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DANIEL COSÍO VILLEGAS

, El sistema político
mexicano
LAS POSIBILIDADES DE CAMBIO

MÉXICO, 1976
Primera edición (lnstitute of Latin American Studies,
The University of Texas at Austin), 1972
Segunda edición, corregida y aumentada, diciembre de 1972
Tercera edición, marzo de 1973
Cuarta edición, agosto de 1973
Quinta edición, mayo de 1974
Sexta edición, octubre de 1974
Séptima edición, diciembre de 1974
Octava edición, marzo de 197 5
Novena edición. octubre de 1975
Décima edición. agosto de 1976
D. R. © 1972. Editorial Joaquín Mortiz, S.A.
Tabasco 106, México 7, D.F.
BREVE ADVERTENCIA

El origen remoto de este Ensayo fue una iniciativa del


profesor Stanley R. Ross, entonces director del Instituto
de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Te-
xas, encaminada a reflexionar sobre la vida pública del
México de hoy. El método empleado en lo que acabó por
llamarse Indagación Política: México fue et conocido de
pedirte a un ponente que presentara por escrito cierto as-
pecto del problema mayor, escrito que, distribuido con
oportunidad entre los comentaristas invitados, es objeto
de una detenida discusión, que se graba en cinta magne-
tofónica. El propósito final era hacer un libro con tas
ocho ponencias pedidas y sus respectivos comentarios. Pero
como suele ocurrir cuando los mexicanos intervenimos
en estas cosas, no todas se presentaron por escrito, sino
oralmente, aunque con el solemne ofrecimiento de repa-
rar pronto esa falta.
Yo mismo, el primer mexicano invitado, la cometí, si
bien traté de componerla, haciendo, no una, sino tres
exposiciones orales y ofreciendo enviarlas escritas en bre-
ve plazo. Pero al poner manos a la obra me asaltaron dos
dudas. Primero, yo había dedicado la mayor parte de esas
exposiciones a estimar críticamente la aportación de los
politólogos norteamericanos al entendimiento de nuestro
sistema político, un tema que podía interesar a un audi-
torio norteamericano, pero no mucho al mexicano. Se-
gundo, si los invitados mexicanos hubiéramos cumplido
nuestro compromiso, todas las aportaciones habrían dado
una visión global de nuestra vida pública actual; pero
como no fue ese el caso, me pareció que mi fallida expo-
sición escrita debía dedicarse ahora a esa visión general.
El Instituto de Estudios Latinoamericanos publicó una
edición limitada de mi Ensayo pensando sobre todo en
el auditorio restringido que tendría en Estados Unidos;
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pero como quizás el lector más numeroso e interesado
fuera el mexicano, se pensó en la conveniencia de hacer
aquí otra edición. El profesor William Glade, actual di-
rector del Instituto, aprobó amable y generosamente esta
idea.
En realidad, el texto del Ensayo que aquí se ofrece es
bien distinto del publicado primitivamente por el Ins-
tituto. Desde luego, he revisado escrupulosamente su es-
tilo para conseguir una expresión más tersa de rns ideas.
Después, he corregido errores de hecho y de interpreta-
ción en que incurrí por haber aceptado como verídicas
las informaciones que hallé en los historiadores "clásicos"
(llamémoslos así) de nuestros partidos políticos, errores
que descubrí al estudiar yo mismo las fuentes primarias
respectivas.
Pero la diferencia principal está en el material nuevo
que ofrezco en los capítulos finales del Ensayo. Cuando
hice mis exposiciones orales en Austin don Luis Eche-
verría acababa de ser declarado candidato a la presidencia.
Y el ensayo publicado por el Instituto se concluyó antes
de que fuera posible tener una idea de la persona misma
del nuevo Presidente y menos aún del tipo o clase de
gobierno que se proponía hacer. El partido político ofi-
cial, la otra "piez.1 central" de nuestro sistema político,
parecia proseguir la vida rutinaria que llevab11 desde hacía
largos años. Sin embargo, en marzo de 1971 convocó a
una Asamblea Nacional, y otra ocurrió en octubre de
1972. En una y otra se mudaron los principales diri-
gentes, a más de modificarse los tres "documentos funda-
mentales" del Partido: la Declaración de Principios, el
Programa de Acción y los Estatutos.
Había, pues, materia nueva y preciosa para otras re-
flexiones, tanto más tentadoras de hacer cuanto que,
cualquiera qtte sea el saldo finttl de su gobierno, no puede
dudarse ya de que México no había tenido desde Cárdenas
un presidente tan original como el actual.
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No me queda sino renovar mi reconoctmtento a los
profesores Ross y Glade, y desear, por supuesto, que este
Ensayo interese al lector mexicano, a quien está destinado.

D. C. V.
16-xi-7 2

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I. ENTENDIMIENTO OSCURO, CLARA
ORIGINALIDAD

Pocos serán los mexicanos más o menos "leidos v escre-


bidos" que no tengan opiniones definidas sobre, la po-
lítica y los políticos de su país. Deberían, sin embargo,
llamarse "impresiones" y no opiniones, pues son marca-
damente subjetivas, es decir, hijas del temperamento de
quien las emite, o, cuando mucho, de su visión personal
y del círculo de sus relaciones inmediatas. El fundamento
usual que tienen es la lectura del diario, el dicho de otras
gentes o el vago recuerdo de un hecho o un dicho del
presidente de la República. Rara vez esas "opiniones" son
hijas del estudio o siquiera de una reflexión cautelosa que
rehuye la generalización extremosa que divide al mundo
en una zona de negro azabache y otra de un blanco an-
gelical. Cerca de esas "impresiones" está la opinión "re-
buscada", es decir, aquella cuyo autor quiere darle el sus-
tento de algún hecho, y que por no encontrarlo acaba
por enunciarla condicional, aun vacilantemente. En fin,
están unos cuantos politólogos, incluso de formación uni-
versitaria, no pocos de los cuales escriben para hacer po-
lítica y no exactamente para estudiarla.
Tal vez deban singularizarse dos clases de opinión que
tienen un mejor fundamento que las anteriores. La pri-
mera procede de líderes obreros que se destacaron hasta
llegar a dirigir sindicatos importantes, y que, por una
razón o por otra ( en general su carácter independiente)
fueron expulsados de ellos. Esta experiencia les ha dado
un conocimiento íntimo de un aspecto bien importante
del sistema político mexicano: cómo manipula el gobier-
no los lazos que lo unen con las organizaciones obreras.
Por desgracia, hasta ahora semejantes opiniones se han
presentado tan sólo de un modo ocasional y sin la su-
ficiente congruencia para apreciar su verdadero alcance.
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La otra fuente de opm1on suele proceder de gente jo-
ven, en general estudiantes, que siguen con sostenida aten-
ción el juego político diario y que tienen una informa-
·ción sorprendente acerca de los principales actores de la
, política nacional. Como es de esperarse, suele ser tremen-
damente crítica, y aunque está mejor informada y no ca-
rece de cierta reflexión, en general se detiene en los fac-
tores meramente personales, sin intentar dar con otros,
digamos los socioeconómicos, que pueden explicar in-
clusive la conducta individual de tales actores. Semejantes
opiniones deben considerarse, pues, como una materia
prima promisora, que algún día un politólogo profesional
aprovechará recogiéndola mediante una encuesta.
Por estas y otras circunstancias, puede decirse que no
ha existido en México la investigación sistemática de los
problemas políticos nacionales o locales, y ni siquiera
el examen serio y ordenado de ellos.

Después de todo, esta situación, por muy lamentable que


se la considere, no deja de ten.er algunos motivos.
Desde luego, al parecer México es tierra poco propi-
cia para el gran pensador y el gran escritor político,
hecho extraño a primera vista porque la nación inicia su
vida independiente a la sombra de brillantes escritores
políticos: Fray Servando, Mora, Otero, Alamán. Pero ya
es significativo que el segundo gran sacudimiento na-
cional, el de la Reforma, no haya producido un solo
escritor político, aunque se dieron entoqces los hombres
de más talento y de mejores aptitudes literarias que hasta
ahora ha tenido el país. Díganlo, si no, Melchor Ocam-
po, Miguel Lerdo de Tejada, Ignacio Ramírez, Francisco
Zarco, etc. En los albores del Porfiriato apuntan como
seductoras promesas los jóvenes Justo Sierra, Teiesforo
García, Francisco G. Cosmes, y sus mayores José María
Vigil e Ignacio Altamirano. Ninguno de ellos, empero,
cuaja en un gran escritor político, o sea el que deja algo
más que el comentario periodístico ocasional, por opor-
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tuno y agudo que haya sido en su momento. En cambio,
el responso del Porfiriato lo cantan un sólido escritor
político, Emilio Rabasa, y un comentarista brillante y
llamativo, Francisco Bulnes. La Revolución Mexicana, la
más reciente conmoción que ha sufrido el país, tampoco
ha sido fecunda. Luis Cabrera no dejó de reunir sus ar-
tículos de las postrimerías del Porfiriato y de los inicios
de la Revolución en un grueso volumen que tituló os-
tentosamente Obras Políticas; pero a pesar de su inne-
gable talento y de la eficacia de su pluma, no ofrece un
gran lienzo del antiguo régimen y menos un bosquejo
de la futura sociedad mexicana. Debe admirarse la per-
severancia y los sufrimientos que a los Flores Magón les
acarreó su vida de agitadores incendiarios y aun lo que
algunos llaman su "pensamiento", pero sería difícil sos-
tener que incluso el mejor de ellos, Ricardo, fue un gran
escritor político. Su dominio de la lengua, aun de la gra-
mática, es precario; tampoco alcanza las grandes concep-
ciones generales y ni siquiera cierta congruencia en sus
escritos, y menos podría decirse que la lucidez fuera una
de sus prendas distintivas.

El hecho extraño de que México haya dado contados


grandes escritores políticos tiene, a su vez, una explica-
ción. En efecto, es incuestionable que el país ha produ-
cido hombres de clarísimo talento; además, el mexicano
se ha interesado vivamente en la política y ha participado
en ella al grado de que hasta muy recientemente ha pre-
ferido ese oficio a los socorridos de la iglesia y de las
armas; en fin, como la historia nacional y local ha sido
accidentada, por fuerza ha tenido que atraer su atención.
Sin embargo, a esas tres circunstancias innegables se
han sobrepuesto otras. De 1830 a 1876, digamos, los bue-
nos talentos y las grandes plumas cambiaron la profe-
sión del escritor por la del soldado, o pretendieron com-
binar el ejercicio de ambas, siempre en desmedro de las
letras. (De Vicente Riva Palacio se decía que cuando
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quería combatir, sacaba la pluma, y cuando quería escri-
bir, echaba mano de la espada.) la esperanza que repre-
sentaron Sierra, Vigil y García se explica porque escri-
.hieran cuando el régimen de Díaz aún no había tomado
forma y, en consecuencia, incitaba a reflexionar sobre él.
De 1888 a 1911 los intelectuales de mayor relieve sir-
vieron al gobierno de Díaz, y, por lo tanto, se adormeció
su espíritu crítico, optando los menos por callar, y los
más por cantar las proezas del régimen. La caída de Díaz
en 1911 hizo posible los escritos de Rabasa y de Bulnes.
Bastante más insegura es la explicación en cuanto a
la historia contemporánea. Ninguno de los miembros del
Ateneo de la Juventud tenía un interés verdadero en la
política, de modo que su rebeldía se enderezó más bien
contra el estancamiento de la cultura en general y sobre
todo de la educación superior. De los escritores de la
época heroica (1909-1911 ) , cuando el gobierno de Por-
firio Díaz era aún lo bastante fuerte para castigar con
rudeza a sus opositores, sólo Madero produjo un libro;
Cabrera, Ricardo Flores Magón, Juan Sánchez Azcona,
etc., se quedaron en el artículo periodístico. Ningún his-
toriador o politólogo, mexicano o extranjero, ha conce-
dido a La sucesión presidencial de 191 O otro valor que
el de su oportunidad, pues apareció cuando existía ya una
opinión pública desfavorable a Díaz y así ayudó a darle
mayores vuelos a la campaña electoral de 1909-1910.
Para mí es un gran libro: bien escrito, con un mínimo
de demagogia, es el mejor análisis condenatorio del
régimen porfiriano, digno pendant de La cuestión presi-
dencial en 1876 de José María Iglesias. los escritos
periodísticos de los otros, siendo en su época de un valor
moral ejemplar, y hoy importantes testimonios históricos,
poca sustancia ideológica han dejado.
la brillante generación de "1915 ", o de los Siete Sa-
bios, tampoco ha dado un gran escritor político por las
razones que traté de explicar en el prólogo de mi libro
Ensayos y Notas. Ni siquiera Narciso Bassols, dos o tres
años menor que los Sabios, y con un interés por la po-
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lítica casi obsesivo, supo escapar a la ilusión de que más
valía "hacer" algo por el México Nuevo nacido de la
Revolución que pensar y escribir acerca de él. Sobre to-
dos ellos, en efect0, obró un factor sumamente desfavora-
ble:· cuando eran jóvenes y animosos, cuando su vida
era más simple, cuando, en suma, la tarea de escribir largo
y tendido hubiera sido relativamente llevadera, admiraban
tanto a la Revolución, que su deseo predominante era ser-
virla en la acción. Cuando les vino el desencanto, a unos
ya en 1929 y a todos sin excepción en 1940, era dema-
siado tarde para sentarse quietamente a escribir.
Como no se interesó en atraerse a los verdaderos in-
telectuales, ni éstos se esforzaron en abrirse paso hasta
las posiciones de poder, la Revolución se quedó con los
menos dotados, los cuales se dedicaron, sea a cantar sus
glorias, sea a servirla como "técnicos".

Sin embargo, la mayor calamidad de todas es la forma


peculiar como se hace política en México. Alguna vez fue
abierta, digamos durante los años que precedieron al
Congreso Constituyente de 1856 y durante los diez de
la República Restaurada (1867-187 6). Hubo entonces
una prensa que representaba los distintos matices de los
partidos conservador y liberal, que gozaba de la más com-
pleta libertad y que contaba con escritores de una inte-
ligencia sorprendente. El gobierno en turno, por su-
puesto, solía tener asegurada una fuerte mayoría parla-
mentaria; pero en ningún momento dejó de haber una
minoría opositora que, por su agresividad, su talento y
su destreza, desempeñó con eficacia la función de cen-
sor avisado y resuelto del gobierno. Y los presidentes y
los secretarios de estado estaban acostumbrados a consi-
derar los efectos que sus actos públicos, y aun los priva-
dos, podían tener en el sentir público.
Esta situación comenzó a cambiar con el advenimien-
to de Porfirio Díaz. Declinó la calidad intelectual y moral
de los periodistas; la oposición parlamentaria fue debili-
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tándose hasta desaparecer por completo desde 1888. El
poder ejecutivo federal acabó por ser la mayor fuerza po-
lítica y económica del país, y, por lo tanto, como todo
dependía de él, sólo los suicidas desatendían la necesidad
de acercársele. Además, Porfirio Díaz, que naturalmente
le dio un tono personal a su largo reinado, sentía un ver-
dadero horror por lo que él mismo llamaba el "escán-
dalo", es decir, ventilar en público las diferencias polí-
ticas. Prefirió siempre, aun si otro procedimiento le hu-
biera dado mayores o más rápidos beneficios, la nego-
ciación directa, callada, con los actores de cualquier drama
político. Cuando no podía evitarlo, usaba la correspon-
dencia epistolar, que hacía llegar al destirnltario directa-
mente o a través de un conducto de su plena confianza;
pero su método preferido era la conversación personal
y sin testigos. Además de sustraerse así a la mirada pú-
blica sus actos preparatorios, la resolución tomada se
daba a conocer sin anuncio o explicación alguna, a pe-
sar del riesgo de que fuera interpretada equivocada o des-
favorablemente.
Durante la Revolución se ha producido una situación
muy semejante, aunque por razones diversas. De 1911 a
1928 la política es abierta, y en ocasiones tan ruidosa,
que sus conflictos más escondidos llegan a dirimirse a
balazo limpio. Esto ocurre en parte como una reacción
natural contra la política a puerta cerrada del antiguo
régimen, y en parte mayor porque, como el país se ha
embarcado en un camino nuevo, cada uno de los cami-
nantes grita para que se le reconozca algún descubri-
miento. Por añadidura, de la contienda armada brotan
muchos héroes que reclaman honores y compensaciones
proporcionados a lo que ellos juzgan una contribución
decisiva a la victoria. Y claro que estas reclamaciones no
se presentan en ún documento escrito y razonado, sino
con el apoyo de las armas o del grito de los secuaces
políticos. Así se forman las facciones y se entabla entre
ellas una lucha que resulta imposible mantener en secre-
to, pero ni siquiera dentro de un orden tolerable. La
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suces1on presidencial da la mejor oportunidad para que
las maniobras facciosas se agudicen hasta ser el pan co-
tidiano del comentario público. Las desavenencias de Ma-
dero ~on Orozco y los hermanos Vázquez Gómez; las de
Carranza con Villa, Zapata y los convencionistas y más
tárde con Obregón; las de éste con De la Huerta y las
de Calles con Cárdenas, no podían ser sino hechos pú-
blicos, como que conmovían a toda la nación.
A partir de 1928 esta política abierta, ruidosa hasta
la violencia, comienza a modificarse, en parte porque un
buen número de los líderes sobresalientes de la Revo-
lución ha sido eliminado de un modo o de otro, y en
parte por la creación del partido único de la Revolución,
cuyo fin inmediato fue el de confiar a la lucha cívica y
no a las armas la solución de los conflictos políticos. Por
primera vez desde 1911 se introduce un mínimo de dis-
ciplina entre los miembros de la gran familia revolucio-
naria y entre los muchos aspirantes a pertenecer a ella. Esta
etapa de organización y de disciplina dentro del Partido,
y en general dentro del grupo gobernante, lo mismo el
federal que los locales, avanza con tanta prisa, que puede
decirse que tal vez para 1940, pero ciertamente en 1946,
llega a un grado de perfección increíble: desde entonces
la política mexicana, sobre todo en cuanto a lo que los
politólogos gustan de llamar el decision-making process,
se convierte en un misterio poco menos que impene-
trable.
Vaya un ejemplo. Hay un consenso general entre los
politólogos, aun entre los legos, acerca del procedimiento
que se sigue para designar al candidato del PRI a la
presidencia de la República: el presidente saliente lo es-
coge, pero ha de someter al elegido, por lo menos, a la
opinión o consejo de los ex presidentes. Y como demos-
tración de que así en efecto ocurre, se cita el caso del
presidente Miguel Alemán, que, habiendo escogido pri-
mero como su sucesor a Fernando Casas Alemán, enton-
ces jefe del Departamento del Distrito Federal, tuvo que
rectificar su decisión en vista de las objeciones puestas
17
por alguno o algunos de los ex presidentes, y acabó por
amparar la candidatura de Adolfo Ruiz Cortines. Pues
bien, no hay un solo testimonio de los participantes en
esta supuesta consulra, o siquiera de una persona cercana
a ellos. No sólo eso, sino que todos los ex presidentes
han declarado explícita y reiteradamente que jamás han
sido consultados, explicando que no hay razón alguna
para que así se haga puesto que el Partido lleva a cabo
la selección a la vista del público. No es éste, por su-
puesto, el único misterio de la política mexicana, pues
se repite en todos los puestos de elección popular.
Dar con los hechos que puedan fundar su explicación
racional, es la ocupación y la preocupación mayores de
quien estudia un fenómeno determinado; pero como el
politólogo que examina nuestra vida pública no logra
descubrir, por ejemplo, los que determinan la sucesión
presidencial, lejos de renunciar a explicarlo racionalmen-
te, se lanza a la suposición y aun a la fantasía. Acude,
digamos, a pintar las características que debe tener un
aspirante a la nominación del PRI, y acaba por presen-
tarlas con tanta seguridad que parece haberlas hallado
como si estuvieran escritas en un código público o que
alguien le ha revelado el secreto. Entonces dice que el
,candidato ha de ser un hombre lo. Jn..eoos objetable po-
sible, sin pensar que siendo válida esa observación para
el caso de México, lo es también en cualquier país, puesto
que iría al fracaso un personaje generalmente impopu-
lar, y al éxito seguro el que es querido y admirado por
todo el mundo. Señalan asimismo el requisito de que
sus ideas sean, no ya alejadas de todo extremo, pero ni
siquiera muy definidas. La historia mexicana de los úl-
timos treinta años así lo comprueba, en efecto; pero, por
una parte, este requisito de no estar comprometido a un
programa demasiado rígido o explícito es válido en la
mayor parte de los países occidentales, y, por otra par-
te, la realidad mexicana es que, antes de llegar a serlo,
los candidatos del PRI no han expresado ninguna idea
de cualquier clase que sea, puesto que la norma es que
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la única voz oficial autorizada es la del presidente de la
República.
Este rasgo inconfundible de misterio que tiene la po-
lítica mexicana desde 1940 o 1946 en verdad obliga a
-quien pretende estudiarla a inventar supuestos y razo-
nes, a extremar la especulación fantasiosa ante la falta
de hechos comprobables que pudieran dar a sus opinio-
nes un fundamento convincente. Cítense dos ejemplos
ilustrativos. Forzado a pintar los requisitos que ha de
llenar un aspirante a la nominación del Partido para la
presidencia de k República, un politólogo afirma que es
una tara definitiva tener una esposa extranjera, sobre
todo de nacionalidad norteamericana, como le ocurrió en
1946 al candidato Ezequiel Padilla. La esposa de Padilla
tenía ascendientes franceses y no norteamericanos, y fran-
ceses, además, con más de un siglo de residencia en Mé-
xico, y tan mexicanos, de hecho, que acabaron por es-
cribir equivocadamente el apellido del antepasado primi-
tivo francés, llegado a México hacia 1818. Padilla perdió
las elecciones porque siendo miembro de la familia
revolucionaria, rompió con ella al lanzar su candidatura;
perdió porque luchaba contra un partido político orga-
nizado que contaba con el apoyo oficial; y perdió porque
a él, no a su esposa, se le acusaba de "pro-americanis-
mo", cargo que hace impopular a cualquier mexicano y
mucho más al aspirante a la presidencia de la República.
El cargo provino de la actuación de Padilla como se-
cretario de Relaciones Exteriores en los años inmediatos
a su aventura presidencial, actuación que, además, debe
entenderse. México declaró formalmente la guerra a las
potencias del Eje; entonces Padilla no podía haber se-
guido sino una política de solidaridad con los Aliados, al
frente de los cuales, como el factor decisivo en la con-
tienda, se hallaba Estados Unidos.
Otro politólogo se adelantó a los tiempos al conside-
rar como requisito para ser el candidato oficial a la
presidencia, el de no ser declaradamente feo. Tal aseve-
ración se hizo pensando en la guapura juvenil de Mi-
19
guel Alemán y de Adolfo López Mateos, y antes, por
supuesto, de la nominación y elección eventual de don
Gustavo Díaz Ordaz.

La organizaoon política de México ha llamado mucho


la atención del extranjero ( el mexicano la "da por con-
cedida) desde hace unos veinte años. Sobre ella se han
escrito más de una docena de libros, un buen número de
artículos eruditos e incontables crónicas periodísticas. Es
más: tras independizarse, algunos de los países africanos
enviaron en su momento misiones que estudiaron de
modo discreto su posible adopción.
No es difícil dar con la causa principal de esa curio-
sidad. México, que vive en frecuentes convulsiones du-
rante los primeros sesenta años de su vida independiente,
goza de treinta y tres de paz y de estabilidad durante
el régimen porfiriano; pero en 1910 vuelve a las an-
dadas del levantamiento militar y de la revolución, que
sólo concluyen en 1929. De entonces acá, ha dado un
espectáculo sorprendente de siete sucesiones presidencia-
les hechas pacíficamente, y una vida pública en que no
ha habido una conmoción perceptible hasta 1968 y des-
pués en 1971, en ocasión de la rebeldía estudiantil. A
esa situación inusitada de tranquilidad pública, ha aña-
dido desde hace treinta años un progreso económico sin
paralelo en toda su historia anterior. Estos dos hechos:
gran estabilidad política y señalado avance material, co-
bran una singularidad todavía mayor si se piensa en la
agitación aparentemente inexplicable en que viven los
otros países latinoamericanos, y en su progreso económi-
co siempre inferior al mexicano, a excepción del muy
reciente de Brasil. Es más: la comparación sigue siendo
favorable a México si se extiende a todos los países lla-
mados subdesarrollados.
La singularidad, notable en sí misma, de esta estabili-
dad política y de semejante progreso económico crece si
se reflexiona que México los ha conseguido sin acudir
20
a ninguna de las dos fórmulas políticas consagradas: la
dictadura o la democracia occidental. Es obvio que no
ha sido gobernado dictatorialmente durante los últimos
treinta años, y menos obvio, pero comprobable, que si
bien la Constitución de 1917 le dio una organización
política democrática, muy a la occidental ( o, si se quiere,
muy a la norteamericana), el poder para decidir no reside
en los órganos formales de gobierno prescritos por la
Constitución, digamos los cuerpos legislativos y munici-
pales. Es también comprobable que la independencia de
los poderes legislativo y judicial respecto del ejecutivo es
mucho menor que en una verdadera democracia. Y es asi-
mismo signo de una organización democrática impura
o sui generis, la existencia de un partido político of ícial o
semi-oficial, no único, pero sí abrumadoramente predo-
minante.
Por eso se ha concluido que las dos piezas principales
y características del sistema político mexicano son un
poder ejecutivo -o, más específicamente, una presiden-
cia de la República- con facultades de una amplitud
excepcional, y un partido político oficial predominante.

