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Salem
Capítulo primero
«Se ha marchado.»
Angélica se levantó bruscamente, a
punto de derramar el tintero. Sentada
ante su escritorio, añadía algunas líneas
a la carta que había empezado para sus
hijos y que iba escribiendo en sus
momentos de tranquilidad.
Esa tranquilidad acababa de ser
atravesada de repente por un
pensamiento a un tiempo incongruente y
terrible.
-«¡Se ha marchado!»
Desde por la mañana se había
desatado la tormenta, sumando sus
tinieblas a la oscuridad precoz de
aquellos días. Acababan de colocarse
las contraventanas delante de las
ventanas a fin de resguardarse mejor y
mitigar la fuerza del viento, atenuando
también los ruidos demenciales del
exterior.
Podía uno prepararse a una o dos
jornadas de buen retiro en el hogar
común.
¿Qué repentina extravagancia habría
cruzado por su mente como un rayo?
Había oído, estaba convencida, la voz
de Honorine que la llamaba desde fuera,
entre las ráfagas de viento.
-¡Mamá! ¡Mamá!
Angélica recordaría más tarde con
inquietud su ciego impulso y apenas, la
manera como descendiera la escalera,
atravesando las salas sin ver a nadie y
ser vista. Se había calzado las botas,
echado una manta por encima de los
hombros, pero olvidado los guantes.
Salió al cortil del recinto, alcanzó con
dificultad una puertecita de la
empalizada, y la vio entreabierta, lo cual
de noche no estaba justificado ni menos
durante una tormenta, aumentando su
convicción de haber tenido un
presentimiento inequívoco pero también
su inquietud hacia Honorine.
-«Pasó por aquí! ¡No hay que perder
un minuto!...»
Siguió hacia adelante. Sus fuerzas se
duplicaron. Avanzaba pese a la cuasi
imposibilidad que tenía de moverse en
medio de aquel universo de remolinos
sofocantes, de furiosas corrientes de
viento que casi la arrojaban al suelo.
Sus faldas se volvían pesadas. Se
enredaba entre ellas, y caía.
Sus manos desnudas estaban
volviéndose insensibles.
Se detuvo bruscamente.
-¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Claro que
no, Honorine no se había marchado! ¡No
había ningún motivo!
Entonces, ¿qué locura se había
apoderado de ella, a ella, Angélica que
estaba escribiendo tranquilamente en su
escritorio? ¿Quién la había impulsado a
esta locura?
Sintió un pavor mental más que físico.
No le atemorizaba aún la posibilidad de
haberse extraviado y de no poder
regresar, ni la de ser presa del frío y de
caer por su impacto, como las aves
cuando caen de las ramas.
«Razona -se dijo-, sobrepónte...»
Entonces, percibió la llamada, la
misma, pero esta vez mucho más real:
«¡Mamá! ¡Mamá!» La voz lloraba al
través de las ráfagas de viento y nieve.
Angélica se lanzó hacia adelante,
corriendo pesadamente.
«Honn’, Honn’...» No conseguía
pronunciar su nombre completo. Sus
labios helados rehusaban moverse. Era
un grito ronco, inarticulado, lo que
emitía su garganta. «Honn’! ¡Honn’!...»
Cuando la encontró, la niña estaba
medio sepultada por oleadas de nieve
empujada por el viento, que una vez
sumergido el obstáculo, a crearse más
lejos.
Con sus dedos entorpecidos, la iba
extrayendo de su mortaja, a lentas,
primero la cabeza con los pelos
erizados-Honorine no llevaba ya gorro-;
se aferraba a sus vestidos tiesos por el
hielo. Estaba vestida de chico como
hacía a veces sisándole los trajes a
Thomas Malaprade.
Maltratada por el viento norte y la
nieve lacerante, Angélica hurgaba con
todas sus fuerzas inhábiles allí donde
podía, sin estar segura, como en una
pesadilla disforme, lo que extraía y
estrechaba contra su corazón. Mas era la
voz de Honorine que decía:
-¡Solamente encontré un conejo en la
trampa, solamente!...
Su voz era temblorosa.
El surco de lágrimas iba helándose
sobre sus mejillas. Angélica sintió la
piel helada de su cara contra la suya...
Era completamente cierto que se había
marchado, que había tenido la insensatez
de ir a levantar las trampas en medio de
aquel temporal.
