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LA PUERTA

OLVIDADA
PAUL MAAR

Traducción de Rafael Arteaga Ilustraciones

de Frantz Wittkamp

E D I T O R I A L

norma
http: / / www.norma.com Barcelona, Bogotá, Buenos
Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Miami,
Panamá, Quito, San José, San Juan, San Salvador,
Santiago de Chile.
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Título original en alemán:


DIE VERGESSENE TÜR,
de Paul Maar.
Una publicación de Verlag Friedich Oetinger.
Copyright © 1983 por Verlag Friedich
Oetinger GmbH.
Copyrigh © 1991,para Hispanoamérica y
los Estados Unidos
por Editorial Norma S. A.
A.A. 53550, Bogotá, Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra, por cualquier medio,


La llave La puerta 7
El padre se vuelve niño 19
El canguro y la cacatúa 25
La búsqueda 31
La oficina de información 41
Buscando hayas El 47
regreso 53
59
CAPITULO I

LA LLAVE

Todo empezó un día completamente


normal, en una familia completa-
mente normal y durante un almuerzo
completamente normal.
El día completamente normal era
viernes.
La familia completamente normal
era la familia Buenahora.
Esta es la familia Buenahora:
Guillermo Buenahora, de 36 años
de edad, es el padre.
Helena Buenahora, de 34 años, es la
madre.
Margarita, de 10 años, es la hij_i.
Andrés, que acaba de cumplir 6
años y pronto entrará a la escuela, es
el hijo.
El almuerzo completamente nor-
mal era éste: Espinacas con crema,
papas y filete de pescado.
Primero, el padre se sirvió espina-
cas y le pasó la bandeja a la madre.
Luego, la madre se sirvió espinacas
y le pasó la bandeja a Margarita.
Margarita dijo:
—¡Ustedes saben que a mí no me
gustan las espinacas! —y le pasó la
bandeja a Andrés.
Y ahí fue cuando la historia empezó
de verdad.
Andrés dijo:
—¡A mí me encantan las espinacas!
Luego tomó el cucharón y cuando
iba a servirse una buena cantidad de
espinacas, algo cayó de su manga
¡PLAF! y aterrizó directamente en la
bandeja, salpicando con espinacas a la

familia. Todos quedaron con la cara llena de manchitas verdes.


—¡Perdón! —dijo Andrés asustado.
—¿Qué fue eso? —preguntaron su padre, su madre y Margarita casi al mismo
tiempo.
—Algo se me cayó en la bandeja —dijo Andrés con voz casi imperceptible.
—Ya nos dimos cuenta —dijo su padre y se limpió las espinacas de la punta de la
nariz—. ¿Y qué fue?
Andrés comenzó a buscar con la cuchara por entre las espinacas.
—¡Aquí está, fue esto! —dijo y sacó de la bandeja un objeto alargado. Cuando lo
colocó sobre su plato, tintineó.
El objeto se veía verde y estaba cubierto de espinacas. Al parecer se trataba de una
gran llave antigua.
—¡Una llave! —gritó la madre sorprendida—. ¿De dónde la sacaste?
—De mi manga —dijo Andrés con cierto sentimiento de culpa—. Se me cayó.
—No. Lo que yo quiero saber es cómo fue a dar esa llave a tu manp —dijo la madre.
—Salió del bolsillo de mi pantalón —explicó Andrés—. Primero la tenía en el
bolsillo del pantalón, pero como no podía sentarme bien con ella allí, me la metí en la
manga.
—¡
No, no! Lo que quiero saber es cómo llegó la llave al bolsillo de tu pantalón —
preguntó la madre.
—¡Muy sencillo, yo la puse ahí!
—No. ¿Es que no me entiendes? —dijo la madre un poco incómoda ya—. Quiero
saber de dónde sacaste la llave.
—Ah, ¡ya entiendo! Me la encontré.
—¿Y dónde?
Andrés reflexionó un momento.
—Aquí, debajo de la mesa, creo. O
entre el florero. Ya no me acuerdo bien.
—¡Debajo de la mesa o entre el florero! —dijo Margarita remedándolo—. ¡Increíble
que seas tan olvidadizo!
Andrés se encogió de hombros.
—De verdad que no me acuerdo —dijo.
—Raro, ¡muy raro! —añadió el padre.
Pero no se estaba refiriendo a Andrés.
Luego, tomó la llave con los dedos y la llevó cuidadosamente al lavaplatos. Allí abrió el
grifo y dejó correr el agua hasta que la llave quedó limpia.
El padre la examinó con cuidado y volvió a decir «raro» mientras agitaba la cabeza.
—¿Qué es lo raro? —preguntó la madre desde la mesa.
—La conozco muy bien. Es la misma llave que perdí de niño —le explicó el padre—.
En esa época la busqué durante semanas enteras sin encontrarla. Y ahora aparece aquí,
de un momento a otro.
Todos se acercaron a mirar la extraña llave.

