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sonorense y su
expresión en el género
musical norteño.
Por Juan Lucero Andrade
Don Néstor Fierro Moreno (q.e.p.d.) nos ilustra diciéndonos que la música nuestra
se formó a partir de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, de tal
manera que entre las décadas de 1920 a 1960 se consolida lo que será la música
popular sonorense.
Justo en ese mismo tiempo, a través de la radio aparece la música del norte. Sus
iniciadores fueron Los Alegres de Terán, don Tomás Ortiz y don Eugenio Ábrego,
originarios de Nuevo León; poco después surgirían otros grandes duetos como
Los Donneños de Tamaulipas, Los Broncos de Reynosa de Durango y muchos
más que destacaron entre los años sesenta y principios de los setenta.
Los sonorenses nos identificamos con ellos porque los pioneros de la música
norteña incluían en sus primeras grabaciones música de compositores
sonorenses.
La música del acordeón con el bajo-sexto impactó a un gran sector de los jóvenes
de aquella época, especialmente de las clases sociales más humildes; aquellos
que trabajaban en los campos agrícolas de los grandes valles o en las ex-
haciendas post- revolucionarias de la parte baja del estado. Estos jóvenes
tuvieron su encuentro primario con la música a través de los conjuntos musicales
conformados por indios y mestizos que ambientaban las fiestas populares y
familiares. Dichos grupos estaban integrados por músicos inigualables que con
maestría tocaban un violín, una guitarra y un contrabajo utilizando la “vara”.
Uno de los atractivos para propios y extraños es nuestra música regional con la
que el pueblo canta y baila y que con la que festeja y adereza los momentos
importantes de la vida cotidiana. Es en las fiestas patronales de los pueblos y
ciudades donde los conjuntos norteños tienen participación importante; sin ellos,
la fiesta no se daría ni se haría. En estas ferias, es común que los amantes de la
música y curiosos se arremolinen junto al grupo que toca para disfrutar, gozar y
bailar al escuchar las notas bien conjugadas de un acordeón, con la armonía de
un bajo-sexto, los bajos “chicoteados” del “tololoche”, las percusiones de la tarola
y la melodía graciosa de un saxofón en el ritmo de una polka como La Pilareña,
un son o zapateado como La Vaquilla Colorada o La Loba Catrina, un corrido
como El Novillo Despuntado, Pancho Guzmán o Manuel de la Vara, o bien las
nostálgicas canciones de Las Cuatro Milpas, El Cuervo y El Escribano, La
Pajarera o Dos Seres que se aman.
Sin duda, estamos ante un hermoso género musical que los sonorenses
adoptamos hace 50 años y que sostienen vivo, humildes, pero magníficos
músicos empíricos que no estudiaron la metodología académica de las reglas de
la métrica y de la interpretación musical. Estos músicos reúnen en su innata
inspiración la maestría musical que llevan en su ser por naturaleza. Sin
instrucción musical alguna, marcan sobriamente su melodía, su armonía o sus
bajos, precisando con su musical lenguaje la belleza embriagadora de nuestra
canción popular sonorense. Con todo y lo que hemos descrito, hasta hace pocos
años, la música norteña era poco aceptada. Para las clases media y alta, era
signo de subdesarrollo y de niveles socioeconómicos y socioculturales ínfimos.
Esta actitud tenía un fundamento real. Recordemos que esta música había sido
asumida por los pobres y para los pobres. Lo mismo había sucedido con el
mariachi en Jalisco.