universal fuera
únicamente lo indicado, sería una realidad física. En tal caso, los nombres serían un “algo”, una “cosa”, res, y como tal
habría que decir algo de ella. Lo que pudiera de los sonidos como res sería dicho por medio de un “universal”, el cual
estaría por lo menos “en los sonidos” en cuanto “instituciones de la naturaleza”. Con ello el nominalismo carecería de
base. Estas objeciones de autores realistas o, por lo menos, no nominalistas, obligaron a los partidarios de la vía nominal
a precisar el significado de su posición.
Con el fin de mantenerse en sus posiciones, el nominalista tiene que poner en claro lo que entiende por nomen, vox, etc.
Si insiste en que un nomen es una realidad física, entonces tiene que adoptar la posición “terminista”. Pero entonces se
plantea la cuestión de cómo reconocer bajo diversos términos o “inscripciones” el mismo nombre. Algunos autores han
hablado al efecto de “similaridad” o “semejanza”, pero otros han indicado que un nombre o voz puede expresarse
(oralmente o por escrito) en diferentes tiempos y especies y seguir siendo, sin embargo, el mismo nombre o voz a causa
de la permanencia de su significación. Para un nominalista esta significación no puede derivarse de las cosas, como si
ellas mismas llevaran su significación; deberá originarse, pues, por medio de una “convención”. Pero, en todo caso, no es
lo mismo ser un nominalista de tipo terminista o inscripcionista que ser un nominalista del tipo que podríamos llamar
“conceptualista”. En todos los casos los nominalistas afirman que los nombres no se hallan extra animam (ya sea en las
cosas mismas, ya en un universo independiente de nombres y significaciones), sino in anima. Esto explica que el
nominalismo – por lo menos el medieval – haya oscilado de continuo entre un conceptualismo y un terminismo o
nominalismo stricto sensu. Al final de la Edad Media el nominalismo que se impuso fue el expresado por Ockham. Este
nominalismo consiste en sostener que los signos tienen como función el “estar en el lugar de” las cosas designadas, de
modo que los signos no son propiamente de las cosas, sino que se limitan a significarlas.
Es frecuente leer que la filosofía moderna ha sido fundamentalmente nominalista. Así, por ejemplo, Maritain ha escrito
que una gran cantidad de tendencias son nominalistas y “desconocen a fondo el valor de lo abstracto, de esa
inmaterialidad más dura que las cosas, aunque impalpable e inimaginable, que el espíritu busca en el corazón de las
cosas”, de modo que abrazan el nominalismo porque “teniendo el gusto de lo real, carecen del sentido del ser”. Maritain
se funda para ello en la idea de que la mayor parte de los filósofos modernos se adhieren a una cierta teoría de la
abstracción.
Varias tendencias filosóficas contemporáneas han sido explícitamente nominalistas. Tal ha sucedido, por ejemplo, con
diversas formas de neopositivismo y también con varias especies de intuicionismo e “irracionalismo”.
3.5 Leibniz
Leibniz acepta la utilización del empirismo inglés de la abstracción (suprimir las circunstancias de tiempo y lugar, y
cualesquiera otras que individualicen), pero advirtiendo que este tipo de abstracción sólo sucede cuando “ascendemos de
las especies a los géneros”, pero no de los individuos a las especies, por la razón de que los individuos no pueden ser
conocidos qua individuos, en todas sus determinaciones, y en consecuencia difícilmente podrán ser eliminadas si no nos
son conocidas. Esta modificación de Leibniz de la función de la abstracción destruye la tesis de Locke acerca del origen
de las ideas generales como constructos del entendimiento a partir de las ideas de cosas singulares.
