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Perspectiva Zambrano.

Héctor Solsona Quilis.


“La dimensión dentro de la cual pasamos de una oración a otra
no es evidentemente ella misma una oración y mucho menos un ente”
Ernst Tugendhat.

“! ay Casandra, junco, fábula,


verso sin posible glosa ¡ ”
Miguel Pizarro.

Este escrito tiene por finalidad dar una idea genérica del pensamiento de María
Zambrano por medio de la experiencia de su lectura. La palabra perspectiva que utilizo
para titularlo es suficientemente polisémica para prestarse al juego de la reflexión poético-
filosófica que iniciara la pensadora española. Tratar de aproximarse a la propuesta
zambraniana de una racionalidad poética recreándola, tiene sus dificultades, pues nos
situamos ante una escritura que requiere ritmos lentos y pausados de lectura. Vislumbrar
un conocimiento y un saber que verifica sus afirmaciones en los límites de las teorías de
la verdad y del conocimiento establecidas hasta el momento en la historia de la filosofía
requiere estar dispuesto a dejarse llevar a campo abierto. Cabe tener en cuenta que la
propuesta de una razón poética trata de ser una ampliación del concepto de razón que
altera el modo de relación del ser humano con la misma, y no ante una propuesta
alternativa de razón que invalide todo lo anterior: se trata de una liberación de la razón
constreñida por sus propias dudas e inseguridades, por sus propias obsesiones de cálculo
y seguridad, la conquista de un espacio inexplorado para la vida y la libertad.
Tal vez sea útil tener en consideración los distintos tipos de razón propuestos para poder
ubicarnos al respecto. La primera razón sería la razón objetiva como una especie de razón
cósmica inmutable que abarcaría desde las visiones presocráticas hasta la sistematicidad
escolástica, toda ella acrítica y dogmática asida a la idea de fundamento; la segunda razón
abarcaría la razón subjetiva, formal y crítica, desde el cartesianismo hasta la
fenomenología con sus intermedios historicistas que tampoco renuncian a la idea de
fundamento, onto-teológicas que se ha dicho; y un tercer tipo de razón basada en el giro
lingüístico y comunicativo donde tanto el sujeto como el objeto quedan prisioneros de las
estructuras lógico-formales del lenguaje. En todas ellas ha existido mínimamente la
intención de establecer un cuadro lógico y cerrado de la realidad, o bien desde el objeto
plegándose el sujeto a sus exigencias absolutas, o bien desde el sujeto reduciendo el objeto
a una construcción de su intelecto o voluntad, incluyendo aquí las mixturas irracionalistas
y existencialistas como contra imagen de la razón, o bien desde el lenguaje mismo
invitando al sujeto a guardar silencio sobre lo que no se puede hablar y a decir solamente
aquello que se puede decir, o cuando menos, a convertirse en el ventrílocuo del ser mismo.
La propuesta de una razón poética obliga a un esfuerzo adicional por situarse en una
perspectiva suficientemente distante como para poder contemplar en toda su amplitud el
panorama que nos abre el pensar de María Zambrano. Y en cierto modo de eso se trata:
alterar y forzar los parámetros básicos desde los cuales consideramos las cosas, la
realidad y, muy en especial, su constitución temporal e histórica. Y esto significa ciertas
licencias con el lenguaje y con la lógica que permitan a la razón aproximarse a un tipo de
objeto u objetos que había quedado fuera del alcance del desarrollo histórico de la razón.
Para abrir un poco el panorama a vislumbrar ofreceré una pequeña condensación poética
en trazo grueso que sitúe in media res el momento en el que María Zambrano inicia su
pensar dentro de lo que sería la historia del pensamiento:
Aquel ser único parmenídeo que se multiplicó en el cielo platónico de las ideas o formas,
adquirió la sustancialidad semoviente de un individuo atrapado en categorías que se hacía
polvo o nada en su materia, pero aquel mundo de cosas fue vuelto a reducir al elemento
matemático del entendimiento y la mente omnicomprensiva del yo moderno
desapareciendo de en medio el mundo, la vida y las cosas. Más ese yo siempre anduvo en
dudas respecto de su sustancialidad, y desgarrado desde siempre del cuerpo, hizo de todo
excepto vivir. Queriendo conocerse se supo como cláusula lógica sin existencia real, una
presuposición necesaria del pensar para organizar las cosas, y trató de construirse como
un postulado de la razón práctica. Mas en esa construcción se perdió el arquitecto en su
arquitectura ofreciendo en sacrificio la vida a una historia que lo devoraba todo como
Saturno a sus hijos; y aquel ser parmenídeo, que fuera el Bien, o el Motor Inmóvil, el
Dios garante de la ética o el realizador del guión de la historia tragicómica con supuesto
final feliz, incluso la voluntad omnívora de lo que fuera, vino, de querer serlo todo, a
convertirse en nada, y se murió… y después de tanto pensar y penar, María, ¿qué es lo
que nos quedó? Nada. Y todo.