_ ; __ ¿i__ JL
—¿De dónde es esa llave? —preguntó la madre.
—Hmm... —dijo el padre y reflexionó un rato.
—De todos modos no tiene por qué
estar entre las espinacas —observó
Margarita.
—Ya la he probado en todos los
armarios y no le sirve a ninguno — dijo Andrés—. Y tampoco a ninguna
puerta.
—¡La puerta! Pero claro, ¡la puerta! —exclamó el padre sobresaltado—.

¿Cómo pude haberla olvidado? Con


ella se puede abrir la puerta que
queda en el fondo del desván.
Y sin pensarlo dos veces subió a
toda prisa las escaleras, con la lla ve
en la mano. El resto de la familia
corrió tras él.
—¿De qué puerta está hablando?
—preguntó la madre mientras lo se-
guía escaleras arriba.
—¿Dónde podrá haber una puerta
en ese lugar? —preguntó Margarita,
que corría detrás de su madre.
—Yo nunca he visto una puerta allí
—dijo Andrés que iba de último—.
¡No corran tanto que me dejan atrás!
Arriba, en el desván, el padre per-
maneció un rato de pie mirando a su
alrededor, como si buscara algo.
A un lado, debajo del techo incli-
nado, había algunas cajas
empolvadas que contenían botellas
yacías. Al otro había una antiquísima
bicicleta de niño, recostada en una
viga.
en el centro, el techo del desván era
más alto y allí había un par de mue-
bles viejos que alguna vez habían per-
tenecido a los abuelos. El padre pasó
junto a los muebles y se dirigió muy
decidido a la pared trasera.
—¡Ahí tiene que estar! —exclamó y
señaló hacia el muro de ladrillo—. De
niño salí muchas veces por esa
puerta.
El padre examinó cada centímetro
de pared, mientras la madre, Marga-
rita y Andrés lo miraban desconcerta-
dos.
—Desapareció... ¡La puerta ya no
está ahí! —dijo finalmente. Estaba
muy confundido y movía la cabeza
de un lado a otro sin parar.
—Es posible que alguien la haya
tapado con ladrillos... —dijo Andrés
para consolarlo.
—Pero si fuera así se vería el sitio
en donde estaba antes la puerta —
interrumpió Margarita.
—¿A dónde llevaba tu famosa
puerta? Aquí estamos en el tercer
piso. Al otro lado de la puerta no hay
sino vacío. El que la hubiera atrave-
sado se habría caído al patio —co-
mentó la madre como si dudara.
—Tienes razón. Tienes razón —
contestó el padre en voz baja y se
sentó en un asiento viejo y empol-
vado—. A pesar de todo, yo creo que
aquí existía una puerta. Aunque tal
vez me engañe; han pasado casi
treinta años.
El padre se veía tan triste que Mar-
garita le puso el brazo alrededor de
los hombros.
—No es tan grave, papá —dijo—.
Tenemos otras puertas, hay más que
suficientes en esta casa. Ven, bajemos
que la comida se va a enfriar.
CAPITULO n

