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El pasado de
una ilusión
Ensayo sobre la idea comunista
en el siglo XX
ePub r1.0
Queequeg 11.12.14
Título original: Le Passé d'une illusion.
Essai sur l'idée communiste au XXe siècle
François Furet, 1995
Traducción: Mónica Utrilla
Mi corazón, os digo, no es
bolchevique, pero razono. Los
bolcheviques, nos decís, no son
demócratas, ya que no establecen el
sufragio universal. ¿Hay en realidad en
Rusia una proporción de iletrados que
asciende a 85%? Yo no lo sé, vos mismo
no lo sabéis, nadie puede saberlo. De lo
que estamos seguros es de que los
iletrados abundan entre vosotros. Ahora
bien, ¿qué dicen los bolcheviques? Dicen
—o al menos se nos dice que dicen— que
no es posible poner los destinos del país
en una masa en ese estado, que sería
traicionar al país entregarlo a ella.
Confieso que ese razonamiento me
interesa. También la Revolución francesa
fue hecha por una minoría dictatorial. No
consistió en las gestas de aquella Duma
en Versalles, sino que se desarrolló en la
forma de soviets, y no solo en sus
comienzos. Los comités municipales de
1789, y luego los comités revolucionarios,
tanto los nuestros como los de ellos,
emplearon procedimientos que hacían
decir por doquier, en Europa y en todo el
mundo en aquel tiempo, que los franceses
eran unos bandidos. Así fue como
triunfamos. Toda revolución es obra de
una minoría. Cuando me dicen que hay
una minoría que aterroriza a Rusia, yo
entiendo esto: Rusia está en revolución.
No sé lo que ocurra; pero me
impresiona ver que en nuestra Revolución
francesa tuvimos, como vosotros, que
rechazar una intervención armada;
tuvimos, como vosotros, emigrados. Me
pregunto entonces si no es todo eso lo
que dio a nuestra revolución el carácter
violento que tuvo. Si en la Europa de
aquel tiempo la reacción no hubiese
decidido y practicado la intervención que
todos conocéis, no habríamos tenido el
Terror; no habríamos derramado la
sangre o habríamos derramado poca.
Porque se quiso impedir que se
desarrollara la Revolución francesa, la
Revolución francesa lo destruyó todo. Me
veo obligado a comprobar que cuanto
más se interviene militarmente, más
parece fortalecerse el bolchevismo.
Conozco a algunos que se preguntan: si
se hubiese dejado tranquilo y extenderse
al bolchevismo, ¿no se habría diluido?
¿No se habría vuelto menos peligroso?
Por lo demás, ¿qué es el bolchevismo?…
La revolución: he aquí
probablemente la palabra clave que une
a esos demócratas de la Liga de los
Derechos del Hombre con la
experiencia soviética, aun cuando
conocen (un poco) y critican su carácter
despótico. En efecto, los demócratas
comparten con los bolcheviques rusos el
recuerdo del origen revolucionario de la
democracia francesa. Por más que ese
origen esté ya lejano, no ha dejado de
resurgir del pasado, atraído por las
ocasiones de reencarnación que los
acontecimientos no han dejado de
ofrecerle a su leyenda. De este modo, la
política revolucionaria de estilo francés
ha acompañado toda la historia de
Francia y de la Europa continental
durante el siglo XIX, como lo mostraron
con máxima claridad los
acontecimientos de 1848. Esa política
no dejó de acudir a la cita con el
bolchevismo ruso, y ya hemos visto
hasta qué punto la izquierda francesa de
la inmediata posguerra, a su vez, se
representó la Revolución de Octubre a
través del prisma de 1793.
Ello obedece a que la Revolución
francesa ofrece el carácter excepcional
de contar con un desenvolvimiento
sumamente fecundo y complejo, de
modo que puede ser reclamada como
precedente aun por quienes han tratado
de negar su herencia. Para un marxista y
aún más para un marxista-leninista,
nadie puede dudar de que la Revolución
francesa señala el advenimiento de la
burguesía y de su cortejo de ilusiones
políticas. Sin embargo, también
engendró el jacobinismo; pero este
constituyó su momento heroico, en tanto
que el burgués solo consideró lo útil. En
efecto, el jacobinismo es una tensión
extrema de la voluntad, mientras que el
burgués prefiere lo económico a lo
político; el primero opuso su carácter de
aventura igualitaria a los sueños de
riqueza del burgués; por último, la
democracia sin libertad del jacobinismo
contrasta con el deseo del burgués de
hacer lo que se le antoja. El episodio
jacobino rehabilita la guillotina en
nombre de la salvación pública, y la
justifica por anticipado en nombre de la
igualdad. Gracias a él, la Revolución
francesa se hizo de los elementos de su
propia superación, y por ello puede
reinar aún sobre los siglos que la siguen.