No fue hecha la lógica formal para María Zambrano, ni siquiera el silogismo pudo serle
útil en su pensar, porque todo aquello de lo que había que hablar era de tal naturaleza que
no podía ser tratado de un modo proposicional, lugar en el que se juzgaba la verdad desde
antiguo: la verdad de verdad no se juzga, se vive. La conclusión “Sócrates es mortal” no
dice nada sobre la muerte de Sócrates, ni siquiera habla sobre Sócrates: ¿es un jugador de
fútbol? ¿Un jefe de estado? ¿Un filósofo? Tampoco la dialéctica pudo serle útil para
resolver los inquietantes enigmas que le salieron al encuentro, porque el orden en el que
ella entró tratando de describir su topología fue un orden previo a todo orden: la
mutabilidad de lo real a la que se refiere Zambrano no tiene esquema o fórmula posible
de construcción y reconstrucción, no tiene sistema, ni discurso que la atrape: la vida no
es repetición, es semelfáctica, es de esas cosas que suceden una única y sola vez, y por
ello la verificación no es la reproducción de lo mismo que dice el enunciado, en las afueras
del enunciado, o la constatación de la hipotética predicción, sino creación o destrucción
de la vida misma que está en juego. El devenir no es la síntesis entre el ser y la nada. El
devenir es el exilio caótico, este ir y venir por el mundo habiendo perdido la patria, una
especie de suceso onírico, increíble, y aunque comprensible, difícilmente digerible.
Se vive una única vez, se es de un modo tan singular y concreto, tan irrepetible, que no
se es siquiera ejemplo o modelo platónico, para nada ni para nadie, y ello no resta
responsabilidad, sino que incrementa hasta el clímax del temblor la necesidad de ser esa
verdad para haber vivido realmente, y de ahí la necesidad de despertar, una y otra vez, de
una vida que amenaza ser pura inercia, sueño o complicidad con el mal. Y si las cosas
están así, María, ¿qué podemos hacer?
Si la existencia tiene ese carácter semelfáctico, y el objeto de estudio no es constituible
por ningún a priori, si no podemos optar por la repetición como constituyente íntimo de
la categoría de realidad, o de la sustancia, entonces, los métodos lógicos que constituyen
el conocimiento tampoco pueden sernos de gran ayuda. Ni nos es útil la deducción, que
presupone un encadenamiento necesario de proposiciones en un sistema más amplio,
gobernado por la férrea identidad y no contradicción, puede asegurarnos la ampliación
del conocimiento de la vida, puesto que no sale de su propio contenido, sino que
simplemente lo explicita, que diría Kant; ni nos sirve la inducción ya que no puede
encontrar la regla de sucesión de los acontecimientos de una realidad, la de la existencia,
única e irrepetible. Estamos en el terreno de la vida y de la muerte, a la aventura por
decirlo de algún modo, en el riesgo de una libertad que no se sabe cierta por ser una
especie de destino, y de un ser que no nos es dado si no es padeciéndolo para trascenderlo.
El amor y la vida es incalculable e impredecible, su ecuación y resolución presupone
siempre algún tipo de delirio. No somos ni la imitación imperfecta de un eidos platónico,
ni el cumplimiento de una forma sustancial aristotélica. No somos nada.
Análisis y síntesis tampoco serán muy útiles para la clarificación de lo que María
Zambrano trata de desentrañar.
Por una parte, la operación de análisis presupone un todo divisible en partes simples
inanalizables y perfectamente delimitables, claras y distintas, pero aquí, el objeto a
analizar es un todo simple de tal complejidad que su división en partes supone la
destrucción y muerte del objeto mismo de estudio: no se examina la vida, se vive. No
ganaríamos nada con el análisis de la vida porque el resultado debiera ser tautológico; en
cambio, la vida es contingente y contradictoria, lo que viene a significar más o menos,
que la vida es lógicamente imposible, y esto quiere decir que ni siquiera podemos vivir
coherentemente si no es como una aspiración ética más que como una realización
concreta. La vida es una complejidad sin partes, se presenta como una unidad, y a la vez
es una simplicidad multiforme, es decir, su unidad se sostiene en su capacidad para
adquirir todas las formas precisas para seguir siendo: el alma es en cierta medida todas
las cosas, decía Aristóteles, y por ello podemos conocerlas.
La otra opción sería el camino de la síntesis, una unión ordenada y coherente de elementos
simples en un todo construido o reconstruido. Lo máximo que alcanzaríamos entonces
sería la elaboración de una biografía, la escritura de una vida que dejaría fuera de sí la
vida real misma: la vida real no se puede sustituir por la palabra. La vida no es un artificio
literario escrito por un autor anónimo, no es una síntesis de partes preexistentes que
debiéramos ensamblar mecánicamente para luego ponerla a andar por electrochoque
como una criatura Frankenstein. La vida se vive haciéndonos, realizando lo que somos
desde el origen hacia la promesa de lo que somos: padecer y trascender en un conflicto
que es nuestra verdad, una verdad que hay que confesar para serla. Una anagnórisis
trágica y solitaria, que no solipsista, pues si el solipsismo fuese real el amor carecería de
razón de ser. ¿Qué prueba puede ser más contundente de la existencia del otro que el
amor?
Tal vez, sea la abducción la operación lógica que mejor sirviera para describir el razonar
de María Zambrano, y el que mejor se ajuste al objeto de estudio, la vida. La abducción
es la inferencia que nos permite elaborar hipótesis explicativas, incluye buenas dosis de
instinto y creatividad que hacen probable o plausible ciertos conocimientos de los que
sólo podemos gozar con cierta incertidumbre. Un ejemplo sencillo sería la conducta
nominativa, la capacidad para nombrar lo que vemos o sentimos, como cuando Helen
Keller descubre el significado de “agua”. Efectivamente, la vida tiene esta incertidumbre
del dar por supuesto lo que somos e ir a tientas buscándolo sin saber a ciencia cierta, en
las penumbras de la incertidumbre, el resultado de todo ello: hay que ir creándolo. La
escritura de María Zambrano tiene un cierto aire detectivesco, que va afrontando los
interrogantes y despejándolos hipotética y creativamente sobre la marcha. Musement,
juego de posibilidades sin intencionalidad alguna, de hecho, su método es siempre un
camino, pero este camino no está preestablecido, es realmente un caminar, un abrirse
paso, puesto que en esta filosofía tan poco dada a la sustancia, todo va apareciendo
lentamente como un paisaje en un amanecer. ¿Qué hacer María? ¿Qué sistema de
conocimiento te dirá si debes atravesar la frontera o quedarte en España? ¿Quedarte en
Roma o volver a Mexico? ¿Tal vez sea mejor París? El exilio dentro del exilio te forzará,
¡oh María¡, a radicalizar tu pensamiento, cada vez más alejado de la comunidad ideal o
real de investigadores, para quedarte rara avis en el limbo de los postreros y los póstumos.
