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Matemáticas avanzadas y aplicadas (a la realidad)

Por Ángela Álvarez Vélez

En el colegio sufrí mucho con los números. Nunca fuimos muy amigos que digamos. Las
tablas de multiplicar, por ejemplo, me costaron mucho. El ritmo me lo aprendí ahí mismo,
pero la letra casi no me entra. Mientras las demás cantaban “dos por dos es cuatro, cuatro y
dos son seis”, yo sólo tarareaba y aplaudía. Y el álgebra... hasta hoy sostenemos mis
hermanas y yo que los autores de libros de ejercicios de algebra, trigonometría y cálculo
fueron niños rechazados por la sociedad que emplearon la imprenta como venganza contra
los hijos de quienes les pegaron en el patio del colegio. Mi padre, orgulloso de ser ingeniero
y convencido de que lo que no se puede expresar mediante una fórmula no existe, me
intentó explicar con un sinfín de metáforas, símiles y comparaciones, pero en lugar de ello
logró que me gustara el español y la literatura. Elegí profesionalmente el camino de las
letras convencida de que nunca más tendría que enfrentarme al bochorno de admitir que
alguna vez creí que los números imaginarios eran algo así como veinticatorce o
treintaicuatroscientos o que el primer día de clase de cálculo en la Universidad empecé a
correr mi pupitre cuando el profesor dijo que íbamos a integrar porque yo entendí que
íbamos a integrarnos, es decir, hacer una actividad en la que cada uno decía su nombre y
qué esperaba aprender de la materia. En fin, pensé que esos días estaban en el pasado y me
había entregado al dolor de nunca entender qué eran números imaginarios y reales.

Eso fue la semana pasada. Esta semana me tocó supervisar la obra de remodelación de un
local que estamos alquilando mis hermanas y yo. Todo tiene sentido ahora. Mi vida ha
cambiado. Ya sé cuál es la diferencia entre los números reales y los números imaginarios.
Permítanme recitar la lección: para los que no lo saben, los números imaginarios son los
que aparecen en las cotizaciones de los maestros de obra y en las cartas de los restaurantes.
Los números reales son los que aparecen en las facturas y en las cuentas de cobro.

Por ejemplo, cuando un obrero dice que con 150 mil pesos es suficiente para levantar y
resanar una pared, ese es un número imaginario. El número real es que el aparece dos días
más tarde y es cuatro veces superior. Tampoco los números que aparecen en las etiquetas
de la ropa son reales. Esos son imaginarios y se vuelven reales después de que pasan por el
lector del código de barras y se les suma el IVA. Lo mismo sucede con el salario. Lo que a
uno le dicen que le pagan es un número imaginario; los números reales son los que
aparecen en los extractos de la tarjeta de crédito y en las facturas de los servicios públicos.
Cifras relacionadas con bonos, pensiones, cesantías, vacaciones y comisiones son
imaginarios, mientras que las que están relacionadas con impuestos, descuentos por
nómina, cuatro por mil, ajuste de divisas y multas son todos reales. Otros números
imaginarios incluyen el peso, la edad y la estatura de la mayoría de las mujeres y cifras
relativas a los ingresos, las ex novias y las dimensiones de la mayoría de los caballeros. Los
tiempos y tarifas manejados por las aerolíneas, los bancos, los plomeros, los abogados, los
mecánicos, los ingenieros de sistemas y los peluqueros tampoco son reales. Tengan cuidado
y no se dejen confundir. Si la frase empieza con “tranquila monita que ese ruido en el motor
no es nada. Eso se le entrega el carro esta misma tarde y le vale como 20 mil pesitos el
arreglo” o “sí niña, ese tubo se le cambia en media hora y vale diez mil pesos” y hasta
“claro que hay cupo en el avión de las 7”, todo lo que acaba de oír es imaginario.
En una próxima edición, hablaré de un tipo de números que casi nunca enseñan en los
colegios o en las universidades: los números oníricos, es decir, los que sólo son reales en
tus sueños (tus medidas, lo que vas a adelgazar en esta dieta, cuántas canas tienes, etc.)

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