El bolchevismo ruso del decenio de
1920, como también, por cierto, los
comunistas franceses, nunca dejó de
referirse al ejemplo jacobino: fácil sería
mostrarlo por la frecuencia con que
aparece esta referencia en L’Humanité,
incluso en los periodos más sectarios de
la historia del PCF. Esto no es nada raro
si concebimos el jacobinismo como un
precedente del bolchevismo en el orden
de la dictadura terrorista ejercida en
nombre del pueblo: antes de ser
condenada como «democracia
totalitaria» por los historiadores de la
segunda mitad del siglo,[339] la
democracia jacobina fue celebrada ora
como dictadura de salvación pública,
[340] ora como prefiguración efímera del
E L ADVENIMIENTO de Hitler en
Alemania y el giro antifascista del
Komintern modificaron profundamente
el tablero de las fuerzas políticas en
Europa. La violencia de los nazis y la
estrategia del Frente Popular dictada por
Moscú polarizaron la relación
derecha/izquierda en torno del fascismo
y el comunismo: fue este un periodo
capital en la historia política
contemporánea, pues él cristalizó por
largo tiempo sentimientos e ideas.
Francia siguió siendo el mejor
observatorio, por razones que dependían
a la vez de su tradición y de su
debilidad. En el siglo XIX, fue el
laboratorio de la política democrática, y
sigue siéndolo en el siglo XX: prisionera
de sus recuerdos, que los bolcheviques
despertaron, no desaprovechó esta
ocasión tardía de revivir su historia por
medio de cuerpos doctrinales que aún se
definían por su relación con 1789 o
1793. Pero Francia ya no era el Estado
más poderoso de Europa, a pesar de
haber alimentado esa ilusión en 1918, a
partir de la victoria de sus ejércitos:
albergaba a un pueblo fatigado, una
burguesía pusilánime, una vía política
estrecha y una diplomacia dependiente.
De ahí, sin duda, que se pudiera
observar en Francia con singular
claridad esa tendencia a la
internacionalización de la política
interior, característica de esa época. No
es que el país haya caído lo bastante
bajo para ser el terreno de los
enfrentamientos entre comunistas y
fascistas: la izquierda estaba lejos de
ser mayoritariamente comunista, y la
derecha no incluía sino un pequeño
número de fascistas auténticos. Pero, al
fin, la izquierda se reagrupó en el Frente
Popular —de iniciativa comunista—, y
la derecha simpatizó globalmente, si no
con el fascismo, al menos con el
anticomunismo de los regímenes
fascistas. De esta manera, la lucha
democrática de los partidos por el poder
se acercó a dos fuentes de inspiración
antidemocráticas, que se reforzaban por
su oposición mutua.
Este rodeo por la situación francesa
se acompaña, en mi memoria, de otra
elección deliberada: el privilegio que se
concedió a los aspectos intelectuales de
los debates políticos. No es que nuestro
libro esté especialmente consagrado a la
irradiación del comunismo entre quienes
hacen profesión de pensar o de escribir.
[384] Su objeto es más vasto, ya que
que al porvenir.
De hecho, apenas terminada la
guerra, la Cuarta República siguió los
pasos de su predecesora. De las fuerzas
políticas inéditas que salieron de la
resistencia se apartó De Gaulle por no
haber podido hacer prevalecer sus
concepciones constitucionales; los
democristianos, recién llegados y pronto
aburguesados en los palacios
gubernamentales, no aportaron nada
realmente nuevo al ideario republicano
con el que, sin embargo, habían soñado
para renovar el horizonte social. En
cuanto a la izquierda, el Partido
Socialista ignora desde hace mucho lo
que entiende por revolución, y los
comunistas lo saben demasiado bien, lo
que sirve para explicar el mediocre
compromiso de 1946 que pesa sobre las
instituciones. La reivindicación
«revolucionaria», esgrimida con tanta
pasión por la resistencia como
inseparable de la liberación nacional, no
ha alcanzado mayores logros que en los
años treinta, aunque haya parecido
beneficiarse en su segunda versión con
un considerable acuerdo de la opinión.
