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Un comentario de la Regla1

Bertrand ROLLIN, osb (†)2

Introducción

Las siguientes páginas no son un “estudio” sobre la Regla de san Benito (RB), incluso si se tienen en cuenta
los estudios de gran valor realizados estos últimos años, muy particularmente la obra del Padre Adalbert de
Vogüé y sus aproximaciones entre la RB y la Regla del Maestro (RM) 3.

1
Traducción del original francés: Vivre aujourd'hui la Règle de Saint Benoît. Un
commentaire de la Règle, Abbaye de Bellefontaine, Editions monastiques, 1983
(Collection Spiritualité orientale et vie monastique. Vie Monastique, nº 16. ISBN
9782855890661); versión de la Hna. Laura Kassabchi, osb (Abadía Gaudium Mariae,
San Antonio de Arredondo, Córdoba, Argentina). Agradecemos a D. David
d’Hamonville, osb, abad de la Abadía Saint Benoît d’En Calcat (Dourgne, Francia) su
permiso para traducir este comentario, y el habernos facilitado la reseña biográfica
del P. Bertrand, que publicamos en la nota siguiente. Vaya asimismo nuestro
agradecimiento a las Eds. monastiques de la Abadía de Bellefontaine (Francia), por
la amable autorización concedida para publicar esta obra en nuestro sitio web.
2
El Padre Bertrand falleció el 23 de Enero de 1990, tenía apenas sesenta y cuatro
años. Su vida estuvo marcada por el sufrimiento, el sufrimiento físico, con una
dolencia en el cuello y en la espalda, a consecuencia de un error médico, lo que le
provocó durante toda su vida una gran dificultad de elocución.

Bertrand Rollin nació en Montauban (Francia) el 29 de abril 1926. En octubre del


1944, a los 18 años, entró en el noviciado d’En Calcat, donde estaba ya su hermano
mayor el P. François, desde 1940. Tomó el hábito el 11 Noviembre 1944, hizo su
profesión temporal el 8 de Diciembre 1945, la profesión solemne el 8 Diciembre
1948, y recibió la ordenación sacerdotal el 19 de Mayo 1951. Él mismo decía que
debía su vocación al scoutismo y a sus padres.

El Padre Bertrand fue secretario del Padre Abad y luego submaestro del alumnado
de 1953 a 1958. Hizo una licencia en teología en el Instituto Católico de Toulouse
antes de ser el sub-maestro de novicios. Acompañó, en diciembre de 1960, al P.
Marie-Bernard que fue enviado a Togo para la fundación de un monasterio. Cuando
el Padre Columbano, el Maestro de novicios, tuvo problemas de salud, el Padre
Bertrand lo reemplazo, en septiembre de 1963. Durante los años difíciles en el
mundo y en la Iglesia, y disminuyendo los miembros del noviciado, el P. Bertrand
pidió un tiempo de descanso y pasó dos años en París. Fue un periodo muy
importante para él, durante el cual hizo una sincera revisión de vida. Regresó a la
comunidad con gran alegría, por experimentar que en ella se encontraba en su
elemento vital. Se ocupó de nuevo de la dirección del noviciado de 1972 a 1979;
después tuvo la responsabilidad de la formación permanente de la comunidad. Fue
también un consejero muy paciente y lleno de bondad en comunidad y con las
2

Estas páginas han sido compuestas y escritas en el marco muy preciso y muy concreto de cursos dados en un
noviciado. No pueden, por tanto, tener interés sino para aquellos que se enfrentan en el día a día de la vida
monástica con una comunidad real, o que se aprestan a hacerlo.

Muchas preguntas, incluso importantes, no han sido abordadas: la elección del abad, la acogida de los
huéspedes, los ministerios posibles, el sacerdocio, los enfermos, las salidas, etc... Por un lado se impusieron
límites, y por el otro, estas preguntas no son las que se plantean directamente al entrar en la vida monástica.

La Regla está hecha para la vida.

Es lo que indica su mismo nombre de “Regla de Vida”: un medio para regular y conducir la vida. La vida es
entonces lo primero.

Una regla es valedera en la medida en que permite vivir, sino no tiene sentido.

Y cada vez la vida la modifica legítimamente si su espíritu se conserva intacto gracias a la permanencia del
texto que remite a la experiencia fundante, como a la referencia normativa, en vistas a una nueva expresión
vivida.

Cada expresión es valedera sólo por un tiempo; la de ayer era buena para ayer, mañana hará falta otra.

Este comentario no es pues ni retrospectivo ni prospectivo. Refleja una experiencia dada, en un tiempo y en
un lugar preciso.

Es una búsqueda entre otras para mantener la fidelidad al espíritu de la Regla de san Benito.

Lejos de remplazar el texto de la RB, lo supone continuamente presente a los ojos del lector.

***

Este comentario fue escrito desde 1975 a 1977. Ya el contexto vivido ha evolucionado y demandaría una
acentuación diferente sobre ciertos matices. La vida está siempre en movimiento, pero sin ruptura. Es por
eso que hemos pensado poder dejar estas páginas tal como han sido escritas. Si pueden ser útiles, “que en
todo sea Dios glorificado”, como lo desea la RB (cap. 57,9).

***

ÍNDICE

Introducción

Primera parte: ¿Quién quiere tener la vida?

personas de fuera; miembro del consejo del Padre Abad y subprior. Se le invitó
asimismo para dar clases en el Instituto Católico de Toulouse. Al final decía: “Estoy
en paz, es una gracia, un don, un regalo”. En sus exequias hubo muchos testimonios
de su benéfico trabajo con los jóvenes, con las parejas, con los religiosos y las
religiosas.

3
Sources chrétiennes 181-186, Paris, Cerf, 1971-1972.
3

I. El sentido de la vida monástica

El Prólogo

El Epílogo o cap. 73

Segunda parte: La escuela del servicio evangélico

II. La estructura fundamental (RB 1)

III. El espíritu (RB 71-72)

El bien de la obediencia (RB cap. 71)

El celo que conduce a Dios (cap. 72)

IV. La vida cotidiana (RB 48)

El equilibrio activo

El oficio coral

La lectio

El trabajo

Anexo: La lectio divina

Tercera parte: el arte espiritual

Transición: la doctrina espiritual

V. Los intrumentos del arte espiritual (RB 4)

VI. La obediencia (RB 5 y 68)

RB 5

RB 68

VII. Sobre la palabra (RB 6, 7, 42, etc.)

VIII. La humildad o “ser verdadero” (RB 7)

La introducción (vv. 1-9)

Primer grado (vv. 10-30)

Segundo grado (vv. 31-33)

Tercer grado (v. 34)

Cuarto grado (vv. 35-43)

Quinto grado (vv. 44-48)


4

Sexto grado (vv. 49-50)

Séptimo grado (vv. 51-54)

Octavo grado (v. 55)

Noveno, décimo, úndécimo grados (vv. 56-61)

Duodécimo grado (vv. 62-66)

Conclusión (vv. 67-70)

IX. La vida de oración (RB 19, 20, 52)

La oración comunitaria y litúrgica (cap. 19)

La oración personal u oración (caps. 20. 52)

Anexo: El ordo del Oficio divino

Cuarta parte: La vida comunitaria

Transición

X. El abad (RB 2 y 64)

Historia

El rol del abad

Obediencia evangélica y obediencia al abad

Actitud de los hermanos en relación al abad

Los capítulos 2 y 64 de la RB

XI. Compartir responsabilidades (RB 3 y otros)

El sentido de la responsabilidad

El consejo de los hermanos (cap. 3)

Los diferentes responsables

XII. La cohesión comunitaria,

o “La corrección de los vicios y el cuidado de la caridad” (RB 23-30; 43-46; 69-70)

XIII. La vida económica de la comunidad

La gestión de los bienes comunes (caps. 31-32)

La desapropiación personal (cap. 33)

La repartición de los bienes (cap. 34)

El nivel de vida de la comunidad (caps. 55 y 39-40)


5

Los recursos del monasterio (caps. 48, 57, 66)

Anexo: la celda (caps. 55 [final], 22)

XIV. La vida fraterna

La conducta personal

El espíritu de servicio mutuo (caps. 35-38; 53)

La relaciones interpersonales (caps. 63-72)

Palabra y silencio

Comunión y soledad

Conclusión

Quinta parte: La inserción de la comunidad

XVI. ¿Separación del mundo? ¿Presencia en el mundo?

Conclusión: “Centro viviente de la construcción del pueblo cristiano”.


6

Primera parte: “¿QUIÉN QUIERE TENER LA VIDA?”

I. El sentido de la vida monástica

El Prólogo y el Epílogo (cap. 73) son los dos puntos-clave de la Regla de san Benito.

De un lado y de otro se desprende el verdadero sentido de la vida que se lleva en el monasterio. A su luz es
cómo deben leerse e interpretarse los otros capítulos, ellos son como la clave. Pero el sentido indica también
la dirección, la orientación, el fin último. El Prólogo y el capítulo 73, que es como el epílogo de la RB, son los
dos puntos fijos que determinan una trayectoria prosiguiéndose al infinito.

Sin ellos, la Regla corre el riesgo de perder su “espíritu” y volverse un código o una ley, o incluso un
reglamento a observar, mientras que no tiene otro fin que el de llevar a hacer una cierta experiencia de vida,
bajo la conducción del Espíritu Santo (fin del cap. 7).

Esta experiencia de vida está descrita por la Regla en un estilo muy antiguo, marcado por la mentalidad y la
cultura de una época muy alejada de nosotros. Se trata, sin embargo, de una experiencia suficientemente
profunda y verdadera para que ella tenga todavía hoy algo que decirnos, si sabemos escuchar más allá de las
palabras y tener confianza. Cada uno entenderá de modo diferente, en función de su personalidad, de su
cultura, de su historia personal que son infinitamente variadas. Pero esta escucha de la Regla de san Benito,
admitida por todos como referencia común, da y mantiene un “espíritu” que funda la comunidad y consolida
la comunión de los hermanos.

Situados uno en el comienzo de la RB y el otro en su obertura final, escritos los dos en un estilo muy parecido
que los destaca claramente de los otros capítulos, el Prólogo y el Epílogo forman como una
gran inclusión englobando todo el texto de la RB, y también la experiencia que ella propone. Este
procedimiento literario, querido o no, es sorprendentemente significativo. Le da a la RB su dimensión
contemplativa fundamental. Lejos de ser un código para aplicar o una prueba a superar, incluso si esto lo es
también en ciertos aspectos, la RB introduce en el movimiento sin fin del espíritu. Abriéndose sobre estas
perspectivas sin límites, el Epílogo lleva al Prólogo. Cualquiera sea nuestro adelanto en la experiencia de Dios,
no estamos sino siempre en el punto de partida. La RB es siempre válida para relanzarnos a una aventura que
es siempre la misma y siempre nueva, en un comenzar perpetuo: “Escucha, hijo, los preceptos del
Maestro...”.

EL PRÓLOGO

El Prólogo comprende dos partes claramente distintas:

- una larga exhortación que podría haber sido una catequesis para una liturgia bautismal (vv. 1-44);

- un último parágrafo corto que es más directamente una introducción a la regla propiamente dicha
(vv. 45-50).
7

La exhortación preliminar

La exhortación preliminar da el tono a toda la Regla misma.

Esta exhortación se dirige a alguien que ya ha hecho una cierta experiencia. De una u otra manera, y allí está
el misterio de cada vida, una luz ya ha sido percibida. Y la experiencia de esta luz ha sido suficientemente
fuerte como para poner en movimiento, para iniciar un camino. Ella pide una decisión capaz de comprometer
toda la vida de un hombre.

Esta luz es imposible definirla. Puede tener variaciones extremadamente diversas. Es siempre más o menos
un deseo de “vida” y la percepción de que solo Dios puede llenar este deseo.

Todo el Prólogo está edificado sobre este tema: por un lado el hombre sediento de vida y por otro
lado Dios buscando apasionadamente dar esta vida. El medio y el lugar de este encuentro entre el hombre y
Dios está en el centro de toda la exhortación: es la PALABRA DE DIOS.

Análisis más detallado de esta exhortación

En primer lugar, dos actitudes fundamentales: la escucha y la oración.

La escucha (vv. 1-3), es decir una actitud de receptividad para hacer entrar en uno mismo la palabra
escuchada. No se trata de una escucha intelectual, sino de una escucha “con el oído del corazón” que va más
allá de las palabras y culmina en la conversión del deseo y de la conducta práctica. Es la obediencia
fundamental del corazón recto que “hace la verdad” a medida que la descubre. Obedecer, en efecto, viene de
una palabra latina que quiere decir “escuchar” (oboedire u obaudire).

La obediencia es en primer lugar esta “escucha” profunda que se abre al otro, quienquiera que sea; si ella no
es eso, puede ser una disciplina estimable y no la obediencia de la que habla san Benito. Esta es ante todo
una salida de sí mismo, de su “voluntad propia”, es decir, de su egoísmo. Es la condición indispensable para
seguir a Cristo.

¿De qué Maestro o Padre se trata aquí? Sin ninguna duda se trata primeramente de Cristo, como lo indica
claramente la última frase del párrafo, pero también de todos aquellos que de una manera u otra, hablan en
su Nombre.

Desde las primeras frases, las miradas se vuelven hacia Cristo. Él es llamado aquí “Cristo el Señor”. En
muchos lugares no se trata sino del “Señor”, pero es la figura muy concreta de Cristo Jesús la que hay que
poner bajo este nombre en la mayoría de los casos.

En latín la primera palabra de la Regla se une a menudo a la última como para darnos el secreto: “Escucha...
tú llegarás”.

Se trata, por tanto, de ponerse a la escucha de la Palabra de Dios dicha en Jesucristo.

La oración (vv. 4-7). Esta receptividad no es pasiva: es la expresión de un deseo fuerte, de una espera, de una
conciencia verdadera de sus límites y también de las exigencias que serán demandadas. Se acompaña pues
de una “muy instante oración”. Reflejo de lo que hay que adquirir antes de toda buena empresa que se vaya
a hacer. Hoy quizás estemos menos motivados por miedo al infierno o al castigo, pero nuestra oración se
fundamentará sobre todo de un sentido más consciente de nuestras responsabilidades ante Dios y ante los
8

hombres con el deseo de no decaer, a fin de “emplear a su servicio los bienes que Él ha puesto en nosotros”
(v. 6).

Seguidamente viene una larga escucha de Dios a través de algunos pasajes de la Escritura, elegidos en toda la
Biblia. No hay que buscar en esta página una lógica rigurosa. Sigue el ritmo de una fe viva que quiere
comunicarse y llevar a una decisión vigorosa (vv. 8-44).

Si incluso, a veces, se hace sentir una cierta emoción, el tono guarda sin embargo una gran sobriedad. Este
sería uno de los rasgos dominantes de la Regla, que no busca tocar la cuerda sensible. Algunas pocas
excepciones dejan entrever una experiencia cálida y llena de ternura, pero en seguida el lector es llevado a
instancias más prácticas y concretas: “Guarda tu lengua...”, etc. A través de actos muy prosaicos es cómo “el
mismo Señor en su bondad nos muestra el camino de la vida” (v. 20). Esta será una de las notas
fundamentales de la espiritualidad de la Regla.

“Ciñamos entonces nuestras cinturas con la fe y la práctica de las buenas obras; tomando por guía el
Evangelio, avancemos en sus caminos” (v. 21). Esta breve frase es sin duda la que resume mejor todo el
prólogo e incluso toda la Regla. Es el Evangelio la última norma de toda vida cristiana. Hoy somos
particularmente sensibles a esto, cuando toda la renovación actual de la Iglesia acaba de volverse más
consciente al Evangelio. Ahora bien, la regla de san Benito es una lectura del Evangelio entre muchas otras.
Es un “pressis”4 del Evangelio, decía Bossuet.

Ponerse a la escucha de la Palabra de Dios, seguir a Cristo esforzándose en vivir el Evangelio, no se tratará de
otra cosa a lo largo de la Regla. La promesa de una cierta experiencia de Dios no está excluida de la
perspectiva; ella, sin embargo, no está dada como el fin a alcanzar. Esta experiencia es, en efecto, el DON
gratuito de Dios al cual solamente podemos disponernos. Como un eco muy fiel al Evangelio mismo, la Regla
queda abierta ampliamente al misterio de esta experiencia, en esta vida o más adelante, pero guarda una
muy particular discreción respecto a esto.

Toda la doctrina de esta exhortación es pues simplemente la vida cristiana; ella da el sentido de la vida
bautismal tal cual debe ser presentada a todos los bautizados. Es por esto, otros indicios ayudan, que parece
que tenemos allí una catequesis, un formulario destinado a las celebraciones bautismales. Este hecho debe
tener para nosotros una gran significación: la vida monástica no es “otra cosa” que la vida cristiana. El monje
no es sino un cristiano bautizado cuyos “ojos se abrieron a esta luz que diviniza” (v. 9) y que ha decidido vivir
a fondo su vida cristiana. Muchos otros cristianos hacen lo mismo y se comprometen entonces en caminos
diversos para vivir el Evangelio concretamente. El Evangelio, en efecto, no puede ser vivido únicamente a
nivel del pensamiento y del sentimiento. Exige un compromiso en una situación concreta que pide
una elección, y esta elección excluye por sí misma otras opciones.

Estas elecciones evangélicas son múltiples: estado matrimonial, obras de caridad, militancia, etc. En todas
ellas siempre se tratará de realizar el espíritu del Evangelio.

Entre todas estas elecciones, la Regla propone una. No se trata de ver si es o no superior a las otras. Se trata
de saber si es a ésa a la que el Espíritu de Dios nos impulsa, a esta elección cuya descripción comienza a
partir del último párrafo del Prólogo.

El párrafo final del Prólogo

4
Este término podría traducirse como resumen, compendio o compilación (NT).
9

El último párrafo es de un tono totalmente distinto. Es ya el tono de todo lo que va a seguir: conciso y claro,
organiza una institución, según su misma expresión (vv. 44-50).

Una institución evoca a menudo la imagen de una coacción peligrosa para la libertad de las personas y el
pleno desarrollo de la “vida”. El peligro es cierto, de eso estamos hoy más conscientes. No es menos
verdadero que para jugar su papel y dar fruto, una institución comporta siempre un cierto número de
exigencias admitidas y aceptadas por todos aquellos que hacen elección de esta institución. Por el hecho
mismo, toda institución no es válida para todos: ella debe ser el objeto de una elección libre y consciente.

Una institución no tiene un fin en sí mismo, está hecha para otra cosa, sobre todo si se trata de una
“escuela”. Pues bien, aquí se trata de una “escuela”. Y como toda “escuela”, no tiene como meta una obra
exterior a realizar: ella tiene como fin formar hombres y hacerlos aptos para la finalidad precisa que ellos
persiguen. Jamás, por ende, la regla o el monasterio deben volverse el fin de la institución monástica. Todo
deberá ser visto en función de las personas. No se trata de “cuidar la Regla” sino de “cuidar a los hombres”
en su dirección correcta. Este es el papel de la Regla. Ella es esencialmente un instrumento de formación. El
monje no está “formado” al final de su noviciado, sino (que se va formando), en principio, durante toda su
vida... El primer período no tiene otro fin que el de aprender a servirse de ese instrumento ofrecido por la
Regla.

“Una escuela del servicio del Señor” (v. 45). Para expresar en una traducción el matiz difícil de la palabra
latina “dominici”, teniendo en cuenta la significación que se ha precisado más arriba del nombre de “Señor”,
se podría traducir mejor esta expresión célebre con las palabras: una escuela del servicio evangélico, es decir
una escuela donde se aprende a servir como lo hizo Jesús, el Servidor de Dios. Esto es una hipótesis de
traducción personal y no toca el fondo de la cuestión, incluso si esta orienta ya sobre el espíritu.

El fin de esta escuela es, en efecto, el de toda vida cristiana. Desde los orígenes hasta nuestros días, parece
que se puede encontrar constantemente esta tradición en la mayoría de los grandes autores monásticos,
incluso si todos no lo dicen con la misma claridad. Para san Basilio, el monje no puede separarse del
cristiano5; san Juan Crisóstomo dice más o menos lo mismo, pero en sentido inverso: recuerda a su grey que
la perfección evangélica no está reservada a los monjes 6, sabiendo discernir lo que era propio a estos últimos.
San Juan Clímaco7, san Máximo8 muestran claramente que el fin de la vida monástica es la caridad como para
los demás cristianos. “Nuestro fin es el de agradar a Dios”, decía san Teodoro Estudita 9. Los grandes
restauradores del último siglo no tienen una opinión diferente. “San Benito no separa al cristiano del monje”
decía Dom Guéranger10; y Dom Marmion, por la publicación de sus conferencias a los monjes de su
monasterio, ha sido para todo el pueblo cristiano de la primera mitad del siglo XX, uno de los principales

5
Théologie de la vie monastique, Aubier 1961, p. 60; cf. pp. 102. 112-113.

6
Ibid., pp. 158-159.
7
Ibid., p. 388. 395. 398.

8
Ibid., pp. 415. 417.

9
Ibid., p. 425.
10

promotores del retorno al Nuevo Testamento como alimento habitual de los creyentes 11. No hay,
propiamente hablando, espiritualidad benedictina. El monje es un hombre que quiere situarse plenamente y
conscientemente en su piel de criatura frente a su Creador, o mejor aún, que desea volverse cada vez más
discípulo de Cristo para hacerse con él “hijo en el Hijo”. Podría ser que en tal o cual tradición benedictina
particular se hayan agregado otros fines, en función de un contexto cultural o histórico preciso: la educación,
la misión, incluso la liturgia o la contemplación. Estos fines secundarios están más o menos armonizados con
el espíritu de la RB, no están necesariamente ligados a éste.

“... Esperamos no establecer nada que sea áspero o penoso” (v. 46). En esta breve frase hay una cierta toma
de posición con respecto a otras tradiciones monásticas, en las cuales a veces la lucha contra uno mismo se
había convertido casi en un valor en sí. Hay en nosotros un instinto que renace fácilmente, que nos empuja a
asimilar rudeza y sufrimiento con la perfección de la santidad. Numerosos clichés sobre las proezas de los
“Padres” han perdurado hasta nuestros días. Ciertas reglas tenían este carácter voluntariamente “sufriente”
para someter la naturaleza rebelde. No es en este sentido que Benito orienta la suya.

“... Para conservar la caridad” (v. 47). Indica, al contrario, claramente su fin: la caridad. La RB es ante todo
una escuela de caridad. En sus numerosos capítulos, de comienzo a fin, todo se orienta hacia esta expansión
de la caridad. Basta leer las dos reglas al mismo tiempo, la del Maestro y la de Benito, para constatar hasta
qué punto la segunda se diferencia, por este clima de caridad, de la primera, mucho más impregnada del
cuidado de la observancia. Es lo que habrá que subrayar leyendo enteramente la Regla.

“... Para corregir los vicios” (v. 47). Esta caridad no es una renuncia o una negligencia. Es una exigencia. El
desarrollo de la caridad está ligado a un combate difícil y perseverante contra todo lo que le es un obstáculo:
los vicios. Benito habla más veces de los vicios que de las faltas. Las faltas son perdonables si se reconocen;
los vicios hay que arrancarlos, son mucho más nocivos y contrarios a la caridad.

“... Pero si, por alguna razón de equidad, se dispone algo más estricto” (v. 47). El espíritu de san Benito
aparece particularmente expresado en esta frase. Es la discreción, o más bien su virtud de “discernimiento”.
Todo debe ser pesado y hecho con sabiduría, pero también sin debilidad, sin miedo, incluso si ello provocará
dolor.

“No huyas en seguida, sobrecogido de temor...” (v. 48). El discernimiento de Benito se encuentra allí, y pide a
su discípulo que también se impregne de ese discernimiento sin dejarse llevar por sus impresiones. La actitud
ante las dificultades depende de la firmeza de la decisión. “Nunca abandonar en las tinieblas lo que ha sido
visto en la luz”, dice un proverbio inglés. La perseverancia, o paciencia, es una de las actitudes queridas por
los primeros cristianos, de la cual habla a menudo san Pablo.

“... Los comienzos son siempre difíciles” (v. 48). Esta idea volverá muchas veces en la RB. Es una reflexión
sacada de la experiencia. Los comienzos piden, en todos los planos, un mayor consumo de energías. Eso hay

10
«Théologie de la vie monastique d’après quelques grands moines contemporains» ,
Revue Mabillon nº 204-205 (1961), p. 166.

11
Ibid., p. 230.
11

que saberlo. Más adelante, vendrán otras dificultades, a veces más pesadas de llevar, pero no serán las
mismas de las del comienzo, de donde todo va a depender.

“... El camino de la salvación” (v. 48). Para Benito sólo hay una perspectiva, la de la salvación. La vida
monástica que él instituye es un camino propuesto en función de la salvación. De ahí a pensar que cualquier
otro camino no es el de la salvación, sólo hay un paso... ¡demasiado fácilmente franqueado en ciertas
épocas! La Iglesia nos enseña hoy a mirar con mayor amplitud.

“A medida que se progresa en la conversión y en la fe” (v. 49). Esta frase está también cargada de sentido. Es
inútil detenerse demasiado en la palabra latina “conversationis”, objeto de vastos estudios. Se puede, sin
riesgo importante de error, traducirla por “conversión”, que designa el esfuerzo del hombre que torna hacia
el Señor y modifica en consecuencia su conducta. La conversión es una obra que no acaba nunca, en la cual
se “progresa”. Al mismo tiempo que ella, la fe también “progresa”, es decir, la confianza cada vez más total en
Dios.

“El corazón dilatado... lleno de una inefable dulzura de caridad” (v. 49). Benito entreabre aquí muy
brevemente una visión sobre la experiencia mística. Al final del capítulo VII en particular, hará lo mismo,
también brevemente, y mencionando más directamente al Espíritu Santo. Por los Diálogos de san Gregorio,
sabemos que él mismo ha experimentado gracias extraordinarias de unión con Dios. Como todos los grandes
místicos, habla poco y permanece discreto sobre este tema. No hace de esto el fin de su regla. Sin embargo,
dice bastante, como para hacer comprender que, sin buscar gracias raras, el monje es normalmente
conducido a hacer una verdadera experiencia espiritual. Es éste el testimonio de aquel que ha verificado en sí
mismo las promesas de Cristo en san Juan. Es en este sentido que la vida benedictina puede llamarse
también una vida “contemplativa”.

“... Se corre por el camino de los mandamientos”. Este gozo da el impulso y el dinamismo necesarios: el de
los preceptos del Señor. Una de las tradiciones monásticas más antiguas y tradicionales es justamente esta
búsqueda del cumplimiento más íntegramente posible de los “mandamientos del Señor”. Ninguna gracia o
luz, por más fuertes que sean, pueden dispensar de este camino.

“No apartándonos jamás de su enseñanza” (v. 50). Benito vuelve a esto, porque esta disposición es
verdaderamente el criterio último de la autenticidad de un camino cristiano. Retoma asimismo la primera
recomendación de la exhortación del prólogo.

“... Perseverando hasta la muerte en la práctica de su doctrina”. Una vez más el cuidado práctico de una
escucha de la Palabra que sea al mismo tiempo conversión de vida por los actos. La Regla no tiene otro fin
que ayudar a esta conversión práctica.

“... Hasta la muerte en el monasterio”: primera mención precisa del medio que va a ser ofrecido por la Regla,
la estabilidad en una comunidad viva en un lugar preciso.

“... Participando de los sufrimientos de Cristo”. El prólogo que se abría por una evocación de Cristo, termina
de igual modo. Al comienzo se trataba de Cristo Rey, aquí de Cristo crucificado. Es todo el misterio de Cristo y
de su Pascua. Por eso es que agrega:

“... A fin de tener un lugar en su Reino”. La unión buscada con Cristo no se cumplirá plenamente sino
en la otra vida. Es la perspectiva final de la vida monástica como de toda vida cristiana.
12

EL EPÍLOGO o capítulo 73

Cerrando los setenta y dos capítulos de la Regla, el capítulo 73 se encuentra en conexión directa con el
Prólogo. Comprende:

- una corta frase que sitúa en su lugar la Regla que acaba de ser escrita,

- una exhortación a abrirse a perspectivas más vastas.

Situación de la Regla

(1) La apreciación sobre la Regla no es una fórmula de humildad, sino una actitud de sinceridad. Ciertas
reglas de la época, e incluso más tarde, dan la impresión, como la Regla del Maestro, de ser reglas cerradas.
Ellas se presentan como un todo que se basta a sí mismo y al cual bastaría confiarse totalmente para ser
conducido casi automáticamente hacia la perfección de la caridad. De esto puede resultar una suerte de
sacralización de la regla, que se vuelve mediadora cierta de la unión con Dios: obedeciéndola exactamente,
se estaría seguro de estar unido a Dios. La Regla es nuestra mayor garantía de nuestra fidelidad a Dios, eso es
verdad... Pero no debe volverse para nosotros en lo que la Ley se volvió para los Judíos. Esta actitud es la que
les ha impedido reconocer al Señor, como podría a nosotros impedirnos permanecer dóciles a los llamados
del Espíritu.

Llamado a la apertura

(2) Es por eso que Benito cierra su Regla abriéndola por completo... La RB es una regla “abierta”. Es lo que ha
dado tradicionalmente a los hijos de san Benito una apertura de espíritu generalmente reconocida.

La Regla es sólo una ayuda que facilita una maduración moral suficiente y un inicio de conversión, que
permiten abrirse a la Vida que viene de más allá. Es nuevamente el tono de la exhortación que teníamos en
el Prólogo.

(3-4) Y se trata, como en el Prólogo, de ponerse ante todo a la escucha de la Palabra de Dios, insistiendo una
vez más sobre el sentido de esta escucha: no un estudio intelectual solamente, ni una búsqueda de consuelo
más o menos sensible, sino “una regla de conducta”. La Palabra es fuente de vida si se pone en práctica.

(4) Aparece aquí otra apertura a la vida de la Iglesia, a los Padres. Los Padres son aquellos que por su doctrina
y su experiencia contribuyen a dar Vida a los demás. Hay Padres antiguos, hay también Padres de hoy. La
expresión “Padres católicos” no tiene el sentido exclusivo actual, sino que indica el sentido “eclesial” de
Benito. Se trata no de pensadores brillantes, sino de aquellos que están en comunión con la comunidad
Iglesia.

(5-6) Finalmente, una última apertura: a la tradición monástica. Antes que nosotros, otros han llevado esta
vida. Es una gran ventaja tomar conocimiento de su experiencia. Benito evoca aquí a Casiano y Basilio, en
otra parte habla también de Pacomio. Esta elección no carece de significado. Su Regla muestra además que
está alimentada con esta lectura de los Padres monásticos, al mismo tiempo que de la Escritura. Pero
siempre se nota también su libertad respecto a ellos. El recurso a la Tradición no debe impedir la necesaria
creatividad y la experiencia personal.
13

(7) Una última manifestación de humildad, que es simplemente la constatación de que la realidad de la
comunidad no es siempre la reproducción exacta del ideal descrito en los libros...

(8-9) En fin, de nuevo, una breve exhortación que se relaciona, una vez más, con el comienzo del Prólogo, y
donde se hace mención explícita de Cristo, abriéndose hacia los horizontes ilimitados a los cuales nos llama
Dios.

Segunda parte: La escuela del servicio evangélico

II. La estructura fundamental (RB 1)

«El carisma de la vida monástica es un carisma de simplicidad y de verdad. El monje, sea ermitaño o
cenobita, es un hombre que abandona las costumbres, los clichés, las idolatrías disfrazadas y las formas
vacías del “mundo” para buscar el sentido verdadero y profundo de la vida consagrada. Entonces, idealmente
hablando, el monasterio debería ser un lugar de la sinceridad total, sin formas huecas y mentirosas, sin
evasiones, sin falsas apariencias.

... Es evidente que la vida monástica no es solamente carismática. Nada sería más desastroso para el
monacato que enviar monjes inexpertos a vivir sin estructuras institucionales y sin organización... o
suponerlos capaces de improvisar de la noche a la mañana nuevas instituciones.

... Hay que preservar las líneas esenciales de una ESTRUCTURA monástica común y no perder la sabiduría
auténtica, tomada de la experiencia de siglos, en los que el monacato fue plenamente VIVIDO» 12.

II. LA ESTRUCTURA FUNDAMENTAL (RB 1)

Desde primer capítulo, la institución de la cual se habla al final del Prólogo está claramente situada y
enmarcada.

El autor se encuentra en un contexto histórico de gran efervescencia y confusión en todos los niveles. Él se
aparta netamente de este contexto, entendiendo que debe partir de bases precisas y trazar una orientación.

En pocas palabras se dice todo: “Los cenobitas, es decir aquellos que viven juntos en un monasterio, bajo una
regla y un abad”.

Los fundamentos esenciales de la vida que se propone y sus rasgos distintivos están allí indicados:

Los “cenobitas”

Entre las dos grandes corrientes de la tradición monástica, la elección está hecha: se prefiere la “vida
comunitaria” a la vida “solitaria”.

12
Thomas MERTON, “Le retour au silence”, D. D. B., 1975, pp. 33-35.
14

Estas dos corrientes son verdaderamente distintas, pero no hay que endurecer esta distinción. Han tenido
siempre, de hecho, una fuerte influencia la una sobre la otra. El eremitismo ha sido vivido raramente en
estado puro, casi siempre ha sido concebido en referencia más o menos estrecha a una cierta “puesta en
común”. La vida cenobítica, por otra parte, ha conservado muchas tradiciones procedentes del desierto y de
la soledad.

El cenobitismo está en el origen de la forma de vida religiosa más extendida en la Iglesia actual. La vida en
común es reconocida hoy como uno de los elementos esenciales de la “vida religiosa” como tal, aunque no
sea objeto de un voto.

“Viviendo juntos en el monasterio”

Monasteriale: El término latino es difícil de traducir literalmente. El sentido, en cambio, es claro. Indica el
hecho de vivir juntos en un mismo hábitat. El antiguo término “conventual” traducía bastante bien este
sentido, pero hoy ha perdido su fuerza. Se trata de una cohabitación. Es decir que la vida común se toma en
un sentido estricto.