Los resultados a los que hemos llegado se pueden formular de este modo: la vida es semel-
fáctica, y por ello es indeducible, no generalizable, no analizable, ni sintetizable, sólo es
una hipótesis individual arriesgada en la que nos tenemos que aventurar para su
verificación, y aun así, o precisamente por eso, nunca sabremos si fue o no fue acertada
dicha aventura entre la locura y la lucidez, el sueño y la vigilia, de un Quijote/Quijano,
por referirla a algún personaje.
Cabría pensar que la verdad podría venir avalada por una comunidad, sea esta ideal o real,
que conjuntara las cosas, las palabras y los procedimientos o reglas de su unión. Más en
tal idealidad el individuo ya no sería tal al disolverse en la universalidad: su vida no sería
su vida, sería simplemente función psicofisiológica; y en la comunidad real, María, ¿qué
sucede cuando la comunidad real cae en la guerra civil, o en la guerra mundial? ¿A qué
comunidad pertenece el exiliado? Ni transterrada llegaste a ser…
Por otro lado hay que atender a las dimensiones del discurso zambraniano y las escalas
del mismo. La realidad sobre la que habla no es bidimensional, una realidad plana y
monótona, fácilmente abarcable con la mirada donde los objetos de estudio se sitúan
perfectamente localizados y localizables, delimitados y sin fisuras: el espacio estático de
la ordenación y la orientación. Tampoco es tridimensional, la realidad de los objetos que
se constituyen estáticamente ante nosotros, los cuerpos con su opaca, vacía, terca y necia
materialidad, aunque ya aquí aparece la profundidad, palabra que suena abisal, oceánica
y cósmica, que a la vez nos habla de la posibilidad de lo excesivo, misterioso e inabarcable
de una dimensión que, se constituya hacia adentro o hacia afuera, nos arroja siempre hacia
una oscuridad ilimitada donde surge y habita lo ignoto. Es en esta dimensión de
profundidad donde debemos situarnos para entender de qué habla Zambrano, una realidad
que se parece más a la tetradimensional, pues incluye el tiempo. Sólo que este tiempo no
es el cronológico, el cuantitativo, ese a priori que ordena el sentido interno
unilateralmente, sino un tiempo coloreado cualitativamente y deformable por emociones
e inquisiciones, un tiempo polimorfo y flexible lleno de intensidades y tensiones en el que
andamos como enredados en un laberinto, un tiempo que hay que vivir, es decir, un
tiempo a la vez disponible por nuestra libertad porque es en él en donde necesariamente
debemos hacernos, y a su vez indisponible para nuestra libertad porque es aquello que
nos constituye esencialmente. La conciencia de la realidad se ve afectada por la velocidad
a la que transcurren sus vivencias, el tiempo se acelera o se espesa, y las vivencias que
experimentamos, y la realidad misma, corren la misma suerte, de tal modo que sueño y
vigilia pueden llegar a confundirse. La conciencia trata de establecer la continuidad de
los tiempos interrumpidos por los ciclos de sueño y vigilia, o por su caída en estados
limítrofes de los mismos. Al reconstruir su historia, la conciencia vive su pasado en el
recuerdo con la consistencia de un sueño. Así la infancia es un sueño del que despertamos
en la adolescencia para adentrarnos en la vigilia de la madurez; más allá, la vejez puede
retrospectivamente ver la vida como un sueño del que tal vez quepa tanto morir como
despertar. ¿Qué es la realidad? La diferencia entre el origen de nuestra vida y el tener que
ir viviendo y haciéndonos, trascendiéndonos, esta diferencia es una resistencia que
experimentamos al tener que bregar con las circunstancias y el tiempo, el agón del
permanecer en el pasar, del padecer y trascender el propio ser. O la diferencia entre lo
que somos y lo que queremos ser o lo que fuimos o lo que seremos: esa diferencia es una
herida que ha de ser reconocida y confesada por ser la verdad. La realidad, María, es la
del exilio. Somos exiliados, bien lo sabes, con anhelos cósmicos.
