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Tomás y la Fe

Después de resucitado Jesús, en la noche del primer día de la semana, se apareció ante los
discípulos y puesto en medio de ellos los saludó: “Paz a vosotros”, les dijo. Luego, como
para demostrarles que era en verdad El resucitado, les mostró las manos y el costado. Ellos
se regocijaron y Él sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”, dándoles potestad de redimir
pecados.
Pero uno de los discípulos, Tomás, no estuvo presente cuando Jesús vino y al decirles los
demás que habían visto al Señor, la inesperada respuesta fue impactante:

“Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos,
y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25).

Parecería que Tomás, quien andaba con Jesús y conocía su evangelio, era un incrédulo.
Hechos anteriores indican que no es así. Al contrario, este era un discípulo sumamente fiel
a Jesucristo. Tanto, que hasta estuvo dispuesto a morir por Él. Antes de la crucifixión y
resurrección, en ocasión en que Jesús expresó su deseo de ir a Judea y sus discípulos
temieron que allí fuera apedreado y matado, Tomás estuvo dispuesto a acompañarlo y morir
con Él.

“Vamos también nosotros para que muramos con Él”, dijo Tomás, según Juan 11:16.

Eso es fidelidad.

Tomás, como nosotros, pudiera ser que en ocasiones se despistara y no viera o entendiera
las señales del Señor. Entonces, al darnos cuenta, se hace necesario hablar con Él,
cuestionarlo, de ser necesario. De alguna forma Él nos ilustrará y dará luz.

En una ocasión Jesús expresaba a los discípulos que pronto iría preparar morada para ellos
y que a su debido tiempo ellos conocerían el camino para llegar a las mismas. Tomás pareció
no entender el mensaje, y le cuestionó:

“Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo pues, podemos saber el camino” (Juan 14:15).

La respuesta de Jesús no se hizo esperar:

“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:16).

Tomás fue un honesto y fiel creyente en Jesucristo y nos enseña con su actitud que debemos
estar seguros del evangelio que se nos predica. El no estaba en el lugar donde le dijeron
que se había aparecido Jesús resucitado. Posiblemente, temía sufrir un desengañó. No
quería una experiencia de otro; quería vivir su propia experiencia.

“Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano
en su costado, no lo podré creer”, dijo.

Cuestionó, sí, pero no se alejó del Cristo resucitado por no haber vivido aquella experiencia.
Allí estaba, ocho días después, en un hogar donde se adoraba a Jesús, cuando El se
presentó en medio de ellos y proclamó: “Paz para todos”.

Ese era su día de encuentro con el Cristo resucitado.

“Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas
incrédulo; ¡creé!”, le dijo Jesús, según Juan 20:27.

Es importante, una vez que conocemos a Jesús, que nos envolvamos con Él, hablemos,
oremos con Él. Cuestionémosle, si lo entendemos necesario, pero no le abandonemos, no
nos alejemos de Él. Llegará entonces la oportunidad de tenerle cerca, de verle, de tocarle y,
como Tomás, decirle: “¡Mi Señor y mi Dios!”

El no te rechazará por no haber creído. Quizás también cuestionará tu proceder y con su


amor y misericordia te diga:

“¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!” (Juan 20:29).

Lo cual parece un reproche, pero no lo es. Es solo una lección de fe, que no exige pruebas.
“Es pues, la fe la certeza de lo que no se ve” (Hebreos 11:1).

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