El general De Gaulle acusa de este
fracaso a los partidos, y los partidos
acusan al general De Gaulle; el Partido
Comunista acusa a los partidos
burgueses, el Partido Socialista al
Partido Comunista, y así sucesivamente.
Esas imputaciones contradictorias
traducen a su manera un fenómeno más
general, a saber: que a pesar de su brillo
aparente, la idea revolucionaria no sale
de la guerra más fuerte de como había
entrado. Antes de la guerra, esa idea
estuvo presa en las ambigüedades de la
relación entre el fascismo y el
comunismo; tras el desastre del nazismo,
se atiene a un bolchevismo tardío en el
que participa más el consentimiento
pasivo que un esfuerzo de la voluntad o
de la imaginación.
Los franceses de entonces se han
librado de los alemanes, pero no de la
fatalidad de la historia. Por el contrario,
albergan más que nunca este sentimiento
y esta idea, que contribuyen a nutrir en
especial al marxismo elemental de la
época. La victoria de los Aliados sobre
Hitler ha adoptado el carácter de un
destino. Los dos bandos se combatieron
ferozmente, cada uno en nombre de una
religión del porvenir, y por ello la
fuerza de los vencedores aparece como
conducida por la necesidad. De las dos
creencias que hacen fascinante la idea
revolucionaria, la necesidad y la
voluntad, la primera casi ha absorbido
la segunda. De ahí proviene el carácter
frecuentemente nihilista, privado en todo
caso de consistencia moral, de tantos
discursos de la época sobre la
revolución; carácter que ha logrado
escandalizar tanto más a su último
historiador, Tony Judt, por cuanto lo
encuentra casi por doquier entre los
intelectuales franceses y hasta entre los
escritores católicos.[562] No cabe duda:
las fuentes se localizan en la historia
vivida, en el espíritu del tiempo, y
provisionalmente son más fuertes que la
razón e incluso que la religión.[563]
Ahora bien, una vez hecho el
inventario, quedan por analizar las
circunstancias y las razones. A partir de
aquí retomamos la historia del
comunismo en Francia, en ese entonces
depositario de la idea revolucionaria
como nunca lo fuera antes, y
responsable, asimismo, de lo que hace a
la nación tan poderosa y a la vez tan
viciada.
En efecto, ¿qué queda de las familias
de la izquierda francesa en 1944? La
guerra ha deshonrado finalmente al
pacifismo, tan poderoso en 1939, y ha
reducido la influencia del Partido
Socialista, culpable, también él, de los
acuerdos de Munich. En cuanto al
partido radical y al viejo remanente
republicano que está a su cargo, no se
libraron del descrédito general en que
cayó la Tercera República después de la
derrota. Por lo demás, ni los socialistas
ni los radicales desempeñaron, en tanto
que partidos, ningún papel espectacular
en la resistencia. Al quedar liberado el
territorio, en el verano de 1944, la
opinión pública francesa se inclina a «la
izquierda» como en ningún otro
momento de su historia, y no posee en
esa izquierda más que un solo
aglutinante de cuantía: el Partido
Comunista.
Este se ha fortificado por las
victorias del Ejército Rojo y por su
acción en la resistencia. Comparte con
el pueblo los recuerdos dichosos de
1936; no participó en Munich; las
circunstancias lo alistan para encarnar la
izquierda francesa en su versión
ecuménica, mezclando en proporción
variable la pasión democrática y la
pasión revolucionaria, el espíritu
republicano y el «jacobinismo»
bolchevique, el amor a la libertad y el
culto del Estado. En el momento mismo
en que obtiene una parte de su fuerza del
antigermanismo tradicional, el
antifascismo vencedor permite también
dar una apariencia de unidad y un
máximo de esplendor a todos estos
sentimientos políticos unidos. A los
franceses les complace esa mezcla de
géneros, pues con ella rinden homenaje
a su tradición con el término mismo que
pretende subvertirla. Esto es lo que da a
la prédica revolucionaria su fundamento
histórico.
