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Jeffrey Dahmer, también conocido como “el carnicero de Milwaukee”, fue uno de los asesinos en

serie que marcaron la historia criminal de Estados Unidos.

Jeffrey Lionel Dahmer nació el 21 de Mayo de 1960 en Milwaukee, donde fue criado en el seno de
una familia de clase media. De niño, se caracterizó por ser muy vital y extrovertido, alguien a quien
le encantaban los animales y le gustaba jugar. Tras tres cambios de domicilio, se volvió una
persona retraída y de extremada timidez. Aunque le regalaron un perro al que quería con locura,
ello no frenó su proceso de aislamiento progresivo del mundo. Para impedir que fuera a más, su
padre le animaba a relacionarse con otros niños, casi forzándole a ello, ya que temía que el
pequeño Jeffrey pudiera desarrollar cierto complejo de inferioridad.

Hacia los diez años, el matrimonio de sus padres comenzó poco a poco a desmoronarse. No era
extraño verlos discutir. Ya en la adolescencia, cuando sucedían este tipo de acontecimientos, Jeff
se iba de casa y se perdía por el bosque. Continuaba sintiendo gran pasión por los animales, pero
estaba más interesado en cómo eran por dentro. Comenzó a aficionarse a recoger animales
muertos que encontraba atropellados en la carretera; los metía en una bolsa de basura y luego se
los llevaba al patio trasero de su granja, donde los diseccionaba y deshuesaba.

Una insana afición por el sexo violento

En plena época del desarrollo de su sexualidad, Jeffrey Dahmer se dedicaba a este tipo de
prácticas, estableciendo una asociación entre violencia y sexo que marcaron su conducta y sus
acciones posteriores. Sentía atracción por los hombres, fantaseaba que se acostaba con ellos y
luego los asesinaba. Este tipo de pensamientos obsesivos fueron, al final, lo único que le causaba
excitación sexual. Dahmer estaba atormentado por sus fantasías tan recurrentes de sexo y
muerte, de modo que, en un intento por olvidarlas, comenzó a beber. De igual forma, se refugiaba
en la bebida para escapar de las constantes peleas de sus padres.

En el instituto, fue un alumno educado con los profesores y divertido con sus compañeros, por lo
que se ganó la fama de payaso de clase. Sacaba buenas notas cuando se lo proponía y hacía sus
deberes si la asignatura le interesaba. No obstante, en los últimos años, se fue desvinculando de
sus estudios y perdió el interés por fomentar las relaciones sociales, tan claves durante una época
tan inestable como la adolescencia. Encontró el substituto perfecto en sus fantasías sexuales, en
las que se regodeaba cada vez más, hasta que llegó un punto en que ya no le satisfacía
únicamente pensar en ellas, sino que necesitaba llevarlas a cabo.

Cuando se graduó en el instituto, sus padres se divorciaron al poco tiempo: Lionel Dahmer alquiló
una habitación en un motel cercano y la madre se fue a Wisconsin con su hijo menor, David,
dejando a Jeff solo en casa. Aquel verano de 1978, cometió el primer asesinato. Volvía a casa en su
coche tras tomar unas cervezas en un bar y recogió a un joven autoestopista llamado Steven Hicks.
Dahmer le invitó a su casa a beber cerveza y a fumar marihuana. Cuando Hicks dijo que se tenía
que ir, en un arrebato, Dahmer le golpeó en la cabeza con una mancuerna y luego lo estranguló
con ella. Presa del pánico, bajó el cadáver al sótano. Por la mañana, compró un cuchillo de caza, le
abrió el vientre y se masturbó sobre las vísceras. Después de eso, despedazó el cuerpo, lo metió
en bolsas de basura y las cargó en su coche. De camino a un basurero cercano, fue interceptado
por una patrulla de policía. La suerte quiso que no inspeccionaran el contenido de las bolsas y
únicamente le multasen por exceso de velocidad. Aterrado, volvió a casa y metió las bolsas en una
gran tubería de desagüe que había en el sótano. Cuando volvió dos años después, cogió los huesos
y los machacó con un gran mazo. A continuación, esparció los restos por la maleza que rodeaba la
casa. Las pulseras y reloj que llevaba la víctima fueron arrojadas al río.

Tras este primer asesinato, estuvo dando tumbos por culpa de su adicción al alcohol: intentó ir a la
universidad pero abandonó tras suspender todas sus asignaturas; se alistó en el ejército, de donde
también fue expulsado antes de tiempo. En un intento por enderezarse, fue a vivir con su abuela a
una localidad cercana a Milwaukee. Se convirtió en un hombre de fe, dejó la bebida y pareció que
puso fin a sus impulsos sexuales… Hasta que una tarde, estando en la biblioteca, se le acercó un
joven que le dejó una nota en la que le ofrecía favores sexuales en el lavabo. Según parece, ese
momento fue decisivo para despertar su apetito voraz por querer someter a otros hombres a su
voluntad. Como sabía que aquello no era correcto, robó el maniquí de una tienda, que utilizaba
para masturbarse. Pero esto no apagaba su sed insaciable.

Segundo asesinato: encuentro mortal en un hotel

Tras nulos intentos por frenar sus pulsiones, una noche de 1986, en un bar de ambiente gay,
conoció a Steven Toumi, con quien fue a un hotel a practicar sexo. Ya en la habitación, Dahmer le
echó cuatro somníferos en la bebida para dejarlo inconsciente. Aunque siempre dijo no recordar
lo que ocurrió, cuando Jeff despertó, encontró el cadáver de Toumi con la cabeza fuera de la
cama, los brazos llenos de contusiones y varias costillas rotas.

