Vous êtes sur la page 1sur 59

A LA VISTA

DE LOS
CIEGOS
DEIBIS D. AMAYA
A la vista de los
ciegos

Deibis D. Amaya
“La guajira es una dama reclinada
Bañada por las aguas del caribe inmenso
Y lleva con orgullo en sus entrañas
Sus riquezas guardadas
Orgullo pa mi pueblo”

(La Dama Guajira, Hernando Marín)


“A Rosario, la diminuta mujer
que se hizo inolvidable. Edinson, el único
noctámbulo que conozco y Pablo A., el abuelo
inmortal”
Prólogo

A la vista de los ciegos surge luego un trasegar


inevitable a través de mi memoria, de los primeros
años que estuve deambulando en Valledupar entre
el apetito voraz de leer libros y el arduo afán de
conseguir buenas notas en la universidad. Relatos
fabricados con la benevolencia minuciosa de un
relojero suizo. Uno a uno fueron apareciéndose en la
medida que maduraba el oficio de escribir. Historias
prestadas o historias sin dueño, que ahogaban mi
cabeza en las noches de insomnio y de café
humeante. Recuerdos que revoloteaban sobre mí
como pájaros moribundos y se precipitaban sobre la
ventana hasta reventarse, cayendo sobre las hojas
que aguardaban en el escritorio. Al final terminé
recopilándolas con el fin de leerlas algún día cuando
tenga el tiempo necesario de explicarme algunas
cosas de mi mismo. A la vista de los ciegos es algo
de mí y nada de mí, la apelación inmediata de un
prisionero que asiste a su propio funeral antes de
morir.
El escritor

Quiso escribir sobre su vida. De las peripecias


acostumbradas para enfrentarse al caos de un
mundo tan hostil como su propia alma. Durante 10
minutos estuvo sorteando palabras sobre la hoja en
blanco. Tachando, escribiendo, borrando y
reescribiendo en miles de formas, la misma frase
que reventaba su cabeza desde hacía muchas
noches. Necesitaba la dignidad que había perdido
en un juego de azar. La nostalgia que doblegaba sus
coyunturas nuevamente reiteraron la condición de su
destino. Malditos colores que hinchaban esa
habitación, tres veces malditos los sonidos de la
noche sempiterna que se prostituía en los oscuros
rincones de la avenida por varios billetes indignados.
Muy pronto, la sensación de escribir su propia
historia terminó desajustando sus recuerdos más
claros. Una playa distante bajo el fuerte sol, un
oleaje infinito que rejuvenecía miles de veces y un
julio sediento, muriéndose en medio del desierto. El
escritor de mierda, sin imaginación, sin palabras,
frente a frente con la hoja en blanco, enfermó esa

6
noche. Cayó en el suelo de repente. Su caída lenta,
describía momento a momento, cada segundo que
había logrado capturar del tiempo. Otros recuerdos
fugaces, otros relámpagos de conciencia. La brisa
que se logró filtrar por la ventana, deambuló en la
habitación. Acarició el cuadro de su madre muerta y
el portarretrato de su abuelo olvidado en la tumba
sin flores. Giró y tropezó con la lámpara intermitente.
Luego rebotó y golpeó la hoja en blanco. La hoja
cedió sus impulsos y su rebeldía para caer
finalmente después de un vuelo profético. Aterrizó
en su rostro. Nadie imaginaba que aquel escritor
yacía retorciéndose en el piso con espuma blanca
en la boca. En esa habitación de amores mezclados
y sueños de otros abandonados en las esquinas, la
esencia del alma buscaba la rutina para aferrarse
nuevamente. Sin amor soslayo, aquel escritor
trataba de escribir la historia de dos amantes que
nunca pudieron encontrarse una noche. De eso
quiso escribir. De ella, de su cabello ondulado, sus
labios gruesos, del lunar mágico que aparecía en
varios lugares de su cuerpo. De él, de sus ojos
tristes, de su orfandad sublime, de su capacidad
7
para escabullirse de sí mismo. De aquel recóndito
espacio que se alquila para amar por horas. Las
ventanas soldadas a su memoria y el horror de las
manecillas del reloj. Miles de historias quedaron en
sus bolsillos. Maldito aquel escritor que olvidó sus
fármacos en la primera gaveta. Mil veces maldita la
idea aferrarse a una historia que nunca publicarían
en ninguna editorial. Quizás mañana incluya esto en
algo que intente escribir.

8
Sueños de noctambulo

Edinson tuvo el mismo sueño otra vez. El mismo


sueño virgen y denso que lo habría de perseguir
toda su vida. En el sueño, frecuentaba un sitio
lúgubre donde bailaban discos olvidados. Donde
había personas que coincidían de otros sueños y
llegaban por equivocación prematura o
sencillamente porque así lo deseaban. Parejas
clandestinas que no podían amarse en la realidad,
se encontraban en ese sitio para ser felices por un
rato. Era un pequeño bar improvisado debajo de
palmeras eternas, sin geografía ni origen. Un pedazo
de relieve furtivo hinchazado en la vértebra principal
de un trópico inverosímil. Había sillas desperdigadas
y más allá estaba el mar, aguardando su muerte
como un moribundo apasionado en el mismo sitio
donde le había tocado la suerte de vivir. Allí la
conoció Edinson por primera vez. Sentada con las
piernas cruzadas, observando la hilera de bombillos
azotados por el viento. Desde lejos la contempló por
sueños enteros. Era una mujer de ojos desorbitados
y siempre llevaba un cigarrillo en su boca. Tenía el