La Unión Soviética ya no es
sospechosa, siendo como es la gran
potencia victoriosa sobre los nazis por
excelencia. Los procesos de Moscú,
demasiado notorios, ya no son más que
el testimonio de una vigilancia
premonitoria contra la quinta columna
de Hitler. Por lo demás, la victoria le
permitirá al régimen de Stalin suavizar
lo que ha tenido de coacción y de
dictadura siguiendo el ejemplo del
terror revolucionario de 1793: ¿cómo no
creerle, ya que hasta Roosevelt, el otro
gran vencedor, así lo pensó, o al menos
así lo esperó?[564] La imagen de la
Unión Soviética se beneficia en la
guerra de un redoblamiento de su
universalidad, y la Revolución de
Octubre recibe un nuevo bautismo
democrático. La extrema izquierda aún
puede admirar allí, a través de las
batallas ganadas por el Ejército Rojo, la
violencia revolucionaria en marcha y la
promesa de una sociedad radicalmente
nueva. Pero las victorias soviéticas
también traen consigo la restauración de
la democracia, y hasta la promesa de un
orden social más democrático. Las
polémicas de la preguerra sobre la
naturaleza del régimen soviético ya no
están de moda, y menos aún las
comparaciones con las dictaduras
fascistas: tanta es la elasticidad que le
ha dado la coyuntura a su esfera de
ilusión.
El comunismo francés hace florecer
allí su doble naturaleza, al mismo
tiempo que recupera en gran escala el
encanto de la época del Frente Popular:
el de ser a la vez gubernamental y
revolucionario, respetable y subversivo,
nacional y estalinista. Este placer no
está reservado a los intelectuales, que
tanto celebran la identificación
recuperada entre nación, democracia y
revolución; también recompensa de
antemano, sin aguardar a la toma del
poder, los esfuerzos de los militantes.
Entre los dirigentes, estos se pagan de
contado su servidumbre oculta con él.
En cuanto a los franceses, si estos son
de izquierda, les agrada precisamente lo
que la imagen del comunismo tiene de
revolucionario, sin por ello dejar de
apreciar lo que tiene de tranquilizador:
desde la Revolución francesa se
caracterizan por la costumbre de
mezclar su pasión de recomenzar con el
afán de la continuidad del Estado. Basta
ver el arsenal de ideas constitucionales
que defiende el Partido Comunista en
1945-1946 para comprender que sus
electores se han reinstalado en sus
dominios: el espíritu de sus instituciones
sigue siendo el de la Tercera,
rejuvenecido por un retomo al modelo
original de la Convención.
Sin embargo, esta filiación
democrática burguesa no es más que un
decorado. Ese escenario de los
recuerdos no es sino una transición, pues
no se pierde de vista el objetivo: una de
las características de la historia del
comunismo es esta firmeza en medio de
las circunstancias cambiantes. El
Komintern ya no existe, y la
independencia nacional se encuentra en
la primera fila de los programas de los
partidos comunistas. Pese a todo, el
movimiento no ha perdido nada de su
carácter ultracentralizado ni de la
naturaleza de sus objetivos
revolucionarios. Por el contrario, Stalin
se ha vuelto infalible en virtud de haber
permanecido fiel a sí mismo, y el culto
de que es objeto en el universo
comunista simboliza bastante bien los
estrechos límites en que se mantiene la
autonomía de los partidos miembros del
ex Komintern. Casi todos los jefes de
esos partidos, en pie en sus países
respectivos en 1944-1945, han pasado
los años de guerra en la URSS, y son los
missi dominici del Guía supremo.
Francia no es excepción a la regla.
Sin embargo, objetivamente, la
esperanza revolucionaria parece recibir
su significación concreta de las
condiciones en que Europa se liberó del
yugo nazi; es decir, de los progresos del
Ejército Rojo. No es que dicho ejército
imponga la dictadura del proletariado en
los países de donde expulsa a las tropas
nazis, pero al menos impone la amistad
con la URSS como la primera condición
que deben cumplir sus regímenes
internos, al mismo tiempo que garantiza
un papel privilegiado a los partidos
comunistas locales, que deberán su
influencia a su procuración. Nada
parecido ocurre en el oeste de Europa.
Las circunstancias de agosto-septiembre
de 1944 han señalado al partido francés
los límites de su acción, no solo por
causa de De Gaulle, sino porque Francia
fue liberada por los estadunidenses.
Aunque el comunismo —con excepción
de Yugoslavia— tenga sus más fuertes
bastiones europeos en Francia y en
Italia, allí es impotente para emprender
una acción revolucionaria. De donde
resulta que es débil donde es fuerte, y
fuerte donde es débil, pues, en ambos
casos, la «revolución proletaria» avanza
sobre las huellas del Ejército Rojo más
que sobre las fuerzas del proletariado.
En otras partes, el comunismo encuentra
algo más que la burguesía: los Estados
Unidos.