21
II. LAS DOS PIEZAS CENTRALES

l. La Presidencia de la República

Las amplísimas facultades que tiene el presidente de Mé-


xico proceden de la ley y de una serie de circunstancias
del más variado carácter.
Es un hecho histórico notable, y hasta ahora insufi-
cientemente explicado, que de la Constitución revolucio-
naria de 1917 salió un régimen de gobierno en que el
poder ejecutivo tiene facultades visiblemente superiores a
las de los otros dos poderes, sobre todo el legislativo. Los
constituyentes del 56 hicieron de éste el poder princi-
pal por dos motivos: primero, porque les ob,edía el re-
cuerdo de los cincuenta años anteriores, en que repetida-
mente el jefe del ejecutivo se transformaba en dictador;
y segundo, porque considerando inconclusa b obra de la
Reforma, quisieron confiar su prosecución a una cámara
única de diputados con cierto aire de asamblu nacional
revolucionaria a la francesa. Cualquiera diría que esas dos
mismas consideraciones se repitieron en 191 7. Justamente
la Revolución había derribado al régimen dictatorial más
prolongado que México había tenido hasta entonces, y
parecía incuestionable también que los constiruyentes re-
volucionarios dudaban mucho de que su obra legislativa
( como lo demuestra la amplitud y el detalle con que
redactaron el artículo 12 3) aseguraba la victoria defini-
tiva de sus ideas.
Del lado opuesto se puede pensar en varias circuns-
tancias. La primera, que yo señalé hace ya tiempo, pero
que no ha sido admitida por los constituyentes del 1 7,
consiste en que éstos trabajaron inspirándose en el libro
de Emilio Rabasa (La Constit¡¡ción )' l" Dict.Jdura), cuya
tesis principal es que el régimen autocrático de Porfirio
Díaz no había sido obra de la ambición o el capricho de
22
un hombre, sino impuesto por el hecho inevitable y pro-
fundo del escaso desarrollo político nacional. La conclu-
sión de Rabasa, en suma, era que la Constitución de 5 7,
al limitar las facultades del Ejecutivo, había impuesto la
dictadura extra-constitucional. Puede suponerse también,
aunque esto no trascendió a sus discusiones, que los cons-
tituyentes del 1 7 juzgaron necesario dotar de facultades
amplias al ejecutivo para que templara las luchas fac-
ciosas, ya perceptibles, dentro del propio grupo revolu-
cionario. Y con certeza cabe afirmar que no influyó en
lo más mínimo la consideración, hoy obvia, de que para
una época de reconstrucción y de avance económico, po-
día estorbar una asamblea deliberativa, y ser necesario,
en cambio, un ejecutor fuerte y dinámico.
Lo cierto es que la Constitución de 1 7 creó un eje-
cutivo extraordinariamente poderoso, y que de allí ema-
nan muchas de las facultades amplias de que goza en
México el presidente de la República. Otras provienen
de los errores de las leyes, comenzando por la mismísima
Constitución. Piénsese, por ejemplo, en la fracción XVI
del artículo 73, que define las facultades del Congreso en
asuntos educativos y culturales. Cualquiera diría que la
disposición constitucional debía haberse limitado a decir
que correspondía al Congreso de la Unión fijar las bases
generales conforme a las cuales ha de desarrollarse la
acción educativa del ejecutivo federal. Pues no: faculta
al Congreso, por no decir que lo obliga, a "establecer,
organizar y sostener en toda la República" la gama com-
pleta de escuelas, desde las rurales y primarias hasta las
de enseñanza superior, a más de museos, bibliotecas, ob-
servatorios "y demás instituciones concernientes a la cul-
tura general del país". O sea que la Constitución pensó
convertir al Congreso en toda una secretaría e.le Educa-
ción Pública y Bellas Artes. Sobra decir que en los
cincuenta y cuatro años que tiene e.le vida la Constitu-
ción, el Congreso jamás ha creado o dirigido una sola
escuela u observatorio, y que el Ejecutivo no ha vaci-
lado un momento siquiera en moverse por su propia
]3
cuenta en estas materias, sin consultar al Congreso sino
cuando le somete el presupuesto anual de egresos, en el
cual figura, por supuesto, el correspondiente al ramo
de educación.

El amplísimo poder del Presidente proviene no sólo de


las facultades que acertada o desacertadamente le dan las
leyes, sino de otras fuentes. Desde luego una de carácter
geográfico: el asiento de los poderes federales está en la
Ciudad de México, que se halla más o menos en el centro
del país, pero, en todo caso, y como ocurre con París, en
una posición "radial". Esto quiere decir, por ejemplo, que
las mercancías europeas desembarcadas en el puerto de
Veracruz tienen que pasar por la ciudad de México para
llegar al consumidor de todos los estados de la Repú-
blica, excepto los de Puebla y Tlaxcala, que están de
paso. Este simple hecho geográfico ha determinado con
el tiempo una concentración demográfica, económica,
cultural y política que ha convertido al Distrito Federal
en el órgano vital de toda la nación. Es decir, México,
a despecho del régimen federal de gobierno establecido
por la Constitución, es un país gobernado en la realidad
por una autoridad central incontrastable. El Distrito Fe-
deral tiene hoy más habitantes que el más populoso es-
tado de la República; los recursos fiscales del gobierno
federal son superiores a los de todos los estados juntos;
la mayor concentración bancaria, comercial, industrial, se
halla también en el Distrito Federal, y en él, por su-
puesto, se encuentran las instituciones educativas y cul-
turales mejor dotadas.
El Distrito Federal es, pues, el órgano director del
país; en él están los poderes federales, que son, a su
vez, el foco de poder y de actividad de esa pequeña zona
geográfica, y en la cima de todo se encuentra el presi-
dente de la República. Escasa sorpresa puede causar que
éste tenga una fuerza tan grande.
El mismo desarrollo económico, objetivo principal de
24
la acción pública y privada, ha robustecido el poder del
Presidente. Aquí está un ejemplo ilustrativo: el progreso
industrial se ha logrado con el conocido procedimiento
de la sustitución de importaciones, que exige un control
de éstas. En México se ha llevado al extremo de que el
· ochenta por ciento de las importaciones requiere un per-
miso especial y específico de la secretaría de Industria y
Comercio, es decir, de una dependencia directa del presi-
dente de la República. Se supone, es verdad, que seme-
jantes licencias se dan conforme a criterios generales; pero
aparte de que se trata de simples normas administrativas,
sujetas a cambio en cualquier momento por decisión pre-
sidencial, en la práctica su interpretación permitiría con-
ceder o negar los permisos al arbitrio de los funcionarios
de esa secretaría.

México ha cambiado mucho desde la época porfiriana;


pero, aun así, sigue siendo una sociedad insuficientemente
diferenciada. En los viejos tiempos, el mejor porvenir po-
sible para un joven de mediana instrucción y de algunas
ambiciones era una carrera pública, es decir, un empleo
administrativo o como miembro del congreso o la magis-
tratura judicial. Las otras dos posibilidades, el clero y
el ejército, focos muy vivos de atracción durante la época
virreinal y la primera mitad del siglo XIX, habían dejado
de serlo. Se dio así en la época porfiriana la situación
curiosa de que los negocios estuvieran en manos de ex-
tranjeros, no por las razones habituales de competencia
técnica o por ser ellos dueños del capital, sino porque no
pudiendo dedicarse a la política, tenían que desenvolverse
dentro de los negocios privados. Hoy, repito, las cosas han
cambiado mucho, de modo que las empresas privadas ( in-
dustriales, comerciales, bancarias y agrícola-comerciales)
ofrecen un buen campo de actividad a los jóvenes deseo-
sos de enriquecerse y de encumbrarse socialmente. Aun
así, la vida pública sigue siendo la atracción más seduc-
tora, y claro que aquí se abre un nuevo campo de m-
25
fluencia del presidente de la República, puesto que él de-
termina en buena medida el curso de esa vida pública.

Quizás valga la pena señalar otra razón que ayuda a ex-


f'
plicar el origen extralegal de algunas de las muy amplias
facultades del Presidente. En la escala del poder civil ofi-
cial, el último peldaño lo ocupa el presidente municipal,
el gobernador del estado el intermedio, y el superior el
presidente de la República. Jurídicamente, cada una de
esas autoridades ejecutivas tiene un campo de acción pro-
pio e independiente, de modo que, en principio, una
resolución dictada por el presidente municipal no puede
ser modificada, y menos anulada, sino por el fallo de una
autoridad judicial competente. En la realidad ocurren las
cosas de un modo distinto. Subsiste mientras no sea obje-
tada por nadie, sea porque los miembros de la comuni-
dad respectiva la encuentran justa o ventajosa, sea porque
los que la desaprueban no se resuelven a acudir a la auto-
ridad más fuerte del gobernador para inducirlo a que de
algún modo intervenga cerca del presidente municipal y
logre que la medida se revoque o se modifique. Igual
ocurre en el ámbito del gobernador de un estado, con
esta agravante: como la Constitución general declara con
mucho énfasis que los estados de la República son "li-
bres y soberanos en su régimen interior", jurídicamente
debiera ser imposible la intervención de cualquier autori-
dad federal, como no fuera la judicial, y eso en casos muy
restringidos. Pero en la realidad ocurre que los inconfor-
mes con una disposición, sea del ejecutivo, sea del legis-
lativo de un estado, acuden al presidente de la República
para que sea modificada por la vía de la "persuasión".
En esta forma el Presidente resulta ser el juez de última
instancia o el árbitro final de los conflictos entre los go-
bernantes y los gobernados de las comunidades munici-
pales y estatales.
Algo muy semejante ocurre en el campo de la acción
federal. Un particular que debe ventilar un negooo en
26
una secretaría de estado, acude a la autoridad inferior a
cuyo cargo inmediato está encomendado su conocimiento,
digamos lo que se llama en el lenguaje burocrático me-
xicano el jefe de sección. Pero si el particular encuentra
desfavorable su resolución, o si cree que acudiendo a la
autoridad inmediata superior sacará una ventaja mayor,
somete el asunto al jefe de departamento, de aguí al
director general, después al subsecretario, en seguida al
secretario de estado y finalmente al presidente de la Re-
pública. Así, una vez más, éste se convierte en el juez de
última instancia o en el árbitro superior de la enorme
variedad de asuntos que manejan las secretarías de estado
y los departamentos del gobierno federal. A este modo
ascendente, llamémoslo así, de manejar los asuntos pú-
blicos, se agrega otro procedimiento, que consiste en
plantearlos directamente al presidente de la República,
saltándose a todas las autoridades inferiores a él. No
pueden usarlo, desde luego, sino los escasos individuos
que por una razón o por otra tienen una vinculación
personal con el Presidente, o los grandes grupos de pre-
sión, como las cámaras industriales y de comercio o la
Asociación de Banqueros.
Se dirá que, después de todo, estos fenómenos no de-
bieran sorprender, porque entre la autoridad inferior del
jefe de sección y el presidente de la República hay una
escala ascendente de autoridad, y es natural que la superior
pueda revocar o modificar la resolución dada por la
autoridad inmediatamente inferior a ella. Esa reflexión
es válida sólo en teoría, pues aparte de la indefinición,
quizás deliberada, de los campos propios de cada autori-
dad, está la actitud viciosa del superior, que suele reser-
varse el derecho de revocar cualquier resolución de sus
subordinados simplemente por el deseo de hacer sentir
su superioridad, o por la conveniencia personal de usarlo.

Aun admitiendo que es comprensible e incluso justificada


esa subordinación al presidente de la República de todas
27
las autoridades, altas, medias y bajas, de las secretarías
de estado y de los departamentos, puesto que son depen-
dencias suyas, cualquiera diría que no lo es el que se
subordinen también a él los miembros de los poderes
judicial y legislativo, que, por definición, tienen una auto-
ridad propia e independiente.
En el caso de los magistrados de la Suprema Corte de
Justicia, por ejemplo, la situación es clarísima. Están bien
remunerados, y ni el Ejecutivo ni el Congreso pueden
disminuir sus sueldos; cuentan, además, con una buena
jubilación y sus nombramientos son vitalicios, es decir,
no cabe removerlos sino mediante un juicio de respon-
sabilidades o por una mayoría de votos de las cámaras
de diputados y senadores que apruebe la acusación de
mala conducta presentada por el jefe del ejecutivo. Pa-
recería, pues, que la Constitución los ha rodeado de todas
las garantías necesarias para asegurar su independencia.
Y de verdad la tienen generalmente, excepto cuando
por alguna razón el presidente de la República se interesa
de modo especial en algún asunto. El caso más claro lo da
el artículo 98 de la Constitución, que faculta a la Suprema
Corte a nombrar a un miembro del poder judicial o a un
comisionado ad hoc para averiguar "la violación del voto
público", es decir, un asunto de orden político. Un partido
oposicionista le pidió alguna vez que usara de esa facul-
tad, y la Corte se negó, sin duda por no querer interferir
en un campo donde el Ejecutivo tiene un interés prin-
cipal.
Puede explicar parcialmente esta sujeción intermitente
del poder judicial el hecho de que los magistrados y
ministros de la Corte son nombrados por el Senado a
petición del presidente de la República. Esto quiere decir
que en alguna forma, directa o indirecta, el aspirante a
esos puestos debe tener ligas con el Presidente y ser bien
visto por él. La Constitución, por supuesto, faculta al
Senado para rechazar a un candidato propuesto por el
Presidente, pero como el Senado está bien atado al jefe
del ejecutivo, en la realidad el nombramiento de un
28
magistrado depende exclusivamente de la voluntad pre-
sidencial. Claro que, una vez aprobado por la cámara alta,
nadie puede revocar su nombramiento, según se ha dicho
ya. Podría pensarse que, pasado ese momento de suje-
ción, el magistrado goza de una independencia plena. No
es así, sin embargo, dadas esas razones, y por motivos
que también operan con los miembros del poder legis-
lativo.
Teóricamente, la subordinación del poder legislativo
al Presidente es explicable, pues la mayoría parlamentaria
está compuesta de miembros del partido oficial, cuyo jek
supremo es el presidente de la República, aun cuando
formal o abiertamente no aparezca como tal. La verdadera
razón, sin embargo, es de otra naturaleza. Los candidatos
a diputados y senadores desean en general hacer una ca-
rrera política, y como el principio de la no-reelección les
impide ocupar el mismo lugar en el Congreso por mucho
tiempo, se sienten obligados a distinguirse por su lealtad
al Partido y al Presidente para que, después de servir tres
años como diputados, puedan pasar en el senado otros
seis, y de allí, digamos, otros tantos de gobernadores de
sus respectivos estados o alcanzar un puesto administra-
tivo importante. Esto quiere decir que después de los tres
años de su mandato, el porvenir de un diputado no de-
pende en absoluto de los ciudadanos de su respectivo
distrito electoral, sino del favor de los dirigentes del
Partido y en última instancia de la voluntad presi-
dencial.
Todos estos hechos, y varios otros que podrían agre-
garse, no explican de un modo cabal el papel deslucido
que viene desempeñando en el escenario político nacional
el poder legislativo desde hace por lo menos treinta años.
A buen seguro que el mexicano no vería con ojos compla-
cientes un parlamento que, como el de la IV república
francesa, formara y derribara gobiernos sin más objeto
que demostrar el mayor poder de una fracción sobre otra,
con la consiguiente paralización de toda acción benéfica
del poder ejecutivo. Es de suponerse que tampoco apro-
29
baría la conducta de un Congreso que mantuviera sin
motivos perfectamente claros y justificados una actitud
levantisca frente al poder ejecutivo. Pero asimismo es
claro que el mexicano medio no aplaude cámaras de di-
putados y senadores que creen llenar sus funciones con
las ruidosas ovaciones que le dispensan al presidente de la
República, pues semejante actitud significa renunciar
al papel de cooperadores del Ejecutivo y, si el caso lle-
gara, el de sus más severos críticos.
En todo caso, el mexicano, por lo visto, ha acabado por
creer que ha caído en desuso la independencia de crite-
rio, sin contar con que una experiencia larga y hasta
ahora no desmentida enseña que la sujeción es mucho
más lucrativa que la independencia.

Y no deben descartarse los efectos puramente sicológicos


que estas situaciones producen, pues basta que la gente
crea que un hombre es poderoso para que su poder aumen-
te por ese solo hecho. Si una persona supone que la
fortuna personal de un banquero es de cien millones de
pesos cuando en realidad sólo llega a cincuenta, la equi-
vocación no le agrega al banquero un solo peso. En cam-
bio, aumenta mucho el poder del Presidente la creencia
de que puede resolver cualquier problema con sólo querer
o proponérselo, creencia general entre los mexicanos, de
cualquier clase social que sean, si bien todavía más, como
es natural, entre las clases bajas y- en particular entre los
indios campesinos. Éstos, en realidad, le dan una pro-
yección divina, convirtiéndolo en el Señor del Gran Po-
der, como muy significativamente llaman los sevillanos
a Jesucristo.

No han faltado, por supuesto, observadores que sosten-


gan que, contrariamente a las apariencias, el poder pre-
sidencial ha acabado por ser muy restringido. Apuntan
desde luego al principio de no-reelección, que lo limita,
30
si no en cantidad, por lo menos temporalmente a los
seis años de su mandato. Después, a que el caudillo
militar fue sustituido desde 1946 por gobernantes civi-
les, . eliminándose así el poder adicional de las armas.
Señalan en tercer lugar que la creación de la secretaría
de la Presidencia refleja no tanto el deseo como la nece-
sidad de "institucionalizar" las dádivas presidenciales, su-
jetándolas a ciertas normas generales, y no, como antes,
que quedaban libradas al capricho circunstancial del dis-
pensador. Por último, razonan que el hecho mismo de
haber tenido un poder tan exorbitante que prácticamente
todo dependía de él, ha convertido al Presidente en ob-
jero de fuertes y múltiples presiones que le impiden actuar
conforme a sus opiniones, gustos e intereses personales.
Es incuestionable que el principio de no-reelección ha
ejercido una influencia decisiva en nuestra vida pública,
y así lo confirma el que su única violación tuviera el trá-
gico desenlace del asesinato de Obregón. Del mismo modo,
si bien en una escala menor, la suspicaz acogida que tuvo
la idea de prorrogar el mandato del presidente Alemán
y la más reciente de excluir del principio a los diputados
federales. Esto no ha impedido, sin embargo, que todos los
presidentes, con excepción de Ortiz Rubio, hayan tenido
un poder enorme durante su respectivo periodo. Por eso se
ha dicho que la mexicana es la única república del mun-
do que se da el lujo de ser gobernada por una monar-
quía sexenal absoluta. Y la circunstancia de que para
ser presidente sea preciso pertenecer a la Familia Revo-
lucionaria, ha llevado al comentarista chocarrero a afinar
la definición anterior diciendo que se trata de una Mo-
narquía Absoluta Sexenal y Hereditaria en Línea Trans-
versal.
Como cada uno de los sumandos es siempre menor que
la adición de todos ellos, parece matemáticamente exacto
que el presidente civil tenga menos poder que el presi-
dente militar, ya que éste añade al de la ley el de las armas.
Aquí, sin embargo, también conviene puntualizar un
poco las cosas. Quizás no sea muy aventurado suponer
31
que, salvo en el caso de una crisis mortal, digamos el le-
vantamiento militar de Obregón para oponerse al suce-
sor elegido por Carranza, o al ocurrir la rebelión dela-
huertista, las armas han tenido que ver en la política
nacional bastante menos de lo que generalmente se su-
pone. El único presidente que puede considerarse como
un gran caudillo militar es Obregón, pues nadie tomó
nunca muy en serio los hechos de armas de Ortiz Rubio,
Avila Camacho, Abelardo Rodríguez y aun de Calles,
siendo los de Cárdenas más bien oscuros. A Obregón
pudo favorecerlo políticamente su aureola militar, pero
el poder que tuvo como presidente, y el que tuvieron
los otros, se debió ante todo a la destreza· p~ra usar la
enorme suma de facultades "civiles" que la ley y los há-
bitos políticos le ofrecían. Un modo convincente de com-
probar esto lo da nuestro proceso electoral. Al desta-
parse, el Tapado es una figura política sumamente frágil,
pues aun cuando ha sido durante los seis años anteriores
secretario de estado, la nación apenas sabe de su exis-
tencia. A esa debilidad original corresponde la necesidad
y la urgencia de una campaña electoral prolongada, ex-
tensa y costosa, durante la cual el candidato, al mismo
tiempo que se da a conocer físicamente, establece un
contacto personal con los grupos políticos de cada lugar
visitado para crear en ellos esperanzas e intereses con el
conocido doble sistema de alabar al héroe local y sobre
todo prometiendo el oro y el moro. U na vez hechas las
elecciones, su fuerza basta para que un Congreso en cuya
composición apenas ha intervenido, facilite y apresure la
declaración de haber sido electo. Y el día mismo en que
toma posesión de su puesto, está ya en pleno uso de sus
amplísimas facultades. Parece cosa de magia, pues sólo
en un mundo imaginado podría verse el espectáculo de
que en sólo ocho meses un hombre pase de la indigencia
política más cabal a tener un poder casi absoluto sobre
un país, una nación y un estado. Revela también cuán
grande es el hecho de que, salvo un caso conocido, el
ejército no haya puesto en duda la autoridad presidencial.
32
Y eso a pesar de que ningún presidente civil se ha des-
vivido por halagarlo, dotándolo, por ejemplo, de armas
modernas y costosas.
No se saben a punto fijo cuáles fueron los verdaderos
propósitos que se persiguieron con la creación de la se-
cretaría de la Presidencia. Su antecedente lejano fue una
comisión que, operando dentro de la secretaría de Ha-
cienda, tuvo como función armonizar las inversiones del
poder ejecutivo. El presidente Ruiz Cortines la sacó de
allí para ponerla bajo su autoridad inmediata, ampliando
sus funciones a una incipiente fiscalización de las inver-
siones aprobadas. Entonces se pasó a la secretaría de la
Presidencia que, por seguir con esa función, dio pábulo
a creer que se trataba de una supersecretaría encargada,
no sólo de coordinar y vigilar las inversiones del sector
público, sino de hacer del poder ejecutivo un instrumento
de acción unitaria, y no, como siempre había ocurrido,
una serie de feudos, cada uno de los cuales tiraba por
su lado. Nótese que en estos antecedentes no asoma si-
quiera el propósito de "institucionalizar" los dones presi-
denciales; pero de cualquier manera, e independientemente
de todo, es un hecho que esta secretaría ha resultado una
unidad burocrática más, con facultades mal definidas y
en conflicto continuo con otras, sobre todo las secretarías
de Hacienda y del Patrimonio Nacional. Y ciertamente
no ha podido ser ni es la única dispensadora de los
regalos presidenciales.
Bastante más atendible es la observación de que justa-
mente por depender de. la voluntad del Presidente tantas
cosas importantes, ha hecho surgir y ha robustecido una
serie numerosa de presiones, todas ellas ávidas de ganarse
esa voluntad para favorecer intereses particulares de per-
sonas y de grupos. Desde luego, es un fenómeno cono-
cido y muy estudiado por los politólogos este de los "gru-
pos de presión" o "grupos opresores", como parece más
gráfico llamarlos. En Estados Unidos, donde afloran como
en ninguna otra parte del mundo, han acabado por crear
toda una profesión, la del lobbyst, encargado de propiciar,
33
sobre tcx.lo en el Congreso, leyes y disposiciones favorables
a sus representados o que no lesionen sus intereses. Pero
en Estados Unidos, donde el parlamento es libre y donde
la prensa, a más de serlo también, juzga que su princi-
pal función es desenmascarar al delincuente y al inmo-
ral, el público está en mejores condiciones de localizarlos
y de reaccionar contra ellos. En México, a la inversa, sólo
.conocen y pueden medir esas presiones los grupos que
las ejercen y el Presidente que las sufre. No puede, pues,
discurrirse mayormente sobre este tema de si tales gru-
pos opresores han debilitado, y en qué grado, el poder
del Presidente.
Se sabe, sí, y perfectamente, que los beneficios del
progreso material de los últimos treinta años se han dis-
tribuido del modo más inequitativo posible e imaginable.
La parte mayor, mucho mayor, ha ido a los empresarios,
razón por la cual se ha dicho que si en el partido oficial
estuvieran representados de verdad los intereses de los
obreros y de los campesinos, el reparto hubiera sido muy
diferente. Así, no puede haber duda alguna de que los
grupos opresores existen y de que han tenido la fuerza
suficiente para desviar de su cauce natural los propósitos
originales de la Revolución Mexicana. Es de presumirse,
!1demás, que aparte de esos grupos opresores "privados",
el Presidente también es objeto de continuas y fuertes
presiones de los miembros de la Familia Revolucionaria,
y que cada uno de ellos alegará que pretenden ganarse su
beneplácito, no para engrandecer su propia persona, sino
por abogar en favor de los intereses "superiores" de unos
representados más o menos imaginarios.
El problema, empero, no es el de la existencia de gru-
pos opresores, que puede darse por resuelto afirmativa-
mente, sino el de la medida en que de verdad han li-
mitado y limitan el poder del Presidente. No puede des-
cartarse la posibilidad de que así sea, pero tampoco de
que el Presidente lo conserva intacto, sólo que su ejercicio
se ha hecho más complicado y un tanto azaroso. En todo
caso, si ese poder estuviera, en efecto, muy limitado por
34
semejantes presiones, habría que aceptar dos consecuen-
cias. La primera, que esta pieza de nuestro sistema político,
la presidencia de la República, que se creía, como la vieja
Anáhuac de Alfonso Reyes, la región más transparente
r;le la política mexicana, es ya también víctima de las
tinieblas y de un denso y envenenador smog. Y la segun-
da, que una situación semejante nos alejaría aún más
de una vida pública sana y abierta, pues quedaría acen-
tuado hasta lo indecible su carácter palaciego y oculto,
de ruda intriga y de puñalada trapera.

1. El Partido Oficial

No parece haberse insistido bastante en Las tres im~Qt-


tantísimas funciones que desempeñó inicialmente el par-
tido oficial al fundarse en 1929 con el nombre de Par-
tido Nacional Revolucionario: C()ntener el desgajamiento
del grupo revolucionario~ instaurar un sistema civilizado
de dirimir las luchas por el poder y dar un alcance na-
cional a la acción político-administrativa para lograr las
metas de la Revolución Mexicana.