9
cabello huérfano y solo se limitaba a las señales
cuando necesitaba algo del dueño del
establecimiento. Cuando despertaba del letargo,
Edinson maldecía en silencio la mínima posibilidad
de acercarse a ella y preguntarle su nombre.
Añoraba que la noche fuese infinita para nunca
despertar de sus sueños de noctambulo y siempre
tener la posibilidad furtiva de contemplar en silencio
a esa mujer que jamás había visto en su vida. Sin
embargo, la noche agobiada por la vigilia milenaria,
cedía el imperio al día cada mañana y Edinson
despertaba arañando en el aire esa fragancia de
cerezas que lograba capturar de ella mientras
dormía. Muy pronto su cordura no encontró fuerzas
ni motivos para prevalecer ante el tiempo. Algunos lo
vieron escribiendo en el aire y haciendo figuras
indescriptibles en la arena. Lo vieron hablando con
el viento, descalzo, sin camisa. Cantando poemas en
lenguas divinas a la espera de una noche longeva
que llegaba al puerto todos los días. Transcurrió el
tiempo y Edinson terminó envejeciendo. Su alma
sufrió un colapso fortuito y finalmente se extravió en
esa imaginación de niño que no logró abandonar en
10
el pasado. Miles de veces, coincidió con ella en sus
sueños. Miles de veces quiso ofrecerle un poco de
ese fiel amor que llevaba en los bolsillos y en las
manos. Pero el valor se le escapaba de las piernas
al levantarse de la silla. Practicó frente al espejo un
posible dialogo con ella en millones de
oportunidades y en uno de esos le expresaba por
cuanto tiempo había amado en silencio su silencio.
Cuantas eternidades había amado la manera como
cruzaba las piernas y como su cabello se movía por
la brisa. Le confesó también como hubiese deseado
morder sin permiso esos labios gruesos que solo se
despegaban el uno del otro cuando expulsaba aros
de humos por el cigarrillo. Una noche, desventurado
y flagelado por la intemperie del olvido, tomó tres
cervezas de una sola bocanada y caminó hacia ella
sin perderla de vista. Se puso frente a ella y la miró
fijamente como un hombre. Ella no se inmutó.
Parecía olvidada, lúgubre. Lo miró con cariño y soltó
una risa tierna.

11
“De manera que tú eres quien me observa en todos
mis sueños”- le dijo. Edinson se sonrojó, pero se
mantuvo firme.

“No solo la he observado” – le dijo- también la he


amado”. Ella río.

“Invítame una cerveza guapo- dijo.- muy pronto


despertaré y otra vez habrás desperdiciado tu
oportunidad”. Edinson se apresuró a preguntarle su
nombre.

Ella se hizo un moño en el pelo con un palito chino y


se acomodó en el asiento de madera. En ese
momento Edinson despertó picado por un alacrán.

"o r s a o i r" - Balbuceó.

12
El mejor bar del mundo

La última vez que la vieron con vida tomaba una


copa de brandy en el bar del viudo Rupert. Eran la
1:30 a.m. estaba sola como siempre, sentada en
frente a la barra siguiendo con la mirada cada
movimiento de Rupert cuando servía tragos a los
pocos ebrios que aún estaban en el lugar. Rupert, el
dueño del Bar, un hombre de carácter utópico y de
voluntad trascendental, parecía una hormiga
elástica, moviéndose de un lado hacia el otro sin
perder el equilibrio como un atleta saltando
obstáculos. Ella conocía a Rupert desde la
universidad, cuando alguien se lo presento una
noche de copas y le dijo que tenía un bar, el mejor
bar del mundo. Desde entonces cada viernes lo
visitaba y terminaba emborrachándose hasta perder
el sentido. Cuando encontraron el cuerpo sin vida de
Divinne en un estacionamiento abandonado, llevaba
un traje rojo de encajes y los mismos tacones altos
de siempre. Parecía un muerto lejano de esos que
suelen nunca recordarse. Un recuerdo encarcelado
en la esencia del olvido. Pero Lo que más recordó

13
Rupert cuando la policía lo interrogo la mañana
siguiente, fue esa apariencia febril que Divinne
llevaba en el rostro todos los viernes desde que
frecuentaba su establecimiento. La misma apariencia
distante y lúgubre que Rupert reconoció en su rostro
cuando vio su cadáver.

Desde que la conozco solo venía a mi bar y tomaba


–dijo Rupert a la policía, con nostalgia, como
narrando un sueño.- siempre estaba sola. Siempre
venia sola. Se sentaba en el mismo lugar y hablaba
de cosas. De su tedioso empleo, de amores
imposibles, de la familia que nunca tuvo y de ella. En
realidad, era algo abstracta e indescifrable. La única
noción de locura que Recuerdo, fue una vez que se
trepo en la barra y de repente empezó a
desnudarse. Todos gritaban enardecidos. Pero yo
mismo la tome de la mano y la baje de allí. Nunca
más volvió a hacerlo. Desde allí nunca más me vio
como Rupert el dueño del Bar, sino como Rupert su
único amigo.

Divinne trabajaba en la oficina de correos estatal. No


tenía amigos y de su familia se sabía muy poco.
14
Vivía en el centro de la ciudad. Una apartamento
modesto, sin jardín y sin terraza pero de
habitaciones amplias. No tenía muebles y tampoco
mascotas. También se supo que había nacido en un
pequeño pueblo del trópico, en Suramérica. Un lugar
apartado de geografía inhóspita con un rio sin
destino, varias casas uniformes y una escuela de
alumnos con futuros prominentes. Como todos, vino
a la ciudad para escaparse de algo, para
encontrarse consigo misma. Era una latina de
caderas prominentes, andar ligero y espíritu voraz
que mostraba pasión por los aspectos más básicos
del ser humano. Esa precisamente fue la razón por
la cual Rupert sintió esa conexión natural con ella
desde el primer momento. Esa complicidad inocente
de dos almas que están destinadas a tropezarse en
algún tramo de la vida. Sin embargo, Divinne
siempre tuvo muchas otras cosas en que pensar y el
viudo Rupert prefirió mantenerse tal cual como
estaba. Un hombre sin un pasado que contar,
sosegado en una realidad acorazada de recuerdos y
sueños sin esperanza. Ese día en la jefatura, echo
de menos a Divinne y la siguió extrañando todos los
15
viernes en la noche. Cuando se instalaba frente a la
barra en silencio con el mentón apoyado en los
puños, y decía bromeando que su bar dejaría de ser
el mejor del mundo cuando ella no existiera. Y
Rupert reía como un niño. Ella soltaba una carcajada
trepidante.

El viudo Rupert no durmió las noches siguientes. Y


una semana después, se propuso hallar un culpable.
Así que recreó ese viernes en la madrugada. Palmo
a palmo, minuto a minuto, con la tenacidad de un
relojero suizo. Esa noche cerró temprano el bar. A
las 12:00 a.m. despidió a los últimos clientes ebrios.
Divinne, más opaca e irreal apareció en sentada en
la barra y hablo a su oído.