Ahora había que volver a resguardo
antes de que se quedaran heladas allí
mismo. Y esta vez se apoderó de ella un
miedo real.
Inmóvil, en aquella oscuridad cebrada,
rasgada por dardos gélidos, no sabía
hacia donde dirigirse. Sus huellas ya
habían desaparecido. En derredor de
ellas la nieve subía de nivel.
¿Debía avanzar hacia la derecha, hacia
la izquierda?
Llevaba a Honorine por la noche
silbante y la ventisca de nieve como
otrora cuando recorría los bosques
perseguida por los soldados. La sentía
tiritar, quebrantada como ella misma por
el viento que las congelaba hasta los
huesos.
Le vino en mente una idea con el
recuerdo de los ahorcados de la Pierre-
aux-Fées: ¡el ángel tutelar de Honorine!
-¡Es hora de que os manifestéis, abad!
¡Lesdiguières! ¡Lesdiguières!
¡A mí!
Y al azar se lanzó hacia adelante,
vacilante entre aquella vegetación
indistinta, y al poco tropezó con la raíz
de un árbol. Debía de encontrarse en los
linderos del bosquecillo... Las nudosas
raíces de un pino medio salidas del
suelo formaban con el despliegue de sus
ramas bajeras recubiertas de nieve una
bóveda sobre una suerte de cavidad en
la que casi cayó de bruces, luego logró
deslizarse. Era una tregua.
¿Cuánto tiempo, cuántos días, duraría
el temporal? ¡Se darían cuenta de su
ausencia del fuerte!... Ni siquiera una
escuadra de hombres entrenados podría
arriesgarse fuera. Y si lo hacían, se
extraviarían... Joffrey iría a su mando.
¡Ella sería la causa de su muerte!...
¿Transcurrieron diez minutos o una
hora, o menos?... Angélica creía haber
cerrado los ojos. Mirando hacia la
entrada del refugio entre aquellas ramas,
vio un cielo de plata oscurecida, pero
puro. Honorine se sorbió los mocos: el
viento ha cesado, dijo ella con voz
extrañada.
Angélica se arrastró hacia el borde de
aquella cavidad. La nieve se
desmoronaba sobre ella, le helaba el
cuello, pero no importaba. No podía
creer lo que veía: una media luna de
plata brillaba inclinándose, parecía
bogar con cierta ebriedad en el lago
negro del firmamento despejado,
mientras que, retrocediendo cada vez
más hacia el horizonte, unas nubes
tenebrosas, de un negro de tinta
aterradora, salían escapadas.
Angélica y su hija se irguieron hacia
afuera.
Un poco más abajo, se percibía en el
corazón de unos espacios lívidos la
masa sólida y cuadrada del fuerte de
Wapassou con sus muros, islote de paz y
de calor, con sus luces que se filtraban
aquí y allá.
Las huellas de su camino hacia el pino
estaban visibles, apenas recubiertas por
un poco de polvo de nieve. Un viento
con resonancias de arpa eólica seguía
soplando, hubiérase dicho que con la
sola finalidad de barrer de la superficie
endurecida este polvo de nieve a fin de
permitir caminar con mayor facilidad.
Ya sabía ahora hacia dónde dirigirse.
No había más que descender hacia el
fuerte.
Mientras andaba, Angélica sentía
fundirse el hielo que tenía prendido en
su cabellera y que se deslizaba por su
rostro. Trozos de nieve que se habían
fijado sobre sus hombros se desprendían
y caían.
Era el calor de su cuerpo que los
fundía. Tenía calor y la mano que asía a
Honorine estaba ardiente. Sus vestiduras
se recubrieron repentinamente de
pequeñas perlas de vapor como si
acabaran de ser expuestas ante una
estufa. Y asimismo las de Honorine, la
casaca y los calzones sustraídos a
Thomas.
-¿Cómo supiste que me había ido? -
preguntó Honorine mientras andaba ya
repuesta de las emociones.
-Lo supe, y nada más... qué importa.
Lo supe. Porque estoy demasiado unida
a ti. Lo que no es óbice para que me
vuelvas a hacer pasar semejantes
miedos. ¡Está muy mal hecho lo que
haces, Honorine!
La pequeña bajó la nariz con aire
contrito. Honorine comenzaba a darse
cuenta de su comportamiento. Pero
nunca se embarazaba cuando algo la
intrigaba.
