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31 de julio de 2018

Homo Imposible
Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Rodríguez enciende un fósforo para encender el fuego y poner la cafetera y eso es todo.
Es decir: enciende un fósforo y no se escucha esa música ni se ven fragmentos muy breves
de lo mejor de lo mucho que va a pasar contradiciendo a eso de que al final toda tu vida pasa
en segundos frente a tus ojos. No: cuando Rodríguez era chico– lo que pasaba, en principio,
era un frenético destilado de los cincuenta minutos por venir. Y vuelve a suceder, hace un
rato y en un cine con un avance vertiginoso de las siguientes dos horas y pico que alcanzan
y sobran. Porque hubo un tiempo en que las películas se convertían en series de tv y las series
en películas pero, ay, de un tiempo a esta parte unas y otras están tan ocupadas mutando en
algo muy pavo que puede llegar a durar más años que la adolescencia.

Aún así, para Rodríguez Mission: Impossible (ah, como le gustaba de niño ese título que
sonaba igual y se escribía diferente y con tantas s y esos dos puntos en el medio) siempre
estará ligada (por más que ahora la vea en pantalla grande y a todo color y con envolvente y
atronador sonido Dolby Atmos) al blanco y negro de un televisor con antena ajustable. Y a
ese viaje que hizo en su temprana juventud a Buenos Aires, donde los locales se enorgullecían
de que el autor de la música de esa serie fuera compuesta por uno de ellos. Y pronunciaban
su nombre con orgullo patrio y en un mismo aliento junto a dulce de leche-birome-huellas
digitales. El músico se llamaba Lalo Schiffrin y Rodríguez leyó que una vez dijo algo muy
interesante acerca de su universalmente conocido theme:”La mayoría de la música está
compuesta para que la bailen personas con dos piernas. Yo compuse el tema de Mission:
Impossible para que lo bailen extraterrestres con cinco piernas”. Ah.

Y Rodríguez se acuerda de ver allí, durante un invierno de ellos y un verano suyo, Mission:
Impossible y escuchar como los más jóvenes entre sus tíos argentinos y revolucionarios
acusaban a todo el asunto de propaganda de la CIA durante la Guerra Fría (aunque apenas se
hablaba de Rusia y sí abundaba la republiqueta bananera a pelar) y glamurización del
intervencionismo yanqui y apología de la black-op y la tortura físico/psicológica y todo eso.
Pero a él nada podía importarle menos. Rodríguez estaba ahí sentado, junto a su prima Mirta
(muslo contra muslo), fascinado porque Martin Landau (Rollin Hand, histrión-ilusionista
adicto a las máscaras) y Barbara Bain (Cinnamon Carter, la seductora pero nada tonta
modelo/actriz con recursos) fuesen pareja en la vida real. Y él se imaginaba que algún día él
y Mirta podían llegar a ser así: tener aventuras juntos. Pero primero y antes que nada casarse
y sí, decidir aceptar esa misión y ver cómo se autodestruía esa cinta dando instrucciones para
que todo sea muy arriesgado pero, también, para que todo acabase saliendo bien.