Necesitaras más que tu instinto- susurró en su oído.


– ¿cómo se puede encontrar a alguien que nunca ha
existido? Rupert se estremeció. Un frío metálico
sacudió el aire. Realmente Divinne nunca existió.

Más tarde, Rupert despertó en la misma camilla del


hospital psiquiátrico en donde permanecía recluido

16
por demencia desde hacía 10 años luego de
asesinar a Divinne, su esposa.

17
Génesis

A través de tu oído encuentra cabida. Es un mínimo


soplo que se agudiza y penetra como alfiler. Dice tu
nombre extasiado. Te repite intensamente en ciclos
que enumera del 1 al 10. Desea estar dentro de ti.
Desea ser parte tuya como otro órgano más, como
otra vertebra. Al parecer tienes una memoria opaca y
muchos recuerdos que naufragan sin rumbo.

No recuerdas ni el más mínimo detalle. Pareces


superflua, inmersa tanto en ti. Recuérdame. Soy yo.
Cierra los ojos y ahonda un poco más en tu mundo
imaginario. Algo debe haber en esa cabeza de
piedra, sin fe. Algo real puedes notar. No todo es
invención. Eso que escuchas soy realmente yo. Pero
ni siquiera te inmutas. Me recuerdas el génesis.
Sosegado pero igualmente hábil para saltar al
precipicio. Estaré aquí en silencio por muchos años.
Quizás escuches cuando repita tu nombre, pero no
será mi voz.

18
Necesito pensarte

Aquel hombre pensó que podría desacostumbrarse


a lo acostumbrado. Su imaginación sirvió de
equipaje y el ímpetu de las mil plagas que
enfermaban su estómago desde que emprendió la
travesía, fueron útiles linderos para demarcar el
camino en las noches desesperadas de abril. En
algún momento la incertidumbre logró abatir su
determinación y pensó en la probabilidad de acertar
en lo improbable.

Exactamente en ese espacio de letargo que


inundaba todo el universo, tuvo la sensación de
haber vivido por mucho tiempo en un sueño denso y
hostil como un niño oculto en la trinchera de alguna
pesadilla. Apesadumbrado por la nostalgia de
aquellos años otoñales y la eterna primavera que
compartía sus secretos inverosímiles con las flores
recientes, auscultó la memoria intentando extraer
alguna minúscula razón que pudiese inyectarle
pasión a su rutina. Pero no fue así. Estuvo perdido
por años de si mismo, dando vueltas sobre un
mismo eje, sustituyéndose miles de veces, en
19
formas y colores distintos. Recordaba el aroma de
aquellos ojos que había contemplado miles de veces
en silencio. La textura de su piel húmeda después
de amarse como si fuese la determinación del
mismísimo Dios en el último día de un simple
mortal. De esos tiempos los recuerdos se
condenaban al desacierto de un amor infinito y a la
improbabilidad de promesas incumplidas. Recuerdos
alucinantes y desperdigados como burbujas de
silencio, se reventaban en la ventana intentando huir
de aquel mundo oscuro y frívolo en el cual se había
convertido su corazón. Allí lo encontré muchas
veces, sentado a un lado de la cama con la mirada
fija en la ventana cerrada. Superfluo, indiferente al
mundo que afuera giraba con amargura y desamor.
Abría la ventana y luego me sentaba a su lado.
Hablaba por horas de cosas que podrían interesarle
y las palabras se desvanecían segundos después en
el ruido desesperado de las aspas del ventilador y
los tornillos afanados por desatornillarse del metal
oxidado.

20
Meses después de mi última visita, encontré a un
hombre perdido en la conciencia habitual de un ser
que ha dejado de vivir una vida. Llevaba una barba
espesa sin afeitar y las uñas largas como un brujo
medieval. Permanecía en la misma ubicación de la
cama, arraigado como un animal de hierro,
impregnado de una sustancia tópica que muchos
llaman nostalgia. Un día no pude visitarlo más. Pero
lo imaginaba en el mismo lugar de la cama con sus
ojos fijos a la ventana sin abrir. Amando un amor que
había dejado de ser suyo y echando de menos los
recuerdos fugaces que sin saberlo aun guardaba en
el bolsillo del pantalón. “Necesito pensarte”, lo
escuché decir muchas veces en sus últimos intentos
de cordura. Supe de su muerte en un septiembre
inevitable. Justamente en la prensa, cuando alguien
conocido publicó la noticia, básicamente, por la
miserable satisfacción de poder explicar al mundo
como un loco poeta termina perdiendo la razón al
escribir un historia que quizás nadie lea.

21
Taza de canela

Eduviges no pudo dormir esa noche tampoco.


Agobiada hasta los huesos, completaba varios
meses experimentando hormigas en los ojos y la
sensación de estar dormida había dejado de
producirle el mismo asombro que antes. Sin
embargo, nuevamente tuvo absoluta confianza en la
sabiduría de su madre muerta y preparó por
milésima vez la misma cocción de canela de todas
las noches. Luego sirvió una taza caliente y la ingirió
en sorbos lentos mientras imaginaba episodios
irreales del pasado que hubiese deseado haber
vivido a plenitud para disfrutar al menos de algunos
recuerdos felices a sus 48 años.

Al terminar el último sorbo, siguió esperando el


momento exacto en que sus ojos terminaran la vigilia
de una vez por todas. Pero no sucedió. Otra vez, la
noche helada transcurrió frente a sus ojos
impregnándole la piel de una viscosa nostalgia.
Entonces tuvo varias ráfagas de conciencia esa
noche. Pensó en sus años de luz, agobiada por una
juventud inmortal que perdía vigor con el tiempo y la
22
ubicaba en algún lugar de la memoria que no
descifraba totalmente. Sintió que sus huesos
flotaban dentro de ella y un sabor sin sabor en la
lengua. Caminó a la cocina, sirvió con agonía otra
taza de canela y se recostó en una mecedora con
los pies puestos en otra silla.

La peste de las hormigas en sus ojos la había


contraído en su último viaje a Venezuela. En esa
ocasión, obligada más por una decisión moral que
consanguínea, asistió al funeral de una hermana
paterna a quien nunca conoció y de quien muy poco
supo hasta ese día. Cuando notó en ese cuerpo
apesadumbrado, instalado con tanto régimen y
dedicación dentro ese ataúd, vio tantos rasgos
familiares juntos que fuese imposible negar algún
parentesco a simple vista. El segundo día, cuando
el obispo local rezaba la oración acostumbrada,
azotado por los mosquitos y el humo agobiante de
las velas, alguien del tumulto se acercó por detrás y
le advirtió algo sobre los ojos, pero ella no
comprendió.