Algunos recuerdos históricos pueden ayudar a medir la


magnitud de la primera tarea. Cuando la República y
el liberalismo triunfaron en 1867 sobre la Intervención
y el partido conservador, quedó al frente de los destinos
nacionales el grupo gobernante más experimentado y pa-
triota que México ha tenido en su historia. Sin embargo,
ese grupo fue incapaz de mantenerse unido para recoger
los frutos de su victoria: pronto se dividió en facciones
personalistas cuyas luchas hicieron estéril el triunfo lo-
grado, y acabaron por abrir la puerta a la dictadura por-
firiana. A los cuatro meses de esa victoria, en las elec-
ciones de diciembre de 1867, Porfirio Díaz contendió con-
tra Juárez, formándose así las facciones juarista y por-
f irista. En las elecciones siguientes, de 1871, surgió una
35
tercera facción, la de Sebastián Lerdo de Tejada; y en
las de 1876, desaparecido Juárez, a las facciones super-
vivientes, la lerdista y la porfirista, se agregó la de José
María Iglesias. Tanto descalabro hizo surgir una y otra
vez el anhelo de reconstruir el "Viejo Partido Liberal", y
para ello se hizo un esfuerzo aparatoso en 1880, en oca-
sión también de una elección presidencial en la que par-
ticiparon como candidatos nada menos que seis figuras
destacadas de ese añorado partido. Se hizo otro intento
en 1893, mediante la Unión Nacional Liberal, nombre
significativo, porque, en efecto, se quería unir nacional-
mente a los liberales. Este intento, como el último de
190 3, fracasó.
El movimiento revolucionario estuvo todavía más ex-
puesto al desgajamiento ya que, salvo el grupo de Chi-
huahua que conservó inicialmente una cierta unidad bajo
la jefatura de Madero, en muchos de los estados de la
República brotaron como por generación espontánea nú-
cleos rebeldes que apenas habían oído hablar del pro-
grama y de los líderes anti-reeleccionistas. Es más, aun
dentro del grupo de Chihuahua, apenas iniciado el movi-
miento rebelde, Pascual Orozco y Francisco Villa pre-
tendieron desconocer la autoridad de Madero. Triunfante
ya la Revolución, durante el interinato de León de la
Barra, se hizo manifiesta la disidencia de Emilio Vázquez
Gómez. El hermano de éste, Francisco, fue descartado
como candidato vicepresidencia! en favor de José María
Pino Suárez, y apenas llegado Madero al poder, se le-
vantaron contra él Pascual Orozco y los hermanos Váz-
quez Gómez. La situación empeoró al renacer el mo-
vimiento revolucionario, pues desde los comienzos el
grupo carrancista estuvo amenazado por el bando villista,
para no hablar de la desconfianza con que el último
vio siempre la participación de los rebeldes sonorenses.
Esta primera etapa de divisiones fue poca cosa al lado
del rompimiento ya declarado de Villa, del grupo con-
vencionista y la actitud separatista del zapatismo. Electo
Carranza como presidente constitucional, el grupo revo-
36
lucionario que había sobrevivido a las primeras divisiones
apenas se conservó junto, pues desde el comienzo de esta
presidencia constitucional se planteó el problema de la
sucesión, a la que aspiraban figuras militares tan sobresa-
lientes como Álvaro Obregón y Pablo González. Al in-
dinarse Carranza por un candidato civil, el grupo obre-
gonista acudió a una de las rebeliones más sangrientas que
hasta entonces había habido. Una peor aún se repitió
al plantearse en 1924 la sucesión de Obregón. Y en 1928
la lucha facciosa concluyó con la muerte de los tres can-
didatos revolucionarios: los generales Serrano y Obregón,
asesinados, y Arnulfo R. Gómez, fusilado.

Este hecho inesperado planteó una serie de problemas a


cual más delicado. Ante todo, había que nombrar un
presidente interino que iniciara el periodo para el cual
Obregón había sido ya electo. Ese presidente tenía que
satisfacer al grupo obregonista, deseoso de asegurar su
acceso al poder ( frustrado transitoriamente por el asesi-
nato de su líder) en la próxima elección de presidente
constitucional. Al mismo tiempo, el presidente interino
debía darle garantías a Plutarco Elías Calles, el manda-
tario a punto de salir y, desaparecido Obregón, la per-
sonalidad más hecha del grupo revolucionario, si bien
en ese momento no parecía contar con un apoyo mayori-
tario. Cosa aún más importante, era necesario seleccionar
al mejor candidato para las elecciones de presidente cons-
titucional, que debían celebrarse en plazo breve. Pare-
cía, pues, que la única manera de evitar una reacci('Jn
violenta del bando obregonista, que incluso podía desem-
bocar en un levantamiento militar, era que Calles mismo
lanzara y apoyara la candidatura de un obregonista decla-
rado y conspicuo. Pero eso habría significado su propia
desaparición del escenario político, ya que, primero, los
obregonistas no lo hubieran aceptado en sus filas sino
como simple soldado, y segundo, ya que los obregonistas,
por una razón o por otra, llegaron a sospechar que Ca-
j7
lles no era enteramente ajeno a la desaparición de Obre-
gón. Semejante arreglo resultaba, pues, poco menos que
imposible, pero apenas cabía esperar algo mejor de una
negociación de Calles con los obregonistas para convenir
en un candidato "neutral", es decir, ni amigo ni enemigo
de ellos. En una forma o en otra las figuras más cons-
picuas del momento se hallaban comprometidas con al-
gún bando; pero, sobre todo, esta segunda solución resul-
taba todavía menos aceptable para los obregonistas; puesto
que convertía la posibilidad inmediata de hacerse de la
presidencia en una probabilidad remota.
Frente a esta situación tan embrollada, y sin duda con
el recuerdo de las escisiones sangrientas de 1920 y de
1924, en las cuales había participado activamente, Calles
tuvo que optar por la solución de formar un Partido
Nacional Revolucionario de cuya primera convención
saliera el candidato a presidente constitucional, que todos
se comprometerían a aceptar y apoyar.
pl partido oficial nació, pues, de la necesidad de con-
tener el desmembramiento de lo que comenzaba a lla-
marse la "Familia Revolucionaria", necesidad que, por lo
visto, había llegado a considerarse muy apremiantemen-
te, ya que, a pesar de no haber favorecido al candidato
obregonista Aarón Sáenz, sino al "viejo revolucionario"
Pascual Ortiz Rubio, la nominación del Partido fue acep-
tada, en efecto, consiguiéndose así el segundo fin, a sa-
ber, confiar la solución de la lucha por el poder al medio
civilizado de un partido político, y no a las armas, como
había ocurrido desde que se inició la revolución made-
rista, pero de un modo más espectacular y sangriento
a partir de 1920. Desde su fundación y hasta ahora, es
decir, durante cuarenta y tres años continuos, el Partido
ha cumplido bien esas dos funciones; de hecho, las ha
desempeñado cada vez mejor. En efecto, desde 1929 sólo
se han registrado tres escisiones: la del general Juan
Andrew Almazán en 1940, la de Ezequiel Padilla en
1946 y la del general Miguel Henríquez Guzmán en
1952. En los tres casos, el Partido, además de haber lle-
38
vado a sus respectivos candidatos a la silla presidencial,
no sufrió un resquebrajamiento irreparable en su orga-
nización, ni vio mermar gran cosa el número de sus adhe-
rentes. Y por si fuera poco este resultado, hace dieciocho
años, en ocasión de las últimas tres elecciones generales,
no ha habido escisión alguna, de modo que ha llegado
a hablarse de una organización "monolítica" del Partido.

No que el Partido Nacional Revolucionario fuera el pri-


mero en fundarse después de la caída de Victoriano Huer-
ta, ni tampoco que dejara de encontrar serios obstáculos
en su primera prueba, o sea en las elecciones de 1929.
Es bien significativo que si bien de un modo esporádico
y un tanto desarticulado, comenzara a hablarse de la
necesidad de fundar un partido político nacional aun antes
de la victoria militar del Constitucionalismo. El 19 de ene-
ro de 1915, en ocasión de repasar los sucesos principales
del año anterior y de vislumbrar qué podía deparar el
siguiente, se dice que nada le hacía tanta falta al México
nuevo que se estaba forjando como un "partido de go-
bierno". No transcurrió ni una semana sin pasar de ese
deseo romántico a la acción. El 6 de enero de 1915 Mo-
desto C. Rolland, Salvador Alvarado, Gustavo Espinosa
Míreles y otros, lanzaron una invitación para constituir
una "Con.federación Revolucionaria" cuyo objeto princi-
pal sería "la organización civil revolucionaria", que con-
sideraban como el coronamiento "definitivo" de la victo-
ria armada. Dos días después tuvo la Confederación su
primer mitin en Puebla, presidido por el general Obre-
gón, y que se aprovecha para designar una comisión que
redacte una ley agraria.
A la dificultad intrínseca, llamémosla así, Je crt:ar un
partido político nacional, se sumaba la falca del t:stim ulo
de luchar tras el poder, puesto que el país vivía aun m
plena guerra civil y no podían hacerse elecciont:s. Pt:ro
cuando la lucha queda reducida a la persecución dt: las
facciones villista y zapatista, y el de Carranza es reconocido
39
como gobierno de hecho por Estados Unidos, ya podían
celebrarse unas elecciones generales, tanto más necesarias
cuanto que encauzar constitucionalmente al país consoli-
daría el poder y el prestigio del grupo vencedor. Esta úl-
tima circunstancia hizo inevitable el que fueran los mi-
litares quienes tomaran la iniciativa, que, en el fondo,
tenía como fin principal aplazar hasta 1920 el enfren-
tamiento de las dos figuras militares mayores, los gene-
rales Pablo González y Álvaro Obregón, concediéndole
a Carranza la primera presidencia constitucional. El 21
.de octubre de 1916 González lanzó la idea de "unificar
el criterio del elemento revolucionario". A la primera
reunión asistieron, a más del anfitrión, los generales Obre-
gón, en ese momento secretario de Guerra, y Cándido
Aguilar, de Relaciones; Alejo E. González, jefe de ope-
raciones militares en el estado de México; Cesáreo Castro,
comandante militar y gobernador de Puebla; Francisco
Cosío Robelo, jefe de la 4" División de Oriente; César
López de Lara, gobernador del Distrito Federal; etc. Pero
en seguida se vio la necesidad de llamar a los civiles y
aun la de darles cierta prominencia en la dirección del
partido. De allí que, por lo pronto, se nombra~an como
vocales a los abogados Jesús Urueta, José Inocente Lugo y
Manuel García Vigil, y al médico Luis G. Cervantes, con-
cluyéndose por designar presidente a Eduardo Hay. El
25 de octubre de 1916 se constituyó formalmente el par-
tido al que se le dio el nombre de Liberal Constituciona-
lista a propuesta de Obregón, tras de rechazarse los de
"Constitucionalismo Electoral", de Roque Estrada, y "Cons-
titucionalista" a secas, del general Ríos Zertuche. En su
manifiesto, el partido explica que ha seleccionado a Ve-
nustiano Carranza como candidato a la presidencia por
sus prendas personales y porque sabrá mantener unidos
a los revolucionarios, lo mismo civiles que militares. De
allí que el manifiesto concluyera con la aseveración de
que "ahora es tiempo de que los revolucionarios demos-
tremos una vez más la indestructible solidaridad que
nos une".
40
Es de suponerse que esa necesidad de mantenerse uni-
dos llegó a preocupar de verdad al grupo revolucionario,
y no sin motivo. A pesar, en efecto, de que el Partido
Liberal Constitucionalista había nacido al amparo de las
más recias figuras militares y civiles del momento, apa-
·reció un "Partido Constitucional Fronterizo", un "Club
Constitucionalista Democrático" y aun otro que llevaba
exactamente el mismo nombre de "Liberal Constituciona-
lista", todos los cuales, sin embargo, postulaban a Ca-
rranza. La preocupación debió ser mayor porque no pa-
recía que las circunstancias fueran muy propicias para
lograr esa unidad. Desde luego, difícilmente podía disi-
mularse que sus dos sostenedores más fuertes, González
y Obregón, pretendían usar el nuevo partido para pre-
parar sus candidaturas presidenciales. Sin embargo, como
no tocaba hacer elecciones hasta 1920, esa manipula-
ción podía haberse mantenido más o menos cubierta si
no hubiera sido porque a poco de formarse el partido tu-
vié'ron que ser convocadas las elecciones de unos dipu-
tados encargados nada menos que de redactar una nueva
Constitución, la constitución revolucionaria, porque en-
tonces los grupos personalistas, sobre todo el de Obregón,
comenzaron a actuar abiertamente.
El primero en resentir esa situación fue Carranza, pues
si el partido se había creado, como dijo en su momento
Pablo González, para "unificar el criterio del elemento
revolucionario" acerca del primer candidato presidencial,
era de esperarse que Carranza, electo gracias al partido,
hubiera contado con el apoyo de éste para su gestión
gubernativa. No fue así, y por eso lo vio desde los co-
mienzos con desconfianza. Pidió, por ejemplo, a Juan
Sánchez Azcona que observara su conducta para averi-
guar si correspondía al propósito de "uniformar el senti-
miento revolucionaiio". El observador acabó por creer
que el PLC estaba cometiendo el error de limitar su
acción al parlamento y a "las oficinas públicas", con des-
medro de una acción propiamente popular. En todo caso,
Carranza no se sintió muy obligado con el partido, como
41
lo revela el hecho de que no figuró en su gabinete alguno
de sus miembros sobresalientes. No sólo eso, sino que en
el parlamento mismo Carranza se apoyaba en un grupo
de diputados adictos a su persona, como eran José Nati-
vidad Macías, Félix F. Palavicini, Luis Manuel Rojas,
Alfonso Cravioto, Hilario Medina, Pastor Rouaix etc.
Ésta fue una de las razones por las cuales este grupo,
que acabó por llamarse "renovador", fue combatido ru-
damente en el Constituyente, donde la pugna entre Obre-
gón y Carranza se hizo ya ostensible.
El PLC llegó a tener una fuerte mayoría en las cá-
maras, pero en parte por esa circunstancia y en parte por
la proximidad de las elecciones de 1920, fue combatido
por los grupos opositores hasta infligirle su primera de-
rrota al elegirse en 1919 la Comisión Permanente del
Congreso. De allí que, a pesar de que en términos genera-
les el PLC había servido sus intereses, Obregón, al lanzar
su candidatura con un año de anticipación a las elecciones
de julio de 1920, declarara que no deseaba que la sostu-
viera un solo partido. La razón que dio fue que el PLC,
como otras agrupaciones más o menos definidas, no eran
sino fracciones del viejo Partido Liberal, y que, por lo
tanto, apoyarse en uno solo ahondaría las divisiones,
cuando el propósito deseable era unificarlos en un solo
organismo político. Llega Obregón al extremo de incitar
a los ciudadanos a que voten sin pensar que para hacerlo
debieran afiliarse antes a un partido cualquiera.
Una vez, sin embargo, que Obregón llega a la presi-
dencia, el Liberal Constitucionalista recobra y aun ro-
bustece su influencia, hasta que sus dirigentes cometen
en diciembre de 1921 un desliz imperdonable, pero no
por eso menos ilustrativo de las condiciones políticas de
entonces. Un grupo de diputados de ese partido presentó
en la cámara una iniciativa para reformar la Constitución
de modo de instaurar en México un régimen parlamen-
tario de gobierno. Según ella, el presidente de la Re-
pública seguiría siendo electo popularmente; pero el "pri-
mer ministro" y los secretarios de estado serían designados
42
por el Congreso de ternas que para cada caso le some-
tiera el Presidente.
Es verdad que desde junio de 1918, en ocasión de las
elecciones de una nueva legislatura federal, el PLC lanzó
todo un programa, que debían aceptar y sostener sus can-
didatos a diputados y senadores, y en el cual figuraba
"el establecimiento del régimen parlamentario de go-
bierno". Aun así, el que ahora proponía no dejaba de
tener rasgos bastante peculiares. Resultaba teóricamente
insostenible que los diputados y senadores, cuyos man-
datos populares estaban restringidos, respectivamente, a
un distrito electoral y a un estado, limitaran el poder de
un presidente cuyo mandato popular era nacional. Lo
peor del disparate, por supuesto, estaba en el desconoci-
miento de las realidades políticas. Si a Obregón se debía
la existencia misma del constitucionalismo, puesto que él
aseguró en muy buena parte su predominio militar. Si
Obregón no había vacilado hada año y medio escaso en
acudir a la rebelión militar para oponerse al designio
de Carranza de favorecer la candidatura de un civil. Si,
con su victoria sobre Carranza, Obregón se había conver-
tido en el caudillo único de la Revolución, ¿era cuerdo
imaginar que se sometiera de buen grado a esa limitación
de sus poderes, a dejar de ser el jefe del gobierno para
convertirse en un simple jefe de estado? Con toda la in-
sensatez que muestran los actores de este episodio, no deja
de revelar su deseo de limitar institucionalmente el poder
del caudillo militar. Al mismo tiempo, enseña que las con-
diciones políticas no habían madurado lo suficiente para
hacer realizable semejante propósito aun si hubiera sido
más perspicaz de lo que fue.
Obregón, por supuesto, acudió a otras agrupaciones
políticas para anular la influencia general, pero más in-
mediatamente la parlamentaria, que hasta entonces había
tenido el Partido Liberal Constitucionalista. Para conseguir
esos nuevos apoyos, sin embargo, Obregón no usó el
agravio del sistema parlamentario, sino el de que los
peleceanos se oponían a la pronta aplicación de la re-
43
forma agraria y al control de las compantas petroleras
extranjeras. En todo caso, Obregón logró su propósito
seis meses después, en las elecciones de diputados de
1922. Para ello, se fundó la Confederación Nacional
Revolucionaria con los partidos Nacional Cooperatista,
Nacional Agrarista, Laborista y Socialista del Sureste. Ya
acusaba una debilidad inicial el que a pesar del califi-
cativo de "nacional" que llevaban dos de sus miembros
y la propia Confederación, no fuera ésta, en realidad, una
organización nacional. Por añadidura, no se trataba de
un partido único, sino de una especie de alianza, de ca-
rácter necesariamente temporal; en fin, era inevitable
que alguno de los componentes tratara de predominar,
de modo que los restantes, o desaparecían, o abando-
naban la Confederación. Así ocurrió, sobre todo porgue
el Nacional Cooperatista, fundado desde 191 7, estaba ma-
nejado por líderes hábiles y dinámicos.
El Partido Laborista Mexicano, creado en diciembre
de 1919, tenía raíces más antiguas, como que algunos de
sus dirigentes habían hecho sus primeras armas desde 191 5
en la Casa Amiga del Obrero; también su composición
mostraba mayor homogeneidad y su programa era más
definido. Y, sin embargo, no había cobrado mucha fuer-
za. El Nacional Agrarista, fundado en 1920, contaba con
dirigentes conocidos, como Antonio Díaz Soto y Gama
y Aurelio Manrigue. Tenía el programa claro, pero evi-
dentemente parcial, de propiciar la reforma agraria, pues
siendo ése, sin duda, uno de los objetivos mayores de la
Revolución Mexicana, no era ni podía ser el único. Y el
Partido Socialista del Sureste difícilmente podía desem-
peñar un papel activo y eficaz dentro de la Confedera-
ción: sus líderes radicaban en Yucatán y estaban empe-
ñados en una acción radical apenas compatible con el
oportunismo del Cooperatista. El resultado fue que pron-
to se advirtió el predominio de este último; pero como
al acercarse las elecciones de 1924 se inclinó por la can-
didatura de Adolfo de la Huerta, en oposición a la de
Calles, que contaba con el apoyo del presidente Obre-
44
gón, el Partido Nacional Cooperatista acabó por verse
desalojado del escenario político.
Sobrevino, como se sabe, la rebelión delahuertista de
1924, que partió literalmente en dos al grupo revolu-
cionario, causando, además, una gran destrucción física
que a todas luces empobreció al país. De allí que no
mucho tiempo después del triunfo electoral de Calles, se
hicieran esfuerzos mayores y más elaborados para cons-
tituir un gran partido nacional. Desde mayo de 1917 se
habló de que iba a formarse en la cámara de diputados
un "Bloque Socialista", promovido por Basilio Vadillo
y J. D. Ramírez Garrido. Les disgustaba comprobar que
sus colegas se ocuparan sólo de "labores políticas", mien-
tras que ellos querían atacar los grandes problemas del
país: el agrario y el obrero, el religioso y el educativo,
etc. El Bloque se formó sin alcanzar mayor resonancia;
pero tras la triste experiencia de la revuelta delahuertista
y en el poder ya Calles, resolvió convocar el 2 de mayo
de 1926 a todos los partidos para formar una "Alianza
de Partidos Socialistas de la República". Las razones es-
grimidas para crearla resultaron un tanto contradictorias
de aquel buen propósito de abandonar la "politiquería"
para ocuparse de los grandes problemas nacionales. En
efecto, declaran desde luego "imposible concebir la idea
de grandes electores que manejen a su antojo la maqui-
naria electoral del país", debiendo estar en manos de
todos los partidos. Al lado de ésta, es verdad, se dieron
otras razones: por lo pronto, que la Alianza fuera "el
verdadero exponente del sentir nacional", unificar las
tendencias socialistas "que se agitan en los diversos par-
tidos de la Revolución", etc. La convocatoria fue comen-
tada por la prensa. Excélsior protestó porque aquellos
señores creían que "la nación mexicana estaba compuesta
tan sólo por los partidos revolucionarios". El Universal,
en cambio, acertó: consideraba ridícula la fragmentación
de los nuevos políticos en "partidos, partiditos y partidi-
llos", cuando lo necesario era un partido "completo",
sustentado en principios y con un programa llamativo.
45
El comentario resultó profético, pues al pasarse lista
de presentes en la primera sesión, se vio que concurrían
818 delegados, q!-1-e bien podían haber representado a
otros tantos partidos, ya que la convocatoria había limi-
tado a un solo delegado la representación de cada par-
tido. Por supuesto que no fue así, pero, de todos modos,
resultó fácil advertir ciertas irregularidades en las repre-
sentaciones. Guerrero y Jalisco, por ejemplo, contaron
con 4 7 representantes cada uno, a pesar de las marcadas
diferencias de población y de politización. Llamó más la
atención que Yucatán, donde había un partido socialista
combativo y famoso, enviara un solo delegado, y 6 es-
casos el Socialista Fronterizo, también de tenombre. De
hecho, aparte de estos dos, apenas tres más llevaban el
nombre de socialista: los de Campeche, Tabasco y "Occi-
dente". Los demás tenían nombres tradicionales: "Club
Político Venustiano Carranza"; Partido Político "General
Victoriano Zepeda"; Partido Político "Guadalupe Victo-
ria", etc. No faltó la nota cómica que dieron los nombres
de ciertos delegados: Medegiro Ruiz, Byron Guerrero,
Segundo Arenaza, Dimas Popoca, etc. Lo más notable de
todo, sin embargo, resultó la increíble pulverización a
que habían llegado las organizaciones políticas del país.
En Coahuila, digamos, existían 43 partidos políticos, cosa
explicable ya que sólo en Sabinas había 6. De Chihua-
hua concurrieron representantes de 23 partidos y de San
Luis Potosí 34.
Era sumamente problemático que prosperara como par-
tido nacional aquella Alianza. Por lo pronto, su nombre
mismo revelaba que no era su propósito crearlo, ya que
se trataba simplemente de juntar a los partidos locales
existentes. Aun así de reducido el propósito, resultaba
difícil aliar de verdad tantas organizaciones políticas, la
mayor parte de las cuales tenían un subido color local,
puesto que no abarcaban siquiera un estado, sino un mu-
nicipio o, cuando más, departamentos o jefaturas. Y estaba
también el escollo de que fuera el socialismo el denomi-
nador común de partidos tan ajenos a credos ideológicos.
46
De allí que, en cuanto se instala, la Alianza se ocupa de
definir el socialismo, asunto bien escabroso en sí mismo
y más aún si la definición aspiraba a recibir una acep-
tación general. En parte por esa circunstancia y en otra
.por simple ignorancia, lo pintó como "una tendencia
desinteresada completamente de hacer feliz a las clases
sociales mexicanas en un ambiente de socialismo mexi-
cano, verdadero y práctico". Pero aun estos devaneos no
dejaron de ofrecer cierto interés. Primero, comenzó a opo-
nerse una mentalidad nueva, la revolucionaria, a la vieja
liberal, al fin y al cabo del siglo XIX. Y segundo, se re-
pitió la idea de que el interés colectivo debía prevalecer
sobre el individual.
La convención concluyó con el nombramiento de una
mesa directiva con 30 vocales, para que en ella estuvieran
representados los estados y territorios de la República.
Asimismo, con el anuncio de que la Alianza convocaría
a una nueva convención con el objeto de seleccionar al
candidato presidencial de 1928, que todos sus miembros
se comprometían a sostener. Se apuntó a Obregón, que,
al parecer, contaba ya con un apoyo mayoritario, si bien
la Alianza no llegó a pronunciarse por él considerando
que aún faltaban dos años para esas elecciones.
Así fracasó de nuevo el propósito de constituir un
partido estable y de alcance nacional. Y esto teniendo
ya a la vista las elecciones de 1928, que amenazaban
celebrarse sin que se hubiera podido presentar la can-
didatura presidencial de un caudillo lo suficientemente
destacado para ser admitido I?ºr las principales facciones.
Y el hecho de que la candidatura de Obregón hubiera
exigido una reforma constitucional equivalente al aban-
dono del principio de no-reelección, que había desatado
todo el movimiento revolucionario, era ciertamente un
mal presagio. Desde luego se resucitó el viejo nombre
de Partido Anti-Reeleccionista para postular al general
Arnulfo R. Gómez, hecho al cual se contestó con la fun-
dación del Centro Director Obregonista, que claramente
denunciaba su origen personalista. Tras la del general
47
Francisco Serrano, surgieron las candidaturas disidentes de
José Vasconcelos, Antonio I. Villarreal y Gilberto Va-
lenzuela. En fin, ocurrió lo que se temía: la sublevación
en Sonora de los generales Francisco Manzo y Gonzalo
Escobar.

