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Mucho tiempo después, Anton Corbijn dedicó su película Life (2015) al encuentro de Dennis Stock
y James Dean como pago de una deuda en la que pocos habían reparado. James Dean había sido
hechizado y nadie hablaba del brujo. Corbijn, que se ha dedicado toda la vida a rastrear el aura de
los artistas, sobre todo de los músicos, sabía de lo que hablaba, y Life tiene ecos autobiográficos
obvios. La fotografía para Corbijn, como para Stock, está más cerca del trabajo del fabricante de
sueños que del compulsivo registrador de instantáneas de la vida. No la caja de zapatos para las
fotografías familiares, sino el dispositivo que narra mitos. Al fin y al cabo, como dice Susang Sontag
parafraseando a Wittgenstein, el significado de una fotografía depende de su uso. Así que aquí
viene la gran pregunta: ¿para qué usamos las fotografías? Colgamos más de doscientos cincuenta
millones de fotografías a Facebook cada día, Instagram exige cada vez más tiempo para su
escrutinio, los móviles disparan fotos con la misma frecuencia (o más) con que hacemos llamadas,
y, sin embargo, no somos conscientes de que las sociedades se están volviendo compulsivamente
sociedades de fotógrafos.
Creo que va siendo hora de que rumiemos la fotografía, digo, no en busca de ninguna antología
perfecta de sus pensadores (trabajo para académicos) sino para encontrar señales de tránsito para
orientarnos en este magma de imágenes.
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manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar». Vale, muy bien, hermosa
la imagen, ¿pero qué quiere decir? Benjamin es consciente de que su concepto-imagen no es muy
claro, porque retorna a él varias veces para subrayar el significado ritual implícito en el término
«aura», pero desiste de desentrañarlo más.
El término «aura» cumple una función dentro del texto, a la manera de una metáfora, más que ser
un concepto analítico: remarca con una figura retórica esa idea de que la reproductibilidad técnica
destruye la autonomía que la obra de arte no-mecánica tiene. De esa manera, Benjamin postula su
tesis: si la fotografía o el cine, procesos mecánicos y por tanto industriales, carecen de ese aura, es
imposible que sostengan su autonomía. De esa forma, según Benjamin la obra de arte mecánica
podría usarse como se quiera desde la política, incluso con fines fascistas, como denuncia en la
«estetización de la guerra» que practica el nazismo, del que habla al final del texto en una de las
páginas más premonitorias de toda su obra. En fin, según Benjamin, la fotografía es un arte idóneo
para la propaganda y la manipulación.
«No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía», se ha dicho, «será el analfabeto del
futuro». ¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias
imágenes?
He ahí una de las grandes cuestiones que se repiten constantemente en todos los autores leídos
para este artículo: ¿sabemos de verdad leer nuestras imágenes, lo que de verdad dicen estas? O
dicho de una manera más radical, a la manera de Vilém Flusser, ¿no será que hacemos las
fotografías que quiere la cámara fotográfica? Y contra esa máquina, afirma Benjamin, debemos
rebelarnos y señalar al culpable, en un pasaje enigmático en el que asocia el arte de la fotografía
con el del del detective:
No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es
cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No
debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y
señalar al culpable?
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studium sería la parte técnica de la imagen, la cuestión puramente cultural. Casi todas las
fotografías serían vistas y decodificadas desde este campo. El punctum, en cambio, es el pinchazo
que nos provocan algunas fotografías, un lazo afectivo con la imagen, bien por asociación
emocional con un recuerdo o una experiencia, bien porque el referente de la fotografía está
conectado con nosotros. Piensa, por ejemplo, en una fotografía tomada a alguien muerto o ya
desaparecido con el que mantenías un vínculo: de algún modo, el fantasma se nos aparece en la
foto, algo queda, un residuo permanece, y es imposible permanecer insensibles ante esas
imágenes, como las fotografías que conserva Roland Barthes de su madre ya muerta. Por eso,
afirma Barthes, la fotografía no es tanto un icono como un indicio, es decir, el referente real deja
una huella en la fotografía, esta captura de algún modo una emanación del pasado, «como una
magia». Después de todo la fotografía lo que hace es recordarnos que «esto ha sido», no más,
«una evidencia que es a la vez una locura». Por eso Barthes no deja de hablar de que la fotografía
es un arte cercano al teatro de la muerte por culpa de esa inmovilidad y rigidez en que nos
congelan las imágenes:
Es co-nocida la relación original del teatro con el culto de los muertos: los primeros actores se
destacaban de la sociedad representando el papel de muertos: maquillarse suponía de-signarse
como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo: busto blanqueado del teatro totémico, hombre
con el rostro pintado del teatro chino, maquillaje a base de pasta de arroz del Katha Kali indio,
máscara del Nò japones. Y esta misma relación es la que encuentro en la foto; por viviente que nos
esforcemos en concebirla (esta pasión por «sacar vivo» no puede ser mas que la denega-ción
mítica de un malestar de muerte), la foto es como un teatro primitivo, como un cuadro viviente, la
figuración del aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos.