DOS La serie se emitió entre 1966 y 1973. Y a finales de los años ‘80s volvió de mala
manera: los guionistas habían ido a la huelga y entonces a alguien se le ocurrió la idea de
refilmar guiones viejos. Del elenco original sólo reincidía Peter Graves (como el líder de
equipo Jim Phelps) y mejor no hablar de ciertas cosas. Hasta que Tom Cruise pensó que aquí
estaba su oportunidad de ser James Bond. Y, sí, sus auto-producidas películas de Mission:
Impossible. Rodríguez las vio todas pero se le mezclan y confunden. Y las películas de
Mission: Impossible son a las de 007 lo que las Olimpíadas son al Mundial de Fútbol: se
alternan y se estrenan a mitad de camino entre ellas. A la altura de la primera (en 1996) Tom
Cruise era todavía una estrella a la vez que un actor “serio”. Alguien quien –habiendo surgido
de ese Big Bang con dos cabezas que fue Risky Business / Top Gun– y legitimado su estatura
prestigiosa con títulos como The Colour of Money, Rain Man, Born in the 4th of July podía
permitirse bodrios taquilleros como Cocktail, “vehículos de prestigio” como A Few Good
Men y Jerry Maguire, y no perder esa sonrisa de psicópata que sigue conservando. Más de
dos décadas después, la cosa ya no es tan sencilla y Tom Cruise –luego de haber pasado por
Eyes Wide Shut o Magnolia– es más bien uno de esos action-heroes raros que puede destacar
en Collateral o hacerlo bien junto a Steven Spielberg y parecer completamente fuera de lugar
en Valkyrie y, acto seguido, reírse de todo (incluyendo a sí mismo) en Tropic Thunder. Le
pasó lo mismo que le pasó a Liam Neeson y a esa cumbre del currículm psicotrónico que es
Nicolas Cage, pero sin la elegancia con que Matt Damon va y vuelve entre Jason Bourne y
el resto de su carrera. También, no olvidarlo, Cruise tiene esa particularidad de la cientología,
las esposas a suplantar y una serie de rumores dignos de Michael Jackson. Así, Cruise llega
a la sexta entrega de la franchise luego de American Made (que no estaba mal) y de esa
catástrofe sin atenuantes que fue The Mummy y que lo rebajó a actor clase A en película
clase Z. Así que aquí viene de nuevo. Y lo cierto es que Mission: Impossible - Fallout cumple
y dignifica y hasta es posible que sea la mejor de la serie más allá del rostro hinchado de
Cruise. No es lo que fue esa obra maestra que es Skyfall para la saga del agente con licencia
para matar; porque al muy golpeable pero posiblemente indestructible Ethan Hunt le falta
mística y mítica. Y, además, Hunt es siempre Tom Cruise quien también es Jack Reacher y,
seguro que cualquier matiné de estas, le tiran lago desde Marvel o DC. Pero Mission:
Impossible - Fallout se disfruta con placer y sin culpa (su mejor efecto especial es el aire
acondicionado del cine) y Rodríguez le agradece ese inicio homenajeando al fast-forward de
aquellos tiempos que ya no harán rewind. ¿De qué trata Mission: Impossible - Fallout?
Sencillo: trata de colgarse de algún lugar o de tirarse de algo y de perseguir y ser perseguido
(de ser posible incluir helicópteros y motos) por las calles de alguna ciudad con cachet (ahora
toca París) y de Tom Cruise mostrando sus dientes Colgate y de colgarse de otro lugar y de
tirarse desde otra parte y a seguir persiguiendo para que no te persigan. Y siempre es noticia
el que Cruise insista en no utilizar dobles en todas las demenciales secuencias de ultra-riesgo
y que se rompa alguna cosita de su cuerpo –sin ánimo de ser psicoanalítico, además Cruise
está en contra de toda terapia y considera que deberían prohibirse– Rodríguez casi
diagnosticaría que lo que este hombre quiere es, sí, aquello que se conoce como “desaparecer
en acción”.

TRES Pero todavía no. Lo sólido no solo no se desvanece en el aire sino que, además, suele
fosilizarse. Y Tom Cruise va en camino a eso mientras –imagina Rodríguez– en sus noches
de insomnio le reza a Xenu para que le conceda el milagro de una reinvención en crepuscular
grand auteur como la de Clint Eastwood o algo así.

Mientras (en los noticieros no deja de hablarse de los tapes de Corinna “Milady de Winter”
zu Sayn-Wittgenstein, “amiga entrañable” del rey emérito juan Carlos I; o de la creciente
imposibilidad para Pedro Sánchez de llevar a cabo la misión de gobernar en minoría; o de un
Puigdemont cada vez más parecido a Austin Powers y diciendo cosas como que el sur de
Francia también es Cataluña, así que puede volver cuando quiera a su rogue nation con ghost
protocol sin caer preso) Rodríguez se dispone a viajar a la Sevilla de sus ancestros. Allí donde
arranca su primera familia y Mission: Impossible 2, la peor de todas (la próxima, por qué no
en Barcelona, con las calles ahora bloqueadas por los taxistas en huelga). Allí, Rodríguez
“decidió aceptar” que por unos días, coincidirá toda la familia para, juntos, pasar unas felices
vacaciones colgando no de un cable sino (de)pendiendo de un hilo. Y, distraído en y con eso
–mientras en la tele pasan el último “hit” veraniego de algún concursante de Operación
Triunfo ideal para terrestres no con cinco patas sino con medio cerebro– Rodríguez se quema
con ese ya mencionado fósforo que encendió y se olvidó de soplar y apagar.

Misssssion: Imposssssible.

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