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Capítulo 1.

El sistema político
Fabiola Berríos y Fabián Pressacco

1. La importancia del orden político


No son pocos quienes piensan que la política es un bien del cual se
puede prescindir. Es más, si se revisan la posiciones predominantes en
nuestro debate público a lo largo del último tercio del siglo XX, podrá
observarse que muchas de ellas planteaban, sino la desaparición de la
política, al menos una reducción de su importancia para dejarla reduci-
da a su mínima expresión. Las ideas neoliberales del Estado mínimo y
el mercado autorregulado son un claro ejemplo de ello (Tenzer, 1991).
No se trata de un debate novedoso. A lo largo de la historia, las
sociedades han abordado el problema central de la política de diferente
manera. Pero ¿cuál es ese problema central? La dificultad central de la
política es el orden colectivo. La palabra «orden» no tiene aquí ninguna
connotación particular; tampoco remite a un significado conservador
ni autoritario ni a ningún contenido particular. La referencia al orden
como problema central de la política solo quiere constatar la necesidad
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que tienen las sociedades de organizar de alguna manera su convivencia


colectiva, para lograr articular la diversidad, inherente a todo grupo
humano, con la necesidad de tomar decisiones que mantengan a un
grupo como tal. Desde este punto de vista, es el lugar de la lucha y el
conflicto, pero también de los acuerdos y consensos.
Se podría afirmar que la política existe porque es una manera de
responder al problema del orden social, a través de la cual se pueden
articular las diferencias que existen entre los seres humanos con el
objetivo de constituir un orden colectivo que respete la libertad de
cada uno, colocándole límites a dicha libertad.

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La dinámica de conflicto y consenso deriva de la heterogeneidad


social y de la pluralidad de ideas e intereses de que son portadores los
miembros de la sociedad. Todos poseemos distintas ideas sobre qué
debe ser la sociedad, sobre qué asuntos constituyen un problema, sobre
cuáles son más importantes y sobre las soluciones a dichos problemas.
Dicha diversidad tiene su origen en una multiplicidad de factores so-
ciales, culturales, políticos y económicos; nacemos y nos desarrollamos
como personas en ambientes específicos, en tiempos y lugares que nos
van moldeando en nuestra forma de pensar el mundo. Pero, al tiempo
que nos reconocemos como sujetos diversos, somos socializados en un
ambiente con ciertos valores y existen instituciones, como la familia y la
escuela, que cumplen un rol central en ese proceso fomentando ciertos
valores que se consideran vitales en la constitución y funcionamiento
de la sociedad y del sistema político.
Como bien señala Moddie (1992), la condición política se com-
prende cabalmente si se consideran tres elementos:

El primero es que se necesita alguna decisión acerca de la acción común


(por ejemplo, debe adoptarse una política o elegirse un dirigente) si una
unidad social va a tratar un problema o a adaptarse a una situación
nueva o cambiada. El segundo es que existe desacuerdo en cuanto a lo
que debe ser esa política o elección, desacuerdo que se hace más mar-
cado porque se sabe que forzará tanto a los que se oponen como a los
que están a su favor. El tercero es que tanto la política como el dirigente
elegido y los procesos de selección de una diversidad de posibilidades
deben ser tales que permitan que la unidad o grupo sobreviva como
unidad (Leftwich, 1992: 63).
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A lo largo de la historia, los seres humanos hemos ensayado diversas


formas de abordar el problema del orden. Ello ha dado por resultado dos
metodologías fundamentales que representan los extremos de una recta
imaginaria. En uno de los extremos se encuentra aquella metodología
que aborda el problema del orden como un asunto de una elite que dis-
pone de los recursos políticos para imponer «su» orden al conjunto de
la sociedad; en el otro extremo, el orden es un problema que se aborda
colectivamente, como una construcción del conjunto de la sociedad.
En el primer caso, la política se desenvuelve en el marco de sistema
políticos autoritarios o totalitarios en donde las personas no tienen dere-