23
“Los ojos!” – murmuró con angustia una voz
famélica. Ella volteó y escuchó la misma voz
moribunda de lado contrario. Volteó y no vio ningún
rostro familiar entre la muchedumbre.

Que pasa con mis ojos?- Preguntó.

Son muy bonitos – dijo otra voz- es una pena que los
cierres para dormir. Si yo tuviera esos ojos soñaría
despierta.

Entonces frotó su rostro varias veces y desde esa


misma noche no pudo conciliar el sueño.

Los primeros días con la enfermedad fueron menos


insoportables. Dormía con regularidad aunque en
sueños breves y livianos. La despertaba el mínimo
ruido de un insecto tratando de traspasar la frontera
del viento y hasta un simple pensamiento buscando
asidero en la memoria. Tuvo que reorganizar su
rutina en varias ocasiones y las noches silenciosas
las utilizaba para terminar las actividades que habían
quedado incompletas en el día. Cuando llegaron las
hormigas a sus ojos todo empeoró. Pasaba horas
enteras inventando brebajes que luego ingería en las
24
noches. Renegaba de aquel maldito día en que su
papá había engendrado a una hija a la que nunca
reconoció como suya y del día en que viajó al
funeral de una hermana lejana a la que nunca pudo
conocer.

Un día de esos, después de muchos años de haber


llevado el último ramo de flores vírgenes a la tumba
de su madre, ella apareció en la cocina
asombrosamente espectral y triste, justo en el
momento en que Eduviges pensaba sacarse los ojos
con un cuchillo.

Hija de Dios – Exclamó y se llevó las manos a la


cabeza – Vas a enfurecer a las ánimas!

Las ánimas no han hecho nada bueno por mí - Dijo


sin inmutarse – Me importa una mierda si se
enfurecen conmigo. En esa oportunidad su madre
muerta logró convencerla de las consecuencias de
tomar decisiones aceleradas y con la sangre
caliente. Su madre, quien en alguna oportunidad
enfermó de lo mismo cuando era niña, no recordaba
en que momento ni como había logrado reponerse a

25
la peste de las hormigas en los ojos. Sin embargo,
fue muy enfática al prevenirla sobre la mala
reputación que tenían los ciegos en el reino de los
muertos.

Sin ojos no podrás ver el paraíso- le dijo.

Muerta no los necesito – la contradijo Eduviges.

Eso crees tú – corrigió – en la eternidad el uso de


ellos es indispensable. Eduviges se encogió de
hombros. Para una mujer como ella, acostumbrada
toda su vida a ceñirse fielmente a sus propias
determinaciones, la idea de depender de otros
nunca había generado en ella tanta inconformidad
como en ese momento. Desde esa noche, nunca
más intentó sacarse los ojos.

Así transcurrieron los meses. Eduviges por su parte,


intentaba adaptarse a una vida austera, durmiendo
ocasionalmente de día en porciones de minutos
cuando las hormigas permitían una tregua. Por su
parte, su madre muerta de vez en cuando aparecía
en la cocina para prepararse una taza de canela y
para desacomodar y nuevamente acomodar los
26
utensilios que Eduviges había organizado la noche
anterior.

Al contrario de lo que muchos pensarían, morir tiene


algo de dignidad y felicidad – Confesó su madre
muerta mientras brillaba un caldero con la misma
pasión que hablaba. - es como volver a vivir pero sin
hacerlo. Eduviges tomaba una taza de canela a
sorbos cortos. Desde el patio, un sublime olor a
vegetación reciente hacía flotar la casa sobre el
suelo.

La vida puede llegar a ser tan miserable como morir


– dijo – pero nunca tan digna y placentera si no
puedes disfrutar de los detalles más simples del ser
humano, como dormir por ejemplo. Su madre muerta
asintió con la cabeza.

Con la razón no se puede pelear-dijo

Eduviges sonrío. Coincidieron en el mismo ángulo


visual y sus ojos terminaron frente a frente.

Exacto – dijeron al unísono. Rieron.

27
Por favor haz algo por tu madre muerta – dijo-
sírveme otra taza de canela.

28
Gatos azules

El señor que repartía la correspondencia llegó ese


día a las 9:00 a.m. al vecindario como de costumbre.
Era un hombre hábil en sortear situaciones
imprevistas y esa mañana inexacta tuvo la sensación
de haber vivido tan poco para todos los años que
lograba reunir en el calendario. Su vocación
aprendida en llevar buenas y malas noticias a
personas que no hubiese querido conocer, lo habían
convertido finalmente en un ser abstracto y triste. Un
ser frívolo de espíritu afable con una rara sensación
en las manos que le restaba firmeza para manipular
y sostener los objetos. Y en efecto, su postura
frente a las situaciones extrañas simplemente no le
merecía más atención que sus sueños reprimidos y
la valentía para asumir, como una costumbre
milenaria, esa tosca capacidad de vivir y de
adaptarse a las improbabilidades de la memoria. Por
eso ese mañana, cuando vio el primer gato azul
trepado en el tejado de una casa, mirándolo
fijamente, como estudiando la geografía ligera que
trazaban sus pies, pensó en todo menos en que el

29
destino le estuviera jugando una broma
desafortunada. Además, para esas alturas de sus
años, había decidido abandonar la fe en las
coincidencias y la férrea devoción que le tenía a la
imaginación. En ese momento observó el reloj y se
sintió perdido en el horror de las manecillas
marcando las 9:00 a.m. Parecía que el tiempo se
hubiese detenido en ese frágil marasmo de la
mañana; congelado en el día como una pluma
ingrávida que nunca cae al piso pero tampoco
avanza en ninguna dirección. Al finalizar la cuadra,
se había ocupado tanto en su empresa que ni
siquiera recordaba el extraño suceso del gato azul y
sus ojos fijos en él. Sin embargo, más adelante al
cruzar la esquina vió más gatos azules atiborrados
en los tejados de otras casas y entonces tuvo
realmente conciencia de lo que estaba pasando.