En estas condiciones tan difíciles se lanzó la convocato-


ria para una convención nacional, que tendría lugar del
19 al 5 de marzo de 1929, con objeto de constituir el
Partido Nacional Revolucionario. De los 929 delegados
que asistieron, poquísimos tenían algún relieve, si bien en
el Comité Nacional Directivo figuraron dirigentes de
cierto nombre: el general Manuel Pérez Treviño, el in-
geniero Luis León y líderes de partidos locales, como Mel-
chor Ortega de Guanajuato, y Gonzalo N. Santos, de
San Luis Potosí. La organización recibió su toque final
con una "Declaración de Principios", un "Programa de
Acción" y los Estatutos correspondientes.
Puede decirse, asi, que este partido, destinado a sobre-
vivir mucho más tiempo del que se imaginó, correspondió
a la necesidad, según se ha dicho antes, de confiar el
desenlace de la lucha por el poder, no ya a las armas,
sino al medio civilizado de un juego puramente político.
Pero no se ha dicho lo que ahora se ve claro: que en el
PNR culminó una larga experiencia negativa, de nueve
años por lo menos (1920 a 1929), durante los cuales
hubo una serie ininterrumpida de- intentos fallidos para
formar un gran partido político. El nombre mismo que
se le dio fue acertado, pues los dos calificativos de "na-
cional" y de "revolucionario" indicaban sus principales
aspiraciones. Era, en primer lugar, una organización "na-
cional", o sea algo más que una agregación de pequeñas
unidades políticas aisladas. Es verdad que en la Conven-
ción misma, y en los documentos que de ella salieron,
se insistió en que el nuevo partido respetaría la autono-
mía de esas agrupaciones locales, pero el designio de asi-
milarlas era la condición misma del éxito de la nueva
48
organización. Además, a diferencia, digamos, de los viejos
partidos Agrarista, laborista, Cooperatista y socialistas,
el Partido se llamaba simplemente "revolucionario". Esto
quería decir que su programa era más amplio o más com-
pleto que el de los tres primeros y menos radical o
menos comprometido que el de los "socialistas", o sea
más apto para seguir un curso medio y cambiante, según
lo dictaran las circunstancias.
México no se había recuperado del desgaste físico y
de la desorganización que necesariamente trajeron consigo
la revolución maderista, el golpe reaccionario de Huerta,
el movimiento consticucionalista y las rebeliones de Obre-
gón y de Adolfo de la Huerta. Además, la acción enca-
minada a lograr las metas revolucionarias apenas se había
iniciado. Enderezar todo esto y comenzar a construir la
nueva sociedad que se había propuesto la Revolución, exi-
gía una gran unidad en el grupo dirigente y una aquies-
cencia general de parte de los gobernados, condición
que no podría conseguirse sino mostrándoles a todos
ellos los resultados prácticos de la acción renovadora de
la Revolución. Es verdad que. ésta no tuvo nunca un
"programa" propiamente dicho, ni siquiera el que pre-
sentaba la Constitución de 191 7; pero sus tendencias
principales eran inequívocas: un nacionalismo marcado,
un "populismo" visible y la elevación no sólo económica
y social, sino concretamente política, de los sectores de
la población menos favorecidos, o sean los campesinos y
los obreros. De aquí una de las grandes ventajas del
Partido: si conseguía asegurarse como "base" suya a esos
dos grandes sectores de la sociedad mexicana, y si lo-
graba organizarlos, contaría no sólo con un gran número
de ciudadanos, sino con los votantes más organizados y
activos. Esta última función iba a ser una de las de mayor
importancia y duraderas que desempeñaría el partido:
legitimar las elecciones de todos los candidatos a puestos
de elección popular, quitándole a ésta el aire que en buena
medida había tenido hasta entonces la repartición y ocu-
pación de los puestos por derecho de conquista, o sea,
49
por el simple hecho de que un movimiento militar se
había apoderado del gobierno.
Y también se vio con gran claridad una última cir-
cunstancia que hacía imperativa la organización política
de la nación. Durante el primer siglo de la Independen-
cia, el caudillo, así se llamara Santa-Anna, Juárez o Por-
firio Díaz, había sido el principal sostén de esa organi-
zación, y dentro del mismo periodo revolucionario, Ma-
dero, Carranza y Obregón desempeñaron ese papel nece-
sario. Pero para 1929, no ya esos tres caudillos mayores,
sino muchos de los que los seguían y podían, en conse-
cuencia, reemplazarlos, habían desaparecido, física o po-
líticamente. Calles mismo, entonces ya con cincuenta y
dos años a cuestas, no debió ver muy lejano su fin. Dada
esta situación, se imponía un sustituto institucional que
reemplazara al caudillo, especie a punto de extinguirse.
Calles y el Partido fueron afortunados por una ra-
zón más. El general había dejado de ser presidente de
la República, lo cual le daba un margen de maniobra
más amplio y un tanto invisible para guiar al Partido en
sus primeros pasos. Por otra parte, logró que la conven-
ción nominara, no a un candidato presidencial obrego-
nista, sino a un "viejo revolucionario", es decir, a un
elemento neutral. En fin, Calles se hizo el sucesor de
Obregón, o sea el líder revolucionario de mayor fuerza.
Y no ha de descuidarse una circunstancia más que favo-
reció los primeros años del Partido. Puede decirse que
a la Revolución le tomó diez, de 1911 a 1920, destruir
el antiguo régimen porfiriano; pero como la obra acabó
por ser total, la Revolución se quedó en 1920 sin ene-
migo al frente, dueña indiscutida del campo. Esto quiere
decir que las posibles oposición y división estaban dentro
del grupo vencedor y no fuera de él. Si al fin, con el
Partido, se unificaba, la Revolución no tendría enemigo
exterior, y, en consecuencia, contaría con vía libre para
caminar a sus anchas.
Cabe, pues, concluir que la creación de un partido po-
lítico nacional, revolucionario y aun "oficial" o semi-
50
oficial, correspondió a genuinas y grandes necesidades
generales. Desde luego, se proponía ser, como dicen los
politólogos, un aglutinador de los intereses opuestos de
personas y de grupos, de manera de evitar, no ya la gue-
rra civil, pero incluso la escisión natural dentro del par-
. tido mismo. Buscaba dar coherencia a la acción político-
administrativa de las autoridades oficiales, sobre todo,
claro, las federales, viendo y tratando de resolver los prin-
cipales problemas del país en su conjunto, y no como
casos locales, aislados, independientes unos de los otros.
Adoptando lo que vino a llamarse "el programa" de la
Revolución Mexicana, trataba de crear e imponer un con-
senso general acerca de las reformas de mayor impor-
tancia y urgencia, evitando así la esterilidad de los par-
lamentos en que no hay una fuerte mayoría gobiernista.
Viendo las ventajas con cierta perspectiva de tiempo, po-
día también esperarse que el Partido sirviera para ca-
pacitar, con prédicas y experiencia, a los jóvenes deseosos
de hacer una carrera política y, ya formados, darles en el
Partido una oportunidad real para ejercerla.

3. El Avance Económico

Se ha dicho ya que la segunda razón por la cual se pue-


de hablar de una señalada singularidad en el sistema
político mexicano es el gran avance económico que
México ha logrado en los últimos treinta años. En efec-
to, los economistas especializados en la historia económi-
ca reciente del país parecen estar de acuerdo en dividirla
en dos periodos, uno de "Revolución y Reforma", que va
de 1911 a 1940, y otro de desarrollo, que se inicia en
1941 y continúa hasta el día de hoy. Durante el prime-
ro, el conjunto de la economía mexicana, o desciende
del nivel alcanzado en el antiguo régimen de Porfirio
Díaz, o apenas lo supera, pero, de todos modos, no mues-
tra una tendencia sostenida hacia el progreso. En cambio,
durante el segundo periodo el avance es continuo. Así,
51
mientras el producto interior bruto crece a una tasa anual
de 3.3% durante 1_900-1910, baja a 2.5 y 1.6, respec-
tivamente, de 1910 a 1925 y de 1925 a 1940. En
cambio, llega al 6.3 y mantiene este promedio de 1941
a 1965. Las cifras anteriores cobran una significación
acentuada si se comparar,. con las de los países mayores
de la América Latina, que se hallan también en vías
de industrializarse. La América Latina en su conjunto
ha crecido apenas a una tasa de 4.6, Argentina a la de
2.0, Brasil 4.1, Chile 5.4 y Venezuela 5.1, es decir, a
tasas todas ellas inferiores a la de México. Se llega al
mismo resultado si la comparación se establece sobre
la base del producto interno bruto per capita: el de Mé-
xico es de 3.3, el de América Latina 2.2, el de Argen-
tina, 1.9, el de Brasil 2.6, el de Chile 1.0, y el de Vene-
zuela 1.3. Esta situación no se modifica hasta 1971,
cuando se quebranta la tasa anual de crecimiento de Mé-
xico y la brasileña asciende espectacularmente hasta 1O%.
Esos dos índices, el producto interno bruto global y
el per capita, son los más usados para medir los avances
de una economía; pero cualquier otro que se aplique
tendrá el mismo sentido. La tierra cultivable, por ejem-
plo, ha aumentado en México de 15 a 24 millones de
hectáreas de 1930 a 1960. En 1940 el 65 % de la fuerza
de trabajo estaba dedicada a la agricultura y 25 años
después sólo el 52, en contraste con la industria, que
sube del 13 al 20, mientras los servicios ascienden del 22
al 28. Las inversiones de fondos federales aplicadas al
desarrollo económico han llegado a representar el 5 3 %
del total, y las inversiones sociales el 19.
No puede, pues, ponerse en duda que la economía me-
xicana se ha desarrollado de un modo perceptible y
sostenido durante los últimos treinta o treinta y cinco
años.

52
III. EL SALDO NEGATIVO

l. El Político

Está por hacerse una historia del partido oficial que per-
mita ver en detalle las grandes vicisitudes por las que
ha pasado en su ya larga historia; pero quizás no sea
aventurado suponer que camina por un sendero más o
menos seguro hacia su consolidación de 1229 _a_ 1940,
i __que en 1941 se inicia una inflexión que lo conduce
al estado en que ahora se encuentra. El punto culminante
de la primera etapa fue la reorganización hecha por el
presidente Cárdenas, consistente en sustituir la noción
geográfica, determinante hasta entonces de las represen-
taciones que tenían los agremiados del Partido, por una
r~presentación "funcional" o de "sectores". Y el punto
inicial y decisivo del segundo periodo fue la importancia
que dentro de estos sectores se dio al "popular" como
freno a un "partido de masas", objetivo este que se le
achacó a Cárdenas y que se juzgó tremendamente des-
quiciador por revolucionario. No es que los factores que
han conducido finalmente al empobrecimiento de los pro-
pósitos y características primitivas del Partido hayan na-
cido en esa segunda época, pero sí parece cierto que de
entonces acá se han acentuado de un modo visible.
El primero de los factores empobrecedores es la falta
de un programa breve, claro, convincente, en suma. Por
supuesto que el Partido hizo desde su nacimiento una
"declaración de principios", y un "programa de accil)n"
que, además, ha retocado después en siete ocasiones, Lt
última de ellas, según se verá después, en octubre de
1972. Pero estos documentos adolecen de una debilidad
tan manifiesta que resulta explicable su ineficacia. lar-
gos, "historiados", escritos en un lenguaje altisonante,
abarcan todos los problemas nacionales habidos y por
haber, de modo que resulta imposible que alguien re-
tenga su esencia y mucho menos que se grabe en la con-
ciencia popular. Después, es fácil comprobar que no
corresponden al sentir colectivo y ni siquiera a las rea-
lidades políticas y socio-económicas de la época para la
cual se supone que van a regir. Más bien son fruto de la
imaginación y del "buen ( o mal) decir" de un indivi-
duo o de una "comisión" compuesta por cuatro o cinco
personas.
Pero el pecado más grave de estas declaraciones y de
estos programas de acción es que sus autores, lejos
de darse cuenta de la necesidad de que se distingan del
programa gubernamental, se limitan a repetir lo que el
Presidente en turno ha dicho en su gira electoral o en
sus pronunciamientos ya oficiales. Es claro que el Par-
tido carece de los medios económicos y aun jurídicos ne-
cesarios para llevar a la práctica un programa, y que
el gobierno sí cuenta con ellos. Esta circunstancia hace
pensar en una idea elemental: si el Partido tuviera un
programa interno propio, de beneficios inmediatos para
sus asociados, podría actuar cerca del gobierno como un
grupo de presión para lograrlos. Es perfectamente conce-
bible ( de hecho ésa debe ser la función principal de
los Sectores) un mecanismo como éste. Las "demandas",
peticiones o exigencias de un Sector, llegarían a sus di-
rigentes, quienes las colarían para armonizarlas. Repe-
tida esta tarea en los otros dos, las demandas de los tres
Sectores serían aglutinadas o articuladas por los miem-
bros del Comité Ejecutivo Nacional, cuidando, desde
luego, el aspecto de su viabilidad política. Una vez con-
cluido este proceso, se presentarían al gobierno para su
satisfacción. Pero esto no ha ocurrido ni es fácil gue
ocurra porgue la idea de "enfrentarse" en alguna forma
al gobierno llenaría de horror a los dirigentes del Par-
tido. Todo lo cual impone la necesidad de definir la forma
como el Partido puede contribuir efectivamente en la
elaboración del programa del gobierno y a su eventual
ejecución.
54
La verdadera razón por la que al Partido y al gobierno
mismo les repugna tener un programa es que éste su-
pone la definición de metas y de métodos para alcan-
zarlas, así como el tiempo en que se espera conseguirlas.
Tal cosa, por supuesto, significa un compromiso moral
· y político, que no quieren echarse a cuestas. De allí que
el Partido declare que su programa es el de la Revolu-
ción Mexicana, y el gobierno, que la Constitución de 1917
señala el suyo. Como es de suponerse, la opinión pú-
blica del país abriga ya un franco escepticismo ante es-
tas dos fórmulas, que han acabado por indicar el deseo
de escamotear las realidades.
Estas observaciones acerca del programa llevan a se-
ñalar otra causa del descrédito actual del Partido, que
es la ambigüedad de sus relaciones con el gobierno. A
nadie puede ocultársele, por supuesto, que todos los go-
bernantes, desde el presidente de la República hasta el
último munícipe, han sido postulados por el Partido.
Todo el mundo observa que en cuanto llega a su puesto
el nuevo presidente de la República, incorpora en su
equipo de gobierno a dos o tres de los más altos diri-
gentes del Partido, y que los restantes son sustituidos por
otros más de su agrado. Todo el mundo ve que al pre-
sentarse el Presidente a inaugurar un congreso obrero
o campesino, va acompañado del presidente del Comité
Ejecutivo Nacional del Partido. Y así consecutivamente.
A pesar de todo esto, el Partido mantiene la apariencia
de que el Presidente no es su jefe nato o ex of ficio, sino
que su vida está regulada exclusivamente por sus propios
órganos de gobierno: asambleas nacionales, consejo na-
cional, comité ejecutivo nacional, etc.

P.a.cas...cosas, sin embargo, han desacreditado tanto al Par-


tido como el no haber democratizado sus procedimientos
electorales al paso del tiempo. la teoría inicial, que aún
en el día de hoy se presenta como una realidad, era la
bien conocida y aceptada de que para escoger los can-
55
didatos del Partido a cualquier puesto de elección po-
pular, se convocaría a una convención seccional, distri-
tal o nacional; que el aspirante que venciera en ella por
una votación mayoritaria sería el candidato único del
Partido; que por él votarían todos sus miembros, y que
éstos, por ser la mayoría ciudadana, lo llevarían a la vic-
toria. Esa ficción se mantuvo por algún tiempo, pero
aparte de que la opinión pública, desde hace mucho, está
segura de que jamás se aplica semejante teoría demo-
crática, es un hecho que si la apariencia se guarda con
gran rigor en ciertas designaciones, típicamente la del
candidato a la presidencia de la República, no siempre
se la guarda tratándose de los gobernadores de los esta-
dos, de los miembros de los poderes legislativos, locales
y federal, y menos aún por lo que toca a los cuerpos mu-
nicipales.
Ahora bien, parece poco dudoso que ni los dirigentes
del Partido, de cualquier época, ni los presidentes de la
República de los últimos treinta años, han sabido estimar
los cambios profundos que han afectado a toda la sociedad
mexicana, y de un modo particular en los aspectos po-
líticos.
Piénsese, desde luego, en las personalidades que figu-
raron en la escena política digamos hasta 1910, y en
quienes las han reemplazado después. Cuando se reúne
por primera vez la convención del Partido Anti-Reelec-
cionista, Madero es designado su candidato presidencial
por una buena mayoría, pero no por unanimidad y menos
por aclamación. Una vez, sin embargo, que se lanza a la
rebelión armada y derroca a Porfirio Díaz, Madero es
una figura indiscutible, de modo que su elección se im-
pone a su propio partido y a la nación entera. En una
situación semejante se hallan en su momento Carranza
y Obregón, y en un grado menor Calles y Cárdenas. Pero
los candidatos oscuros, discutibles, comienzan con Avila
Camacho y siguen sin interrupción hasta el día de hoy.
No se trata de determinar si esos candidatos "oscuros"
resultan o no buenos presidentes; de hecho, un politólogo
56
norteamericano ha expresado admiración por su capacidad
política y administrativa. El problema es que, no habien-
do sido antes figuras siquiera identificables, su nomina-
ción tiene que justificarse ante el sentir público, lo cual
se conseguiría usando procedimientos abiertos, claros, de-
Ínocráticos, en suma, sobre todo porque el Partido, pro-
clamando y sosteniendo que sí los usa, no ha conseguido
sino extender más el descreimiento de esa opinión pú-
blica.
Y no sólo han cambiado las personalidades, sino tam-
bién lo que puede llamarse los principios. Aunque, según
se ha dicho ya, la Revolución Mexicana no tuvo una
ideología bien definida, y su "programa" jamás fue sufi-
cientemente explícito, nadie podía dudar de ciertos rasgos
distintivos suyos, como el nacionalismo y el propósito de
mejorar la condición de los campesinos, los obreros y,
en general, los elementos más desamparados de la so-
óedad. Pero el nacionalismo, que suponía un cierto aisla-
miento de México con relación al mundo exterior, re-
sultó insostenible después de la Segunda Guerra Mundial,
con su comunicación telegráfica y radial instantánea y la
velocísima del avión. Se creó así una atmósfera de uni-
versalidad de la que ni aún el más poderoso país de la
tierra podía escapar. También resultó insostenible ese
nacionalismo después de decidir México hacer del pro-
greso económico la meta principal de la acción oficial y
privada, pues entonces tuvo que acudir a la ayuda del
capital y la tecnología extranjeros. El logro de la segun-
da meta, el mejoramiento del pobre y el desvalido, re-
sultó mucho más complicado de lo que creyeron cando-
rosamente los primeros revolucionarios, de modo que,
tras un esfuerzo tenaz y sostenido, si bien no siempre muy
inteligente, los éxitos parecen poco convincentes o bas-
tante dudosos. De allí que se hayan debilitado el entu-
siasmo y la fe en que ese objetivo de la Revolución está
a la vuelta de la esquina.
Por si esto fuera poco, las ideas y sentimientos nacio-
nalistas e igualitarios nacieron cuando la sociedad era en
57
México predominantemente rural y agrícola; pero de
treinta años a esta parte es bien clara su tendencia a
convertirse en urbana o industrial. Así han surgido pro-
blemas tan graves y tan complicados como la urbaniza-
ción, el turismo, la dualidad de una agricultura tradicio-
nal y otra moderna y comercial, y la industrialización,
sobre los cuales no dijo ni pudo haber dicho una pa-
labra el "programa" primitivo de la Revolución Me-
xicana.
Además de las personalidades que operan en el pri-
mer plano del escenario político y del programa nor-
mativo de la acción oficial y privada, la sociedad misma
a la que pretenden gobernar ha experimentado cambios
profundos, muchos de ellos provocados por la acción de
los gobiernos revolucionarios. El número de analfabetos
ha disminuido de modo notable durante los últimos años,
y ha crecido paralelamente el de los estudiantes en to-
dos los grados de la educación. Los medios de transporte
y de comunicación se han extendido y mejorado muchí-
simo, y los de comunicación de masas, prensa, cine, radio
y televisión, tienen hoy auditorios que se cuentan por
millones. La población se ha multiplicado a un ritmo
impresionante, y su composición se ha alterado, de ma-
nera que los jóvenes, los que apenas se asoman a la vida
pública, representan una proporción muy respetable de
ella. Por añadidura, ha habido una señalada concentración
urbana, de modo que hoy viven dentro de ciudades de
cierta magnitud varios millones de seres humanos antes
aislados o semi-aislados en el campo.
Todas estas cosas, y muchas otras, han conducido a
despertar una conciencia cívica que antes no existía o que
era menos sensible y exigente. Parece que, frente a estos
cambios, numerosos y complicados, pero visibles, no ha
surgido aún en México un hombre público que los apre-
cie, y mucho menos que determine transformaciones pa-
ralelas dentro del Partido y en la vida pública general
del país.

58
El obstáculo mayor para democratizar los procedimientos
del Partido y, en general, la actividad pública del país,
es, por supuesto, lo que se llama el "tapadismo", es de-
cir la selección oculta o invisible de los candidatos del
PRI a los puestos de elección popular, sobre todo los
superiores y particularmente el de presidente de la Re-
pública. Tomando este último caso como el más ilus-
trativo, recuérdese, en primer lugar, que, según una tra-
dición no contrariada durante los últimos treinta años,
el elegido sale del círculo cercano al Presidente, más con-
cretamente de sus doce secretarios de estado y todavía
más ( con la excepción de un caso único) , de la secre-
taría de Gobernación. Estos hechos, que, por supuesto, no
son inmutables, pero que se han repetido a lo largo de
treinta años, indican el margen estrechísimo de la selec-
ción que hace el Presidente, lo mismo si se piensa en los
quince miembros de su gabinete, que en sus doce secreta-
rios de estado y más aún, por supuesto, en el solitario
ministro de Gobernación. Pero es que, desde el punto de
vista del público, aun esa selección así de apretada se
hace dentro de una oscuridad tan impenetrable, que el
piexicano ha renunciado a entender cómo ocurre, y se
conforma con rogar a Dios que sea tolerablemente acer-
tada.
Desde el día mismo en que reciben sus nombramientos,
los secretarios de estado comienzan a taparse, a cerrarse,
a ocultarse, a disimular y callar... pero no totalmente,
porque entonces serían olvidados, inclusive por el presi-
dente de la República, que es quien al final rasga el velo
que cubre al Tapado. Este juego resulta endemoniadamen-
te difícil, si bien su esencia consiste en hacerse presente,
pero de ninguna manera omnipresente. El personaje debe
situarse en el fondo del escenario político, pero jamás al
pie de las candilejas, y caer allí como ángel alado, posán-
dose tan leve, tan suavemente, que incluso pueda dudarse
de si su presencia no es, después de todo, mera ilusión
59
óptica. El juego consiste en musitar, en hablar entre dien- 1
tes y a medias palabras mientras no se aluda al "Señor
Presidente", porque entonces han de escucharse estas ji_

palabras distinta y rotundamente. l


Por supuesto que en cualquier país, Francia, Inglaterra
o Estados Unidos, la figura sobresaliente es la del jefe de
gobierno, llámese presidente o primer ministro; pero esto
no impide que la opinión pública conozca la conducta
de los secretarios de estado y tenga un juicio bien
formado sobre cada uno de ellos. El juego del tapadis-
¡no, por el contrario, impide conocer a los colaboradores
cercanos del presidente de México, de modo que cuando
se destapa el Tapado, el público poco o nada sabe sobre
sus méritos y habilidades. A lo más que se atreve es a
suponer· que el elegido debe tener una que otra prenda
positiva y muchas negativas. De entre las positivas, la
principal y la más segura es una lealtad inquebrantable
hacia el Presidente; una cualidad incierta, en realidad
una simple esperanza, es su capacidad de despertar cierta
simpatía popular. Las prendas negativas son más nume-
rosas: no haber cometido un disparate garrafal en su
gestión administrativa, pero, sobre todo, no tener ene-
migos y no suscitar fuertes antipatías; en suma, ser lo
menos objetable posible.
La última fase del largo proceso del destapamiento
es -según se ha creído siempre- el sondeo que hace el
presidente saliente acerca de su elegido, sobre todo -se
asegura- con los ex presidentes. Nadie ha probado hasta
ahora si se hace de verdad o no semejante sondeo, si
se limita en efecto a los ex presidentes o si se amplía
a otros círculos y cuáles son ellos. Por lo que toca a los
ex presidentes, hoy disponemos de sus testimonios.
El más terminante de todos es el de .Miguel Alemán.:
según él, jamás se les consulta sino "respecto de algún
problema especial en relación con el puesto que ocupan",
es decir, a él en materia de turismo, a Emilio Portes Gil
sobre seguros, al general Cárdenas en cuanto a la Cuenca
del Balsas y a Adolfo Ruiz Cortines acerca de la fa-
60
bricación de productos de asbesto. ,Emilio Portes Gil ase;
guró que los ex presidentes estaban obligados a "disci-
plinarse a la resolución que en su oportunidad tomara
el Partido", io cual equivale, no sólo a negar que se les
consulta, sino a afirmar que si no les place la persona
éscogida por el Presidente, tienen que aguantarse y con-
ducirse, además, como si ellos mismos hubieran parti-
<;:ipado en la selección. Más significativamente, Adolfo
Ruiz Cortines aseguró que recae sobre el presidente en
turno "la enorme responsabilidad de interpretar qué es
lo que quiere y necesita nuestro pueblo". Esto significa
que el Presidente puede y debe escoger libremente a su
sucesor, si bien ha de hacerlo consciente de la que se le
espera si desacierta. El general Cárdenas no fue interro-
gado por los periodistas, de modo que nos quedamos
para siempre sin sus opiniones. Sin embargo, cuando sus
colegas hicieron estas declaraciones, Cárdenas exhortó a
un grupo de estudiantes a participar en la vida política
nacional presentándose como candidatos a diputados y
senadores para que en el Congreso defendieran fielmente
los intereses de sus mandantes. Tal vez expresara esta
incitación cierta inconformidad con algunos de los can-
didatos seleccionados por el PRI y aun con los métodos
que éste usa para escogerlos.
En cambio, algunos de sus colegas se acomidieron a
hacer una especie de "retrato hablado" de un buen can-
didato a la presidencia de la República. Retrato no muy
inteligente o muy sutil, pero que, aun así, da motivo a
alguna reflexión. Alemán sostuvo que debería tener
"las. mejores. cualidades cívicas y políticas", además de
haber desempeñado "un puesto público". Tal vez valga
la pena preguntarse si hay alguna diferencia entre las
cualidades "cívicas" y las "políticas". En cuanto al re-
quisito de haber ocupado un puesto público, explicó que,
de otra manera, "es muy difícil poder calificar sus ap-
titudes, sus conocimientos, sus experiencias, su actua-
ción". Evidentemente este antiguo mandatario juzga ne-
cesario que el candidato pertenezca a la "Familia Revolu-
61
cionaria , pues sólo sus miembros desempeñan los cargos
públicos superiores; pero la falla mayor, según se ha
explicado ya, es que .con el sistema del Tapado la ac-
tuación de un secretario de estado a lo sumo puede servir
para que el Presidente, que lo mira de cerca e interna-
mente, se aventure a suponer que sería un buen sucesor
suyo, pero jamás bastará para justificar ante los ojos del
público la selección hecha. Emilio Portes Gil fue más
explícito, aunque menos útil. Tras pedir que el candidato
fuera "revolucionario a toda prueba", honesto, capaz, ex-
perimentado y ecuánime, aseguró optimistamente que en
el gobierno había "muchas gentes" que llenaban tan
exigentes requisitos.
Apenas cabe agregar que desde un punto de vista ra-
cional, es difícil entender cómo ha podido subsistir du-
rante tanto tiempo ( por lo menos veinticinco años) este
método del Tapado. No, desde luego, porque no parez-
ca humano que un Presidente, cualquier Presidente, cuyo
mandato concluye inexorablemente a los seis años de ha-
ber iniciado su reinado, desee prolongarlo escogiendo un
hombre dócil que siga sus "consejos". También es perfec-
tamente comprensible que procediendo así, quiera pro-
tegerse contra la crítica y aun contra la denuncia pública
de los desaciertos de su gestión. Pero treinta años de ex-
periencia han enseñado que . el sucesor se libera de la
influencia de su antecesor en brevísimo tiempo, digamos
dentro del plazo máximo de los --seis primeros mes.es .ck
su gobierno. El nuevo Presidente asume pronto una
actitud de plena independencia, y no sólo él, sino tam-
bién sus colaboradores inmediatos. Se han dado muchos
casos de que el nuevo Presidente hereda del anterior
dos o tres secretarios de estado, a quienes, según se su-
pone, el segundo ha recomendado insistentemente..Pues
bien, hasta ahora ninguno de ellos ha cometido el error
de creer que debe actuar como representante y defensor
de los intereses, opiniones o gustos del anterior. En esa
forma, todas las largas y complicadas maniobras. enca-
62
minadas a asegurarse como sucesor a un testaferro re-
sultan pronta y absolutamente inútiles.