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chos; es decir, en donde ellas no son consideradas ciudadanas. Son, desde


cierto punto de vista, objetos de un orden que se les impone en función
de la arbitrariedad de titulares del poder. Habrá advertido el lector que, a
lo largo de la historia, e incluso en nuestros días, esta ha sido la fórmula
predominante de abordar el problema del orden.
En el segundo caso, la política asume los contornos de los sistemas
políticos democráticos reconociendo a las personas derechos que las
transforman en sujetos del poder, en constructores del orden político.
Si bien la democracia es una idea antigua cuyas raíces se hunden cinco
siglos antes de Cristo, en la antigua polis ateniense, no es menos cierto
que ella renace modernamente al alero de las grandes transformaciones
que afectan a las sociedades europeas en su tránsito de la Edad Media
a la Edad Moderna, que colocan en el centro de la reflexión el debate
sobre la autonomía del poder político respecto del poder religioso,
más específicamente, de la Iglesia Católica. El hito que marca el punto
de inflexión es la Revolución Francesa de 1789 y su Declaración de
los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Pero el renacimiento de la
idea de democracia no garantiza su concreción como sistema político.
Lentamente, la idea se irá abriendo paso, dando lugar a la constitución
de regímenes políticos democráticos. Con todo, incluso en nuestros
días la democracia sigue siendo un régimen político relativamente
excepcional en Asia y África. Si observamos el proceso político de
América Latina, veremos que, en el último tercio del siglo XX, gran
parte de nuestros países experimentaron quiebres democráticos que
desembocaron en la instalación de regímenes autoritarios conducidos
por las Fuerzas Armadas.
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El avance de la idea democrática y el reconocimiento de los ciudada-


nos como depositarios del poder tuvieron un avance gradual. Desde una
ciudadanía limitada, reconocida solo a los hombres mayores de edad y
con riqueza, esta fue ampliándose para incorporar grupos en principio
excluidos de la vida política: los trabajadores, las mujeres, los sectores
rurales, los analfabetos, los extranjeros residentes. La ampliación de
la ciudadanía significa, desde el punto de vista de la construcción del
orden político, la multiplicación de sujetos interactuando en el espacio
público. Significa también que los recursos de influencia se distribuyen
de manera más equitativa.

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Lechner (1984) destaca la existencia de una larga tradición polí-


tica que concibe al orden político como un orden natural, con leyes
propias independientes de la voluntad humana. Se trataría así de un
orden producido fuera de la sociedad y «recibido» por esta, con carac-
terísticas de durable (inalterable), espontáneo (un orden presocial que
no requiere legitimación) y armónico (autorregulado). Si el orden es
concebido como un orden recibido, la política se reduce a una técnica
preocupada de calcular las posibilidades de éxito, de definir el mejor
medio para un fin ya establecido.
Se enfatiza así el carácter instrumental de la política y su reducción
a una mera técnica:

Al suponer una realidad objetiva como horizonte de la acción humana,


se da por determinada la finalidad del proceso social. La sociedad no
podría decidir los objetivos de su desarrollo. Pues bien, si las metas de
la sociedad ya están definidas objetivamente, entonces los medios para
realizarlas son a su vez requisitos técnicamente necesarios (Lechner,
1984: 33).

En contraposición, otra dilatada tradición política concibe al


orden como el resultado de una construcción social producto de la
interacción entre los sujetos participantes. Concebir al orden como una
construcción social es lo que caracteriza a la modernidad, ya que se
establece la existencia de un vínculo indisoluble entre el orden político
existente y la voluntad ciudadana.
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2. La influencia y el poder político


Sabemos que las sociedades necesitan orden. Para ello contamos
con distintas soluciones, basadas en diversas concepciones de sociedad.
Ahora bien, ¿cuál es la «materia prima» que utilizan los seres humanos
para resolver el problema del orden?
Robert Dahl aborda el análisis del fenómeno del poder político
desde el prisma de lo que él denomina influencia. Para el autor, los
sujetos abordan la resolución del problema del orden utilizando sus
recursos políticos para influir en el proceso de toma de decisiones.
Influencia es, para Dahl, «una relación entre agentes individuales o