“Mierda, hoy es el día de los gatos azules”- dijo


mientras trataba fallidamente de espantarlos con los
pies. En ese instante, recordó a su madre muerta
caminando hacia la cocina en busca de agua fría
para remojar un paño, una noche que deliraba de

30
fiebre. Tuvo varios relámpagos de conciencia por
varios segundos y rápidamente sintió un enorme
vacío en el estómago.

Esa noche de fiebre ininterrumpida vio por primera


vez un gato azul. Un gato espectral de ojos grandes
y amarillos que lo auscultaba sin parpadear desde la
mesa rustica donde la lámpara de queroseno
esparcía una luz endeble a toda la habitación. Para
entonces solo era un niño asmático que sufría en
carne propia la maldición de enfermarse por el
exceso de afecto matriarcal. De esa noche milenaria
e inmemorable no se acordaba ahora. Mucho menos
de su madre muerta ni de las últimas flores que llevo
a su tumba, ni de su rostro dorado por la luz
acercándose al suyo para susurrarle canciones en
lengua ancestral y mucho menos de los recuerdos
ajenos tratando de escaparse del cementerio en las
noches de octubre. Aquella fiebre infinita y tardía
llegaba cada año a su ventana, proveniente del
norte, más allá del mar asiduo que intenta perderse
en otros mares universales y donde los náufragos
morían de felicidad y la brisa por fin era libre.

31
Revoloteando se agolpaba en los cristales hasta que
una fuerza invisible la empujaba hacia dentro, se
filtraba por cualquier hendija y terminaba
incrustándose, a través de la piel, en sus huérfanos
pulmones.

Cuando el reloj marcó las 9:30 a.m la cantidad de


gatos azules fueron tantos que debía abrirse paso
en la acera con un improvisado bordón de madera
seca. Entonces sintió en carne propia el peso de
miles de ojos amarillos que lo contemplaban en
silencio desde los tejados antiguos y los arboles
otoñales, desde las cercas desvencijadas de lotes
baldíos, los césped recién cortados y los jardines
colgantes. Nuevamente recordó a su madre. La vió
traslucida en medio de sus recuerdos más ínfimos.
Instalada en algún lugar de su olvido, le hablaba de
ese dolor que aun después de muerta sentía en sus
piernas y de ese descomunal vacío que sentía en el
alma. Habló de los domingos eternos en el
cementerio y del calor mordaz que experimentaba en
agosto. Cuando ya no pudo caminar por la multitud
de gatos enmarañados unos con otros, se sintió

32
desolado. Perdió el vigor en las piernas y la
constancia de los humanos vivos y finalmente cayo
de bruces contra el suelo en una caída lenta.

“Gatos azules” – dijo.

Cuando abrió los ojos su madre muerta estaba cerca


de su rostro, observándolo fijamente con esos ojos
amarillos y por primera vez escuchó ese espectral
ronquido en su corazón.

33
Una vez te soñé

Esta noche respiro nuevamente tu aire. Respiro ese


aroma inmortal que contamina todo. Ese tipo de
oxigeno que conocía sin saber que existía en algún
lugar del universo y que al poco tiempo, terminó
inundando como un diluvio profético cada espacio en
donde tránsito. Muero de vida al palparte sin tocarte,
al respirarte a fondo cuando coincidimos en algún
sueño de los ángeles. Llevo años persiguiéndote en
la misma historia frívola del tiempo que nos hizo
encontrar una noche mientras dormía. Como esa
noche, han llovido miles de noches iguales sobre mí.
Y es la misma esencia de manzana virgen
atravesándome los pulmones, el mismo cielo
huérfano sobreviviendo a su manera y el mismo
noviembre fugaz que suicida sus pecados en un bar
de silencios rotos.

34
El tiempo envejece

Ni siquiera el tiempo pudo escaparse a la longevidad


de los años. Una mañana como todas, inmóvil en la
cama, con los brazos extendidos y los ojos fijos en
ningún lugar, pensó en esa juventud que en ese
instante transcendental de la historia habían dejado
de recordar sus arterias y las coyunturas que
empalmaban cada partícula de su cuerpo; en ese
tramo de luz que en otros años más lúcidos
terminaban endureciendo esa extraña voluntad
genética que también poseen los seres humanos
para desobedecerse así mismos.

Por horas, estuvo flotando en la penumbra del


corredor que se extendía hasta el segundo patio,
buscando asidero en las paredes invisibles como un
moribundo ciego, hasta que finalmente se sintió
abandonada en el tumulto de ciudades inmemoriales
instaladas en sus recuerdos, quebrada como sueño
febril que cumple condena perpetua en una mente
sin imaginación. Como una tormenta intempestiva, el
letargo voraz de los años inundó toda esa esencia
que conocía de primera mano. Sin embargo, no era
35
la primera vez que ese sentimiento de orfandad
inminente atravesaba como un relámpago repentino
sus frivolidades más básicas. En otras épocas,
cuando el mundo enfermaba de juventud y las cosas
carecían pocas veces de algún tipo de vigor, se
encontró en varias oportunidades deambulando
entre fantasías irrelevantes, que solo podrían existir
en su cabeza, y el síndrome tópico de vivir. De
modo, que la sutil efervescencia de los años
transcurridos, en ese preciso momento, no fueron
tan ajenos a la crudeza de su memoria y a la lealtad
de ese corazón que le hacía cada vez más humana
y real que otras veces. Se incorporó, lavó sus
dientes y se preparó una taza de café. Luego se
sentó en la mecedora y se cubrió con una manta de
pies a cabeza a causa del frío. Sorbió varias veces el
líquido humeante, mientras el sol temeroso
consolidaba sus primeros dominios del día. Estuvo
atenta a las aves que aparecían y desaparecían una
y otra vez, revoloteando y girando, atravesando las
nubes grises del cielo. Observó la eterna cumbre
de las montañas nevadas y al preciso verde que
burlaba nuevamente la fiebre del invierno. Subió los
36
pies e impulsó su cuerpo para balancearse varios
segundos. Cerró los ojos y tomó una bocanada de
aire que atravesó sus pulmones y los infló de vida.