Y al abarcar el tiempo hay que ver su escala, porque la unión de la idea de profundidad,
que en principio parecería una dimensión meramente espacial, y el tiempo, nos abre a la
compleja realidad a la que María Zambrano trata de acercarnos, la realidad a la que
correspondía aquel saber que se iba buscando desde siempre llamado metafísica. Pero
aquella realidad no es el término ni el principio de nada. Efectivamente la escala del
tiempo importa para la consideración de la realidad. Si el tiempo es determinante para el
acceso a lo real y nuestra conciencia tiene límites a la hora de percatarse de esa realidad,
el ritmo al que transcurre ese tiempo determinará nuestra capacidad para tomar por real o
no las cosas. Así, los procesos de la realidad pueden volverse invisibles por las escalas de
tiempo en las que transcurren. Por ejemplo, la teoría de la evolución encontró dificultades
precisamente por la inconmensurabilidad de la misma con la duración media de una vida
humana. Otro ejemplo: las técnicas del time-lapse y la cámara lenta permiten ver
realidades que escapan a nuestras escalas humanas de tiempo, y de ese modo enlazar
principios y finales de procesos que no podemos percibir por los ritmos temporales que
acotan la duración de nuestra vida humana o la capacidad de atención de nuestra
conciencia. María Zambrano, en su forma de caracterizar y abordar el tiempo, está más
del lado de las visiones relativistas y cuánticas que de las concepciones clásicas y
newtonianas. La conciencia está en función de la aceleración del tiempo a la que pasan
por ella las vivencias que tenemos. ¡Ay! María, háblame de tu hermana Araceli, misterios
de impotencia y dolor: ¿quién es el sueño y quién es la vigilia? ¿Qué es la conciencia de
la tortura? ¿Qué es la conciencia del dolor?
El saber que busca María Zambrano no es saber del principio porque el principio queda
fuera del alcance del conocimiento, queda de él como la huella de una indefinida
nostalgia, a lo máximo a lo que podemos aproximarnos es a lo inicial; y no es saber del
final o término porque tal conocimiento del final liquidaría el misterio y la incertidumbre,
su saber cerraría las puertas de la esperanza sobre las que se sustenta la lucha humana y
daría por supuesto el conocimiento de la totalidad del tiempo y de la historia: nos situaría
fuera del tiempo. Tampoco es un saber del todo, porque ese todo es inabarcable, y como
su parte, en él estamos involucrados desde siempre pudiendo caer en la posibilidad de
construir ese todo a nuestra medida de un modo arbitrario, liquidando de esta forma la
insondable dimensión del misterio y el asombro: el inquirir quedaría detenido como en
un sueño y caeríamos en el endiosamiento y el absolutismo. En cambio, ese saber no es
tampoco un saber de la parte, porque esa parte no se satisface con un saber parcial y
cerrado. El saber de la parte es un ignorarlo todo que hace imposible cualquier conciencia;
de hecho, ser parte es lo que dispara el deseo de fundirse en el todo. ¿Verdad María que
en tu largo destierro más de una vez alcanzaste estatus de refugiada en el sueño frente a
la pesadilla de la realidad? No, no podemos vivir sin soñar.
Por eso Zambrano nos hablará de lo inicial y lo fragmentario, porque lo inicial y lo
fragmentario es de alguna manera descriptible por ser aparición de un supuesto principio
que ha sido buscado pero nunca constatado. No conocemos, en la regresión causal nada
que no sea lo inicial, y del todo que nos queda oculto, ignoto, sólo alcanzamos el
fragmento: lo que se inicia no sabemos en qué devendrá, y a diferencia de la parte
delimitada que encaja en el todo supuesto, o que puede tener sentido completo en sí
misma como parte, el fragmento no sabemos, tampoco, de qué todo lo es, si es de un todo
o simplemente es fragmento de una parte, es decir, el fragmento no remite al todo, sino a
lo que está roto y abierto, como una herida. Pensemos en términos de “fragmentos
presocráticos” más que en términos de aforismo para acercarnos a la escritura de María
Zambrano. Fragmentos de exilio y destierro, fragmentos de patria y fragmentos de
escritos, fragmentos de corazón y trozos de amor rotos por la guerra y el odio. Confiesa,
María, lo inconfesable.
Es por tanto un saber de la relación en que se encuentra el todo y la parte, intersticial, un
saber del estar en medio del principio y del fin, un saber del “in media res” y de la
incompletud que es trascendencia siempre insatisfecha, un saber de la vida humana fuera
de la definición de los libros y diccionarios, un saber de la vida humana en la vida misma
como una realidad temporal y capaz de una relación o dimensión múltiple y multiforme
que llamamos profundidad en la que sólo caben dos movimientos: adentrarse en ella
misma como a quien no le cabe más remedio que aventurarse, o radicalmente, salirse. Y
en esta aventura Zambrano dedica especial atención a la descripción de los estados
intermedios e intersticiales de la conciencia, como es el paso del estar despierto al soñar,
y viceversa, o el arrancarse de la vida a la materia y el surgir del alma misma de la vida,
recordando esas escalas anímicas aristotélicas que retomó Max Scheler en El puesto del
hombre en el cosmos, y que van desde la formas elementales de la planta a las sensitivas
animalescas, o a las más elevadas de la persona humana.
De este modo, el saber de la realidad semelfáctica se desenvuelve en los intersticios de
los saberes y conocimientos cerrados (absolutos o relativos) como un saber fragmentario
y desubicado en la historia del pensamiento, cuya única aspiración es despertar cada vez
que la vida pierda su disposición libre, abierta y despierta. Es en este saber donde uno
encuentra aquellas cosas que no cupieron en las razones que se construyeron
históricamente: el sueño, los sentires, las singularidades, las vivencias, el vivir, el cuerpo
vivo, la existencia. Este saber es un hacer, es un crear, una poiesis que abre los espacios
cerrados y trae a la existencia lo que no hay: construye libremente lo que hay que inventar,
la vida misma de la que no disponemos saber ni modelo alguno. ¡Qué gran laboratorio de
la vida para el pensamiento ha de ser este vivir desterrado¡ !Qué conciencia no se ganará
en este vivir exiliado para una teoría de la razón!
