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Gran Moral, Aristóteles

Álvaro Moreno Vallori

15 de Marzo de 2010

Para hablar de la moral, Aristóteles explica que se dedicará a estudiar la virtud, en cuanto
a lo que ésta es, y en cuanto a cómo se adquiere. Rechazará el intelectualismo moral
socrático, argumentando que bien puede haber individuos que conozcan el bien, pero no lo hagan.
Como se ha visto en la hermenéutica del intelectualismo socrático, esta objeción no es tan evidente
como pudiera parecer, si bien es cierto que, teniendo en cuenta que incluso actualmente lo parece,
en la época a la que nos referimos la controversia que la postura de Sócrates suscitaría sería más
acentuada.

Tras dejar fijos los propósitos de la obra, estipula que toda acción humana tiene como obje-
to la consecución de algún bien (lo que, irónicamente, tiene cierta relación con el intelectualismo
moral con el cual el Estagirita (apodo conferido a Aristóteles, por haber nacido en Estagira) disiente;
eso sí, hay que hacer notar que no pretende decir que los actos tengan como fin hacer el bien, sino
conseguir un bien, que ya puede ser algo material como la riqueza o algo inmaterial como una virtud),
y, a continuación, comienza una extensa descripción de los bienes y de sus tipos, ateniéndose
a diferentes criterios de clasificación.

A modo conclusión de su estudio de los bienes, Aristóteles hace notar que el bien supremo,
el fin perfecto y último de todas las acciones humanas, es la felicidad. Esta concepción
eudemonista (del griego ευδαιμονια, usualmente traducido por felicidad), que nos venía predicha
desde la manifestación de su visión teleológica del bien, será uno de los puntos fuertes, a mi juicio,
del autor, que se convertirá en uno de los primeros y mayores representantes de esta postura.

Lo siguiente que podemos leer en la obra es su clasificación de las partes del alma, que
nombra nutritiva, racional, pasional y concupiscible, si bien posteriormente distingue un dualismo,
si no el dualismo por antonomasia, al menos en cuestiones de este ámbito, que es el alma racional y
el alma irracional, a las que corresponden lo intelectual y lo moral, respectivamente.

Aristóteles seguirá con su visión de la justa medida, esto es, que las virtudes son buenas si uno
las practica sin llegar al exceso ni al defecto. En concreto, los sentimientos, una faceta del ser humano
bastante controvertida, en el sentido de la desavenencia patente entre los inclinados más a la razón y
los inclinados más a los sentimientos, son concebidos como buenos en su justa medida. Ahora bien, la
tendencia natural del ser humano, tiene la propiedad inmanente de alejarnos de la justa medida,
por lo que tenemos que controlarla a través de la razón. En este sentido, el Estagirita se sitúa como
defensor del libre albedrío, puesto que expresa firmemente su convicción de que el ser humano
tiene en su mano la decisión de hacer el bien o el mal, a pesar de que cada individuo se encuentra
necesariamente condicionado, en mayor o menor medida, por su propia naturaleza particular, lo que
implica que no cualquiera puede llegar a ser, por ejemplo, el ser humano más bondadoso, pero sí
que tiene la capacidad de acercársele o alejársele.
A continuación, tiene lugar un exhaustivo estudio de las virtudes, una por una, de las que
cuales mencionaremos el valor, la templanza y la dulzura.

El valor se presenta entre la cobardía (por defecto) y la locura (por exceso). Se consideran va-
lores falsos aquellos que sean fruto del hábito (gracias a la experiencia se sabe que no hay peligro),
de la pasión (llevar a cabo actos peligrosos únicamente por estar dominado por el amor o por la
ira), de preocupaciones sociales y políticas (aparentar ser valiente para ganarse buenas opiniones)
o de el interés (para conseguir una recompensa). Se considera valor genuino al valor “racional”, a
aquel que se efectúa porque una persona cree, en un sentido moral, que debe hacerlo, aunque se tema.