Prácticamente toda la organización que sigue resultará de esta primera elección. Se podría incluso decir que
todo grupo de hombres un poco numerosos que quisiese hacer la experiencia de una cohabitación
verdadera, con la misma puesta en común que ella supone, encontraría estructuras muy próximas a las
descritas en la RB, teniendo en cuenta evidentemente los diversos condicionamientos culturales. Este
aspecto muy concreto, e incluso material, de la experiencia propuesta por la RB no se debe perder de vista.
Muchas desviaciones vinieron a menudo del rechazo, más o menos consciente, de aceptar las consecuencias
de este hecho fundamental: se trata de construir una verdadera comunidad de vida.

Espiritualmente, hay aquí una elección radical. Si el Evangelio vino a restablecer la comunión de los hombres
entre ellos y con Dios, esta comunión no puede concebirse fuera de la verdadera condición humana.
Desarraigada de todas las coacciones y exigencias materiales de la vida, esta comunión corre el riesgo de
debilitarse y de perder su verdad. Buscando realizar esta comunión en los aspectos más concretos de una
comunidad de cohabitación en la cual uno se compromete de por vida, la RB quita toda posibilidad de
escapatoria en este esfuerzo de comunión. El solitario del desierto estaba representado en otro tiempo como
entregándose a un combate singular contra los demonios de la concupiscencia en nombre de todos los
hombres. Una imagen análoga puede ser aplicada a la comunidad benedictina: ella lucha, por así decir, en la
arena, contra los demonios de la división entre los hombres. Hoy, en que los hombres pueden cada vez
menos escapar a las consecuencias de una solidaridad material cada vez más inexorable, esta lucha de la
comunidad es un testimonio que lleva al Evangelio. Sólo en un acto de fe en la palabra de Cristo puede
intentarse el proyecto de construir tal comunidad-comunión.

En este acto de fe, renovado incesantemente y alimentado en la oración, es cómo se propone al monje
“buscar a Dios” en los mínimos detalles de la vida, como en las grandes decisiones personales o
comunitarias.

La RB está en las antípodas de toda separación posible entre el orden llamado “temporal” y el orden llamado
“espiritual”. Para ella se trata de “evangelizar” la totalidad de la vida penetrándola de verdadera caridad bajo
la moción del Espíritu Santo. Este equilibrio ha sido siempre una de las fuerzas de la Regla.
15

Con un mayor vigor hoy tomamos conciencia que este realismo no debe ser vivido sólo en el interior de la
comunidad. Debe ser respetado igualmente en todo lo que mira a la inserción de la comunidad en la
sociedad de la que forma parte, de ahí la importancia de los aspectos económicos, sociales y políticos. Más
que nunca es cierto que la irradiación llamada “espiritual” de la comunidad no valdría sino en la medida en
que su inserción sea verdadera. Más profundamente, a causa incluso de este condicionamiento concreto de
nuestra experiencia espiritual, ésta no sería auténtica si está “falsificada” desde el comienzo.

“Bajo una regla”

Desde el momento en que hay vida en común, se hace sentir la necesidad de una organización: hace falta
una ley. Aquí además, la Regla entra en muchos detalles. Esta precisión resulta de la misma naturaleza de la
comunidad. Para vivir y hacer frente a las exigencias de la vida en común, hace falta una regla que todos
reconozcan de común acuerdo. Este mismo acuerdo en cuestiones a veces materiales es ya el fundamento de
la comunión de corazones y pide a cada uno una salida de sí mismo, una superación de su propio punto de
vista. Además, en la perspectiva que se ha dicho, ningún detalle deja de tener su significación. Toda solución
aportada a los problemas de vida revela un cierto “espíritu”, que es compatible o no con el fin perseguido por
la comunidad.

No se trata, por tanto, de precisar en qué consiste esta regla, ni cómo interpretarla. Se trata en primer lugar
de reconocer la necesidad de la regla común. La regla no tiene valor en sí misma. Está allí para permitir a
cada uno y a todos vivir según ciertos valores que han sido elegidos. La Regla de san Benito no ha sido escrita
antes de haberla vivido. Es el fruto de una experiencia que no ha dado fruto sino en ciertas condiciones, y
son estas condiciones de vida las que han sido precisadas y fijadas por escrito para servir de referencia.

Si queremos por nuestra parte hacer esta experiencia, tendríamos que aceptar las mismas condiciones de
vida y dejarnos guiar por la Regla. Pero, al mismo tiempo, estas condiciones deben juzgarse en función del
fruto que puedan tener. Entonces hay que hacer necesariamente una interpretación de la letra de la Regla.
Todas las épocas la han hecho, y no es sino con esta condición que han podido rehacer la experiencia
espiritual a la cual conduce esta forma de vida. El hecho de que nosotros recibiésemos hoy una regla ya
hecha podría hacer olvidar esta primacía de la experiencia vivida sobre la ley escrita. Dar a la misma Regla
esta primacía, es correr el riesgo de impedirnos una experiencia auténtica y ocasionar, por reacción, una
ruptura total de la referencia a la Regla. La Vida es, en efecto, siempre la más fuerte.

“... Y un abad”

Para hacer este vínculo constante entre la Vida y la Regla, hace falta una palabra autorizada, es necesario un
responsable: es el abad.

Entre lo que es vivido y lo que está escrito siempre hay un margen. Este margen es incluso necesario para
que lo corriente de la vida pueda suceder. En un sentido, la comunidad crea continuamente para sí misma su
propia regla.Pero casi a cada instante, a nivel de cada decisión, son posibles diversas soluciones. Una u otra
orientación pueden ser tomadas. El responsable tiene como misión propia mantener la orientación de todos y
cada uno en el sentido admitido por todos, es decir según el sentido de la Regla común.
16

No podría hacerlo él mismo si no es comprometiéndose personalmente, con todo lo que está en su


personalidad. Aceptar hacer una comunidad es aceptar que ésta sea hecha en un sentido u otro por las
personalidades de aquellos que la componen, y en primerísimo lugar por la personalidad de su responsable
último. Faltará precisar el modo de intervención de esta autoridad, que siempre será tributaria del contexto
cultural de una determinada época.

***

La comunidad, la Regla y el abad son los tres pilares de la institución descrita por san Benito. Todas las
sociedades proceden más o menos de la misma estructura: hombres que se organizan juntos para ayudarse
mutuamente, una ley escrita, una autoridad viva. Pero la figura de cada sociedad varía según el equilibrio de
relación establecido entre estos tres términos. Esta es la relación que va a ser precisada en los siguientes
capítulos.

Sin embargo, es posible ya decir que todo desequilibrio introducido en esta relación compromete seriamente
la experiencia de vida buscada. Esto es verdad también tanto en el plano personal como en el colectivo.

Allí donde el rol del abad es sobrestimado, la centralización de poder lleva al infantilismo de los hermanos y a
la arbitrariedad de la orientación comunitaria. Si, al contrario, es minimizado, el juridicismo es lo que
arrastra, o la demagogia de los grupos de presión. Se pueden incluso prever las desviaciones que vienen de la
sobrestimación o disminución de la Regla o de la comunidad, desviaciones que terminan habitualmente en
esos dos mismos excesos. Lo mismo en el plano personal, todo miembro que se liga muy exclusivamente o se
aleja de uno de estos tres polos, compromete su equilibrio espiritual e incluso humano...

***

El resto del capítulo no hace sino señalar una vez más este triple fundamento de la vida que elegirá
finalmente Benito.

Sin autoridad ni regla, una comunidad, incluso unida, tiende al “sarabaitismo”, y determina el Bien y el Mal
según sus propios intereses o sus gustos. Sin comunidad, el monje deviene “giróvago”. Incluso hoy hay
muchos modos de girovagar y de sarabaitizar...

El eremitismo está visto con otros ojos en la RB. Es presentado como la culminación legítima de la vida en
comunidad. Benito no lo coloca, sin embargo, como la culminación normal de la vida cenobítica, como el
paso a un estadio superior. En ciertas épocas este punto de vista ha sido a veces encomiado, y ha podido
influir en una evolución que no estaba en el sentido exacto de su fin de caridad y de comunión. En cambio,
Benito insiste en que la vida eremítica no sea intentada antes de una lenta maduración de una vida en
común. Dejando entrever esta posibilidad de cambio de vida, contribuye a dar a su regla su carácter de “regla
abierta”... El Espíritu es libre de llamar a tal o a cual a un nuevo desarraigo para otra misión. Nuestro tiempo
nos ha recordado que este límite de todo compromiso, incluso religioso, no es jamás un absoluto. Sólo el
llamado de Dios merece la respuesta absoluta del creyente. Es una cuestión -muy delicada- de
discernimiento de espíritus.

***

La experiencia de vida descrita por la RB tiene, por tanto, una cierta estructura que la determina y la sitúa en
relación a otras experiencias. Es una forma de vida particular, querida y elegida.
17

Falta darle un “espíritu” a esta estructura. Los capítulos 68 al 72, en particular son como la descripción
“utópica”, y más especialmente aún los capítulos 71 y 72.

Una observación puede ser aquí introducida. La “regla de la comunidad”, en el sentido en que nosotros la
entendemos ahora, es el resultado de un lento proceso. Para Casiano, por ejemplo, la “regula” del monje
consiste ante todo en ponerse a la escuela de un anciano, de un “padre espiritual”. Es una trasposición de la
tradición del anacoretismo al cenobitismo: “Los cenobitas viviendo juntos en las comunidades son
gobernados por el juicio de un anciano” (Conferencias 18,4). Sin embargo, las comunidades se organizan aun
más y sobreviven a sí mismas después de la muerte del abad fundador, los conceptos evolucionan. Poco a
poco, la “disciplina” local se precisa y se elabora tomando prestado sin complejos otra “disciplina” cercana
reconocida como valedera. El fenómeno se encuentra en plena maduración en el siglo VI. Las “reglas” se
multiplican13. La RB es una de las más completas entre aquellas que conocemos. Pero sobre todo es la
primera, luego de la del Maestro, en mencionar explícitamente “la regla del monasterio” en la definición
misma de los monjes cenobitas: “Aquellos que militan bajo una regla y un abad”. En realidad, la innovación es
menos novedosa de lo que parece. Es más bien signo de una toma de conciencia de lo que ya se había vivido.
De ahora en más la Regla y el Abad son las dos guías del monje en su marcha en el seguimiento de Cristo. El
rol del abad ha sido modificado, pero no suprimido.

Quizás asistamos hoy a una toma de conciencia del mismo orden respecto a la “comunidad”. La historia de
los monasterios muestra hasta qué punto la comunidad de hermanos, según su composición, su formación,
su evolución, ha jugado un papel preponderante en la concepción misma de la regla y de sus adaptaciones, al
mismo tiempo que la del abad. Prácticamente, cada comunidad se hizo para sí misma una adaptación propia
de la RB según su situación particular. Pero hoy, bajo la influencia de las evoluciones que nos rodean en la
Iglesia y en el mundo, se está empezando a vivir una toma de conciencia más precisa de este papel de la
comunidad, subrayando hasta qué punto ésta es constitutiva de la vida monástica cenobítica. Esta toma de
conciencia no debe suprimir ni el papel del abad ni el de la regla, pero puede modificarlos. Una atenta
consideración de las invitaciones del Concilio en su documento sobre la “renovación de la vida religiosa”, nos
permite releer la RB con una mirada nueva sin cambiar nada del espíritu fundamental.

III. EL ESPÍRITU. RB 71-72

Según el espíritu que la anima, una misma estructura puede ser vivida de manera muy diferente. La
estructura de cohabitación de por vida puede además designar tanto una prisión como un monasterio. Todo
depende, entonces, del espíritu que va a impregnar y condicionar los detalles tanto de la vida cotidiana como
de las grandes orientaciones y decisiones comunitarias, y también su organización interna.

Todo el texto de la RB, en su totalidad y en sus partes, revela el espíritu que inspira la experiencia que
describe.

Los capítulos 71 y 72 tienen no obstante un alcance muy particular.

13
Cf. Vincent DESPREZ, Règles monastiques d’Occident, Bellefontaine, 1980, «Vie
Monastique» nº 8.
18

Forman parte de la última sección de la RB que, a partir del capítulo 67 no se corresponde más con la RM.
Esto dice de la importancia de estos últimos capítulos, que revelan mucho más la marca personal del autor
de la RB. Si este último ha tomado prestado mucho a las reglas existentes, también hizo numerosas
elecciones, clasificaciones, opciones que hablan otro tanto de su propio espíritu. Es evidente que
este espíritu se manifiesta mucho más en los capítulos que son propios de la RB.

***

Ya hemos señalado la gran inclusión que relacionaba el capítulo 73 con el Prólogo. Resaltaba el eje
fundamental de la RB: el camino personal del monje en su búsqueda de Dios. Esta inclusión muestra con
evidencia que todo lo que “incluye” está subordinado a este camino personal. En un sentido, es el camino
personal el que “contiene” a la regla de vida y no a la inversa... (cf. Mc 2,27).

De igual modo, se puede ver una segunda inclusión relacionando los capítulos 71-72 al capítulo 1°,
situándose aún más al nivel de institución para subrayar el espíritu. Y aquí también aparece con evidencia
que todo lo que está contenido en esta inclusión está igualmente subordinado a este espíritu. Es más bien el
espíritu el que conserva a la Regla que lo contrario, pero el espíritu tiene necesidad de la Regla para
mantenerse “soplo” vivificante y no volverse simplemente “viento”, vacío de sentido.

Se puede, por otra parte, llevar aún más lejos este ritmo de inclusiones sucesivas en el texto mismo de la RB
y que, según el mismo principio, subrayan las principales nervaduras dándoles SENTIDO:

Capítulo 71: EL BIEN DE LA OBEDIENCIA

Con pocos trazos este capítulo completa la estructura institucional fundamental de la “cohabitación de por
vida”, colocándose ahora desde el punto de vista de la comunidad que la habita y del espíritu que la anima.
19

Un espíritu nuevo

Un espíritu nuevo se indica en las primeras palabras: “el BIEN de la obediencia”. Difícilmente se podría
subrayar mejor una de las características propias de la comunidad monástica, y que la aparta de muchas
comunidades de vida. En la mayoría de las comunidades humanas, en efecto, la obediencia está considerada
como una necesidad que se impone, pero que uno se esfuerza ordinariamente en limitarla al mínimo por
reglas y leyes precisas.

Aquí al contrario, la obediencia está considerada como un “BIEN” del que se desea poder usar lo más posible.
Lejos de estar estrictamente limitada a la obediencia hacia los responsables oficiales, este “bien” se extiende
también en la obediencia a TODOS. Es la obediencia mutua, la que proviene de la CARIDAD.

La naturaleza misma de esta obediencia tendrá todavía que precisarse. Baste subrayar que aquí es
considerada como la “regla de juego” comunitaria. Todas las nervaduras internas de la RB están concebidas
en función de este primer dato, ya largamente indicado en el Prólogo. No se trata primariamente en este
lugar del ejercicio de la autoridad, sino de la obediencia misma como expresión del DESEO de todos, puesto
que ella es vista como un “bien”.

Una comunidad de voluntarios

“Sabiendo...” (scientes) [v. 2]. La RB utiliza bastante a menudo esta expresión del verbo “saber” en un sentido
muy fuerte. Se trata de algo más que de un simple conocimiento nocional. Se trata más bien de una toma de
conciencia que cimenta una decisión libre y responsable. La comunidad monástica no puede ser impuesta a
nadie, no puede estar compuesta sino de voluntarios “sabedores” de lo que ellos hacen entrando allí.

Una comunidad de “fe”

“... Que por este camino de la obediencia irán a Dios” (v. 2). Reaparece aquí el eje principal que, del Prólogo
al capítulo 73, sirve de fundamento a toda la RB y le da su sentido.

La finalidad prevista de la institución no es otra que aquella que ha motivado a cada uno y lo ha puesto en
camino. De nuevo, la institución tiene SENTIDO sólo si este fin permanece, en primer lugar, en el corazón de
cada uno. Si esta fuerza fundamental se relaja, todos los engranajes corren el riesgo de ir trabándose poco a
poco...

Estos dos versículos son como un “pressis” 14 del Evangelio. Se piensa inmediatamente en los últimos
capítulos de san Juan y en el gesto de Cristo lavando los pies a sus discípulos pidiéndoles hacer lo mismo los
unos con los otros, en el momento mismo en que Él les abre el camino hacia Dios. Se trata, en efecto, de
fundar una “escuela” donde se aprende a “servir” como el Señor, el “Servidor de Dios”, que al final del
Prólogo nos invitaba a seguirle hasta el fin. El capítulo 7 mostrará las etapas que jalonan la ruta y atribuirá
nuestra progresión a la obra del Espíritu Santo en nosotros.

La Palabra de Cristo y el poder del Espíritu son, por el acto de fe personal de cada uno de los hermanos, los
fundamentos de la comunidad.

14
Resumen, compendio o compilación (NT).
20

La continuación normal de estos dos versículos sería el capítulo 72. Pero la RB se interrumpe para hacer una
observación, también profundamente reveladora de su “espíritu”.

Una comunidad estructurada y ordenada

No se trata de evadirse en la “caridad”. Es la ilusión que conduce a las peores aberraciones. La caridad, en
efecto, no resuelve por sí misma los problemas de la vida.

La comunidad de cohabitación, la comunidad querida por la RB, es la que enfrenta todas las exigencias de
una gestión material necesaria a la subsistencia y a la vida de todos. Estas exigencias reclaman competencias
que no pueden ser suplantadas por la caridad sola. Son ellas las que exigen en una comunidad un tanto
numerosa el reparto de cargos, y por consecuencia también una jerarquía: “Den prioridad a lo que mande el
abad o las autoridades instituidas por él, a lo que no permitimos que se antepongan órdenes privadas, pero
en todo lo demás, los más jóvenes obedezcan a sus mayores con toda caridad y solicitud” (vv. 3-4).

Aquí se trata, en efecto, de los “responsables”. El Padre Adalbert de Vogüé hace notar que el
término “præpositi” jamás es empleado en la RB para designar, por ejemplo, a los decanos, a los cuales
quizás aquí hace alusión con las palabras “sus mayores”. Se trata más bien de los hermanos designados para
ser oficialmente responsables de un sector de actividades, siendo el abad el responsable último de toda la
marcha de la casa. Hablaríamos hoy de “capacidades”, el sentido técnico que se agrega cada vez más
imperativamente al sentido jurídico, a causa de la tecnicidad de la vida moderna.

Sin endurecer el texto, parece que a través de esta advertencia de la RB, se muestra el carácter totalmente
encarnado de la comunidad benedictina. Surge en el centro mismo del movimiento más personal de cada
uno y es el motor más sobrenatural de la vida en común. También allí hay un “espíritu”.

El movimiento espiritual que procede del Espíritu en nosotros no puede desdeñar las realidades más
concretas de la vida y sus exigencias. La obediencia sólo será auténtica si supera la exclusiva generosidad
subjetiva y sabe ser objetiva. La sola intención no basta. ¡Con inteligencia y buen sentido, ella respeta las
capacidades!

(vv. 5-9) Dos reacciones cuya vigor muestra la importancia de lo que está en juego 15. Todo aquello que afecta
a lo expresado en los versículos 1 y 2, alcanza al espíritu fundamental de la comunidad, que no puede ser
puesto en cuestión.

(vv. 6-9) Aplicado tal cual, este ritual puede conducir a efectos directamente contrarios a su fin..., sobre todo
en el contexto actual. La obediencia mutua no es una cuestión de “poder” o de “poderío”, que establecería
15
Y si se halla algún rebelde, sea corregido (cf. 1 Co 11,16). 6Si algún hermano es
5

corregido en algo por su abad o por algún superior, aunque fuere por un motivo
mínimo, 7o nota que el ánimo de alguno de ellos está un tanto irritado o resentido
contra él, 8al punto y sin demora arrójese a sus pies y permanezca postrado en
tierra dando satisfacción, hasta que aquella inquietud se sosiegue con la
bendición. 9Pero si alguno menosprecia hacerlo, sométaselo a pena corporal, y si
fuere contumaz, expúlsenlo del monasterio. Se ha agregado el texto de la RB para
una mejor comprensión del comentario (N.d.T.).
21

en relación de obediencia a un vencedor y a un vencido. En otros capítulos la RB pone suficientemente en


guardia a los que tienen autoridad contra todo abuso de poder personal. Aquí pone en guardia contra otro
peligro: el de buscar “vencer”... ¡incluso obedeciendo!

Lejos de ser una relación de fuerza, la obediencia de la que aquí se trata es una relación de confianza. Estos
son dos espíritus opuestos. El camino es duro y largo para pasar de uno a otro. Es necesaria toda la potencia
del Espíritu que convierte el corazón.

Los capítulos 4 a 7 ponen las balizas para el camino de esta conversión del corazón.

El capítulo 72 describe el resultado.

Capítulo 72: EL CELO QUE CONDUCE A DIOS

Este capítulo es como la “utopía” de la RB, en el sentido que tiene hoy la palabra. También se lo podría llamar
“la hipótesis de trabajo” que condiciona los proyectos y planes en todos los demás niveles. Lo que significa
que nunca se ha realizado o vivido verdaderamente, pero que siempre se puede realizar y vivir.

(v. 1) La palabra “celo” es difícil de precisar, pero dice bien lo que quiere decir. Evoca un movimiento que
tiende a invadirlo todo. La palabra “espíritu” también se podría emplear... Un “espíritu de amargura”: todo lo
que es acritud, repliegue sobre sí mismo, cerrarse a los demás, aislamiento. Señal que advierte que el camino
no es bueno: “Separa de Dios y lleva al infierno”, infierno que ya está a su alrededor, es decir: los otros, que,
en la vida en común,siempre están allí. Nadie puede pretender no hacer jamás algunos pasos sobre este
camino.

(v. 2) El remedio no está en luchar directamente para no resbalar, sino en tomar impulso en la dirección
opuesta: la que separa de los vicios, es decir, del yo egoísta, y que en consecuencia “conduce a Dios”.

(v. 3) La doctrina de los “dos caminos” se remonta muy lejos. Aparece bajo formas variadas desde el
momento en que los hombres alcanzan la edad moral. Es explícita ya en el Deuteronomio, y se vuelve a
encontrar en los textos monásticos de Qumrán. El legalismo farisaico, en lo que tiene de más profundo y
generoso, encontró allí su fundamento: es la Ley la que distingue los dos caminos. Ella permite juzgar sobre
el Bien y sobre el Mal, sobre la Muerte y sobre la Vida. Seguir la Ley, con sus exigencias, es lo que levanta al
hombre sobre sus pies y le da su verdadera responsabilidad, es caminar con seguridad en la Justicia que
conduce a la Vida.

Es necesario advertir que esta justicia moral es una de las más altas que el hombre pueda concebir 16[1]. Ella
se encuentra en otros ámbitos además del Judaísmo, pero alcanza en éste una de sus cumbres. Para
comprender el Evangelio, es bueno captar esta grandeza del fariseísmo, que brota de un profundo
sentimiento religioso entre los judíos preocupados por su fidelidad a Dios. Y sin embargo, el Evangelio se
sitúa sobre otro plano. Sin renegar de la Ley, Jesús nos muestra que la Vida no nos es dada por ella. La Ley
nos conduce sólo hasta el umbral de ese lugar en nosotros mismos que es el del Espíritu. Se trata de otro
16
Cf. los trabajos de Paul RICOEUR, en particular La simbólica del Mal, cap. III.
22

orden de grandeza... un poco como la amistad es de otro orden de grandeza que la amabilidad y la cortesía, o
que el arte es de otro orden que el virtuosismo técnico. Doctrina difícil de enunciar con palabras. En sus
epístolas, Pablo vuelve a esto sin cesar, sin llegar a una fórmula definitiva. El capítulo quinto de la Carta a los
Gálatas, es aquel que el comienzo del capítulo 72 de la RB evoca más directamente. Es para meditarlo
frecuentemente. El fariseísmo, no bajo su aspecto secundario y demasiado fácilmente caricaturizado, sino a
causa de su misma grandeza moral, es la gran tentación del monje. El deseo religioso que lo impulsa a
adoptar una regla autenticada por Dios, puede transformarla en nueva Ley. Toda la generosidad, que puede
ser muy grande, es entonces puesta en la fidelidad a la regla. No es el espíritu de la RB. La Regla, como toda
“ley”, sólo tiene un rol de “pedagogo”. Conduce al Espíritu (cf. Ga 3,24).

(v. 3) Se trata, en efecto, del “celo”, con esa nota de absoluto y de intransigencia que va unida a esta palabra.
El monje debe ejercitarse, pero con “un amor ferviente”. Esta nota, que se une con el final del capítulo 7 (vv.
68-69), cambia el sentido de este “celo”. Hace falta haber probado, aunque sea un poco, este nuevo espíritu
para poder amarlo. Se trata, por ende, menos de voluntad que de experiencia y decisión. La tarea principal
del anciano encargado de los recién llegados, es vigilar en ellos la presencia de este celo, al menos en estado
de germinación (RB 58,7).

***

El resto del capítulo es un tejido de citas más o menos explícitas tomadas del Nuevo Testamento. Hay que
volverlas a colocar en ese contexto para comprender el sentido y el alcance.

Pero sobre todo hay que releerlas y meditarlas en el contexto vivo de la experiencia propuesta por la RB. Ellas
hablan por sí mismas y no tienen necesidad de ser comentadas... Situadas de este modo al final del texto
más legislativo de la RB, son como una luz que impide al monje tomar la sombra por realidad, la Regla por la
Vida, la Ley por el Espíritu.

Ellas conducen en fin directamente (suprimidos los títulos de los últimos tres capítulos, se tendría en un solo
texto una conclusión de toda la RB) al capítulo 73 y a sus horizontes ilimitados hacia la verdadera VIDA.

“La comunidad es mucho más y otra cosa que un medio. Al igual que la Iglesia, que no se ubica
solamente en la categoría de los medios en vistas del Reino. Puesto que, en tanto que comunidad, ella
se ubica ya en la categoría de fin, es decir del Reino. La institución pertenece al orden de los medios,
pero la comunión de amor es la mirada última, es escatología en camino de realizarse. Ahora bien, la
Iglesia, y en ella la comunidad monástica, es siempre institución Y comunión (cf. Hechos de los
Apóstoles)... No es pues adventicio, en la vocación monástica, que la comunidad sea un signo de
comunión y de amor, un signo para la Iglesia, un signo también para el mundo que la rodea...” (P. Y.
EMERY, “Solitude et communion”, en: Collectanea Cisterciensia 1978/1, p. 25).

IV. LA VIDA COTIDIANA. RB 48

El equilibrio “activo”

El capítulo 48, intitulado “El trabajo manual cotidiano”, describe en realidad el ritmo cotidiano de la vida en
el monasterio.
23

Ahora bien, es esta vida de todos los días -este “terrible cotidiano”, como decía Pío XI a los Cartujos- lo que
da su fuerza profunda a la vida monástica.

Ella es el elemento formador fundamental por su “regularidad” e incluso su monotonía. El ritmo mismo de
esta vida cotidiana puede parecer lento y poco dinámico para aquel que sólo está de paso o incluso para el
debutante que llega. No hay que olvidar que este ritmo está hecho para ser sostenido “incesantemente día y
noche” (4,76) durante años, durante toda una vida. El monje es más un “corredor de resistencia” que un
“velocista”.

El capítulo se abre con una máxima general valedera para toda la vida, pero todavía más quizás para la vida
monástica: “La ociosidad es enemiga del alma”. Esta ociosidad es simplemente la pereza, que puede
revestirse de muchas formas e impregnar con su molicie todas las actividades y los dominios de la vida. Si la
regularidad de la vida monástica, puede en efecto ser una fuerza, ¡puede también ser la ocasión de una gran
pasividad! En una comunidad numerosa, este riesgo es todavía más grande. Bastante frecuentemente, la
ausencia de responsabilidades muy urgentes puede hacer perder de vista ciertas exigencias simplemente
humanas. Es entonces posible, sin hacer nada verdaderamente malo, vivir con un régimen reducido que sólo
puede engendrar la mediocridad humana y en consecuencia espiritual. Las recaídas de nuestros propios
acciones son más o menos absorbidas por la comunidad, sin que nosotros aún hayamos asumido realmente
las consecuencias; su valor educativo, que es la ley de la vida, es disminuido en igual proporción. Es todo eso
lo que le hacía decir a un padre abad: “Nuestra vida es peligrosa...”, en el sentido de que ella puede engañar,
y que es posible pasar a un lado de su verdadero proyecto, sin que ninguna catástrofe venga rápidamente a
advertírnoslo.

La regularidad, por tanto, no es suficiente. Es necesario que cada día cada uno asuma y conduzca su vida. En
el interior de las disposiciones comunes, cada hermano debe hacerse cargo de su vida personal. El tono de la
comunidad depende de la vitalidad de cada uno, es decir, de ese celo que hemos tratado en el capítulo 72 de
la RB. Como el agua bajo presión se desliza por los intersticios e invade todos los espacios que le son
ofrecidos, este celo interior, que los monjes deben cultivar con ferviente amor (cap. 72), anima y unifica
todas sus jornadas.

Este celo, este deseo de hacer “lo que agrada a Dios” y “cumplir su Obra” es lo que le da sentido a las tres
actividades fundamentales del monje:

· la oración común u Oficio divino

· la lectio divina

· el trabajo y la animación de la vida de la comunidad.

Un cierto equilibrio se debe mantener entre estas tres actividades y es este mismo equilibrio el que da al
monasterio su característica propia. Es este equilibrio el que en el curso de toda una vida da forma al monje y
lo unifica. En las circunstancias cambiantes de tiempos y épocas, las modalidades de este equilibrio han
variado y deben todavía cambiar. Sin embargo, no puede ser modificado profundamente sin que sea también
modificada profundamente la experiencia misma intentada y propuesta por la RB. De ahí la importancia de
este capítulo que, sin hacer teoría, permite captar algunos datos fundamentales de este equilibrio.

El oficio coral
24

“Este capítulo de Benito es singularmente sobrio, por no decir pobre, en materia de notas espirituales. Única
excepción: la muy notable nota sobre el trabajo para ganar el pan, a ejemplo de nuestros Padres y de los
apóstoles... (de lo que volveremos a hablar). Todo el tratado se desarrolla sobre un plan puramente práctico.
Se está lejos de la obsesión de agradar a Dios evitando el pecado, que penetra todos los detalles del
reglamento del Maestro (RM). Este propósito explícitamente religioso es reemplazado en la RB por una
extrema discreción en cuanto al aspecto moral y teológico de las actividades monásticas” 17.

Para la RB, lo espiritual está de tal modo ligado a lo temporal que no son sino una sola realidad. Hablar de la
organización temporal de la comunidad es ya hablar de su experiencia espiritual, sin que esta motivación
fundamental sea sin cesar expresada. Esta ausencia de inflación espiritualista es una de las notas de la RB,
que puede a veces desconcertar por su aspecto prosaico. En realidad, hay aquí una verdadera educación
espiritual.

En el mismo sentido, este capítulo es igualmente muy notable en cuanto al lugar que se le da concretamente
al Oficio litúrgico. El Padre Adalbert de Vogüé, que ha estudiado a fondo la cuestión desde el punto de vista
histórico, hace la siguiente importantísima observación:

“El horario muy simple de la Regla del Maestro, articulado sobre las horas inamovibles de Tercia,
Sexta y Nona, en la Regla de Benito se vuelve una sabia marquetería donde cada oficio es susceptible
de ser adelantado, retrasado o incluso omitido, según las comodidades del trabajo... El aspecto
complicado del horario (de la RM) contrasta con la tendencia generalmente simplificadora de la RB...
Por otra parte, esta complicación es tanto más notoria cuanto que, ni antes ni después de Benito se
encontrarán semejantes cálculos. Toda la tradición cenobítica concuerda con la RM para celebrar
puntualmente cada oficio. Frente a esta fidelidad, Benito hace prueba de una singular desenvoltura
respecto a los momentos sagrados. Se diría que la hora exacta apenas le importa cuando se trata
del Opus Dei, mientras que pone todos sus cuidados en medir exactamente el tiempo conveniente
para el trabajo y la lectio. En el Maestro, estas dos ocupaciones aparecen ante todo como dos formas
de llenar los intervalos entre los oficios. A los ojos de Benito, estas dos formas son más bien tareas
reales, que exigen una cierta duración para ser cumplidas seriamente”18.

Y también: “Este es el hecho capital sobre el cual debemos detenernos para captar todo su alcance. Mientras
que en la RM, con toda la tradición, construye su empleo del tiempo sobre las horas del oficio, Benito funda
el suyo sobre la lectura y el trabajo, la siesta y las comidas. Lo que prima, en el sistema tradicional, es el
servicio divino; en Benito, al contrario, es el ritmo de la vida humana, con sus alternancias de esfuerzo y
descanso, de trabajo manual y de trabajo espiritual. No nos atrevemos a decir que la hegemonía se ha
pasado de lo sagrado a lo profano: todo es sagrado en la vida del monje. Pero al menos es extraño que los
oficios pareciesen colarse en el horario en lugar de determinar la estructura del mismo... Tan atrevida era la
iniciativa de Benito que no ha sido seguida por ningún autor de una regla posterior, incluso dependiente de
él. El sistema de Benito conservará pues en toda la historia del cenobitismo antiguo la originalidad que le
valen a la vez su sutil dosificación de las ocupaciones y la libertad con la cual él modifica el marco sagrado de
las horas del oficio”19.

17
A. DE VOGÜÉ, La Règle de saint Benoît, t. V, pp. 592-593

18
Ibid

19
Ibid., pp. 603-604.
25

Esta manera de obrar no pone de ningún modo en discusión lo que la RB dice en otra parte, en el capítulo 43:
“Nada anteponer a la Obra de Dios”. Incluso en este capítulo 48, la jornada está regulada por las reuniones
comunitarias del Oficio. Ésta es la actividad común que debe ser estimada sobre todas las demás. Pero esta
preferencia no debe ser tomada materialmente, ni debe traducirse en una observancia rígida, lo que sería
quizás el signo de una comprensión insuficiente de la naturaleza misma de la oración litúrgica. La liturgia no
tiene valor en sí. Es la expresión de toda una vida y tiene el valor de esa vida. Desarrollar la liturgia en
detrimento de la tierra en la que ella crece es invertir el orden de las cosas. Periódicamente, desde san
Benito de Aniano o desde Cluny, la historia muestra que cada vez que la liturgia se desarrolla en detrimento
de la verdad de la vida, y principalmente de la vida de trabajo o de la vida personal de lectura y oración, se
produce una pérdida de vigor de la vida monástica. La liturgia nutre, alimenta, expresa la vida, no la
reemplaza. Adaptando la liturgia a los imperativos del trabajo y a las necesidades de la lectio, la RB restablece
el orden: para que el oficio sea verdadero es necesario una vida verdadera.