Esta es la consecuencia paradójica,
y sin embargo natural, del «socialismo
en un solo país». Llegado el día, la
victoria militar hace de ese país elegido
el instrumento y el beneficiario del
«socialismo» entre sus vecinos, donde
exporta hasta el personal de encuadre
político y policiaco. Pero, por ello
mismo, la Unión Soviética tropieza con
los límites de su potencia, que cesa
donde se encuentra con el otro gran
vencedor de la guerra. La simple
presencia de las tropas estadunidenses
en el oeste de Europa, donde la
sociedad burguesa tenía su apoyo
histórico, no basta para explicar que los
partidos comunistas francés o italiano no
se hayan adueñado del poder a la hora
de la liberación. La presencia de los
Estados Unidos constituye, por lo
menos, la garantía mínima de que el
Ejército Rojo no impondrá ahí a sus
clientes, antes de encarnar, poco
después, la garantía suprema de la
fidelidad de Occidente a la democracia
liberal. De este modo, la idea de
revolución ha perdido su vínculo directo
con las relaciones de clase en el interior
de las naciones, por lo que recibe una
acepción que no tiene ya nada que ver
con el internacionalismo obrero
original. Ya no traduce la solidaridad de
los, proletariados en su combate; ahora
abraza la geografía internacional de la
potencia militar. El destino final de la
clase obrera europea ya no está ligado,
como en los años que siguieron a
Octubre, al relevo del bolchevismo por
unas revoluciones proletarias en los
grandes países capitalistas europeos,
comenzando por Alemania. Ahora
depende del hecho de que el Ejército
Rojo ha acampado en Praga, lo que
puede interpretarse como un formidable
avance y, a la vez, como un equilibrio
provisional.
Nunca, pues, en Occidente la pasión
revolucionaria fue más confusa que en la
época en que parecía reinar sobre el
escenario público: bien podemos verlo
en Francia y en Italia. Poseyó ahí la
extensión universal del antinazismo
victorioso, que tejía la prédica
comunista en el telar de la democracia.
Italia fue fascista, aliada de Alemania;
la Francia vencida produjo el gobierno
de Vichy. La guerra, incluso la guerra
antinazi, no fue una experiencia que
pudiese propiciar la reconciliación de
estos dos pueblos con la democracia
burguesa; como no dejó en pie sino una
sola crítica del liberalismo, habiendo
liquidado la otra, hizo inclinarse la
opinión pública de ambos países hacia
la idea de una democracia nueva, en que
el poder del burgués y del dinero se
reduciría en nombre del pueblo.
Semejante esperanza no era, por sí
misma, forzosamente revolucionaria, al
menos por lo que se refiere a los medios
planeados para realizarla. Lo que le dio
por entonces un carácter de aurora fue
que obtuvo su vigor de la fuerza
retroactiva de la guerra, dándole un
sentido: de un acontecimiento tan
gigantesco, ¿cómo no pensar que
inauguraba una época? En el desplome
wagneriano de Hitler, ¿cómo no leer la
promesa invertida de un orden nuevo?
Pero ¿cuál orden? La proporción
incierta de democracia y revolución que
ya caracterizaba al antifascismo en 1936
constituyó en 1945 una mezcla aún más
inestable y un programa harto ambiguo,
demasiado leninista para lo que
conservaba de pluralista, y demasiado
pluralista para lo que vaticinaba de
leninista. Era la hora de las «vías
nacionales» hacia el socialismo;[565]
pero la fórmula, por lo demás
provisional, era más la de un
encantamiento que la de un
descubrimiento. Por lo demás, el nuevo
orden del mundo, conducido por los
ejércitos victoriosos, desmentía con su
existencia misma la confusión entre lo
democrático y lo revolucionario,
privándola así de realidad.
No otro fue el triste reverso de la
época de la liberación en el oeste de la
Europa continental. El retorno de la
libertad, debido ante todo a las hazañas
de los ejércitos extranjeros, fue
festejado por un concierto de
pensamientos endebles y de programas
falsos. Los primeros se alinearon sobre
el culto de la historia, al no analizar las
dos figuras del orden social que esta
había colocado en el primer plano de la
escena: la Revolución soviética en su
estadio estalinista y la democracia a la
manera estadunidense. Prisioneros de
las ambigüedades del antifascismo, los
segundos finalmente tendieron sin
decirlo —y las más de las veces sin
saberlo— a alinearse sobre el orden del
poder en el mundo. Concebido en
Londres, el diagnóstico de Orwell juzgó
todo el occidente de Europa.