Fotografíamos por una pulsión de muerte (1), según Barthes, lo que explicaría, según Susang
Sontag, ese significado simbólico del «shot» o el disparo al tomar una fotografía: disparamos para
matar al objeto. Qué cosas, ¿verdad? En contra de este poder mágico de la foto, sin embargo,
Barthes afirma que lo que la sociedad industrial está haciendo con ella es domesticarla,
generalizándola, trivializándola, de tal forma que «todo se transforma en imágenes», con el
empobrecimiento conceptual que esto supone. Y Barthes termina con una conclusión que nos
suena a posmoderna:
Las sociedades llamadas avanzadas consumen imágenes, no creencias; son, pues, más liberales,
menos fanáticas, pero son también más falsas (menos auténticas), cosa que nosotros traducimos,
en la consciencia corriente, por la confesión de un tedio nauseabundo, como si la imagen, al
universalizarse, produjese un mundo sin diferencias (e indiferente).
Tedio y simulacros: parece que Baudrillard está condensado enterito en este párrafo.
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absoluto: la caja negra impone sus categorías, sus condiciones y reglas y, contraria a nuestra
supuesta libertad, lo que nos proporciona la cámara es el mundo que se pliega a esta, un mundo
«informado por el programa interior del aparato». Es decir, Flusser defiende que la fotografía no
es una forma de conocimiento sino una magia, una especie de alucinación que ha trastocado lo
real hasta el punto de que «la realidad se ha revestido de los símbolos de la imagen».
Al descifrar las imágenes se debe tener en cuenta su carácter mágico. Es un error descifrarlas
como si fueran «eventos congelados» (…) Las imágenes tienen la finalidad de hacer que el mundo
sea accesible e imaginable para el hombre. Pero, aunque así sucede, ellas mismas se interponen
entre el hombre y el mundo; pretenden ser mapas y se convierten en pantallas. En vez de
presentar el mundo al hombre, lo representan; se colocan en lugar del mundo a tal grado que el
hombre vive en función de las imágenes que él mismo ha producido.
Dicho de una manera más sencilla: hemos aprendido a leer lo Real desde la fotografía, y no al
revés, y poco a poco solo aceptamos como Real lo que tiene la cualidad de «fotográfico», en una
cultura de masas uniforme y tiránica. Flusser llega incluso a afirmar que la fotografía solo favorece
el automatismo y, por extensión, un mundo de autómatas: «El universo fotográfico programa una
sociedad de dados, de ajedrecistas, de funcionarios».
Un invento, el de la caja negra, el del dispositivo que crea fotografías, que no vino solo a capturar
fantasmas, sino a transformar la realidad y la manera que tenemos de concebirla.
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hay mucho más que ese lugar común (que ella acuñó, cierto) de que el turismo y la familia son los
grandes impulsores de la foto.
La idea más luminosa, sin duda, es la que sostiene que las imágenes fijas son más memorables que
las imágenes móviles, y aunque ya lo habían dicho muchos, Susan Sontag lo expresa con más
conocimiento de causa: en el cine, el movimiento no nos deja recrearnos con la imagen; la
fotografía, en cambio, permite la demora, «relacionarnos con un instante», hasta el punto de que,
afirma Sontag, «la experiencia pasa por la fotografía», adelantándose con su frase cuarenta años a
la pulsión fotográfica que han traído los smartphones. Lo que dice Sontag, además, nos permite
entender por qué al cine (3) se oponen radicalmente medios narrativos como el cómic o la
fotonovela (como el cortometraje La Jetée de Chris Marker), pues estas han hecho de la
inmovilidad su virtud, y permiten, «abiertos al escrutinio, instantes que el flujo del tiempo
reemplaza inmediatamente». Curiosamente, esa es la concepción de La sal de la tierra (de Wim
Wenders) sobre el trabajo del fotógrafo Sebastiao Salgado: un documental pensado para que
vayamos al cine a ver dos horas de fotografías.
