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11 Dic 2015 - 9:00 PM

Por: Mauricio García Villegas


Escribir y pensar
En una columna reciente Piedad Bonnett se lamenta de lo extendida que está la
mala escritura en Colombia.

Después de leer los 100 mejores textos de un concurso de cuentos, dice, vi cómo
para los aspirantes al premio “las tildes no han existido nunca, la puntuación es
aleatoria e independiente del sentido, y la ortografía una función del corrector
automático”.

Comparto este desconsuelo con la mala escritura. No sé si hay estudios, pero mi


impresión es que la ortografía y la gramática han perdido la importancia que
tenían hace 40 o 50 años. No debería ser así. Como dice Héctor Abad, la mala
ortografía es el mal aliento de la escritura. Por eso, una persona con mala
escritura (como una persona con mal aliento) es rechazada en su entorno laboral
y puede frustrar su carrera profesional.

Pero hablando de escritura hay algo que me parece tan grave o peor que los
problemas de ortografía y de gramática. Me refiero (en textos que no son de
creación artística) a la falta de orden lógico en las ideas que se exponen; a la
falta de coherencia entre una frase y otra, entre un párrafo y otro, entre un
capítulo y otro, entre la introducción y las conclusiones. La gran mayoría de
nuestros estudiantes escriben textos apurados en los que faltan cosas,
argumentos, explicaciones, pruebas, o sobran cosas, como cuando se abusa de
la retórica insulsa.
De nada sirve tener un texto impecable desde el punto de vista formal si está
lleno de estas inconsistencias. Si la mala ortografía es como el mal aliento, la
falta de coherencia es como el mal comportamiento. Un texto deshilvanado es
como un texto necio.

La ortografía por lo menos se enseña. La coherencia narrativa, en cambio, nunca


ha sido una preocupación importante en Colombia. En otros países, en cambio,
los niños pasan años aprendiendo a armar un texto. Los cursos de disertation,
en Francia, y de writing, en los Estados Unidos, están destinados justamente a
eso, a escribir no solo formalmente bien, sino a decir las cosas con orden y
sentido. Allí aprenden que el éxito de un escrito depende de encontrar la
estructura, el plan lógico y el hilo argumentativo que mejor conviene a lo que se
quiere decir. Aquí, en cambio, los estudiantes se contentan con revisar (y por lo
visto lo hacen mal) errores de gramática y ortografía y así lo entregan. Pero lo
que no entienden es que lo que entregan no ha sido terminado, está todavía en
bruto.

Una tarea fundamental del profesor consiste en acabar con esa impaciencia e
inculcar la idea de que para escribir bien no basta con tener buenas ideas, sino
que es necesario, además, trabajar mucho para ordenarlas, pulirlas,
confrontarlas, aclararlas, relacionarlas, etc. Los buenos escritores, más que
escribir, reescriben.

Aprender esto no solo es aprender a escribir bien, también es aprender a pensar


bien. Piedad Bonnett se lamenta de que los estudiantes escriben como piensan.
Yo diría que el problema es que piensan como escriben, en bruto y sin filtros.
Por eso Étienne de Condillac decía que el arte de razonar se reducía a un lenguaje
bien hecho. Como quien dice aprender a escribir es aprender a pensar.

Enseñar a escribir bien es enseñar a distinguir un buen argumento de uno malo,


una mera opinión de una demostración, una falacia de una prueba. Ser
consciente de estas diferencias es, además, aprender a reconocer los límites del
pensamiento y de la demostración. Por eso, creo yo, quien escribe bien (y por
lo tanto piensa bien) tiende a ver matices y dificultades que otros no ven y por
eso mismo suele ser menos dogmático y militante en la defensa de sus ideas.
Todo esto me lleva a pensar que la buena escritura es, con la buena lectura, una
escuela de formación ciudadana.

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