-¿Quién era el señor ese que llamaste
durante la tempestad?
¿Angélica había gritado tan alto, pues?
-El abad de Lesdiguières. El ángel que
vino cuando tú naciste.
-¿Entonces hay ángeles por todas
partes?
-Sí, hay ángeles en todo lugar -asintió
Angélica casi sin fuerzas. Encontraron el
surco del camino que llevaba hasta el
recinto y la pequeña puerta entornada
por la que Angélica había salido.
Angélica se deslizó por el patio que
estaba lleno de gente, ya que cada cual
quería aprovecharse de la calma, tan
súbitamente restablecida, para
reemprender las tareas interrumpidas
por la tempestad.
Angélica, que no tenía ganas de hablar
ni de contestar a las preguntas, hizo por
manera de que no se las hiciesen.
La vieron cruzar rápidamente, con aire
serio, llevando en pos de sí a Honorine
que estaba vestida de chico y llevaba a
un conejo blanco asido por las orejas.
Ya en casa, echó una mirada hacia el
reloj de péndola, pero ésta estaba
parada, de lo contrario no hubiera
indicado que la expedición no había
durado más de una media hora.
En su habitación, se sentó en el sillón
de alto respaldo, con la niña sobre las
rodillas. Estaba fatigada, con una fatiga
anormal, que no repararía durmiendo ni
reposándose. Había que esperar.
Había ocurrido algo. Pero no podía
saber el qué con certeza, ni
congratularse por ello. También sabía
que los «milagros» suceden cuando
fuerzas parejas de destrucción se
desencadenan. ¿Recomenzaría la batalla
invisible?
Poco a poco, esta sensación de
anonadamiento se disipó, y la alegría de
estrechar a Honorine viviente entre sus
brazos, de haber podido encontrarla a
tiempo, de haber sido advertida, la
embelesó.
-¿Qué querías hacer con este conejo?
Honorine vaciló. ¿Acaso lo sabía?
Entre varias explicaciones, escogió
aquella que, sin duda, parecía
prevalecer.
-Quería traerlo para Gloriandre o para
Raimon-Roger... Pero sólo encontré
uno... Con ellos, siempre son necesarias
dos cosas. La otra trampa se hallaba más
lejos y ya no podía ver el camino...
Y como Angélica no dijese nada,
Honorine se insolentó, frustrada.
-Hago todo lo que puedo para
demostrarte que los quiero, ¡pero tú no
me crees!
-Dime, Josselin...
El tuteo vino espontáneamente. Y con
la misma naturalidad la convicción de
poder exigir a este extraño que
respondiese a sus preguntas, como en
otro tiempo.
-Dime, Josselin, ¿cuál de los dos,
nuestro padre o nuestra madre, tenía los
ojos claros?
-Nuestra madre -respondió.
Se levantó, fue hacia un escritorio y
cogió dos placas de madera para que
Angélica las viese. Eran los retratos del
barón y la baronesa de Sancé.
-Gontran los pintó. Me los llevé
conmigo.
Los colocó sobre una mesa baja
delante de él, apoyados contra un jarro
de flores. Estas pequeñas pinturas eran
de un parecido sorprendente. El barón
Armand con su gran fieltro un poco
abollado, la baronesa y su capelina de
paja. Angélica confesó que no podía
recordar el nombre de pila de su madre.
Josselin frunció el ceño, vacilante.
-Adeline -anunció la vocecita de
Honorine que estaba plantada en medio
del salón.
-¡Adeline! Eso es. Esta niña tiene
razón.
-Oí decírselo al señor Molines cuando
vino a vernos a Quebec.
Podían oírse pasos y exclamaciones en
el vestíbulo.
La mujer de Josselin se parecía a su
hermana, la señora de Verrière. Como
ella, una de esas bonitas, recias y
ocurrentes muchachas de Canadá, de la
segunda generación, la nacida en el país,
acostumbrada a compartir con el hombre
los peligros y los logros. Una mujer
cabal tras su aspecto de jovialidad.
Angélica se dio cuenta enseguida,
mientras visitaban la propiedad, que lo
dirigía todo. Y, sin duda, no le quedaba
otra opción, pues su marido parecía
poco interesado en las cuestiones de la
gestión y del comercio. Brigitte-Luce le
miraba con adoración y parecía
considerarle como uno más de sus hijos,
los cuales, escalonados de cuatro a
veinte años, parecían haber heredado,
más que el de su padre, el carácter
agradable y petulante de su madre.