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colectivos por medio de la cual un agente induce a otro u otros a actuar


de una manera distinta a la que ellos hubieran decidido si no fuera por
la existencia de dicha influencia» (Dahl, 1976: 41).
Desde este punto de vista, el sistema político es un espacio en
donde una diversidad de actores buscan influir en el proceso de toma
de decisiones con el objetivo de lograr que sus «preferencias» sean
mejor consideradas en el contenido de la decisión final.
La influencia más evidente, la más fácilmente observable, es la in-
fluencia manifiesta, es decir aquella conducta explícita que desemboca
en un cambio de comportamiento. La orden del policía que conduce
el tráfico o la de un profesor que solicita a sus estudiantes que hagan
silencio al momento de comenzar una clase, son ejemplos de influen-
cia manifiesta. A deferencia de la influencia manifiesta, la implícita o
potencial se refiere a la capacidad que un determinado actor puede
llegar a tener si lograra movilizar con éxito todos sus recursos políticos,
aprovechando adecuadamente las oportunidades que las estrategias
de los otros actores le ofrecen. En tal sentido, este tipo de influencia
está relacionado con un cierto cálculo que los actores hacen sobre la
capacidad de influencia de un otro, incluso independientemente de la
evidencia empírica que se disponga.
Dahl lo grafica de la siguiente manera:

Por ejemplo, podría ser que A tuviera influencia implícita a pesar


de que nunca ejerce influencia manifiesta, sino simplemente por-
que los que toman decisiones creen que A tiene recursos políticos
que puede usar y que usará en el caso que ellos tengan que tomar
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decisiones que a A no le gusten (1976: 60).

Señalamos que los actores políticos influyen en el proceso de toma


de decisiones movilizando los recursos políticos de que disponen. Pero,
¿qué es un recurso político? Se trata de cualquier tipo de recurso que
sea utilizado para influir en el proceso político. Cada sociedad, en fun-
ción de sus especificidades, reconoce como políticos ciertos recursos.
La educación (y dentro de ella, ciertas profesiones), el dinero, la orga-
nización, el número de personas que apoyan determinado asunto, el
disponer de ciertos apellidos, las redes y contactos de los que un actor

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dispone, el ser miembro de determinada etnia, etc., todos ellos pueden


ser recursos políticos que los actores utilizan para influir.

En cualquier caso, y de acuerdo a Dahl, la influencia está deter-


minada por tres factores:
a. La dotación de recursos políticos: es posible suponer que,
mientras más recursos políticos tiene un actor, más capacidad
de influencia puede tener.
b. Disposición a usar dichos recursos políticamente: un actor puede
tener recursos políticos pero no estar interesado en usarlos para
influir en el sistema político y optar por desenvolverse en un
ámbito distinto, por ejemplo, el económico.
c. Habilidad de los actores en el uso de dichos recursos: finalmen-
te, un actor puede tener recursos políticos y estar dispuesto a
utilizarlos en influir en el sistema político, pero carecer de la
habilidad para obtener los resultados deseados.

La combinación de estos múltiples factores configura diversos escenarios


posibles. Puede darse el caso de un actor con recursos políticos escasos pero
con suficiente habilidad como para obtener mejores resultados que otros
con más recursos. No pocas veces, en el marco de las campañas electorales,
candidatos con abultados recursos económicos obtienen pésimos resultados,
y otros, con recursos mucho más modestos, se alzan como vencedores.

Cuadro N° 1: Descomponiendo la influencia


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Dominio Sobre quiénes se influye. Por ejemplo, es posible identificar el dominio


de un partido político precisando el perfil de sus electores. De esta for-
ma, podemos decir que los votantes del partido X son mayoritariamente
hombres, de entre 25 y 40 años, que pertenecen a los sectores más aco-
modados de la sociedad, con elevados niveles de escolaridad y que viven
en zonas urbanas.
Alcance Sobre qué asuntos se le reconoce capacidad de influir. Con excepción de
los partidos políticos, la mayoría de los actores políticos tiende a espe-
cializarse en su capacidad de influencia sobre algunas materias. Actores
como, por ejemplo, la Iglesia Católica, han visto reducido el alcance de
su influencia en la medida que el poder político ha ganado autonomía en
relación al poder religioso.

