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Afirma que “el cuerpo del filósofo quiere dejarse tocar, es un cuerpo
enamorado”. Ese nuevo romanticismo, ese amor como potencia de
colaboración social, ¿es el retorno al ágora griego? Para mí, la filosofía es la
declaración de un compromiso. Es una forma de interpelación y de encuentro
que se inventa en las calles griegas y que no ha dejado de hablarnos. Aunque no
lo parezca, la filosofía nace como un arte callejero. Es una relación con la
sociedad, con el mundo natural y con la propia vida que implica que los otros
también puedan pensar y rebatir nuestras ideas. Por eso la filosofía, aunque
parezca elitista y extraña, es radicalmente igualitaria. Parte del hecho de que
todos podemos pensar, aunque normalmente no lo hagamos. Y eso implica
dejarse tocar por lo que otros han pensado. En este sentido, es una forma de
amor. La palabra “filosofía” lleva en su raíz el impulso del deseo, philein. El deseo
de saber no admite torres de marfil. Implica ir al encuentro del mundo.
Pero siempre se ha visto al filósofo como un ser apartado del mundo. Sí,
incluso como torpe, como una figura que no funciona bien en la ciudad. Y es
porque el compromiso de la filosofía es disfuncional. No acepta la normalidad ni
el sentido común. Pregunta cuáles son los presupuestos de aquello que
consideramos bueno, justo, aceptable. Para mí no hay mayor compromiso que
hacernos estas preguntas y asumir sus consecuencias prácticas, tanto a nivel
personal como colectivo.
Usted es madre de un niño y una niña. ¿La maternidad puede ser una
dependencia positiva? Hay que distinguir dependencia de sumisión. La
sumisión es una determinada manera de ejercer las relaciones de dependencia,
pero hay formas de dependencia libre y recíproca que son las que sustentan
nuestra vida. Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido criados por
las manos, palabras y mirada de otros. Vivimos en continuidad. Somos, por
tanto, radicalmente interdependientes, pero la sociedad moderna ha creado la
ficción de que podemos ser individuos autosuficientes. Nos hemos equivocado
mucho confundiendo libertad con autosuficiencia y ahora la humanidad entera
paga las consecuencias.
“La cultura ha sido apropiada por las marcas corporativas, por naciones, por
ciudades-marca”, escribe. Propone desapropiarla. ¿Cómo hacerlo? La cultura
no puede ser una esfera separada de la sociedad. No puede ser solamente una
opción de ocio, ni un sector de la industria, ni un apartado del PIB. Hemos
convertido la cultura en un recurso potentísimo del capitalismo a la vez que nos
empobrecemos culturalmente. Desapropiar la cultura es sacarla de esta captura
sectorial capitalista y entenderla como algo vivo que forma parte intrínseca de la
vida humana. Para ello, creo que hay un sentido del servicio público al que no
podemos renunciar, pero que no necesariamente significa estatalizar ni
burocratizar la cultura.
Aboga por una educación expandida que pueda surgir en cualquier momento
y lugar. Es un desplazamiento de la Universidad a la calle, ese “todos
tenemos derecho a pensar”, que fue la pregunta inaugural de la filosofía.
¿Cómo lo pone en práctica desde su docencia en la Universidad de
Zaragoza? Lo que me preocupa es cómo crear la situación para que nos asalten
ideas que nos obliguen a pensar lo que nunca habíamos pensado. Cómo
mantener encendido ese deseo de comprender qué es la filosofía y hacerlo
circular dentro y fuera de la academia, en conexión. Y, sobre todo, cómo evitar
que muera. Y tras bastantes años ya de experiencia, puedo decir que no es nada
fácil. La Universidad se está convirtiendo en un espacio de circulación en el que
no se espera hacer experiencia de nada, sino adquirir “competencias
competitivas”. Esto no funciona en el caso de la filosofía. Y entonces lo que se
crea es una extraña situación en la que nadie sabe muy bien qué hace allí. Hace
un par de años les escribí una carta a mis estudiantes. Les decía: “Solo tenemos
dos opciones: o huimos de aquí, como muchos ya están haciendo, o hacemos de
nuestra extravagancia un desafío. (…) El rendimiento de lo que hacemos ahora
no depende de vosotros. La riqueza, sí”.
/VANESSA MONTERO
elpaissemanal@elpais.es
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