Recordando, digamos, la historia de los últimos dieciocho


años puede advertirse en el tapadismo un verdadero peli-
gro, que antes hubiera parecido inexistente, o, en el me-
jor de los casos, remoto. No puede caber duda de que
dentro del gabinete de cada Presidente hay siempre tres
o cuatro secretarios de estado que aspiran a sucederlo.
Para lograrlo, cada uno de ellos extrema sus atenciones
y proclama su fidelidad con la esperanza de ser el ven-
cedor final. Mientras las maniobras se reducen a esos
ejercicios adulatorios, el no ser escogido apenas produce
la reacción resignada de achacar el fracaso a mala suerte
o ingratitud, y allí quedan las cosas. Pero el hecho mismo
de que la selección final haya quedado librada durante
tantos años al azar o al capricho del mandatario saliente,
ha llevado a algunos ministros más emprendedores a
trabajar discreta pero tenazmente para crearse simpatías
e intereses con el ánimo de forzar hasta el máximo po-
sible la mano del Presidente, mostrando, por ejemplo,
que, de no recaer la selección en ese ministro empren-
dedor, el mandatario contrariaría a grandes grupos polí-
ticos organizados, exponiéndose a la consiguiente censura
e impopularidad.
Las cosas no han parado allí, pues en los últimos años
se ha producido un fenómeno que, después de todo, no
podía dejar de traer sus consecuencias. La inconformidad
y la rebeldía, primero de un grupo de profesionistas, y
después, por dos veces consecutivas, de los estudiantes
y profesores de enseñanza superior, hicieron pasar al go-
bierno por tres crisis serias. La primera y la segunda de
ellas fueron manejadas por un secretario de estado que
aspiraba a la presidencia, y la tercera por otro miembro
del gabinete, también aspirante. El hecho de prestar ser-
vicios tan "eminentes" como ésos tiene que crear en un
ministro la noción de que ha fincado un derecho a la
63
sucesión, con el deber correlativo del Presidente de reco-
nocerlo. De no elegírsele a él -y sólo uno puede
serlo-, la reacción de este nuevo tipo de aspirante no
puede ser la antigua de atribuir el fracaso a mala suerte
o ingratitud, sino a haberse violado una obligación casi
contractual, digamos un gentlemen's agreement. Esta frus-
tración puede traducirse en una reacción violenta, con dos
posibles consecuencias lamentables: denunciar, abierta o
calladamente, los malos manejos del Presidente violador
del derecho sucesorio, y lo que es más grave todavía,
transferir el rencor al nuevo Presidente, a quien necesa-
riamente el postergado juzgará indigno de ocupar el pues-
to. Y puede llegar esa reacción hasta organizarle al
mandatario conflictos que lo pongan en aprietos.
Así se produciría un doble resultado cuya gravedad es
ahora difícil de medir. Por una parte, se rompería de he-
cho, aunque por lo pronto no abiertamente, la clara tra-
dición iniciada por Cárdenas de que el mandatario sa-
liente se retira a la vida privada, renunciando a hacer
política. Por otra, esa ruptura puede ser la iniciación de
un resquebrajamiento del grupo gobernante, que parecía
haberse consolidado paulatinamente desde 1929 hasta
alcanzar un grado monolítico.
Es claro como la luz del día que este tipo de con-
flictos desaparecería, o que su gravedad se rebajaría
mucho, si la sucesión presidencial se ventilara a la luz
del día, democráticamente, pues entonces los perdidosos
no podrían alegar mala suerte, ingratitud y mucho me-
nos traición .

.El Partido y la Familia Revolucionaria toda se han des-


gañitado siempre para negar que existan el Tapado y el
Destapamiento; en cambio, poco han dicho acerca de la
sustitución de las convenciones seccionales, distritales, por
lo que el Partido llama tan seductoramente "auscultación
popular". Se supone que la hacen los representantes lo-
cales del Partido, o tratándose, digamos, de los candida-
64
tos a la gubernatura de un estado, el propio presidente
del Comité Ejecutivo Nacional. Aparte de que este mé-
todo de la auscultación es y será siempre un pobre sus-
tituto del democrático de la convención abierta, nunca
se ha explicado cómo se hace, y nadie ha visto hacerla.
Lo más grave, sin embargo, es que hace poco tiempo nada
menos que el presidente del PRI declaró que el Partido
no recoge propiamente el sentir popular, sino que lo
interpreta, es decir, lo inventa.

2. El Económico

El desarrollo económico de México, según se ha dicho


ya, es indudable y señalado, y por serlo, el gobierno lo
ha exhibido y ponderado como prueba de su buena ges-
tión y como justificativo del sistema político del que
ha vivido. Cosa semejante han hecho los negociantes,
pero con el fin principal de hacer resaltar la enorme
contribución que han aportado a ese desarrollo. Implí-
citamente, sin embargo, y en ocasiones hasta de modo
explícito, elogian la estabilidad política a cuyo amparo
han visto fructificar sus desvelos, que, de otro modo, por
lo visto, habrían sido estériles. Estas afirmaciones hechas
sin condición o limitación alguna, resultan insostenibles,
pues a la vista de todos los habitantes del Distrito Fe-
deral, por ejemplo, están las llamadas "colonias prole-
tarias", en donde viven hacinados en la mayor pobreza
millares y millares de campesinos que buscan trabajo en
la gran urbe. Y quienes viajan alguna vez por el Bajío,
se percatan sin esfuerzo de que la condición del campe-
sino de esa región apenas ha cambiado, y si el viaje
coincide con un año de sequía, ven a las mujeres y los
hijos del campesino acercarse a los automóviles para pe-
dir limosna.
Pero no es sólo eso: hace algo más de diez años al-
gunos economistas mexicanos comenzaron a estudiar el
gran problema de cómo se estaban repartiendo los be-
65
neficios de ese progreso material. Y hallaron que la nota
dqminante era una repartición dispareja. Había, por ejem-
plo, estados de la República señaladamente prósperos,
digamos Jalisco, Nuevo León o Puebla; otros cuya con-
dición era más o menos satisfactoria, y un tercer grupo,
el más numeroso, en que la nota de atraso y de pobreza
resulta visible. En cualquier país, por supuesto, existen
esas diferencias, determinadas en general por condiciones
naturales o grandes e inesperados progresos tecnológicos;
pero en el caso de algunos estados mexicanos el retraso
y la pobreza eran atribuibles en gran medida a circuns-
tancias remediables si las autoridades oficiales y los ne-
gociantes se lo propusieran. Los estudiosos hallaron tam-
bién que las retribuciones a los distintos contribuyentes al
progreso eran marcada e injustificadamente desiguales.
Claro que eran mucho mayores las que recibían los em-
presarios ( industriales, bancarios, comerciantes y agríco-
las); pero es que dentro de la retribución al trabajo per-
sistían las disparidades: la retribución era más alta para
los trabajadores ocupados en la industria y los servicios
que para los campesinos, y entre éstos, la más baja era
la del hombre empleado en la agricultura tradicional, en
contraste con lo que ocurre en la agricultura moderna
y comercial. Estas diferencias por zonas y por ocupacio-
nes se agravaban porque en los estados de mayor pobreza
vivía una porción más alta de habitantes, y los hombres
ocupados en la agricultura tradicional eran claramente
más numerosos que los otros. Pronto se concentraron los
estudios en la distribución del ingreso, y aun cuando no
siempre se contó con los datos necesarios ni se usaron
las mejores técnicas de investigación, el resultado final
no podía prestarse a muchas dudas y era, además, im-
presionante. Presentaban un cuadro de una manifiesta
inequidad. En 1950, por ejemplo, el 10% de las fami-
lias privilegiadas recibían el 49 % del ingreso, mientras
que sólo les tocaba el 14 % al 40 % de las familias pobres.,
De estos y otros estudios, un escritor norteamericano
(Roger D. Hansen) ha sacado una conclusión que im-
66
parta destacar aquí: muy otra sería la estrategia del des-
arrollo económico mexicano si en el partido oficial es-
ruvieran representados real y efectivamente los intereses
de los campesinos y de los obreros. Dicho con otras pa-
1.:lbras: las grandes decisiones económicas se toman fuera
del Partido. Y así es -confirma este autor-, porque los
verdaderos beneficiarios del progreso económico de Mé-
xico no son ni jamás han sido miembros de ese Partido.

67
IV. CONTENER PARA LIMITAR

,.
Dadas las amplísimas facultades, legales y extra-legales,
del presidente de la República, y dado también el abru-
mador predominio del partido político oficial, apenas
puede exagerarse si se afirma que el problema político
más importante y urgente del México actual es contener
y aun reducir en alguna forma ese poder excesivo. Re-
cuérdese la observación de Madison: "La gran dificul-
tad de idear un gobierno que han de ejercer unos hom-
bres sobre otros radica, primero, en capacitar al gobierno
para dominar a los gobernadores, y después, en obligar
al gobierno a dominarse a sí mismo." Es indudable que
México ha salvado de sobra la primera dificultad, pero
no la segunda.

Véase qué puede esperarse de los partidos distintos del ofi-


cial. Nada del Partido Auténtico de la Revolución Me-
xicana ( PARM) : como su nombre mismo lo indica, pre-
tende ser más "auténticamente revolucionario" que el
PRI, o sea más priísta que el PRI. Tal pretensión ha
sido reconocida paladinamente por su presidente ac,tual:
al explicar el general Juan Barragán por qué obtuvo él
escasísimos 1 602 votos en el distrito en que presentó
su candidatura para diputado federal, contra los 56 664
de su rival priísta, dijo que era porque el elector confunde
a los candidatos del P ARM con los del PRI. Y así tiene
que ser, como que el nombre que se le dio a este par-
tido fue un lapsus: el único reclamo que hizo al fun-
darse fue el de que sus líderes eran más viejos que los
del PRI. Debió, pues, llamarse partido cronológico o
histórico de la Revolución Mexicana. En todo caso, el
haber obtenido un pobrísimo 1.1 % de los votos emitidos
68
en las elecciones generales de 1970 mide la nulidad de
su arrastre electoral.
El PPS (Partido Popular Socialista) tiene una histo-
ria más agitada pero no menos deslucida. Intentó en sus
tnicios reunir a los grupos de izquierda inconformes con
la marcha conservadora del gobierno y de su partido,
intento que correspondía a una realidad. Fracasó por dos
razones principales: porque su fundador, animador y di-
:-igente, Vicente Lombardo Toledano, hombre de muchos
otros méritos, fue siempre un factor divisivo y no unifi-
cador de la izquierda mexicana; y más que nada, por-
que crear y sostener en México un partido político, no
ya opositor "sistemático" del gobierno, sino independien-
:e de él, requiere por lo menos en los líderes un espíritu
.1postólico que muy pocos hombres tienen o pueden im-
provisar. De cualquier modo, y como en el caso del P ARM,
el secretario del PPS sacó 2 229 infelices votos en esas
mismas elecciones y fue, en consecuencia, derrotado por
el candidato priísta.
Queda el Partido Acción Nacional (PAN) como el
único independiente y opositor del gobierno. Algo es al-
50, desde luego; pero no suficiente para la salud polí-
tica nacional. Como no ha ganado ni está ganando bas-
rante fuerza, es difícil esperar confiadamente que en un
futuro previsible llegue a ser un muro de contención del
poder desbordado del gobierno y de su partido.
No dejó de ver el PAN con claridad este problema
fundamental de la vida pública nacional al afirmar en
sus Principios de Doctrina que "el cumplimiento de un
programa de gobierno para bien de la colectividad no
debe fincarse en el predominio que se mantiene en favor
del presidente de la República", pues éste -agrega-
"ejerce de hecho una supremacía sobre los demás pode-
res federales y estatales". Bien vistos, esos Principios de
Doctrina son defendibles, además de estar expuestos con
moderación y con inteligencia. lo cierto es, sin embar-
go, que en sus treinta y dos años de existencia, el PAN
no ha logrado presentar un programa que sea diferente y
69
más atractivo que el que se abrogan el gobierno y el
PRI. Quizás se deba esto en parte a las artimañas de los
políticos oficiales y en parte a que pronto cambiaron
los supuestos políticos sobre los cuales comenzó a ope-
rar, o creyó que podía operar el PAN. El gobierno y el
PRI, se ha dicho más de una vez, se apropian el "pro-
grama" de la Revolución Mexicana, un programa indefi-
nido pero teñido de un claro sentido reformista, sin in-
dicación específica de qué, cómo y cuándo va a reformarse.
Además, como desde Calles se ha sostenido que la Re-
volución Mexicana es permanente, se colige que su ca-
lidad de reformista es también eterna. Ninguna reforma
o cambio pueden, así, ser ajenos a ese programa y, por
lo tanto, el gobierno y su PRI dicen estar en todo mo-
mento listos y dispuestos a acometer cualquier reforma.
Por otra parte, parece que la iniciativa de fundar el PAN
se debió a una condenación apasionada y sobre todo pre-
matura, de la acción desordenada pero revolucionaria
de Cárdenas. Esto hizo suponer a sus fundadores que el
PAN contaría con el apoyo de los elementos' conserva-
dores más amenazados, el clero y la gente adinerada. Pero
la acción cardenista comenzó a desvirtuarse desde la ad-
ministración de Avila Camacho, y con la de Miguel Ale-
mán el giro conservador se completó. Entonces, la Iglesia
y esa gente adinerada dieron pronto por cierta la posibi-
lidad de entenderse directamente con semejantes gobier-
nos y, en consecuencia, juzgaron inútil el riesgo de res-
paldar, aun de trasmano, a un partido que por defini-
ción iba a oponerse al gobierno. Existe la impresión de
que a los dirigentes del PAN les ha costado tiempo y
esfuerzo sobreponerse a esta falla de sus primeros su-
puestos políticos y por eso su actitud posterior ha sido
la de apelar a la opinión general del país y no a gru-
pos o clases determinados. Esto le ha permitido ganar en
las sucesivas elecciones presidenciales, y aun en las de
diputados locales y federales, mayor número de votos.
Debe reconocerse, sin embargo, que el PAN, como
cualquier otro partido político actual o futuro, tropieza con
70
un obstáculo técnicamente insuperable: el PRI y el go-
bierno hacen el escrutinio de los votos, y, según el viejo
dicho, "el que escruta, elige". En las últimas elecciones
de diputados a la legislatura del estado de México, por
ejemplo, el PRI se atribuyó el 94 por ciento de los vo-
tos emitidos, le dio el 4 y medio al PAN, ocho décimas
de uno por ciento al PPS y tres décimas de uno por
ciento al P ARM. Parece claro que en el momento de hacer
este escrutinio, el PRI se sintió tan avaro, que no reparó
en que condenaba pública y matemáticamente al PPS y
al PARM, puesto que resulta insostenible la existencia
misma de un partido que alcanza menos de uno por cien-
ro de los votos, y en el caso del PARM, apenas tres dé-
cimas de ese uno por ciento. Al contrario, en las últimas
elecciones de diputados hechas en el Distrito Federal, el
mínimo que el PRI le concedió al PAN fue el 25 por
ciento, y en algún distrito electoral llegó a darle el 40.
A pesar de esta pirotecnia electoral, se admite genero-
samente que el PAN ha ganado algún terreno, si bien
hay una marcada disparidad de opiniones sobre si debe
darse a ese progreso un signo positivo en favor del PAN,
o un signo negativo en contra del PRI, o sea que un buen
número de ciudadanos que no suscribirían el programa
o la actuación general del PAN, al encontrarse ante la
disyuntiva concreta de escoger entre un candidato de él
y otro del PRI, votan por el del PAN considerando que
de todos modos no será peor que el del PRI, o que será
mejor, aunque sólo en un grado pequeño. Por supuesto
que hay ciudadanos que optan por abstenerse de votar,
pero, al parecer, la mayoría de estos votantes libres o no
comprometidos prefieren sufragar por los candidatos pa-
nistas. Si así fuere habrá que reconocer que el PAN está
desempeñando una función útil, porque, en principio, le
ofrece al elector una opción que antes no existía, al me-
nos con la claridad de hoy. No deja de ser útil también
el que en la Cámara federal el PAN cuente con veinte
"diputados de partido", ya que esto le permite usar una
tribuna de cierta resonancia para expresar sus ideas y, so-
7 l
bre todo, para censurar la conducta del gobierno. Tienen
el mismo sentido las frecuentes declaraciones que hacen
sus líderes a la prensa.
Todo esto no es incompatible con la afirmación hecha
antes de que el peso político general del PAN es muy
reducido y que, en consecuencia, no desempeña, ni podrá
desempeñar el gran papel de contener el poder desmesu-
rado del presidente de la República y del Partido oficial.
¿Podría esperarse que en un futuro próximo surgiera un
nuevo partido político que desempeñara esa función? Es
más que dudoso aceptar semejante supuesto, no sólo por-
que las leyes electorales han sido ideadas para impedirlo,
sino porque no se vislumbran los hombres y las ideas que
podrían acometer una tarea tan ingrata como estéril, pues
no debe olvidarse nunca que el motor de todo partido
político es la conquista del poder, motor que no fun-
ciona ni puede funcionar eficazmente cuando la posibili-
dad de alcanzarlo es tan remota como lo es en el Mé-
xico actual. De todos modos, si alguna vez surgiera ese
nuevo partido, sería un desgajamiento del PRI y no algo
ajeno a él.

Ciertos grupos de presión, en cambio, han llegado a tener


ia fuerza suficiente para limitar el poder oficial. No son
los campesinos, los obreros y las clases más bajas del
país, sino los banqueros, los comerciantes, los industria-
les y los agricultores que explotan la agricultura comer-
cial. Desde luego, la inversión del llamado sector privado
viene representando desde hace bastante tiempo un tanto
por ciento superior a la del sector oficial. Al gobierno le
preocupa enormemente que las inversiones privadas dis-
minuyan o desaparezcan porque, convencido de que no
puede suplirlas, sabe, por el contrario, que la respon-
sabilidad de una detención del avance económico caerá
sobre él, ya que la opinión pública cree, y no sin razón,
que puede inducir, y aun forzar en caso necesario, al ca-
pitalista privado a seguir invirtiendo más y más. Por otra
72
lt
¡¡¡e: parte, estos grupos de presión tienen en la exportación de
sus capitales un arma de oposición de suma eficacia, pues

f el gobierno no podría contenerla aplicando el conocido


recurso del control de cambios, que resulta imposible por
ia enorme extensión de la frontera con Estados Unidos,
·a lo largo de la cual se haría un contrabando ilimitado
de divisas. Que el uso de estos dos instrumentos, la abs-
tención de la inversión y la fuga de capitales, no es una
mera posibilidad sino una realidad, lo prueban las de-
claraciones recientes del presidente de la Asociación de
Banqueros, quien admitió que los dos instrumentos ope-
raron con el leve e in justificado pretexto del último cam-
bio de Presidente.
No es que al gobierno le falten otras armas para com-
batir una posición decidida y prolongada de los capi-
talistas, pero la verdad es que no está hoy en la posi-
ción que alguna vez tuvo de elegir libremente un cami-
no determinado para su acción. Por otra parte, sobra decir
qµ~ estos grupos de presión no tienen interés alguno
en que se democratice la vida pública del país, pues para
ellos el gobierno ideal sigue siendo el que no interfiere
para nada en sus actividades. Asimismo, sobra decir que
el halago que debe prestar a estos grupos de presión le
quita al gobierno ciertas posibilidades de conseguir un
"desarrollo económico con justicia social", meta que, sin
embargo, proclama como principal y aun como única.

Faltaría por examinar la fuerza de contenoon al poder


oficial ilimitado que representa lo que tan vagamente se
llama "la opinión pública". Desde luego se supone que
ésta tiene manifestaciones visibles, y aun mensurables, en
los llamados ahora medios de comunicación masiva o de
masas: el libro, el cine, el teatro, la radio, la televisión
y la prensa.
El que se mueve en México con mayor libertad es el
libro, pues, en principio, no existe la censura, ni previa
ni a posteriori; pero su alcance como orientador de la
73
vida pública nacional es sumamente limitado. Primero,
porque lo es toda actividad editorial en un país donde la
porción de analfabetos sigue siendo muy alta; donde la
educación, a pesar de sus innegables progresos, guarda
una situación precaria; donde no hay comunicaciones su-
' ficientes y donde el comercio librero, confinado a los cen-
tros urbanos de bastante importancia, está en manos de
gente ignorante y rutinaria. Más que nada, sin embargo,
las casas editoriales, incluso las que tienen una orienta-
ción política discernible, no cuentan con escritores que
examinen seriamente los problemas políticos nacionales,
de modo que buen número de sus publicaciones son me-
ras traducciones, que se refieren a otros países y a otras
circunstancias bien distintas de las de México. En fin,
porque no está en la naturaleza del libro producir una
conmoción tan grande que arrastre a los lectores a una
acción política que corrija la conducta de un gobierno.
El teatro y el cine, en cambio, están sujetos a una cen-
sura previa que se ejerce con un rigor tanto más sor-
prendente, cuanto que vari~s disposiciones constituciona-
les la prohiben de modo terminante. A esta situación de
hecho debe agregarse que un buen número de las salas
de espectáculos, así de teatro como de cine, pertenecen al
gobierno o a instituciones semi-oficiales, y que buena
parte del financiamiento para hacer películas procede de
empresas oficiales de crédito. La radio y la televisión no
son objeto de censura previa, si bien se han dado casos
de sanciones a actores y locutores que se han permitido
alguna pequeña libertad. Pero son empresas privadas, que
viven y medran gracias al anuncio comercial, y éste, en
buena medida, es pagado por empresas extranjeras, a las
cuales, como es lógico y natural, nada les importan los
problemas políticos del país. Así, la radio y la televisión
de México no han sido ni son medios para expresar opi-
niones de ninguna naturaleza, y menos, por supuesto,
opiniones políticas. Ni siquiera son órganos informativos
que puedan dar ocasión a que, partiendo de esas informa-
ciones, se forme una opinión pública. Están por verse los
74
xsultados de un cambio anunciado recientemente, a sa-
ber: que a partir de las elecciones de julio de 1973, con
las que se renueva la cámara de diputados federal, todos
los partidos políticos tendrán un acceso equitativo a la
relevisión para presentar sus programas y defender a sus
¿andidatos. Esto, desde luego, supone reformar la actual
ley de radio y televisión, que prohibe el uso de esos me-
dios de comunicación para fines políticos. Y habrá de
aclararse si se usarán con ese propósito sólo los dos ca-
nales oficiales, o también los cuatro comerciales, y, en
este caso, quién pagará el tiempo usado.
Queda por examinar el caso más complicado de la
prensa. El número de las publicaciones periódicas de todo
género ha crecido de modo señalado en los últimos vein-
ticinco o treinta años; también ha subido el tiro de la
mayor parte de ellas. La capital de la República, por
ejemplo, cuenta con once diarios, cuyo tiro total debe
andar por el millón de ejemplares. Con más de dos cuen-
tan las capitales de las provincias importantes, y a nin-
guna le falta el suyo. Aun vista así, con la simpleza de
los números, la situación es un tanto engañosa. El nú-
mero de diarios acusa ya su debilidad, pues es claro que
no todos cuentan con las instalaciones, el equipo humano
y el capital que requiere un diario moderno. Más aún:
gravitan sobre un grupo limitado de anunciantes, for-
mado en gran parte, además, por empresas extranjeras
que prefieren medios publicitarios distintos de la prensa
periódica, sobre todo la radio y la televisión. Por eso pue-
de dudarse de que la mayoría de estos diarios tenga una
base económica tan sólida que les permita ser indepen-
dientes aun si lo quieren y lo intentan. A ello, además,
se oponen ciertas circunstancias que conviene apuntar.
La primera, por supuesto, es el poder incontrastable
del gobierno. Un organismo oficial ha estado encargado
desde hace treinta y cinco años de importar el papel que
usan todas las publicaciones periódicas, diarios y revis-
tas. Está, pues, en manos del gobierno vender o no el
papel. Y si una publicación "rebelde" pretendiera impor-
75
tarlo ella misma, directamente, seguiría estando su destino
en manos del gobierno, ya que la importación requeriría
un permiso, y éste puede negarse sin explicación alguna.
La verdad es que, teniendo en sus manos un arma tan
contundente, el gobierno la ha usado muy rara vez, ya
que sólo en un caso extremo necesitaría hacerlo. Por
principio de cuentas, los anunciantes se retirarían de la
publicación periódica sobre la cual recayera el baldón
de la antipatía gubernamental. Al anunciante no le im-
portaría mayormente considerar que el diario opositor o
independiente, justamente por serlo, fuera leído por un
número mayor de lectores (y de compradores potencia-
les) que los otros. Los diarios y revistas pueden dividirse
burdamente en dos categorías. Los menos, son empresas
comerciales e industriales que dan a sus accionistas ga-
nancias satisfactorias; por lo tanto, nada más ajeno a
ellas que querer predicar y defender alguna doctrina
política. No faltan los propietarios que sostienen a pér-
dida publicaciones periódicas porque les sirven como me-
dio de obtener del gobierno apoyo para empresas de otra
índole ( bancarias, industriales o comerciales) que son el
verdadero origen y sostén de las considerables fortunas de
esos empresarios metidos sólo incidentalmente a perio-
distas. Pero la gran mayoría de estas publicaciones perió-
dicas carecen de base económica para sostenerse por sí
mismas y, por lo tanto, su supervivencia reposa entera-
mente en la ayuda oficial, que torna desde la forma ino-
cente de la compra de un número considerable de sus-
cripciones, o de anuncios innecesarios del propio gobierno
o de las empresas semi-oficiales, hasta la más insidiosa del
subsidio en dinero contante y sonante, dedicado a pagar
salarios, materia prima, etc.
Resulta raro, de verdad excepcional, el diario o revista
que hace un esfuerzo sostenido y laborioso para seguir
un curso medio que salve estos escollos. Por un lado,
tiene que asegurarse un grupo de anunciantes menos te-
merosos que le permitan vivir y prosperar, sin renunciar
por ello a mantener una actitud de cierta independencia
76
1 frente al gobierno. Esta segunda faena es más delicada