En ese momento de lucidez, tuvo varios relámpagos


de conciencia. Se recordó de niña balanceándose
sobre el columpio de algún parque que no lograba
descifrar con exactitud, mientras la niñez sufría de
alucinaciones a causa de una cruel pubertad. La
idea de envejecer no la había atormentado tanto
como en esa precisa mañana de mayo. Por primera
vez, notó sus manos arrugadas y endebles, su
aliento prodigo carente de esa esencia fundamental
que todos necesitamos para vivir. Vio su cabello
marchito como una flor que extraña a su fiel amado y
sus ojos sin el poder para diferenciar los objetos en
forma y textura, el uno del otro. Estaba escuálida y
encorvada. Entonces tuvo enormes deseos de
desvanecerse y desapropiarse de esa identidad
anónima que le había tocado vivir sin su
autorización. Imaginó cómo fuese su vida si no le
hubiera tocado el destino implacable de convertirse
en el tiempo de todos. El tiempo fácil que todos

37
gastan a su gusto y a su antojo, como una sutil
marioneta que es manejada incluso por el
pensamiento de la brisa. Para ese momento, cuando
nadie podría pensar que el tiempo eterno, el
extranjero conocido por todos pudiese envejecer
tarde o temprano, el mundo dejo de ser el mismo
para siempre. Finalmente, el tiempo había dejado de
ser un tiempo joven y vigoroso con ánimos para
seguir extendiéndose en la historia.

“El tiempo no puede envejecer”- se decía así misma


frente al espejo. Pero en efecto, hasta el tiempo esta
vez fue privado de elegir su propio destino. Ese día
la inmortalidad de la que tanto se ufanaba en siglos
atrás, se había fugado de vacaciones al caribe sin
previo aviso. Había comprado un tiquete para el viaje
eterno de sus sueños y su causa había preferido
dejársela al viento sin destino que soplaba desde el
Cabo de la Vela. Mortal como todas las personas
que conocía, experimentó en carne propia el imperio
de los años y la improbabilidad de librarse de la
fatídica muerte. Horas más tarde, repuesta un poco
al hallazgo del espejo, recobró ánimos y fumó varios

38
cigarrillos en la terraza. En marzo de ese mismo año,
el médico había diagnosticado en su corazón una
clase de fiebre sempiterna. Un tipo de enfermedad
que agobia el alma del tiempo y la virilidad de la
memoria. Sin embargo, el tiempo había optado por
no desligarse de su costumbre y permaneció fiel así
misma cumpliendo al pie de la letra la rutina que
había construido por siglos. Esta vez, humana e
indefensa, sosegada por la realidad que
desmoronaba sus piernas, los días siguientes
permaneció en cama, impulsada por el ocio
enfermizo de los moribundos y el mal azar de la
suerte que conduce por una carretera sin final. En
esa condición premeditada de humano
nauseabundo, terminó por leer aquellos libros
inconclusos de toda una vida. Organizó sus obras
por orden alfabético y se acordó de las macetas
olvidadas del patio. Cambió de lugar los muebles de
la sala y nuevamente los ubicó en el mismo sitio
como estaban al principio. Luego seleccionó la ropa
sin uso que aportaría a la misión episcopal para los
damnificados del pueblo. Parecía reverdecida y con
el paso de los días, sintió un halito nuevo en el
39
cuerpo, como si estuviese estrenando alguna clase
de espíritu divino. Para su fortuna, los meses
siguientes, encontró nuevas actividades que le
hicieron recobrar el fragor dormido que atravesaba
su corazón.

Retomó los estudios de historia clásica y de filosofía


antigua y se apasionó por encontrarle significado a
las palabras desconocidas que a veces cruzaban por
su mente mientras dormía. Incluso, empezó a
escribir su propio libro autobiográfico. En él
mencionaba el desgaste del tiempo a través de los
siglos y la milenaria y enfermiza relación clandestina
de la realidad con la fantasía. Habló de las hazañas
de los números reinventándose en formulas
inconcretas y de los acertijos que la imaginación
esconde bajo la manga. Escribió por días e
incontables noche enteras, en diluvios de horas y
tormentas de momentos frustrados. Mientras las
cuatro estaciones asumían el reto de organizarse por
sí solas en cada ciclo del año. Mientras el reloj
reventaba como globos la astucia de los segundos
saltando cada tramo de hora despreciada.

40
Por esos días, el tiempo se dispuso a llevar un
hábito saludable en su alimentación. Básicamente,
incluyó verduras y hortalizas en su dieta. Abandonó
las grasas en exceso y desde entonces salió a
caminar todas las mañanas. Sin embargo, ante todo
esto el mundo empezó a deambular en su propio
éxodo. Las personas, sin tiempo, colapsaban unas
con otras tratando de sobrevivir a la escasez de los
minutos. En todo caso, el tiempo tuvo su momento
para reinventarse cada día; pero como
consecuencia el mundo empezó a enfermarse de
nostalgia. La mayoría se estancó en la posibilidad de
abstenerse de soñar y de fijarse metas a largo plazo.

En general, se olvidó como planificar el futuro y


como trazarse objetivos en la vida. Simplemente, el
tiempo terminó escabulléndose de las manos como
lagartijas líquidas sin dueño ni doliente. Demoro muy
poco para que todo el caos de un mundo sin tiempo
rebasara las fronteras imaginadas. La imaginación
sufrió en carne propia el fenómeno de convivir en
una realidad estancada, distante a cualquier sueño
por cumplir y con el recuerdo de algún tiempo que

41
permitía realizar las cosas según su manera. Ella
también padeció la enfermedad de la fiebre
sempiterna. Cayó en cama por varios meses, hasta
que una mañana, luego de ese triste letargo, se
reincorporó, abrió los ojos y pensó que había
dormido demasiado, por siglos. En ese estado de
completa crisis e inestabilidad universal, el mundo
olvidó la esencia de rotar sobre su mismo eje. Se
hizo demasiado pesado, cruel, lento. Mientras
transcurrió todo esto, a las personas se les negó la
posibilidad natural de crecer. Los ancianos no
envejecieron más y los niños, hábiles para soñar e
inventar historias fantásticas, se vieron atascados en
esa etapa de brillo e ingenuidad, que nadie logra
recordar cuando es adulto. Vivieron felices hasta que
la felicidad se aburrió de mantener esa sonrisa de
oreja a oreja y se transformó en una felicidad
sombría y fugaz como los pensamientos sin dueño
que tardan años en encontrarse con su amo.
Entonces se convirtieron en niños eternos e infelices.
Seres infinitos encarcelados en una estatura media,
agobiados por una memoria parapléjica que ha
invertido todo su dinero en construir un remanso de
42
recuerdos que no pueden reproducirse ni
desarrollarse. Por su parte el tiempo, alejado de los
vicios humanos y de sus oscuras frivolidades, dedicó
lo que restaba de su vida a envejecer dignamente.
Se encerró dentro de esas cuatro paredes que
muchos llaman el final de la vida. Aunque, en alguna
ocasión sintió remordimiento por el mundo. Pensó
que sin él, el caos y la inmortalidad humana, más
tarde que temprano, se convertirían en una crisis
existencial que no tendría solución. Pero lo asumió
con calma.