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Medios Qué medio utilizan los actores políticos para influir. Los sistemas políti-
cos reconocen diversos medios como formas legítimas de ejercer influen-
cia. Persuadir a los electores para que voten por tal o cual candidato a
través de los denominados «puerta a puerta» o arrojando panfletos en
la vía pública son algunos de ellos. Sin embargo, la actividad política
implica la existencia de otras formas consideradas ilegítimas, tales como
el chantaje, la extorsión o la compra de votos.
Seguridad Qué tan segura es mi capacidad de influir. Pensando en las estrategias
electorales de los partidos políticos, ¿qué tan seguro es mi caudal electo-
ral? Si el partido está seguro que tales ciudadanos van a votar por él de
todas maneras, entonces será mejor destinar los siempre escasos recursos
en aquellos sectores que están indecisos de cara a la próxima elección.
Fortaleza Hasta qué punto mi capacidad de influencia puede modificar las conduc-
tas de otros en temas que ellos considerarían de vital importancia. Mi
capacidad de influencia es más fuerte mientras más radical es el cambio
que puedo generar en las conductas de los sujetos influenciados.
Costos Cuánto cuesta influir. Un claro ejemplo de ello es lo que gastan los can-
didatos en las campañas electorales. Otro ejemplo dice relación con la
iniciativa de ciertos gobiernos que buscando modificar aspectos claves
del sistema político o emprendiendo reformas muy costosas políticamen-
te hablando, no le dejan margen para abordar otras iniciativas relevantes.
Fuente: Elaboración propia.

Cinco formas de comparar la influencia:


a. El grado de cambio en la posición del agente influenciado.
b. La capacidad de influencia de un agente según los costos del
otro al someterse.
c. El grado de diferencia en la probabilidad (frecuencia) de acep-
tación.
d. Diferencias en el alcance de las respuestas.
e. El número de personas y grupos que responden.

Claro está que, mientras más influencia política sea capaz de ejercer
un actor político, más posibilidades tendrá dicho actor de lograr que
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sus intereses y visiones de sociedad sean considerados en el proceso de


toma de decisiones y en las decisiones mismas. Los autores discrepan
sobre el grado en que se distribuyen o concentran los recursos de poder:
para algunos, los inscritos en las corrientes denominadas «pluralistas»,
la capacidad de influencia se encuentra dispersa (o al menos no tan
concentrada como para que siempre imponga sus intereses el mismo
grupo); para otros, el poder se halla concentrado en pocos grupos que
tienden a aunar aún más el poder.

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Cuadro N° 2: Dos maneras de entender el poder


El modelo pluralista El modelo elitista
El poder se distribuye de manera dispersa. El poder está concentrado en pocas manos.
Existen muchos centros de poder, cada Existen pocos centros de poder estrecha-
uno con influencia limitada. mente relacionados entre sí.
Los centros de poder se relacionan re- Los grupos representan los mismos intereses
presentando distintos intereses, de modo políticos y tienen poca oposición.
que entre ellos se equilibran.
Aunque algunas personas pueden tener
más poder que otras, las minorías pue- La mayor parte de la gente tiene muy poco
den organizarse y conseguir una cuota poder y la clase alta domina a la sociedad.
de poder.
La riqueza, el prestigio social y los car- La riqueza, el prestigio social y el poder es-
gos públicos raramente están en manos tán en muy pocas manos.
de las mismas personas.
Votar significa elegir entre varias alternativa
El voto confiere al pueblo en su conjunto que favorecen más a los que ya son podero-
capacidad de influencia política. sos que a los que no tienen poder.

El sistema podría caracterizarse como una


El sistema político puede ser caracteriza- oligarquía liderada por un reducido número
do como una democracia pluralista. de privilegiados.

Fuente: Elaboración propia.