Pero ¿de qué realidad estamos hablando? En María Zambrano no hay realidad, sino
realidades, no hay tiempo sino tiempos, no hay despertar sino despertares, no hay
universo sino universalidades, y así, su filosofía no puede ser entendida como un intento
reduccionista de la pluralidad y la diversidad de la experiencia humana a una unidad
única, sino como el conjuro del hechizo de lo absoluto y lo intemporal, una llamada más
ética que metafísica a la existencia concreta, personal, despierta, en el tiempo de la vida
y de la historia que no elude la tensión conceptual y desgarradora de lo que es
contradictorio y sólo puede existir como contradictorio o contradicción. Así todos sus
conceptos son sólo concebibles “a la par” como una tensión de movimientos
contradictorios que se posibilitan mutuamente por su contrario heracliteano, pero nunca
como una síntesis hegeliana superadora y cerrada: el horizonte se desplaza en la medida
en que nos adentramos en la vida, de tal modo que al final parece que el tiempo sea la
aparición sucesiva de la eternidad.
Nos podemos preguntar ¿cómo es posible que existan realidades? Tal vez la respuesta
resida en lo que se ha llamado fractalidad, la reiteración en diferentes escalas de una
misma estructura: soñar-despertar, sueño-vigilia, delirio-lucidez. Tanto para el propio
tiempo individual, como para el tiempo de las generaciones, o el tiempo histórico, se
constata esta forma de sucesivas transformaciones de despertares o nacimientos en sueños
que requieren nuevos despertares, nuevos nacimientos a otras realidades. Y esta parece
ser la fórmula que eligió María Zambrano para su pensar. Esta capacidad que llamo
fractalidad del pensamiento zambraniano tiene que ver con su manera de acercarse a la
realidad multiforme, nunca absoluta, y con su manera de utilizar la metáfora, unidad de
analogía del ser que dijera Aristóteles, para realizar sus descripciones de la misma. Más
que una lectura denotativa predominantemente objetivista, la lógica zambraniana
transcurre por las revueltas aguas de la connotación donde los significados alcanzan
metamorfosis que vinculan lo que en principio no estaba vinculado: analogía significa por
encima, sobre la razón (matemática). Hasta el mismo Kant necesitó de la analogía para
clarificar la posibilidad de la experiencia misma en su Crítica de la razón pura. Esta
analogía admitida como operación lógica válida para el conocimiento de la realidad no
acabará en el “todo es lo mismo” o en la repetición de todo, sino que incluye dentro de sí
la diferencia, la individualidad de cada instante y situación por la irreversibilidad del
tiempo mismo. La analogía disuelve la estanqueidad de las categorías y libera las cosas y
el pensamiento para poder resolver los problemas que nos plantea el vivir. Esta licencia
poética es la llamada a una amorosa anarquía donde la creación toma las riendas de la
libertad y le enseña a ser libre de verdad. Sin la razón poética, la libertad es un circuito
eléctrico y nada más, un relé; y la razón sin la poesía, no pasa de ser un animal de tiro, un
estéril mulo dando vueltas en una noria eterna tropezando con sus propias patas. El poeta
crea el tiempo, da cuenta de él y lo hace pasar rescatándolo del no ser.
Aunque en principio pareciera que la escritura de Zambrano fuese pura arbitrariedad, la
lectura atenta puede llegar a captar la rigurosidad de una lógica que podríamos llamar
cuántica, no bivalente, que permite estados de incertidumbre semejantes a la paradoja del
gato de Schrödinger: obliga al lector a remitirse a la caja negra de su experiencia para
constatar lo que el lenguaje no puede decir, ni mostrar, sino sólo indicar, para que la
atención se dirija hacia ello. Esta incertidumbre que la razón cartesiana trataría como falsa
por dudosa, debe ser tratada al modo pascaliano como apuesta, como posibilidad a
disposición de nuestra libertad. Eso que tiene que captar y constatar el lector a partir de
la indicación de la escritura de Zambrano es la experiencia o vivencia del propio cuerpo
vivo en su circunstancia (la cosa en sí que dijera Schopenhauer) como la mediación entre
la pura materia y el puro espíritu. Aquí las seguridades están de más, porque seguir el
camino recto y seguro que lleva al cielo aboca a la vida, que es puro desbordarse creativo,
al desastre final de la cosificación.
La experiencia del propio cuerpo vivo es el fundamento del que mana, como una
circulación de pensamientos más que como un basamento arquitectónico, la
conceptualización de toda la filosofía de María Zambrano: la circulación sanguínea, el
palpitar del corazón, la inspiración y espiración respiratoria, los movimientos de las
vísceras, sus ritmos contractivos y expansivos, son los fenómenos y realidades materiales
desde los cuales adquieren fundamento vivo las conceptualizaciones zambranianas. La
conciencia presta atención, es decir, distribuye el tiempo entre unas vivencias y otras, y
como no puede distribuir igualitariamente el tiempo y su atención, existen fragmentos
enteros de nuestra vida que desaparecen sin haber llegado a ser conscientes de ello. La
conciencia, si presta atención continuada a una vivencia, cae en un estado semejante al
sueño y pierde su realidad. En lo que sería el inconsciente habitan esas vivencias que no
han llegado a la conciencia, no por censura que diría Freud, sino por falta de atención o
tiempo para alcanzar significación en el sujeto. La conciencia misma tiene sus umbrales
perceptivos, por llamarlos de alguna manera, límites dentro de los cuales puede ser
consciente de su realidad. Esta conciencia puede llegar a ser sólo conciencia de ser, puro
sentir de sí mismo, es decir, que la conciencia no se agota en la intencionalidad
husserliana, en “ser conciencia de” y estar “dirigida hacia”. Hay un divagar de la misma
por las ensoñaciones del paseante roussoniano donde el sujeto se sabe puro ser, puro sentir
sin intención alguna, donde la vida misma llega al sentir originario: ser es percibir y
percibir es sentir: el mundo no es sólo una imagen vista, es un invisible sentir del corazón.