Leibniz entiende que si las semejanzas se dan entre las cosas, se trata de propiedades reales, y son estas propiedades (no
las cosas singulares) las que fundamentan la significación de los términos generales. La distinción lockeana entre esencia
nominal es y real es falsa, no hay más esencias que las reales y las que Locke llama nominales parecen ser algo así como
esencias que en realidad no lo son, es decir, esencias que no son esencias. Así, si aceptamos la propuesta de Locke de que
la significación de los términos generales son las esencias, éstas son conjunciones de notas siempre posibles y en algunos
casos reales; Leibniz dice que “en el fondo la esencia no es otra cosa que la posibilidad de aquello que se propone”; la
realidad de esa posibilidad depende de la experiencia. Así, mientras para Locke la experiencia determina el origen de las
esencias particulares, y las significaciones de los términos generales son combinaciones de éstas, para Leibniz la
significación de un término se da en su esencia, en el conjunto de sus notas, aunque sólo como esencia posible; la función
de la experiencia será determinar si esa esencia posible es real en este mundo:
Por tanto, no depende de nosotros el poder juntar las ideas a nuestro arbitrio, salvo que dicha combinación esté justificada
por la razón, que la demuestra posible, o por la experiencia, que la muestra actual, y, por consiguiente, también posible.
Asimismo, para distinguir mejor la esencia de la definición hay que considerar que de la cosa no existe más que una
esencia, y, sin embargo, hay varias definiciones que expresan una misma esencia, al modo en que una misma estructura o
una misma ciudad pueden ser representadas por diferentes escenografías, según los diferentes lados desde los cuales se la
mire (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, p. 342)
Para Leibniz los géneros y las especies no son meros constructos del entendimiento, sino que recogen propiedades
naturales de las cosas.
3.6 Berkeley
Berkeley asevera que no hay ideas generales abstractas, aunque esté dispuesto a admitir las ideas generales en algún
sentido. Su intención primaria es refutar la teoría lockeana de las ideas abstractas. Interpreta a Locke en el sentido de que
nosotros formamos imágenes generales abstractas, y desde este punto de vista, le resulta fácil refutarle. «La idea de
hombre que construyo debe ser de un hombre blanco o negro, firme o encorvado, alto, bajo o de mediana estatura. Y no
puedo, por más que me esfuerce de todas las maneras posibles, concebir la idea abstracta a que me refiero» (Principios
del entendimiento humano, Introducción, 12; II). Es decir, no puedo construir una imagen de hombre que omita o incluya
a la vez todas las características singulares de los hombres reales individuales. Del mismo modo, no puedo tener una idea
(es decir, una imagen) de triángulo que incluya todas las características de los diferentes tipos de triángulo y que al
mismo tiempo no pueda ser clasificada como la imagen de un tipo particular de triángulo.
Berkeley acude a la introspección. Y mirando el interior de su mente en busca de las ideas generales abstractas ve
solamente imágenes y pasa a identificar la imagen con la idea. Y como incluso la imagen compuesta es una imagen
particular, aunque haya sido construida para representar una serie de entes particulares, niega la existencia de ideas
generales abstractas.
Sin embargo, Berkeley no admite que tengamos ideas universales, si con esto quiere decirse que podemos tener ideas con
un contenido positivo universal de las cualidades sensoriales que no pueden darse aisladas en la percepción o de
cualidades puramente sensoriales como el color.
¿Qué quiere decir Berkeley cuando afirma que, aunque niega las ideas generales abstractas, no intenta negar las ideas
generales de un modo total?. Su tesis es que «una idea que considerada en sí misma es particular, se convierte en general
cuando es construida para representar o significar todas las demás ideas particulares de la misma especie» (op., cit.,
Introducción, 12, II). Así, pues, la universalidad no consiste «en la absoluta, positiva naturaleza o concepción de algo,
sino en la relación que mantiene con los particulares significados o representados en él» (ibid, 15, II). Puede atenderse a
uno u otro aspecto de una cosa; y si es esto lo que entendemos por abstracción, ésta es posible si ningún género de dudas.