La aproximación de Dahl al fenómeno de la influencia se enmarca en


la teoría conductista, por lo que le asigna una importancia fundamental a
la evidencia empírica que aportan los comportamientos. Foucault (1991)
reconoce esta aproximación, pero la complejiza. En tal sentido, reconoce
tres dimensiones para analizar los procesos de influencia:

a. Unidimensional: A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer que B realice algo que de otro modo B no haría.
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b. Bidimensional: amplía el foco considerando otras formas de


control efectivo de A sobre B, no solo en los conflictos explí-
citos, sino también en los implícitos.
c. Tridimensional: cuáles son las opciones reales de intereses,
aunque estas no sean conscientes.

A partir del concepto de influencia, Dahl identifica diversas expresio-


nes de dicho fenómeno, cada una con características particulares. De esa
manera, sostiene que el poder es un tipo de influencia que implica grandes
pérdidas en caso de no aceptación. Lo que distingue al poder político es su

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condición de fuerza derivada de la voluntad social destinada a conducir a la


sociedad y capaz de imponer a sus miembros la conducta que ella ordena:

Seguramente juzgar lo que constituye una gran pérdida o privación


grave es un poco arbitrario. No cabe duda de que lo que una persona
considera grave varía mucho según sus experiencias, cultura, condicio-
nes corporales, etc. Sin embargo, probablemente el exilio, el encarcela-
miento y la muerte deben ser considerados castigos graves por todos
los pueblos. De ello se deduce que quien quiera que pueda poner penas
como estas a la gente, tiene que ser importante en cualquier sociedad.
Está claro, pues, que se distingue al Estado de los demás sistemas polí-
ticos solo en cuanto que él mantiene con éxito la pretensión de derecho
exclusivo para determinar las condiciones bajo las cuales se pueden
emplear lícitamente ciertos tipos de penas graves, como son las que
implican dolor físico, limitación, castigo o muerte (Dahl, 1976: 63).

A diferencia del poder, la coacción es un tipo de influencia que


implica solo la perspectiva de una gran pérdida.
 Finalmente, Dahl identifica a la autoridad como un tipo de poder
que es considerado legítimo. La autoridad corresponde al ejercicio
institucionalizado del poder; a la «rutinización» de la obediencia. El
poder político se transforma en autoridad cuando, además de contar
con el poder para obligarnos a comportarnos de cierta manera, goza
de la legitimidad, es decir, con el consentimiento de la ciudadanía, que
considera que los gobernantes e instituciones y las decisiones que ellos
toman merecen ser valorados, respetados y aceptados.
Weber (1992) aporta elementos importantes a este marco con-
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ceptual. Para él, el poder político está asociado al fenómeno de la


dominación, entendido como un tipo especial de poder que se define
por la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato determi-
nado contenido entre personas dadas. La relación característica de la
política, específicamente del Estado, sería la de mando y obediencia.

3. La Legitimidad
Los motivos por los cuales las personas estarían dispuestas a obe-
decer (en términos de Dahl, dispuestas a ser influidas por el poder) y

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considerar dicho mandato como legítimo, son muy diversos. Sin embargo,
esa diversidad de motivos puede ordenarse en tres grandes fundamentos:

a. Carisma: las personas pueden considerar que el mandato es


legítimo en función de los atributos personales de la persona
que exige obediencia.
b. Tradiciones: el haber tomado decisiones durante mucho tiem-
po de una determinada manera, es otro de los fundamentos
de la legitimidad. Como siempre lo hemos hecho así, consi-
deramos que es deseable seguir haciéndolo de esa forma.
c. Legal-racional: modernamente, las personas tienden a consi-
derar legítimo aquello que está establecido legalmente. Más
aún con el advenimiento de la democracia y la ampliación de
la ciudadanía.