Este sentir admite intensidades, grados, de tal modo que sobrepasados ciertos límites del
sentir, el estar despierto adquiere las características de la atemporalidad del sueño. Así,
en el dolor extremo o en los estados de exaltación, el sentir se embota y el sujeto pierde
su libertad y su trascendencia para ser pura pasividad como en el sueño. O en la pesadilla.
Haz memoria, María, de aquella amistad que os unía: Federico García Lorca, Miguel
Pizarro, tu primo o tu amor, y tú… ¿Qué es la vida ahora que ha pasado? ¿Qué fue de
vosotros? La muerte, la locura y el exilio como naufragio en la tierra de las estrellas del
cielo.
El pensamiento de Zambrano se mueve de un modo efectivo hacia los límites, hacia lo
que es inicial, el nacimiento, lo auroral, lo originario, indagando en lo que desde siempre
quedó fuera de la razón: la experiencia sensible, el sentir del individuo, el individuo
mismo como tal indeducible, aquel límite en el que la descripción conceptual terminaba
para pasar a indicar el “esto” irracional e irreductible a concepto, aquello que sólo cabía
señalar y ver. Y efectivamente, el conflicto entre lo universal y lo individual, entre lo
eternamente repetido del concepto y lo fugazmente irrepetible y concreto del tiempo,
entre la razón abstracta que no es más que proposición intemporal y el corazón que es
víscera que da la señal del ritmo y la intensidad del tiempo, este conflicto, digo, debía
resolverse de algún modo. Ese modo lo llamó María Zambrano razón poética: el dar
cuenta de lo incontable, tratar de describir lo indescriptible, o dicho en parámetros
wittgestenianos, que el lenguaje privado no estuviese definitivamente privado de razón
de ser: lo que yo veo por la ventana, parafraseando a Ch. S. Peirce, no es o se identifica
con lo que yo digo al describir lo que veo por la ventana, y nunca lo será, no es una
descripción lo que veo, es una imagen. Este es el salto fuera de la lógica conceptual y el
ingreso en la realidad analógica. Y así, María Zambrano nos propuso tratar de volver a
ver el mundo y la vida con ojos de niño, como quien lo ve por primera vez y lo
experimenta sin haber recibido instrucción previa, tal como Descartes pudo pensar. Este
ver es poético: capta la individualidad, la singularidad sin diluirla en la universalidad,
rescatándola o salvándola de la temporalidad y dignificándola como objeto eterno. Dicho
kantianamente: entre la pura sensibilidad y el puro entendimiento existe una facultad
híbrida llamada imaginación, mezcla intersticial de entendimiento y sensibilidad que
permite la creativa circulación y unión de sus elementos. Podríamos decir que toda
síntesis es producto de la imaginación o posibilitada únicamente por ella. Aunque
misteriosamente, María Zambrano no tematiza la imaginación como tal en sus escritos.
La razón poética juega este papel intermediario entre las razones de la razón y las razones
del corazón, el “ordo amoris” del que hablara Max Scheler recuperando el dicho de Pascal
sobre las razones del corazón y que a su vez podemos rastrear en la República de Platón,
cuando respecto de la unión de los gobernantes y gobernantas, nos habla “no de
necesidades geométricas sino eróticas, que pueden ser más agudas que aquellas respecto
al persuadir y atraer a la mayoría de la gente” República, Libro V, 458 d-e. Pero esta
razón poética no es puro corazón ni pura razón, es el espacio que se abre entre estos dos
polos en una interacción que danza formando, no un círculo, sino una elipse de dos
centros: conocer como interior lo que es exterior, y como exterior lo que es interior.
Restituir facultades para ganar realidades y libertades. Parece que María Zambrano es
más kantiana de lo que quisiera, o al menos podemos entender que Zambrano rescató la
espontaneidad del entendimiento y la receptividad de la sensibilidad kantiana en la forma
de la actividad y la pasividad del sujeto, es decir, la caracterización del ser humano como
un ser que padece y trasciende su existencia incluso, y sobre todo, en la historia, es decir,
la persona trasciende incluso su determinación histórica y social para ganar la
atemporalidad o la supratemporalidad, de lo contrario la persona sería un elemento más
de su circunstancia, por decirlo con Ortega y Gasset, confundiéndose con las cosas.
El sujeto se mueve constantemente entre la realidad del sueño y la realidad de la vigilia,
entre la luz y la oscuridad, la pasividad y la actividad, siéndole permitidos dos
movimientos que los antiguos llamaron anábasis y catábasis, ascensos y descensos,
avances y retiradas en los inciertos espacios de los tiempos en los que vamos
constatándonos, percatándonos de nuestra existencia hic et nunc y haciéndonos ser.