Si no hay ideas generales abstractas, es obvio que el razonamiento se realiza sobre ideas particulares. El geómetra
construye un triángulo particular para significar o representar a todos los triángulos, atendiendo más bien a su
triangularidad que a sus características particulares. Y en este caso, las propiedades demostradas en este triángulo
particular valen para todos los triángulos. Pero el geómetra no demuestra propiedades de la idea general abstracta de la
triangularidad, ya que no existe tal cosa. Su razonamiento versa sobre ideas particulares y la extensión que alcanzan es
posible gracias a la capacidad que tenemos de hacer universal una idea particular, no por su contenido positivo, sino por
su función representativa.
Berkeley no niega, sin embargo, que existen términos generales. Pero rechaza la opinión de que los términos generales
denotan ideas generales. Un nombre propio, por ejemplo, significa un ente particular, en tanto que una palabra general
significa indistintamente una pluralidad de entes de la misma especie. Su universalidad radica en su uso o función.
3.8 Quine
Según Quine, el error del realismo radica en que confunde “significar” con “nombrar”.
Cuando [el realista] habla de atributos dice: “Hay casas rojas, rosas rojas y crepúsculos rojos; todo eso es cosa de sentido
común prefilosófico que todos tenemos que aceptar. Ahora bien, esas cosas, esas rosas y esos crepúsculos tienen algo en
común; lo que tienen en común es lo mentado mediante el atributo de la rojez” (Quine, “Acerca de lo que hay”, en Desde
un punto de vista lógico, Barcelona, Orbis, 1985, pp. 25-47)
Ahora bien, argumenta Quine, uno puede admitir que hay casas rojas, rosas rojas y crepúsculos rojos y negar al mismo
tiempo que tengan algo en común. Los conceptos universales son verdaderos (si es que lo son) de las cosas a las que los
aplicamos, pero eso no implica que haya una entidad aparte (el universal) que hace que las diferentes cosas del mundo
real tengan algo en común. Es más, el hecho de postular la existencia de los universales no aumenta nuestra capacidad
explicativa. Por el hecho de decir que todas las cosas rojas tienen en común la “rojez”, no he dicho más que cuando digo
que rojas son todas aquellas cosas a las que se aplica el concepto “rojo”.
Las palabras ‘casas’, ‘rosas’ y ‘crepúsculos’ son verdaderas de numerosas entidades individuales que son casas y rosas y
crepúsculos, y la expresión ‘rojo’ u ‘objeto rojo’ es verdadera de cada una de numerosas entidades individuales que son
casas rojas, rosas rojas o crepúsculos rojos; pero no hay además de eso ninguna entidad, individual o no, denominada por
la palabra ‘rojez’, ni, por lo demás, entidades denominadas ‘coseidad’, ‘roseidad’, ‘crepuscularidad’. El que las casas, las
rosas y los crepúsculos sean todos ellos rojos puede ser considerado hecho último e irreductible, y puede sostenerse que
McX no gana ninguna capacidad explicativa con todas las entidades ocultas que pone bajo nombres del tipo de '‘rojez'’ o
'‘o rojo'’(o.c., p. 36).
“Ahora bien”, puede apelar el realista, “puedo admitir que lo que yo denomino ‘lo rojo’ no sea un nombre de atributo;
pero, en cualquier caso, sí que es una significación, y las significaciones, ya sean nominales o no, siguen siendo
universales”. La respuesta de Quine a este ataque del realista es negar que existan las significaciones, lo que no quiere
decir que Quine niegue que las palabras y los enunciados sean significativos. El que un uso lingüístico sea significativo
se explica únicamente en términos de lo que hace la gente en presencia del uso lingüístico en cuestión y de otros usos
análogos.