-¡Hubieras podido con todo
escribirnos! -le dijo Angélica cuando se
encontraron de nuevo a solas en el gran
salón.
La madre de familia se había alejado
para ir a preparar una habitación y dar
una vuelta por las cocinas, pues había
insistido en que Angélica y Honorine se
quedaran por lo menos para pasar la
velada y la noche.
-Escribir? ¿A quién? -dijo Josselin-.
No tenía ganas de confesar mis fracasos.
Y olvidé que sabía escribir, casi
olvidado de que sabía hablar. Para vivir
en Virginia o en Maryland, no había por
qué ser francés, y en todos los Estados
ingleses en general, había que ser
verdaderamente protestante. Ahora bien,
yo no era nada de todo ello. Solamente
estaba con los protestantes, de su lado,
un muchacho que quería ver mundo.
Pero que no servía para nada. No era
bueno para ninguna cosa. ¿Mis estudios?
¿Convertirme en un escribano? ¿Un
notario? ¿Un chupatintas? ¿Quién
hubiera acudido a un notario francés?
Era un extranjero en todas partes. Me
sentí entre extranjeros y poco a poco
entre enemigos. Aprendí inglés, pero me
enervaba porque mi acento hacía
sonreír. Al salir de una taberna, un
francés me dijo, «puesto que no eres ni
tan siquiera hugonote, vete a vivir a
Nueva Francia, tú que puedes hacerlo».
Decidí irme hasta Albany-Orange, el
antiguo fuerte holandés. Ni siquiera era
un buen aventurero, ni un buen trajinante
de los bosques. Los salvajes se burlaban
de mí.
-Los chicos de Sancé fueron siempre
muy susceptibles.
-Por esto mismo. Porque no éramos
nada, ni campesinos, ni nobles; pobres y
considerados como ricos. Hubiéramos
tenido que mantener nuestro rango, y
porque nuestro padre, para educarnos,
tenía que dedicarse a la cría de mulos y
borricos, se nos despreciaba.
Angélica se dijo que Joffrey en
Aquitania había sabido romper con
altivez el círculo que paralizaba la
nobleza... «Con todo tuvo que pagar por
ello, también él, y muy caro», convino
ella para sus adentros.
-Las chicas de Sancé acaso tuvieran
mejor carácter que nosotros, porque
tenían mejores oportunidades.
-No, Josselin. Me acuerdo de tus
últimas palabras. Me las dijiste para
ponerme en guardia a fin de que no
aceptase la suerte que me aguardaba: ser
vendida a un vejestorio rico o a un
hidalguete, grosero y obtuso de la
vecindad.
-Es verdad, encontraba peor todavía la
suerte que les esperaba a las chicas de
mi familia, a mis hermanas, en aquellos
señoríos perdidos: enterrarse o
venderse.
Ahora, se había identificado con él,
con aquel muchacho que le había dicho:
Ponte en guardia. Era bien él, el que ella
podía seguir en periplo solitario a través
de las colonias inglesas, dejando en
cada etapa un poco de su hábito de
pequeño hidalgo papista, cambiando de
nombre, rehusando hablar esas lenguas
extranjeras, y, por lo tanto,
paulatinamente, la suya propia que atraía
la antipatía y en ocasiones le ponía en
peligro, abandonando también por las
mismas razones las prácticas de su
religión por la que nunca se había
sentido demasiado entusiasmado, motivo
por el que el colegio de los jesuitas le
había enojado, aunque concediendo a la
de los reformados una atención prudente
tan sólo, justo para no pasar por un
«engendro de Roma», ya que
introducirse por los meandros de sus
creencias luteranas o calvinistas, le
repugnaba por adelantado. No hubiese
podido, en primer lugar porque ello le
parecía cuando menos tan tedioso como
la religión de enfrente, si no más; en
segundo lugar, porque el recuerdo del
hermano de su padre que se había
convertido a la Religión Reformada y
las imprecaciones y lamentos de su
abuelo de la barba cuadrada en el
castillo de Monteloup no cesaban de
proferir «¡Ah!... ¡Ah!... ¡este chico que
quería! ¡Este chico que quería!»,
obsesionó sus años mozos y le ponía a
él, a Josselin, frente a una barrera
imposible de franquear cuando le
hablaban de conversión.