El antinazismo de esta época impide
pensar incluso en el nazismo mismo. El
ejemplo del genocidio judío puede ser
retomado desde este ángulo. Ya hemos
visto hasta qué punto, en las naciones
del este de Europa liberadas por el
Ejército Rojo, el mayor crimen nazi fue
obliterado por los partidos comunistas
en nombre del renacimiento nacional.
Los judíos polacos exterminados eran
polacos judíos. Los judíos ucranianos,
masacrados en Babi Yar, eran
ciudadanos soviéticos. En Francia, las
cosas no llegan hasta esta supresión
oficial. Sin embargo, ahí la libertad
tiene unos resultados que son bastante
comparables, en tono menor, a los
obtenidos por la ortodoxia ideológica.
También en Francia los judíos son los
grandes olvidados de la victoria.[566] El
antifascismo, cuando es de tendencia
comunista, no tiene un lugar que
asignarle a la masacre de los judíos: los
comunistas no están dispuestos a ceder
la primera fila en el odio a Hitler, pues
lo han conquistado al precio de una
ardua lucha. Por lo demás, en sus filas
figuran muchos militantes judíos. En
cuanto al antifascismo definido por su
mínimo común denominador, a saber, el
sentimiento democrático, acentúa por
reacción el universalismo abstracto de
la tradición francesa, que es ciega a la
existencia de los judíos como
colectividad particular a la hora en que
esta particularidad se ha convertido en
la piedra de escándalo de una
persecución sin precedentes. Esta
tradición ha hecho a los franceses
especialmente indiferentes a la suerte de
los judíos extranjeros en su tierra, y no
se interesaron más, apenas, cuando salió
a la luz la magnitud de la hecatombe
judía en los campos de concentración.
[567] En su forma más general, esta
H AY CIERTA imprevisión en la
denuncia de Stalin por parte de su
sucesor. Jruschov da muestras de tanta
vehemencia en su discurso, que sentimos
intervenir en el «informe secreto» al XX
Congreso algo más que un cálculo
político: se trata de la voz de un hombre
que rompe un tabú y que, dejándose
contagiar por el asombro que suscitan
sus palabras, pierde el sentido de su
efecto. Durante una noche, en esa
ocasión, Jruschov abolió las leyes del
lenguaje demagógico.
Sin embargo, su discurso también se
inscribió en la lógica de la necesidad o,
si se prefiere, de la sucesión. No existen
en la historia regímenes fuertemente
identificados con la existencia de un
hombre que hayan sobrevivido intactos a
la muerte del único detentador de la
autoridad. Y el caso de Stalin no
constituye una excepción a la regla. La
reasunción de un poder tan exorbitante
como el suyo por parte de un solo
individuo no es aceptable para ninguno
de los presuntos herederos. Esta actitud
contribuye a allanar el camino que
conduce a declarar ilegítimo el régimen
estalinista, con tanta mayor razón por
cuanto la consigna de «dirección
colectiva» armoniza mejor con los
anales del marxismo que las proclamas
de devoción a un Guía. Y aun si ese
nuevo concepto apenas es de alguna
utilidad para interpretar lo que ha
ocurrido, resulta indispensable, sin
embargo, para apropiarse el presente y
el futuro.
En buena medida, el reparto que
había de suceder al régimen de Stalin
estaba, pues, escrito de antemano en un
estilo que ya era familiar: cambio y
continuidad. Jruschov contribuyó con un
talento suyo que resultaba inconcebible
en un apparatchik formado en la escuela
del silencio y del temor, a saber: el
sentido de la dramatización y el amor al
riesgo. Pero, al mismo tiempo, dio a esta
primera crisis de sucesión el carácter de
anuncio del final. En efecto, denunció el
terror, uno de cuyos brazos ha sido él;
rebajó a Stalin, al que otrora celebrara;
hirió demasiado brutalmente el pasado
del régimen para no afectar su leyenda.
Jruschov necesitó de la
desestalinización para revertir en su
favor la asunción del poder soviético.
Solo que habiendo decidido asumir esta
sucesión a la manera de una
discontinuidad, puso en entredicho su
fundamento ideológico. En virtud de la
autoridad suprema del movimiento, en la
URSS y en todo el mundo los comunistas
fueron despojados de una parte esencial
de su pasado, de la que sin embargo
seguían siendo hijos. Nada volvería a
ser como antes.