LA PUERTA

Dos días más tarde, el domingo, An-


drés entró como una tromba en la
habitación de los niños. Estaba muy
excitado.
—¡La vi! ¡Sí existe! ¡Es verdad! —
gritaba.
Margarita estaba vistiéndose, sen-
tada en el borde de la cama, y dejó
caer las medias del susto que Andrés
le dio.
—¿Por qué gritas tanto? —pre-
guntó disgustada—. ¿Qué pasa?
—¡La puerta! —gritó Andrés—. Fui al
desván, quería volver a buscar la puerta y, de
pronto, la puerta estaba ahí. No sé por qué no
la vimos el otro día.
—¿Ya se lo dijiste a papá? —preguntó
Margarita. Ahora ella estaba tan nerviosa como
Andrés.
—No, primero quería venir por la llave —
dijo Andrés—. Apúrate, ¡vístete! Vamos a
donde papá y se lo decimos.
En menos de cinco minutos estaban todos en
el desván delante del muro de ladrillo.
—¡Increíble! —murmuró la madre mirando fijamente la puerta café de madera, que se
hallaba en todo el centro de la pared.
—Sí, así la recordaba —afirmó el padre sonriendo, parecía muy satisfecho.
—¡Increíble! —exclamó la madre una vez más.
El padre hizo girar la perilla. Estaba gris y empolvada y de ella colgaban multitud de
telarañas.
—Está cerrada con llave. Andrés, ¡dame la llave! —dijo.
Metió la llave en el ojo de la cerradura y la hizo girar. La puerta se resistió un poco
pero al empujarla se abrió dejando apenas una rendija.
—Andrés, Margarita, ¡no se acerquen! —gritó la madre asustada—. Y tú, Guillermo,
ten cuidado, ¡no sea que te caigas al patio!
—Si es como antes, no caeré ni al patio ni a ninguna otra parte —mur
muró el padre y abrió la puerta completamente.
—¡Increíble! —exclamaron la madre, Margarita y Andrés casi al tiempo.
—¡Debo estar volviéndome loco!
—¡Es maravilloso, papá!
Pero él parecía no estar sorprendido en lo más mínimo. Solamente asentía y sonreía.
Al otro lado de la puerta había un prado, pero no se trataba, ni mucho menos, de un
prado corriente, de un poco de hierba amarilla aprisionada entre dos sembrados de
papa, ¡no! La hierba alta y jugosa crecía desde el quicio de la puerta y, hasta donde
alcanzaba la vista, no había más que hierba.
A una cierta distancia, el terreno se volvía un poco quebrado y se veían unas colinas, y
sobre una de ellas había un árbol.
—¿Cómo es posible? Nuestra casa se encuentra en plena ciudad. ¿Cómo puede haber
un prado aquí? —preguntó Margarita desconcertada.
—Sí, y además ¿cómo así que el prado empieza directamente enfrente de la puerta?
¡Aquí estamos en un tercer piso! —dijo la madre.
—Y ¿cómo puede hacer sol? Desde hace dos días llueve sin parar —dijo Andrés—.
Ahora mismo estaba lloviendo.
El padre encogió los hombros.
—Yo tampoco lo puedo explicar. Sólo sé que es así, y que ya era así cuando yo tenía
siete años. Si se atraviesa la colina, se llega a un pequeño bosque, y más allá hay un lago
con una isla.
—Papá, ¡vamos hasta allá! —exclamó Andrés entusiasmado—. Quiero ver el lago.
—Sí, hagamos una excursión —sugirió Margarita.
—¿Vamos? —preguntó el padre mirando a la madre.
—Mejor vayan ustedes. Yo me ocu-
paré del almuerzo mientras tanto —
contestó ella—. Me paso todos los
días yendo de ün lado para otro, así
que no me molesta nada permanecer
en casa el domingo. (Hay que decir
que la señora Buenahora trabajaba en
el correo, repartiendo cartas.)
—Bien. Voy por mi chaqueta y sali-
mos —dijo el padre entusiasmado.
Poco después los tres se despedían
de la madre delante de la puerta.
—¿De verdad no quieres venir con
nosotros? —preguntó el padre.
—No, de verdad que no. Por favor,
regresen a las doce para almorzar y
¡que les vaya bien!
—Gracias —dijo el padre y atravesó
la puerta. Andrés y Margarita lo si-
guieron y salieron a la amplia pra-
dera.
La puerta se cerró tras ellos, y ajustó
haciendo un suave «clic». Cuando mi-
raron a su alrededor no vieron nin-
guna puerta, únicamente el délo azul.
Pero cuando se acercaron bien, descu-
brieron una línea muy fina/ en medio
del azul del deló. Era la rendija de la
puerta. Y cuando tocaron el azul ce-