Los usos útiles según los cuales habla o parece hablar comúnmente la gente acerca de significaciones se reducen a dos: el
tener significación, que es la significatividad, y la identidad de significación o sinonimia. Lo que se llama darla
significación de un uso lingüístico consiste simplemente en usar un sinónimo formulado, por lo común, en un lenguaje
más claro que el original. Si pues nos sentimos alérgicos a las significaciones como tales, podemos hablar directamente
de los usos lingüísticos llamándoles significantes o no significantes, sinónimos o heterónimos unos de otros (o.c., p. 38)
Ahora bien, contraataca el realista, si usted niega que existen los universales, ¿qué es eso de lo que usted está negando su
existencia? Los universales. Cuando usted dice que los universales no existen, está diciendo que hay algo que no existe, a
saber, los universales. Por tanto, los universales existen.
La respuesta de Quine a este argumento es que los nombres son irrelevantes para el problema ontológico, pues los
nombres pueden convertirse en descripciones, y las descripciones pueden eliminarse. Todo lo que puede decirse con la
ayuda de nombres, puede decirse también en un lenguaje que no los tenga. Así, podemos decir que algunos perros son
blancos sin obligarnos por ello a reconocer ni la perreidad ni la blancura como entidades universales, pues la afirmación
‘Algunos perros son blancos’ dice que algunas cosas que son perros son blancas, y para que esa afirmación sea verdadera,
las cosas que constituyen el recorrido de la variable ligada “algunos” tienen que incluir algunos perros blancos, pero no
la perreidad ni la blancura.
Quine acepta que el conocimiento humano siempre viene suministrado por las percepciones de los sentidos. Pero insiste
en la inexorable mediación del lenguaje en el conocimiento, así como en el papel que otorga a las teorías holistas. Según
Quine no existe un conocimiento directo que nos “familiarice” con los objetos; los “objetos”, tal cual, no son portadores
del significado. No podemos referirnos de forma inmediata, sea por observación directa o por experiencia indirecta, a un
objeto en sí. Las cosas no son simplemente los datos de los sentidos del empirismo, sino que siempre son captadas y
conocidas merced a la mediación del lenguaje. Una proposición concreta únicamente tiene sentido en el interior de un
lenguaje global, es decir, de una teoría lingüística; un enunciado individual no tiene propiamente significado, a no ser que
este enunciado sea directamente observacional, condicionado por la estimulación de los sentidos (estimulación “no
verbal”), que son constantes de individuo a individuo. Sólo este tipo de enunciados observacionales y las teorías o
conjuntos de enunciados (“holismo semántico”), tienen verdadero sentido.
Este asunto lo concreta Quine en su teoría de la “indeterminación radical de la traducción”. El filósofo de Harvard se
plantea la hipótesis de un observador que llegara a una cultura completamente desconocida para él y para todos, y que
quisiera realizar, palabra a palabra, un diccionario que vertiera directamente a las palabras de su lengua las voces de la
cultura recién descubierta; Quine afirma que es una tarea inútil, partiendo de la “inescrutabilidad de la referencia”. Si un
indígena señala algo de manera deíctica, por ejemplo, una fruta de color amarillo, el observador no sabrá si se refiere a lo
amarillo, a la fruta misma o a alguna otra cualidad. Esto significa que siempre existe una “sub-determinación” o
“indeterminación” de la traducción, en tanto que toda traducción está sometida a hipótesis, pues estudiar la significación
de las referencias sólo tiene sentido en el interior previo de un lenguaje. Y en un lenguaje no existen unos significados
unívocos, sino únicamente pragmáticos: su significado es convencional, dependiendo del sentido que confieren los
hablantes a sus conductas.
Para resolver este problema Quine estima que es preciso recurrir a una “notación canónica universal” que esté ligada a la
lógica cuantificacional de primer orden. Se trata de utilizar la potencia de la lógica para poner en claro los compromisos
ontológicos que subyacen inexorablemente en cualquier lenguaje y en toda teoría. Toda teoría se inscribe en un lenguaje
y a su vez toda teoría obliga a una opción ontológica. La ontología de un lenguaje o de una teoría consiste en comprender
a qué objetos se refiere o qué objetos se sitúan en un contexto extralingüístico. Pero no existe una ontología que sea más
verdadera que otra, sino que hay ontologías enfrentadas, que reclaman ser traducidas a una ontología de fondo. Defiende
una “relatividad” de las ontologías, pero en absoluto un relativismo.