La templanza se sitúa entre el desarreglo (por defecto) y la insensibilidad (por exceso). La


templanza aquí hace referencia a cuestiones relacionadas con el placer (olfato, gusto o tacto). Se
defiende un punto intermedio, teniendo sentimientos, pero anteponiendo la razón para no caer en el
vicio.

La dulzura se considera entre la cólera (por defecto) y la impasibilidad (por exceso). Aristóteles
defiende aquí que, si bien no hay que malhumorarse constantemente, lo cual parece obvio, no hay
tampoco que acudir al extremo opuesto, y no enfadarse nunca. En cuanto a esto último, menciona
una implicación que no parece muy rigurosa, que es la de que si un individuo no se irrita nunca,
entonces no tiene capacidad para irritarse. Esto es como decir que la irascibilidad no depende de las
circunstancias en las que se vea envuelto el individuo, es decir, que no depende de que le ocurran
cosas más o menos negativas, sino que el individuo tiene que examinar sus circunstancias, detectar
las peores, y enfadarse por esas, aun cuando esas peores circunstancias suyas, sean las habituales
y no las peores para otra individuo diferente. Parece como si propusiera la inconsciencia y la no
relativización de nuestras vivencias, y el olvido de que lo que nos puede parecer una desgracia a
nosotros, es el pan de cada día de otras personas, y no hace falta irse a situaciones extremas. Por
ejemplo, si el principal problema de una persona es que sus padres no le permiten salir tres noches
por semana, y dos para él o para ella no son suficientes, no podemos decir que entonces tiene que
enfadarse porque es su principal problema. En cualquier caso, dedicaré en un futuro, espero que no
muy lejano, una entrada a la irascibilidad, puesto que hay muchos más matices de los que puede
parecer. Más allá de todo esto, vuelve a hacer una segunda implicación improcedente: si un indivi-
duo no se irrita nunca, entonces es insensible. Resulta entonces estar haciendo una reducción de la
sensibilidad al sentimiento de la ira, lo cual no parece lícito. Ahora bien, tampoco es cuestión de
hacer una crítica (cosa que irremediablemente estoy haciendo, en mayor o menor medida) a un autor
que escribió todo esto hace más de dos mil años, lo cual ya resulta toda una proeza intelectual, si
bien es cierto que aun hoy, una parte considerable de la sociedad sigue con este pensamiento, y quizá
es por esto por lo que dedique un texto propio a tratar el tema.

Así, continúa el Estagirita explicando otras tantas virtudes, sus defectos y sus excesos. Con esto
finaliza el libro I. El libro II, de longitud más breve, se centra en algunas virtudes más, e incluso
vuelve a retomar algunas ya explicadas con el objeto de profundizar más en su análisis.

En lo referente a la templanza, se vuelve a tratar y se describen aspectos ciertamente in-


teresantes. Para empezar, se indica, que Sócrates estaba en un error al considerar que no había
intemperancia (no había puesto que, nadie obraba el mal con conocimiento de causa, según el inte-
lectualismo moral), y se reafirma que:

“Es un absurdo atenerse a semejante razonamiento y negar un hecho que es de toda incertidum-
bre. Sí, hay hombres intemperantes; y saben muy bien que, al obrar como obran, hacen mal.”
Vemos de nuevo la literalidad con la cual se toma el intelectualismo moral socrático.

Por otro lado, hay una muestra sumamente interesante de lo que actualmente se puede consi-
derar como reevaluación cognitiva (D. Goleman y otros), estrategia apoyada en el concepto de
evaluación (acuñado por la psicóloga M. Arnold) y los estudios que se han llevado a cabo sobre éste
(fundamentalmente por R. Lazarus). La reevaluación en cuestión aparece en el siguiente extracto:

“Añadamos que siempre se puede, si atendemos a la razón, llegar a no sentir nada en este caso [si
aparece una mujer hermosa], diciéndose a sí mismo, que, si aparece una mujer hermosa, es preciso
contenerse en su presencia. Si se sabe prevenir así todo peligro mediante la razón, el intemperante
[...] no experimentará ni hará nada que sea vergonzoso.”