“Últimamente nadie tiene tiempo para nada – se dijo


– No creo que yo haga falta”. Y realmente tenía
razón. El tiempo y las personas habían firmado su
sentencia de divorcio desde hacía muchos años. Era
un asunto anunciado. Una de esas objeciones que
han dejado de ser acertijos para una mente
afortunada. Sin embargo, en alguna de esas fibras
más íntimas de su razón, el tiempo abrigó todo ese
peso de la tristeza humana que por instantes lo
ubicaba frente al estrado de juicio como un culpable
sentenciado de manera intuitiva.

43
Mientras tanto el tiempo envejecía. Sus movimientos
cada vez eran más toscos, con la voluntad de quien
no desea manipular ningún aspecto de su vida. La
mayor parte de sus días, parecía distraída, efímera.
Alguien sin una razón de peso que pudiese
conducirla a algún destino específico de este mundo.
Alguien sin una brújula alternativa que pudiese usar
en el momento oportuno. Increíblemente, el tiempo
se había convertido en un triste punto cardinal sin
esa ilusión que posee el horizonte para orientar al
viento perdido y a los espejismos furtivos en el
desierto.

Sin tiempo, el mundo se invadió de desconsuelo.


Desde entonces, todos los instantes memorables se
detuvieron y unieron los esfuerzos para que hasta un
simple suspiro terminara congelándose en el aire. La
memoria sufrió retraso en la cronología y en la
exactitud de sus engranajes. Nadie recordaba ni el
más mínimo asunto. Simplemente, el tiempo no
existió nunca más. Transcendió a otro mundo
desconocido, alterno a la vida que todos conocemos.
Se extravió a su manera, impidiéndose así mismo

44
retornar al pasado, como en los sueños que tuvo en
repetidas ocasiones mientras todo estuvo a su favor.
De esta manera, la realidad devoró cualquier vestigio
de lucidez conocida y las personas no tuvieron el
tiempo necesario para vivir y disfrutar de mejores
momentos. ¿Tienes tiempo tú?

45
Me gustas cuando estas muerta porque sonríes

Esa fue tu mejor idea hasta el momento. Planificar


una muerte alejada de toda fatalidad humana y
complejidades inverosímiles. Escribiste por siglos la
misma historia: morir. En brazos de cualquier
amante clandestino, húmeda por las huellas de
alguien que no conociste jamás. Única en tu mejores
años de luz, equivocadamente sutil como las rosas
de un matrimonio tardío que mueren en algún lugar
del jardín. Dices: “He vivido sin vivir, ya es mi hora”.
Realizas varios movimientos y reposas en la cama tu
cuerpo. Piensas en algo que no imagino. Sonríes
trémula y cierras los ojos. En esa cabeza
desprendida de razón, un nicho de atrocidades se
cosecha en silencio. Matar o vivir, reír o llorar; es
igual para ti. De repente, lloras y luego ríes a
carcajadas estrepitosas. Eres como recordaba.

De niño despertaba en la madrugada y observaba


como calculabas cada movimiento que hacías.
Saltando en la penumbra, tanteando la pared como
un ciego moribundo. Entonces, estabas lucida,
inminente. Ahora el tiempo ha cambiado, como yo.
46
Quien diría que podría escribir algo para ti

No imagino donde deambula tu mente en este


momento. Pero seguramente, debe avanzar al
mismo paso ligero de tus pensamientos. Muy
seguramente, pueda perderla de vista un día de
estos. Cuando haya menos espacio en mis
recuerdos y eterna distancia entre mis ojos y los
tuyos. Has cruzado millones de mares, saltando de
uno a otro como un anfibio gigante. Y he visto tu
empresa desfallecer cuando intentas disolverte de
manera premeditada. Quien diría. Ni en mil vidas
anteriores, habría imaginado como seria tu final. Ese
estado inquisitivo y voraz como el apetito de un
dinosaurio nostálgico. Sin embargo, tu fe en las
cosas, dinamiza el exterior al cual nos sometes.

Eres hábil e inmortal, capaz de envolver con tu


esencia todas las filtraciones de duda y realidad.
Eres toscamente numérica. Invadida de fórmulas
generacionales y aritmética básica. Con tu cigarro en
los labios, tus ojos sin orbita, y ese rostro inverosímil
que reconozco a tientas, confundo tu materia

47
orgánica con almíbar de dioses. Y me pregunto:
¿Puedes comprenderte a ti misma?

48
Pero es el tiempo

El tiempo sobrevino a la ventana y demoró varios


segundos en el balcón. Pude verlo entonces. Era un
tiempo majestuoso. De esos tiempos que demoran
años en aparecer y se desvanecen en segundos.
Esa mañana escribí de muchas cosas. De la soledad
viuda que cada lunes visita la tumba de su marido
fallecido. Escribí de la suerte apostando a “todo o
nada” en un casino de las vegas. De las caricias que
mueren de tristeza esperando al amante que nunca
llegara, en la mecedora del patio.

Escribí del silencio gritando desde los huesos. Del


dolor inmarcesible que no se resigna, de las alegrías
con fecha de vencimiento, de los seres queridos que
llevas a todos lados en el bolsillo. De amores que
han dejado de existir y de la lucha por abrir el cofre
misterioso de la vida. También pensé en las hojas
otoñales que se derriban ante la primavera
enardecida y sobre el sol agobiado por sus propios
pensamientos. El tiempo me dijo: “He venido a
quedarme”. Y le creí. Instaló sus maletas en la cama
y se sentó. Llevaba puesto un traje negro y el
49
cabello lo tenía endurecido por el gel. Era, en efecto,
un tiempo triste y frio. Estaba viejo, y tenía las
manos arrugadas por los años.