Quine manifiesta su rechazo a la afirmación de la “intención” (Carnap), del “sentido” (Frege), de la “connotación”
(Stuart Mill). Desde este supuesto, Quine no se fía de las lógicas modales, ni de las epistémicas, sino que defiende la
clásica lógica bivalente, oponiéndose a las variables de función lógicas, ciñéndose a la cuantificación de las variables de
individuo, con lo que Quine se declara partidario de una postura nominalista, próxima al platonismo, aunque sui generis.
Es decir, además de los objetos físicos individuales, propios de una observación directa, para Quine sólo tienen referencia
los cuantificadores.
Quine propone, en su teoría ontológica de la teoría de la cuantificación, una versión actual del antiguo problema de los
universales. Piensa que el debate entre nominalismo y platonismo estriba en decidir si hay que admitir o no las “clases”,
es decir, el conjunto de cosas a las que predicamos un término con idéntico sentido y que poseen similares características.
Quine sostiene que para optar en este asunto es preciso remitirse a la pragmática. En todo caso, su opción parece ser
nominalista: los nombres pueden no tener referente, y lo mismo puede decirse de los predicados. Aunque sí tienen
referente los cuantificadores y las variables ligadas. Éstas deben siempre usarse, para que posean significado, con una
extensión concreta a la que se refiere. Desde el punto de vista lógico, el lenguaje puede reducirse a la predicación, la
cuantificación, y las funciones veritativas. De este modo, ontológicamente, y no sólo lógicamente, para Quine “ser”
significa “ser el valor de una variable”, es decir, “ser” es “ser algo”, es ser un predicado.
Entonces, ¿qué es lo que debe ser reconocido como “existente”? Responder a esta pregunta equivale a elegir una
ontología. ¿Cuál es la ontología de Quine? Su postura está próxima al fisicalismo, ya que propugna una ontología
integrada por objetos físicos, a los que se reducen todas las actividades mentales y cognitivas. Pero esto debe ser
matizado, pues Quine no excluye, por ejemplo, los conceptos abstractos. Sin embargo, de estos conceptos sólo acepta las
“clases” y los números, pero no los significados, las proposiciones, las relaciones y las propiedades.
4. Conceptualismo
El conceptualismo es definido como aquella posición en la cuestión de los universales según la cual los universales
existen solamente en tanto que conceptos universales en nuestra mente o, si se quiere, en tanto que ideas abstractas. Los
universales o entidades abstractas no son, pues, entidades reales, pero tampoco meros nombres usados para designar
entidades concretas: son conceptos generales. El status preciso de tales conceptos ha sido muy debatido. Algunos autores
indican que se trata de conceptos “ya hechos”, para distinguirlos de los “conceptos no substantes” defendidos por varios
terministas; otros señalan que se trata primariamente de sermones cuya característica principal es la significación. No
menos debatido ha sido el problema del tipo de relación que mantienen tales conceptos generales con las entidades
concretas designadas. Las diferentes respuestas dadas a estas cuestiones han hecho que en algunos casos el
conceptualismo se haya aproximado se haya aproximado al realismo moderado y que en otros, en cambio, se haya
confundido con el nominalismo.
4.3 Locke
Los términos de carácter general son necesarios, ya que un lenguaje compuesto exclusivamente de nombres propios no
podría ser recordado e, incluso si lo fuera, sería inservible para los efectos de la comunicación. Por ejemplo, si un hombre
fuera incapaz de referirse a las vacas en general, sino que tuviera que retener un nombre propio para cada vaca que
hubiera visto, los nombres no tendrían ningún sentido para otro hombre que no estuviera familiarizado con esos animales
concretos. Pero aunque la necesidad de nombres de carácter general sea evidente, la cuestión estriba en cómo llegamos a
poseerlos. «Puesto que todas las cosas que existen son particulares, ¿cómo llegamos a poseer términos universales, o
dónde encontramos esas naturalezas generales que supuestamente significan?» (Ensayo sobre el entendimiento humano,
3, 3, 6).