Es cierto que el autor aquí se sitúa en la posición gratuita de que siempre se puede hacer tal
cosa, lo cual no es en absoluto cierto, puesto que depende de la capacidad de cada individuo para
la ejecución de estrategias emocional-cognitivas como la reevaluación, pero, aun así, es una muestra
notable de como se defiende no ya el control a la hora de actuar, sino el control a la hora
de sentir, a través de ”decirse a sí mismo que es preciso contenerse”.

Aparece también el concepto de obrar según la recta razón, esto es, de manera que la parte
irracional del ama no impida a la parte racional obrar como tal.

Otra cuestión interesante que se presenta es la relativa a la amistad. Se distinguen varios tipos
de amistad, a saber, la amistad agradable (sin ser excesivamente comprometida), la amistad útil
(por conveniencia), y la amistad inspirada por el bien (la “verdadera”, por así decirlo). Según esta
división, el individuo bueno puede ser amigo del malo en el sentido de una amistad agradable o de
una amistad útil, sin embargo, para tener una amistad inspirada por el bien, tendrá que recurrir a
otro individuo bueno. Por otra parte, el individuo que se guía por el mal únicamente podrá aspirar a
las dos primeras amistades. Resulta pertinente mencionar este planteamiento de la amistad, puesto
que, aparece lícito por el individuo que sigue el bien tener amistades movidas por lo agradable, y,
lo más controvertido, por el interés. Asimismo, se considera la amistad con uno mismo, entendida
como el completo acuerdo entre las parte racional del alma y la parte irracional.

En cuanto al binomio conocimiento-reconocimiento, Aristóteles nos brinda la siguiente re-


flexión:

“Vale más conocer que ser conocido; ser conocido, ser amado, lo mismo puede decirse de los seres
inanimados, mientras que conocer y amar pertenece exclusivamente a los seres animados.”

Sin duda es un planteamiento que invita a la divagación, en lo que respecta a el papel que juega
el reconocimiento por los demás en las distintas facetas de nuestras vidas, y, algo mucho más sutil al
mismo tiempo que fundamental, e incluso, inquietante, es el plantearse qué cosas queremos conocer
por el reconocimiento que eso nos daría, sobre todo en lo referente al ámbito de la cultura, del
saber humano, o hasta de los estudios, ¿lo que creemos que queremos conocer por el mero hecho de
conocerlo (o, en su defecto, por asentar una base para alcanzar a conocer cuestiones de una índole
más compleja), realmente lo queremos conocer por esos motivos, o lo queremos conocer en vistas a
alcanzar un reconocimiento social por nuestra cultura de forma directa, o de forma indirecta, como
por ejemplo, un reconocimiento social por tener tales logros académicos? Es claro que lo académico
facilita posteriormente lo laboral, pero, a expensas de eso, que se presenta como algo casi podría
decirse que necesario, ¿buscamos el puro conocimiento como satisfacción de nuestros intereses e in-
quietudes, o caso anteponemos a eso el reconocimiento social por tener tal o cual titulación, o tales
o cuales calificaciones?

Por último, en lo concerniente al egoísmo, el autor hace un comentario muy acertado, que va
más allá de lo convencionalmente entendido por egoísmo, considerándolo en su faceta más rigurosa,
y nos recuerda:

“Todo lo queremos para nosotros, y desde luego queremos vivir con nosotros mismos, lo cual
puede decirse que es una necesidad de nuestra naturaleza, y no podemos desear con mayor ardor la
felicidad, la vida y la buena suerte para ningún otro con preferencia a nosotros mismos”

Deja patente así, una concepción del egoísmo como propiedad inherente a la esencia del ser
humano, como parte de la idiosincrasia natural e ineludible de todo individuo, como rasgo biológico,
como característica necesaria.

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