f
f
l
todavía, porque los gobiernos mexicanos en general han
sido intolerantes de cualquier opinión disidente, así sea
templada y hecha con la mejor buena fe visible. Enton-
ces, el único camino abierto a las poquísimas publica-
1 ciones independientes es dar con la proporción justa
de elogios y censuras para mantener su independen-
cia y, al mismo tiempo, evitar ser objeto de una pre-
sión o de una represalia que puede ser fatal. No sólo
el público, sino los periodistas profesionales, creen que el
gobierno es el único obstáculo a la libertad de la prensa
mexicana, cuando pueden serlo también los anunciantes.
Si un periódico juzga de su deber revelar grandes males
o injusticias sociales, lo tachan de "comunista", exacta-
mente como lo hace el gobierno, y le retiran la publi-
cidad. Si se considera que la subsistencia de un diario
mexicano depende de tener ocupado con anuncios el se-
senta por ciento de su espacio, se verá hasta qué punto es
hacedera la efectividad ,de un boicot publicitario. Enton-
ces, un diario independi~nte tiene que cuidar dos frentes,
el oficial y el del anunciante, haciendo así bien difícil
hallar un curso medio entre esos dos peligros.
Parece legítimo concluir, aun fundándose en una pre-
sentación tan esquemática, que no puede esperarse que
la prensa periódica sirva para contener de algún modo
y en cierto grado el poder oficial. Es más: si por alguna
circunstancia hoy imprevisible la prensa en general juz-
gara que le conviene tener una actitud de mayor inde-
pendencia, tropezaría en su rehabilitación con un ob:,-
táculo cuya remoción sería muy lenta. En efecto, la incre-
dulidad de la inmensa mayoría de los lectores frente a
cuanto comentan e informan los periódicos es tal, que se
ha llegado no sólo a calificarlos de embusteros, sino al
dogma de tomar como cierto lo opuesto a lo que dicen.
Conviene afinar el cuadro anterior para presentarlo
tal y como bastantes mexicanos lo ven hoy. El actual
Presidente ha dicho reiteradamente, desde sus primeros
discursos de propaganda electoral hasta su informe al
Congreso de la Unión del 19 de septiembre de este año,
que prefiere la verdad adversa desnuda al halago menti-
roso de la publicidad. Ha insistido mucho también en la
necesidad de la crítica y de la autocrítica, en mantener
un diálogo público, abierto, con todos los sectores de la
sociedad mexicana. Esa actitud, tan novedosa como reite-
rada, le ha valido al presidente Echeverría un aplauso
general; pero, al mismo tiempo, ha animado a los es-
critores de los diarios a expresarse con menos cautela,
es decir, que hoy sus críticas de los hombres públicos del
día se han hecho más frecuentes y más "naturales".
Nada seguro es predecir cuál puede ser el resultado
final de esta nueva situación. Por una parte, sería muy
difícil, por no decir imposible, que el Presidente se des-
dijera públicamente; por otra, tiene que haberle sorpren-
dido la facilidad con que los escritores le han tomado
la palabra. Y como no todas las críticas a su gobierno, y
aun a él personalmente, serán mesuradas, ni inteligentes
ni mayormente fundadas, nada de extraño sería que el
gobierno comenzara a distinguir entre las "buenas" y
las "malas", para acabar por sostener que acepta las pri-
meras, pero no las segundas. Y para ello echaría mano
de una idea muy arraigada en los círculos oficiales: que
por una razón o por otra, en México es absolutamente
necesario mantener incólume la autoridad del jefe del
estado, porque, de lo contrario, el país caería en la anar-
quía. Y apoyarían esa idea con el antecedente histórico
del presidente Madero, cuya caída y final desaparición no
ha dejado de atribuirse a haberlo ridiculizado varias pu-
blicaciones periódicas de la época. Y nada sorprendería
tampoco que si perciben el desagrado oficial, que puede
inclusive traducirse en alguna pequeña represalia, los
escritores vuelvan a rehuir los temas políticos de actua-
lidad.
El panorama no parece ser, pues, tan rosado como se
ha visto recientemente, de modo que sin duda será más
lento y penoso el proceso de que la prensa periódica
conquiste con firmeza un cierto grado de libertad.
78
Poca de la opinión pública alcanza a expresarse por los
medios que aquí se han considerado. De hecho, la mayor
·parte no se hace pública, sino que queda confinada a la
charla de familia o de café. A veces, sin embargo, sale a
la calle y a las plazas bajo la forma de manifestaciones
rumultuosas y aun violentas, como ocurrió con la rebel-
día estudiantil de 1968, en la que participaron la mayor
parte de los estudiantes de las escuelas de enseñanza su-
perior de la República, y con la de junio de 1971, limi-
tada a los alumnos capitalinos de la Universidad Nacio-
nal y del Instituto Politécnico. La motivación de los
estudiantes en esas dos ocasiones es sumamente comple-
ja, de modo que su actitud de protesta ha de atribuirse
a una buena variedad de móviles. Y sin embargo, nadie
puede dudar de que uno de ellos fue una profunda in-
satisfacción con la vida política del país. En todo caso,
lo que aquí interesa averiguar es si esas manifestaciones
estudiantiles han servido siquiera para advertirle al go-
bierno que no todos los sectores sociales aprueban su
conducta, y que, por lo tanto, en alguna forma debe
modificarla para darle, digamos, un mínimo de satisfac-
ción a la opinión pública. Es más que dudoso que el
gobierno del Presidente Díaz Ordaz lo haya entendi-
do así, puesto que no tomó la menor medida ni hizo el
menor acto tendiente a ese fin.

79
V. EL PASADO INMEDIATO

En la seccion anterior se trató de apreciar las fuerzas


ajenas al gobierno y al partido oficial que pudieran con-
tener y aun reducir el poder oficial, considerado funda-
damente como excesivo Y. dañino a la salud política de
México. La moraleja que puede obtenerse de esa explo-
ración sumaria es que cada una de las fuerzas conside-
radas -partidos políticos oposicionistas, grupos de pre-
sión y opinión pública, expresa o implícita- algún efecto
tiene en la contención del poder, pero que ninguna de
ellas, sal'1o los grupos de presión, por sí sola o sumada
a las demás, es capaz de conseguir un resultado benéfico
próximo y apreciable.

Sólo los dirigentes del Partido no han advertido -o, al


menos, no lo reconocen públicamente--- que grandes
grupos de la ciudadanía, ante todo los que no son miem-
bro5 del PRI, pero también quienes lo son de un modo
pasivo, están profundamente insatisfechos de él. Desde
luego, su desprestigio moral es bien marcado. Se le con-
sidera siervo o esclavo del gobierno, o más concretamente
del presidente de la República. Después vienen las lacras
personales de sus dirigentes: a veces, una rectitud un
tanto torcida; con mayor frecuencia, el terco apego de lapa
a los puestos de mando, por vanidad o para obtener
granjerías; poco ilustrados e imaginativos, se viven ma-
chacando día tras día un lenguaje demagógico simplista
y hueco. Y así sucesivamente.
El desprestigio ideológico es, si se quiere, más hondo
y general. A pesar de que incesantemente son calificados
de "revolucionarios", sus "principios" son conservadores,
en realidad inmunes a todo virus de verdad revoluciona-
rio. Las ideas y las palabras que contienen son idénti-
80
cas a las de hace treinta años, y no corresponden, ni
pueden corresponder, a las necesidades de un país que
en este tiempo ha sufrido múltiples y recónditas mu-
danzas. El Partido ha acabado por perder todo ropaje
id(:ológico, quedando en descarnada máquina chupa-vo-
l tos. Y así consecutivamente.

Ningún hecho como el siguiente revela tan dramáticamen-


te la honda crisis por que atraviesa el PRI, así como
los peligros que para el país todo significa esa crisis. Los
cálculos más optimistas le dan al Partido Z...millones de
adherentes: tres de campesinos, dos de obreros y dos
de los organismos "populares". Pero como el censo de-
mográfico de 1970 revela que hay 22 millones 800 mil
ciudadanos, el Partido se halla hoy en la imposibilidad
matemática de presumir que representa a la mayoría, pues-
to que no llega siquiera al tercio.
Movería a risa especular sobre si el P ARM o el PPS,
separados o juntos, podrían tragarse sin reventar esos
quince millones de ciudadanos carentes de filiación po-
lítica. No risible, pero sí absolutamente irreal, sería su-
poner al PAN capaz de tal hazaña. Entonces, ¿quién va
a incorporarlos en sus filas? ¿Un nuevo partido? Conven-
gamos en dos cosas, por otra parte simples. Es mucho más
difícil de lo que el boquiflojo supone crear y engrandecer
un partido político partiendo de la desilusión ciudadana,
siempre difusa y desarticulada. Crear y sostener un partido , -
sin ei acicate de la conquista del poder supone una gran
fe en objetivos inciertos y lejanos, una extraordinaria ener-
gía y un desinterés patriótico, prendas que, por lo visto,
rara vez florecen. Y está también nuestra legislación elec-
toral, torpe pero eficazmente ideada para obstaculizar la
_formación de nuevos partidos políticos.
Llegados a este punto, viene a la memoria la historia
reciente de Argentina: existía allí una gran masa ciuda-
dana a la deriva, que abrió el apetito de un demagogo
audaz y decidido; Perón se hizo de ella, llegó al poder
81
para gobernar dictatorialmente y le causó al país pequt-
cios de los que todavía no se repone después de dieciséis
años de haber caído.
La necesidad, la urgencia de que el PRI sufra una
transformación de fondo las miden estas cifras impresio-
nantes. Si quiere darle a la próxima elección presidencial
un mínimo de legitimidad, el PRI deberá aumentar en
6 millones 111 mil el número de sus miembros para
alcanzar así la mayoría "absoluta" ( la mitad más uno
del total de votos) de los 26 millones 220 mil ciuda-
danos que tendrá el país en 1976. Pero si pretende seguir
pavoneándose con la afirmación de que representa la
"enorme" mayoría de los ciudadanos, deberá ganarse en
esos cinco años 1O millones más de adeptos y albergar
en su seno a dos tercios del total, dejando generosamente
el tercero para que se lo disputen a cuerpo limpio los
partidos oposicionistas.
Las cifras brutas son, como se ha visto, conmovedoras;
pero todavía lo son más si se desglosan un poco. De
los 22 millones 800 mil ciudadanos que el Censo regis-
tra, 11 millones 600 mil son mujeres, presa bien difícil
de atrapar. Una buena porción son jóvenes de 18 a 25
años, escépticos, rebeldes, en general asqueados de toda
la vida pública nacional. Y por si esto fuera poco, 9
millones 800 mil ciudadanos viven en comunidades de
menos de 2 mil 500 habitantes, adonde no llegan ni
la letra impresa, ni el sonido de la radio, ni mucho me-
nos la imagen del cine o la televisión. ¿Cómo va a apo-
derarse de ellos el PRI? Se necesitaría repetir la hazaña
de los misioneros del siglo XVI; pero ¿tiene el Partido
algunos frailes franciscanos, dominicos o agustinos que
la realicen?
Algunos sabihondos han comentado estas reflexiones
diciendo que no puede ni debe confundirse el adherente
a un partido con el votante, pues lo que en definitiva
cuenta es el "arrastre electoral" de un candidato. Por su-
puesto que sí, pero, aparte de alguna razón de orden
general, en México se dan condiciones peculiares que
82
s;¡¡¡elen invalidar un razonamiento puramente abstracto.
Desde luego, no podría negarse que cualquier partido de
a:..1lquier parte de la Tierra preferiría siempre basar su
:-.:erza en el número de sus afiliados, ya que éstos, por
~f mición, votarán por los candidatos escogidos por el
;-.utido. De lo contrario, éste tendría que confiar su buen
~ro al azar de que surja de su seno un candidato con
:;n carisma tan irresistible, que arrastre tras de sí a la
:ornlidad de los votantes. Pero es que en México, salvo
d caso del caudillo de una rebelión militar triunfante,
:-il Madero, Carranza u Obregón, la posibilidad de _que
:,rore del PRI un líder así de avasallador, es tan remota,
'iue no vale la pena considerarla seriamente. Además,
ora noción del "arrastre electoral" opera, o puede operar,
e-:1 países como Inglaterra y Estados Unidos, donde el vo-
:.inte suelto o independiente es capaz de formarse una
opinión propia, personal, acerca de dos candidatos riva-
~es, votando, en consecuencia, por el que le parece me-
1or. México no tiene una conciencia o cultura cívica tan
despierta para que esto ocurra, de modo que los colores
iel escudo de cada partido desempeñan una función más
eficaz que las virtudes o las tachas de un señor cualquie-
ra. Por último está el papel que al PRI le han asignado
todos los politólogos teóricos, el de "legitimar" las elec-
ciones, es decir, revestirlas con el manto de la legalidad,
de la Ley. Pero esa "legitimación" no es ni puede ser
simplemente formal, sino que ha de aceptarla como tal
el sentimiento público. Y dada nuestra vieja tradición del
fraude electoral, a esa opinión pública, tan desconfiada
y tan escéptica, le costará muchísimo trabajo creer que
un PRI que dice tener siete millones de afiliados ha ga-
nado de verdad, honestameme, catorce millom:s de votos.
Dada esta situación, de una cosa pueden esrar seguros
los dirigentes del PRI y el propio presidente de la Re-
pública: tal como es hoy, es decir, sin operarse en él una
transformación de fondo, el Partido puede perder algunos
adherentes o conservar más o menos los actuales: pero
L''
o_)
jamás de los jamases logrará atraer a sus filas a los diez
millones que suman estos ciudadanos sueltos.

Si el PRI tiene que cambiar, resulta lógico examinar las


posibilidades de cambio que puedan partir de su "base",
de sus dirigentes y del presidente de la República, auto-
ridad suprema, aunque no oficial.
Es perfectamente concebible que la 'insatisfacción, se-
parada o conjunta, de campesinos, obreros y burocracia,
despierte una rebeldía que obligue a los jefes de los
Sectores Campesino, Obrero y Popular a promover algún
cambio para conseguir darle a la "base" una participa-
ción mayor en las decisiones que ahora sólo toman los
dirigentes, o embarcar a cada Sector y al Partido mismo
en una campaña de reivindicaciones tan enérgica y persis-
tente, que imponga ventajas que la base no ha logrado
hasta ahora, al menos en el grado y ritmo apetecidos.
Examinemos esta posibilidad téorica o imaginada.
Puede darse por seguro que los campesinos se encuen-
tran insatisfechos, por razones ciertas y comprobables:
muchos no han alcanzado hasta ahora tierras; otros las
tienen, pero, o son insuficientes para vivir de ellas hol-
gadamente, o son de mala calidad, o, siendo buenas, ca-
recen de maquinaria, crédito y técnica para explotarlas
ventajosamente. Esto sin contar con que han quedado
insatisfechas en gran medida sus necesidades de salubri-
dad, educación y entretenimiento. Es más: a pesar de su
número y de lo perentorio de sus necesidades, su peso
político en el Partido es visiblemente menor que el de
los otros dos Sectores.
Pero su descontento es larvado y no carente de una pa-
tética resignación cristiana, de modo que sólo por excep-
ción se hace explícito, como ocurrió con la Confederación
Campesina Independiente. En casos así, la rebeldía dura
poco porque la mayor parte de los campesinos no se suma
a ella, y ni siquiera le manifiestan su simpatía verbal-
mente. Y claro que el Partido y el gobierno la obstacu-
84
É:3.11 y aun la combaten activamente, acudiendo incluso
& La represión física. Debe agregarse que los represen-
a.nres de los campesinos en el Partido no son campesi-
3:15, sino lideres políticos de clase media, que desconocen
~ verdaderas necesidades de sus mandantes y que ni
~uiera las "sienten". En todo caso, la experiencia en-
se:'ia que mientras los líderes del Sector Campesino y del
p:;bierno tengan el mínimo de habilidad para mantener
e: los ejidatarios la esperanza de que sus problemas se
:-esolverán algún día, no partirá de la base una rebelión
.:.1.paz de imponer un cambio en su respectivo Sector y me-
:::os todavía en el Partido todo.
Los obreros son más conscientes de sus derechos y
.:e su fuerza; pero su descontento es menor porque no
::an dejado de obtener ventajas, colectivas e individuales,
2e la actual organización política. Apenas puede seña-
:.use como causa permanente de insatisfacción el llamado
.. charrismo" sindical, la perpetuación de los directivos de
:as organizaciones obreras y su actitud obsecuente hacia
el gobierno. Pero ese "charrismo" se considera un vicio
de los sindicatos que lo padecen y no del Partido ni del
Sector Obrero. A pesar de ser la regla, el "charrismo" no
hiere en un grado suficientemente intenso para engendrar
un "movimiento" que tienda a corregirlo, y ni siquiera
es frecuente que dentro de un sindicato determinado la
base se rebele para sustituir a los líderes perpetuos e in-
fieles.
La causa principal de que en general los obreros es-
tén más bien satisfechos, son los llamados "contratos
colectivos de trabajo". Su duración es de dos años escasos,
y como saca alguna ventaja cada vez que se renuevan,
el obrero tiene la impresión justificada de que su situa-
ción mejora. Esto conduce a una serie de fenómenos lla-
mativos. Rara vez la negociación de un nuevo contrato
colectivo de trabajo conduce a la huelga; sólo por ex-
cepción, un sindicato cree necesario pedir el apoyo de la
confederación obrera a que pertenece; en fin, a ningún
sindicato se le ha o<:urrido plantear al Partido los pro-
85
blemas que encuentra en sus negociaciones con los pa
trones.
A menos, pues, de que se produzca un fenómeno extra
ordinario, digamos un alza rápida y pronunciada del coste
de la vida y una política oficial declarada de congelaciór
de salarios, no hay razón para suponer que la base obren
provoque un movimiento de rebeldía que imponga cam
bias importantes en la organización y el funcionamientc
del Partido.
Con mucha mayor razón puede descartarse la posibi
lidad de que la base del Sector Popular lo exija. Como h
enorme mayoría de sus miembros son de clase media ur-
bana, su virus revolucionario no es muy corrosivo. Ade-
más, es en verdad increíble la heterogeneidad de lai
distintas y muy numerosas agrupaciones que lo forman.
La principal razón, sin embargo, es que el Sector Popu·
lar ha sacado del Partido ventajas fuera de toda propor-
ción con el número de sus componentes y la naturaleza
y urgencia de sus necesidades.
Como parece bien improbable que los cambios partan
de la base de algún Sector o de los tres combinados, con-
viene examinar los que puedan ser inducidos desde arri-
ba, por los dirigentes de los Sectores y del Partido mismo
y aun por el presidente de la República.
La experiencia, breve pero demostrativa, de Carlos Ma-
draza indica que el presidente del Comité Ejecutivo Na-
cional del PRI no puede tener el peso político suficiente
para iniciar y menos para hacer permanente algún cambio
importante. Pero puede imaginarse que el Comité todo,
por ser numeroso y estar representados en él las princi-
pales fuerzas políticas organizadas, discurriera alguna
transformación que, sometida a la venia presidencial, se
llevara a la práctica más tarde. Esto ha ocurrido varias
veces, sólo que los cambios hechos han sido hasta ahora
intrascendentes.
En fin, puede imaginarse que el presidente de la Re-
pública indujera los cambios. Las probabilidades de que
éstos se ejecutaran serían entonces las máximas. Hasta
86
aace poco esto parecía remoto, no sólo por la experiencia
« muchos años, sino porque un partido sano, vigoroso,
auténticamente popular y democrático, constituiría una
-.erdadera fuerza política que de modo inevitable limitaría
ei mayor o menor grado el poderío actual del Presi-
&nte. El presidente Echeverría, sin embargo, puede re-
sultar la excepción a esta regla. Recientemente propició la
designación como presidente del Comité Ejecutivo Na-
<.-ional del PRI a un tipo nuevo de político, no sólo con
varias prendas personales muy estimables, sino que pron-
to convocó a una Asamblea Nacional del Partido, de la
que se esperan cambios importantes. Se examinarán más
tarde, tanto la novedad que en la vida pública general
represente el nuevo presidente de México como los resul-
tados de esa Convención.

El Instituto Mexicano de Estudios Políticos ha examinado


recientemente los documentos ideológicos importantes del
Partido: la "Declaración de Principios" y el "Programa
de Acción", correspondientes a las tres fechas en que se
reorganiza y cambia de nombre: 1929, cuando nace el
Partido Nacional Revolucionario (PNR); 1938, cuando
se transforma en Partido de la Revolución Mexicana
(PRM); y 1946, cuando se crea el Partido Revolucio-
nario Institucional ( PRI). En la comparación se usó el
"análisis de contenido", método tan de moda hoy en
las llamadas Ciencias de la Comunicación. El cotejo -me
parece-- tiene dos fallas, una mayor y otra menor. La
primera es que debió haberse completado el examen de
las Declaraciones de Principios con el de los logros con-
seguidos en la ejecución de esos principios. La segunda,
que si bien las fechas elegidas son, sin duda, las más sig-
nificativas, algo se hubiera ganado extendiendo la com-
paración a las modificaciones hechas a estas declaraciones
en 1950 y 1963. Aun así, el estudio del Instituto es muy
útil.
La impresión general más clara que se saca es que los
87
llamados "principios" del Partido suelen discordar con
el momento político en que fueron examinados y apro-
bados por las Asambleas Nacionales respectivas. Esto hace
sospechar que semejantes Declaraciones no son la expre-
sión de una idea o siquiera de un sentir colectivo, sino
de un individuo o de un corto número de individuos, de
una "comisión", y que las Asambleas aprueban mansa-
mente lo que se les presenta. En 1929, por ejemplo, se
afirma que uno de los propósitos principales del Partido
es "el mejoramiento integral de las masas" para adies-
trarlas en la lucha de clases. Curiosamente, en 1938,
cuando gozan de cierta boga los conceptos y el lenguaje
marxistas, se restringe la declaración de 19 29 y se es-
pecifica que esa lucha de clases ha de hacerse "dentro de
las condiciones características del medio mexicano". En
contraste, la Declaración de 1929 no hace ninguna refe-
rencia a las organizaciones obreras, y las de 1938 y 1946
se limitan a reiterar, veintiuno y veintinueve años des-
pués, los principios constitucionales respectivos.
A la inversa, en 1929 se declara enfáticamente que
debe fomentarse la educación por todos los medios po-
sibles, incluso subvencionando con dineros públicos las
escuelas privadas, a las que la Revolución había tachado
siempre de confesionales. En 1938, a más de abando-
narse esa idea de la subvención, se declara que dichas
escuelas deben sujetar sus planes de estudio y sus métodos
de enseñanza a las prescripciones oficiales, puesto que el
gobierno es "el rector del proceso educativo nacional".
La inadecuación entre los "principios" y la realidad del
momento en que normalmente debieron haberse inspi-
rado es todavía más llamativa si se considera el proble-
ma de la industrialización. En 1929 se declara con fuerza
singular que sólo con ella llegará México a ser verda-
deramente próspero; además, que para alcanzar ese fin
debe usarse el recurso de la sustitución de importaciones.
Si se recuerda que en 1929 México era todavía una so-
ciedad fin cada en la agricultura y la minería, y que
nadie, excepto quizás la Unión Soviética, creía que sin
88
más apoyo que la industria podría impulsarse un ver-
daciero desarrollo económico, se tendrá que admitir que
quien propuso en 1929 semejante idea era un vidente.
Cosa parecida puede decirse del método de la sustitución
de importaciones, que no llega a la conciencia pública
·sino gracias a la secretaría de Asuntos Económicos y a
las Comisiones Económicas Regionales de las Naciones
Unidas. A la inversa, las declaraciones de 1938 y de
1946 no aluden siquiera a la industrialización. Por lo
que toca a la primera de esas dos fechas, se estaba a un
año de la ley de Cárdenas sobre aliento y protección de
nuevas industrias; y en 1946 el clima nacional y la
mentalidad oficial estaban ya conformados para hacer
de la industria el objetivo predilecto del gobierno y de
la iniciativa privada.
La otra impresión general que deja el estudio compa-
rativo del Instituto es que ninguna de las tres Declara-
ciones examinadas es audazmente revolucionaria, o si-
quiera revolucionaria a secas. En todo caso, su tono con-
servador se acentúa con el simple paso del tiempo. Por
ejemplo, las Declaraciones de 1938 y de 1946 proponen
la formación de cooperativas de consumo "para evitar
intermediarios" a los campesinos. Resulta de una mani-
fiesta pobreza revolucionaria proponer la solución de las
cooperativas de consumo al problema de la economía
ejidal. En realidad, la pobreza de la solución es aún ma-
yor, pues las cooperativas de consumo limitarían sus
operaciones a los alimentos y a la ropa, ya que la ad-
quisición de semillas, aperos y abonos, se hace a través
de los bancos de Crédito Ejidal o de Crédito Agrícola.