leste, pudieron también sentir la pre-
senda de la puerta en ese sitio.
—¿Cómo haremos para encontrar
la puerta cuando volvamos? —pre-
guntó Margarita.
—¡La pradera se ve igual por todos
lados! ¿Y si nos perdemos? —dijo An-
drés.
El padre reflexionaba.
—Arranquemos bastante hierba y
hagamos un montón con ella —pro-
puso—. Cuando regresemos sabre-
mos que la puerta se encuentra detrás
del montón de hierba.
Pronto amontonaron tal cantidad
de hierba que Andrés apenas podía
ver por encima de ella.
Entonces partieron. Atravesaron la
pradera y luego Ascendieron lenta-
mente por la colina. Delante de ellos
se extendía el bosque. Andrés se les
adelantó y gritó desde arriba:
—¡Puedo ver el lago!
Margarita caminaba detrás de su
padre.
—Estoy viendo algo muy distinto
—-dijo confundida—. Papá, ¿no notas
nada raro?
El padre se detuvo y preguntó:
—¿Que si no noto qué, hija?
—Tú... te has vuelto más pequeño
—balbuceó Margarita.
—¿Más pequeño? —preguntó el
padre y bajó la vista. Parecía que se
hubiera vestido con la ropa de su her-
mano mayor, la chaqueta le daba
hasta las rodillas.
—¡Qué raro! —dijo y se remangó
los pantalones—. Tienes razón. ¿Tú
también te has achicado?
—No —dijo Margarita.
—¡Vengan ya, apúrense! —gritó
Andrés con impaciencia.
Margarita y su padre siguieron ca-
minando. Entonces, Margarita pudo
observar exactamente lo que estaba
pasando: Su padre se empequeñecía
más con cada paso que daba.
Guando llegaron a la cima de la
colina, el padre era apenas más alto
que Andrés. Pero no solamente se ha-
bía reducido de tamaño, sino que ya
no parecía un adulto.
—;Papá, te has rejuvenecido! —dijo
Andrés admirado.
—Tú... te has vuelto más pequeño
—balbuceó Margarita.
—¿Más pequeño? —preguntó el
padre y bajó la vista. Parecía que se
hubiera vestido con la ropa de su her-
mano mayor, ia chaqueta le daba
hasta las rodillas.
—¡Qué raro! —dijo y se remangó
los pantalones—. Tienes razón. ¿Tú
también te has achicado?
—No —dijo Margarita.
—¡Vengan ya, apúrense! —gritó
Andrés con impaciencia.
Margarita y su padre siguieron ca-
minando. Entonces, Margarita pudo
observar exactamente lo que estaba
pasando: Su padre se empequeñecía
más con cada paso que daba.
Guando llegaron a la cima de la
colina, el padre era apenas más alto
que Andrés. Pero no solamente se ha-
bía reducido de tamaño, sino que ya
no parecía un adulto.
—;Papá, te has rejuvenecido! —dijo
Andrés admirado.
—Tú... te has vuelto más pequeño
—balbuceó Margarita.
—¿Más pequeño? —preguntó el
padre y bajó la vista. Parecía que se
hubiera vestido con la ropa de su her-
mano mayor, la chaqueta le daba
hasta las rodillas.
—¡Qué raro! —dijo y se remangó
los pantalones—. Tienes razón. ¿Tú
también te has achicado?
—No —dijo Margarita.
—¡Vengan ya, apúrense! —gritó
Andrés con impaciencia.
Margarita y su padre siguieron ca-
minando. Entonces, Margarita pudo
observar exactamente lo que estaba
pasando: Su padre se empequeñecía
más con cada paso que daba.
Guando llegaron a la cima de la
colina, el padre era apenas más alto
que Andrés. Pero no solamente se ha-
bía reducido de tamaño, sino que ya
no parecía un adulto.
—;Papá, te has rejuvenecido! —dijo
Andrés admirado.
El padre se vela como un niño de
siete años.
—¡Qué bueno que ahora tengo ti-
rantes —dijo sonriendo—> o si no se
me caerían los pantalones!
Su voz también había cambiado, y
ahora hablaba como un niño.
—¿Qué vas a hacer cuando te vuel-
vas todavía más pequeño? —pre-
guntó Margarita sorprendida un
poco molesta.
—No creo que me achique mucho
más —dijo/ su padre sin preocu-
parse—. Vamos, ¡hagamos una ca-
rrera! A ver quién llega de primero al
bosque.
Y salió corriendo con toda la rapi-
dez que le permitían sus piernas.
—¡No se vale! ¡Tú arrancaste antes
que nosotros! —gritó Andrés, co-
rriendo tras él.
Margarita se quedó quieta un mo-
mento más. Cuando notó que su pa-
dre se había vuelto todavía más pe-
queño, salió corriendo también.
Los tres alcanzaron la orilla del bos- CAPITULO IV