Pensemos que la historia de la filosofía ha sido un movimiento lento de des-
sustancialización de lo real. Para que el sujeto fuera sujeto, debía dejar de ser sustancia y
licuarse en el río del tiempo. La vieja teoría del mundo sustancial y tripartito compuesto
por el infierno, la tierra y el cielo quedará des-sustancializado en María Zambrano y
reconvertido en los tres tiempos de los que habla: la atemporalidad de los sueños, el
tiempo sucesivo de la vigilia, y el tiempo de la creación y la lucidez, respectivamente. La
vida transita estos tiempos con igual evidencia, los vive con más o menos conciencia, y
les atribuye un estatus ontológico u otro en función de la disponibilidad del tiempo, es
decir, de su libertad en ellos. Como en los regímenes políticos, la falta de libertad
convierte la vida en una pesadilla.
La vida es sueño, dijo Calderón de la Barca, y los sueños, sueños son. Ahora bien,
Zambrano corrige esta sabiduría calderoniana y barroca. Los sueños son materiales con
los que construimos nuestra vida, sin ellos no sabríamos o no podríamos crear nuestros
proyectos. Por decirlo de algún modo, los sueños son un laboratorio en el que las
posibilidades surgen en forma de imágenes que pueden ser aprovechadas por el sujeto
para abrir sus proyectos en la vida despierta, o para adquirir conciencia de su situación:
un sueño puede despertarnos del estar dormidos en vida. Como ejemplo de la importancia
de los sueños en la vida humana podemos pensar en R. Descartes. Paradójicamente, el
padre del al filosofía moderna, el gran racionalista, relata que su vida filosófica se inicia
con un despertar que consiste en haber soñado sucesivamente tres sueños que le llevaron,
tras su interpretación, a la necesidad de consagrar su vida a la búsqueda de la verdad. Y
esto significa que sueño y vigilia son estados que guardan entre sí cierta relatividad o
conexión en la que nos tenemos que manejar. ¿Dónde está la barrera que separa el vivir
del soñar, el soñar del amar y el amar del saber?
Del mismo modo que no se puede vivir sin amar, no se puede vivir sin soñar. La
racionalidad misma incluye dentro de sí el momento del delirio y de lo onírico para ser
racional. María Zambrano actualiza las inquietudes cartesianas, tal vez como el pensador
francés, debido a los convulsos tiempos en los que vive. En cambio, de lo que se trata en
la pensadora española es de que la razón, por ser sólo razón, no acabe, como en el grabado
de Francisco de Goya, engendrando monstruos debido a su incapacidad para distinguir el
sueño de la vigilia, puesto que la razón también sueña, va más allá de sí misma
necesariamente, como insinuó Kant, en forma de ilusiones trascendentales. Lo que
preocupa básicamente a Zambrano no es una cuestión puramente epistemológica sino
sobre todo ética. La objeción de la indistinción entre el sueño y la vigilia para dudar de la
realidad en Descartes se resuelve por el criterio de la libertad que dispone el tiempo sin
necesidad de pasar por la demostración de la existencia de Dios. El criterio de evidencia
no es por tanto epistemológico, sino ético. Lo que es provisional en María Zambrano no
es la ética, como sucede en Descartes, sino el conocimiento, el saber, pues no se puede
saber nada definitivamente. Lo que importa respecto de la verdad es la capacidad de
acción, la libertad misma.
Si aceptamos la libertad como criterio para distinguir el sueño de la vigilia y lo
trasladamos al terreno de la realidad biográfica e histórica, podemos afirmar que aún
continuamos en un proceso onírico mayoritariamente, pues lo evidente es la falta de
libertad para la realidad humana, personal. No es una vida despierta la que no es libre.
Pero tampoco es humana. Se equipara por la falta de libertad a la vida de la planta y del
animal: puro sueño, algo más despierto que el de la pura materia, que ha llegado al
despertar en la humanidad. La realidad ética despierta es el terreno de la acción, y en el
ser humano se llama persona. Pero la realidad que llamamos ser persona hay que
construirla y por ello, siguiendo a Max Scheler, no todos alcanzan a ser persona en sentido
ético. Tal vez por ello se haya de forzar y crear jurídicamente la realidad del ser persona
en la sociedad democrática. ¿Fue o no fue para ti, María Zambrano Alarcón, el exilio un
sueño? ¿Cómo la realidad de tu vida fue desplazando tu interés, lentamente, desde la
poesía hasta el sueño? No pudo la poesía redimir la vida o acabarse en ella. Hubo de
aparecer el sueño como último refugio del naufragio del exilio, único lugar donde pudiste
salvarte.
La alternancia del sueño y la vigilia, del estar dormido y del estar despierto, establece una
discontinuidad en el tiempo que la conciencia trata de remediar en una continuidad sin
fisuras. La vida como tal es un enigma que hay que satisfacer y a la vez una
representación, una comedia, una acción que adquiere su sentido por su despliegue en el
tiempo. Así una imagen es un símbolo que lleva implícita una narración que explica su
sentido. A esta representación de la vida nos incorporamos, al despertar del sueño cada
día, en medio de una sociedad y de una historia que ya está en marcha y que padecemos
in media res, retomando la trama de la vida donde la dejamos, como individuo, como
persona o como personaje… Después de tantos años de exilio, María, confiesas que amas
tu exilio, tal vez porque fue un sueño personal de retorno a la patria, pero en este despertar
de la vuelta ya no reconocías a la patria. La patria había muerto desterrada por el mundo
o desparramada por los caminos y los extramuros de un cementerio llamado España. ¿Ni
perder sirvió de nada?