No es que el sistema se haya
tambaleado sobre su base en el interior
de la Unión Soviética. Las rivalidades
entre los dirigentes no quebrantaron en
absoluto la dictadura del partido sobre
el país. La ejecución de Beria, a
hurtadillas, no causó más sensación que
las ejecuciones de Zinóviev o de
Bujarin en la gran época de los
procesos. La expulsión de Mólotov,
Malenkov y Kaganóvich del Comité
Central en julio de 1957, o la del
mariscal Zhúkov, en octubre, tampoco
afectaron a la «opinión» naciente. Y
desde marzo de 1958, Jruschov, como
Stalin, reúne en su persona los dos
cargos claves de primer ministro y de
primer secretario del partido. Helo aquí,
pues, afianzado a su vez al poder
absoluto por medio del control del
partido, y pronto venerado como hombre
de Estado de incomparable sabiduría,
cualquiera que sea el carácter de sus
iniciativas o de sus veleidades.
Por ello, la novedad de su reinado
no reside en la transformación de las
instituciones políticas del régimen. El
Partido Comunista sigue siendo el amo
único y todopoderoso, y la KGB no
tolera ninguna oposición. Tampoco cabe
atribuir carácter innovador a las
reformas económicas: la socialización
de toda la producción y del cambio de
manos del poder, así como la gestión
burocrática de la economía siguen
siendo las piedras angulares de la
sociedad, como lo demuestra el fracaso
de los ambiciosos proyectos agrícolas
del primer secretario. Por último, su
política exterior desciende en línea
directa de la de Stalin: sigue empeñado
en reforzar el bando del socialismo y de
ser posible extenderlo, aun cuando haya
que recurrir al imperialismo, al precio
de un formidable esfuerzo técnico en
materia militar, o, en caso de necesidad,
echando mano de una verdadera
ferocidad política: el muro de Berlín,
una invención tan extravagante que se la
creería pertenecer a otra época de la
humanidad, data de 1961. Jruschov
proclama casi por todo el mundo que es
más fiel que nunca a la ambición de todo
bolchevique: enterrar el capitalismo.
Entonces, ¿por qué la actuación de
Jruschov se caracterizó por ese estilo
iconoclasta y su personaje histórico
adquirió una reputación perdurable?
Simplemente porque él encarnó el fin de
los asesinatos políticos y del terror en
masa: venció a sus rivales, pero no los
liquidó. Por lo demás, ellos se vengarán
de él en 1964, pagándole con la misma
moneda. Por otro lado, Jruschov no hizo
nada por reducir la arbitrariedad de la
policía del Estado, e incluso instituyó en
1957 la cacería de los «parásitos»,
ofreciendo así un blanco a las denuncias
y una razón de ser a la KGB. No
obstante, el país ya no estará sometido a
represiones comparables al martirio del
campesinado ucraniano, al terror de los
años 1936-1938, o a la deportación en
masa de los pueblos pequeños. Además,
¿acaso había dicho otra cosa en el
informe secreto? Jruschov no hizo en él
una profesión de fe liberal; no presentó
ninguna idea política nueva, no concibió
un socialismo distinto. Por lo que se
refiere a Stalin, no atacó su sistema y ni
siquiera todos sus métodos, sino
simplemente lo que el terror entrañó de
horrible, de universal y de casi demente.
Durante el reinado de Jruschov, la
Unión Soviética dio el paso de la etapa
totalitaria a la etapa policiaca. El
empleo que hago de ambos adjetivos
tiene menos la intención de definir con
precisión ilusoria los dos estados de una
sociedad política que la de señalar su
evolución asignándole esos términos. Es
claro que con Jruschov, y también
después de él, la URSS conserva
elementos totalitarios: por ejemplo, el
afán de poder en su modalidad de
control del pensamiento a través del
lenguaje, así como bajo la forma de un
pueblo que no puede hablar como no sea
con el vocabulario y a través de las
consignas impuestos desde arriba. Pero
si este afán de poder sigue siendo
inseparable de la dictadura del partido
en la medida en que esta se ejerce hoy
como ayer en nombre del marxismo-
leninismo, por otra parte ya ha dejado
de ser objeto de universal obediencia.
Incluso permite que se escuchen
públicamente voces provenientes del
exterior, que hubiera podido creerse
perdidas para siempre. De suerte que
esa voluntad de poder ha perdido el
control casi perfecto que alguna vez
llegó a tener sobre ese inmenso rumor
de autoexaltación que emanaba de la
URSS desde hacía más de un cuarto de
siglo. Otros ciudadanos soviéticos han
empezado a hacerse escuchar y a narrar
la otra versión de la historia.