-¡Oh, sí, es verdad! -dijo Angélica-.
¡Nuestro pobre abuelo con sus lamentos!
Lo que había aprendido en los
colegios de Francia, como buen
caballero, inclinado sobre un
pergamino, mojando su pluma en su
tintero de asta, no servía más que para
ser arrojado al ortigal. En este país de
salvajes al que había venido, cuyos
aborígenes ni siquiera sabían escribir,
las plumas no tenían mayor importancia
que la que pudiesen darle los indios,
plantándoselas en sus moños grasientos
o en su cimera de cabelleras cortadas.
Era un buen jinete, pero de caballos,
nada. ¿El manejo de la espada? ¡Qué
hacer con ello en este país donde se
habla a golpe de mosquete, cuando no a
cuchilladas, a golpes de hacha o de
mazas de guerra!
De este modo, llegaría hasta orillas
del lago del Saint-Sacrement donde los
trajinantes de los bosques ingleses y
franceses se cruzaban en ocasiones. En
aquellos parajes en los que la frontera
entre Nueva Inglaterra y Nueva Francia
más que indiscernible era discutida, y en
realidad no existía ni para los unos ni
para los otros, pudo pasar
insensiblemente de sus compañeros
ingleses reformados a sus compatriotas
franceses católicos, del lago Saint-
Sacrement al lago Champlain.
En el fuerte Sainte-Anne se anunció
con otro nombre, Jos du Lop. Bebió la
última pinta de cerveza con su amigo, un
francés hugonote del norte, aquel valón
que informaría a Molines y recordaría el
nombre falso que dio al comandante del
puesto. Fue la última vez que abriría la
boca en mucho tiempo.
-A partir de aquel momento -dijo
Josselin- me volví completamente mudo.
Pasó el invierno en el fuerte de Sainte-
Anne, ayudando a transportar madera, a
contar balas de pieles, al cuidado de la
conservación de las armas, de las
raquetas para la nieve.
Cuando llegó la primavera,
reemprendió el camino, desembocó en
el San Lorenzo, más acá de Sorel, y
llegó a Montreal. Allí fue donde conoció
a Brigitte-Luce y se casó con ella.
-¿Y cómo has hecho tu fortuna?
-No he hecho ninguna en absoluto. Ni
fortuna, ni nada que se le parezca. ¿Qué
puedo hacer, ya te dije, con lo que me
enseñaron? ¿Cazar? ¿Qué clase de caza?
Aquí no se va de cacería, se recogen las
pieles de los indios cazadores. Durante
mi juventud, en el Poitou, fui a veces
tras el lobo, el jabalí, en compañía de
nuestro padre. Montreal está bien
abastecida de carne. Ya no se nutre con
piezas de caza, como en los puestos
alejados. Ni caballos, ni jauría. En
cuanto a hacer sonar el cuerno de caza,
en lo que me ejercité con nuestro vecino
Isaac de Rambourg, ¡de qué podría
servirme, dime, en los bosques del
Nuevo Mundo, donde el mero hecho de
hacer crujir una ramita bajo el pie de
uno puede costarle la cabellera!
Ambos rieron, contentos de descubrir
que la vida les había iniciado
aproximadamente en las mismas
situaciones ridículas de las que ambos
se sentían inclinados a tomárselas a
broma por una manera de ver las cosas
que les había conferido su educación en
común. Angélica vio a su cuñada
detenerse en el umbral de la puerta,
estupefacta y con los ojos desorbitados.
- ¡No es el mismo hombre! -exclamó
Brigitte-Luce.
Josselin tendió la mano en dirección
de su mujer.
-Fue ella quien me salvó -dijo
Josselin.
Brigitte-Luce fue a sentarse junto a
ellos y confesó que no recordaba ya
cuando oyó por primera vez el sonido de
la voz de Jos du Loup quien apareció
súbitamente en Montreal, tan taciturno y
de quien nadie sabía nada.
-De todos modos, ya nos conocíamos
desde hacía varias semanas. Creo que ya
éramos novios. Pero he estado
escuchando y nunca le había oído hablar
durante tanto tiempo. ¡Y lo que es reír...!