¿Qué hacer en medio de la vida? El hombre tiene que hacerse y para hacerse tiene que
quererse. Ahora bien, si inicialmente somos un sueño del que hay que despertar, es en el
sueño donde primero soñamos lo que después la voluntad quiere o elige, pues la voluntad
no puede producir el objeto de su querer o elección. Lo que construimos es nuestra
persona, una realidad ética irrepetible que aparece en la soledad y en la libertad, dos
requisitos imprescindibles para la responsabilidad que no se pueden diluir en la masa
compuesta de individuos. Ahora bien, cabe la tentación de en lugar de construir la persona
que somos, renunciemos a la labor ética y la sustituyamos por la representación del
personaje, de la imagen que nos hemos hecho y a la cual sacrificamos la libertad y la
responsabilidad, es decir, la realidad personal. En este sentido, el personaje puede adquirir
los calumniosos tintes de “el momento histórico” y de la “responsabilidad histórica”
dándose licencia para perpetrar los más grandes crímenes con la complacencia de sus
cómplices, también ellos personajes que han sacrificado su ser personal, convirtiendo la
historia en historia sacrificial, en crimen, en una especie más de aquel matadero universal
que imaginó Hegel. No es esta la propuesta de María Zambrano, que nos invita a derribar
los ídolos y detener la historia como sacrificio construyendo la sociedad apropiada para
el surgimiento de la persona: la democracia, esa sociedad donde es exigible ser persona.
No hay momento en el tiempo sucesivo que pueda ser absolutizado, puesto que su ser es
el pasar. Por ello, cualquier intento de absolutizar una realidad social o personal significa
el intento de detener el fluir del tiempo, acción violenta e idolátrica contra la realidad. El
intento de introducir lo atemporal o lo supratemporal en el tiempo sucesivo conlleva
necesariamente el crimen y la idolatría, desemboca en la historia sacrificial contra la
historia ética y la realidad ética de la persona. La vida personal y la historia apuntan a un
telos desconocido, un sentido enigmático y oculto que cabe desentrañar personalmente,
sólo personalmente, desde la soledad y la libertad con el temor y el temblor que
reiteradamente María Zambrano subrayó en su escritura. Aun así, pese a sus dudas e
incertidumbres, sí supo desde el principio situarse frente a los enemigos de la libertad y
frente a los destructores de España, frente al fascismo, al absolutismo y la idolatría. El
precio que Zambrano pagó por la irreductibilidad de su ser persona fue una vida que no
pudo revelarse más que como una lucha entre el sueño y la vigilia, pues su filosofía surge
de la experiencia de su vida, experiencia que roza incluso lo experimental por ser así de
radical. María, no te quedó más remedio que escribir para vivir en medio de un escorial
o de una fosa común de razones: osamentas anónimas donde la vida de la persona es
imposible. La poesía es la grieta por donde la razón se fuga huyendo de sí misma para
seguir libre y viva, como John Stuart Mill se fugó de la depresión del programa educativo
perfecto leyendo los poemas de Coleridge y Wordsworth: antesala del sueño.
Descartes decidió no implicarse mucho en la gran comedia del mundo y pasar como
observador analítico de la sociedad y la historia. Calderón de la Barca escribió el auto
sacramental titulado “El gran teatro del mundo” donde los personajes deben representar
bien los papeles asignados por Dios, nada nuevo ha de haber bajo el sol. María Zambrano
vivió un largo exilio, mas no fue un exilio sedentario, sino un constante ir y venir sin
asiento definitivo. Cuando revisamos la biografía de María Zambrano asistimos
efectivamente a un exilio que tiene la apariencia de una fuga o una persecución, un
cambio constante y frecuente de residencias. Si consideramos esta concretísima
circunstancia biográfica y la comparamos con otras biografías filosóficas, podemos ver
el efecto que tiene el nomadismo en las filosofías. Hegel y Kant, comparados con
Schopenhauer o Nietzsche, son ejemplos paradigmáticos sobre cómo se configura la
filosofía en función de la realidad biográfica.
María Zambrano como persona hubo de responder al enigma de la vida a partir de la
integración de sus vivencias. Cuarenta y cinco años de exilio, entre penurias económicas
y humanas, sin llegar a echar raíces en parte alguna llegan a poder integrarse en una
concepción de la vida en la que sueño y vigilia se intercambian los papeles para
despertarse y renacer constantemente, como cuando cambiamos de residencia sin asiento
duradero: todo se nos aparece como un sueño, como de dónde venimos y a dónde vamos.
Hay que soñar para vivir. Un soñar que despierte algún día de esta sucesión de escenas e
imágenes que se deslizan en el tiempo del anhelar. Salir y exiliarse, luchar por un régimen
republicano y al final regresar a una monarquía parlamentaria, no es regresar al lugar de
origen.
María Zambrano aunque regresó a España, se quedó en el exilio, despierta. Frente a una
España que duerme y que sueña ser una democracia, María Zambrano prefirió seguir
siendo exiliada en el seno de una monarquía parlamentaria…Nunca regresó a la república,
nunca regresó del exilio. No quisiera María Zambrano ser adorada o idolatrada,
convertida en personaje. Quisiera más bien, como su filosofía, llamarnos a la vida
despierta, teniendo en cuenta aquel fragmento de Heráclito:
“Pero a los demás hombres les pasa inadvertido cuanto hacen despiertos, igual que se
olvidan de cuanto hacen dormidos”.
O más próximo en el tiempo y en el espíritu de la razón poética:
“Y ya no me cantes cigarra,
ya para tu sonsonete
que llevo una pena en el alma
como un puñal se me mete
sabiendo que cuando canto
suspirando va mi suerte
bajo la sombra de un árbol
al compás de mi guitarra
canto alegre este huapango
porque la vida se acaba
y no quiero morir soñando
ay como muere la cigarra”.
José Monge Cruz (Camarón de la Isla).

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