Para convertir a la URSS en un
espacio absolutamente hermético, del
que nada pudiera salir y donde nada
pudiera entrar que no fuese conocido de
antemano por su policía, Stalin había
puesto especial cuidado en someter la
intelectualidad o en liquidarla: enroló a
Gorki, hizo asesinar a Mandelstam.[716]
Jruschov, por el contrario, necesita el
apoyo de la intelligentsia. No la deja
renacer, sino solo salir a la superficie
con la desestalinización. Y le conncede,
también, un pequeño espacio público.
Gorbachov hará lo mismo, en otras
circunstancias, 30 años después,
obedeciendo sin duda a intenciones
comparables y en virtud de un
diagnóstico similar por lo que se refiere
a los medios. De ambos dirigentes,
ninguno de ellos tuvo mucho donde
escoger en una sociedad cuyos resortes
estaban rotos. Por lo demás, muchos
interlocutores de Gorbachov serán
todavía (encabezados por Sájarov) los
mismos que nacieran a la oposición en
tiempos de Jruschov. Con ellos, la
sociedad rusa habrá recuperado un hilo
de voz y señalado el camino de un
renacimiento moral y político.
No es que esos intelectuales cuenten
con una verdadera libertad de expresión,
y aún menos de difusión. Durante sus
primeras tentativas para darle a conocer
a Jruschov su oposición creciente a los
experimentos con la bomba de
hidrógeno, a finales de los años
cincuenta, Sájarov fue objeto de
vigorosas amonestaciones y hubo de
recorrer un trecho del camino del
sospechoso. Por la misma época estalló
el «escándalo» de Pasternak. Terminado
en 1955, El doctor Zhivago apareció en
noviembre de 1957, pero en Italia.[717]
La Unión de Escritores, fiel intérprete
de los designios del poder, se opuso a su
publicación en Moscú. Menos de un año
después, Pasternak recibió el Premio
Nobel. La consagración del libro en
Occidente desató en la URSS una lluvia
de denuestos sobre el escritor, quien fue
acusado de traicionar a su patria al
mismo tiempo que recuperaba su
historia. La campaña fue montada por la
prensa y por las organizaciones del
partido, y resultó ser tan poderosa que el
desventurado Pasternak tuvo que
retractarse de haber aceptado el premio
y manifestó su sumisión en Pravda.[718]
Pero lo siniestro del mundo
soviético, que sale a flote con motivo
del «caso Pasternak», no debe ocultar
las novedades que presagia. Para
empezar, Pasternak está vivo, mientras
que 20 años antes habría sido enviado a
prisión, deportado y finalmente muerto.
Además, su libro se publicó, mientras
que antes el manuscrito habría sido
confiscado y destruido. Por último, su
caso se ventila públicamente, mientras
que antes habría sido soterrado. El
torrente de lodo que el partido dirige
contra él está hecho de pasiones bajas,
sí, pero no por ello menos intensas: son
las del igualitarismo y las del
nacionalismo. Asimismo, el partido
promueve, ante las actitudes valerosas y
de entrega a la libertad, el simulacro de
un minúsculo movimiento liberal, en que
a menudo aparecen los sobrevivientes
recién liberados del Gulag. De modo
que aun cuando el caso Pasternak
termina tristemente, con la soledad del
escritor en su país,[719] inaugura sin
embargo un nuevo periodo de las
relaciones entre el régimen y la
sociedad. La persecución, cuando no se
propone aniquilar, hace visible lo que
persigue; cuando no destruye la
literatura de oposición, hace que se la
lea. Además, hasta cierto punto Jruschov
ha menester de esta literatura: eso da un
cariz político incluso a las novelas o a
la poesía. La denuncia del culto a la
personalidad le ha asignado a la
intelectualidad el papel clave de testigo
privilegiado, que ya no dejará de
desempeñar.
De ese hecho procede la
modificación capital, si bien paulatina,
de las relaciones que mantienen los
intelectuales del Oeste con la imagen de
la URSS. Hasta entonces, no habían
visto ni conocido, en materia de
literatura en la Unión Soviética, más que
a los escritores favorables al régimen,
las más de las veces en misión entre
ellos. Gide mantuvo un intercambio
epistolar con Gorki antes de ir a
visitarlo.[720] Malraux, en la época en
que era uno de los grandes personajes
del antifascismo kominterniano, entre
1934 y 1939, fue objeto de todas las
atenciones de Koltsov y de Ehrenburg.
[721] Decir que la idea de un intelectual