Será necesario volver sobre esta cuestión de la oración litúrgica a propósito de los capítulos 8 al 20.

La lectio

En el ordenamiento del horario diario, se advierte un cuidado extremo en las horas reservadas a la lectio.

La lectio es ese esfuerzo de escucha personal de la Palabra de Dios que, desde el Prólogo al Epílogo, aparece
como el corazón de la vida monástica. Si la Palabra nos llega ya en la liturgia, y también por otros canales a
menudo imprevisibles, cuyo dueño es Dios, su escucha verdadera exige de nuestra parte al menos una
contribución. Pide la participación de todas nuestras facultades, según los dones recibidos por cada uno. A
veces llena de atractivo y consuelo, ella también puede volverse penosa y árida. Oración y lectio van juntas y
sufren a menudo las mismas fluctuaciones. La asiduidad a la lectio es uno de los criterios de la vitalidad
espiritual. Ella puede, con todo, evolucionar mucho en el transcurso de la vida, en su forma e incluso en la
importancia material del tiempo que se le reserva.

Una de las fuerzas y de las riquezas de la vida monástica es justamente poder facilitar y fomentar la lectio.
Según el horario de la RB, parece que una media de tres horas se reservaba a esta actividad. Sin duda,
la lectio no estaba claramente diferenciada de lo que nosotros llamamos “estudio”. Este tiempo es
relativamente considerado, sobre todo si se piensa que la lectura no tenía en esa época el lugar que ella
ocupa actualmente en la vida de la mayoría de las personas. Se entiende entonces mejor las disposiciones
tomadas por la RB para salvaguardar el valor de estos tiempos de lectio, que debían exigir un verdadero
esfuerzo para muchos: ancianos circulando en el monasterio, etc.

Incluso hoy, la constancia en la lectura es una de las “pruebas” de la vida monástica y tiene necesidad del
mutuo aliento. Es en esta línea que se coloca la puesta en guardia contra la pereza. Los Padres habían
advertido sobre esta forma de pereza especial que ellos llamaban la “acedia” y a la cual hace alusión aquí la
RB: “Un hermano perezoso (acediosus en latín) que se entrega al ocio y a la charla, que no atiende a la
lectura...” (RB 48,18). Casiano consagra a esto un importante capítulo de sus Instituciones monásticas (10,2
ss.). La falta de gusto por la lectura se traduce enseguida por una falta de gusto por cualquier cosa, que
puede terminar con la impaciencia por todo, la irritación, la rebelión contra su estado...

Es posible huir de la lectio de muchas maneras: el trabajo, el ministerio, la distracción e incluso una cierta
búsqueda de oración. Es una cuestión de vida personal, pero que también es más o menos ayudada por el
26

clima ambiente de la comunidad. Aprender a alimentar la vida por la lectio es uno de los puntos más
importantes de la formación inicial.

Será necesario también volver sobre esta cuestión de la lectio. Aquí basta con situarla respecto a las otras
actividades mayores de la vida monástica.

Si la RB dispone cuidadosamente de amplios momentos para la lectio, tampoco ella determina las variaciones
del horario, sino más bien los imperativos del trabajo.

El trabajo

Este capítulo no trata sobre la organización del trabajo en la comunidad, ni tampoco, propiamente hablando,
hace una reflexión sobre la concepción monástica del trabajo. Sólo la alusión de tener que ganar su vida con
sus propias manos en caso de necesidad iría en tal sentido (48,8). Todas estas cuestiones, así como las que
conciernen a la inserción económica de la comunidad en la sociedad, se volverán a ver en otro lugar. En el
marco de este capítulo, esta alusión a la necesidad imperativa de ganarse el pan, subraya también esa
prioridad concedida por la RB a las exigencias primarias de la vida.

Evidentemente es válida sobre todo a propósito del trabajo la máxima que abre el capítulo: “La ociosidad es
enemiga del alma”.

El trabajo es visto aquí más en su realidad cotidiana, en la vida de la comunidad y en el de cada hermano. Es
evidentemente a este nivel que la máxima tiene toda su vigencia. Si es difícil no hacer nada sin que en
seguida se note, es mucho más fácil hacer “naderías” y estar sin embargo muy ocupado, incluso con mucho
celo y piedad. Dos lemas se han difundido por igual respecto de los monjes: “trabajo de benedictino” o
“monje parásito”. Los dos son verdaderos. Particularmente sensible a la solidaridad de todos ante las tareas a
realizar, nuestra época es alérgica a toda forma de parasitismo. Al contrario, el valor del trabajo es
reconocido universalmente. Es el medio de inserción más auténtico en la sociedad de hoy.

Tres pequeños incisos muestran el carácter propio de este trabajo: “Trabajen en lo que sea necesario”(v. 3);
“hagan lo que haga falta”(v. 6); “trabajen en lo que se les mande”(v. 11).

Carácter objetivo del trabajo: es ordenado por los imperativos del momento, según las necesidades de la vida
en común. Como para todo el mundo, hasta cierto punto, es el trabajo mismo el que ordena. En una vida que
llama a vivir un cierto grado de interioridad, esta ley del trabajo es la salvaguarda del equilibrio humano
(“aquél que no trabaja, le falta un tornillo” 20 decía un anciano monje…). Por otro lado, el trabajo se reparte
entre todos. El trabajo no se elige, sino que es entregado por los responsables. Es una de las consecuencias
de la vida en comunidad y de la puesta en común de los bienes y de las fuerzas.

En la vida cotidiana, este poner (cada uno) todas sus facultades y sus medios al servicio de la comunidad, es
una de las piezas maestras de esa “escuela de caridad” que quiere establecer la RB. Es un continuo don de sí,
que puede llegar a veces hasta el sacrificio de capacidades reales y de legítimos deseos, pero que puede
también, si se hace con alegría y con espíritu de fe, procurar poco a poco la verdadera libertad interior: “No
se entristezcan…” (v. 7). Es por el trabajo y en él como se crea verdaderamente la comunidad y se tejen lazos
20
El texto original dice: “Celui qui ne travaille pas travaille du chapeau”. “Travailler
du chapeau” significa en lenguaje familiar ”estar loco, chiflado, faltarle un tornillo”
(NT).
27

entre los hermanos. Forma parte de la solidaridad total a la cual se compromete quien entra en la
comunidad, comunidad de cohabitación.

El título del capítulo habla del “trabajo manual”. ¿Hay que tomar la expresión en sentido estricto? Cada uno
responderá sin duda en función de su experiencia. Es cierto que el trabajo manual tiene un valor propio. Es
un hecho también que las comunidades monásticas siguen la curva de la vida moderna que ve desarrollarse
los trabajos de tipo terciario y de carácter más intelectual. Se plantea así una cuestión de equilibrio, que no
es fácil de encontrar, tanto en el plano comunitario como en el personal. Lo que importa, en este capítulo, es
que se trata de un trabajo “verdadero”. Y el trabajo “verdadero” es aquel que es “necesario”, como dice la
RB, es decir aquel que es útil para la vida de la comunidad y para su actividad, sea la que fuere más allá de su
valoración, si se juzga según los criterios de la sociedad.

Esta disponibilidad total al bien común ¿no corre el riesgo de hacer de la comunidad un ídolo por el cual son
sacrificados los hombres? En efecto, a veces puede haber allí un conflicto grave. Cada monje puede estar
enfrentado un día a este dilema del que habla el capítulo 68 de la RB. Se trata allí de una cuestión mucho
más amplia, la de la obediencia, de sus exigencias y de sus límites. Otra cuestión que será desarrollada más
adelante, en particular a propósito de los capítulos 5 y 7, y también cuando haya que tratar sobre la
organización de la comunidad (capítulo 21) 21.

Este mismo conflicto entre el bien de las personas y el bien común concierne también a la autoridad. Una
advertencia basta para hacer sentir el espíritu en la que ésta se inspira: “Sin embargo, dispóngase todo
(incluso en el caso en que la necesidad se haga más apremiante) con mesura, por deferencia para con los
débiles” (v. 9). El capítulo además termina con otra reflexión parecida: “El abad debe considerar la debilidad
de éstos” (v. 25). El bien común no debe hacer perder de vista el bien de las personas. Es una tarea temible
del abad mantener este espíritu en todos los engranajes de la comunidad, a fin de que ésta no se vuelva una
empresa polarizada por una tarea a realizar, sino que siga siendo una casa de Dios. Los capítulos 2 y 64 le
responsabilizarán de ello.

***

El ritmo cotidiano mismo está enmarcado en un movimiento más amplio, el de la semana y el del año, con
sus estaciones y sus tiempos litúrgicos.

El domingo tiene un lugar especial y rompe el ritmo cotidiano. “En relación con los otros días, parece que se
les permite a los hermanos cierta variedad o mitigación, en honor de la resurrección del Señor. Es como una
tregua después de la observancia de la semana, que al introducir en ella cierta variedad, incita a esperar el
retorno de ese día con más solemnidad, como un día festivo. Al mismo tiempo hace sentir como menos
duros los ayunos de la semana entrante. En efecto, siempre se soporta con más tranquilidad cualquier fatiga
y se cumplen las tareas sin fastidio, si se intercala alguna modificación o sucede algún cambio cualquiera en
el trabajo.”22. Benito admite esta modificación del ritmo de la jornada para el domingo, pero hay que
reconocer que las breves líneas que le concede al horario dominical no tienen el mismo tono que las de

21
En el texto original figura entre paréntesis el capítulo XII. Creemos que es un error
de tipografía (NT).
22
CASIANO, Instituciones, III,11.
28

Casiano. Debió experimentar mucha desilusión respecto de la capacidad de los monjes para aprovechar el
domingo… Tampoco los problemas de distensión se presentaban aparentemente como hoy en día.

El ritmo anual está marcado por los tiempos litúrgicos: tiempo de Cuaresma, tiempo de Pascua. La liturgia le
da un color espiritual a esos períodos, no modifica el transcurso de las jornadas. Éste es modificado
únicamente por el ritmo de los fenómenos naturales y de las condiciones de trabajo que se imponen.

Hoy somos menos tributarios de estas condiciones naturales. Lo somos mucho más de los condicionamientos
sociales y culturales. ¿No es conservar el espíritu de la RB el adaptar el ritmo de la vida monástica a estos
mismos condicionamientos siempre en movimiento? Preguntas que siempre hay que volver a hacerse dada
la rapidez de la evolución de las condiciones de vida… Lo importante es que se mantenga, a través de estas
evoluciones, la misma relación entre las tres actividades fundamentales: el TRABAJO, laLECTIO y la ORACIÓN.
El espíritu de la Regla de san Benito estará entonces salvaguardado.

Anexo: LECTIO DIVINA

Hablamos mucho de “lectio divina”. ¿Qué entendemos con esta expresión?

Dos excesos a evitar:

- contentarse con vanas palabras dando a esta expresión un sentido demasiado amplio, que
abarcaría demasiadas cosas y le quitaría su fuerza;

- o, al contrario, darle un sentido demasiado preciso y muy estricto, que entorpecería la


libertad de nuestra búsqueda espiritual.

La lectio divina es, como la oración, una actividad esencialmente “personal”, es por ende tan variada como
las personas. Habría, por consiguiente, maneras muy diversas de practicarla.

Además, como también la oración, es una actividad “vital”, por lo tanto concreta, es por la práctica como se
la descubre.

En fin, siempre como la oración, es una “búsqueda” que tiende siempre a renovarse.

Por todas estas razones, conocer la experiencia concreta de los demás puede ser una fuente de
enriquecimiento para mejorar y hacer más fructuosa la propia manera de hacerla.

¿Cómo hacer la “lectio divina”?

Puede hacerse de diversas maneras. Difiere según los temperamentos: no querer “copiar” a los otros. Difiere
también según las épocas y la evolución espiritual de cada uno: no encerrarse en “su” método; una forma de
hacerla, que en ese momento “no dice nada”, será, por el contrario, muy provechosa en otras circunstancias;
las necesidades varían, el alimento debe variar; la experiencia de los otros puede ayudar.

Pueden ser utilizadas simultáneamente muchas maneras de hacerla, y es quizás esa… ¡la mejor manera!

También se pueden describir diferentes “tipos” de lectio divina:


29

- La lectio lenta y sabrosa de un texto que se rumia, “medita” el contenido espiritual durante
todo el tiempo que le “dice” algo al corazón y al espíritu. Se puede decir que esta manera es el
ABC y el punto culminante de la lectio divina.

Punto de partida: meditación de un texto para conocerlo y comprenderlo.

Punto de llegada: meditar un texto conocido y asimilado para encontrar allí a Dios más directamente.

Es la “meditación” más próxima a la oración. Bastan algunos minutos para hacerla y puede prolongarse… Es
bueno hacerla un poco todos los días. Es una “degustación” espiritual.

- La lectura libre y espontánea de textos que se llaman entre sí, dejándose guiar por los
lugares paralelos, las reminiscencias, las armonías. Ella también incluye esa libertad plena,
sensible a las inspiraciones momentáneas del Espíritu. Sin embargo, ella favorece un carácter
más activo de búsqueda, para captar mejor un pensamiento del Señor expresado de diferentes
maneras. Es un “cocktail” espiritual.

- La lectura continua y más rápida de un texto más largo, de una unidad literaria que tiene su
propio mensaje.

Esta manera tiene la ventaja de hacernos penetrar mejor en la mentalidad bíblica, de mantener más el
sentido literal, de poder leer o redescubrir pasajes ordinariamente dejados de lado por ser menos
importantes, de hacer ver con una mirada nueva pasajes bien conocidos, ubicados así en su contexto más
amplio.

Es bueno aprovechar un tiempo más largo (por ejemplo un domingo) para zambullirse así en un texto, y, con
el espíritu liberado de toda otra cosa, beberlo con largos tragos para impregnarse de él. Se puede hacer esto
también todos los días (un evangelio se lee de un solo tirón en una o dos horas). Es un “refresco” espiritual.

- La lectura que es más una búsqueda, una interrogación del texto. Ella se caracteriza en
poner por obra todos los medios más metódicos, cuya gama es inmensa y varía según cada uno.

Será la búsqueda del mensaje propio de un libro, de un autor, con la ayuda de comentarios, etc.

Será la búsqueda de textos que respondan a una pregunta formulada, o a una luz que se quiera aprovechar,
su puesta en paralelo, su confrontación, recurriendo a comentarios, antiguos o nuevos, al texto original, etc.,
hasta que brote una luz más grande de vida que se imponga poco a poco en nosotros.

Este modo exige más esfuerzo y perseverancia, pueden pasar períodos más áridos, pero termina haciendo
penetrar más en el sentido profundo de la Biblia (ya no se “rastrilla” más, sino que se “cava” con el pico), y
haciendo penetrar más la Biblia en nosotros. Contribuyendo mejor a ofrecernos convicciones profundas,
estructura nuestra vida espiritual, siempre que este trabajo sea la expresión de una verdadera búsqueda
interior y no una simple curiosidad intelectual. Lo que tarda más tiempo en entrar, permanece todavía más.

No hay compartimentos cerrados entre estos diferentes modos. Se enriquecen mutuamente: la pausa
meditativa, que saborea un texto, vivifica la búsqueda más metódica y ésta permite dar toda su densidad
espiritual a un texto particular. A menudo de la meditación de un texto, o de su confrontación con otro, es
como brota la luz que responde a una larga búsqueda.
30

Estos modos también se complementan, porque cada uno podría tener sus desviaciones. Los temperamentos
afectivos que se contentarían con los primeros modos correrían el riesgo de ronronear sobre sus propios
pensamientos si no se sujetan a un estudio más ajustado del texto. Los intelectuales que no se enardeciesen
de vez en cuando con un pasaje, podrían evadirse en bellas síntesis que no repercutirían en sus vidas.

Condiciones de la “lectio divina”

Gratuita. No en el sentido de que no tenga un fin (cf. más abajo), sino en el sentido que la intención que la
anima trascienda todos los fines secundarios que no están directamente ordenados a alimentar nuestra vida
personal. Se podría incluso decir que esta intención, y su pureza, es la que hace que nuestra lectura sea
una lectio divina: ¿qué buscamos al fin de cuentas? En esto reside toda la cuestión.

A lo sumo, toda lectura puede volverse lectio divina si se hace en este espíritu, como, al contrario, la lectura
de los textos más sagrados no llega a ser una lectio divina si falta este espíritu. Un trabajo hecho con otro fin
(estudio, instrucción del prójimo) puede ser asumido así y volverse lectio divina; todo depende de la
intensidad y de la actualidad de nuestra búsqueda interior.

Personal. Ella responde a nuestro deseo de vivir nuestra vida más plenamente. Ella debe ser “personalizante”
y, por tanto, “interiorizada”. Debe permitir a “aquél que somos cada uno de nosotros” crecer en la verdad.

Espiritual. Es decir bajo la acción del Espíritu Santo. La lectio es una escucha con los dos oídos: el oído
exterior que escucha la Palabra en el libro, el oído interior que escucha lo que el Espíritu dice en el corazón.
De ahí la importancia de la oración antes de comenzar la lectio.

Vivida. Ella se inserta en todo el contexto de la vida. Debe haber allí armonía entre el texto leído y el
contexto vital para que pueda ser asimilado. Toda la vida conduce a comprender la Palabra (o a oponerse a
ella), y la Palabra debe impregnar toda la vida para que pueda desarrollarse el “gusto” de la lectio.

Exacta. Es decir, que ella sea verdaderamente “una escucha” objetiva de la Palabra. No se trata de hacerle
decir cualquier cosa, sino de escuchar lo que ella dice; y para eso es necesario un espíritu de humildad, de
pobreza: creer siempre que se tiene que aprender, recibir, revisar sus maneras de pensar.

En esta perspectiva es indispensable una lectura más metódica para responder a la necesidad cada vez más
intensa de verdad, que debe normalmente crecer en nosotros a medida que vamos madurando
espiritualmente para alcanzar una fe adulta.

Esta exactitud de la Palabra sólo puede encontrarse en referencia a su interpretación por la comunidad
eclesial. De aquí la importancia de los estudios. Estos no tienen otro fin que ponernos en contacto con la
Palabra actual de la Iglesia, fruto de su Tradición y de su vida en el momento actual. Ellos nos hacen leer la
Palabra de Dios “en Iglesia”. Es esencialmente con este fin que el monje prosigue sus estudios de Sagrada
Escritura, de teología, de patrología y demás… Cada uno debe entregarse a ellos en la medida de sus
capacidades. Más escolares en los tiempos de formación, ellos deben proseguirse toda la vida en un ritmo
apropiado para cada uno. La “acedia” está ligada a menudo a una falta de coraje para los estudios. Al
contrario, cuando el gusto espiritual está desarrollado y vivo, la frontera entre lectio y los estudios tiende a
achicarse. Los dos conducen a Dios.
31

Perseverante. Incluso cuando no se tiene ganas de comer, hay que alimentarse. Incluso cuando ciertos
alimentos son amargos, hay que tomarlos. Incluso cuando hay poco tiempo, hay que emplear el que se tiene.
Más se es fiel, más gusto se tiene… Menos se la práctica, menos se experimenta la necesidad.

Finalidad de la “lectio divina”

En el capítulo 73, san Benito nos pide que leamos la Escritura y los Padres para encontrar allí “una norma de
vida” y “un camino directo para llegar a nuestro Creador”.

El fin profundo y verdadero de la lectio divina es “evangelizar” poco a poco toda nuestra vida en su totalidad
(oración, trabajo, relaciones fraternas, comunitarias, sociales, la propia conducta, etc.), para ajustarse a los
“mandamientos del Señor”.

Para eso, primeramente, hay que impregnarse de su pensamiento, transformar poco a poco, por una lectura
asidua, nuestro espíritu y nuestro corazón según su Espíritu.

Esta lectura, al ser un contacto con la Palabra, es ya también un contacto con el Señor y una contemplación.
Es normal, y es bueno, buscar y gustar este gozo y esta plenitud del contacto con Dios. La Escritura nos es
dada “para nuestro consuelo” (Rm 15,4), pero más profundamente, ella es “una instrucción” (id.) para
enseñarnos a vivir. Ella es el alma de nuestra “conversión de costumbres”.

¿Qué hay que leer en nuestra “lectio divina”?

Todo lo que puede conducirnos a Dios puede ser materia de lectio divina.

Primeramente y esencialmente la Sagrada Escritura, que nos es dada a tal fin. Ella es la Palabra de vida,
aquella de la que se alimenta el hombre. Toda vida cristiana insuficientemente alimentada de la Palabra de
Dios, por un contacto directo, corre el riesgo de perder amplitud en particularidades intrascendentes.

Para mejor penetrar la Palabra de Dios, hay que leer la de los hombres que la comprendieron y vivieron: los
Padres, es decir, aquellos que han recibido la gracia de paternidad espiritual para irradiarla, sean estos de la
antigüedad o del siglo XX, desde el momento en que ellos están en el pensamiento de la Iglesia.

Por consiguiente, conservando la prioridad de la lectio divina en la Biblia, refiriéndose a ella incesantemente
y volviendo continuamente a ella, no querer a priori contentarse con esto. Esto sería una pretensión.

Conclusión

Situar bien nuestra lectio divina: ella se ubica exactamente en el eje de nuestra búsqueda de Dios.

De ahí su importancia para un monje que ha venido al monasterio justamente para buscar a Dios, es decir
que “continúa su carrera sobre el camino de los mandamientos divinos… sin apartarse nunca de las
enseñanzas de Dios… persevera hasta la muerte en el monasterio, participando, por la paciencia, de los
sufrimientos de Cristo para merecer tener parte también en su Reino” (final del Prólogo).

A aquél que, en su deseo, viene a golpear la puerta del monasterio, se le responde: “Ausculta”, “Escucha”.
Toda la vida de la comunidad, desde las enseñanzas del abad hasta las lecturas en común y las directivas más
32

particulares, debe colocarlo a la escucha de la Palabra. Pero es por su escucha personal de la Palabra, en la
“lectio”, que alcanzará su “estatura de hombre perfecto en Cristo” (Ef 4,23).

Bibliografía

J. LECLERCQ, Amour des lettres et désir de Dieu, Cerf. 1951, en particular pp. 71 y siguientes 23.

T. MERTON, Direction spirituelle et meditation.

“Tú, señor e hijo mío, atiende principalmente a la lección de las Escrituras divinas (cf. 1
Tm 4,13); pero atiende. Porque de mucha atención tenemos necesidad quienes leemos lo
divino, a fin de no decir ni pensar nada temerariamente acerca de ello. Y a la par que atiendes a
la lección de las cosas divinas con intención fiel y agradable a Dios, llama y golpea a lo
escondido de ellas, y te abrirá aquel portero de quien dijo Jesús: A éste le abre el
portero (Jn 10,3). Y al tiempo que atiendes a la lección divina busca con fe inconmovible en Dios
el sentido de las letras divinas, escondido a muchos. Pero no te contentes con golpear y buscar,
puesto que necesaria es de todo punto la oración pidiendo la inteligencia de lo divino.
Exhortándonos a ella el Salvador, no sólo dijo: Llamen y se les abrirá, busquen y encontrarán,
sino también: Pidan y se les dará (Mt 7,7; Lc 11,9)”24.

23
La traducción española lleva por título “Cultura y vida cristiana”.

24
ORÍGENES, Carta a Gregorio Taumaturgo, 4; Trad. de Daniel RUIZ BUENO
en: Orígenes. Contra Celso, Madrid, La Editorial Católica, 1967, p. 618 (BAC 271).
33

Tercera parte: El arte espiritual

La primera parte (Prólogo y cap. 73) ha establecido el camino personal como fundamento de la vida
monástica. El monje es ante todo un hombre que BUSCA A DIOS, es decir, que quiere cumplir la voluntad de
Dios siguiendo el camino del Evangelio.

La segunda parte ha trazado el marco general de la institución propuesta por la RB, en la cual se proseguirá
esta búsqueda personal para quien quiera comprometerse en ella. Este marco comporta entonces:

- una estructura fundamental de cohabitación vitalicia (cap. 1);

- un espíritu de servicio mutuo en vistas a una verdadera comunión de caridad entre los hermanos en
el amor de Dios (caps. 71-72);

- un ritmo de vida repartido en tres grandes actividades:

oración en común;

lectio;

trabajo.

La tercera parte trata sobre todo el CÓMO de esta vida. ¿En qué condiciones puede ser vivida? ¿Cuál es la
clave de la misma?

Se trata de la DOCTRINA ESPIRITUAL de la Regla, cuyos grandes ejes son:

la OBEDIENCIA

el SILENCIO

la HUMILDAD

la VIDA DE ORACIÓN.

La “doctrina espiritual”

La RB no es una construcción sistemática. Sin embargo, encontramos grupos de capítulos centrados sobre
todo en torno a un tema particular. Es el caso de los capítulos 4 al 7, que son como un resumen de la doctrina
espiritual de la Regla. Pero ellos no pueden ser aislados de los demás capítulos, e incesantemente hay que
relacionarlos con tal o tal pasaje.

Esos capítulos son el fruto de una larga experiencia, vivida por generaciones de monjes. El autor de la RB ha
recogido de sus predecesores los frutos de esta experiencia. Pero a su vez ha marcado fuertemente esta
tradición con su propia experiencia.

Cada generación debe hacer lo mismo. Si el marco de vida, que se ha descrito más arriba, es adoptado, es
bueno ponerse a la escucha de aquellos que ya han vivido la vida y la experiencia que ese marco condiciona.
Este modo de vida, en efecto, puede ser elegido o no: nadie está obligado a ello. Pero, una vez elegido,
comporta en sí mismo, como todo modo de vida por otra parte, un cierto número de leyes internas sin las
cuales no tendría sentido y se volvería inviable. La experiencia de aquellos que nos han precedido debe
34

ayudarnos a redescubrir por nosotros mismos las condiciones necesarias para llevar a buen término nuestra
propia experiencia en el contexto actual.

En el origen de la vida monástica hay, en efecto, una “tradición” en sentido activo, de los ancianos a los
novatos, de una “doctrina espiritual”. Por “doctrina espiritual” hay que entender no una enseñanza
especulativa ni un conjunto de reglamentos ya hechos, sino el fruto de una experiencia vivida, formulada en
algunas sentencias, recomendaciones, principios de vida más o menos elaborados, etc. Las reglas antiguas,
vividas antes de ser escritas, eran portadoras de tales experiencias tanto más cuanto que ellas no eran meros
textos legislativos que codificaban un modo de vida. La Regla de san Benito no es propiamente hablando ni
una obra de espiritualidad, que podría ser estudiada sin tener en cuenta su realización concreta, ni un código
de derecho, del cual las prescripciones deberían ser tomadas literalmente. Ella es la descripción de una
experiencia vivida en un tiempo y en un lugar precisos. No nos es más posible reproducir tal cual esta
experiencia. Pero su acierto particular hizo que se la tome como referencia fundamental por aquellos que
desean hacer una experiencia análoga. A través de ella nos ponemos a la escucha de una “doctrina
espiritual” que creemos todavía capaz de guiarnos.

V. LOS INSTRUMENTOS DEL ARTE ESPIRITUAL. RB IV

San Pacomio recomendaba a sus monjes “meditar”, es decir, repetir a menudo mentalmente versículos de la
Escritura que debían alimentar su vida a lo largo de las jornadas. Contaban incluso con colecciones enteras
que se transmitían de comunidades a comunidades, con variantes. Esta costumbre rebasaba el mundo de los
monjes. Era un hecho ampliamente expandido en un mundo de tradición “oral”. Las “Reglas morales”, para
uso de todos los cristianos, redactadas por san Basilio, son una colección de este tipo, por ejemplo. Hoy
todavía, la repetición de máximas y slogans muy impactantes es ampliamente empleado por todo el mundo
de la propaganda y la publicidad. La encontramos también en ciertos métodos de meditación inspirados por
el Oriente, por ejemplo en la práctica del “mantra”.

El capítulo 4 de la Regla de san Benito pertenece a este tipo de colección. No es original. Salvo cuatro o cinco
versículos que le son propios, el autor retoma, con muy rpocas variantes, la lista que le viene de la tradición,
en particular por la Regla del Maestro.

¿Hay que considerar esta lista como normativa? Ella es representativa de la espiritualidad cristiana de una
época; ¿no requeriría por tanto otra lista más representativa de la espiritualidad de nuestra época?
Encontraríamos seguramente casi los mismos temas, pero sin duda con acentuaciones diferentes, las que el
Espíritu sugiere a la Iglesia de hoy. Este capítulo, en efecto, es particularmente importante como ejemplo de
lo que puede y debe ser la lectio divina. Es fácil advertir que la mayor parte de estas sentencias están
tomadas de la Biblia. Esta colección es el fruto de una lectura atenta de la Escritura para “encontrar allí una
rectísima norma de vida humana”, como dice el capítulo 73, y a la cual invita a los monjes. Cada uno, a lo
largo de su vida, debería constituirse él mismo, a partir de su lectio, en una colección de “palabras” que lo
hacen vivir, sea esta colección escrita o no, formulada o no. Y a partir de cada hermano, la misma comunidad
es la crea de este modo un repertorio de “palabras” que dan forma a su oración y a su búsqueda de Dios. La
liturgia, en sus posibilidades de creación, debería ser el lugar donde, sin sistematización, se escuchen estas
“palabras” amadas por todos.
35

¿Entonces hay que concluir que la lista de la RB no tiene nada que enseñarnos? De hecho, la mayor parte de
estos “instrumentos” no son específicamente monásticos. Sin embargo, su agrupamiento, su elección, no
carecen de relación con la experiencia de vida descrita por la Regla. Es por eso que, incluso conservando una
cierta libertad en relación a esta lista, podemos discernir allí un cierto “espíritu” propio de nuestra vida. Se
trata de vivir los mismos principios cristianos que los demás cristianos, pero en el marco de la vida particular
que se ha elegido.

Aparte de algunos reagrupamientos de temas, por lo demás bastante imprecisos, es imposible hacer un plan
lógico de este capítulo. Esta ausencia de orden confirma bien la impresión de encontrarnos ante una
antología de colecciones colocadas una detrás de otra.

Con todo, es posible encontrar allí las diferentes acentuaciones propias de la Regla: por una parte, por
ejemplo, todo lo que se refiere particularmente a la búsqueda personal de Dios en la línea del Prólogo y del
Epílogo; por otra, aquello que compete más a la vida en común, a las relaciones con los demás, a la
obediencia, etc.

Notemos la mención de Cristo, que vuelve una y otra vez como un estribillo.

Cada una de estas sentencias debe ser leída y releída en función de la propia experiencia. Su verdadero
comentario se encuentra en todo el resto de la Regla.

***

El fin del capítulo (vv. 75-78) podría ser considerado como una de las definiciones posibles de la vida
monástica.

Se trata de:

“el arte espiritual”,

ejercido día y noche,

en la perspectiva de la fe cristiana,

en el interior del marco monástico.

“El arte espiritual” (v. 75)

Al igual que algunos hombres organizan toda su vida en función de su “arte” (sea el que fuere...), lo mismo la
RB, que es vista como una “escuela”, organiza la entera vida en función de este “arte” particular llamado
“espiritual”. Tanto en el plano individual como en el colectivo, todo ha sido dispuesto en torno a estos valores
espirituales descritos en la lista del presente capítulo. Por consiguiente, todo le estará sometido y
subordinado, incluso la vida temporal y sus necesidades. A menudo la RB hará al abad responsable de esta
rectitud de orientación. Dicho de otro modo, el fin de cada uno y de todos es la conversión del corazón según
la Palabra de Dios.

La expresión “arte espiritual” es antigua. Tenía originalmente un sentido mucho más rico y pleno que el que
puede evocar hoy día. Designa todas las actividades por las cuales nos volvemos maleables al Espíritu, y que
son al mismo tiempo obra del Espíritu en nosotros: desde las obras caritativas (vv. 14-19...), la lucha contra
los instintos (vv. 3-7) o la ascesis (vv. 35-38), hasta la búsqueda de la caridad (vv. 22-23) y la perseverancia en
36

la oración (vv. 55 y ss.), etc. Es lo que los antiguos llamaban la “vida activa”. No es sino más tarde que aparece
la distinción entre vida “activa”, que designa sobre todo las obras caritativas y apostólicas, y vida
“contemplativa”, designando más la ascesis y la oración. Esta distinción, demasiado materializada, ha sido
perjudicial.

La RB habla de los “instrumentos” del “arte espiritual”. Los medios son separados del fin. Todo arte se sirve
de instrumentos. Pero entre los “instrumentos” y la obra obtenida, tenemos todo el “arte” de quien se sirve
de él. Más allá de todos los instrumentos, métodos, técnicas, etc., está la realidad personal imponderable
que hace todo y es reveladora del genio de cada uno. Aquí el gran maestro es el Espíritu Santo. Todo lo que la
Regla puede proponer no es sino un medio para entrar en su escuela. Es lo que su autor subrayará al final del
capítulo 7. El carácter a la vez limitado y abierto que él da a su Regla al terminarla (cap. 73) jamás debe ser
olvidado.

Ejercido día y noche

Lo que el marco de la vida monástica puede aportar de particular es una conciencia más despierta. Cada
hombre, cada cristiano tiende a esta conciencia. El monje tiene menos excusas que los demás de perderse en
la “diversión”, en el sentido que Pascal da a esta palabra. Conciencia que no hay que tomar en el sentido
moral, sino mucho más como camino hacia la unidad personal, acceso a la libertad interior.