Claro está que dichas distinciones corresponden a lo que el propio


Weber (1987) denomina «tipos ideales», por lo que, en la experiencia
política concreta, los tres tipos de fundamentos no se encuentran en es-
tado puro y se combinan de manera particular. Aunque modernamente
es reconocible el predominio del fundamento legal-racional, ello no
significa que rasgos carismáticos o tradicionales no se encuentren en el
funcionamiento del sistema político.
Desde las teorías marxistas, la interpretación de la política como
el fenómeno de la dominación se enmarca en el análisis específico que
se elabora en torno a las sociedades capitalistas. En dicho contexto,
el Estado es concebido como un instrumento de dominación de la
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clase burguesa sobre el proletariado. El principal recurso de dicha


dominación dice relación con dos fenómenos: a) la violencia siste-
mática ejercida por el Estado; y b) la situación de alienación de la
clase obrera, incapaz de darse cuenta de su situación de explotación.
Desde una perspectiva marxista tradicional se enfatiza la dominación
estatal a través del aparato represivo del Estado (policía, ejército,
gobierno, administración y cárceles). Más adelante, Altthusser (1970)
introduciría el concepto de aparato ideológico del Estado (cultural,
sindical, político, a través de la escuela, la familia, los medios de

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comunicación, la religión), el que ejercería la dominación a través


de la violencia simbólica.
Esta interpretación ortodoxa que desde el marxismo se hace del
fenómeno político, y que pone de relieve la importancia de los ele-
mentos represivos del poder estatal, adquiere una nueva dimensión
con el concepto de hegemonía elaborado por Gramsci (1975), a partir
del cual se produce un cambio importante en un doble sentido: a) la
ideología deja de ser únicamente un instrumento de la clase dominante
para también ser concebida como una práctica productora de sujetos;
y b) la clase dominante lo es no solo porque ejerce violencia, sino
porque logra ser hegemónica. El ejercicio de la hegemonía implica que
una clase define un principio hegemónico desde el cual articular (no
imponer) otros componentes ideológicos. En definitiva, establecer una
cierta definición de la realidad que es aceptada por aquellos sobre los
cuales se ejerce su hegemonía.
El análisis del poder legítimo involucra múltiples aspectos. En pri-
mer lugar, y en relación al marco conceptual weberiano, cabe señalar
que al afirmar la legitimidad de lo establecido legalmente se deja poco
espacio para ir más allá y preguntarnos acerca del proceso a partir del
cual se generan las normas y las decisiones. Un énfasis en la dimensión
procedimental del proceso de toma de decisiones que valorice exce-
sivamente el componente estratégico (es decir, la obtención de deter-
minados fines utilizando los medios disponibles), está mal preparado
para identificar los obstáculos de la legitimidad.
Ello parece evidente para el caso de un régimen no democrático:
¿son igualmente legítimas las decisiones de un régimen autoritario o
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totalitario en comparación con las de un régimen democrático? Incluso


si nos circunscribiéramos a un régimen democrático, cabe preguntarse:
¿solo por el hecho de que las decisiones en un régimen democrático son
tomadas en el marco de un sistema que reconoce derechos a los ciudada-
nos debemos asumir que dichas decisiones son siempre legítimas?, ¿hasta
qué punto profundas inequidades sociales o la misma institucionalidad
política vigente puede afectar negativamente la legitimidad de que son
portadoras las decisiones del sistema político democrático?
Una tradición distinta de la weberiana se hace cargo de tales
cuestionamientos poniendo el énfasis en el proceso deliberativo. Para

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Hannah Arendt es claro que no hay posibilidad de un poder legítimo


si no se fundamenta en el respaldo del grupo: «poder corresponde a
la capacidad humana, no simplemente para actuar sino para actuar
concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; perte-
nece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga
unido» (1972: 146). De allí la importancia que para la autora tiene el
espacio público entendido en una doble dimensión: «en primer lugar
significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el
mundo y tiene la más amplia publicidad posible (…). En segundo lugar,
el término «público» significa el propio mundo, en cuanto es común a
todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente
en él» (1998: 59, 61).
Desde esta perspectiva, la legitimidad de las decisiones políticas
no solo deriva de su apego a las normas que regulan el procedimiento,
sino que también de la «calidad» del proceso deliberativo que está a
la base de dicho proceso. Es Habermas (1989) quien identifica los tres
elementos que garantizan la calidad del proceso deliberativo:

a. libertad de las partes para hablar y exponer sus puntos de vista,


b. igualdad de las partes, y
c. la fuerza del mejor argumento.