Ante aquella escena, y sin perder la calma, se fue a comprar una gran maleta con ruedas, volvió al
hotel y metió el cuerpo en ella. Fue en taxi hasta el sótano de casa de su abuela, donde poder
descuartizarlo a gusto. El proceso fue casi idéntico al que realizó con su primera víctima, aunque
esta vez, deshuesó el cadáver y conservó el cráneo como recuerdo.

Descenso a los infiernos... más y más crímenes brutales

A partir de ese momento, Jeffrey Dahmer cedió finalmente ante sus impulsos: volvería a
frecuentar los clubs en busca de hombres para conquistarlos y descuartizarlos. Tras drogar y
estrangular a James Doxtator (enero de 1988), escondió el cuerpo de su víctima durante una
semana y cometió actos de necrofilia con él. Una vez el proceso de descomposición se aceleró y el
mal olor era evidente, lo descuartizó.
Con su cuarta víctima (Richard Guerrero), actuó siguiendo el mismo procedimiento. Entretanto,
dejó la casa de su abuela y se alquiló un piso en solitario, lo que aceleró el baño de sangre. Esta
espiral casi acaba a comienzos de 1989, cuando un chico de trece años al que intentó seducir
escapó de su apartamento y alertó a la policía. Por aquel hecho, cumplió diez meses de condena
por agresión sexual, pero no se descubrió su terrible secreto. Tres semanas después de salir de
prisión, volvió a Milwaukee, donde comenzó una orgía de sangre que duraría todo un año, hasta
bien entrado 1990. A pesar de sus antecedentes, nadie le investigó por las desapariciones de
jóvenes que estaban ocurriendo en la ciudad, hasta un total de trece.

Jeffrey Dahmer sentía una necesidad imperiosa por mantener sexo con personas cuya voluntad
estuviera anulada. Para lograrlo, estando algunas de sus víctimas aún con vida, les practicaba
trepanaciones craneales con un taladro y luego les inyectaba un ácido suave en el cerebro con
ánimo de crear una especie de zombies a quienes poder controlar. Ante el fracaso de sus
experimentos, Jeff las remataba. En un último intento por controlarlos, empezó a comerse los
cuerpos, ya que confesó sentir que pasaban a ser una parte permanente de él. Aquello también le
producía placer sexual. Poco a poco los restos de cadáveres se fueron amontonando en su
apartamento pero, a pesar de los malos olores que impregnaban el edificio, los vecinos no se
alertaron.

El descubrimiento del horror

No fue hasta julio de 1991 cuando fue detenido. Tracy Edwards, de treinta y un años, lograba salir
medio drogado y desnudo del piso de Dahmer, pero consiguió parar a una patrulla que pasaba por
allí. Cuando registraron el apartamento, descubrieron más de ochenta polaroids que mostraban
cuerpos en diferentes momentos de descuartizamiento, una cabeza en el frigorífico y restos
humanos en el congelador; además de un bidón de doscientos litros de capacidad lleno de ácido
que el caníbal utilizaba para deshacer los restos humanos.

Jeffrey Dahmer se declaró culpable pero alegó locura. El estado de Wisconsin no aplica la pena de
muerte, de modo que, si se le declaraba mentalmente sano, pasaría el resto de su vida en prisión;
de lo contrario, lo haría en una institución para enfermos mentales.

La defensa sostenía que Dahmer padecía necrofilia (un padecimiento que también sufría otro
conocido asesino, Carl Tanzler), lo que lo eximía de ser legalmente responsable de sus actos y, por
ello, debía ser recluido en un psiquiátrico. Cuando fue el turno de la fiscalía, su argumento fue que
el acusado había practicado sexo con las víctimas estando éstas vivas, aunque inconscientes
(utilizando siempre preservativo, para más señas); además de que mantenía control sobre sus
impulsos, puesto que cometía los crímenes únicamente donde se sentía lo suficientemente
seguro.
Tras la deliberación de un jurado formado por gente no experta, se concluyó que, para ser
diagnosticado como enfermo mental, Jeffrey Dahmer debía comportarse como tal todo el tiempo,
incluyendo cuando mataba, que es precisamente cuando se consideró que se mantenía en sus
cabales. Finalmente fue hallado culpable de quince asesinatos y condenado a quince cadenas
perpetuas, un total de 937 años de cárcel.

Vida en prisión y muerte

Se le envió a la prisión de Columbia (Wisconsin), donde volvió a la iglesia para expiar sus pecados.
Encontró una explicación para lo que había ocurrido, y es que el mismísimo Diablo le había
poseído. Durante su corta estancia, fue visitado por la hermana de uno de los jóvenes muertos y
concedió varias entrevistas a los medios para relatar su experiencia, en algunas de las cuales
estaba presente su padre.

En noviembre de 1994 halló su final de forma violenta, cuando otro preso que también cumplía
condena por asesinato lo abordó en el gimnasio de la cárcel y le golpeó con una barra de pesas
hasta que lo mató. Para algunos, fue la muerte que alguien como Dahmer merecía, pero para
muchos otros, supuso la privación del derecho de los ciudadanos de tenerle purgando por lo que
había hecho hasta el final de sus días.

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