En la perspectiva de la fe cristiana

Aquí el autor de la RB contrasta ampliamente con el texto tradicional que él debía tener ante sus ojos. La RM,
en efecto, hace un largo desarrollo, dentro del gusto de la época, sobre los gozos del cielo. La RB lo
reemplaza con el versículo de san Pablo, subrayando nuestra imposibilidad de concebir cualquier imagen del
más allá. Sobre este tema el Padre de Vogüé hace una observación muy importante:

«Absteniéndose de este modo de describir los gozos del paraíso, Benito difumina el fin
trascendente de la vida monástica. Si los instrumentos de las buenas obras tienen todavía por
recompensa la vida eterna, evocada en los términos completamente apofáticos de san Pablo, la
escala de la humildad (cap. 7) no culmina más allá, sino solamente en la caridad perfecta aquí abajo.
El fin terrenal del progreso espiritual se pone de este modo en valor. Paralelamente, el agregado final
del Prólogo hace esperar una expansión del amor que hará fácil la virtud. Allí también Benito agrega
a la esperanza escatológica, de la que encontraría la formulación en el Maestro, la esperanza de un
progreso en esta tierra. En el otro extremo de la Regla, el epílogo oscila igualmente entre los dos
fines, no sin insistir un poco más, en resumidas cuentas, sobre la perfección a alcanzar aquí abajo.

Esta valorización de la vida espiritual en este mundo no concierne solamente a los individuos.
Cuando Benito, sobre todo hacia el final de su Regla, insiste sobre las relaciones fraternas y busca
instaurar toda la vida cenobítica en la caridad, reconoce implícitamente a la comunidad un valor
distinto a la de una simple “escuela-que-prepara-a-cada-discípulo-para-el-más-allá”. En el plano
37

colectivo, como en el plano individual, propone (más claramente que el Maestro) un fin que debe
realizarse en la tierra»25.

Más que nunca, sin duda, la Iglesia toma conciencia hoy del alcance terrenal del Evangelio, que no sólo es un
mensaje de salvación para el más allá sino también para la vida de la humanidad en este mundo. Es
interesante constatar ya en la RB esta acentuación realista de la vida espiritual. Nos recuerda que debemos
todavía proseguir esta búsqueda. ¿Qué tipo de hombre queremos realizar? Es la pregunta que plantea el
presente capítulo. El tipo de hombre formado por la vida monástica ¿puede ser un testimonio para los
hombres de hoy en favor del Evangelio como factor de transformación del mundo? Las comunidades
benedictinas han sido anteriormente centros de humanización. En el mundo actual, en busca de un nuevo
estilo de vida, ellas deberían aportar su contribución, como lo proponía Pablo VI en su discurso en
Montecassino.

En el interior del marco monástico

“El taller... es el claustro”: nota específicamente benedictina en su concepción de la comunidad. Se trata


primeramente de la presencia “física” en el monasterio. Si la “cohabitación” es uno de los elementos claves
de esta comunidad, es evidente que aquel que no participa de este juego, tampoco vive realmente la
experiencia del mismo. Por otra parte, esa presencia material no tiene valor en sí, si el claustro no es
realmente considerado como un “taller”, donde uno se entrega “diligentemente” al trabajo para el cual está
hecho: el arte espiritual. Esta presencia no debe pues tomarse en un sentido negativo (ausencia por salidas),
sino en un sentido positivo: una elección hecha para consagrarse enteramente a la obra que se ha elegido (cf.
cap. 16 del presente comentario).

“La estabilidad en la comunidad”: debe diferenciarse de la presencia física. Se trata del compromiso de por
vida con los hermanos. Lo cual evidentemente tiene un valor muy diferente. El voto de estabilidad,
característico de la vida benedictina, se apoya sobre este compromiso. Habrá que volver de nuevo sobre esto
a propósito del compromiso de los nuevos hermanos. Delante de Dios, los hermanos se comprometen
mutuamente, y de por vida, a proseguir, sin ánimo de volver hacia atrás, la construcción de una comunidad
de caridad evangélica. Ésta puede entonces volverse uno de esos centros de “edificación del pueblo
cristiano”, del que ya hablaba el Concilio (V.R. nº 8).

VI. LA OBEDIENCIA (RB 5 y 68)

El capítulo precedente (RB 4) era una colección de sentencias y de máximas sin orden. Es difícil, en efecto,
reducir una sabiduría espiritual a un sistema coherente. Sin embargo, es posible desprender de allí algunos
valores fundamentales. Es lo que hace aquí la RB poniendo más en evidencia el tema de la obediencia.

“El primer grado de humildad es una obediencia sin demora” (RB 5,1). La humildad de la que se trata aquí
debe tomarse en sentido amplio. Ella abarca casi todo lo que el capítulo precedente llamaba el “arte
espiritual” y que es el objeto propio de toda esta secuencia. Esto vendría a decir que para la RB, la obediencia
25
La Règle de saint Benoît , t. 1, SC 181, pp. 65-66 (los pasajes en cursiva no están
así en el texto del P. de Vogüé).
38

es el primer medio del arte espiritual, la base de toda la espiritualidad que ella propone. Es la obediencia la
que va a poner en juego los instrumentos del capítulo precedente. Es difícil permanecer honestamente fiel a
la RB sin reconocer este lugar primordial que le concede a la obediencia.

La misma palabra, obediencia, es muy fuerte. Hoy en día es objeto de fuertes cuestionamientos. Es por ello
que es necesario un esfuerzo de comprensión para superar la palabra y alcanzar la realidad espiritual que
designa en la RB.

No es la primera vez que aparece esta palabra. Desde las primeras líneas del Prólogo ya estaba presente. Allí
tenía un sentido muy amplio, indicaba una actitud de “escucha”. Escucha de la Palabra de Dios en primer
lugar, pero también de todas esas palabras humanas por las cuales Dios puede hacerse escuchar. Escucha
que es superación del egocentrismo, de la “voluntad propia”, para utilizar la expresión de la Regla. Actitud ya
próxima de la actitud de “fe”, de la cual es como el sustrato humano. Porque la fe es ante todo “escucha del
Otro” y disponibilidad para cumplir su Palabra.

En la descripción “utópica” de la comunidad (caps. 71 y 72), la misma palabra obediencia retorna, no


incidentalmente, sino para mostrar “el camino que lleva a Dios”. Tenía ya un sentido más restrictivo: señalaba
la escucha de los demás, haciendo de esta escucha de todos los hermanos una disponibilidad que se abre
hacia la “caridad” fraterna auténtica, centro de la vida de comunidad, participación en el amor de Dios
mismo.

Aquí vuelve en su sentido más preciso, aquel que se le da habitualmente: la obediencia como respuesta a un
mandato.

Sin forzar los textos, parece que este capítulo tiene sobre todo en vista la relación de obediencia a una
persona, más que la obediencia a una ley o a un código común. Es verdaderamente el acto consciente de un
hombre que ejecuta la voluntad de otro, del que reconoce la autoridad sobre él. Ahora bien, justamente es
esta forma de obediencia la que más se cuestiona hoy en día, sobre todo cuando ella es introducida en una
vida de comunidad que se siente fraternal y libremente elegida.

***

En primer lugar, hay que situar este capítulo en el nivel que le corresponde. Toda esta sección de la RB es
propiamente hablando de estilo sapiencial. No se trata ni de una teología de la obediencia, ni de un
directorio, sino de una doctrina espiritual que se sitúa como en medio de los dos.

Una doctrina espiritual apunta a una actitud del alma, a un espíritu. Este espíritu puede
mantenerse idéntico incluso si está apuntalado por una teología diferente a la obediencia que
condicionaría una práctica diferente, otro comportamiento. Se ha hecho notar que estas líneas, más que
otros pasajes de la RB, se aproximan a la doctrina de los “Padres del desierto”: han conservado algo de su
espíritu por intermedio de Casiano. Ahora bien, las “palabras de los Padres” no trasmitían ni un saber, ni un
código de vida. Transmitían unaexperiencia de vida para iluminar al discípulo sobre su propia experiencia de
vida. Es por esto que siempre tienen algo que decirnos pues, si las mentalidades y los condicionamientos han
cambiado, queda entre ellos y nosotros una comunidad de experiencia. Ya que este capítulo quinto, a través
de una descripción detallada, apunta más a una actitud del corazón, puede también tener todavía algo que
decirnos, incluso si no tuviéramos la misma teología de la obediencia, ni el mismo comportamiento práctico.
39

Hay entonces una manera particular de “escuchar” estas líneas. “Inclina el oído de tu corazón”, decía el
Prólogo, y situaba enseguida el nivel de su interpelación. Se trata de una “escucha espiritual”. Eso quiere
decir que yo debo escuchar en referencia constante con mi propia experiencia, la que estoy viviendo. Si la RB
no puede ser puesta en el mismo plano que la Escritura, ella es sin embargo leída, en estos capítulos en
particular, con la misma actitud: por ella, Dios vuelve a unir mi propia vida; en la órbita del Espíritu, yo
escucho lo que Dios me dice hoy. De ahí salen dos consecuencias: esta “escucha” no acaba nunca, puesto
que la vida y la experiencia que yo hago, mi búsqueda de Dios, no acaban nunca. A cada paso de mi camino,
estas líneas tendrán un nuevo sonido, pues yo mismo habré sido cambiado por las experiencias hechas. Estas
páginas deben cuestionar mi vida sin cesar, y mi vida debe cuestionarlas para descubrir en ellas el verdadero
mensaje. Otra consecuencia: estamos aquí en el plano de la conciencia personal, en lo que ella tiene de más
íntimo y donde nadie puede penetrar. Estas líneas no pueden ser entendidas verdaderamente que por sí
mismas, porque nadie puede realmente comprender lo que otro vive a este nivel. Signos y síntomas
exteriores son visibles, pero no permiten inferir más allá. Inversamente, nadie puede impedir, sea quien
fuere, vivir o intentar vivir lo que se dice en estas páginas.

Última observación, que surge del carácter propio de este texto y de su género literario: su valor educativo.
Fruto de una larga experiencia, ofrece un medio seguro a aquél que quiera aceptarlo. En todo tiempo, esta
ascesis de la obediencia ha sido vista como el conocimiento elemental de la formación monástica para
eliminar los vicios y dilatar la caridad. Practicándola es como se descubre su valor y su eficacia, que se
manifiestan sólo cuando se la cumple. Supone al principio un acto de fe para entregarse a una formación que
puede transformarnos profundamente.

Se pueden distinguir en este capítulo quinto como tres niveles, correspondientes casi a tres parágrafos, sin
endurecer, por supuesto, esta división26:

- una descripción de la obediencia sin demora;

- las motivaciones de esta obediencia querida por los cenobitas;

- la cualidad de esta obediencia.

RB 5. La obediencia sin demora (vv. 1-10)

La RB multiplica las precisiones: sin demora…, pronta…, sin sufrir dilación…, dejando al momento sus
asuntos…, abandonándolos sin acabar…, en alas de la obediencia…, en un solo momento se suceden la orden
y la obra…, etc.

Es difícil ser más explícito. Todo este texto suscita un impulso vigoroso que pone en movimiento sin dudar.
Una verdadera experiencia monástica implica la experiencia de tomar literalmente esta exigencia de la RB. Es
la única manera de entrar en su espíritu. Nadie puede hacer este camino en lugar de otro.

Tomando y retomando este camino, con el saber de experiencias precedentes, se comprende aun más el
sentido. Esta rapidez en la ejecución de la que habla la RB no es, en efecto, la precipitación exterior. Ésta no
26
A. de VOGÜE, La communauté et l’abbé, p. 248.
40

es siempre la mejor forma de obediencia. Puede incluso tomar la delantera y dejar pasar al costado el fin,
que es ante todo la apertura hacia el otro por amor. Una obediencia no reflexionada puede dejar intacta una
actitud centrada sobre uno mismo y su propia perfección. Además, esta actitud puede finalmente reducir la
obediencia a puntos menores que, por sus precisiones, favorecen justamente esta obediencia inmediata y
puntual. Ella puede impedir ver actitudes de obediencia mucho más comprometidas y que exigen mayor
atención de espíritu.

La obediencia “sin demora” es aquella que recibe en un solo momento lo que se dice, la que se despoja de
todos esos obstáculos del orgullo, del egoísmo, de la susceptibilidad que nos impiden incluso a veces ser
alcanzados por lo que se nos pide; se llega incluso a no escuchar más. La obediencia “sin demora” de la que
se trata aquí es aquella que da la verdadera libertad interior, la libertad frente a sí mismo, la verdadera
disponibilidad. Y al mismo tiempo, es el camino que conduce a esta libertad. En este sentido, es educadora,
formadora.

Esta verdadera disponibilidad no suprime las demoras necesarias para una verdadera obediencia
responsable. Es mejor no lanzarse demasiado pronto, inclinando la cabeza, en una obediencia inmediata, y
avanzar, en cambio, delante de Dios, en conciencia, resueltamente, pero a su ritmo, en una obediencia
“personal”. Para el orden exterior de una comunidad es sin duda menos eficaz, pero ayuda a formar
comunidades más sólidas. La obediencia no tiene como primer fin la buena marcha de una comunidad, sino
la expansión de la caridad en los corazones. No se trata en este capítulo de la organización o del gobierno de
la comunidad, lo que se hará más adelante, sino de una doctrina espiritual. Hay que tomar conciencia de la
presión de un grupo social para el cual la obediencia es un valor de base. La obediencia puede entonces
volverse prácticamente el medio más o menos consciente de una buena inserción en el grupo y ser
conducida a la simple necesidad vital de toda vida en sociedad. Sin negar este aspecto cierto de la
obediencia, ésta debe ser ante todo el camino personal de aquél que se compromete en el seguimiento de
Cristo. De ahí la importancia de precisar las motivaciones de la obediencia.

Las motivaciones de la obediencia

La obediencia del monje es elegida y querida. La RB ofrece aquí una de las definiciones del proyecto
monástico. Los monjes son hombres que, “no viven a su capricho ni obedecen a sus propios deseos y gustos,
sino que andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los monasterios y desean que los gobierne un abad”
(RB 5,12).

Esta es una de las frases claves de la Regla, en plena armonía con lo que ya se ha dicho. La RB propone a
aquél que quiere vivir verdaderamente el Evangelio, el medio muy particular de una vida de comunidad muy
fuerte, bajo una regla y un abad (cap. 1), favoreciendo la salida de sí mismo y la apertura a los demás (caps.
71 y 72). Ya al final del Prólogo, se había dicho que todo sería organizado en vistas de “la liberación de los
vicios y el buen desarrollo de la caridad”, lo mismo al final del capítulo séptimo. Lo que se dice aquí es la
actitud normal de aquel que, libre y lealmente, elige este medio, el de la RB, entre muchos otros que podría
escoger. Pero adoptar este medio objetivo de la RB no basta. Una actitud interior y subjetiva debe
41

corresponder a esto. De esta actitud se trata aquí. Ella es un don del Espíritu. Se ha podido hacer de ella el
carisma propio de la vocación monástica27. Sin él, esta vida podría volverse destructiva de la personalidad.

Desde los orígenes, en efecto, el deseo de encontrar un “padre espiritual” ha impulsado en los cristianos la
búsqueda de un hombre de Dios que los ayude a salir de su egoísmo, y a quien ellos pudieran remitirse para
trazar su camino espiritual. Se unían así a una larga tradición bíblica e incluso, más lejana todavía, a una
tradición de sabiduría casi universal 28.

Este ponerse uno mismo en manos de otro era mirado, en el desierto, como el medio radical para evitar las
ilusiones de repliegue de sí por el egoísmo o por el orgullo, y para asegurarse el hacer la voluntad de Dios y
no la suya propia. Los relatos y las palabras de los “Padres” son a menudo simples variaciones sobre este
tema. El cual se encuentra igualmente en la tradición cenobítica, y en particular en las primeras palabras del
Prólogo de la RB. Pero situado ahora en el marco institucional de una comunidad cenobítica. El tema de la
paternidad del abad experimenta entonces una modificación profunda. Lo que era “docilidad espiritual” se
convierte en una “obediencia” en sentido estricto, pero conservando la misma doctrina espiritual. De esto
dimanarán serios inconvenientes. Lo veremos cuando hablemos del abad.

Aparentemente hoy somos más alérgicos a esta presentación. Toda idea de “ponerse en manos de otro”,
sobre todo en materia de “juicio”, nos choca. Estamos legítimamente mucho más atentos a la conciencia y a
la responsabilidad personal. Un mejor conocimiento de nuestras motivaciones inconscientes nos vuelve
desconfiados hacia un deseo más espontáneo de obediencia, que escondería una cierta renuncia o
abdicación de nuestras responsabilidades. Una crítica más atenta de este deseo es, por tanto, necesaria. Sin
embargo, no debe llegar a negar este otro aspecto de la madurez que las mismas ciencias humanas, para
permanecer en ese nivel, subrayan también cada vez más: la capacidad para un hombre de hacerse controlar,
de poder exponer a otros sus propias motivaciones, de aceptar no ser el único juez de su propio caso. Vemos
hoy desarrollarse las instancias de “supervisión”, de “diálogo”, de “intercambio”, que responden a esta
renuncia del hombre, muy particularmente cuando se trata de decisiones o de opciones de vida que
comprometen más. Van en este sentido los esfuerzos actuales hacia todo lo que se llama de cerca o de lejos
“revisión de vida”. Lo que en otro tiempo era requerido más a una relación personal, ahora es más requerido
a una relación grupal.

Un restablecimiento análogo hay que hacer desde el punto de vista de la fe. La obediencia es presentada
como lo que asegura el hacer la voluntad de Dios: “En cuanto el superior les manda algo..., como si Dios se lo
mandara... Porque la obediencia que rinde a los mayores, a Dios se rinde” (RB 5,4. 15). Aquí también, ya no
vemos las cosas tan simplemente. Tenemos una concepción más amplia de la voluntad de Dios y de su
búsqueda. Había, subyacente a esta espiritualidad, una teología que no es del todo la nuestra, y sobre la cual
habrá que volver con más tranquilidad. Pero aquí también la crítica que debemos hacer no puede llegar a
negar este auténtico movimiento espiritual que entrevé un valor propio en la misma obediencia.

27
Dom Gabriel BRASÓ, osb, Carta a las comunidades del 7-2-1975, retomada
en L’humble et noble service du moine , Vie Monastique nº 10, Bellefontaine, 1980,
pp. 74-77.
28
Cf. Hervé BRIAND, “La paternité spirituelle: enracinements bibliques”, en La
Paternité spirituelle, Séminaire de maîtresses des novices cisterciennes, Laval 1974.
42

En efecto, lo mismo que hay una pobreza “voluntaria”, que va más allá de lo que pide una simple libertad
frente a los bienes y busca por amor la pobreza en sí misma, hay también una obediencia “voluntaria” que va
más allá de lo que sólo necesitaría la vida común y la búsqueda de un control para evitar los errores. Esta
búsqueda voluntaria no es forzosamente mórbida, puede ser un auténtico movimiento espiritual. Esta
obediencia “es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a Cristo” (RB 5,2).

Esta última motivación, que aparece en los primeros renglones del capítulo, es la motivación última, sin la
cual la obediencia de la que se trata aquí no tendría más sentido, o más bien toma otro sentido. La
obediencia en sí es sólo un medio, no es sino “la senda angosta que conduce a la Vida” (RB 5,11). Está en
corazón del instinto espiritual que nos impulsa a la sequela Christi. Nos hace participar en la misma vida de
Cristo y nos compromete en su seguimiento, en una comprensión sin cesar renovada de lo que fue realmente
la obediencia de Jesús, tal como podemos entenderla hoy siguiendo los trabajos exegéticos de estos últimos
años. La obediencia religiosa no queda reducida a una simple sabiduría humana. Ella participa de la “locura”
del Evangelio. Es obra del Espíritu en nosotros, es su cualidad propia.

La cualidad de la obediencia (vv. 14-19)

“Esta misma obediencia será agradable a Dios y dulce a los hombres” (RB 5,14). La obediencia no es algo
molesto impuesto por Dios a los novatos. Este párrafo de la Regla deja de lado la concepción de una
obediencia hecha para probar, como para contrariar expresamente, o teniendo una nota penitencial,
expiatoria, satisfactoria. El criterio de la verdadera obediencia es la alegría del hombre, del hombre que
obedece.

Ella brota del corazón, está en el impulso profundo de la vida, aquel que encontramos sin cesar en el corazón
del monje. Cada página de la RB que trata uno de los aspectos importantes de la vida monástica la enraíza
siempre en este impulso, este celo del cual hablará a propósito de la admisión de los nuevos hermanos. No
es del todo suficiente decir que, para la RB, la obediencia debe ser asumida plenamente. Más que eso, ella
está en la misma línea del deseo más profundo. Es la búsqueda de la Voluntad del Padre y de su Obra a
cumplir. En su mirada, ella se amplía a las dimensiones de esta Obra. Para retomar la palabra de Cristo
mismo, se vuelve un alimento (Jn 4,34). Y es por esto que también ella es la fuente de gozo, como lo es para
el mismo Cristo, incluso si igualmente nos asocia a su pasión. “Dios ama al que da con alegría”, es decir con
amor...

Si, por el contrario, hay distorsión entre la actitud exterior y la actitud interior, la obediencia no tiene valor. Es
más, se vuelve perjudicial, no sólo para aquel a quien ella lo hace “doble”, sino también para la comunidad.
Es difícil, en efecto, que esta distorsión no se manifieste hacia afuera, de un modo u otro. Es el mal celo de
amargura que la Regla pone de manifiesto como el peor peligro para la comunidad: aqueja a lo que es el
motor: el don gozoso y sin doblez de sí. Toda falta de obediencia, sin embargo, no tiene este carácter
corrosivo. Puede ser el signo de una lucha interior o de una dificultad que exige respeto y esfuerzo de
comprensión, para sí mismo en primer lugar, y después para los demás.

RB 68
43

Este texto es propio de la RB. Es muy representativo del espíritu de la Regla y de su preocupación
por personalizarla vida monástica. El respeto a la subjetividad de las personas, de su accionar consciente y
libre no se encuentra a este nivel en las demás reglas monásticas de la época 29. Lo que sólo es un esbozo en
la RB, hoy se encuentra amplificado por todo un contexto cultural nuevo.

Una primera lectura podría hacer aparecer este capítulo como más exigente y más radical que el capítulo
quinto. En realidad, no agrega nada a las exigencias ya expuestas. Al contrario, introduce allí toda una
dimensión de diálogo y de relaciones humanas que no aparecen en el primer texto. Este no dejaba ningún
espacio entre la orden y la ejecución. En cambio, previsto para casos más graves, casos límite, este capítulo
esclarece los demás textos concernientes a la obediencia “sin demora” en el sentido expresado más arriba.
Hay que notar, en efecto, que el capítulo 68 se encuentra en esa sección de la RB que está más
personalmente atribuida a su autor, mientras que el capítulo quinto es mayormente el reflejo de una
tradición. El que ha escrito estas líneas ha aprendido más de la experiencia que de la tradición.

“Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles... (v. 1)”. Todo el capítulo deja
completamente en la vaguedad la naturaleza de la autoridad interviniente. Los términos empleados
muestran bien, sin embargo, que se trata de una autoridad reconocida oficialmente en la comunidad. No se
trata aquí de la obediencia a los hermanos, sino de la obediencia en sentido estricto, como en el capítulo
quinto. Todos los términos son los de “mandato”, “orden”. Pero el punto de vista que queda es únicamente el
del hermano que obedece, no el de la autoridad que manda. Es el hermano el que estima, como se dirá más
adelante, que esta obediencia es difícil o imposible. Esta apreciación es relativa a “sus propias fuerzas”. Aquí
aparece pues la importancia dada a la subjetividad. Aquél que recibe la orden no es una máquina
automática. Reacciona como hombre, con su propio juicio, sus opciones, sus deseos, su sensibilidad.

¿De qué imposibilidad puede tratarse? La vida concreta de una comunidad no está exenta de situaciones en
las que el peso o las exigencias parecen estar por encima de tal o cual. Ellas se presentarán sobre todo con
ocasión de un trabajo del que no se puede, o no se puede en absoluto, soportar el peso, de una colaboración
que afronta características demasiado incompatibles, de una orientación dada que choca con convicciones
profundas o con todo un ambiente de sensibilidad, etc. Parece en ciertos momentos que “no se puede más”
aceptar eso, soportarlo. Excelentes razones pueden incluso venir a confirmar esa imposibilidad.

La primera actitud es la del capítulo 5: una disponibilidad fundamental que permite acoger lo mandado y un
esfuerzo por calmar en sí mismo la indignación (mansuetudine). Luego, y éste es el aporte muy particular de
este capítulo, se prevé un diálogo. Las condiciones de este diálogo están descritas sin omitir la elección de un
momento favorable. El superior es también un hombre cuya subjetividad debe tenerse en consideración. Este
espacio que se concede al diálogo hoy no nos sorprende. Incluso no concebimos de otro modo la obediencia
religiosa. La misma Iglesia, sin quitar nada de las exigencias de la obediencia, lo hace entrar cada vez más en
el marco de una colaboración fraterna, de una búsqueda conjunta de la voluntad de Dios 30[2]. Aun más, este
diálogo forma parte de una verdadera obediencia, como la que señalamos más arriba. A menudo hay que
aclararle al superior cuáles son las consecuencias de su mandato, las cuales él no puede llegar a medir.

29
Cf. A. de VOGÜE, La communauté et l’abbé, pp. 487 ss.

30
Perfectæ Caritatis, nº 14.
44

“Si el superior mantiene su decisión... (v. 4)”. El diálogo fraterno no suprime en nada los roles recíprocos. La
decisión última es la del que tiene autoridad. Hay entonces de verdad dos voluntades humanas presentes
que en nada son contrarias sino en el hecho de que una tiene “autoridad” sobre la otra.

El final del capítulo 68 es una de las maravillas de la RB. En breves palabras se podría decir que contiene todo
el espíritu de la Regla.

“Tenga por cierto...” (v. 4)31. Esta expresión a menudo empleada en la RB tiene un sentido muy fuerte. Señala
una convicción consciente y voluntariamente asumida que desemboca sobre una decisión y se apoya sobre
un acto de fe.

“Que así le conviene...” (v. 4). No es la misma orden la que, cueste lo que cueste, debe ser reconocida como
buena. No se trata de una obediencia de la capacidad de juzgar, que haría ver blanco lo que es negro. Es el
acto de obediencia el que, en este caso, será un bien para el hermano, en lo que concierne a su propia vida
espiritual y, también podría agregarse, el bien espiritual común de todos.

“Por caridad...” (v. 5). Al igual que en la mayoría de los casos semejantes, donde el término “caritas” se
emplea, se trata aquí en primer lugar del amor fraterno. Es dar toda su luz a la decisión de obedecer. No por
una decisión resignada, o incluso de rabia contenida. Todos esos sentimientos, que pueden remover
legítimamente el corazón del hombre en esta situación, deben ser poco a poco exorcizados por el amor
fraterno hacia aquél que ordena y también hacia todos aquellos a los que atañe esta decisión. A veces es
necesario un largo tiempo para llegar a amar verdaderamente una orden a la cual se obedece en una lucha
difícil consigo mismo.

“Confiando en el auxilio de Dios...” (v. 5). Es el último móvil, un acto de fe en Dios. Todo monje debe esperar,
en cualquier momento, tener que hacer uno de esos actos de fe, que le hace descubrir otra luz de la fe. A
veces será en ocasión de una situación espectacular, y otras permanecerá en lo secreto de Dios, en
situaciones aparentemente mínimas pero muy sentidas.

“Obedezca” (v. 5). La RB parece no dejar ninguna salida. Abre un camino muy grande por donde cada uno se
comprometerá según la vitalidad de su impulso espiritual. “He aquí el camino de la salvación; si te agrada, ve
y Dios te dará la mano, pero si tú no quieres, ya verás; porque cada uno tiene su libertad para hacer lo que
quiere... Elige entonces lo que tú quieres 32”.

¿Debe ser la obediencia en todos los casos y en todas las situaciones la única actitud? ¿No debe en ciertos
casos ser rechazada? La experiencia de la Iglesia, la toma de conciencia de la responsabilidad personal, nos
obligan hoy a ampliar los datos de la RB. Por otra parte es notable que la RB, en los capítulos 2 y 5, ha
omitido deliberadamente dos pasajes de la RM que predicaban el traspaso total de toda responsabilidad del
inferior al superior. Para la RB, la obediencia no suprime toda responsabilidad. Ésta permanece entera
respecto a la Ley de Dios y de su Cristo, que ninguna autoridad humana puede hacer olvidar.

31
Sciat: sepa; o: crea, comprenda (N.d.T.).

32
BARSANUFIO Y JUAN DE GAZA, Correspondencia, Carta a un hermano diácono , nº
237 (Solesmes, 1971, Lettre à un frère diacre, p. 189).
45

Pero esto exige una profundización doctrinal y teológica de la obediencia religiosa que no puede ser
abordada aquí.

“La regla puede debilitarse a fuerza de interpretaciones. La sal se vuelve


insípida. La relajación es lo que más daña a la obediencia. Al igual que la
goma, se le puede dar una forma tan elástica que la voluntad de los
subordinados, como también quizás la del superior, rebota como si
realmente fuera de goma y no de la substancia del Espíritu Santo, dura y
clara como el cristal. De esta obediencia alterada se desarrollan una tibieza
general, el hastío y el tedio” (Adrienne von Speyr)33.

VII. SOBRE LA PALABRA (RB 6, 7, 42, etc.)

A propósito del capítulo sexto de la RB, se habla a menudo del silencio. Es reducir considerablemente el
sentido de este capítulo. En el sentido estricto del término, sólo se habla del silencio en los capítulos que
tratan más directamente sobre la organización de la vida comunitaria, por ejemplo a propósito del silencio
nocturno (42) o del silencio en el refectorio (38; ver también los capítulos 48 y 52).

El capítulo 6 se sitúa en un contexto muy diferente. Se trata, como se dijo más arriba, en esta sección, de una
doctrina espiritual. La RB subraya algunos instrumentos del arte espiritual de los cuales la tradición y la
experiencia han mostrado la importancia para la vida espiritual. Lo que importa aquí es su alcance educativo,
y es a este título que aquí son mencionados. Luego de la obediencia, puesta como fundamento de toda la
vida espiritual, el dominio de la palabra aparece como una de las condiciones esenciales. A cada uno le toca
ejercerse en ella en la medida en que quiera alcanzar el fin mismo de la vida monástica.

Hay que recalcar, por otra parte, que estos capítulos 5 y 6, son retomados respectivamente por los grados 2º,
3º, 4º de humildad, y por los grados 9º, 10º y 11º. Están como en los dos extremos de la escala de la
humildad. Históricamente, toda esta parte tiene como fundamento el tratado de Casiano sobre la
humildad34. Poco a poco, estos dos aspectos de la obediencia y de la palabra han sido puestos más en valor y
tratados por sí mismos, sobre todo en Occidente, según parece. Se siente aquí la influencia de un contexto
mayormente cenobítico, comunitario, del género que nosotros vivimos.

Puestos ya en tema, entre el capítulo 4 y el 7, y en el mismo plano que el 5, este capítulo sobre el dominio de
la palabra adquiere todo su valor espiritual. Se esclarece también a la luz del capítulo correspondiente de la
RM, respecto del cual realiza cortes parciales. No retiene sino algunos pasajes puestos uno detrás de otro, lo
que no siempre esto facilita la claridad de los mismos.

Discernimiento de la palabra (vv. 1-2)


33
H. U. von BALTHASAR, Adrienne von Speyr et sa mission théologique, Apostolat des
Editions, Paris, 1976, nº 292, p. 364.

34
Instituciones cenobíticas, IV.
46

Tres citas colocan al presente capítulo en las huellas de la sabiduría bíblica, la cual por otra parte, se relaciona
con la simple sabiduría humana: la palabra es un poder temible que debemos aprender a emplear con
discernimiento y maestría.

La primera cita está sacada de un salmo. Incluso si la traducción no es del todo la que empleamos, la
interpretación de Benito corresponde al movimiento del salmo. El salmista, en efecto, retiene aquí, al menos
por un momento, el grito que sube de su corazón hacia Dios. La RB, siguiendo una tradición ya existente, saca
de esto la siguiente lección: entre el momento en que nacen en nosotros pensamientos y afectos, incluso
buenos y fuertes, y el momento de su expresión, es bueno a veces saber gestionar un tiempo de silencio. No
se trata de un control voluntarista o demasiado intelectual de nuestros pensamientos, lo que sería la muerte
de toda espontaneidad. Se trata más bien de una actitud interior hecha de libertad respecto a sí mismo, de
alejamiento frente a los propios pensamientos y sentimientos. En un clima interior de confianza, ese tiempo
como detenido permite una decantación. Nuestro verdadero deseo profundo puede entonces abrir su
camino despojándose aún más de sus escorias. Es fundamental una actitud de escucha, de acogida de la
verdad en nosotros mismos. Lo que en el salmo se dice de la oración dirigida a Dios, se extiende en la RB a
todas las palabras, incluso buenas. Sin decirlo explícitamente, la Regla propone aquí una aproximación de
muchísima importancia. Nuestra ascesis de la palabra no es una simple actitud disciplinaria, sino que tiene
un alcance propiamente espiritual. Nosotros le hablamos a Dios como lo hacemos con nuestros hermanos, y
viceversa: con agitación, impulsivamente... o con calma y sobre todo con una actitud de escucha. En los dos
casos, saber hacer silencio es una condición de la verdad de nuestra oración como de nuestras palabras.

Esta capacidad de silencio, que es también una capacidad de escucha, es el fruto de la paz interior a la que
debe conducir la vida monástica (o a la libertad interior, que vendría a ser lo mismo). Pero ella es también la
causa. Ejercitándose en esto, aprendiendo poco a poco a ser consciente de su palabra, a retener la lengua, es
cómo uno se establece en esta paz y libertad interiores: “Puse un freno a mi boca... me abstuve de
hablar...”35. Esto se aprende. En nuestra época de reuniones, de compartir, de consejos, etc., este aprendizaje
de la palabra forma parte de la educación permanente de uno mismo. Incluso hoy hay técnicas variadas con
este fin. No hay que desperdiciarlas, están para ser utilizadas en cuanto nos sean de provecho. Pero ellas no
reemplazarán este trabajo de liberación al que nos invita la RB.

