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Mary y la flor de la bruja

Más o menos a la mitad de Nicky, la aprendiz de bruja, la joven protagonista que acababa de
iniciar con desigual éxito su trabajo como repartidora era invitada a una fiesta en la playa. Hasta
entonces, la película de Hayao Miyazaki había transitado entre la rabiosa alegría y una ingenuidad
a prueba de bombas, por lo que nada nos podía preparar para lo que sucedía entonces. Nicky (Kiki
en el resto de idiomas) empezaba a sentirse mal. Miraba a la gente de su alrededor, de su misma
edad, y no sabía qué decirles. La ansiedad hacía presa de ella, se sentía diferente, sola, y acababa
cayendo enferma. No sabíamos exactamente por qué, pero sí éramos capaces de sentirlo, que es
más o menos lo que siempre ha intentado el Studio Ghibli, y en consecuencia, lo que le ha
pedido a sus espectadores.

Resulta bastante problemático que el principal referente con el que pueda medirse Mary y la flor
de la bruja en cuanto a argumento y temática sea esta inagotable obra maestra de Miyazaki, pero
es que su director, Hiromasa “Maro” Yonebayashi, así lo ha querido. El estudio al que se ha
marchado tras su paso por Ghibli se denomina Ponoc —algo así como “comienzo de un nuevo
día”—, y su primera producción está protagonizada por una niña, sus recién acuñados poderes
mágicos, un arrebatador entorno rural, y un gato como instigador de la trama que ahora aquí, para
delicia de todos, pasan a ser dos. Es inevitable por tanto asistir al desarrollo de su historia con
una sensación de, más que 'déja vu', cierta certeza de que nada de lo visto a continuación
igualará los logros pretéritos, y supone un modo realmente desafortunado de asomarse a una
obra así. Sobre todo porque, más que recordando ese encantador servicio de mensajería,
haríamos mejor en volver la vista a los mundos descritos por J.K. Rowling, y a una fantasía de
inconfundible toque anglosajón.

No es la primera vez. En sus dos películas producidas por Ghibli, Maro ya recurrió a las
páginas de autoras como Mary Norton o Joan G. Robinson, teniendo tanto Arrietty y el
mundo de los diminutos como El recuerdo de Marnie argumentos asequibles y carentes de
la excéntrica imaginería —al menos ante ojos occidentales— con la que Miyazaki y
Takahata solían apuntalar sus obras. Igualmente, Mary y la flor de la bruja adapta una
novela de Mary Stewart, y por muy prometedor y abierto a los excesos que su argumento se
revele inicialmente —llegando a dar la impresión de que nos encontramos ante la primera
entrega de una saga—, los límites de la propuesta son bien visibles, estando contados los
pasos de la protagonista y dando la impresión de un guión lamentablemente
cuadriculado. Todo ocurre como tiene que ocurrir, y Mary tiene que llegar hasta donde
tiene que llegar. Ni más ni menos.

La condición de Mary y la flor de la bruja como producto derivativo —y discretísimo


debut de un estudio que quizá esté extendiendo más cheques de los que pueda pagar— no
nos escamotea, sin embargo, el derecho a maravillarnos. El tercer filme de Maro alcanza
una perfección técnica capaz por sí sola de sostener el visionado, sin que podamos
permanecer insensibles a su música exquisita, el arrojo de ciertos diseños, y la potencia
conceptual de varios pasajes, como aquél que sitúa a la protagonista al frente de una
estampida de animales salvajes. Y no obstante, nada sorprende especialmente, precipitando
el film a una militante corrección a la que también se adscribían los anteriores films del
realizador —en especial El recuerdo de Marnie, con aquel desenlace extenuante en su
sobreexplicación—, pero que sólo aquí se revela como desangelada, sumida en el
automatismo.

Por supuesto, Mary y la flor de la bruja es demasiado Ghibli como para que su visionado
no presente suficientes oportunidades para la emoción visceral, aunque aquí se encuentren
en los lugares más inesperados, como en la familia que acoge a la protagonista —algo que
parece ser constante en las narrativas de Maro— o esa pareja felina capaz de poner en jaque
a todo un sistema educativo. Secuencias arrebatadoras en su belleza, pero articuladas
sin el ingrediente secreto que se destilaba en las oficinas de Miyazaki y Takahata. No
deja de ser curioso, por tanto, que la resolución de Mary y la flor de la bruja parezca
defender por momentos —y para sorpresa del público— que un mundo sin magia es un
mundo mejor: ya que magia es, precisamente, lo único que le falta al filme para que
empecemos a creer en ese nuevo día.

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