que casi al mismo tiempo y se


echaron en la hierba jadeantes, en
medio de ruidosas carcajadas.

CACATUA

Ya habían descansado un rato,


cuando Margarita levantó de pronto
la cabeza y comenzó a escuchar
atentamente.
—¡Oigo algo! —murmuró.
Los otros dos también escuchaban
ahora.
En el bosque no cesaba de
retumbar un plop-plop... plop-plop.
Parecía como si alguien diera golpes
en el suelo.
—¿Qué será? —preguntó
Margarita en voz baja y se incorporó.
Su padre también aguzó el oído.
—Creo que viene hada acá —dijo, y también se incorporó.
Los dos se adentraron en el bosque cautelosamente y treparon a una lo- mita para
poder ver mejor. Estaba recubierta de un musgo café muy lanudo y en la cima credan
dos extraños árboles. Eran muy pequeños, y casi no tenían hojas.
Entonces vieron qué era lo que producía el ruido: Un canguro que daba grandes
saltos por entre el bosque.
—¡Miren! ¡Un canguro! —gritó ei padre sorprendido.
El animal quedó paralizado del susto en la mitad de uno de sus saltos. El padre
había gritado justamente cuando el animal se había despegado del suelo, y, por esa
razón> había quedado colgando en el aire, como congelado a un metro del suelo.
Luégo de un rato movió los ojos hada un lado con mucha precaudón y miedo, hasta
que los vio a los dos.
Respiró aliviado y cayó a tierra con un fuerte plop.
—Son sólo dos niños —murmuró— y por poco me matan del susto.
—No, tres niños —dijo Andrés que en ese momento se unía a su padre y a su
hermana.
De inmediato el canguro volvió a quedar tieso del miedo. Esta vez demoró casi un
cuarto de hora para recuperarse un poco. Luego preguntó:
—¿Quién eres tú?
—Yo me llamó Andrés, ésta es Margarita y éste es papá —explicó Andrés con
presteza.
En ese momento un pájaro desgreñado sacó la cabeza de la bolsa del canguro y gritó
con voz estridente:
—¿Papá? ¡Qué nombre más raro pura rn niño! ¡Papá, papá, jejeje!
—Perdón, el pequeño no sabe lo que dice —dijo el canguro avergonzado, y a toda
prisa empujó al pájaro nuevamente dentro de la bolsa.
—Si quieren, me pueden llamar

«Guillo» —propuso el padre—. «Pa-


pá» no es un nombre de niño.
El pájaro volvió a sacar la cabeza de
la bolsa del canguro y gritó:
—Guillo el
enano, gordo
marrano, se pone
un abrigo
durante el
verano.
—No es ningún abrigo, es mi cha-
queta —dijo Guillo un poco ofen-
dido—. No tengo la culpa de que me
llegue hasta los pies y de que me
quede demasiado ancha. Esta
mañana todavía me quedaba buena.
—¡No le pongas atención! El pe-
queño no sabe nada de nada —dijo el
canguro y, enojado, empujó al pájaro
dentro de la bolsa.
—Dígame, ¿éste es... es su hijo? —
preguntó Margarita muy cautelosa-
mente.
—¿No se nota que es una cacatúa?
—preguntó el canguro molesto.
—¡Claro que sí! Pero, ¿por qué tiene
una cacatúa en la bolsa?

El canguro sostenía la bolsa con la


mano izquierda, indicó hada ella y
murmuró muy solemnemente.
—¡Es un estudiante de
intercambio! Nuestro estudiante de
intercambio.
—¿Estudiante de intercambio? —
preguntó Guillo sorprendido, se
apresuró a explicar:
—También existen en nuestra es-
cuela. Una vez al año, nos visitan
alumnos de algún país vecino; y
alumnos de nuestra escuela también
pasan temporadas en alguno de esos

—Así es, así es —murmuró el can-


guro—. Nuestro hijo pasa una
semana donde las cacatúas y esta
cacatúa pasa una semana con
nosotros. Este es un diablillo muy
consentido, aquí entre nos.
Simplemente, no le gusta saltar. ¡Y
siempre protesta por la comida!
Al parecer la cacatúa había oído lo
que decía el canguro pues sacó nueve
mente la cabeza y chilló:
—Una horrible comida,
¡hierba de por vida!
—Ya lo oyen ustedes —exclamó el
canguro indignado—. Pero debo
irme, el pequeño tiene que conocer la
región. Ha sido un placer ¡hasta
luego!
Saltó por encima del montón de tie-
rra en donde estaban parados Guillo
y Margarita y luego pasó al lado de
Andrés para dirigirse al borde del
bosque.
Andrés lanzó un grito. El montón
de tierra se movió y se levantó del
suelo, y Guillo y Margarita se
sujetaron de los dos arbolillos para no
caerse.
Llenos de miedo se dieron cuenta de lo que en verdad estaba sucediendo: El mantón de
tierra carmelita y cubierto de musgo era en realidad un gigantesco ciervo que se había
quedado donnido en una hondonada dd bosque^ y los dos aibolillos eran los cuernos.
El ciervo se quedó quieto un in stante y luego se movió lentamente
Pero el canguro saltaba nuevamente por los aires, tieso de miedo, a dos metros del
suelo.