Palabra y pecado (vv. 3-5)

Este discernimiento ejercido respecto a nuestras palabras debe hacernos evitar los pecados de la palabra.

“La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Pr 18,21). Releer respecto a esto el famoso capítulo 3 de
la Carta de Santiago. Es inútil extenderse largamente sobre este poder ambiguo de la palabra que puede a la
vez salvar y también matar. Hay que volver al tema del buen uso de la palabra en las relaciones fraternas. En
este capítulo seis se hace alusión, sobre todo, a los posibles excesos.

“Si hablas mucho no evitarás el pecado” (Pr 10,19). Esto es sin duda particularmente verdadero cuando se
vive en un grupo relativamente cerrado. En efecto, ¿de qué se habla allí con frecuencia? De los demás, de lo
que sucede, etc. La experiencia muestra cómo fácilmente se lanzan falsos rumores, falsas interpretaciones,
juicios prematuros, etc., que a veces tienen repercusiones no queridas por sus autores. Una comunidad
35
Cf. Sal 38 (39),2-3 (N.d.T.).
47

monástica no está hecha de santos. En el capítulo del prior (cap. 65), Benito prevé camarillas, disensiones...
Esto puede existir siempre, y por otras muchas razones que la de la elección de un prior. Es entonces cuando
aparece el poder considerable de la palabra, de las palabras dichas. Ella puede actuar en los dos sentidos. Lo
importante no está en no decir nada, sino en saber lo que se dice. El hábito del silencio, o más bien del
dominio de la palabra, permite discernir lo que viene de nuestras propias pasiones y la verdad que quizás se
pueda decir para bien de todos. Se vuelve a la actitud descrita en el primer párrafo, y su vínculo con la
oración.

“Rara vez se dé permiso… para hablar...” (v. 3). Es bastante difícil darse cuenta de la disciplina del silencio
exigida por la RB. Otros indicios se reconocerán más adelante, según otros pasajes de la Regla. Sin embargo,
se da aquí una orientación clara y que encontramos un poco por todas partes. No se hablará con frecuencia
“por amor al silencio” (v. 2). La palabra latina usada designa la calidad de aquel que “permanece fácilmente
en silencio”, que “espontáneamente habla con pocas palabras”. La Regla no busca “imponer silencio” a los
hermanos, o “reducirlos al silencio”, sino ofrecerles amor al silencio, el deseo del silencio. Ella indica aquí
una directiva espiritual. Esta directiva espiritual debe inscribirse en el plano comunitario de una disciplina
comunitaria, pero esta última no debe nunca adelantarse a la primera.

Obediencia y silencio (vv. 6-7)

El versículo 6 retoma la actitud de escucha que ha sido indicada desde el comienzo del Prólogo. Hoy
concebimos de otra manera las relaciones de maestro a discípulo. Se tiene mayor conciencia del diálogo y de
la búsqueda conjunta. Con esto no es que sea menos verdadera la actitud de acogida y escucha, que es la
condición necesaria de toda maduración espiritual. Ella es signo de la libertad de corazón, de la humildad que
se abre a la luz de Dios. En el cuarto grado de humildad la RB volverá sobre este silencio del corazón en
medio de las tempestades que, a veces, puede provocar en nosotros la situación de “probados”. Estas
observaciones se encuentran también al final del capítulo quinto sobre la obediencia realizada con alegría de
corazón.

El versículo 7 se aproxima más al capítulo 68. Hay una manera de pedir que se hace en el silencio interior de
un corazón libre o, al contrario, con la impetuosidad de la pasión o el desconcierto de la inquietud cuando
estamos muy atados a lo que pedimos. Benito debe haber sido un romano cuidadoso de su tiempo y sin
duda ¿ha sufrido la prueba lamentable de las explicaciones interminables...? Antes de pedir, es bueno que
uno mismo sepa lo que quiere.

Esta advertencia no es válida para todas las situaciones que se sitúan en el plano de la ayuda espiritual o de
la relación fraterna.

Distensión y palabra (v. 8)

Este último versículo nos hace correr frío por la espalda... Es sin duda el que ha inspirado a la iconografía
representando a san Benito con un dedo sobre los labios y una disciplina en la mano. Hay que relativizar esta
condena absoluta aproximándola al capítulo 49, donde se pide a los monjes reducir un poco lo que aquí está
excluido para siempre: “Que supriman toda todo lo que haga reír...”. ¡Era lo que faltaba!
48

Sin embargo, no se puede forzar los textos a tal punto de negar esta tendencia de la RB a excluir lo que
aparecería más como una distensión y expresión de la alegría de vivir. Ésta había ya aparecido en el capítulo
cuarto (vv. 52-53) y reaparecerá en el capítulo siguiente. ¿Quizás haya que leer en detalle las advertencias de
san Pablo a los Efesios (5,3-4)? ¡Las diversiones de los monjes no pueden asemejarse a las de un cuerpo de
guardia! Y, con todo, los hombres son iguales en cualquier parte. En el tiempo de san Benito como en los
nuestros...

Muchos elementos entran en juego en este tema de la distensión: factores personales, educación, medio,
contextos culturales, etc. Forma parte de la ascesis personal. Casiano cuenta la parábola del arco: para
conservarle toda su fuerza de tensión, hay que aflojar cada tanto la cuerda, si no pierde su elasticidad. Cada
uno debe aprender a conocer su propio ritmo de resistencia, y también a descubrir las distensiones que son
eficaces para él. No nos escapamos enteramente a las tensiones nerviosas de la vida moderna. Hay que
saber, incluso en el marco de nuestra vida, aportar las distensiones necesarias. La cuestión se plantea a nivel
comunitario, donde el tema es mucho más difícil de resolver dada la diversidad extrema de los hermanos.

Incluso en este nivel la RB tiene algo que decirnos. Hay distensiones que no son tales, son más bien
liberaciones o excitaciones... o “ejercicios” comunitarios. De eso se vuelve decepcionado. Hay también una
búsqueda inquieta de distensión que puede ser el indicio de que el asunto está en otro lado y que una
distensión no podrá aportar sino un paliativo, nada despreciable quizás, pero insuficiente. Más que una
distensión, se trata pues de permitir volver a hacerse cargo de su propia vida. Serán necesarios, quizás,
medios más radicales. Es una cuestión de discernimiento y de ayuda fraterna. El silencio, por de pronto el
silencio exterior pero más aún el silencio profundo que libera de las pasiones, es él también un camino hacia
la verdadera distensión. Conduce a la verdad y a la paz interior. La necesidad de distensión entonces se siente
menos. La misma vida se vuelve distendida, pues se está en armonía con ella.

***

Para no salirnos del marco espiritual de esta sección situada en el nivel de la doctrina espiritual,
examinaremos en otra parte las prescripciones de la disciplina comunitaria esparcidas en la RB. Basta
concluir con esta advertencia del Padre de Vogüé: “Debemos constatar que el tema de la palabra se
encuentra renovado en la RB por (el) cuidado de las relaciones fraternas en la vida corriente” 36. No se trata
del silencio por el silencio, sino más bien de una educación de la palabra. El presente capítulo es el que da
sentido a la disciplina del silencio.

VIII. LA HUMILDAD o “SER VERDADEROS” (RB 7)

“La verdad los hará libres” (Jn 8,32)

El capítulo 7 es por mucho el más largo de la RB. Es también el corazón. En él se encuentra la expresión más
completa del camino espiritual que sostiene todas las páginas de la Regla y sin el cual la vida monástica no es
sino un cuerpo sin alma.

Es éste el camino que el Prólogo va a buscar en lo más íntimo de aquél que se presenta, y que el capítulo 58
pide probar, para que pueda servir de cimiento para toda una vida. Los capítulos 5 y 6 le dan los puntos de
36
La Règle de saint Benoît, tome IV, p. 280.
49

apoyo seguros para afirmar el trazado: la obediencia por amor y el silencio interior. En los capítulos 19, 20 y
52 se revela la fuente escondida: la oración. Este camino es necesario reafirmarlo siempre, con algunos
tiempos fuertes, como por ejemplo la preparación de la Pascua (capítulo 49). Sus frutos están descritos en
los capítulos 71 y 72, son ellos los que dan nacimiento a una comunidad de caridad viva. Finalmente, el
capítulo 73 le abre horizontes sin límites.

Históricamente, este capítulo es la culminación de una larga tradición. Viene de Casiano por intermedio de la
Regla del Maestro37. El texto de la RB está sacado casi íntegramente de la RM, salvo algunos raros incisos, no
carentes de significación. En cambio, como sucede a menudo, ha podado generosamente el texto prolijo de
la RM.

Por su modo de pensamiento y por muchos aspectos de su formulación, este texto puede desconcertar.
Evoca un mundo que parece muy lejano al nuestro. Sin embargo, si sabemos ir más allá de las palabras y del
lenguaje para delimitar la experiencia vivida, de la que es expresión, permanece como una luz para todos
aquellos que quieren intentar vivir esta misma experiencia en el marco de una comunidad que habita en el
mismo lugar.

Este capítulo comprende una introducción, los doce grados de humildad, cuyo primer grado debe colocarse
aparte por su importancia, y una conclusión

La introducción (vv. 1-9)

La introducción del capítulo es un eco del Prólogo. El estilo es el mismo. Es el de la exhortación. No puede
haber otro. Todo lo que sigue, en efecto, depende de la libertad de cada uno. Dios mismo la respeta y no la
interpela sino sólo por su Palabra.

(vv. 1-2) La primera palabra de la RB era: “Escucha...”. Aquí se trata de la Escritura que nos “grita” un mensaje.
Es siempre la misma escucha de la Palabra de Dios que sirve de fundamento a esta “escuela del servicio del
Señor”. Se trata de volverse “discípulos” de Cristo, poniéndose “en su seguimiento”. En efecto, en este
capítulo se lee, como en filigrana, la actitud misma de Cristo en el transcurso de su vida.

“Todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado” (Lc 14,11). Es el texto básico. Se
encuentra al menos tres veces en los Evangelios (cf. Lc 18,14; Mt 23,12). Sin duda estaba entre las palabras
familiares de Cristo. Sirve de telón de fondo para todo lo que sigue. El símbolo de la escala de Jacob refuerza
además esta imagen paradójica de descenso y subida.

Hoy se puede decir que esta imagen revela toda una “estructura mental”, una mentalidad, que es ella misma
el reflejo de una sociedad totalmente jerarquizada. Lo que está “arriba” es bueno, lo que está “abajo”, es
malo. Lo positivo y lo negativo están asociados a esta imagen espacial de lo alto y de lo bajo. La mentalidad
moderna a menudo reacciona frente a este esquema, por causas profundamente sociológicas entre otras. La
noción de “humildad”, ligada a esta imagen de lo “alto” y de lo “bajo”, sufre al mismo tiempo la misma
desafección. Todo un contexto vivido ha terminado por darle un desagradable olor de derrotismo o de
37
Cf. P. DESEILLE, Regarde sur la tradition monastique, Vie Monastique nº3,
Bellefontaine 1974, pp. 150-153. Y también A. de VOGÜÉ, La Règle de saint Benoît ,
tomo VII, p. 179, nota 29.
50

masoquismo, incluso de hipocresía. Actitudes que dieron lugar a las críticas más virulentas contra los
cristianos y las personas de Iglesia, no siempre sin fundamento. Hay que tener en cuenta este entorno
cuando se habla hoy de humildad.

Pero ¿de qué se trata en realidad, sino de la paradoja evangélica más constante, la que coloca al cristiano en
permanente protesta frente al espíritu del “mundo”? Cada contexto cultural, más sensible a tal o cual valor,
lo expresa bajo un aspecto diferente, pero es siempre la misma paradoja, la de las bienaventuranzas: “Quien
pierda su vida a causa de mí y del Evangelio la salvará” (Mc 8,35), etc. Ninguna aproximación del Evangelio
podrá eliminarla sin traicionar. Es el misterio pascual de la vida que pasa por la muerte. En el origen tenemos
la misma experiencia vivida por Cristo. El Evangelio no es, en efecto, una doctrina, sino esta experiencia
misma vivida por Jesús de Nazaret. Sólo después buscamos expresar el Evangelio según las categorías de tal o
cual época o mentalidad. Ninguna imagen, ninguna formulación podrá jamás hacernos tomar plena
conciencia de esta experiencia. Es más, todas se vuelven falsas si se las hace exclusivas. Puede volverse
también tan nocivo, al hablar del Evangelio, reducirlo a la pobreza, o al espíritu de infancia, o a la libertad
para los demás, o a la plenitud, como reducirlo a la humildad... Sólo la experiencia vivida puede hacer la
síntesis de todos estos aspectos. La RB propone una experiencia entre otras de esta paradoja evangélica que
siempre buscamos, más o menos conscientemente, evitar. Es por eso que nos dice que la Escritura nos lo
“¡grita!”... Exige un acto de fe para poder verdaderamente “entender”.

No es, sin embargo, indiferente que la RB haya privilegiado esta aproximación del Evangelio por el camino de
la humildad, mientras que san Francisco, por ejemplo, pone más el acento en la pobreza. Se trata siempre de
la paradoja evangélica, pero vista desde puntos de vista diferentes, según las familias de espíritu diferente,
que dan lugar a diferentes espiritualidades. Este último término de “espiritualidad”, no goza de buena
prensa, porque se lo reduce únicamente a expresar una variedad de devociones, más o menos insípidas o
estrechas. Al contrario se trata de experiencias espirituales diferentes, debidas no a estados de ánimo
subjetivos, sino a un contexto vivido, concreto y exigente. Francisco, que quiere lanzar a sus hermanos por
los caminos para recordar la simplicidad del Evangelio a una Iglesia recargada por sus compromisos con los
poderes del mundo, redescubre toda la profundidad de la pobreza anunciada por Jesús. Benito, que quiere
reunir a sus hermanos en una comunidad cuyo fin es la comunión evangélica de los hermanos en el amor de
Dios, se enfrenta al mayor obstáculo de esta comunión: el orgullo personal.

(vv. 3-4) La RB habla de subida, de exaltación. Cita el término expresivo del salmo: “No anduve buscando
grandezas ni maravillas superiores a mí”38. Andar por encima de uno mismo, no es ser más “uno” sino
interpretar un “personaje”. El contexto cultural actual, más o menos impregnado de ciencias humanas, nos
ha ayudado a tomar conciencia de este “personaje” que todos nosotros interpretamos y que nos impide ser
nosotros mismos, que falsea toda verdadera relación. La madurez que permite amar de verdad va pareja con
nuestra capacidad en desembarazarnos de estas máscaras que la sociedad y nuestra complicidad han
colocado sobre nuestro verdadero rostro. Se trata de ser uno mismo de verdad. Es el sentido mismo de la
humildad, que viene de la palabra latina “humus”, es decir, tierra, suelo. La humildad consiste en construir
nuestra vida sobre lo que somos en realidad, y no “un metro y medio por encima del piso”, como decía un
hermano...

38
La RB cita el salmo 130 (131),1-2.
51

(v. 5) “Hermanos, si queremos alcanzar...”. Como siempre, la RB recurre a esta decisión personal que depende
de nosotros solos. No se trata de una decisión voluntarista, sino de la respuesta a un llamado y a un impulso
que ha sido puesto en nosotros por el Espíritu Santo mismo, como lo recordará el final del capítulo.

(vv. 6-9) Para encontrar esta humildad o esta verdad de uno mismo, la RB utiliza de manera original la imagen
de la escala de Jacob. El símbolo del “ascenso” y del “descenso” es secundario. Lo que más impacta es la
interpretación que se da: “La escala en cuestión es nuestra vida en este mundo... los dos lados de esta escala
son figura de nuestro cuerpo y de nuestra alma”. La verdad se encuentra uniendo a nuestra vida, en cuanto
que la condicionan, tanto nuestro cuerpo, nuestra salud, cuanto nuestro temperamento y nuestros datos
psicológicos. “Sobre estos lados, la vocación divina ha dispuesto diversos grados de humildad y de ascetismo
por los que debemos subir”. No hay ningún camino espiritual sin esta aceptación constante y realista de lo
que somos.

La pedagogía de Cristo en el Evangelio aparece claramente como un esfuerzo por hacer volver a cada uno a
su propio corazón, y para hacerle hallar allí el lugar del Amor. El mandamiento del amor fraterno es a la vez el
medio y el fruto de este retorno al centro de nosotros mismos. En la línea de toda la tradición monástica, la
RB no tiene otros fines. Pero ella impulsa más que otros textos la experiencia cenobítica, haciendo de la vida
en común el medio y el fruto de ese retorno a uno mismo, camino seguro del retorno a Dios. Si san Francisco
y sus hijos recuerdan a la Iglesia y al mundo la pobreza liberadora, san Benito y sus monasterios tienen como
misión recordar sin cesar esta verdadera vida personal en la verdad de sí mismo, fundamento indispensable
de la verdadera comunión:

“Esta sed de verdadera vida personal es la que conserva en toda su actualidad el ideal monástico... La
excitación, el ruido, la agitación febril, la exterioridad, la muchedumbre amenazan la interioridad del
hombre. Le falta el silencio con su auténtica palabra interior, le falta el orden, la oración, la paz. Le
falta ser él mismo. Para encontrar el dominio y el gozo espiritual de sí mismo, tiene necesidad de
ponerse frente a él mismo”39[3], decía el Papa Pablo VI en su discurso pronunciado en Montecasino el
24 de octubre de 1964.

Los grados de humildad que siguen son como la descripción de esta marcha hacia la verdad de sí mismo.
Cada uno es como una baliza en la ruta. No hay que buscar en el orden que ofrecen una lógica racional.
Como siempre, se trata de una experiencia vivida descrita bajo múltiples aspectos. Menos aún deben verse
cual etapas cronológicas, como si se pasase de un grado a otro para llegar finalmente al último. Esta imagen
de los “grados” no es sino un género literario, bastante difundido en la antigüedad.

Porque se trata de una experiencia vivida, todo comentario de este texto es discutible a priori. Se trata de
que cada uno “escuche”, más allá de las palabras, el eco que ellas hacen resonar en él a partir de su propia
experiencia. Siguiendo simplemente el texto, querríamos solamente sugerir algunas reflexiones.

Primer grado (vv. 10-30)

39
En la traducción del Osservatore Romano se lee: “Tiene necesidad de volver a
asomarse al claustro benedictino” (N.d.T.).
52

El primer grado de humildad tiene un lugar especial. Es con mucho el más desarrollado. Punto de partida y
punto de llegada a la vez, es como el telón de fondo sobre el cual todos los demás grados se destacan. Se lo
llama “el grado de la presencia de Dios”. Es el de la “fe”. Se expresa en un lenguaje cuyas imágenes en mayor
o menor medida nos hablan.

(vv. 10-13) Ningún momento de nuestra vida está fuera del Misterio que la fe nos hace conocer. El realismo
de las expresiones: “los pensamientos, las manos, los pies, la voluntad propia, los deseos de la carne”, quiere
abarcar toda la amplitud de nuestra vida humana. Es ahí donde Dios se encuentra y no en otra parte.
“Olvidar a Dios...”, es escapar de esta realidad y evadirse de ella tratando de andar con rodeos. “Pensar en
Dios sin cesar...”, no es romperse la cabeza sino adherirse a esta realidad, no hacer trampas con ella como nos
llevarían los impulsos de nuestra “voluntad propia” y nuestros instintos librados a sí mismos. En esta misma
realidad, y no en otra parte, se halla para nosotros el encuentro con la Voluntad de Dios. La presencia de Dios
es la acogida en la fe del instante presente en toda su verdad: “Oh riqueza del instante presente, tú contienes
a mi Dios...” (santa Teresa Soubiran40).

(vv. 14-18) En ese instante presente encontramos a Dios. Él no nos espera directamente sino sólo a través de
toda la realidad que nos rodea, la situación que vivimos. Este afrontar todos los instantes con la vida, por así
decirlo, revela el espíritu que nos hace obrar (“los riñones y los corazones” son el símbolo bíblico) y
“descubre los pensamientos del hombre”. La verdad sobre nosotros mismos se devela entonces a nuestros
ojos. Nos hace falta un esfuerzo para aceptarla, de ahí esta “solicitud”, esta “vigilancia”, para no embaucarnos
a nosotros mismos con pensamientos “engañosos” que son siempre más o menos un rechazo de ver lo que
es. Con paciencia y perseverancia, se trata de hacerse poco a poco un “corazón puro”.

(vv. 19-25) Ante Dios y en la oración es así cómo podemos vernos en verdad y pedir a Dios que “su” voluntad
y no la nuestra se haga en nosotros. Esta actitud que está en el centro de toda oración cristiana, a imitación
de la de Cristo, se transforma poco a poco en la trama de todos los instantes de la vida. Ella sola nos hace
escapar de las ilusiones del amor propio (es decir, de la voluntad propia) y de las de nuestras pasiones.

(vv. 26-30) Esta presencia de Dios es a la vez temible y liberadora. No es una presencia que “juzga y condena”,
sino la del Amor que espera, aguarda, paciente, pero también deja a cada uno a su total responsabilidad. Las
antiguas imágenes (“Me he callado”) hablan de la experiencia de la “presencia-ausencia” de Dios de la cual
hoy hablamos más fácilmente.

Este grado de humildad es el de la fe. De la fe que nos hace acoger la vida y todas las cosas sin nada más que
la certeza de que todo tiene un Sentido, porque todo es conducido por Aquél cuya Obra nos la da a conocer
Cristo, y de quien Él nos ha revelado sobre todo el Amor por nosotros: “Éste Dios del que nos sabemos
amados” (santa Teresa de Ávila).

Segundo grado (vv. 31-33)

40
Marie-Thérèse (nombre de religión) de Soubiran, nació en Castelnaudary (Francia)
el 16 de mayo de 1834 y murió en París el 7 de junio de 1889. Fundó la Congregación
de María Auxiliadora (N.d.T.).
53

El segundo grado nos coloca frente a la elección fundamental. El primer grado ha puesto a plena luz el centro
de nosotros mismos. La pedagogía de Benito parte del corazón para ir de inmediato a las actitudes y
comportamientos. Es siempre la pedagogía seguida por Jesús y una de sus grandes lecciones (cf. Mc 7,17-23).
Él lleva a cada uno a la verdad de su corazón. Allí se juega la lucha entre “dos amores”, como dice san
Agustín. El amor de sí mismo o el amor de Dios. San Pablo describe este combate como el que sostienen el
espíritu del mundo y el espíritu de Dios. Hablando de complacencias y de deseos, la RB se sitúa en un plano
más bien psicológico, que quizás se asemeja a ciertas aproximaciones modernas. Lo cual ha sido señalado a
menudo. Superando el egocentrismo nos abrimos al amor verdadero.

En el ámbito de la fe, se trata de una actitud de total disponibilidad a la voluntad de Dios. Voluntad que
puede expresarse en todas las circunstancias de nuestra vida. Es la actitud fundamental de Cristo, como se
vio en el tema de la obediencia. Este grado se ubica claramente en la línea del comienzo del Prólogo de la
Regla. Introduce en la comunión íntima con Cristo, pero a través de una conducta concreta, con hechos (v.
32).

Tercer grado (v. 34)

El tercer grado sitúa esta misma disposición en el marco preciso de la vida en común tal cual está descrita en
la RB. El autor ha agregado al texto primitivo “por amor de Dios”. Estas simples palabras transfiguran la
relación exigente y despojadora de la obediencia, que entonces se vuelve liberadora. Como se ha dicho, esta
obediencia precisa es nuestro camino en el seguimiento de Cristo.

Cuarto grado (vv. 35-43)

El cuarto grado no describe solamente circunstancias excepcionales. Al contrario, es muy práctico y de uso
frecuente. El 2º y el 3º grado han descrito el deseo profundo de disponibilidad y obediencia. El 4º muestra
descarnadamente la realidad en la vida de una comunidad hecha de hombres limitados. No se trata de un
camino llano y fácil sino, al contrario, de un camino áspero y penoso para nuestro más legítimo orgullo. Sin
pensar en situaciones siempre dramáticas, es fácil evocar los mil choques y disgustos que suscita siempre la
vida en común. Todos los días, cuando decimos la “oración del Señor”, los hermanos tendrán que
perdonárselos (cap. 13,12). El final del Prólogo y el capítulo 58 insisten para que el nuevo hermano sea
instruido sobe este aspecto de la vida en el monasterio. Más frecuente de lo pensado es, con razón o sin ella,
nuestro sentimiento mismo de la justicia lo que puede ser un disgusto. Ciertas actitudes, gestos, palabras de
nuestros hermanos o de los responsables pueden hacer nacer en nosotros la impresión de no ser
comprendidos, de ser mal juzgados. A veces podemos sufrir esto en lo más profundo de nuestra afectividad o
de nuestra susceptibilidad.

La dificultad será superada con una mirada de fe y en la caridad, como lo indica la RB. El texto tiene una
expresión casi intraducible para indicar la actitud que la fe debería permitirnos tomar: “tacite conscientia
patientiam amplectatur et sustinens non lassescat vel discedat” 41. Lo que podría traducirse libremente: “Con

41
“… Se abrace con la paciencia y calle en su interior, y soportándolo (todo) no se
canse ni desista…” (RB 7,35-36) [N.d.T.].
54

el corazón silencioso, que el hermano resista en la paciencia sin cansarse ni echarse atrás”. De lo que se trata
aquí es de la paz del corazón, que es el verdadero signo de la libertad espiritual.

El comienzo del párrafo hace primeramente alusión a situaciones muy precisas que nos ponen ante la
obediencia y que contrarían nuestro amor propio. Más adelante, se trata con mayor fineza de estas mismas
situaciones de obediencia y que nos ponen “bajo” la autoridad de otro, según la cita, interpretada con
amplitud, de la Escritura: “Haz establecido hombres sobre nuestra cabeza” 42. Cualesquiera sean las
cualidades de los hombres, cualesquiera sean las disposiciones y las reformas adoptadas, siempre será duro
para un hombre depender de otro. En estas situaciones, sobre todo, se enfrentan las personalidades, incluso
más de lo que se tiene explícitamente conciencia. En toda sociedad hay una fuente de conflictos y una causa
de disgregación. “Prefiero ser cabeza de ratón que cola de león”, se le hace decir a Julio César. Es en este
conflicto, que a menudo ataca el corazón de la personalidad, en el que se juega frecuentemente una
vocación monástica. En principio, el voto de estabilidad quita toda escapatoria frente a esta prueba; de
hecho, se pueden encontrar muchos subterfugios para escapar más o menos de esto.

El final del párrafo extiende también esta misma actitud a todos los hermanos. Remite directamente al
Evangelio. Es la bienaventuranza de los mansos. No es renuncia o pusilanimidad, sino fuerza de aquél que
sabe guardar “el corazón en silencio” y que “se mantiene firme sin cansarse ni echarse atrás”, para perseverar
en la caridad.

Cada uno hace lo que puede según los dones de la naturaleza y de la gracia recibidos del Señor.

En la vida cotidiana del monje, en las pequeñas y grandes ocasiones, este cuarto grado es el crisol que poco a
poco hace caer nuestras máscaras. En la medida en que nos dejemos trabajar así a lo largo de la vida, cada
día cincela nuestro propio rostro, aquel que es el nuestro, más allá de todos nuestros personajes.

Quinto grado (vv. 44-48)

El quinto grado de humildad es en la RB el testimonio de una de las tradiciones más constantes del
monacato: la apertura del corazón.

Hay una zona de nosotros mismos que no puede ser liberada sino por nosotros mismos. Incluso el
desoxidante descrito en el 4º grado no penetra allí. Sólo la palabra puede verdaderamente liberar la verdad
que está en nosotros. Una vez más, estos conocedores de la psicología humana que han sido los ancianos
espirituales, han descubierto lo que las ciencias actuales sacan a luz: el hombre se libera y se crea a sí mismo
diciéndose. Nada se dice aquí de la respuesta que puede aportar el abad (esto se tratará en otra parte); es el
hecho mismo de hablar, de revelarse lo que es liberador y constructivo. Es el último golpe asestado a nuestro
“personaje” y que nos hace acceder a nosotros mismos. Se trata, en efecto, de reconocer, diciéndolo, lo que
siempre tendemos a escondernos a nosotros mismos: “los malos pensamientos...”, estos son los sentimientos
y las pasiones que nos atormentan porque nos revelan este fondo de nuestra naturaleza que no aceptamos;
“las faltas cometidas en secreto...”, son las debilidades que no encajan con el personaje que interpretamos
más o menos conscientemente delante de los demás. Es por eso que la apertura del corazón es el último

42
Sal 65 (66), 12a.
55

golpe asestado por nosotros mismos para tratar de desembarazarnos de nuestras máscaras, y acceder a
nosotros mismos en la verdad.

Esta apertura debe desembarazarse de todo carácter de culpabilidad. Su fin no es en primer lugar
descargarse de un peso o de ponerse como al abrigo de un peligro, incluso si esos sentimientos allí pueden
mezclarse. Es ante todo un deseo de luz y de verdad ante uno mismo y delante de los demás. Este fin no
puede alcanzarse sino dentro de un clima de confianza recíproca. El espíritu de fe viene a suplir las
inevitables deficiencias humanas de uno y otro lado. Transfigura la lucecita de confianza humana que puede
haber entre dos hombres. Ésta no es más que un reflejo del amor y de la confianza de Dios mismo. Para los
antiguos, este espíritu de fe era tan evidente que, sin pestañear, todas las citas hechas en el texto se dirigen
directamente a Dios, más allá del abad. Es por eso que este quinto grado tiene tanta afinidad con el primero.
Procede del mismo acto de fe en el amor de Dios por nosotros.

Aquí se trata del abad. En efecto, éste tiene un lugar especial del que se hablará más adelante. Pero la misma
RB amplía el círculo de aquellos a quienes puede hacerse esta apertura (final del capítulo 46). En palabras
llenas de experiencia, ella ofrece los criterios que permiten dicha apertura: “... Que sepan curar sus propias
heridas y las ajenas sin descubrirlas ni publicarlas” (RB 46,6).

Sólo practicándola se encuentra la nota justa de esta apertura de uno mismo al otro. Exagerada, ella conduce
a la coacción y a la mezquindad. Puede tener lugar raramente, según las necesidades y los períodos de la
vida. Puede ser más frecuente en otros momentos, normalmente en los comienzos. El criterio de su justeza
es la paz y la libertad que procura, incluso si a veces nos hace pasar por golletes estrechos que cuestan al
amor propio.

Sexto grado (vv. 49-50)

El sexto grado de humildad nos lleva más al contexto de la vida comunitaria. El rol que tiene cada uno en una
sociedad, su función, su trabajo, etc. son siempre muy importantes. Es lo que lo sitúa entre los otros. Nuestro
amor propio encuentra allí sobre todo su alimento o su frustración.

“Estar contento en todo”, incluso del último lugar... no por resignación o por renuncia, sino por libertad
respecto de sí mismo. La imaginación como ayuda nos hace fácil creernos subestimados, subocupados, sobre
todo en una vida en la que las necesidades de la comunidad toman su lugar sobre las aspiraciones personales
del monje. Ya no se trata más de dar sistemáticamente trabajos o funciones contrarios a los dones personales
de cada uno. La comunidad debe buscarse incluso en pleno desarrollo de estos dones. Ahí mismo tenemos
una tradición benedictina conocida (cf. capítulo 57). Sin embargo, hay que prever que un hermano tenga que
sacrificar algunas de sus posibilidades al servicio de sus hermanos. La naturaleza misma de la comunidad
monástica y de su fin hace que muchas posibilidades humanas no sean explotadas. Al llegar a la madurez
sobre todo, puede producirse en la vida del monje una de las grandes pruebas. La tentación de una “obra
personal” a realizar puede hacer sufrir mucho y cuestionar la opción hecha al comienzo. ¡“Estar contento en
todo...”!

“Creerse incapaz e indigno...”, no es un llamado al derrotismo sino a un sano realismo. La verdad nos fuerza a
reconocer que siempre queda un margen entre lo que nosotros hacemos y lo que podría hacerse. Esta
actitud permite entonces constatar sus límites sin desanimarse, es la condición del progreso. Hay cargos que
hacen sentir más estos límites personales, y que deben sin embargo ser conservados con constancia por el
56

bien de todos Son situaciones que, mucho más que otras, acaban purificando al hombre de todo retorno a sí
mismo. La palabra del salmista adquiere entonces su sentido: “He sido reducido a la nada... pero yo siempre
estoy contigo”43.

Este sexto grado recuerda que, si una comunidad se apoya sobre las actividades de cada uno, más
fundamentalmente es aún la calidad humana de los unos para con los otros lo que hace a la solidez de la
misma. Más allá del “hacer”, está el “ser”, lo que cada uno “es” en verdad.

Séptimo grado (vv. 51-54)

El séptimo grado no depende directamente de nosotros. Es el fruto de esta conducta de Dios “que ha
dispuesto diversos escalones de humildad para subir la escala de nuestra vida” (cf. v. 9). La vida misma, en
efecto, comporta normalmente, en cualquiera de sus etapas, pruebas que nos hacen tocar nuestro propio
fondo: fracasos, estados de impotencia física o psicológica, etc. Éstas pueden ser la ocasión de quiebres
profundos... Pueden ser también ocasiones de unificación y de pacificación, haciendo descubrir horizontes
nuevos, liberándonos aún más de aquello que nos esconde a nosotros mismos. A través de estos pasajes es
como se forma nuestro verdadero rostro de hombre. Querer alcanzar por sí mismo este nivel de verdad, sin
haber pasado por estos momentos, acabaría en la peor de las caricaturas.

Octavo grado (v. 55)

El octavo grado ha sido siempre el objeto de no pocas protestas. No puede ser interpretado de una manera
tan estrecha que transforme al monasterio en una máquina de producción en serie de modelos estándar.

¿Hay que entenderlo de otra manera que la de ver allí la actitud de disponibilidad leal que permite entrar sin
intención oculta en la comunidad? La vida de una comunidad está hecha de decisiones continuas para
resolver las múltiples preguntas planteadas por la vida. A cada una de estas preguntas, muchas respuestas
podrían darse. Hay una que es asumida por la comunidad, por los responsables. No es forzosamente la mejor
ni la más astuta. Podría ser casi siempre materia de discusión sin fin y la posibilidad de asumir una
disposición diferente. Una actitud más amplia y liberadora, más constructiva para la comunidad, hace entrar
en el juego sin vacilar, comprometiéndose por los demás sin singularizarse mezquinamente.