Otra de las ideas que más critica Sontag es el prejuicio arraigado de que la fotografía es una
herramienta de la verdad. Las fotos incitan a la ensoñación sentimental, dice, no generan un
conocimiento ético o político, e incluso pueden llevar a provocar una distancia o una insensibilidad
ante el acontecimiento, en contra de lo que tendemos a pensar, pues, ¿cómo tiene que ser la foto
del muerto para que la muerte me pinche? La fotografía ha creado, como decía Flusser, una
revolución psíquica y «un nuevo hábito de visión», que favorece la cosificación de la realidad. Es
un medio débil, concluye Sontag, para comunicar la verdad, al igual que tiende a una concepción
muy conservadora de la belleza, «que transforma la historia en espectáculo», y cita la famosa foto
del Che muerto, yacente sobre un camastro, que imita la perspectiva en escorzo de los cuadros de
Mantegna o Rembrandt, para sostener que la fotografía despolitiza el acontecimiento, lo
transforma en una cuestión puramente formal.
Quizá las ideas más novedosas del libro están en la relación que encuentra entre la fotografía y el
surrealismo, un movimiento artístico cuya influencia se dejó notar en todos campos. Afirma
Sontag, por ejemplo, que el surrealismo tendía a descontextualizar los objetos, tal como hacen las
fotos (que recortamos y guardamos aquí y allá, desconectadas de su experiencia original), y
también se dedicaba a acumular objetos en búsqueda de asociaciones imprevistas, y eso es lo que
hace precisamente el fotógrafo, quien «sigue los pasos de un trapero», busca, acumula y acumula,
con más imágenes (propias y ajenas) que tiempo físico para verlas.
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del fotoperiodismo (4), pues que «los sucesos frente a la cámara hayan sido alterados lo menos
posible» no significa que no haya manipulación de otro tipo.
Cada sociedad necesita una imagen a su semejanza (…) La materialidad de la fotografía argéntica
atañe al universo de la química, al desarrollo del acero y del ferrocarril, al maquinismo y a la
expansión colonial incentivada por la economía capitalista. En cambio, la fotografía digital es
consecuencia de una economía que privilegia la información como mercancía, los capitales opacos
y las transacciones telemáticas invisibles. Tiene como material el lenguaje, los códigos y los
algoritmos; comparte la sustancia del texto o del sonido y puede existir en sus mismas redes de
difusión. Responde a un mundo acelerado, a la supremacía de la velocidad vertiginosa y a los
requerimientos de la inmediatez y globalidad. Se adscribe en definitiva a una segunda realidad o
realidad de ficción que, en equivalencia a las cibervidas paralelas como Second Life, resulta
«antitrágica, expurgada de sentido y de destino, convertida en resguardo y en cultura de la
distracción».
Fotos que citan fotos, fotos que se copian unas a otras, simulacros dentro de otros simulacros. El
crimen perfecto. Borges se equivocó: la pobre limosna antes del fin no son las palabras, son las
imágenes.
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(1) Ya lo había dicho Benjamin en su «Breve historia de la fotografía» cuando habla de cómo los primeros
daguerrotipos exigían que los retratados se mantuvieran inmóviles como espectros durante horas.
(2) Vilèm Flusser es una suerte de encarnación de Walter Benjamin: escapó a los nazis huyendo a Inglaterra
y luego a Brasil, donde vivió casi cuarenta años. Al final de su vida publicó sus obras más famosas, dedicadas
a la fotografía y a la sociedad posindustrial. Murió a los setenta y un años en un accidente de automóvil no
muy lejos de su localidad natal, en la ciudad de Praga.
(3) Evidentemente, hay un cine muy consciente de su deuda con la fotografía y, por tanto, con el trabajo del
director de fotografía, entre los que se encuentran genios como Vittorio Storaro, Néstor Almendros o
Christopher Doyle. Otra cuestión es si lo que vemos en la pantalla en movimiento son de verdad fotografías.
(4) Desconozco entonces qué diría Fontcuberta sobre aquella polémica en la edición del World Press Photo
del 2015 en la que se le retiró un premio a Giovanni Troilo por presentar una fotografía con un pie de foto
equivocado: incluyó en su serie de fotos sobre la ciudad belga de Charleroi una tomada en el barrio
periférico bruselense de Molenbeek. Esa fue razón suficiente para su descalificación.