—Guillo, Margarita, ¡llévenme con


ustedes! —gritó Andrés asustado y
empezó a correr detrás del ciervo.
El gigantesco animal también se
asustó, dio un brinco hada adelante y
puso pies en polvorosa.
Andrés no lo pudo seguir, pues el
ciervo era demasiado veloz, y tuvo que
contentarse con ver cómo Guillo y
Margarita se agarraban de los cuernos
para no caerse, y cómo el ciervo desa-
parecía con ellos por entre los árboles.
—¿Qué voy a hacer ahora? —le gritó
Andrés desesperado al canguro.
CAPITULO V

Andrés caminó un rato y llegó a una


casa situada en pleno bosque. Se
acercó a ella para preguntar si alguien
allí había visto al ciervo.
Buscó el timbre, pero no lo encon-
tró. Tampoco había ningún nombre
en la puerta, así que simplemente gol-
peó.
Una voz fina preguntó desde den-
tro;
—Muerde, muerde la pepita,
¿quién toca en mi casita?
Retrocedió asustado y observó la casa con más cuidado: Estaba toda hecha de pan y
en el tejado tenía alfajores en vez de tejas.
—¡Caramba! Por poco hago una tontería —murmuró y continuó corriendo hasta que
llegó al extremo del bosque.
Se sentó a la sombra de los árboles y miró a su alrededor.
Ante sus ojos se extendía una estrecha pradera y más adelante empezaba el lago.
Justo en ese momento un reno venía corriendo por la orilla. Daba fuertes resoplidos y
repetía una y otra vez con voz ronca:
—Sólo dos vueltas... sólo dos vueltas...
No parecía peligroso, así que Andrés se interpuso en su camino.
El reno no se detuvo y esquivó al niño. Su ronca voz, entre tanto, seguía resoplando su
estribillo:
—Sólo dos vueltas...
—¿Has visto pasar un ciervo? —le gritó
Andrés—. Busco a un ciervo.
El reno masculló algo, pero ya estaba demasiado lejos y Andrés sólo
pudo entender: «Tú puedes...» El reno volvió a pasar y Andrés
El niño pensó: «Le preguntaré alcanzó a oír desde lejos sus jadeos y
cuando termine de correr. No le ronquidos:
faltan sino dos vueltas». —Sólo tres vueltas, sólo tres...
Se sentó entre la hierba a esperar.
—¡Oye, no sabes contar! —dijo Andrés muy enojado. Luego se acordó de que quería
preguntarle algo y gritó—: ¿Dónde encuentro al ciervo?
—Pregunta en la oficina de información... sólo tres vueltas... en información... —dijo el
animal con su voz ronca y volvió a desaparecer.
Cuando el reno volvió a pasar Andrés le gritó:
—¿Cuál información? ¿Dónde está la oficina de información?
—Sólo cuatro vueltas... en el otro lado del lago... sólo cuatro vueltas... en el otro lado...
—contestó el reno.
Y Andrés pudo ver una caseta en el otro lado del lago.
Caminó a lo largo de la orilla y en su recorrido pasó frente a una pequeña isla en la
cual había un hombre de barba que lo miraba. Tenía puesta una gorra rara y bastante
alta y su vestido era todo de pieles de animales. En una mano sostenía un fusil y en la
otra una sombrilla, también hecha de piel de animal. El hombre hacía señas y gritaba:
—¡Viernes! ¡Viernes!
Andrés hubiera querido conversar un rato con él pero, en verdad, no tenía tiempo, así
que simplemente le contestó:
—No. Hoy no es viernes, es domingo. ¡Domingo! —y prosiguió su marcha.
CAPITULO VI