Esta actitud al contrario es sin duda la que mejor prepara a saber resistir al espíritu gregario que siempre
amenaza a una comunidad, sobre todo numerosa, y a hacer valer las objeciones de consciencia valederas en
situaciones más graves.

El octavo grado de humildad es el testimonio de una constante de la tradición monástica. La formación de los
jóvenes monjes depende más de una tradición viva, en una comunidad de vida y por imitación de aquellos
que en ella viven, que de una enseñanza teórica 44.

Noveno, décimo y undécimo grados (vv. 56-61)

43
Sal 72 (73),22-23.
44
Cf. Dom Jean LECLERCQ, La vie parfaite, p. 76, nota 84.
57

Estos grados de humildad son en parte la repetición del capítulo sexto.

Se los resitúa a veces en el marco de las “conferencias de los padres” acostumbradas en ciertos medios
monásticos primitivos, y de las cuales Casiano nos hace llegar algunos ecos.

Sea cual fuere el valor histórico de este dato, estos grados de humildad toman un peso del todo nuevo en
nuestro contexto actual de coloquios o de reuniones más frecuentes: practicar el contenido de sus palabras
para decir lo que hay que decir, hablar en su momento sin quitar de la boca la palabra a los demás (v. 56),
etc., son las condiciones elementales de todos estos tipos de ejercicios. Por el tono, la buena marcha y la
verdad de los intercambios comunitarios, este undécimo grado está particularmente bien caracterizado 45.

Por su manera de hablar, sobre todo en grupo, un hombre revela profundamente lo que él es, mucho más
allá de lo que tiene conciencia de decir. Hay un dominio de sí, una paz y una verdad en las palabras que son
el fruto de todo un camino interior. Mientras que en el capítulo 6 el esfuerzo de control estaba dado como un
medio educativo para llegar a la paz del corazón, estos grados aparecen aquí, en particular en el undécimo,
como el reflejo, el fruto, de un corazón unificado y pacificado en la verdad.

Duodécimo grado (vv. 62-66)

El duodécimo grado de humildad es, también él, más una consecuencia que un fin a alcanzar. Debe ser
entendido a la luz del 72º instrumento de las buenas obras: “No querer pasar por santo antes de serlo...” (RB
4,62).

Subraya solamente el hecho de que lo que vive profundamente un hombre influye incluso en su
comportamiento.

Sin embargo, a la inversa, siempre es temerario querer rápidamente sacar conclusiones, a partir de su
comportamiento, sobre lo que interiormente vive un hombre. Muchos factores entran en juego: educación,
temperamento, etc., etc.

Sería totalmente ridículo querer adoptar “el” comportamiento descrito por la RB en este duodécimo grado
para alcanzar la fuente. Pero lo ridículo no siempre es inverosímil...

Conclusión (vv. 67-70)

La conclusión del capítulo hay que enlazarlo a las conclusiones del Prólogo y del capítulo cuarto, y también al
capítulo 73. Subraya el carácter “abierto” de la Regla de san Benito, que no se toma a sí misma como fin, ni
tampoco como medio absoluto. Ésta está orientada enteramente hacia una experiencia espiritual, a la cual
quiere hacer acceder: la experiencia del “amor de Dios que echa fuera todo temor”, según la palabra
implícitamente citada de san Juan (1 Jn 4,18). Desde el comienzo del capítulo séptimo, este término final se
hace sentir, es él quien, ya, orientaba y polarizaba todo el camino descrito. El Prólogo había prevenido que
nada duro se pediría, salvo sin embargo lo que fuera necesario para arrancar de raíz los vicios y permitir el

45
La RM hablaba aquí de palabras “santas”; la RB las reemplazó por palabras
“razonables” (o: juiciosas; RB 7,60)... Es todo un espíritu.
58

pleno desarrollo de la caridad. El capítulo 7 ha descrito este trabajo situándolo en el corazón de una
comunidad. Ofrece la palabra maestra: “la humildad”, que se nos ha presentado más bien bajo el aspecto de:
la verdad.

La RB introduce en esta conclusión un inciso que le es propio: la RM hablaba solamente de amor (RM 10,88).
El autor final de la Regla precisa: el amor de Cristo (RB 7,69). Una vez más hay que subrayar el aspecto
profundamente evangélico de su espiritualidad... Es inútil comentarlo. Finalmente, es al Espíritu Santo al que
se le atribuye este trabajo de purificación y de liberación del amor en nosotros. Muy conscientemente, con
certeza, esta alusión termina dando toda la dimensión trinitaria de la experiencia descrita. El Padre nos atrae
hacia Él en el seguimiento de Cristo que nos ha dado su Espíritu, para restituirnos a nosotros mismos y hacer
realmente de nosotros “hijos de Dios”.

Esta conclusión no está puesta como una cláusula de estilo, para cumplir una formalidad teológica, cuidando
la ortodoxia. Es la expresión de una experiencia vivida. El que habla verdaderamente ha alcanzado la libertad
espiritual que, sin abolir la Ley -aquí la regla-, le permite acceder a la espontaneidad de ser él mismo. Ha
descubierto, poco a poco, el Espíritu de Dios, “más íntimo a sí mismo que él mismo”.

Es este mismo Espíritu el que conduce a cada uno en su camino, según el don personal que le fue concedido,
para el bien de todos.

IX. LA VIDA DE ORACIÓN (RB 19, 20, 52)

A la doctrina espiritual de la Regla debe enlazarse la sección que trata de la vida de oración.

Mientras que toda la RB se orienta hacia una experiencia espiritual, podemos sorprendernos al constatar que
la entera sección propiamente contemplativa de esta experiencia sea tratada tan brevemente: dos cortos
capítulos, los capítulos 19 y 20, son suficientes al autor para hablar explícitamente de la oración bajo sus dos
formas mayores, la oración comunitaria o litúrgica, y la oración personal. Algunas otras alusiones a la oración
se encuentran también en el capítulo 52 46.

Esta sobriedad puede explicarse a diferentes niveles.

La RB no se presenta como una obra de espiritualidad: es la descripción práctica y objetiva de una forma de
vida particular destinada a conducir una experiencia espiritual. Sin embargo, no se contenta con dar
consignas o dictar reglamentos; ella indica también actitudes interiores, disposiciones del corazón. Pero no
ofrece una teoría reflexionada y elaborada sino que la suple enviando constantemente a otras obras, a
fuentes que cada uno deberá consultar: la Sagrada Escritura en primerísimo lugar, pero también toda la
riqueza de los Padres, entendiendo este término en un sentido amplio, como se ha dicho. Esta modestia de la
RB es sin duda una de las razones de su pervivencia en el tiempo y de su difusión en el espacio. Toda
elaboración es, en efecto, tributaria del medio que le dio nacimiento y tiene los mismos límites de ese medio.
La RB se mantiene en un nivel más bien “experimental”, y ésta es su riqueza.

Sin duda hay que ver otro aspecto en esta sobriedad querida; la cual puede aparecer como una elección, una
opción. Más o menos conscientemente, es una toma de posición respecto a otras tradiciones monásticas que

46
Los capítulos 8 al 18 no son en efecto sino un ordo de oficio introducido en el texto de la Regla; la presencia
misma de este ordo detallado tiene un significado particular sobre la cual habrá que volver.
59

se desarrollaron en otras familias espirituales o incluso marcaron más tal o cual rama salida de la cepa
benedictina. En efecto, siempre ha habido en el seno del monacato una tensión particular hacia una
búsqueda más explícita de la contemplación en cuanto tal, sea en una dirección más bien intelectual, en la
línea por ejemplo de Evagrio Póntico, sea hacia una tendencia más pietista y buscando una cierta experiencia
directa de Dios, como la corriente mesaliana. Bajo formas variadas, estas tendencias están siempre actuando
en las comunidades. Compensándose mutuamente, son causa de vitalidad. Pero pueden ser también fuente
de muchas ilusiones cuando están libradas a sí mismas, sobre todo si una de ellas gana el conjunto de la
comunidad excluyendo a la otra. Es por eso que, aparentemente de forma más prosaica, la RB se sitúa en un
nivel mucho más fundamental y anterior a todo tipo de especializaciones, incluso a una especialización
“contemplativa”. Ella quiere una comunidad de caridad evangélica en la cual las posibilidades son muy
grandes en varios sentidos, pero sin volverse jamás exclusivas. Esta posición de la RB ha sido reconocida por
el Concilio que ha distinguido claramente la vida monástica de los Institutos íntegramente ordenados a la
contemplación (Perfectæ Caritatis ns. 7 y 9).

La RB en ninguna parte habla explícitamente de “contemplación”, tampoco el Nuevo Testamento. Ella sigue
siendo una propuesta muy práctica, y no sitúa la búsqueda de Dios ni en el plano del conocimiento
intelectual como tampoco en el plano del sentimiento, sin excluir lo uno ni lo otro. El verdadero lugar de esta
búsqueda es el don de sí en actos que comprometan a los hermanos a construir juntos una comunidad
donde sean vividos los mandamientos del Señor 47.

No habría, sin embargo, que concluir que la RB no tenga otro fin que el de ayudar a los hombres a vivir en
fidelidad los preceptos, aunque sean los del Señor. Sería arriesgar a caer en un moralismo más refinado pero
también desecante. La vida monástica sería entonces una vida de méritos esperando sólo la recompensa
última. Ella pudo ser vivida así... Los finales, ya mencionados muchas veces, del Prólogo y del capítulo 7, el
capítulo 73 entero dan un sonido más conforme al Evangelio, en particular al cuarto Evangelio (se ha podido
hacer todo un estudio sobre la influencia joánica en la RB 48). Las promesas de Cristo para la misma vida
presente están al alcance de todos: “Si observan mis mandamientos, vendremos a ustedes y haremos allí
nuestra morada... Les he dicho esto para que mi gozo esté en ustedes...” (Jn 14-15).

Es en esta perspectiva que se sitúan los capítulos, sobrios pero esenciales, que tratan sobre la oración en
cuanto tal.

La oración comunitaria y litúrgica (cap. 19)

¿Cómo vivirla? ¿Cómo participar en ella plenamente?

Sólo alguna reflexiones tratando de conservar la sobriedad de la misma RB. Esta discreción es en sí misma
una lección: no hay “recetas” o “técnicas” para vivir nuestro rezo del Oficio. Se vive y se penetra en él por la
perseverancia de toda una vida.

(v. 1) La primera frase se une directamente al primer grado de humildad que, como se ha dicho, es la trama
de la vida monástica. Es la vida de fe.

47
Cf. J. LEROY, L’expérience de Dieu dans la vie monastique, La Pierre-Qui-Vire, 1973. El autor sin embargo
parece no darse cuenta suficientemente de la dimensión de la que trata en el párrafo siguiente.
48
Cf. H. U. von BALTHASAR, Conférence aux Abbés, Paris 1974.
60

Una primera consecuencia: la vida litúrgica es inseparable de todo el resto de la vida. Ella no es sino la
expresión. La liturgia no es una realidad “en sí”. Lo que existe es una comunidad que quiere construirse sobre
los datos de la fe, una comunidad que quiere abrirse a la acción de Dios. La comunidad misma es la “Obra de
Dios” realizándose en tal lugar, al igual que en todos los lugares donde se reúnen hombres y mujeres en
nombre de Jesucristo para formar una comunidad según el Evangelio 49. Esta obra se realiza en el monasterio
a través de todas las realidades humanas más banales y más concretas en y por las cuales se construye una
comunidad de cohabitación. Ella se sitúa en el nivel de los espíritus y de los corazones. En la Liturgia, ella se
manifiesta y se expresa comunitariamente en la confesión de fe: todos juntos reconocen en la acción de la
gracia el amor siempre primero de Dios, dejando brotar las aspiraciones más profundas de sus deseos por sí
mismos y por los demás, sin límites, y comprometiéndose en el seguimiento de Cristo. En este sentido, la
Liturgia puede ser llamada más exactamente “la obra de Dios”, porque ella revela lo que está en el corazón
de cada uno y de todos.

La segunda consecuencia es que la Liturgia es la expresión exacta de la vida de la comunidad, con sus altos y
sus bajos, sus tiempos favorables y sus tiempos más difíciles, sus momentos de entusiasmo y sus momentos
de fatiga. Cinco veces por día por trescientos sesenta y cinco días por año, la comunidad se revela así tal cual
es delante de Dios, delante de sí misma, delante de los seres humanos. Los fieles que vienen a rezar al
monasterio querrían encontrar siempre un fervor indefectible. Les cuesta entender que después de una
jornada de trabajo, o de tal dificultad en la comunidad, haya debilidades, cansancios, nerviosismos que se
manifiestan en el coro. Es una prueba de veracidad que puede a veces ser pesada de sobrellevar, pero que se
une a ese camino de humildad descrito en el capítulo 7. En ocasiones la tentación puede ser grande: querer
buscar un modo fácil de evitar esta prueba. Se buscan medios para ocultar las debilidades, se acusa a los
liturgistas, a los cantores, etc. A largo plazo jamás será una solución que compense.

La tercera consecuencia es que la Liturgia se prepara por todo el conjunto de la vida tal como la describe la
RB. Cualesquiera sean los arreglos y las reformas litúrgicas, debe haber una cierta proporción armoniosa,
tanto en el plano individual como en el comunitario, entre el lugar dado a la Liturgia y el que se da a los
valores propios que alimentan la vida de fe: lectio divina, oración personal, vida de silencio, esfuerzo contra la
dispersión de los centros de interés, etc. Sin esta armonía y este equilibrio, todos los esfuerzos de reforma
necesarios se agotarían, incluso pasando del latín al español, remplazando las butacas de las sedes,
adoptando melodías bizantinas o buscando nuevas estructuras de oficio.

(v. 2) No es menos verdadero que la participación en la Liturgia exige también una disposición especial, un
esfuerzo más preciso de atención, un acto de fe más explícito...

Si la Liturgia es la expresión de la fe de la comunidad, la Liturgia es al mismo tiempo el lugar donde se nutre y


se forma la fe de la comunidad. Ella es como el crisol en el cual la comunidad se da un espíritu común. Esto
es más verdadero hoy que antaño, desde que la reforma ha “personalizado” aún más la Liturgia: “En la
Liturgia yo rezo como miembro de la comunidad y debo crecer espiritualmente a través de esta oración. Y si
no se está presente (sobre todo hoy con la renovación litúrgica que comporta más libertad de elección, de
posibilidades de oraciones universales, de homilías, etc.), no se puede crecer con la comunidad. La obligación
de estar presente en el oficio ha cambiado, para mí, desde las modificaciones que hemos hecho en nuestra
actitud ante el oficio: es verdaderamente un lugar para el Espíritu. Si alguno está ausente por algún tiempo,
verdaderamente ha perdido algo: escuchar el Espíritu con la comunidad”, decía el 4 de mayo de 1975, el
Abad primado dom Weakland.
49
Jn 4,34; 17,4, etc.
61

Cada uno encuentra allí la medida en la que él aporta. Lo que es verdad en toda obra común, es verdad
también para la Liturgia. Hay una preparación remota indispensable para la comprensión de la oración
litúrgica: estudio de la Escritura, estudio de los salmos, etc. La Regla lo prevé de una manera explícita
(capítulo 7,1. 3)50. Esta preparación está dada más explícitamente en los comienzos. Ella debe proseguirse
toda la vida. Es el fin de la lectio divina. Hay también una preparación inmediata, tanto desde el punto de
vista de la oración misma que va a ser dicha (libros, páginas, etc.), como de las disposiciones personales
(recogimiento, silencio, etc.). Somos muy solidarios los unos con los otros y del ambiente general en este
nivel. Cada uno es también responsable de su propia actitud. Cuidándose sin embargo de juzgar con
demasiada rapidez la actitud de los demás... Muchos factores entran en juego que a menudo se nos escapan.

(vv. 6-7) “Que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz”. Esta frase ha sido retomada en la Constitución
conciliar sobre la Liturgia, que la ha hecho uno de los fines mayores de la reforma litúrgica (SC nº 11).

Se trata del “espíritu” (mens); no es exactamente de la “inteligencia”, ni del “pensamiento”, incluso si es


evidente que sea necesario un esfuerzo en la atención para perseguir el sentido de las palabras pronunciadas
y de los gestos realizados. Cada uno es aquí tributario de su propio temperamento y debe hacer lo que está
en su poder para desarrollar esta capacidad de atención. Pero la oración litúrgica no debe volverse un
rompecabezas. Siendo común por naturaleza, ella no puede adaptarse exactamente a cada uno en todo
momento. Es difícil además no estar perseguido, incluso en el oficio, por mil preocupaciones o proyectos que
entretejen nuestras vidas. La gracia de Dios puede llenar estas falencias, pero ella no siempre lo hace de una
manera sensible.

El “espíritu” del que se trata está en buscar más profundamente, más allá de nuestros pensamientos o de
nuestra imaginación, a nivel del “corazón”, no en sentido sentimental sino en sentido bíblico, es decir a nivel
de nuestros deseos y de nuestras decisiones. Todo lo que decimos y cantamos en el oficio ¿corresponde a
nuestros deseos y decisiones que orientan nuestra vida a lo largo de la jornada? ¿Venimos al oficio con “un
corazón recto” (lo que no quiere decir “puro” o “sin defecto”), que se comprometa verdaderamente, o
venimos por rutina, sin una gran convicción? Nuestro “espíritu” concordará con nuestra voz si de verdad hay
armonía profunda entre nuestra vida, nuestra búsqueda interior, y el Misterio que expresamos en el oficio,
más allá de las palabras.

La Liturgia es también una “acción” que abarca por completo a la persona en ciertos momentos de la
jornada.

Por consiguiente, en primer lugar es necesario un tiempo. La comunidad conserva un cierto poder para
organizar este tiempo: distribución, horas, duración, etc., en función de circunstancias o épocas. Pero una vez
tomadas estas disposiciones, a cada uno le toca participar en la obra común como ella ha sido prevista. La RB
se muestra intransigente en la participación de todos en el oficio. Ha hecho del oficio el lugar por excelencia
de reunión de la “comunidad”. Incluso en caso de retrasarse los hermanos, prevé que ellos se unan a la
comunidad en oración en tanto sea posible (capítulo 43). Las razones dadas por la Regla en ese capítulo no
están tan perimidas como se podría creer. Estamos hechos del mismo barro que nuestros padres, sólo que las
lecturas o la televisión han simplemente remplazado otras “distracciones”... Pero la verdadera razón de esta
insistencia es la fe en el Espíritu que está allí donde reza la comunidad reunida, como se dijo más arriba.

50
Probablemente hubo un error en la cita y en realidad se se quiso citar el capítulo 8 en lugar del 7 (N.d.T.).
62

Y sin embargo, como siempre, en el momento mismo en que se afirma con autoridad un valor fundamental
sobre el cual descansa la comunidad, la RB prevé que la vida impondrá sus leyes y obligará a compromisos.
Toda la comunidad está allí, y con todo, al final de cada oficio, “se hará siempre memoria de todos los
ausentes” (capítulo 67,2): en efecto, siempre los habrá. Razones de trabajo u otras razones retendrán a los
hermanos lejos (capítulo 50). Cada comunidad tiene sobre este punto costumbres que evolucionan en
función de las circunstancias. Ellas deben incesantemente ser revisadas en el plano comunitario. Cuestiones
de trabajo o de salud, por ejemplo, pueden poner a tal o cual hermano en una situación particular. Lo
importante es ser claro con uno mismo y con los demás en este punto. Su propia participación efectiva en el
oficio de la comunidad puede ser para cada uno un verdadero examen de su participación en la vida
comunitaria y en lo que allí se vive en profundidad. Sin embargo, más que respecto de otros tiempos, este
examen es verdaderamente válido por sí mismo, obligando a cada uno a decirse o a explicar a sus hermanos
las verdaderas razones de su actitud. Puede ser también la ocasión para preguntar a sus hermanos, no para
juzgarlos únicamente sobre esta participación o no participación regular.

La RB es igualmente insistente sobre la exactitud de la Obra de Dios (capítulos 43 y 47). Esta exactitud es un
signo de las disposiciones que llevamos a la oración. Muchas veces cuesta abandonar, varias veces al día y a
menudo en momentos propicios, un trabajo al que uno se entrega fielmente. Es grande la tentación de ganar
siempre algunos minutos de más. Esta disponibilidad es un acto de fe. Es una condición necesaria para que
pueda crecer en nosotros el gusto de la oración. El tiempo de silencio en común que abre las reuniones de
oración es muy importante para la calidad de la oración que sigue.

La RB desarrolla además otra exigencia concerniente a la oración común: la de la responsabilidad de aquellos


que tienen una tarea que cumplir. Ya sea la del que convoca a la comunidad dando la señal de la oración, o la
de todos aquellos que tienen un papel en el desarrollo de la liturgia, todos deben tomar muy en serio lo que
tienen que hacer, “con humildad, gravedad y temor de Dios” (capítulo 47,4); “pero no se atreva a cantar o
leer sino el que pueda desempeñar este oficio con edificación de los oyentes” (capítulo 47,3). No todos son
aptos para todo. Hoy particularmente, la Liturgia demanda talentos y dones variados. La sola buena intención
no basta, ni la fe... Cada uno debe reconocer con simplicidad para qué ha sido hecho y ponerlo al servicio de
todos, y para qué no ha sido hecho y quedarse en paz. No le toca a él decidirlo solo, sino con el parecer de
los hermanos y de los diferentes responsables.

La oración personal (caps. 20 y 52) 51

El rezo del oficio nutre la oración personal, pero es también verdadero lo inverso. No hay oración litúrgica
viva sin una verdadera oración personal. Es por eso que la RB pasa inmediatamente de la una a la otra,
mostrando de este modo su conexión. Incluso se ha propuesto ver en el capítulo 20 una alusión a los tiempos
de oración silenciosa seguida de oraciones sálmicas que habrían servido de intervalos entre cada salmo 52.

La brevedad del capítulo no debe ocultar su riqueza. Las palabras empleadas están impregnadas de una rica
tradición espiritual.

51
El subtítulo original es: La prière personnelle ou oraison (N.d.T.).
52
A. de VOGÜÉ, La Règle se saint Benoît, t. V, p. 574.
63

Además, aquí la primera frase remite al primer grado de humildad. Ella sitúa la oración al nivel de la actitud
interior y no al nivel del pensamiento. Rezar es “estar”, “situarse” delante de Dios más bien que esforzarse en
imaginarse a Dios, sentirlo, o concebirlo. La oración está a nivel del “corazón” más que de la inteligencia.

Tres veces se repite la palabra “pureza”: una “devoción pura” (RB 20,2), la “pureza del corazón” (RB 20,3),
una “oración pura” (RB 20,4)... Es el término utilizado por Casiano en su célebre Conferencia novena sobre la
oración. Fruto de una larga experiencia, recogida especialmente en el desierto, esta noción ha sido
incesantemente retomada por la tradición posterior. Casiano hace incluso de esta pureza del corazón el fin
propio de la vida monástica (Conferencia I). Por detrás está la bienaventuranza de los “puros de corazón...
que verán a Dios” (Mt5,8). Es la bienaventuranza del deseo ardiente de Dios, es por eso que puede ser
llamada la “bienaventuranza de la oración”. No hay que dar, entonces, a esta “pureza” el sentido que se le
asigna habitualmente, el de la ausencia de pecado o de alguna falta. El deseo de Dios puede permanecer
muy vivo y fuerte, incluso en medio de un combate que deja heridas y huellas. Se trata más bien de la
“rectitud del corazón” que tiende incansablemente hacia Dios con todo su deseo profundo, incluso si éste
arrastra tras de sí muchas escorias. El Antiguo Testamento es una lenta y perseverante educación de esta
rectitud del corazón. “Dios se revela en los corazones rectos” dice el Salmo 10. Según Casiano, la vida
monástica está hecha para acrecentar y ampliar esta rectitud del deseo de Dios, lo cual se logra
esencialmente en la oración.

Esta oración es la oración del “pobre”. Más que en los capítulos precedentes que hablaban de la oración
litúrgica, el capítulo 20, sobre la oración personal, encuentra la tonalidad de la oración de “petición” e incluso
de “súplica”. Ahora bien, es esta forma de oración a la que Cristo, en el Evangelio, vuelve con mayor
frecuencia (cf. Mt 6,6 ss., etc.). Es además la oración de “deseo”, de aquel que reconoce no tener y que se
dirige a Aquél que es la fuente de todo. De esta toma de conciencia brota lo que los antiguos llamaban la
“compunción de lágrimas”, que hemos unido a menudo al sentimiento de culpabilidad mientras que es ante
todo un sentimiento de espera y de confianza filial. Ella no se vierte en oleadas de palabras (aquí hay una
reminiscencia explícita del Evangelio, Mt 6, 7), lo cual sería el signo de una falta de paz y de confianza. La
verdadera oración tiende a simplificarse en algunas frases o palabras que expresan una actitud de fondo.
Incluso en ocasiones se torna cada vez más silenciosa.

La RB recomienda una oración breve. ¿Sobre qué medida de tiempo hay que basarse para entender esto?
Todo es relativo al contexto en que se vive. Lo que se puede retener de esta recomendación es que el valor
de una oración no se mide por su longitud. Hay que ser flexible con uno mismo y aceptarse: “Oren como
puedan, y no oren como no puedan”, decía dom Chapman. Una “verdadera oración” no puede ser sino una
oración “verdadera”... y ordinariamente la oración no se mantiene mucho tiempo “verdadera”. “A no ser que
se prolongue por un afecto inspirado por la gracia divina” (RB 20,4). La puerta está abierta bien grande a esta
docilidad al Espíritu que es lo propio de la vida de oración, sin dejar de ver en estos detalles del Espíritu algo
de extraordinario.

En el capítulo cuarto, la RB pide entregarse con frecuencia a la oración. Allí ella también es evangélica. Sea
que esté en la enseñanza del Señor (Mt 6,6) o en su propio comportamiento (Lc 5,16 y paralelos),
encontramos esta necesidad de un tiempo de oración personal. Toda la tradición espiritual siempre ha
insistido sobre estos momentos de silencio que permiten colocarse más personalmente en la presencia de
Dios. Eso es lo que se llama oración. Cada uno debe encontrar su ritmo y su manera, que varían según los
períodos de la vida y la evolución de las circunstancias. La fidelidad a esta oración personal puede ser mirada
como la clave de todas las otras fidelidades, en particular la fidelidad a los llamados del Espíritu mismo. Sin
64

ella, todas las compensaciones son posibles, y hacen que se pase a un costado de lo que hace al fin de la vida
monástica: el deseo de Dios. Sucede entonces lo que los antiguos llamaban la “acedia”, un estado del espíritu
que hace perder todo sabor a las cosas de la fe. Una de las prioridades fundamentales es, por tanto, saber
reservarse, en cualquier circunstancia en la que se esté, un tiempo para la oración.

“En comunidad, abréviese la oración en lo posible...” (RB 20,5). No se ve aquí una nota de desengaño, sino
simplemente la sabiduría de un hombre que conoce por una larga experiencia lo que es la vida de una
comunidad. Querer agregar oraciones suplementarias o prolongar la oración de la comunidad no es
forzosamente el medio para desarrollar el gusto por la oración; es más bien lo contrario a largo plazo. No hay
alusiones muy claras en la RB sobre los tiempos reservados a la oración personal hecha en común, según la
costumbre que se ha establecido hoy. Se ha escrito mucho a este respecto. Sin embargo, parecería que,
según los Diálogos de san Gregorio, hubo tales reuniones de hermanos 53. La costumbre varía según las
comunidades. Con todo, no hay que dudar que sea bueno poder rezar juntos y confortarse mutuamente,
como dice el capítulo primero, en el adiestramiento del ejército fraterno 54[4]. Esta oración silenciosa es a
menudo la prueba del monje. Ella es más fácil de sobrellevar cuando se puede sentir que se está en
comunidad, todos entregados al mismo combate.

El capítulo 52, considera como normal y ordinario que haya hermanos rezando en el oratorio. Esta presencia
parece sobre todo continuar el oficio para prolongarlo en una oración personal más silenciosa. La presencia
simultánea de muchos no debe ser molesta ni turbar este silencio. Sin embargo, todo parece ser dejado a la
inspiración de cada uno, sin que se haga alusión a una costumbre institucionalizada. Retomando casi los
términos del capítulo 20, este capítulo es más bien una invitación y un llamado: que todo se haga para que
cada uno pueda dar libre curso a su deseo auténtico de oración.

Toda la vida prevista por la RB es en sí misma un camino para conducir a la verdadera oración según el
Evangelio... y es la oración la que permite a la vida, según la RB, dar su fruto.

Anexo: EL ORDO DEL OFICIO DIVINO

Los capítulos 8 al 18 de la RB presentan un “ordo” completo, es decir que fijan una organización completa del
oficio para cada día a lo largo de un año entero. Durante alrededor de catorce siglos, este ordo ha sido
asimilado a la RB como una de sus partes integrantes. Ha formado a generaciones de monjes y su influencia
se ha hecho sentir sobre la Iglesia entera mucho más allá de los muros de los monasterios.

Las restauraciones litúrgicas que han marcado la historia de la Iglesia durante estos largos siglos no lo habían
cuestionado. Casi se diría que había sido una de las referencias de esas restauraciones. No es más así hoy día.
El Vaticano II no solamente ha efectuado una “restauración” litúrgica. Es una verdadera “reforma” litúrgica la
que ha sido inaugurada por el Concilio, de tal magnitud que la historia de la Iglesia no conocía otra igual
hasta ahora. “Debemos observar que una nueva pedagogía espiritual ha nacido con el concilio, decía Pablo VI
el 13 de enero de 1965. No debemos dudar en participar entrar en esta nueva escuela de oración que va a
comenzar, y luego sostenerla...”. Esto lo afirmaba algunos meses después del fin del Concilio.

Nosotros no seguimos más el ordo de la RB, que ya no corresponde a este nuevo espíritu litúrgico.

53
Diálogos, II,4.
54
RB 1,4-5 (N.d.T.).
65

Este ordo no puede más servirnos de guía en esta búsqueda de una nueva Liturgia, al menos directamente.
Pero es posible reunir algunas reflexiones todavía llenas de sentido para nosotros: por ejemplo RB 9,7, sobre
“la reverencia en honor de la Trinidad”, que denota todo un clima que se debe dar a la celebración del
oficio... Pero hay más.

Más ampliamente que esto, se trata de la inserción misma del ordo en el texto de la Regla que es significativa
para nosotros en muchos niveles. Los estudios históricos posibles hoy permiten, en efecto, comprender
mejor el alcance y el sentido de estos capítulos. En esta perspectiva ellos tienen algo que decirnos. “La
estima de Benito por esta oración común se marca por el lugar privilegiado que él le reserva,
inmediatamente después de los tratados doctrinales y antes de toda la parte legislativa de la Regla 55”.

El cuidado con el cual Benito organiza la oración de la comunidad, el hecho de que una parte importante de
la RB le esté consagrado, están bien en la línea del principio expresado en otro capítulo: “Que nada se
anteponga a la Obra de Dios” (43,7). Todo está previsto para que la disposición del Oficio sea
verdaderamente una escuela de oración.

Si este ordo es transcrito así, tan minuciosamente, en la RB, es porque lo considera propio. Es el fruto de una
experiencia reflexionada y de elecciones queridas. Porque ha comprendido la considerable influencia del
oficio sobre la vida personal y comunitaria de los monjes, el autor de la RB ha controlado muy de cerca su
elaboración y se interesa de que se observe. Nada es sin importancia en este terreno.

Hoy debemos de nuevo afrontar la tarea de construir nuestra Liturgia. Se necesitará el mismo cuidado y la
misma vigilancia. A lo largo de los días y de los años, la vida espiritual de la comunidad y de cada uno va
siendo formada gradualmente por la oración de las horas litúrgicas.

***

En efecto, ahora sabemos mejor que la RB ha sido redactada en un contexto que no dejaba de ser análogo al
nuestro. Era un período de transición donde todo era más o menos inestable en materia litúrgica. ¡Había
también una crisis profunda de “civilización”! Sería difícil presentar todas las corrientes que trabajaban
entonces en una Iglesia todavía marcada por los esfuerzos de un san León hacia un comienzo ya de
centralización, sin que, con todo, tenga ésta algo en común con lo que hoy conocemos.

En el contexto, y en comparación con otros textos de su época, la obra litúrgica de la RB aparece como una
obra muy personal. Ella se encuentra en particular en el punto de confluencia de dos fuentes principales:

- la tradición monástica antigua, representada por la RM que el autor de la RB tuvo ante sus ojos y de la
cual a menudo se aparta;

- la liturgia romana en plena evolución.

En esta coyuntura, la RB hace una elección: opta en el sentido de la evolución romana: “(en dos lugares)
Benito remite a la costumbre en honor a Roma (capítulos 13,10 y 18). Para él y para sus monjes, la tradición
fundamental es pues la de la Ciudad. Y cuando la corrige, no es para volver al ordo arcaico del Maestro
sino para continuar más profundamente en el sentido de las tendencias romanas de renovación. La obra de
Benito aparece menos como un compromiso entre dos fuentes que como la puesta al día de una de ellas

55
A. DE VOGÜÉ, La Règle de sain Benoît, t. V, p. 637; cf. igualmente las páginas siguientes.
66

según la lógica de su evolución anterior. Esta puesta a punto parece ser una iniciativa personal que supone
independencia y autoridad56”.

Luego, la comunidad monástica es la que crea su propia Liturgia. Lo hace en función de su vida, de sus
obligaciones y proyectos, de su tradición. Un párrafo como el que cierra toda esta legislación muestra el peso
de la tradición monástica en el espíritu de su autor (18,22-25). Y sin embargo, él opta claramente por la
tradición eclesial contra la tradición monástica cuando ésta no sigue el sentido dado por la primera.