En cuanto entró en funciones el nuevo gobierno, el Par-


tido mudó su Comité Ejecutivo Nacional: ocho de sus
dirigentes habían figurado antes; un elemento viejo fue
ascendido a secretario general; el secretario de Acción
Obrera es el mismo, y se crearon dos puestos nuevos, los
secretarios de Capacitación Política y de Acción Social.
89
Los cambios son más nominales que efectivos, pues to-
dos los actuales dirigentes son lo que se conoce por po-
líticos profesionales, o viejos "militantes", como el Parti-
do los llama afectuosamente. Ninguno se distingue moral
o intelectualmente de sus antecesores, ni está asociado de
manera especial a una filosofía de cambio y menos de un
cambio de hondura revolucionaria.
La VI Asamblea Nacional Ordinaria, celebrada el 4
y el 5 de marzo de 1971, aprobó una nueva Declara-
ción de Principios y un nuevo Programa de Acción, y mo-
dificó algunos artículos de los Estatutos del Partido.
La nueva Declaración es notable por más de un con-
cepto. Desde luego, es asombroso su mimedsn:io político,
pues no hay una sola idea que no proceda de lo que ha
dicho don Luis Echeverría, sea durante su campaña elec-
toral, sea en sus primeros meses de gobierno. Hasta el
lenguaje empleado es el mismo. Esto quiere decir que
no se trata de principios pensados y sobrepesados por
el Partido: simplemente se ha recogido lo que se lla-
ma el "ideario" personal del señor Echeverría, hecho
lamentable, pues confirma una vez más que el Partido
es mera caja de resonancia presidencial. Está, además, la
obvia consideración de que muchas de las ideas presen-
tadas por Echeverría fueron hijas del momento, impro-
visadas, y en manera alguna son fruto de un conocimiento
serio o de una meditación reposada de los problemas a
que se refieren.
Otro aspecto notable de esta flueva Declaración de
Principios es su tono marcadamente conservador. Vaya
un ejemplo. En materia agraria dice, por supuesto, que
todavía no ha concluido el reparto de tierras, y condena
"toda forma de latifundismo que aún subsista"; pero ni
de lejos alude al "latifundio familiar", objetivo obvio de
un gobierno revolucionario o simplemente enérgico. En
cambio, la Declaración insiste en una de las ideas más
desafortunadas del Presidente, a saber, que la reforma
agraria entra ahora en una "segunda etapa", consistente
en aumentar la "productividad" del ejido para que sus
90
miembros puedan comprar los artículos producidos por
la industria nacional, y ésta prospere así más aún al am-
pliarse su mercado interno. Por añadidura, la Declara-
ción es desequilibrada: el tratamiento de los temas econó-
micos es más extenso e inteligente que el de los temas
· políticos y sociales.
Aun así, la nueva Declaración es claramente superior
r a las de 1938 y 1946, y sólo por excepción no lo es a
la de 1929. Su gramática, su lenguaje, su estilo son me-
jores, el panorama que presenta de los problemas na-
cionales y de sus posibles soluciones es bastante completo.
Lo más curioso de ella, sin embargo, es que está plagada
de afirmaciones que recogen el deseo y el propósito de
cambio por parte del PRI. Habla, digamos, de "un im-
pulso permanente de renovación, característica que justi-
fica su naturaleza de partido revolucionario". Insiste en
que "la Constitución y el orden político que ella establece
no son estructuras cerradas o inmutables, sino sistemas
dinámicos". También afirma que los candidatos del PRI
a puestos de elección popular deben tener "un espíritu
abierto al cambio". Sostiene que debe rechazarse "toda
orientación de la enseñanza basada en modelos inmuta-
bles o en esquemas rígidos". Y más terminantemente to-
davía, que "la única oposición que los revolucionarios
reconocemos es la que se establece entre quienes se opo-
nen a la renovación y al cambio" y los partidarios del
status quo, que serían los "reaccionarios".
El Programa de Acción, en cambio, ha resultado un
documento deplorable por todos conceptos. En primer lu-
gar, es obvio que debió haberse limitado a exponer los
medios prácticos para alcanzar en el terreno de los he-
chos los principios presentados en la Declaración. Lejos
de eso, viene a ser una nueva declaración de principios,
sólo que inferior a la otra, cuantitativa, cualitativa, ideo-
lógica y gramaticalmente, y su tono conservador es aún más
pronunciado. Habla, por ejemplo, de que las dos metas
del desarrollo económico han de ser la elevación de las
condiciones de vida del pueblo mexicano y "la justa dis-
91
tribución del ingreso"; pero para conseguir la segunda,
recomienda ... ¡aumentar la productividad!
La Asamblea Nacional aprobó también en marzo de
este año algunas modificaciones a los Estatutos. Debe ad-
vertirse que éstos forman un documento sorprendente
por su lenguaje y por la lógica jerarquización de sus con-
ceptos, de modo que su excelencia técnico-jurídica podría
ponerse de modelo a muchas leyes nacionales ( para no
hablar de las de los estados) .
La primera reforma fue la del artículo 99: se introdujo
el principio de la proporcionalidad en la representación
de los delegados de las Asambleas Seccionales ante las
Municipales y Distritales, de modo que cada uno de
ellos tendrá ahora un número de votos correlativo al
número de adherentes que haya en las respectivas seccio-
nes electorales. Se espera así despertar el celo proselitista
de los miembros de las Secciones. La segunda reforma
se refiere a los artículos 1 O1 y 109: ahora se elegirán
por voto secreto a los dirigentes de los Comités Seccio-
nales, Municipales y Distritales. El artículo 127 fue mo-
dificado a efecto de incluir obligatoriamente a un joven
de 18 a 2 5 años de edad en las ternas de donde salen
los candidatos a los puestos de regidores y síndicos de
los municipios. En fin, se reformaron los Estatutos para
crear dos nuevas secretarías en el Comité Ejecutivo Na-
cional, la primera de Capacitación Política y la segunda
de Acción Social.
No puede decirse que estas reformas sean descamina-
das, pero sí parece muy dudoso que en la realidad pro-
duzcan cambios proporcionados a las exaltadas esperanzas
que en ellas puso la VI Asamblea Nacional.

92
1
f
1
VI. EL DÍA DE HOY

· 1. El Nuevo Presidente

' El sistema tapádico o del tapadismo produce siempre el


resultado de que el candidato presidencial del PRI sor-
prende a la ciudadanía, a pesar de haber sido durante
los seis años anteriores secretario de estado, y a pesar
también de que su nombre, junto con otros dos o tres,
haya sido barajado como posible candidato durante los
meses anteriores a su proclamación formal. Aun así, hay
diferencias de grado. Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cor-
tines habían sido antes gobernadores de Veracruz; López
Mateos senador de la República y Gustavo Díaz Ordaz,
diputado y senador. Luis Echeverría, en cambio, había
hecho una carrera puramente burocrática, larga y ascen-
dente, pero oscura. En su última etapa, oficial mayor,
subsecretario y secretario de Gobernación. Era, pues, to-
davía menos conocido del público que los otros. Por
añadidura, los pocos amigos que lo trataron durante esa
larga época de incubación, lo pintaban como hombre
marcadamente retraído, capaz, por ejemplo, de guardar el
más completo silencio durante las dos horas que duraba
un almuerzo al que asistía como invitado de honor.
A la sorpresa de la persona se agregó bien pronto
la del método que usó para labrarse prontamente una per-
sonalidad pública definida. Se soltó hablando con gran
desembarazo de todos los problemas nacionales y con un
tesón ejemplar comenzó a recorrer en su gira electoral
todas las regiones del país, incluyendo las más remotas
e ingratas. No sólo eso, sino que los observadores profe-
sionales de la política mexicana sostuvieron que, contra-
riando viejas tradiciones, comenzó desde el primer mo-
mento a minar el poder de su antecesor. Esta obra de
desgaste pareció coronarse en el discurso de toma de
93
poses10n, en que pintó la situación de un país tan car-
gado de problemas, que se imponía como conclusión im-
plícita que ni el más inmediato ni ninguno de sus an-
tecesores había hecho gran cosa para resolverlos, de modo
que a él le caía íntegra una tarea así de pesada.
Todo esto acabó por crear en el público la impresión
de que los seis presidentes de 1940 a 197 O procedían de
moldes conocidos, tradicionales, y que, por lo tanto, des-
de Cárdenas no había habido uno que causara tanta ex-
pectación como Echeverría. Es más: se trató de robustecer
esa idea con las similitudes bien visibles de una energía
física envidiable, una movilidad incesante e insólitas jor-
nadas de trabajo.
En cambio, pasó inadvertida una semejanza profunda:
ambos mandatarios prefieren avocarse a un problema
concreto, que ellos descubren o que alguien les presen-
ta, sin situarlo dentro de la perspectiva global de todos
los problemas nacionales, o siquiera según la condición
que guardan, digamos, la reforma agraria o las comuni-
dades indígenas en la extensión completa del territorio
nacional. A más de su enorme importancia para la suerte
del país, esta similitud resulta sorprendente y aun inex-
plicable. En efecto, se supone que la educación escolar
formal enseña a dar con las semejanzas ( o las diferen-
cias) que presentan hechos aparentemente aislados, para
entenderlos y manejarlos mediante conceptos generales.
Siendo fundadas esas coincidencias, parece impropio
proseguir más allá el paralelismo entre estos dos gober-
nantes. Piénsese en este claro contraste. Cárdenas era
hombre de poquísimas palabras; su fuerza no residía en
la especulación mental, y menos en expresarla florida-
mente de viva voz o por escrito. Antes que nada, era
hombre de resoluciones, un ejecutor y un ejecutivo. Eje-
cutor es quien ejecuta o hace cosas, y el ejecutivo, más
significativamente, el que "no da espera ni permite que
se difiera a otro tiempo la ejecución" de lo convenido.
Ese rasgo decisivo produjo una consecuencia impor-
tante. Sin duda desconcertaba el silencio, aun creaba ex-
94
pectación temerosa la falta de una filosofía expuesta re-
petida y arrebatadamente; pero como el mazazo de la
resolución no se hacía esperar, la duda o el desconcierto
duraban poco, de modo que la gente sabía pronto a qué

i atenerse. De aquí también que sus actos de gobierno des-


pertaran al instante el encendido entusiasmo partidarista
o la sorda pero firme oposición. Más aún: no la filosofía
y la prédica, que nunca, en realidad, las hubo, sino los
actos, seguidos, claros, a veces contundentes, le dieron de
inmediato un sentido inequívoco a la obra gubernativa
de Cárdenas.
Como contrapuesto puede considerarse lo que va pa-
reciendo el rasgo distintivo del presidente Echeverría: el
valor increíble que le da a la palabra como instrumento
de gobierno. Digo increíble porque a nadie sorprendería
que el escritor o el tribuno le concedieran a la palabra
escrita o verbal una función dé primerísimo orden; pero,
¿el gobernante?
Olvidemos a Demóstenes, cuyas Filípicas siguen sien-
do modelo de la oración política, pues, en rigor, no llegó
a gobernar Atenas; pensemos en casos más próximos. A
de Gaulle se le tuvo por algún tiempo como el mejor
prosista de la Francia contemporánea, y sus ruedas de
prensa le dieron la fama de un actor consumado. Aún
así, de Gaulle acudía a la televisión una o dos veces al
año, y sus discursos formales no eran frecuentes y siempre
fueron breves. De Gaulle gobernó, y no escaso tiempo,
por haber sido el primero y el más tenaz "resistente", y,
sobre todo, porque los puntos notables de su programa
gubernativo encuadraban bien en las ideas y los senti-
mientos de los franceses. Cuando levanta el banderín de
la supremacía del poder ejecutivo sobre el legislativo, el
pueblo francés tenía ya tiempo de estar asqueado de la es-
terilidad de su parlamento, al que le cargaba, a más de
mil pecados veniales, el capital del desastre de la Segunda
Guerra Mundial, la peor humillación sufrida por Francia
en su larga historia. ¿Y cómo no iba a aplaudir el pueblo
francés una política internacional montada sobre la idea
95
de reconquistar para Francia su perdida grandeza?
Churchill tampoco gobernó con la palabra, a pesar de
manejarla con acierto y elegancia supremos. Fue un ora-
dor extraordinario, que acuñaba frases que dieron la vuelta
al mundo; asimismo, se le tuvo como uno de los grandes
escritores ingleses de todos los tiempos. Pero le costó
largos años de forcejeo apoderarse de la jefatura del par-
tido conservador con el cual gobernó, y cuando vino la
guerra, tuvo que acudir a laboristas y liberales para crear
un frente propiamente nacional. Y basta leer sus memo-
rias de guerra para medir la inmensa energía, las horas
incontables de trabajo angustiado que puso en su go-
bierno de esos años, de unos en que lo único que se es-
cuchaba era la metralla y no la palabra, por muy alada
que fuera.
Pueden recordarse los casos de Woodrow Wilson, pul-
quérrimo orador académico y escritor convincente, o el
de Franklin D. Roosevelt, que fascinaba al pueblo nor-
teamericano con sus charlas al calor de la chimenea. No
gobernaron con la palabra tampoco. En rigor, sólo puede
pensarse en Fidel Castro, que ha dominado Cuba verbal-
mente durante doce largos años.
Después de todo, es innecesaria esa incursión por tie-
rras ajenas, pues en la nuestra hallaríamos una arraigada
tradición de gobernantes callados. Juárez y Porfirio Díaz
lo fueron; es más, el "poca política y mucha administra-
ción" porfiriano quería decir: pocas palabras y mucha
acción. Quizás el caso mejor es el de Sebastián Lerdo de
Tejada, el presidente más inteligente y más intelectual
que ha tenido México en toda su historia; se conocen
poquísimos escritos personales suyos, los oficiales son
contados y anónimos, y de excepcionales pueden calificarse
sus discursos parlamentarios. Hasta un gobernante como
López Mateos, que en su juventud fue un orador profe-
sional y que ya de presidente se jactaba de su habilidad
tribunicia, no llegó a confiar en la palabra más de lo
habitual.
Si este esquema no es enteramente equivocado, dos
96
conclusiones desconcertantes deben desprenderse: en el
hacer de la palabra un instrumento preferente de go-
bierno, el presidente Echeverría se aparta de una tradi-
ción nacional e internacional, y la única semejanza que
en esto se advierte es la de Fidel Castro.

Un contador más riguroso habría pedido incluir al Papa


por ser notorio que en todo el Orbe se escucha con mucha
frecuencia su voz. La petición es disparatada, pero no
inútil: el Papa no declama como jefe del estado Ciudad
Vaticano, entre otras cosas por ser innecesario desgañi-
tarse para ser escuchado por sus 940 súbditos. Como fi-
gura soberana del catolicismo, habla para comunicarse
con los seiscientos millones de católicos repartidos en
todos los rincones del mundo, y que no forman, por su-
puesto, una nación ni un estado.
Nos quedamos, pues, con Fidel, pero para averiguar
desde luego si el éxito de Castro ( indudable puesto que
ha gobernado su país tan largo tiempo) puede repetirse
en México, dadas las personalidades de esos dos gober-
nantes y las condiciones internas y externas en que cada
uno de ellos opera. Planteado así el problema, no vaCl-
laría en anticipar un no rotundo.
En primer lugar, Castro, a más de serlo por naci-
miento, es el demagogo más efectivo que ha dado el
mundo de la postguerra, puesto que ha rebasada ya las
hazañas de Perón, de K wame Nkrumah y de Sékou
Touré, para no hablar de las modestísimas del Figueres
de otros tiempos.
De acuerdo en que la palabra demagogo ha cambiado
de sentido con el tiempo, con el uso y el abuso, de
modo que de "conductor de pueblos", su significado eti-
mológico, ha llegado a "agitador sin principios". Sin em-
bargo, comparando las muchas definiciones actuales, se
hallan ciertos elementos repetidos y significativos. U no
de ellos es "orador extremadamente revolucionario"; otro,
"orador de masas"; un tercero, "caudillo de una facción
97
popular", y "facción", a su vez, se define como "parcia-
lidad o partido violento o desaforado en sus procederes
o designes". Por último, está el fin y el medio de la ora-
toria demagógica: inflamar las pasiones o prejuicios de
las masas con mentiras o verdades a medias.
Pero todas estas definiciones descuidan un elemento
para mí decisivo: el demagogo no se hace, sino que nace,
sin que esto signifique que sean innecesarios un momento
y un escenario propicios para que fructifiquen sus dotes
innatas.
Aparte, pues, del genio incuestionable de Castro para
hacer demagogia, para sacudir los sentimientos y las pa-
siones de las masas, esos sentimientos y esas pasiones no
fueron creados por él, sino que existían ya en estado
latente. Uno de ellos, el agravio norteamericano, la de-
pendencia económica y la estrictamente política de Esta-
dos Unidos, que engendró un rencor que fue acumulán-
dose durante medio siglo. Un monocultivo que, salvo
haber dado lugar a la tristemente célebre "danza de los
millones", tenía estrangulada toda la economía cubana,
haciéndola incapaz de ofrecer nuevos empleos a los jó-
venes y posibilidades de ascenso a los que ya los tenían.
Y una corrupción dentro y fuera del gobierno, hiriente
y al parecer imposible de extinguir. En fin, un pueblo
tan desmoralizado que, no hallando remedio a sus males,
cayó en el chiste ingenioso o simplemente procaz. Pero
es que Castro, a más de tener una materia agitable, acabó
por proponerse hacer una verdadera revolución, o sea
poner patas arriba a la vieja sociedad cubana.
Es decir, en el caso cubano se dieron todas estas cir-
cunstancias: un agitador genial, una materia social y
humana agitable y un propósito o una política revolu-
cionaria capaz de encender el ánimo popular, lo mismo
en pro que en contra. El si Castro ha logrado o no lo que
se proponía, el si la suerte de su pueblo ha mejorado o
no, son asuntos ajenos a la presente reflexión.
Si esto es así, parece bien claro que no hay seme-
janza alguna con la situación actual de México. Nuestro
98
presidente no es, decididamente, un demagogo: no quiere
serlo ni tiene madera para serlo. Entonces, ¿qué es, pro-
;,iamente, o en calidad de qué usa tanto de la palabra?
.Mi impresión es que se trata de un predicador.
. De nuevo hay que meterse en el lío de definir el
sentido que hoy tiene, o puede tener, este vocablo, sen-
:ido distinto del primitivo, que era decir un sermón o
una oración religiosa, o exponer en un discurso público
el Evangelio. Pero los extremos no están tan apartados
como en el caso de la palabra demagogo. El de mayor
sentido peyorativo es el de "dar un consejo moral no
pedido", y el más noble o levantado, el de "abogar o in-
culcar alguna cualidad, cierta conducta o un principio
determinado".

El caracterizar al presidente Echeverría como un predi-


cador, impone inevitablemente una gran cuestión: ¿es y
puede ser la prédica una herramienta eficaz de gobier-
no? Si extremáramos la pregunta para decir si puede
convertirse en la herramienta, es decir, la única, no vaci-
laríamos en contestar con un no sonado. Entonces, con
ánimo de avanzar en su entendimiento, podría ensayarse
dividir esa "gran cuestión" en dos. La primera sería ésta:
¿qué requisitos debe llenar un sermón para ser convin-
cente, es decir, para que quienes lo escuchen se pose-
sionen de él hasta el grado de moverse y lograr la reali-
zación de su "mensaje"? La segunda incógnita a despejar
es la siguiente: en qué proporción debe combinarse con
la acción para que la prédica no se quede en meras pa-
labras, que el viento siempre se lleva, a veces sin dejar
siquiera un recuerdo.
No hay sermón más hermoso que el de la Montaña,
por supuesto; pero es innecesario remontarse tan lejos
y tan alto para explorar la primera pregunta. Me atre-
vería a decir que el "mensaje" del sermón debe ser sim-
ple, para hacerlo comprensible, de un modo fácil e in-
mediato, a grandes grupos humanos, necesariamente hete-
99
rogéneos, y cuya atención difícilmente se despierta en el
grado del arrobamiento. Trasladada esta idea a los nego-
cios públicos, quiere decir que ni el predicador más elo-
cuente conmoverá con un sermón sobre la balanza de
pagos, así se halle ésta muy desnivelada.
El carácter económico de este tema de la balanza de
pagos nos lleva al segundo requisito que exige un buen
sermón: debe tocar las fibras más sensibles de los sen-
timientos religiosos o morales de la congregación que lo
oye. Dicho de otro modo, el mensaje del sermón debe
tocar el corazón, el alma, y no la cabeza o el intelecto.
Su materia aparente puede ser política o económica, pero
a condición de que entrañe una grave y flagrante injus-
ticia, convirtiéndose así en ética. Por eso es posible mon-
tar una prédica conmovedora sobre asuntos como el des-
creimiento o la rebeldía irracional de la juventud, el
relajamiento de los vínculos familiares, la inequidad de
la distribución de la riqueza, la deshonestidad del fun-
cionario público y privado, la miseria ancestral del cam-
pesino, etc., etc. Pero jamás de los jamases sobre el
tema antes citado de la balanza de pagos, la sustitución de
importaciones, la ciencia y la tecnología, el turismo o las
cooperativas de pescadores.
Un tercer requisito puede señalarse: el "mensaje" de
la prédica o el sermón debe contener un mínimo de no-
vedad, sobre todo en un país como México, cuyos pro-
blemas mayores tienen siglos de ser conocidos pero no
resueltos. Acaba de hablarse de una pobreza ancestral del
campesino, cuando en realidad debió calificarse de eter-
na. Pues bien, semejante tema no puede usarse ya para
una prédica, a menos de ser simple preludio a una acción
inmediata y contundente.
Falta un último requisito, menor, pero de cierta im-
portancia: el mensaje ha de presentarse espectacular, des-
lumbradoramente, y ser repetido después con fina dis-
creción.
Algo se ha dicho ya de la proporción en que han de
combinarse la palabra y la acción para hacer de ambas
100
;;n instrumento certero de gobierno. La vejez, en rigor, la
eternidad de ciertos problemas nacionales, hace no sólo
innecesaria, sino ofensiva una nueva palabra. Póngase
este ejemplo: los periódicos han vuelto a publicar recien-
remente una lista de latifundios "familiares" situados en
Sinaloa y Tlaxcala: ¿se necesitará una prédica más des-
pués de los cincuenta y siete años transcurridos desde la
expedición de la primera ley agraria?
Y como de la mano llegamos a la segunda condición
peculiar nuestra, que puede servir para fijar las dosis res-
pectivas de palabra y de acción que han de ponerse en la
redoma del buen gobierno. La Revolución Mexicana fue,
por su nombre y por su esencia, un movimiento refor-
mista, es decir, cuyo propósito era transformar el pasado
para crear un presente y un porvenir mejores. Por eso
se calificó a sí misma de permanente. Claro que cualquier
reforma, y más una serie indefinida de reformas, requiere
ideas, planes, y consecuentemente palabras para expresar
unas y otros. Pero esa etapa de la Revolución, la "ideo-
lógica" gue se llama, concluyó hace tiempo. Nuestro
Presidente ha declarado enfática y reiteradamente que en
la Constitución de 17 se hallan todos los cauces gue el
país debe recorrer para alcanzar la felicidad.
Falta por examinar una última cuestión. ¿Han bene-
ficiado al presidente Echeverría sus prédicas? ¿Han le-
vantado su estatura moral, han robustecido su posición
política y han provocado la fe y el entusiasmo públicos?
A mí me parece indudable que sí: todo el mundo se ha
percatado de que se trata de un gobernante nuevo, que
quiere conducirse de un modo distinto y mejor; que sus
intenciones son excelentes y que al servicio de ellas des-
pliega una actividad y un celo verdaderamente ejem-
plares.

Esos rasgos personales del presidente Echeverría se han


reflejado necesariamente en su conducta pública. No se
ha limitado a predicar él, sino que le ha pedido a sus
1O 1
colaboradores cercanos, al mundo oficial y al "pueblo",
que sigan su ejemplo. Éste es, ciertamente, un cambio
importante, ya que el país estaba acostumbrado a una
vida de mayor reposo, casi rutinaria, y a unos gobernan-
tes silenciosos. El problema, así, no es tanto señalar y
comprobar el cambio, cuanto imaginar sus consecuencias
inmediatas y lejanas.
El efecto inmediato en el sentir público fue el descon-
cierto, explicable en el primer momento por la sorpresa
que toda mudanza produce; sin embargo, ha persistido
hasta el día de hoy por dos motivos principales. El obvio,
la abundancia excesiva de sermones y la variedad y hete-
rogeneidad de los temas desarrollados en ellos: lógica,
inevitablemente, al público le ha faltado tiempo, no ya
para gustarlos, sino para deglutirlos siquiera. El otro mo-
tivo, más complicado, es éste. En México y en España, sin
duda, y tal vez en otros pueblos, es tradicional la des-
confianza que inspira el hombre que habla o parece hablar
demasiado, como lo prueba el sinnúmero de refranes
populares que expresan esa desconfianza, y aun la certi-
dumbre de que nada bueno puede esperarse del parlan-
chín. Tal vez el mexicano desconfiara también del mudo
activo porque querría entender la razón de sus actos; pero
es indudable que por norma general retiene su fe hasta
no comprobar que la palabra se traduce en hechos. Más
afinadamente: la credulidad del mexicano reposa en el
equilibrio entre la palabra y la acción, y desde ese punto
de vista, ha resultado imposible en el gobierno del pre-
sidente Echeverría alcanzar siquiera de lejos ese eqm-
librio. Esto, como es natural, lo ha dañado.
Pero el sermón lo ha beneficiado también. A justo
título puede sostener que, con un estilo personal pro-
pio, va enderezando a la nación por el buen camino de
una vida pública más abierta, más democrática, pues tal
fin persigue la diaria exposición ante el país del propio
Presidente y de sus secretarios de estado. El despachar
a éstos a las cámaras para ser interpelados por diputa-
dos y senadores, obedece al doble y sano propósito de
102
que la naoon conozca a sus gobernantes y de que el
Congreso recobre su dignidad sintiéndose independiente
e.el poder Ejecutivo. En fin, el Presidente ha incitado a
grandes sectores sociales, obreros, campesinos, estudian-
'::es, a exponer públicamente sus quejas. Esto, y escu-
charlas con atención, ha creado la idea de que hay en
~féxico una "apertura democrática", cuyo existencia se
comprueba en parte porque mientras unos la niegan, otros
hasta usan de ella.
Y el país puede ganar algo muy importante. Esta con-
tinua exhibición pública del equipo gubernamental quizás
llegue a entorpecer en forma seria el tapadismo, pues el
presidente Echeverría hallaría tropiezos considerables si
tratara de imponer a uno de sus más incompetentes cola-
boradores, ya que, conociéndolos, la opinión pública los
rechazaría.