L
LA OFICINA DE
INFORMACIO
N

La caseta que había al otro lado era


de madera y tenía una pequeña
ventana en el frente. Delante de la
caseta había unos libros sobre la
hierba.
Andrés golpeó la puerta.
Un hombre abrió la ventana, lo >6
con cuidado y dijo:
—¿Sí? ¿Qué se le ofrece?
—¿Aquí queda la oficina de infor-
mación? —preguntó Andrés.
—¿No sabes leer? —dijo el hombre
bruscamente y señaló un aviso que
había encima de la ventana.
—No —dijo Andrés con voz casi
imperceptible—. Todavía no estoy en
el colegio.
—Ah, comprendo —dijo el hom-
bre—. Eso aclara muchas cosas. Aquí
diceINFORM ACION.
—Estoy buscando un ciervo... —co-
menzó a decir Andrés.
—Un ciervo... —repitió el hombre,
se puso los anteojos y comenzó a ho-
jear un libro muy gordo—. Ciervo
está normalmente en la «C». Ya casi lo
encuentro: cebra... cerdo...
Andrés lo interrumpió diciendo:
—En realidad estoy buscando a mi
padre y a mi hermana.
—¿Padre? ¿Por qué no lo dijiste
desde un comienzo? —dijo el hombre
enojado y lanzó el libro por la ven-
tana.
De un segundo estante sacó otro
libro todavía más gordo que el ante-
rior.
—Padre... padre —murmuró y em-
pezó a hojear el libro con rabia—. Pa-
dre está normalmente en la «P». Ya
casi lo tengo: pabellón... pacífico...
—En realidad... en realidad estoy
buscando a Guillo y a Margarita —
dijo Andrés, interrumpiendo al hom-
bre.
—¿Guillo? —gritó éste colorado de
la ira, y lanzó también el segundo
libro por la ventana—. ¿Por qué me k
dices apenas ahora?
—Porque yo... —se disculpó An-
drés.
—¡Silencio! —gritó el hombre ho-
jeando un tercer libro—. Guillermo
está normalmente en la «G». Ya lo
encontramos: gato... gorro... Guiller-
mo. Aquí lo tenemos: ¡Guillermo!
—¿Guillermo? —repitió Andrés in-
quieto—. ¿Y el libro dice dónde está?
—Yo puedo leer dónde está, pero
tú no, porque no sabes leer —dijo el
hombre con arrogancia.
—¿Dónde está? —preguntó
Andrés ansioso—. ¡Dígamelo, por
favor!
—Ya te lo digo —respondió el
hombre luego de haber leído con
cuidado en el libro—. Guillermo se
encuentra en este momento montado
sobre un gran ciervo.
—Eso ya lo sé. Pero, ¿dónde está el
ciervo? —exclamó Andrés.
El hombre sacó un aviso, lo colocó
delante de sí y cerró la ventana.
—¿Dónde está el ciervo? —gritó
Andrés dando golpes en el vidrio.
El hombre volvió a abrir la ventana,
señaló el aviso y dijo de mala gana:
—¿Es que no sabes leer? Ah, eso ya
lo sabemos. Aquí dice:

OFICINA DE INFORMACION
CERRADA

—Pero, ¡tengo que saber dónde está


el ciervo! —gritó Andrés descorazo-
nado.
—Esta oficina de información se
volverá a abrir el próximo martes —
dijo el hombre y cerró definitiva-
mente la ventana.
Andrés estaba desesperado y sin saber qué hacer en aquella situación. De pronto
alguien hizo «¡Psst! ¡Psst!»
junto a él.
El hombre había abierto una puerta en la parte trasera de la caseta y le hada señas
para que se acercara.
Andrés se aproximó. El hombre miró cauteloso hacia todos lados ) luego le murmuró
al oído:
—Tienes que buscar la gran haya —y guiñándole el ojo a Andrés volvió a
murmurar—, la gran haya —y cerró la puerta rápidamente.
CAPITULO vn