La comunidad monástica se sitúa en la gran comunidad eclesial y es finalmente ésta la que crea
continuamente su Liturgia, su lenguaje litúrgico. Un adagio ya existente en el tiempo de san Benito dice: “La
ley de la oración es la ley de la fe”. Eso quiere decir que la oración litúrgica es el lugar primordial de la
trasmisión de la fe auténtica. De ahí la responsabilidad de los pastores frente a la Liturgia para discernir y
mantener allí la verdadera fe. Esta es la actitud que ha sido puesta en evidencia por el Vaticano II. Después de
haber escuchado las nuevas expresiones de la fe que aparecían en la comunidad cristiana, el concilio dio
nuevas directivas -discernir un nuevo sentido, dar nuevas formulaciones-. Dentro de las orientaciones así
fijadas, cada comunidad debe expresar su propia oración. En otros términos, la Iglesia se crea un “lenguaje”
litúrgico que debe permitir a cada comunidad expresar su “palabra” particular. Pero esta última sólo será
verdaderamente “oración de la Iglesia” si respeta la “lengua” de la Iglesia.

A su vez, estas comunidades orantes y vivas son las que contribuyen a conservar en la Iglesia una lengua
litúrgica viva. La observación del Padre de Vogüé tiene, en el contexto actual, un alcance particular: Benito
“avanza hacia delante en dirección de las tendencias romanas de renovación”. Esto supone un gran dominio
de sí y una escucha atenta para no dejarse guiar por los propios deseos sino más bien por el sentido de la
Iglesia. Pero aquí aparece sobre todo una actitud, respecto de la Liturgia oficial de la Iglesia, que nosotros
debemos reencontrar.

***

¿En qué sentido van las tendencias de Benito? Esto ya se ha dicho más arriba a propósito de su aparente
“desenvoltura” (A. de Vogüé) en cuanto a la distribución de las Horas. Él siempre va en el sentido de una más
grande verdad de la oración y de su inserción en una vida que sea verdadera también. Esta actitud no influye
solamente en las horas del oficio, sino incluso en su disposición interna. He aquí lo que también dice el Padre
de Vogüé:

“Con respecto a sus dos fuentes principales, la obra de Benito representa una neta reducción. Este
carácter aparece desde que se considera la cantidad de salmos empleados. Del romano al
benedictino, esta cantidad disminuye a la mitad en las horas menores, mientras que en la división de
los salmos largos... se produce una reducción importante de la salmodia antifonada en vísperas y en
las vigilias... Con respecto a la RM, esta reducción es más difícil de evaluar, pero sin duda bastante
considerable en definitiva57”.

La RB es fiel al principio enunciado al final del capítulo 20. No es la acumulación de oraciones lo que hace a la
verdadera oración. Se puede constatar que la mayoría de las reformas han eliminado en primer lugar los
añadidos que siempre tienden a reaparecer. Es necesario periódicamente reinsertar la oración en la vida en

56
Ibid., p. 491.
57
Ibid., p. 638.
67

lugar de aislarla. La RB va en este sentido, aparentemente más relajado... “¿Por qué Benito abrevia?...
Cuando se trata de las vigilias, se puede ver una de esas mitigaciones de las cuales la RB ofrece más de un
ejemplo: se trata de dar a los monjes un tiempo más largo de sueño continuo. En el caso de las horas
menores, es en provecho del trabajo que parece efectuarse la reducción... Por otra parte, estas reducciones
parecen prolongar una evolución ya iniciada en Roma misma. Repetidas veces se constata que las medidas en
las cuales se detiene están en la línea de una serie de estados sucesivos del oficio romano... como el
resultado de tendencias que se hacían ya sentir en sus predecesores 58”.

Sin embargo, Benito se mantiene como el maestro de la orientación que él imprime. Distingue lo que es una
verdadera búsqueda de autenticidad y lo que es pérdida del sentido de la oración. “Reduciendo la salmodia,
Benito pone a salvo... el principio del salterio íntegro en una semana. Principio discutido ya en ciertas
comunidades (contemporáneas). Él se apoya en un llamado a la tradición... que se refiere simplemente a un
apotegma encontrado en sus lecturas... En este argumento que carece de fuerza, hay que ver la voluntad de
frenar una tendencia a la reducción que él mismo había seguido ampliamente” 59.

Los mejores criterios pueden ser mal empleados. La mejor garantía de autenticidad de nuestra Liturgia está
en buscar una comunión viva con la Iglesia, tanto con sus pastores y responsables como con la comunidad
entera de los creyentes, y con las comunidades cristianas que nos rodean.

Cuarta parte: La vida comunitaria

Transición

La primera parte ha mostrado el sentido de la vida monástica, que no es otro que el de toda vida en
seguimiento de Cristo y sin el cual no habría monacato “cristiano”, a saber la escucha y la puesta en práctica
de la palabra de Dios.

La segunda parte ha trazado el marco de la experiencia particular propuesta por la RB, marco que condiciona
de tal modo esta experiencia que se puede ver allí el fundamento de su especificidad: una comunidad de
cohabitación de por vida, donde todo está orientado hacia esta búsqueda de Dios a través de una vida de
trabajo y de oración en la comunión fraterna.

Todos los otros tipos de experiencias pueden ser intentadas a la luz del Evangelio, y el Espíritu Santo las
suscita continuamente en la Iglesia. Pero este mismo Espíritu renueva también incesantemente la
experiencia propia de la RB en sus variadas modalidades a través del tiempo y del espacio: monjes de la
reforma de Aniano, de Cluny o de San Mauro, monjes blancos o negros, etc. En todos nosotros encontramos
esta estructura fundamental, fuera de la cual es inútil considerarse parte de la “tradición benedictina”. No se
pueden, en efecto, cambiar los antecedentes de esta tradición sin cambiar, al mismo tiempo, la naturaleza
misma de la experiencia espiritual buscada.

La tercera parte ha tratado de expresar, siempre siguiendo de bastante cerca el texto, la doctrina espiritual,
fruto de una larga tradición vivida, y cuyos ejes principales son la obediencia, el silencio y la humildad.

58
Ibid., p. 638.
59
Ibid., p. 553.
68

Si la estructura fundamental no puede ser modificada sin cambiar la misma experiencia, esto no es lo mismo
en cuanto a la doctrina espiritual. Ésta es el lugar propio de la “tradición”, en el sentido activo de la palabra,
es decir que debe permanecer ante todo viva, a la vez fruto de una “transmisión” de generación en
generación, siempre idéntica a ella misma y siempre nueva.

Como fruto de la “tradición”, ella pide una enseñanza, pero como fruto de la “experiencia”, ella se trasmite
ante todo por la vida de la comunidad misma, que la adapta incesantemente a las nuevas condiciones de
vida. Viviendo en comunidad es como se aprende el arte espiritual a lo largo de las etapas de la vida: el arte
de leer la Escritura para sacar de ella su alimento, el arte de orar, el arte de vivir juntos, con todas las
exigencias y los imperativos de la vida en común.

La cuarta parte que ahora abordamos, trata de la organización de esta vida en común. Ella es con mucho la
más desarrollada en el texto de la RB, puesto que se trata de los detalles más específicos de la existencia
común de todos los hombres.

Prueba hasta qué punto la experiencia propuesta por la RB es una experiencia concreta y plenamente
humana, que se inscribe en el corazón de las realidades en lugar de evadirse en teorías abstractas. Es la
enseñanza fundamental de todos estos numerosos capítulos de la RB las que dan vueltas a cuestiones que
puede encontrar un grupo de hombres que viven juntos. Pero es también en esta parte de la RB donde
aparece más el condicionamiento histórico y contingente; esta parte es la que debe ser leída con más
distancia y libertad de espíritu.

No se trata de zanjar con el texto. Todos esos capítulos son portadores de sentido y revelan un espíritu, todos
tienen pues su valor aun cuando su aplicación está evidentemente perimida. Pero piden una lectura distinta
a aquella que se pedía para los capítulos precedentes. No se trata tanto de una “escucha” del corazón
precediendo a la acción, para guiarla. No se trata de ir del texto a la vivencia, ni de querer reproducir un
modelo inmutable y definitivo. Se trata más bien de afrontar los problemas suscitados por la vida de hoy para
darles una solución apropiada, en armonía con la que la RB daba a los problemas de su tiempo. De la vida se
remonta al texto, para encontrar allí una dirección. Uno percibe entonces que este antiguo texto tiene mucho
que decirnos hoy. Es frecuente constatar que los tanteos de nuestro esfuerzo actual de adaptación nos
llevan... ¡a las soluciones ya indicadas por la RB! Cada relectura de esos capítulos hace penetrar cada vez más
en la sabiduría humana y espiritual. Es una de esas relecturas la que aquí se propone; relectura condicionada
por un lugar y un tiempo, y por tanto tan contingente como éstos. Sin duda la RB, como lo hace notar el
Padre de Vogüé, no ha sido jamás vivida en su literalidad, sino que ha sido la fuente y la “norma ideal” de
múltiples reglas concretas de vida60.

X. EL ABAD. RB 2 y 64

Historia

60
A. DE VOGÜE, Séminaire pour les maîtresses de novices cisterciennes, Laval 1972, pp. 142-143. Cf. también
J. C. GUY, sj, «Saint Benoît - Des moines parmi nous», Études, mars 1980, p. 365; A. ZEGVELD, «Que veut dire
“selon la Règle de saint Benoît”?», Collectanea Cisterciensia, 1972/2, pp. 155 ss.
69

Para entender el papel del abad, es bueno remitirnos a grandes rasgos a la génesis histórica, teniendo
conciencia de lo que puede implicar de simplificación reductora tal resumen.

El “padre espiritual” del desierto

Su lugar es preponderante en toda la primera tradición monástica, sobre todo anacorética. Está en el origen
de casi toda la tradición espiritual posterior, aunque con profundas modificaciones.

Era un “hombre de Dios”, reconocido como tal no por una determinada designación oficial sino por el
renombre público. Se le visitaba, viniendo de más o menos lejos, para pedirle una “palabra”. Los discípulos se
agrupaban también alrededor de él y le escuchaban. Sus “palabras” eran recibidas con fe por esos discípulos,
y les guiaban en su propia experiencia de búsqueda de Dios. En efecto, “palabras” o “apotegmas” eran ante
todo enseñanzas de sabiduría sacadas de tradiciones transmitidas por los “ancianos”, pero la experiencia
personal del “padre” jugaba un papel preponderante. Era su propia experiencia espiritual la que fundaba la
paternidad espiritual del Anciano.

El “padre espiritual” era libremente elegido por el discípulo. El lazo que lo ataba a él no tenía carácter
jurídico. La apertura total del corazón y la más grande docilidad eran, de parte del discípulo, las condiciones
suficientes, pero no necesarias. Por su parte, el “padre espiritual” se hacía cargo por medio de su oración y
sus exhortaciones el avance espiritual del discípulo. Sin embargo, su actitud era ante todo una actitud de
acogida y de consejo. Sus exigencias, a menudo muy grandes, no tenían otra garantía que la libre voluntad
del discípulo y su deseo de Dios. En efecto, no hay que olvidar en qué condiciones concretas se vivía este
diálogo la mayor parte del tiempo, a pesar de que hubo modalidades muy variadas. A veces el joven se ponía
“al servicio” del anciano, y entonces vivía prácticamente con él. Pero habitualmente habitaba a una cierta
distancia del anciano y conducía su vida con gran libertad y responsabilidad personal. Un “padre espiritual”
tan conocido y venerado como Barsanufio, por ejemplo, en una época ya tardía, no veía nunca a sus
discípulos: se comunicaba con ellos por billetes o cartas que el abad Séridos escribía bajo su dictado 61[1].

El reagrupamiento de los discípulos alrededor del “padre”

La historia del cenobitismo es compleja. Lo que sin embargo aparece claro es una lenta evolución hacia una
vida más comunitaria. Evolución que pasa por formas diversas:

- desde el reagrupamiento más o menos informal de las “lauras”, en las cuales la relación personal de
cada uno con el “maestro” es poco más o menos el único lazo común;

- hasta las verdaderas comunidades de vida, que hacen justamente de la vida en común uno de los
elementos constitutivos de la vida monástica.

En la “congregación” de san Pacomio, la comunidad se forma esencialmente alrededor del “hombre de Dios”,
primero el mismo Pacomio, luego, por designación suya, alrededor de sus sucesores, que son verdaderos
“padres” de los monjes. En el movimiento basiliano, el acento está puesto en la “fraternidad”, pero no

61
Cf. BARSANUFIO Y JUAN DE GAZA, Correspondance, Solesmes, 1972.
70

obstante hay un “prior”, cuyo papel es considerable, a juzgar por las “Reglas” de san Basilio, aunque resulta
bastante difícil precisarlo.

De un modo general, pero según formas diversas, el “padre espiritual” se vuelve al mismo tiempo y cada vez
más el “responsable de la comunidad”, lo que no sucede sin que se presenten algunos problemas.

El abad benedictino

La RB se sitúa en la línea de una tradición sólidamente establecida. En su época ya había “directorios” para
los abades. La RB tomó de ellos lo esencial en los capítulos 2 y 64, pero poniendo -como siempre-, su propio
sello (sobre todo en el capítulo 64).

La noción de comunidad se va precisando cada vez más. Se trata verdaderamente de compartir toda la vida,
tan plenamente como sea posible: bienes, actividades, etc., pero con un fin fundamentalmente espiritual.
Toda la organización material y temporal de la vida está ordenada hacia este fin espiritual. Nunca se insistirá
lo suficiente sobre este carácter totalmente “encarnado” de la vida monástica.

El abad benedictino se encuentra por tanto en el punto de convergencia máximo de la tradición del “padre
espiritual” y de la tradición del “jefe de comunidad”. A través de toda la RB se entremezclan estas dos
tradiciones en un esfuerzo difícil de unificación. Hay una diferencia de “tono”, por ejemplo, entre el capítulo
2 y el capítulo 64.

Este doble aspecto de la función del abad representa un equilibrio siempre difícil de realizar. Pide un
conjunto de cualidades naturales y espirituales raramente concordes en un hombre. De ahí la tentación de
reducir el papel del abad a sólo uno de esos aspectos. Esta solución es la de otras numerosas comunidades
religiosas, que distinguen, según diversas fórmulas, el papel del superior de la casa y el del responsable
espiritual de los hermanos. Moverse en este sentido sería ir profundamente contra el espíritu de la RB. Esto
conduciría a una disociación de lo espiritual y de lo temporal que cambiaría profundamente la experiencia
vivida en el monasterio.

El papel del abad

El rol del abad debe ser continuamente despojado de todas las imágenes, conscientes o no, que con
frecuencia le han sido impuestas y que lo han llevado a equívocos: la del “padre” (sea antigua o moderna), la
del señor feudal o jefe de empresa, la del líder o la del animador del grupo... Es evidente que no puede evitar
ser influenciado por los “modelos” ambientales, pero no hay que asimilarlo a alguno de esos “modelos”. Se
ha escrito mucho sobre la asimilación que habría hecho la RB entre el abad y el “paterfamilias” romano.
Negar toda influencia sería absurdo; sin embargo ésta no es tan clara, y la controversia incluso en este tema
lo muestra bien. Por otra parte, es bastante notable que la RB no haya hecho ninguna alusión explícita a esto,
contrariamente a toda la literatura del último siglo que no habla del abad sino en referencia a otros modelos,
en particular al del “padre de familia”, como si el papel del abad no tuviese bastante consistencia en sí
mismo62.

62
cf. A. BORIAS, Collectanea cisterciensia, 1978/3, p. 215. “... Las omisiones, sobre todo las del capítulo 2, son
muy significativas del espíritu de Benito. Benito omite sistemáticamente esta analogía, familiar al Maestro,
que propone las relaciones de los padres con sus hijos como ejemplo del abad en sus relaciones con sus
71

En un esfuerzo de verdad con la situación vivida en todas sus dimensiones es cómo se desempeñará el papel
del abad, es decir, a partir de la misma naturaleza de la comunidad monástica. Hay aquí una trasposición de
perspectiva análoga a la que se produce en la Iglesia respecto al papel del papa y de todo ministerio. Sólo
después de haber dicho qué era la Iglesia, la comunidad de creyentes, y su naturaleza, el Concilio sitúa en
seguida la jerarquía “en” esta comunidad como uno de sus elementos esenciales. Lo mismo es para el abad,
que se sitúa “en” la comunidad y para ella.

El papel fundamental del abad es mantener y reafirmar sin cesar a la comunidad en su orientación: «Ante
todo, que el abad no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas, de tal modo que descuide o no
dé importancia a la salud de las almas encomendadas a él. Piense siempre lo que dice la Escritura: “Busquen
el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33)...» (RB 2,33-35). Ante todo, pues, “mantener la primacía de lo
espiritual63[2]” en y a través incluso de lo temporal. No solamente de lo espiritual en general, sino de la vida
espiritual de los hermanos. La comunidad misma está hecha para esta expansión espiritual de las personas,
ella no tiene otros fines. El papel y la responsabilidad del abad son hacer de modo que a través de las
peripecias y las decisiones que jalonan su historia, la comunidad no pierda nunca de vista la primacía de este
fin y que todos y cada uno trabajen para ello.

En este fin, el abad tiene esencialmente dos responsabilidades que le son propias, incluso si puede hacerse
ayudar por otros.

En primer lugar, decir la “palabra” necesaria a la comunidad para mantenerla bajo el soplo del Espíritu: “Su
mandato y su doctrina deben difundir el fermento de justicia divina en las almas de los discípulos” (RB 2,5).
Se trata de la Palabra que hace vivir, no de una enseñanza de tipo magisterial. Este último tipo de enseñanza
tampoco se excluye, pero no es lo propio del abad. Efectivamente, hasta hace poco tiempo, el papel de la
enseñanza doctrinal incumbía, en gran parte, sólo al abad. Hoy ya no puede ser más así, cuando las fuentes
de información están a disposición de todos, y también porque las capacidades están más distribuidas y
piden inversiones más considerables en cuanto a la formación. Pero al abad le queda una responsabilidad
que le es propia, la responsabilidad “pastoral”. Sólo él puede decir a la comunidad la “palabra” que le
conviene en las diferentes etapas de su vida y de su evolución. “Debe ser docto en la ley divina, para que
sepa y tenga de dónde sacar cosas nuevas y viejas” (RB 64,9). Sólo él tiene la misión de dar la orientación que
será la de la comunidad. Esto no quiere decir que lo hará arbitrariamente y con su solo juicio. Es toda la
comunidad la que elabora incesantemente su propia orientación doctrinal y espiritual, pero es el abad
finalmente el responsable de esto.

Después, el abad tiene también la responsabilidad de los hermanos en tanto que son “personas”. A ellos
también él les da la “palabra” para mantenerlos y hacerlos crecer en su vida personal. Pero sobre este punto,
la experiencia, vivida desde ya largo tiempo, hace que surjan grandes dificultades. Es difícil, si no imposible
para un solo hombre tener con cada uno de los miembros de la comunidad, sobre todo si es numerosa, una
relación suficiente para ser, propiamente hablando, un “padre espiritual”. Las posibilidades humanas de un
padre espiritual auténtico, en efecto, no son ilimitadas. Los psicólogos fijan en alrededor de una docena el

monjes. Benito rehúsa hacerse cargo de esta imagen y esta concepción”. Cf. también: B. DOPPEFELD, Das
Kloster als “Familie”, 1974, recensión en Collectanea cisterciensia, 1976/1, p. [12] nº 20; B. de GERADON,
osb, “L’abbé d’hier et d’aujuord’hui”, Vie consacrée, mayo 1980, pp. 131-142; Collectanea
cisterciensia, 1979/2: «L’abbé aujourd’hui».
63
A. de VOGÜÉ, La communauté et l’abbé, DDB 1961, p. 186.
72

número de relaciones de esta profundidad que puede asumir un hombre, con todas sus implicaciones y
exigencias del don de sí. Esta cifra no debe absolutizarse. Curiosamente es el número evangélico de los
Doce... Si el número puede ser ampliado, queda la cuestión de la afinidad. No es posible, incluso sería en
cierto sentido anormal y peligroso, que una comunidad entera, en tanto sea poco numerosa, esté en total
afinidad espiritual con el abad. Por otra parte, ¿debe una comunidad entera cambiar de afinidad espiritual
con cada cambio de abad? Ya en tiempos de la RB, la dificultad debía ser percibida. Si esto lo vemos de cerca,
la RB no es tan clara sobre las relaciones personales de los monjes con el abad. Por el contrario, al final del
capítulo 46, un párrafo muy explícito hace alusión a otros hermanos que, en la comunidad, ejercen este
papel en el mismo plano que el abad.

¿Entonces el abad tiene sólo un papel espiritual junto a los hermanos? En el contexto de la comunidad tal
como ha sido descrita, es imposible suprimir este papel muy directo con respecto a los hermanos. La
responsabilidad del abad está, por el mismo hecho de la cohabitación, siempre presente. Además, por el
hecho de la conexión íntima en los asuntos temporales y en los asuntos espirituales, él está, en sus
decisiones, incesantemente frente a asuntos de personas y por tanto de sus intereses espirituales. Incluso si
él no puede tener con cada hermano una verdadera relación espiritual (¡lo que incluso pasar con un buen
número!), no debe sin embargo quitarse la carga de su responsabilidad espiritual con respecto a ellos.

Más ampliamente, más radicalmente, el abad ejerce una verdadera paternidad espiritual ante los hermanos
por intermedio de la misma comunidad. Sus decisiones, su enseñanza pastoral influyen sobre la comunidad y
le dan un espíritu particular. Y este espíritu a su vez influye profundamente sobre la vida de los hermanos.
Esta es una de las consecuencias, y una de las más fundamentales, de las mismas condiciones del marco de
vida. En esta cohabitación continua, la interdependencia de todos es determinante sobre la evolución de
cada uno, sea ella libremente asumida o incluso sea más o menos rechazada. De un cierto modo, se puede
decir sin exagerar que, en ese contexto, las “paternidades” son múltiples. Incluso cada una, de alguna
manera, contribuye a hacer de la comunidad un medio portador de vida. La situación del abad permanece,
con todo, única, porque su responsabilidad es única en su nivel. Él ejerce entonces una especie de
“paternidad” (en el sentido de que es causa de vida) que es la de todo responsable, sea en el monasterio o
en cualquier empresa humana colectiva. Pero, contrariamente a la mayoría de los demás responsables, el
abad asume este cargo, no por algunos momentos o en ciertos sectores, sino a lo largo de la vida, en todos
los momentos, y en los aspectos más diversos. Ciertamente no le toca a él tomar todas las decisiones, pero
no por eso será menos responsable de toda pérdida o decrecimiento de vida en el monasterio (RB 2,16) y
que tendrá que rendir cuentas a Dios de todas sus decisiones y de todos sus actos (RB 64,3). Esta
permanencia y esta extensión de su responsabilidad son su “pasión” y cimentan profundamente su
“paternidad”.

Esas decisiones no son únicamente de orden espiritual, muy a menudo son incluso de orden temporal. Hoy
más que nunca, el abad no puede por sí mismo tomar todas las decisiones concernientes a la vida de una
comunidad. Son necesarias otras competencias. Muchas veces incluso, no podrá siempre controlarlas.
Deberá remitirse a otros para juzgar sobre ellas. Sin embargo, siempre tendrá dos responsabilidades propias,
aquí también. Es él quien primero nombra a todos los demás responsables de la comunidad. Y sin lugar a
dudas eso es hoy una de sus más pesadas responsabilidades, justamente a causa de la “competencia” que
deberá dejarles. La RB vuelve frecuentemente sobre este principio, en particular en el capítulo del prior. Se
podrían concebir las cosas de otro modo. Pero dadas las exigencias de cohesión de una comunidad viviendo
en cohabitación, esta responsabilidad global es una garantía de unidad. Es el verdadero motivo dado por la
73

RB (capítulo 65). Motivo que tiene trasfondos de orden eclesial y teológico. Esta responsabilidad global del
abad no es por otra parte contraria a una distribución importante de tareas e incluso al reparto de la
responsabilidad con toda la comunidad. Esta cuestión la volveremos a ver a propósito del consejo (capítulo 3)
y de los decanos (capítulo 21).

La segunda responsabilidad del abad vuelve a lo que se dijo al comienzo: es aquél que vela para que todas las
decisiones tomadas en comunidad, en todos los niveles y en todos los dominios, no vayan contra el fin
fundamental de la comunidad e incluso la favorezcan hacia lo mejor.

El modo de decisión o de gobierno puede cambiar según las mentalidades. Pero es imposible pensar que se
le quite al abad el principio de su propia responsabilidad.

Obediencia evangélica y obediencia al abad

“Se cree que en el monasterio el abad hace las veces de Cristo” (RB 2,2).

Se dice igualmente en otras partes, y muchas veces, que Cristo debe ser visto también en el enfermo, en el
huésped que llega, etc. Para un cristiano, en efecto, todo hombre ocupa el lugar de Cristo. Debe ser
respetado, amado, servido, como si fuera el mismo Cristo (RB 36,1; 53,1).

Sin embargo, cada uno es también considerado en función de su papel en la obra común que se desarrolla en
el monasterio, y que es la obra querida por Dios. Reconocer todas esas “coyunturas” por las cuales Cristo
construye su “Cuerpo” (Ef 4, 14-16), es entrar por la fe en esta Obra de Dios.

En la vida comunitaria, la autoridad tiene un lugar y una función preponderantes y únicos. Es por esto que la
fórmula empleada aquí por la RB es igualmente única. Se cree que el abad hace las veces de Cristo “en el
monasterio”. Como hombre, debe ser amado y respetado como todos los hermanos, como todos los
hombres. Pero su función y su papel son un signo muy especial de la presencia de Cristo obrando en la
comunidad. Cada comunidad cristiana está construida de algún modo sobre el modelo del grupo que Jesús
había reunido en torno a él. En ese grupo, él era el fundamento de la cohesión de todos y de su orientación
hacia el Padre. Después de la resurrección, él designó a un hombre, Pedro, para ocupar el lugar que él
ocupaba entre los suyos, es el sentido mismo del nombre de “vicario” de Cristo dado a los sucesores de
Pedro. Es también el mismo término de la RB. Pero Cristo no es “remplazado” por un hombre. Un hombre
puede ocupar el lugar que Cristo ocupaba mientras vivía junto a los suyos. Pero Cristo no es por eso
“remplazado”, excluido. Él está siempre vivo, y es él quien envía a su “vicario”. “Jesucristo es el mismo ayer y
hoy, y lo será para siempre” (Hb 13,8). Él continúa obrando por sí mismo, por su Espíritu, por todos los modos
y por todas las formas de mediaciones. La autoridad es una de ellas, pero entre muchas otras. Incluso si ella
es única en su género, ella no es otro Cristo. Es la Iglesia entera la que es el verdadero “sacramento” de Cristo
en la tierra. Lo es incluso a nivel de la comunidad, conservando las proporciones.

A través de la Iglesia, aparece el modelo de toda comunidad humana capaz de engendrar una verdadera
comunión de personas. Ella se apoya sobre tres fundamentos:

- los miembros vivos de la comunidad,

- una carta64 común (escrita o no) que sirva de referencia,

64
En el sentido de legislación o constitución (N.d.T.).
74

- una autoridad que asegure la cohesión viva del conjunto.

Los fracasos de las comunidades vienen a menudo del rechazo a aceptar uno de estos tres fundamentos o de
la excrecencia indebida de uno de ellos en detrimento de los otros, o del bloqueo de relaciones entre ellos.
Aceptar, al contrario, el juego de estas tres instancias es entrar en la vía de la madurez humana y espiritual,
personal y colectiva. “Es un medio de salida de sí y de adhesión al otro y a los otros, una necesidad
pedagógica que abre al Evangelio”.

Entrar en una comunidad monástica es aceptar, a lo largo de nuestros días y de un modo muy sentido, estar
en el corazón de esta red comunicante 65: los hermanos y su vitalidad propia, la “regla” común, la autoridad.
Es bueno tomar conciencia de esto y hacer el discernimiento en el centro de los acontecimientos pequeños y
grandes que tejen la vida de una comunidad. A cada instante, o casi, esta situación puede ser vivida “en
espíritu de fe”, como nuestra cooperación personal al “Que ellos sean uno en Nosotros” de la oración de
Cristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, para cumplir la Obra del Padre.

En este conjunto, la autoridad tiene un papel único. Ella es querida por Dios. El Evangelio, lejos de suprimir la
autoridad, le ha devuelto su verdadero rol. Ella es un “servicio”. El término mismo viene del latín “auctor”,
que designa a aquél “que hace crecer” (de ahí su relación con la paternidad). La autoridad hace crecer a la
comunidad asegurando la cohesión, por la apertura del los miembros entre sí, que impide la cerrazón sobre
sí. Este es el papel que desempeña el abad. Por su acción indispensable de “catalizador”, permite muy
simplemente a la comunidad ser.

Esta responsabilidad global frente a toda la comunidad justifica su título de abad. Hermano entre sus
hermanos, designado por ellos, pero confirmado por la autoridad apostólica de la Iglesia, él es, en la
comunidad, el signo de Cristo reuniendo a los hombres en un solo Cuerpo. Él participa por ello de una
manera particular en la misión y en la pasión de Cristo.

Actitud de los hermanos respecto al abad

El espíritu de fe es el que ante todo debe impregnar la relación de los hermanos de la comunidad con aquél
que ha sido elegido para ser el abad de ellos. Se trata de “creer” que la función que él cumple en la
comunidad es algo querido por Dios. E incluso “creer” en el hecho de que sea “éste” hombre y no otro, con
sus cualidades y sus defectos, el que Dios ha elegido para “éste” tiempo de la vida de la comunidad.

Esta mirada de fe es fundamental.

No es sino un aspecto de la visión de nuestra vocación: buscar a Dios en y por la comunidad de caridad que
se debe construir incesantemente según el Evangelio. El abad es como el signo permanente en el corazón de
la comunidad de ese proyecto común. Sus mismos límites o defectos recuerdan que esta comunidad no está
hecha de santos o de hombres superiores, sino con los que Dios ha reunido desde todo clase de horizontes y
también, igualmente, con sus límites y sus defectos.

Únicamente esta mirada de fe podrá permitir la superación de las dificultades ineluctables, tanto desde el
punto de vista individual como colectivo, sea que proceda de la misma obediencia, sea por cualquier otra

65
“Reseau” en francés tiene en esta acepción el sentido de conexión, de comunicación (N.d.T.).
75

causa. Ella hace de la función del abad la “roca” (la “piedra”) sobre la cual está fundada la estabilidad de la
comunidad, el centro que funda la comunión de todos.

El abad es también en la comunidad uno de los signos de la comunión con la Iglesia universal... Recibiendo de
la Iglesia la ratificación de su elección, se vuelve responsable ante ella. A la Iglesia-jerarquía pero también al
Pueblo de Dios debe rendirle cuentas de la misión de la comunidad. En medio de los hermanos el abad es el
recuerdo viviente de que la comunidad no vive para sí misma. La comunidad eclesial tiene derecho a esperar
que ella viva según lo que profesa ser: un verdadero centro evangélico donde, en comunión con todos los
otros, se construye el Cuerpo de Cristo; los cristianos de hoy están sensibilizados en este sentido.

De ese espíritu de fe debe resultar un verdadero espíritu de colaboración. La RB vuelve a esto continuamente
en todos los niveles. Incluso si habla en términos de obediencia, ella retorna a lo mismo, si se da a este
término todo su alcance.

Colaborar, cooperar con alguien supone, en efecto, un don de sí que puede exigir mucho. Todos los
hermanos, en comunidad, persiguen juntos un fin común. Cada uno aporta a esto su propio sello. Sin
embargo, este aporte de todos no suprime el papel determinante y único del abad. A este nivel es cómo
podrá ponerse especialmente a prueba la verdadera obediencia que libera de sí mismo. No sólo aceptar la
influencia sobre su propia vida personal, de otra personalidad, sino además aceptar cooperar lealmente en
un sentido que no es forzosamente su propio sentido espontáneo... En la reciprocidad que está en el corazón
de toda colaboración, hay que asumir también el desfase debido a la autoridad. Ésta actitud es el fruto de la
ascesis descrita en el capítulo séptimo. Ella no quita nada a la exigencia de verdad y cuidado del verdadero
bien común, del cual nadie puede liberarse cualquiera fuese su lugar en la comunidad.

Esta misma colaboración supone un verdadero espíritu de caridad, en el auténtico sentido de la palabra, con
toda su carga de humanidad y de corazón.

El abad es un hermano de la comunidad que aceptó la pesada tarea que sus hermanos le han confiado
después de haber estimado que él era es más capaz para eso. Más que ningún otro tiene el derecho a la
amistad y a la confianza de todos. “Las comunidades tienen los abades que se merecen”, se decía en otro
tiempo. Si la influencia del abad sobre la comunidad es grande, la influencia de la comunidad sobre el abad
es considerable. Esto es constante.

La RB tiene una frase que, en su simplicidad, es admirablemente exacta: “Amen a su abad con una caridad
sincera y humilde” (72,10). “Amen...”, con esta gran confianza de hombres que saben que unos y otros
pueden contar con la mutua comprensión que da una larga vida de camaradería. “Sincera y humilde...”,
aceptando al mismo tiempo al hombre y a la función, no pudiendo disociarse ninguno de los dos ni en un
sentido ni en el otro; aceptando también lealmente su propia posición dependiente con un corazón
simplificado, buscando superar lealmente las complejidades inherentes a esta situación. Se habla hoy un
poco apresuradamente de la “madurez” del hombre, que no debería tener más problemas en su relación con
la autoridad. Quizás sea más sabio reconocer que esta relación será siempre difícil, tanto de un lado como
del otro. Esta dificultad, mirada de frente y asumida, no se transformará entonces en reproches inconfesados
(o incluso dichos) de uno y otro lado. En esta humildad recíproca, la confianza será preservada, incluso la
misma amistad.

Como toda relación de hombre a hombre, la relación con el abad no es sino una relación original en cada
caso. Como se ha dicho más arriba, esta relación no debe ser estorbada por modelos sobre impuestos. Al
76

igual que la comunidad no es una “familia” sino simplemente una comunidad, lo mismo el abad no es un
“padre” sino un abad. Inútil es preguntarse si la relación es “filial” o “paternal”. En la frase citada más arriba,
la RB no se lo cuestiona así. Lo que importa es que sea una relación “verdadera”, es decir que integre poco a
poco todos los componentes que constituyen toda relación, más aquellas que le son propias: edades,
personalidades, culturas, situaciones de autoridad y de obediencia, etc... Tener en cuenta también del
tiempo necesario a la maduración de toda relación humana; más que cualquier otra, ésta no debe ser
forzada. Si todos los componentes son asumidos en el espíritu del Evangelio, la relación con el abad será
“exacta”, lo que no siempre quiere decir “fácil”. A causa de su importancia, para cada uno será un test
privilegiado de su espíritu de fe, de verdad y de amor.