Desde este punto de vista, una decisión es legítima si puede ser


justificada dentro del proceso deliberativo desarrollado por las reglas
establecidas y cuando surge de la deliberación basada en la razón y el
interés general: «lo que ocurre es que, a la vez, todo sistema político
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depende de que el poder entendido como deliberación conjunta en


busca de un acuerdo, legitime y dote de base a ese poder estratégico.
Por muy importante que la acción estratégica sea en el mantenimiento
y ejercicio del poder, en último término, este tipo de acción siempre
será deudora del proceso de formación racional de una voluntad y
acción concertada por parte de los ciudadanos» (Del Águila, 1997: 33).

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4. Sistema político

4.1.- Concepto de sistema político

David Easton sostiene que el sistema político es «un conjunto de


interacciones sociales que se orientan predominantemente hacia la
asignación autoritativa de valores para una sociedad» (Easton, 1973:
79). En el concepto se integran tres dimensiones fundamentales para
la comprensión del fenómeno político:

a. La idea de interacciones sociales, que refuerza una aproxima-


ción al fenómeno del poder político en donde este se genera y
depende de las relaciones que los sujetos establecen, alejada,
además, de una concepción del poder que lo define como un
stock de recursos políticos. Más bien, la idea de interacción
vincula al sistema político con los procesos a través de los
cuales los sujetos políticos se influyen mutuamente.
b. La asignación autoritaria pone de relieve la tarea fundamental
del sistema político: tomar decisiones sobre asuntos colectivos
respaldadas en el uso potencial o efectivo de la fuerza.
c. Finalmente, la noción de valores remite a la idea de que los
asuntos sobre los cuales se requiere alguna decisión por parte
del sistema político son aquellos que la sociedad considera
importante regular y ordenar su acceso y disfrute.
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Las asignaciones autoritativas implican la distribución-asignación


de objetos valorados por las personas y grupos mediante tres posibles
procedimientos básicos:

a) privando a las personas de algo valioso que poseían,


b) entorpeciendo la obtención de objetos valiosos que de otra
manera se hubieran conseguido, y
c) permitiendo o negando el acceso a valores.

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Easton (1973) acepta la posibilidad de hacer análisis político en


diversos ámbitos pero advierte que solo este adquiere relevancia cuando
se enfoca en analizar el sistema político societario. Desde este punto de
vista, los sistemas parapolíticos (también los denomina sistemas políti-
cos internos o de grupos) son considerados subsistemas de subsistemas.
Dos son las diferencias más importantes que existen entre el sistema
político y los sistemas parapolíticos: por un lado, el sistema político se ocupa
de un universo más amplio de responsabilidades y sus decisiones afectan al
conjunto de la sociedad; por otro lado, dispone de un amplio poder para
solucionar las disputas que se establecen entre los miembros de la sociedad
en torno al acceso a valores escasos, incluida la posibilidad de usar la fuerza.

Cuadro N° 3: ¿Cómo funciona el sistema político?

Ambiente Intrasocietal

Demandas y Sistema
Apoyos Respuestas
Político

Ambiente Extrasocietal
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Proceso de Retroalimentación

Fuente: Elaboración propia.

Según Huntington (1990), el sistema político tiene seis compo-


nentes fundamentales:
a) Cultura: valores, actitudes, orientaciones, mitos y creencias
relevantes para la política y dominantes en la sociedad.
b) Estructura: organizaciones formales por medio de las cuales
se toman decisiones de autoridad (partidos políticos, poderes
estatales, burocracia).

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El sistema político

c) Grupos: formaciones sociales y económicas, formales e informales,


que participan en la política planteando demandas al sistema.
d) Liderazgos: individuos y grupos que ejercen más influencia en
las distribución de los valores.
e) Orientaciones políticas: modelos de actividad gubernamental
conscientemente destinados a determinar la distribución de
costos y beneficios en la sociedad.