Andrés empezó a buscar por la orilla del bosque. No sabía bien cómo eran las hayas,
sólo recordaba que eran árboles grandes, y en el bosque había ma cantidad de árboles
altos.
De repente algo empezó a tronar y a resoplar sobre su cabeza. Se echó al suelo
aterrorizado y algo pasó casi rozando sus cabellos.
—¡Caramba! ¡Fue una cometa! — gritó Andrés sorprendido—. Estoy seguro de que
era una cometa.
—¿Acaso iba a ser un petirrojo? preguntó una voz malhumorada debajo de su
barbilla—. Y a propósito, ¿piensas pasarte el día acostado encima de mí?
—Oh, discúlpame —dijo Andrés avergonzado y se puso de pie rápidamente.
Al tumbarse al suelo había caí sobre un conejo. El conejito también se incorporó y
estiró sus orejas que estaban un poco arrugadas.
—Discúlpame —volvió a decir An-. drés—. Pensé que esa cosa era un
cazabombardero.
—¿Un caza-liebres? —gritó el conejo y se puso blanco del puro susto—. ¿Dónde está
el caza-liebres?
—No, un cazabombardero —dijo Andrés tranquilizándolo.
—De todos modos un caza... — gritó el conejo irritado.
—¡No, no! Yo me refiero a un avión —le explicó Andrés.
—¿Un ave qué? —preguntó el conejo sorprendido.
—¡Un avión!
El conejo agitó la cabeza.
—Ave y avío significan algo y tam-
*n avispero; pero avión no existe
- -dijo el animalito muy convencido—. ¡Deja
de decir tonterías!
—¡Claro que existe! —dijo Andrés
ofendido—. Lo puedes leer en cualquier libro.
—Otra vez estás diciendo tonterías —dijo el
conejo en tono arrogante—.
No deberías perder el tiempo sino aprender que no se dice «agüelo» sino
«abuelo». Tampoco se dice «haiga», sino «haya».
—¿Haya? —gritó Andrés—. ¿Sabes cómo es un haya?
—Ese árbol de ahí eri frente es un haya —explicó el conejo y señaló un
árbol con su oreja derecha—. Esa es un haya bien grande.
—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! — exclamó Andrés, dejó plantado al
sorprendido conejo y se dirigió a toda carrera hacia el árbol.
No había llegado al árbol cuando oyó que alguien lo llamaba. Poco
después se encontraba ya bajo el árbol y contemplaba a Guillo y a
Margarita sentados sobre una rama inmensa.
—¡Guillo, Margarita! ¡Qué bueno que los encuentro! —gritó Andrés
dichoso—. ¿Cómo llegaron hasta allá, tan arriba?
—El ciervo se detuvo aquí, debajo de este árbol y nosotros logramos
tre-
pamos rápidamente a la rama —le contó Guillo—. Pero ahora no pode-
mos bajar.
—¡Es demasiado alta! —dijo Margarita en tono de queja.
Andrés se apoyó en el tronco y les dio ánimos a los dos, hasta que se
atrevieron a bajar. Con mucho cuidado Guillo se trepó sobre los hom-
bros de Andrés y de allí saltó al suelo. Margarita lo siguió e hizo lo
mismo.
Cuando todos estuvieron bajo el ár

bol, se abrazaron, felices.


CAPITULO VIH

LÜJA ______________
EL REGRESO

—Y ahora, vámonos rápido a casa —dijo Margarita—. Ya es hora.


Los tres atravesaron nuevamente el bosque y treparon la colina.
En la cima se detuvieron un momento para mirar atrás.
Abajo, sobre la gran pradera, pacía un rebaño de ovejas.
—¡Vamos! ¡Apostemos una carrera! —exclamó Andrés—. ¡A ver
quién llega primero adonde las ovejas!
Esta vez partieron los tres al mismo
tiempo, pero pronto los pasos de Guillo se tomaron cada vez más largos
y llegó a la meta con una gran ventaja sobre los dos niños.
—¡Eh, Guillo, eso no se vale! —gritó Andrés—. ¡Te estás volviendo
cada vez más grande!
—Sí, mi chaqueta me vuelve a quedar buena —dijo Guillermo-papá
sorprendido.
—Justo en este sitio, te empequeñeciste cuando íbamos a la colina —
recordó Margarita.
—¡Y ahora vuelves a ser grande, papá!
¡Y qué bueno fue que el padre recuperara su antigua estatura pues el
rebaño de ovejas era muy numeroso! El padre tuvo que apartar cada
animal con mucho esfuerzo para que él y sus dos hijos pudieran pasar.
Finalmente dejaron atrás el rebaño.
—Sí, pero... ¿dónde está la puerta ahora? —preguntó Margarita y miró
a su alrededor como buscando algo.
—Tenemos que buscar el montón de hierba —dijo el padre con
mucha seguridad.
Pero no lo pudieron encontrar.
—¡Las ovejas! ¡Las tontas ovejas se tragaron nuestra hierba! —gritó
Andrés enojado—. Ahora ya no podremos regresar a casa.
Y por más que buscaron no vieron sino prado y délo azul.
—Yo no quiero quedarme aquí para siempre —decía Andrés
lloriqueando—. Yo quiero...
En ese instante se abrió un rectángulo en el cielo azul, exactamente en
el sitio en donde se tocaban el firmamento y la pradera, y la madre sacó
su cabeza por la rendija.
—¡Ah,, qué bueno que están aquí! Precisamente en este momento iba
a llamarlos —dijo—. Entren pronto que la comida ya está lista.
Cruzaron la puerta y se encontraron nuevamente en el desván.
La madre cerró la puerta tras ellos.
El padre, la madre, Margarita y Andrés bajaron la escalera. En toda la
casa se sentía el suculento aroma de pollo asado recién hecho.

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