Los capítulos 2 y 64 de la RB

Estos capítulos siempre han sido considerados como entre los más importantes. Conciernen en primer lugar
al mismo abad. Reflejos de una experiencia de vida, ellos no pueden ser verdaderamente comprendidos sino
haciendo esta experiencia, es decir la del abadiato con sus cargas, sus gozos y sus penas.

Sin embargo, no están reservados al abad. En efecto, revelan todo un “espíritu”, que debe impregnar la vida
de la comunidad y las relaciones de los hermanos entre ellos. Son tanto más importantes hoy cuanto que las
condiciones actuales vuelven a cada uno mucho más responsable de los otros, en relaciones más profundas
de ayuda mutua espiritual. Nada vale como el mismo texto de estos capítulos, siempre releídos a la luz de la
experiencia vivida por cada uno.

El capítulo segundo es muy cercano al capítulo correspondiente de la RM. Los comentaristas sin embargo,
hacen notar una diferencia notable de tono. Señalando continuamente la responsabilidad del abad, la RB
suprimió el texto que hacía perder al monje su propia responsabilidad desde el momento en que estaba bajo
obediencia. Este cuidado de dejar intactos, en su respectivo nivel, las diferentes responsabilidades es uno de
los rasgos importantes de la RB. A esto somos más sensibles hoy, y sin duda con límites más grandes que en
otro tiempo66.

El capítulo 64 es más original. Forma parte de la sección propia de la RB, debida a su autor. Allí se advierte
una nota más humana, incluso más respetuosa de las personas, más evangélica. Se podría ver allí el reflejo
de una mayor madurez en la experiencia de la conducta de los hombres en el sentido del Evangelio.

Se pueden subrayar algunos rasgos de este “espíritu”. En primerísimo lugar, ese sentido del
discernimiento(discretio), que se vuelve una de las notas más específicas del espíritu benedictino. Es lo que el
Padre de Vogüé llama el cuidado de la subjetividad, es decir de la unidad de cada persona, de que nadie
sigue exactamente el mismo caminar. El cuidado del bien común no debe hacer perder jamás de vista que
cada persona es un universo propio, que no puede ser sacrificado por nada. De ahí también el sentido de la
“palabra” del diálogo para ayudar a cada uno a ser la luz para sí mismo. La acción sobre los otros pasa por su
propia libertad. Esta carga de “advertir” es una de los más difíciles, pero también de las más importantes.
Pide valentía, pero también mucho amor por el otro para que pueda alcanzar sus frutos. Pide igualmente que
cada uno sea capaz de ser advertido...67.

66
A. de VOGÜE, La communauté et l’abbé, DDB, 1961, cap. II.
67
En el original francés dice: «que chacun reste “avertissable”» (N.d.T.).
77

El capítulo 64 trata también de la sucesión del abad. Esta cuestión está ahora reglamentada por las
Constituciones aprobadas por la Iglesia en el marco general de la vida religiosa. Esta última cuestión subraya
bien la verdadera relación del abad y de la comunidad. Si el carisma era antes aquel del “abba” del desierto
alrededor del cual se agrupaban los hermanos, esto no es más así en el cenobitismo. El carisma es el de la
comunidad. Ésta confía la responsabilidad al abad, pero el carisma de la tradición propia perdura en la
comunidad a través de la sucesión de los abades.

Elementos bibliográficos

A. de VOGÜÉ, La communauté et l’abbé, DDB, 1961, cap. II

G. DUBOIS, «Études sur les chapitres 2 et 64 de la RB», en Séminaire pour les maîtresses de novices
cisterciennes, Laval 1972.

A.VEILLEUX, «La théologie de l’abbatiat et ses implications liturgiques», suplemento de La vie spirituelle,
1968.

G. LAFONT, «L’Esprit Saint et le droit dans l’institution religieuse» suplemento de La vie spirituelle, 1967.

O. DU ROY, Moines aujoud’hui.

XI. COMPARTIR RESPONSABILIDADES (RB 3 y otros capítulos)

El sentido de la responsabilidad

Si el abad tiene en la comunidad una responsabilidad que le es propia y es única en su género, él no


monopoliza la responsabilidad de la comunidad. Eso no sería ni cristiano ni humano.

Este es uno de aquellos puntos sobre los cuales está en curso una evolución considerable en la sociedad, sin
que se pueda decir que haya encontrado aún su equilibrio, ¡lejos de eso! Es un hecho cultural demasiado
importante para que no tenga repercusiones en la Iglesia. La Iglesia ha comenzado en este ámbito un
profundo cambio de mentalidad y de estructuras en todos los niveles. (El documento de la Asamblea de los
obispos en Francia de 1973 se titula: “Todos son responsables en la Iglesia”; esto es solo un signo entre
muchos otros). Cambio que pasa a los hechos muy lentamente, no sin reacciones, a veces violentas, y en
sentidos diferentes.

Las causas de esta evolución son complejas. Encontramos por todas partes análisis más o menos pertinentes.
Algunas de estas causas tienen un mayor impacto para nosotros.

La difusión de conocimientos de todos los órdenes, y en particular el de la información a todas las escalas, ha
cambiado en primer lugar considerablemente las situaciones. Todo se sabe o termina por saberse. El
responsable no es más aquel que “sabe”, situación que durante mucho tiempo ha sido una de las bases de su
autoridad. En una comunidad incluso poco numerosa, el abad ya no puede pretender saber todo lo que pasa:
“Nunca tendrá reposo” (RB 64,16). Además, él no puede pretender también “juzgar” en todos los dominios.
Las diversas “capacidades” pasan a menudo por otras manos. Todo responsable hoy está en una situación
78

semejante. La capacidad de apreciar una situación y de elaborar una decisión se difunde ahora en el cuerpo
mismo de la comunidad.

Esta nueva situación ha desarrollado el sentido de la autonomía personal; la cual se ha vuelto uno de los
valores fundamentales de nuestra época (aún cuando, de hecho, esté más contrariada y amenazada que
nunca). Ya, en su contexto cultural, la RB pedía al abad tener en cuenta la subjetividad de cada uno, es decir
su dignidad de hombre. Todo el contexto actual acentúa asimismo este sentido, sea a nivel social y político, o
bajo la influencia de las ciencias humanas.

Para ser breve (no se trata aquí de hacer un estudio...), basta agregar un tercer punto, ciertamente por
mucho el más decisivo: un redescubrimiento del sentido de autoridad según el Evangelio que ha
transformado nuestra visión de la Iglesia. Es la comunidad entera la que es Iglesia y es responsable de su
porvenir, aún cuando no todos tengan la misma participación en esta responsabilidad común. Guardando las
debidas proporciones, lo que es verdadero de la Iglesia lo es también de la comunidad monástica.

Estos cambios de perspectiva ¿no están en profunda oposición con la experiencia propuesta por la RB que
parece descansar casi enteramente sobre una entrega total de sí a la responsabilidad de otro, sobre todo en
lo que concierne justamente a la marcha común del conjunto, a fin de poder “vacar en las cosas de Dios”?
Estos cambios de perspectiva ¿no socavan uno de los fundamentos de la comunidad benedictina y de la
búsqueda espiritual propia de esta experiencia?

El riesgo es cierto y negarlo sería taparse los ojos. El riesgo es tanto más grande cuanto que estamos en
período de transición, y por tanto de equilibrio todavía mal hallado tanto en el plano de las personas cuanto
en el plano de la comunidad y de sus estructuras. Esta inestabilidad nos es, por otra parte, común con la
mayoría de las instancias colectivas actuales, en la empresa, en el Estado, hasta en la misma Iglesia.

La superación de este impasse es sin duda, en parte, una cuestión de estructuras. Cada comunidad trabaja en
esto en su nivel, los diferentes Capítulos también. Pero la verdadera cuestión se sitúa más allá de las
estructuras, es una cuestión de madurez de las personas. Madurez que no se alcanza en un día, ni incluso en
pocos años, sobre todo cuando se han adquirido ciertos hábitos. La madurez humana y espiritual de los
hombres es la que permitirá asumir esta situación, en el sentido de una comunidad cada vez más
responsable.

Toda la formación de la RB debería (!...) llevar a esta madurez humana y espiritual, siendo las dos
indisociables. Si, de hecho, no siempre se llegó a este resultado, es sin duda porque una concepción
demasiado estrecha de la obediencia no dejó trabajar el factor indispensable del sentido de la
responsabilidad. Sólo algunos responsables, en torno al abad, podían ejercer en ellos este sentido humano
necesario. Muchos otros no tuvieron la ocasión y, a pesar de una generosidad cierta, no alcanzaron una
madurez de juicio y de afectividad suficientes. Esta situación, sin duda, será siempre una de las dificultades
de la vida monástica.

Y sin embargo la RB cuenta con actitudes que deberían favorecer esta madurez de juicio y de afectividad.

El capítulo 72 entero es la descripción de un hombre que supo superar sus propias necesidades para estar
disponible para los demás: “Nadie buscará lo que es útil para sí, sino más bien lo que es útil para otro”. No
puede haber verdadero sentido de responsabilidad sin esta disposición fundamental, nunca alcanzada
plenamente por otra parte. No basta con ser responsable de los propios actos, sino además de sus
repercusiones sobre los otros y sobre el conjunto de la comunidad.
79

El hábito del silencio y de la guarda de la palabra debería poner fin a la inflación de informaciones mal
trasmitidas o infundadas. En el silencio es donde se elaboran las verdaderas palabras responsables de las
cuales se asumen las consecuencias.

La RB pide al abad, como cualidad primordial, la “discreción” o el “discernimiento”, es decir, la capacidad de


saber juzgar y asumir cada situación no en función de principios absolutos, sino en función de las personas
ante todo. La entera vida de la comunidad debería desarrollar en todos esta aptitud de comprender a los
demás, sus situaciones, sus evoluciones, etc. El contexto actual de intercambios más frecuentes debe
favorecer este desarrollo y por tanto el sentido de la responsabilidad común.

En fin, y es uno de los puntos fuertes de la RB, el hábito de juzgar todo delante de Dios es el fundamento de
la madurez responsable. Discreción y responsabilidad, en efecto, son casi sinónimos. La discreción en el
sentido antiguo no es la actitud timorata que nos hacemos. Es la capacidad de “elección justa” en lo real de
una situación. Es el don de la decisión práctica que “corta por lo sano”, como se dice, pero habiendo asumido
lúcidamente todos los riesgos. Es el arte de tomar riesgos justos o de asumir las responsabilidades con
conciencia y lucidez, ante los hermanos y ante Dios, ante aquellos a los que se ha de responder. Cada vez que
la RB pide al abad designar un responsable, da como criterio de elección “un hombre temeroso de Dios”. Y el
abad mismo es remitido continuamente a esta relación con Dios. Este temor de Dios podría todavía llamarse
el coraje del “corazón recto” que, ante Dios, se compromete en el sentido de lo que su conciencia le indica
como lo más verdadero en la situación en la que él se encuentra. Ser responsable quiere decir “ser capaz de
responder por sus actos”. El “temor de Dios”, en el sentido de la RB, quiere decir la aptitud de no querer sino
la voluntad de Dios, de consagrarse a ella, con riesgo incluso de sacrificarse a ella. Es la actitud misma de
Cristo. La RB no descuida la capacidad, ella la pide al mayordomo, al enfermero, al hospedero... pero es esta
cualidad del corazón la que es más indispensable. Ella se enraíza en una verdadera vida espiritual.

Es por eso que, permitiendo hoy a cada uno de los miembros de la comunidad participar mucho más en la
responsabilidad común, los cambios actuales, lejos de malograr la vida espiritual, deberían al contrario dar la
oportunidad de una mayor profundización. Deberían permitir ir más lejos en esta experiencia de la búsqueda
del Espíritu de Dios en y por una vida de mayor comunión.

Este reparto de la responsabilidad común se hace a muchos niveles. En primer lugar a nivel de la comunidad
entera, luego en el de las instancias más particulares.

El consejo de los hermanos (RB cap. 3)

En el contexto actual, este breve capítulo recobra toda su importancia. Su origen en la tradición monástica es
bastante confuso. Sin embargo, parece que algunos ensayos en este sentido aparecieron muy temprano en la
historia del cenobitismo (en particular san Basilio), lo cual subraya el acuerdo espontáneo de los legisladores
del cenobitismo debido a su común referencia a la Escritura 68. Ciertamente es el Evangelio el verdadero
inspirador de esta búsqueda, tanto hoy como en otros tiempos.

El consejo de toda la comunidad

68
Cf. A. DE VOGÜE, La communauté et l’abbé, p. 204.
80

En todas las comunidades, con más o menos determinación y según las modalidades propias de cada
tradición, se ha hecho un esfuerzo para hacer participar aún más a la comunidad entera en la elaboración de
las decisiones importantes. Esta consulta puede hacerse de varios modos, sea en sesión plenaria, sea por
grupos, sea incluso por escrito.

La reunión plenaria es sin duda uno de los momentos más ricos de la vida comunitaria. No siempre es
posible. Cuando ella se presenta, debe ser vivida plenamente. Es la oportunidad de conocer mejor a los
hermanos y sus motivaciones más personales que, en la vida cotidiana, a menudo no percibimos. En ella se
hace escuchar “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2,7).

La reunión plenaria debe ser vivida asimismo en verdad. Se trata de toda una educación que se va haciendo
poco a poco. Primero, saber verdaderamente “escuchar”, incluso a aquellos que no piensan como nosotros.
Saber también “hablar”. Es bueno preparar de antemano lo que se va a decir, para no dejarse impresionar
por aquellos que hablan más o mejor. Se trata de decir una “palabra” que esté enraizada de verdad en
nuestra vida, nuestro juicio, y no una “idea” que surge en contacto con otras ideas, sea para encajarla, sea
para oponerse a ella. Eso supone también una participación activa en la vida de la comunidad, que se siente
verdaderamente “comprometida” con los demás, y no juzgando los hechos como de lejos, desde el punto de
vista de Sirius69. La manera de expresarse en comunidad es a menudo reveladora de lo que nosotros somos
(es por eso que hablar es siempre “comprometedor” y a veces cuesta). Revela nuestra afectividad tanto
como nuestro juicio. Estas reuniones son una prueba de verdad para todos y para cada uno. Pueden también
ser uno de los crisoles donde se forja la verdadera unión de la comunidad, incluso y casi necesariamente a
través de los conflictos.

No se trata de crear conflictos por mero gusto. Pero una reunión comunitaria será verdadera si se asume el
miedo a los conflictos y a las tensiones. Sólo venciendo su propia tensión interior, delante de Dios y en paz,
se podrá recibir la verdad que se llegue a decir o escuchar. “Nada es más dañino para el juicio objetivo que
los lazos de afinidad...” (Regla de Taizé); es decir, en particular, todo lo que pueda asemejarse al “espíritu
partidario” (Flp 2,3). Una comunidad monástica está trabajada por corrientes diversas, luchas más o menos
conscientes de influencias, y por todos los fenómenos habituales a cualquier grupo humano. Hay que saberlo
ver. Incluso es posible hacer, a escala reducida, un análisis parecido al de la sociedad entera, tanto en el plano
social como político. No es a este nivel que la comunidad monástica se distinguirá de toda otra comunidad.
Sería falso y nocivo creerlo. Al contrario, si sus conflictos internos son los mismos que en otros lados, su
manera de afrontarlos y superarlos será con otro “espíritu”. Nada es más opuesto a este espíritu que el
“espíritu partidario” del que habla Pablo a los Filipenses (2,3) 70. Cada uno debe hablar según su conciencia, a
riesgo de desolidarizarse de aquellos que de ordinario son de su misma opinión. Esta frasecita de san Pablo
es hoy una luz que no hay que olvidar en el momento donde las diversas tendencias trabajan las
comunidades. La tentación de emplear los medios del “mundo” es fuerte: reunir las fuerzas, hacer alianzas,
etc., por la “buena causa”. Es una falta de fe. En una comunidad monástica no es la ley del más fuerte la que

69
Sirio, o Sirius en su denominación latina, es el nombre propio de la estrella Alfa Canis Maioris (también Alfa
Canis Majoris), la más brillante de todo el cielo nocturno vista desde la Tierra, situada en la constelación del
hemisferio celeste sur Canis Maior (N.d.T.).

70
El autor toma la versión francesa de la Biblia de Jerusalén que dice “esprit de parti”. Esta expresión se
traduce como “partidismo”. La traducción española de la misma Biblia dice “rivalidades”, y la Biblia del
Pueblo de Dios dice: “espíritu de discordia o de vanidad” (N.d.T.).
81

debe moverla, ni la de los más numerosos, sino únicamente la ley de la verdad y del amor. Es al menos el fin
a perseguir sin cesar a la luz del Evangelio. “El fin del consejo es buscar toda la luz posible sobre la voluntad
de Cristo para la marcha de la comunidad”, dice la Regla de Taizé. “Todos serán llamados a consejo porque a
veces el Señor revela al más joven lo que es mejor”, dice la RB (3,3). Esto brota del mismo espíritu. Es posible
escuchar en esta frase de la RB como un eco de nuestras concepciones democráticas modernas. Pero así no
se capta todo su alcance. Ella surge, en efecto, de un espíritu distinto, no tiene otro fin que ponerse a la
escucha del Espíritu, que se nos da a todos y no sólo a los responsables. Este capítulo, más o menos olvidado
por mucho tiempo, hoy recobra toda su envergadura a causa de su armonía con la concepción eclesial del
Vaticano II, que recupera la verdadera tradición cristiana.

Una verdadera libertad de palabra es por tanto necesaria. La RB subraya la necesidad de una actitud de
humildad delante de la autoridad, o más bien, ella aparta la actitud “inmadura” (diríamos hoy) que resiste
“descaradamente”. De hecho, la pasión o la emotividad pueden a menudo mezclarse con las mejores
razones: “Es el momento en que tú debes buscar la paz e ir tras ella, huir de las protestas y de la tentación de
querer tener la razón, esto es lo aconsejable”, dice otra vez la Regla de Taizé. Esta actitud no sólo vale frente
a la autoridad sino igualmente frente a toda oposición o contradicción que venga de los hermanos. Se
adquiere poco a poco. Es el reflejo de la verdadera libertad interior (cf. RB capítulo 7, en particular los grados
9º, 10º y 11º).

Uno de los signos de madurez es poder discutir con la misma libertad frente a la autoridad. En la elaboración
y la discusión de una decisión a tomar, cada uno debe hablar con toda libertad, según su conciencia. La
autoridad no es en sí un argumento; si esto fuera así, sería socavar desde la base toda deliberación y volverla
inútil.

Al contrario, una vez tomada la decisión, “todos deberán someterse a ella” (RB 3,5). Primeramente, es una
simple cuestión de fair-play en el juego comunitario, luego, de un espíritu de fe en la acción del Espíritu en la
comunidad, y, finalmente, de amor a los hermanos. Todo lo que se ha dicho de los capítulos 5 y 68, se aplica
aquí con las mismas exigencias y los mismos límites.

El texto del capítulo recuerda aquí un punto capital: la Regla común. Las tres instancias que equilibran la
experiencia monástica se hacen así presentes: la comunidad reunida, la autoridad viva del abad y también la
regla común. En efecto, la comunidad no es, por sí misma, dueña de su destino. Por honestidad en primer
lugar de los miembros entre sí, debe respetar lo que funda esta reunión de todos, el fin mismo de la
comunidad y su orientación profunda. Por honestidad también debe serlo hacia los demás miembros de la
comunidad-Iglesia, de la cual es una célula viva, y que tiene el derecho de contar con ella. No se trata de
guardar una fidelidad mezquina a la Regla; al contrario, se trata a veces, gracias a decisiones graves, de
permanecer fieles al objetivo que ella indica. En efecto, muchas veces por cuestiones del nivel de “asuntos
importantes” (RB 3,1) es por lo que el abad convoca a los hermanos. Todos, efectivamente, tienen derecho a
la palabra sobre lo concerniente a lo más profundo de su vida. Incluso a menudo los “más jóvenes” o los
menos directamente comprometidos en cargos de la comunidad, perciben con más agudeza el sentido
profundo de la vida de la comunidad, mientras que los “competentes” pueden estar más o menos ciegos por
cuestiones de orden más técnico. El abad es el que finalmente, ante Dios, le toca discernir lo que el Espíritu
de Dios pide a la comunidad a través de todo lo que ha sido expresado.

Un cambio muy importante, sin embargo, ha sido introducido por el derecho de la Iglesia. Como lo hizo notar
el Abad primado, el Padre Weakland, éste no ha sido suficientemente asumido de verdad: “La idea expresada
82

por san Benito en el capítulo 3 de la Regla, es bastante clara, la última responsabilidad reposa sobre el abad.
La modificación de esta idea bajo el efecto del derecho... no es simplemente accidental en su naturaleza, es
realmente esencial. Se han específicamente enumerado casos por los cuales el consentimiento del Capítulo,
expresado por voto secreto, es absolutamente necesario para que el abad pueda actuar. En esos casos, el
derecho de la Iglesia coloca el poder de decisión en manos de los miembros del Capítulo o del consejo de los
ancianos. La responsabilidad de decidir descansa por lo tanto sobre aquellos que, por la ley, deben tomar
una decisión. Esto aporta una modificación evidente del espíritu del capítulo 3 de la Regla, y esta
modificación de ningún modo ha sido introducida bajo el efecto de recientes influencias democráticas. Pocos
comentaristas de la Regla y pocos autores de espiritualidad benedictina han abordado las numerosas
ramificaciones espirituales nacidas de este cambio de espíritu aportado por el derecho de la Iglesia al
capítulo 3 de la RB”71. En efecto, es llevarle a la comunidad entera y por tanto a cada uno de sus miembros, la
responsabilidad fundamental de su propia orientación, de su devenir. “El problema es más importante de lo
que parece a primera vista, puesto que los casos por los cuales se exige votar son realmente los más
importantes. Son los votos que tienen por objeto el género de los candidatos admitidos en el monasterio
(punto muy importante que puede determinar la fisonomía de una comunidad), o grandes gastos de dinero
(y nos volvemos cada vez más conscientes de la influencia que puede tener el aspecto material de un
monasterio sobre el futuro de la comunidad)” 72. Espiritualmente, esto hace que se pase de la actitud de
entregarse uno mismo y la comunidad en manos de otros con espíritu de fe, a otra actitud: la de una
colaboración activa y responsable que pueda llegar todavía más lejos en el don de sí y la superación de sus
propias estrecheces. Esta actitud necesita de todos los hermanos un espíritu de fe y de amor más
comprometido.

En efecto, en tal perspectiva, “el aspecto más importante del voto no es el voto mismo sino la manera en que
se ha obtenido... Lo que cuenta no es que la mitad más uno tenga una opinión... Lo que importa es que se
haya alcanzado un consenso ante todo emprendimiento de cierta importancia... Una comunidad de monjes
sanos y normales debe estar convencida del valor de un proyecto de cierta importancia antes de
emprenderlo. Un consenso significa que una comunidad ha recibido información suficiente, que ha hecho un
análisis claro..., que ha tomado la opinión de expertos, que ha escuchado el parecer del abad... Para que un
proyecto sea verdaderamente exitoso, no basta una conformidad exterior. Es necesario estar convencido. El
papel del abad no es sólo presidir sino ayudar a que se alcance un consenso...

“Llegar hoy a una decisión es mucho más difícil porque las capacidades y los conocimientos profesionales son
indispensables... Es por esto que el abad y la comunidad deben apoyarse en expertos, a veces de entre ellos
mismos o de afuera, antes de estar en condiciones de llegar a una decisión... Sin embargo, la tarea primordial
del abad reside en lo siguiente: él debe constantemente invitar a la comunidad a examinar las razones y los
motivos de sus decisiones; debe obligar a los miembros a preguntarse si obran según el Evangelio... Eso
significa que las decisiones no serán siempre tomadas de acuerdo a lo que los expertos llamados en ayuda
hayan juzgado con más eficiencia... Una comunidad en la cual el abad diese así el tono, buscará la voluntad
de Dios escrutando el sentido del Evangelio en las circunstancias particulares en las cuales ella se encuentre y
en relación con las decisiones específicas que tenga que tomar” 73.

71
Collectanea Cisterciensia, 1969/2, “L’abbé dans une société démocratique”, p. 104.
72
Ibid., p. 105.

73
Ibid., pp. 106-108.
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Los diferentes consejos

La RB sólo prevé un consejo de “ancianos”. Estos “ancianos”, por otra parte, no son fáciles de identificar
exactamente en el texto de la Regla. Lo cual tiene, por lo demás, poca importancia. No se trata de
reconstituir una organización que, por otro lado, indudablemente ha cambiado bastante.

Es más importante subrayar el espíritu que impulsa a la constitución de uno o varios consejos. La enorme
responsabilidad dejada al abad no lo separa de los hermanos, incluso en las cuestiones más corrientes. Con
la ayuda de ellos y sus consejos es cómo él dirige constantemente a la comunidad. Hoy las prescripciones
legales han reglamentado mucho más todas esas cuestiones. Este aspecto más jurídico, cuya necesidad no se
discute, no debe borrar el aspecto principal de la colaboración de todos en el bien común en un espíritu de
comunión, como acabamos de decir.

Además, hoy, se ha introducido una diferencia: cierto número de hermanos son designados por la misma
comunidad para asistir de este modo al abad en sus decisiones. Esta evolución, relativamente mínima al plan
estructural, es mucho más rico a nivel de sentido: es significativo de un cambio profundo de las mentalidades
respecto de la responsabilidad global de la comunidad, como se dijo más arriba.

Más aún, los diferentes “consejos” se han multiplicado, al igual que las diferentes “comisiones”... Hay que
buscar un equilibrio. Todavía no se ha alcanzado en el plano estructural: “Estas estructuras nuevas son de un
rodaje lento, y el concilio, al pedir la verdadera participación de los hermanos, no simplificó ni la vida de
éstos, ni la del superior...” 74. Estas nuevas estructuras son hoy imprescindibles para hacer frente a las nuevas
exigencias de las condiciones de vida actuales. Pueden ser la ocasión de muchas pérdidas de tiempo, de
fricciones y de incomprensiones mutuas. Pero mucho más pueden ser la ocasión de un mayor espíritu de
colaboración y de confianza mutua. Si cada uno es responsable del conjunto, cada uno es responsable de
todo. La vida en común se tornaría una carga aplastante si todos tuviesen que comprometerse en todos los
problemas de la vida en común, multiplicados por el número. En ese caso, sería mejor tener que enfrentar
sólo los problemas planteados por la vida de una sola persona: se tendría más tiempo para “vacar en Dios”...
Al contrario, la confianza mutua debe permitir “hacer confianza” a aquellos que son responsables de tal o
cual sector y de ayudarlos en sus tareas con simplicidad, tomando cada un en serio su propia responsabilidad
en el sector que le es propio. En lugar de multiplicar los cargos de cada uno, el número debería más bien
disminuir y dejar a todos el tiempo de “vacar en las cosas de Dios”, gracias a este reparto de cargos. Los
responsables, y el mismo abad, podrían entonces vivir ellos también la “vida monástica” que vinieron a
buscar al monasterio, en lugar de ser a menudo transformados, por la fuerza de las cosas, en ejecutivos... 75.

Hay mucha utopía en esta exposición... pero la utopía ha encontrado hoy todo su valor positivo. Con
frecuencia es creadora.

La reforma de las estructuras es uno de los medios de aproximarse a esta utopía. Mucho más indispensable
aún es con certeza la madurez responsable de cada uno y de todos los miembros de la comunidad.
Ejerciéndola es como se adquiere esta madurez, incluso a riesgo de algunos accidentes en el trayecto.

74
Dom Denis HUERRE a la comunidad de En-Calcat, 1975.

75
En el original francés dice “businessmen”, término inglés que significa “ejecutivos” u “hombres de
negocios” (N.d.T.).
84

Esta multiplicación de instancias, lejos de disminuir el papel del abad, lo hace todavía más necesario,
cambiando sin embargo bastante en la práctica. Éste será más un papel de coordinador, para impedir a cada
una de estas instancias encerrarse en su propia óptica (lo que sería la inclinación natural) y abrirlas hacia las
otras, manteniendo la orientación del conjunto.

El responsable de los novicios

Éste (en la RB nunca se habla del “padre Maestro”) puede relacionarse con los seniors. Él también debe
atender con “solicitud” a aquellos que se le han “delegado”. Su papel es sin embargo muy particular. Debe
“velar atentamente” sobre ellos para discernir lo que viven profundamente y asegurarse “que buscan
verdaderamente a Dios” y “saben a qué se comprometen” (RB 58,7 y 12). De ahí la única cualidad que se le
pide: “apto para ganar almas” (58,6).

El prior

No goza de muy buena imagen en la RB. Ésta muestra más bien todo lo que él no debe ser: un segundo abad.

Él es, en efecto, el “segundo” del abad, lo que no es lo mismo. En casi todas las organizaciones humanas, hay
un “segundo” al lado del responsable importante; es casi una ley de los grupos. Su papel es a menudo difícil
de definir, y sin embargo, puede ser de una gran importancia. Supliendo al abad en caso de impedimento
provisorio, escuchando o viendo lo que el abad no puede entender ni ver directamente, intermediario a
veces entre él y los hermanos, el prior puede tener un papel considerable sobre la calidad de las relaciones
en la comunidad y sobre su espíritu.

La RB describe un cuadro que es exactamente opuesto de lo que pudiese haberse esperado de él: lo muestra
como factor de división más bien que de unidad y denuncia la causa de esto en el hecho que él ha sido
nombrado por una autoridad exterior. Nombrar, desde afuera, a un “segundo” al lado de un responsable, es
ordinariamente signo de desconfianza, y es poner en un lugar tanto a un espía como a un competidor. Es por
eso que el abad mismo elegirá a su prior, para que su confianza mutua no esté viciada en el origen. Es por
eso también que, si la comunidad estima que un prior es útil, ella no lo impondrá al abad sino que lo pedirá
por razones objetivas y el abad lo nombrará con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. Todo debe
hacerse en un clima de confianza si se persigue una obra constructiva real. Más que los seniors, el prior es el
que hace lo que manda su abad (RB 65,16); no tiene responsabilidad propia directa, lo que no quiere decir
que no deba obrar personalmente, con todo lo que ello implica en el aspecto humano; pero verdaderamente
es el “segundo” del abad en tanto que prior. El lugar del “segundo” es difícil, exige mucho olvido de sí y
coraje.

“Si es posible, provéase a todas las necesidades del monasterio, como antes establecimos, por medio de
decanos, según disponga el abad” (RB 65,12). El retorno a los grupos ha modificado considerablemente el
papel del prior desde hace algunos años. Sin embargo, no parece que ya no tenga razón de ser, muy por el
contrario. Pero el equilibrio de las nuevas responsabilidades propias está por descubrirse...

Los servicios de la comunidad


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Con el capítulo 31, “Del mayordomo”, se abre la parte más larga de la RB. Concierne a la organización de los
“servicios” comunitarios.

Todos estos “servicios”, de diversa importancia, constituyen la vida corriente de la comunidad como de toda
comunidad humana. Todos representan una participación en la responsabilidad común, incluso a veces
considerable, como, por ejemplo, el que corresponde a los mayordomos. La complejidad misma de las
condiciones de vida aumenta aún más estas responsabilidades, siendo cada uno más o menos el único juez
en su propio dominio. La “capacidad” es un valor del que se puede cada vez menos prescindir.

Pero estas responsabilidades, a diferencia de las precedentes, no son directamente responsabilidades frente
a personas, sino más bien en relación a tareas a asegurar, a obras a cumplir. Su influencia es sin embargo
preponderante a menudo, incluso para el bien espiritual de las personas; es por eso que estas
responsabilidades no pueden ser administradas en su nivel, sino siempre en armonía profunda con el fin de
la comunidad y el bien de los hermanos. También esto se tendrá que revisar.

Conclusión

La comunidad está compuesta por voluntarios, hombres que han elegido poner en común su búsqueda de
Dios en un compartir total de vida. Este compartir comprende también compartir de la responsabilidad del
conjunto. A algunos, se les pide tomar una parte más activa en esta responsabilidad. Las Constituciones y
Declaraciones de cada congregación monástica regulan la designación de los principales responsables y otras
cuestiones de este orden.

La RB prevé que el abad nombre él mismo a todos estos responsables (RB 65,11). El derecho actual no
cuestiona este principio, incluso si ha establecido algunos criterios más precisos para legitimar la elección del
abad. Aparte de los consejeros elegidos, que son más representantes de la comunidad que responsables
activos, es el abad el que todavía instituye cada función en la comunidad, aunque con el parecer de los
hermanos. Es quizás su más pesada responsabilidad. Mayor sin duda que el de las estructuras, la comunidad
y su porvenir dependen, en efecto, de hombres que hacen marchar sus estructuras. Estos hombres son
responsables ante la comunidad, a la cual ellos aseguran el servicio, y, por consiguiente, ante el abad que los
ha nombrado a este efecto. Más que los demás, ellos crean el espíritu de comunidad y su unidad o
degradación.

Las responsabilidades son una gracia. Ellas exigen mayor esfuerzo. Con sus preocupaciones y sus penas, traen
también sus gozos. Ellas no se piden ni se rechazan, sino que se aceptan con espíritu de obediencia y de
amor a los hermanos.

Comportan un riesgo. Sus dificultades, a veces muy pesadas, pueden crear ilusiones. Pueden volverse un
alimento suficiente y llevar al monje a preocupaciones y actividades que cualquier hombre tiene al asumir
una responsabilidad de este género. Pueden entonces distraernos y volverse una excusa, que nos aparta de
la verdadera prueba de la vida monástica en el silencio y la soledad, que conocen mejor los hermanos cuya
vida permanece más escondida.
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