Es bien difícil imaginar cuál puede ser el resultado final


de este cambio particular que ha sido bautizado "el monó-
logo público". Aparte de los posibles buenos resultados
que acaban de señalarse, por lo pronto no se advierte en
el país la sensación de alivio que se espera de la libertad
recobrada; más bien, la confusión que trae consigo una
libertad que se proclama y se usa desordenadamente. El
gobierno no ha sabido señalar grandes objetivos a esa
libertad, objetivos, además, que el sentir público entien-
da, apruebe y aplauda al grado de alistarse para activar
su logro.
Por añadidura, esos incesantes monólogos públicos se
han enderezado más que a crear, digamos, perspectivas o
esperanzas, a denunciar males, problemas, fallas, caren-
cias, obstáculos, calamidades, en suma. Esto ha producido
una doble consecuencia moral o sicológica de repercusión
política indudable. La primera, que el país sienta que el
fardo que hoy lleva a cuestas es mucho más pesado de lo
que jamás había imaginado; la segunda, que se agigante
el que pesa sobre el gobierno, ya que a la carga de los
1 ())
problemas del día y del futuro inmediato, se ha añadido
la de los males pasados que él mismo denuncia o que
le denuncian los sectores sociales, aun los individuos a
quienes el gobierno ha incitado a quejarse públicamente.
Esto es así -no debe olvidarse-- porque es viejo el há-
bito de echar al gobierno en turno la responsabilidad de
resolver todos los problemas, sin considerar antes cuándo
brotaron o quién los provocó.
No es fácil refrenar el temor de que estas fallas per-
sistan y se agraven viéndolas objetiva y subjetivamente.
Nace el temor de lo que se ha visto en los dos años del
gobierno Echeverría: parecen demostrar lo que todo el
mundo podía haber previsto por tratarse de algo bien
elemental: que hacer cambiar el rumbo de una sociedad
es mucho más difícil de lo que el innovador y los inno-
vados imaginan. Después, se ha desatendido la verdad
también elemental de que en una sociedad cualquiera no
puede producirse un cambio aisladamente, sino que ése
acarrea otro y otro más en una cadena que parece no tener
término. Asimismo, se tiene la impresión de que se ha
creído que un cambio se opera con sólo anunciar la buena
intención de producirlo, o de que puede arrojarse en una
sociedad la idea de un cambio sin preparación alguna,
del mismo modo que se espera romper la tranquilidad
de un estanque arrojando a él una piedra con la consecuen-
cia anticipada de engendrar una serie de círculos con-
céntricos muy divertidos. Nada ilustra mejor este punto
que la insistencia del Presidente en su propia juventud
y en la de su equipo. Comenzó su discurso de aceptación
de la candidatura presidencial del PRI diciendo que la
aceptaba no sólo en nombre propio, sino en el de "toda
una generación de jóvenes" que con él irrumpían en el
escenario político nacional. Es, por supuesto, lógica, y,
por lo tanto, aceptable en principio, la idea de que el
joven, sin ataduras mentales y de intereses con el pa-
sado, está predispuesto a ver las cosas con ojos nuevos.
Pero, aparte de si es legítimo considerar jóvenes a hom-
bres que han traspuesto el medio siglo, es un hecho que
104
no todos los jóvenes están inclinados a la innovación y
más todavía que no todos son capaces de inventar los
cambios por hacerse y llevarlos a buen término, aun si
de verdad los desean.
Puede, pues, concluirse que el éxito de un cambio so-
cial depende, no de la buena intención de producirlo ni
tampoco de su bondad intrínseca, sino de crearle condi-
ciones propicias a su entendimiento, a su aprobación y
ejecución. Hacerlo supone, desde luego, un gran tc1lento
político, capaz de crer.r esas condiciones, y la necesaria
perspicacia para anticipar la forma mejor de que la so-
ciedad lo entienda y apruebe.
No puede descartarse, así, la posibilidad de que la
indefinición de los cambios: en qué consisten, cómo han
de alcanzarse y sus consecuencias, engendre a la postre
la reacción condenatoria desorbitada de todo cambio, con
el apego al status quo y aun a la regresión. Entonces, le-
jos de hacerlo marchar hacia adelante, el país regresaría
a una situación de la que creyó poderse librar. La posibi-
lidad de caer en esa regresión no debe medirse, por
supuesto, con la ineptitud gubernamental, sino con el
trasfondo social del país, nada tranquilizador. Éste, en
efecto, impresiona desde luego por su aspecto paradójico.
No puede dudarse de que, gracias sobre todo a la Revo-
lución, se ha avanzado mucho en el proceso de hacer
de México una nación, creando elementos de una afini-
dad mayor entre todos los mexicanos. A eso han contri-
buido singularmente la extensión y el mejoramiento de
las comunicaciones y los transportes, así como la señalada
penetración educativa. Pero, al mismo tiempo, ya es dis-
cernible la amenaza de choques entre grandes sectores
sociales cuyos intereses son encontrados y que pueden
resultar difíciles de conciliar sin violencia.
Las clases altas han concentrado toda su atención en
hacer lucrativas las empresas que han fundado y dirigido,
lo mismo las comerciales que las bancarias, industriales y
agrícolas. Esto les ha hecho perder de vista el mundo
exterior, a pesar de que en él y de él viven. No han
105
despertado todavía a la nooon de que el hombre rico,
en mayor medida que el pobre, tiene obligaciones socia-
les que atender si han de conservar la estimación o
siquiera la tolerancia del país. Causa importante del ais-
lamiento en que viven esas clases altas se debe a que la
visión general de la vida que tienen no es la de México
propiamente, sino la extranjera, la norteamericana sobre
todo. Los llamados "técnicos" van formando un grupo
cada vez más importante de la clase media, tanto por su
creciente número, como por la necesidad imprescindible
de contar con sus servicios para dirigir una sociedad com-
pleja, y también porque, considerando que en tierra de
ciegos el tuerto es rey, tienden a disputar los puestos de
mando al hombre adinerado, pensando que ellos tienen
el título· mejor del conocimiento científico y técnico. Va
resultando más y más difícil que el gobierno o los nego-
ciantes absorban el torrente de graduados de las escuelas
superiores, de modo que su incorporación jerárquica nor-
mal se frustra, y puede no quedarles otro camino que
agitar la sociedad declarándose abanderados del pobre.
El crecimiento económico desigual, lo mismo vertical que
horizontalmente, ha creado ya, y agudizará, las diferen-
cias entre los propios trabajadores del campo. Tenderán
a ser conservadores los que trabajen con buenos salarios
en la agricultura comercial y los ejidatarios que cuenten
con tierra abundante y rica; en cambio, serán radicales
los que trabajen tierras pobres y sin agua de riego. Y
así consecutivamente.
Estos intereses encontrados, en ocasiones difíciles de
reconciliar, tienen que provocar conflictos más o menos
permanentes y más o menos agudos, cuya solución o sim-
ple aplacamiento sólo puede intentar el gobierno. Se re-
forzará así su papel de árbitro supremo o de juez de
última instancia; crecerá su poder hasta ser desmedido,
en rigor autoritario, y, por lo tanto, antidemocrático o
a-democrático.

106
.2. El Nuevo Partido

faro de "nuevo" está por verse, según se colegirá des-


pués; pero se adopta la palabra para crear cierta sime-
rría con el nombre del capítulo anterior.
Al tomar posesión el 19 de diciembre de 1970, el
presidente Echeverría designa a Alfonso Martínez Do-
mínguez jefe del Departamento del Distrito Federal, ra-
zón por la cual don Alfonso abandona la presidencia del
Comité Ejecutivo Nacional del PRI. Lo sustituye Manuel
Sánchez Vite; pero renuncia dieciséis meses después, y lo
reemplaza Jesús Reyes Heroles. No sólo muda el presi-
dente, sino un buen número de los restantes miembros
del CEN, desde luego el Secretario General, segundo a
bordo. A más de removerse a las personas, la VI Con-
vención, de marzo de 1971, y la VII, de octubre de
197 2, modifican "sustancialmente" los tres "documentos
fundamentales" del Partido: la Declaración de Principios,
el Programa de Acción y los Estatutos.
¿Qué significado puede tener tanta mudanza, consuma-
da en tan corto tiempo? No debe descartarse el viejo y
arraigado hábito del recién llegado que se propone tras-
tornar cuanto hizo o pretendió hacer su antecesor por
el mero gusto de dárselas de innovador y aun de "re-
volucionario". Al mismo tiempo, quizás fuera desacertado
desechar el supuesto de que si el presidente Echeverría
deseaba cambiar el gobierno, juzgó indispensable trans-
formar también el Partido, la otra "pieza central" de nues-
tro sistema político. Si así fue, erró al confiar esta tarea
a don Manuel Sánchez Vite "y acompañantes". Claro que
nuestros mandatarios creen que hasta sus más ineptos ser-
vidores pueden salir con bien si se les "da una manita"
oportuna, cosa que ocurrió, en efecto, con la Declaración
de Principios aprobada por la VI Asamblea, pues se sabe
que no salió de la pluma de los entonces dirigentes del
PRI. En todo caso, reconocido el yerro, Echeverría pro-
107
pició la designación de Reyes Heroles, no tanto por los
lazos escolares que los unían, como por juzgarlo un hom-
bre nuevo, distinto de sus antecesores. ¿En qué, pues, re-
side esa singularidad?
La fuerza política propia no ha sido, con la excepción
de Calles, el motivo de la designación del presidente del
PRI. En ciertos casos, sin embargo, se ha inspirado en
conveniencias políticas. Por ejemplo, al eliminarse el Sec-
tor Militar, fueron nombrados generales para indicar que
se atenderían los intereses del "Instituto Armado". Un
caso todavía más claro: cuando Cárdenas se lo sacude,
no podían permanecer los secuaces de Calles en los pues-
tos directivos del Partido. Pero el motivo determinante,
a más de la lealtad al jefe del gobierno, ha sido la "ha-
bilidad ·política", más o menos probada, del candidato.
En esto de la "habilidad política" está el secreto. Según
la concepción tradicional, la prueba de que se tiene con-
siste en mantener contento a todo el mundo, o, negativa-
mente, no romper con nadie, y menos de modo escanda-
loso e irreparable. Y estriba también en sabérselas arre-
glar para cumplir decorosamente las consignas que recibe
del presidente de la República. De modo secundario, po-
derse expresar y conducirse bien en público. O sea, saber
desempeñar un oficio rutinario y modesto pero indispen-
sa bl~.
Es claro que Jesús Reyes Heroles no cuadra en este
molde tradicional, y por eso ha de considerársele como
hombre nuevo, distinto de sus antepasados. Ha mostrado
un interés subido en los estudios políticos; tuvo que hacer
la limitada política que impone sin remedio el desempeño
de cualquier puesto administrativo importante; ha ambi-
cionado actuar en la política abierta y debe tomarse como
sincera su declaración de que el hombre no se realiza
plenamente sino en la vida pública. Pero no ha sido un
político "profesional", y, por tanto, carece de una expe-
riencia política genuina. Ya esto lo distingue de sus as-
cendientes, pero subraya la diferencia el que sea un
intelectual, es decir, un hombre inteligente, con ideas,
108
1 acostumbrado a usar cotidianamente ese remate del cuer-

1 po humano que se llama cabeza. Añádase que puede enjui-


ciar moralmente las cosas diferenciando lo bueno de lo
í mediano y lo mediano de lo inferior.
Su inexperiencia política, su oficio de intelectual, su
derechura y cierta inclinación autoritaria, tenían que con-
ducirlo a intentar un cambio de cierto fondo en el PRI.
Por eso despertó una enorme curiosidad observarlo en la
VII Asamblea, su primera exhibición pública de alcance
nacional. Los comentarios periodísticos, únicos hasta aho-
ra conocidos, no fueron muy entusiastas; pero produje-
ron una reacción curiosa y significativa. Un escritor los
condenó destempladamente porque desatendían el hecho
decisivo de que México le debe al PRI la paz y la esta-
bilidad de que ha gozado por tanto tiempo ya; censurar
al Partido es debilitarlo, y debilitarlo, empujar al país a
caer de nuevo en la anarquía y tal vez hasta en el comu-
nismo. Otro se quejó de la superficialidad de esos comen-
tarios periodísticos, y para demostrarla, señaló que ningu-
no de ellos advirtió que los nuevos dirigentes del PRI
habían desterrado el concepto y la expresión misma de
"lucha de clases", que se venía usando rutinariamente des-
de 1929. Una moraleja cabe sacar de escas dos réplicas:
más que criticarlo, el PRI debe ser alentado para ver si
así mejora. Por lo tanto, un escritor sensible debe sub-
rayar que sus reflexiones, sobre todo si tienen un tono
crítico, son hoy por hoy un tanto provisionales, o sea
modificables si hechos posteriores e importantes así lo
aconse¡an.

Puede estarse seguro de que, con la bendición presiden-


cial, Reyes Heroles tiene como su objetivo mayor demo-
cratizar la vida interior del PRI. Ni él mismo ni nadie
pueden esperar un logro pronto y total, de modo que
cabe anticipar que en el sentir público nacerá la esperanza
si el avance es siquiera perceptible. Éste dependerá, por
supuesto, de los instrumentos jurídicos propios del PRI
109
y, en la practica, de un diario forcejeo para desarraigar
en la medida mayor posible hábitos viejos y reducir la
fuerza de tanto interés creado. Queda al futuro medir
la habilidad y la perseverancia que los nuevos dirigen-
tes del Partido tengan y pongan en ese batallar político.
Por ahora queda tan sólo medir los medios jurídicos pro-
pios, sobre todo los Estatutos aprobados en octubre de este
año por la VII Asamblea. En ellos, además, parecen haber
depositado sus mejores esperanzas Reyes Heroles y su
equipo. Es fácil comprobar en los Estatutos la buena in-
tención democratizadora, al darle, por ejemplo, mayor
espontaneidad a la elección de los directivos de las Sec-
ciones y Distritos; una gran autonomía a lo.que se llama-
rán Movimiento Nacional de la Juventud Revolucionaria
y Agrupación Nacional Femenil Revolucionaria, así como
en la prohibición de que se reelijan inmediatamente algu-
nos dirigentes. Parece, sin embargo, que Reyes Heroles y
sus colegas le atribuyen la máxima explosividad inno-
vadora al título tercero de los Estatutos, relativo a la forma
de seleccionar los candidatos del PRI a puestos de elec-
ción popular.
Bien difícil, en realidad imposible, es juzgar qué al-
cance real pueden tener estas disposiciones. Primero, por
la detestable gramática con que están redactados los Es-
tatutos todos y por su lenguaje, que, a más de una insu-
frible pedantería, está preñado de esa oscuridad propia
del aficionado a la sociología barata. ( "De los Miem-
bros del Partido", rezaba el título~ de un capítulo de los
viejos Estatutos, y en los de hoy, "De la Estructura".) El
segundo motivo es que, hasta donde puede discernirse su
verdadero sentido, las nuevas normas para seleccionar a
los candidatos priístas están por darse, pues los Estatutos
no ofrecen por ahora sino "criterios generales". Desde
luego, sorprende la ira con que el artículo 121 declara
que "el proceso y sistemas" que van a emplearse en la
selección de candidatos, "en ningún caso podrán consistir
en actos públicos que tengan similitud" con lo que gra-
ciosamente llama elecciones "constitucionales". En todo
110
t caso, la matriz de esta idea innovadora es que la dispa-
ridad en el desarrollo económico, social, político y cul-
tural del país impone adecuar los métodos de selección
a las "características específicas de las zonas y los parti-

1 cularismos locales".
Todo el mundo admite hoy que no ha sido parejo el
desarrollo de México, y puede concederse sin regateo que
un hecho de semejante magnitud ha tenido alguna reper-
1 cusión en el clima político de ciertas regiones del país,
así como en la "cultura cívica" o la sensibilidad política
de sus respectivos habitantes. Pero flaquea la certidum-
bre cuando se nos propone la solución de reglas distintas
f para esas zonas o regiones. Por lo pronto, difícilmente
se puede eludir el recuerdo de que una media docena de
escritores de las postrimerías del Porfiriato sostuvo que
no se democratizaría la vida pública nacional de no limi-
tarse el derecho de voto a los ciudadanos alfabetos, y aún
más restringidamente, a los que, siéndolo, poseyeran ade-
más un pequeño patrimonio personal. Esos escritores por-
firianos, como los actuales "Científicos" del PRI, partían
de un hecho social innegable, pero llegaban a una reco-
mendación tan impopular, que nadie se atrevió a patro-
cinar la reforma constitucional consiguiente. Aparte de
este ingrato recuerdo, se encuentra la certidumbre de que
los sociólogos del PRI (if any) no han estudiado esas
"características específicas de las zonas y los particularis-
mos locales", de modo que no podrán fundar convincen-
temente que una regla determinada se aplique en un lugar
y en otro no.
El ignorar la situación real de las varias regiones del
país, más una mentalidad confusa, son, sin duda, la causa
de la extrema vaguedad dr- normas que inevitablemente
han tenido que presentarse sólo "en términos genera-
les". Dícese, por ejemplo, que en las convocatorias a las
distintas convenciones ( seccionales, distritales, estatales)
se indicará "el tipo de reunión ... , así como los proce-
dimientos y métodos que en ella se observarán", es decir,
privará una marcada incertidumbre puesto que no hay
111
reglas fijadas de antemano, sino que se darán a conocer
la víspera misma de convocar a la respectiva Convención.
Un punto importantísimo a determinar es el peso relativo
que en las decisiones de la convención vaya a tener cada
uno de los tres Sectores. Pues bien, los Estatutos apenas
se atreven a decir que "se estimará su posibilidad de ac-
tuación" conforme a unos criterios cuya imprecisión ( y
pedantería) resulta insuperable:

l. El significado y vigor de sus luchas sociales.


II. la trascendencia y el valor social que el trabajo de las
clases obrera, campesina y popular tengan en el proceso
económico dentro del ámbito de la circunscripción de
que se trate.
III. la intensidad de su práctica política, interna y ex-
terna ...
IV. la densidad cuantitativa representada por sus [respec-
tivos} militantes.
V. lo positivo de sus relaciones con la opinión pública ...

¿Con qué metro o con qué vara podrán medirse "el


significado y vigor de las luchas sociales" de cada Sec-
tor? ¿Qué báscula nos indicará "la trascendencia y el
valor social" de las tareas de los obreros con relación
a los campesinos y a los burócratas? ¿Algún radiómetrc
o videómetro nos dirá si es positivo o negativo el salde
de las relaciones de cada Sector con la opinión públio
y qué puede y debe entenderse por opinión pública?
Esta deslumbrante imprecisión impide maravillarse d1
que el artículo 127 de los Estatutos disponga que el C8'
"podrá señalar otros procedimientos de elección... co,
la mira de garantizar la democracia interna". Es muy pe
sible que los redactores de los Estatutos crean que est
artículo y la imprecisión de los anteriores les permita e
cada caso negociar con los: líderes nacionales y locales d
los Sectores cláusulas propiciatorias de esa santa "mira
democratizadora; pero es de temerse que tanta negociació
acabe por agotar sus fuerzas y que al final se caiga en l.
más burdas transacciones.
112
Claro que es un sentimiento muy personal, pero como
es mío, no puedo dejarlo naufragar. Para mí, el interés
mayor de la designación de Reyes Heroles es haber pues-
to a un intelectual en una posición eminentemente po-
lítica. En primer lugar, porque siempre he creído que
todo se hace mejor con inteligencia que sin ella, lo mismo
la faena de presidente de la República que la de chofer,
futbolista o la de simple jugador de canicas. Segundo,
LS porque si en alguna zona del territorio nacional hace falta
o el rocío vivificador de la inteligencia, es en la tierra de-
le
sértica de nuestra política. Y tercero, porque desde la
x· Generación de 1915 a nuestros días, los intelectuales han
mantenido la pretensión de que si se les dejara gobernar,
:e· todo andaría mejor en el país. Debe reconocerse, así,
que gobernar bien requiere ciertamente inteligencia e
ideas, pero, asimismo, si no experiencia, al menos sen-
sibilidad política. ¿Habrá una receta que indique los tan-
'el tos de estos ingredientes para cocinar al gobernante per-
:C- fecto? No la hay ni la ha habido jamás, por supuesto;
el pero poco dudoso puede ser que la sensibilidad política
ón debe venir primero, y que el suyo ha de ser el tanto
tro mayor puesto en la redoma. Con este criterio, es inesca-
ldo pable la penosísima conclusión de que Reyes Heroles no
.ica ha salido bien de la primera prueba, quizás no tanto por
culpa propia como por la de sus "distinguidos acompa-
de ñantes", aunque es suya la responsabilidad final. Los tres
EN "documentos fundamentales" que salieron de la VII Asam-
con blea no son obra de políticos sino de intelectuales y, si
po- se me permite expresarme con franqueza, de una intelec-
este tualidad oscura y pretenciosa, es decir, de una intelectua-
. en lidad poco inteligente .
; de No muy político, y ni siquiera sensato, resultó redac-
.ira" tar unos Estatutos enteramente distintos de los anterio-
ción res, y no haberse limitado a retocar éstos y a enmendarlos
1 las sólo cuando fuera necesario. Esa labor de retoque apenas
se nota en unos cuantos casos, digamos la fracción II del
113
artículo 19 , donde se sustituyo empresarios nacionalis-
tas" por "pequeños y medianos industriales", con modesta
pero clara ventaja. El resto (169 artículos) es un docu-
mento que debiera servir de modelo para NO hacer unos
estatutos. En el otro documento "fundamental", la De-
claración de Principios, se nota también la insensibilidad
política aun en cosas pequeñas, como colocar el capítulo
de "La Tierra" en el sexto lugar, y eso después del IV,
"La Nueva Sociedad Internacional". ¿Será más apremian-
te disertar acerca de si "el mundo ha sido hecho para la
paz y la cooperación, no para la guerra y la destrucción"
que apreciar los resultados de nuestra reforma agraria?
En este mismo ensayo he criticado todas las Declara-
ciones de Principios por ser documentos largos e "histo-
riados", incapaces, por lo tanto, de ser entendidos y apro-
piados por el común de los mortales. La actual Declara-
ción, lejos de remediar ese mal, lo ha recrudecido hasta
el extremo. También los censuré porque se limitaban a
incorporar el "ideario" del candidato presidencial o del
Presidente en turno. Reyes Heroles declaró en su discurso
que el presidente Echeverría no había intervenido en esto
ni en nada relativo a la VII Asamblea. No se halla en la
Declaración un credo contrario o distinto de los bien co-
nocidos del Presidente; pero alienta ver que la Declara-
ción los presenta como propios, ganándose así una dosis
de dignidad muy laudable. Mi tercera crítica es que estas
Declaraciones no concordaban siquiera con los problemas
del momento. La novísima la salva, pues recoge, en efec-
to, las preocupaciones de hoy.
Mi crítica principal, sin embargo, es que las Declara-
ciones presentan las opiniones de una ··comisión", es de-
cir, de cuatro o cinco personas a quienes se encarga re-
dactarlas, pero que no recogen ní reflejao. el sentimiento
y el entendimiento públicos. La Declaraoón actual es la
más firme comprobación de esa crítica. Sus autores han
expuesto en ella su credo personal sobre todos los pro-
blemas habidos y por haber del país y del Universo, pero
en manera alguna los cuatro o cinco propósitos que pue-
114
den inspirar la acción de un partido político. El hecho de
que esos credos personales sean acertados o no, que re-
sulten novedosos o estén ya envejecidos, que su exposición
sea diáfana y brillante, o, a la inversa, confusa y apa-
gada, en nada cambia la situación.
Un único ejemplo bastará para ilustrar la lejanía que
media entre la especulación teórica, solitaria, y los re-
querimientos de la acción política de un partido político.
En la Declaración de Principios se dice:

Por nuestra posición geográfica, pertenecemos a la co-


munidad del Pacífico, donde debemos encontrar nuevos
mercados y nuevos proveedores. Un amplio grupo de países
desarrollados o potencialmente en desarrollo pertenecen a
esta comunidad, y es de vital importancia realizar tareas
concretas en tal área geográfica y económica.

Dejemos a un lado la campanuda afirmación de que per-


tenecemos ya a una comunidad inexistente; olvidemos
también que semejante afirmación no alude siquiera a
nuestra verdadera tragedia, o sea que, con el ánimo jus-
tificado de desprendernos de Estados Unidos, geográfica-
mente no pertenecemos a otra cuenca que la de Centro
América, de un porvenir incierto e irremediablemente
pobre. Fijémonos tan sólo en estos dos puntos. El pri-
mero, ¿qué van a hacer sus dirigentes para que el Par-
tido todo, o siguiera ellos mismos, realicen esas "tareas
concretas", cuya necesidad se pinta como de vida o muer-
te? Por otro lado, ¿nuestros huicholes, nuestros tarahu-
maras, nuestros lacandones, estarán tan convencidos de la
vital importancia de esas faenas que tengan listas ya sus
flechas? Puede estarse seguro, no de que estos inditos
nuestros, sino el ilustrado don Fidel Velázguez, jamás le-
vantará un dedo para conseguir tan levantado, levanta-
dísimo propósito.

Una última palabra. Por lo que toca al Presi<lente nuevo,


algo se ha avanzado en los últimos meses: por la pri-
115
mera vez en dos años, ha definido su pos1oon acerca
de un asunto importante, el de las inversiones de capital
extranjero y más generalmente el peliagudo y compli-
cadísimo de nuestra dependencia económica del exterior.
La definición ha resultado un tanto tardía, ya que el
problema viene sintiéndose y resintiéndose desde hace un
buen cuarto de siglo. Es de temerse, además, que el mó-
vil de esa definición haya sido no tanto el estudio se-
reno y el cálculo frío, sino la pasión y el prejuicio, siem-
pre malos consejeros. Tampoco puede abrigarse la segu-
ridad de que se crearán instrumentos reales y eficaces de
control para no quedarse, como suele ocurrir, en expresar
anhelos. Así y todo, se ha dado un paso adelante. Aunque
no con claridad y congruencia comparables, han ido
abriéndose paso ciertas ideas importantes, la principal de
las cuales es que nuestro desarrollo económico ha dado
todo lo que podía dar, y que, por lo tanto, tienen que
operarse en él serias modificaciones, sobre todo comba-
tiendo el desequilibrio vertical ( inequidad en la repar-
tición del ingreso) y horizontal ( opulencia en ciertas zonas
del país y pobreza o estancamiento en otras) de ese des-
arrollo. También se advierte que se ha generalizado en
los círculos oficiales la preocupación por los graves pro-
blemas de la desocupación y el subempleo. Algo, pues,
se ha definido y adelantado.
En cuanto al Partido, hay escaso fundamento a las
esperanzas de cambio y mejoramiento, pero como es lo
único que nos queda, hay que alimentarlas aunque sea
con nuevas esperanzas.

116
ÍNDICE

Breve advertencia, 7

l. Entendimiento oscuro, clara originalidad, 11

11. Las dos piezas centrales, 22


l. La presidencia de la República, 22
2. El Partido oficial, 35
3. El avance económico, 51

111. El saldo negativo, 53


1. El político, 53
2. El económico, 65

IV. Contener para limitar, 68

V. El pasado inmediato, 80

VI. El día de hoy, 93


l. El nuevo Presidente, 93
2. El nuevo Partido, 107

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