Locke responde que las palabras adquieren un carácter universal haciéndose signos de ideas universales, y que éstas se
forman por abstracción. «Las ideas se convierten en universales separándolas de las circunstancias de lugar y tiempo y de
cualesquiera otras ideas que puedan adscribirlas a esta o aquella existencia particular. Mediante este tipo de abstracción
se hacen capaces de representar a más de un individuo; y cada uno de estos individuos, al adecuarse a esta idea abstracta,
pertenece (como decimos) a esta clase» (loc., cit.). Supongamos que un niño se familiariza primero con un hombre. Más
tarde se familiariza con otro. Y construye una idea de las características comunes, dejando aparte las características que
le son peculiares a este o aquel individuo. De este modo llega a tener una idea universal, que es representada por el
término universal “hombre”. Y conforme se enriquece la experiencia podemos continuar formando otras ideas más
amplias y más abstractas, cada una de las cuales será significada por un término de carácter universal.
De ello se deduce que la universalidad y la generalidad no son atributos de las cosas, que son todas ellas ideas
individuales o particulares, sino de las ideas o palabras; son «invenciones y creaciones que el entendimiento hace para
servirse de ellas, y se refieren sólo a signos, sean palabras o ideas» (op., cit., 3, 3, 11). Desde luego, cualquier idea o
palabra es asimismo particular: es esta idea particular o esta palabra particular. Pero llamamos palabras o ideas
universales a aquellas cuya significación es universal. Es decir, una idea general o universal significa una clase de cosas;
y la palabra general significa la idea en cuanto ésta a su vez significa una clase de cosas. «Por tanto, lo que los términos
generales significan es una clasede cosas; y cada uno de ellos es signo de una idea abstracta en la mente, de modo que las
cosas existentes, en cuanto se adecuan a dicha idea, se clasifican bajo este término; o lo que es lo mismo, pertenecen a
esta clase» (op., cit., 3, 3, 12).
Sin embargo, decir que la universalidad corresponde tan sólo a las palabras y a las ideas, no equivale a negar la existencia
de una fundamentación objetiva de la idea universal. «No olvido, ni mucho menos niego, que la naturaleza, al producir
los entes, hace muchos de ellos parecidos entre sí; no hay nada más evidente, sobre todo en las razas animales y en todos
los entes que se propagan mediante las semillas» (3, 3, 13). Pero es la mente la que observa esta semejanza entre los entes
particulares y se sirve de ella para formar ideas generales. Y una vez que se ha formado una idea general, por ejemplo la
idea de oro, se dice de un ente particular que es o no oro según se conforme o no a esa idea.