Hablamos varias horas hasta que se le hizo tarde.


Ese día por primera vez supe que el tiempo también
se angustia y sufre. Pero es el tiempo.

50
Imaginémonos el uno al otro, imaginemos los
dos juntos.

Estoy cayendo al precipicio. Vengo de picada como


una bala desafortunada. En instantes, suelo recoger
las piernas y nuevamente vuelvo a estirarlas. Pero la
caída es inminente. Dentro de 20 o 30 segundos,
todo lo que en vida ha sido una esencia humana
atolondrada y superflua, se convertirá en cuestión de
segundos, en millones de partículas esparcidas
como polvo al aire. En interminables ceros a la
izquierda, que rebotaran eternamente, calcinados
por el fuego de una memoria envejecida. Quizás,
entonces pueda descansar. Solo entonces cuando el
vago recuerdo de tu cuerpo almidonado se convierta
en una fantasma sin ilusiones, acostumbrado a
perder todas las partidas, pueda hallar ese orificio de
luz al final de mis vertebras. Es un acertijo
irreconocible, el final de esta caída prematura. Sin
embargo, estuvo escrito en las profecías milenarias
de algún mundo irreal, desde aquellos años lucidos y
juveniles. Siempre lo supe. Estaba seguro de que al
terminar el camino todo se disiparía en un segundo

51
letal. Aunque el precipicio con todo y su textura
robusta, inherente y sólida, nunca estuvo en mis
planes. Iré lentamente uniéndome a sus costumbres
como un familiar lejano que visita un lugar y se
queda por siempre. Igual, después del precipicio,
solo restan días horizontales que siguen un camino
sin retorno y yo soy uno de ellos.

52
Tu cuerpo alguna vez fue joven

A mi medida, como la pieza infernal que necesito


para armar un rompecabezas sin cabeza ni pies. Al
aire, como pataleando sin agua. Con fuerza y
propósito, muy parecido a la lanza inminente de un
soldado medieval que se desvanece sin gloria en el
campo de guerra. En eso aguardo todo el tiempo.
Mientras ese cuerpo que alguna vez fue joven, trata
de sobrevivir a las memorias de tus amores
prematuros. Resides sin orbita alguna, como un ente
espacial sin capitán que al final termina en algún
manicomio de la vía láctea.

53
Pensamientos salvajes

Son como animales salvajes buscando comida en el


basurero. Interponiéndose entre los barrotes del
deseo y la pasión. Sin prisa, pero con ansiedad de
minimizar su agonía.

En ese estado de fascinación, habitan tus


pensamientos más trágicos y menos libres.
Simplemente, asciendes en orbitas a otros mundos y
olvidas en la imaginación ese porcentaje de fe que
se necesita para respirar. Inmensa, trémula y
lúgubre. Con la tenacidad de sobrevivir cueste lo que
cueste.

A veces contemplo tu necesidad de abarcar todos


los espacios y de propagarte como una onda sideral
en cada baldío del aire. Sin embargo, eres
inmortalmente mortal. Libre de morir, sin pena ni
gloria. Muy satisfecha en esa posición de filántropa
invisible que arraiga su condición en la similitud
existencial de los animales de la razón y la pubertad
de las memorias más excéntricas.

54
Doppelganger

He escuchado que sonríes dormida mientras


absuelves las culpas de tu doppelganger. Advierto
que su piel muere lentamente sobre ti aguardando el
final de la historia. Supe que tus ojos han dejado de
ser tus ojos y las horas restantes de ti sucumben
ante la probabilidad de coexistir entre la penumbra
del destino y la luz del azar. Indicios interminables
transitan en lo poco que recuerdo.

Aunque inicialmente parecen espejismos


moribundos sin textura ni forma, a veces escucho tu
olor y logro unir tus piezas como si fueses un sutil
rompecabezas. Incluso, cuando eres irreal nos
impresiona tu habilidad para escabullirte y de saltar
entre charcos de senilidad y océanos de juventud.

En el espejo, mi dedo se hunde en una superficie


flácida. Al retirarlo, la mezcla se prolonga y se estira
como un elástico expuesto a altas temperaturas. He
estado atónito frente a tus resquicios mediáticos y al
parecer la costumbre no acaba de sorprenderme.

55
Eres hábil para multiplicar mis ansias y derrotarlas al
mismo tiempo.

Deseo tropezarme con algún obstáculo de tu luz y


mantenerme de pie hasta que no pueda hacerlo.
Pero escondes horror en esa dulzura simple y
compacta. Es una lástima. Por siglos veo dirigirte a
ningún lugar como un espíritu ciego con tentativas
débiles de realidad. Mientras tanto tu espacio
empieza a adelgazar mi fortuna. ¿Algún día podrás
ser libre de ti ?

56
Líneas verticales que se desplazan

Estuve perdido por mucho tiempo- le dijo – estuve


buscándote entre la imaginación y mi cordura. Ella
escuchaba en silencio como si estuviera en medio
de una revelación.

En ocasiones pensé alcanzarte y atraerte a mi


espacio. Pero eres un libro cerrado agotado de
contar historias – dijo

Siempre sueles decir eso – le dijo sin inmutarse,


mientras fumaba un cigarro – que soy un libro
cerrado. También dices que aparezco y desparezco.
¿A caso no es así la imaginación? El silencio
expandió su brote, su enfermedad.

Deambulé tras huellas que olvidabas en tu camino-


le susurró- Seguí ese olor a conciencia que dejaste
en mis sabanas frías. Una noche desperté en medio
de un octubre tormentoso, con recuerdos que había
dejado de recordar. Parecían líneas de ti. Líneas
rectas que uniformemente se desvanecían en el
viento y regresaban al mismo sitio inicial hasta que
evolucionaban en otras líneas indescifrables. Ella rio.
57
Soy entonces una línea – dijo, riéndose. El sonrío. –
es lo más lindo que alguien me ha dicho.

El sueño casi termina – dijo ella. La luz ínfima de la


memoria desapareció por un instante. Minutos
después la eternidad se hizo inmortal.

58

Vous aimerez peut-être aussi