Estuvieron de acuerdo en que el afecto
fraternal era a modo de una red de
pajarero que, sin saberlo los mismos
que han sido capturados, conserva para
siempre dentro de sus mallas inservibles
a los hermanos y hermanas. Se
preguntaron acerca de la naturaleza de
este vínculo misterioso que nunca
imaginaron fuera tan sólido. Angélica y
su hermano mayor se conocían muy
poco. Los mayores iban al colegio y los
menores no les veían más que durante
las vacaciones. No se debía tampoco a
las consecuencias de un carácter
semejante, pues eran muy diferentes. No
existía entre ellos ningún recuerdo de
complicidad, pues nunca jugaron juntos.
¿Sería por llevar el mismo apellido? Tal
vez. ¿Por ser de la misma sangre? No.
El afecto fraterno es otra cosa. Es algo
independiente al hecho de haber salido
del mismo seno materno y de la misma
simiente, toda vez que en ocasiones, por
el contrario, ello separa.
-Confieso que ello durante mucho
tiempo me disgustara -declaró Josselin-,
el que mi madre, que me idolatró
durante mis primeros años fuera
asimismo vuestra madre. Encontraba un
descaro por parte de todos aquellos
mocosos que pretendían que ella
también fuese la suya...
Coincidieron en que lo que unía más a
los miembros de una familia acaso fuera
la vida en común que los reunía durante
los primeros años de su existencia en
torno de la misma mesa bajo el mismo
techo lo cual se considera, en medio de
la vasta tierra hostil, como el lugar en el
que la fragilidad de la infancia de cada
cual, arrojada al frío y a la noche
después de la expulsión del Edén, tiene
su derecho a existir.
-Y donde se sueña con volver...
-No -dijo Josselin-, nunca soñé en
volver al viejo castillo ruinoso y me
congratulé por haberme marchado. No
es esto lo que nos une, Angélica. ¿Así
pues?...
-A propósito-dijo Angélica-, traigo
aquí unos papeles que deberás firmar.
Y buscó en su bolso el sobre que
contenía los documentos que le remitiera
el «viejo» Molines, rogándole que los
hiciese firmar por su hermano Josselin
cuando le viera, con el objeto de que el
antiguo intendente de Plessis-Bellières
pudiese continuar, desde Nueva York,
gestionando el contencioso hereditario u
otros de los «jóvenes» Sancé de
Monteloup como había hecho hasta
ahora. Brigitte-Luce adelantó la mano.
Estaba acostumbrada al desinterés total
que manifestaba su esposo por este
género de cuestiones. Se encargó de
examinar las hojas y pidió a Angélica
que tuviera la bondad de explicarle su
contenido. Siendo el mayor no fallecido,
era necesario que cediera su título de
heredero a su hermano Denis que había
vuelto a tomar posesión de la propiedad
en la que malvivía con su numerosa
familia, luego de haber renunciado a su
carrera de oficial para irse a habitar de
nuevo la vieja fortaleza de Monteloup.
Capítulo cuarenta
notes
Notas a pie de
página
1 Actualmente llamada Bahía de
Fundy
2 Está salvado.
3 ¡Viven!, ¡maman!
4 Los indios de la región solían llamar
así a los holandeses de Orange.
5 Véase La tentación de Angélica.
6 Wolverine, en inglés.
7 Extracto auténtico de la
correspondencia de la Bienaventurada
Margarita Bourgeoys.
8 Véase Angélica y la Demonia.
9 64 kilómetros aproximadamente.
10 En aquel tiempo, la palabra négre
en francés, derivada del término
portugués negro que quiere decir
textualmente: hombre de piel negra, no
tenía ningún sentido peyorativo y
significa la misma cosa que el vocablo
noir (negro) de nuestros días, que no se
empleaba. El de négresse se hallaba en
los comienzos de su uso y solía decirse
corrientemente una joven négre, una
nègre.
El término «marrón— que fue
empleado para los esclavos fugitivos
provenia de una corrupción de la
palabra hispano-americana, cimarrón:
vuelta al estado salvaje.
11 Véase Angélica y el Nuevo Mundo.
12 Véase Angélica y el Nuevo Mundo
13 Apodo que daban a los protestantes
porque celebraban a menudo sus actos
religiosos de noche, como mariposas
nocturnas
14 Hoy Kingston a orillas del lago
Ontario
15 “Presupuesto marginal del tesoro
particular del rey para ciertas
empresas”.
16 Véase Angélica y la diabla.
17 Véase Angélica la triunfadora.