Para concluir, todo ese misterio de los géneros y de las especies, que tanto ruido meten en las escuelas y que, no sin
justicia, reciben tan poca atención fuera de ellas, no es otra cosa sino ciertas ideas abstractas, más o menos comprensivas,
que tienen nombres anejos a ellas. En todo lo cual esto es constante e invariable: que cada uno de los términos generales
significa una cierta idea que no es sino una parte de alguna de aquellas que quedan comprendidas bajo ese término (3, 3,
9)
Locke extrae un corolario de esta doctrina que pone en entredicho una venerable concepción de la definición: desde
Aristóteles, un término se define por su género próximo y su diferencia específica (éste es el sentido de la definición de
hombre: “animal racional”). Locke piensa que definir los nombres es aclarar su significado, y aunque se pueda aceptar
que el “camino más breve” para la definición sea el recurso al género y la diferencia, le parece dudoso que sea el mejor;
dado que un término general recoge una clase de cosas particulares, la mejor definición sería la que enumere las ideas
simples que están contenidas en el término general. La vieja noción de definición está ligada al orden ontológico de la
realidad; la noción que propone Locke está exclusivamente vinculada al significado de las palabras:
Qué es una definición. Creo que se ha convenido que una definición no es sino el mostrar el sentido de una palabra por
otros varios términos que no sean sinónimos. Ahora bien, como el sentido de las palabras no es sino la idea misma
significada por quien emplea la palabra, entonces, el sentido de cualquier término se muestra, o la palabra se define,
cuando, por medio de otras palabras, la idea de la cual la palabra es signo, y a la cual va aneja en la mente de quien habla,
se representa, por decirlo así, o se expone ante la mirada de otro, y de ese modo se determina su significado. Tal es la
única utilidad y la finalidad de las definiciones, y, por lo tanto, la única medida de lo que es o no es una buena definición
(3, 4, 6)
En conclusión, los términos generales significan “clases de cosas” y no propiedades esenciales comunes de las cosas, ya
que éstas no son más que las ideas generales de las “clases” de cosas; así, la definición de la clase es la idea general
compleja (el concepto) significada por el término, por eso los términos generales no se definen propiamente por el género
y la diferencia, sino por la explicitación de los componentes de la idea general. La esencia de las cosas individuales
admite Locke que es una esencia real, pero la esencia de los géneros y las especies es una esencia nominal.
4.4 Hume
Hume se ocupa en la primera parte de su Tratado sobre el entendimiento humano de las ideas generales o abstractas.
Comienza subrayando que «un gran filósofo – Berkeley – ha afirmado que todas las ideas generales no son sino ideas
particulares, añadidas a cierto término, que les da una significación más extensa y hace que recuerden ocasionalmente a
otras particulares semejantes a ellas» (1, 1, 7). Hume considera esto como un gran hallazgo y se propone confirmarlo.
En primer lugar, las ideas abstractas son individuales o particulares consideradas en sí mismas. «La mente no puede
formar ninguna noción de cantidad o cualidad sin formar una noción precisa de los grados de cada una» (ibid). No
podemos formar una idea general de línea que no incluya una longitud determinada. Ni podemos formar una idea general
de línea que incluya todas las longitudes posibles. En segundo lugar, cada impresión es definida y determinada, ya que al
ser una idea una imagen o copia de una impresión, debe ser ella misma determinada y definida, aunque sea más débil que
la impresión de la que se deriva. En tercer lugar, todo lo que existe es individual. No puede, por ejemplo, existir ningún
triángulo que no sea un triángulo concreto dotado de características particulares. Postular la existencia de un triángulo
que estuviese al mismo tiempo incluido en todas y ninguna de las posibles clases y formas del triángulo sería absurdo.
Pero lo que es absurdo de hecho y en la realidad, es también absurdo como idea.
Si la idea es una imagen o copia, debe ser particular. De este modo no hay ningún género de ideas universales abstractas.
Al mismo tiempo, admite que las llamadas ideas abstractas, aunque son en sí mismas imágenes particulares «pueden
convertirse en generales en virtud de su función representativa» (ibid). Y lo que intenta precisas es de qué modo tiene
lugar esta ampliación de la significación.
Cuando encontramos repetidamente una semejanza entre cosas que observamos a menudo, solemos aplicarlas el mismo
nombre cualquiera que sea la diferencia que pueda haber entre ellas. Y una vez adquirida la costumbre de aplicar la
misma palabra a esos objetos, el oír la palabra revive la idea de uno de esos objetos, y hace que la imaginación lo conciba.
El hecho de oír la palabra o nombre no puede recordar ideas de todos los objetos a los que el nombre se aplica; recuerda
uno de estos objetos. Pero al mismo tiempo pone en juego un “cierto hábito”, una disposición para producir cualquier
otra idea semejante, si la ocasión lo exige.
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