Por otra parte, Gabriel Almond (1960) agrega que al sistema


político le corresponden siete funciones, a saber: socialización y re-
clutamiento, articulación de los intereses, agregación de intereses,
comunicación, formación de normas, aplicación de normas y su ad-
ministración judicial.
Almond y Powell (1982), preocupados de los procesos de cambio
que afectan a los sistemas políticos, identifican cinco capacidades, las
cuales, a su vez, pueden analizarse tanto en el ámbito interno (nacional)
como internacional. Cuatro de dichas capacidades dicen relación con
los insumos del sistema político:

a) Capacidad extractiva: se refiere a las diversas maneras en que


el sistema político extrae recursos materiales y humanos desde
el ámbito nacional e internacional (cantidad de recursos, proce-
dencia, costeo, los medios que son empleados para obtener los
recursos). Una de las principales expresiones de esta capacidad
es el sistema tributario.
b) Capacidad regulativa: se refiere al control que ejercen los sis-
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temas políticos sobre los individuos y grupos (capacidad de


coacción legítima), conocer cuáles individuos y grupos se hallan
sujetos a la reglamentación, qué esferas y la frecuencia con que
se ejerce la intervención. Los cambios sociales y culturales van
modificando las esferas que el sistema político somete a regu-
laciones; aparecen nuevas normas que regulan las conductas
de los actores políticos y desaparecen otras que se consideran
obsoletas en el nuevo escenario. Un ejemplo muy claro de lo
primero es posible de observar con las nuevas leyes que pro-
tegen el medio ambiente o la legislación sobre los derechos de

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la mujer, inexistentes hace solo algunas décadas. A la inversa,


un conjunto de regulaciones relativas al funcionamiento de la
economía, como eran las políticas proteccionistas propias del
modelo de industrialización por sustitución de importaciones
(ISI), han desaparecido o se han debilitado en el marco de un
proceso de instalación de una economía abierta.
c) Capacidad distributiva: se refiere a la asignación que el sistema
político hace de los beneficios, servicios, honores y oportuni-
dades entre los diferentes miembros de la sociedad (gastos del
gobierno, empleo público, impuestos, etc.). Si bien la capacidad
distributiva no tiene un sentido que necesariamente signifique
ir en la ayuda de los más pobres, el crecimiento del Estado de
bienestar ha significa un importante proceso de transferencia
de recursos desde los sectores más acomodados a las clases
menos favorecidas.
d) Capacidad simbólica: se refiere a la capacidad efectiva que
tenga el sistema político para generar la adhesión de sus
miembros; importante distinguir entre producción simbólica
y capacidad simbólica (problema de la legitimidad). Almond
y Powell llaman la atención sobre la importancia de la capaci-
dad simbólica: «mediante la prudente creación y explotación
de un conjunto de símbolos, las elites pueden ganar la acep-
tación del público para las políticas que estimen necesarias
pero que imponen sacrificios al pueblo o son impopulares»
(1982: 174).
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La quinta capacidad pone en relación los insumos con los pro-


ductos. La capacidad de respuesta, así se denomina, se encuentra en
directa relación con el desempeño del sistema político en su capa-
cidad para generar insumos: mientras más eficiente y eficaz sea el
sistema político en la obtención de recursos, la aplicación exitosa de
regulaciones, en la distribución y en la producción simbólica, mayor
será su capacidad de respuesta; por el contrario, pobres resultados
en una o más de dichas capacidades afectan negativamente el margen
de maniobra del sistema político al momento de hacer frente a las
demandas ciudadanas.

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El sistema político

Como todo sistema político está sujeto a presiones y demandas inter-


nas y externas, es importante considerar qué grupos plantean demandas
al sistema político, qué clase de respuesta reciben y cuáles son los canales
que existen para ello. Tendemos a pensar que, en el marco de un sistema
político democrático, los ciudadanos y los grupos acceden igualitaria-
mente el sistema político. Pero si el sistema político democrático está
afectado por profundas desigualdades, es probable que algunos grupos
no tengan los recursos mínimos para poder influenciar en el proceso de
toma de decisiones, quedando marginados del sistema político.
Las capacidades de los sistemas políticos se ven alteradas por un
conjunto de factores, entre los que se destacan:

a) Las respuestas del gobierno a las demandas y apoyos ciudada-


nos: puede optar por la represión (incremento de la capacidad
de regulación), indiferencia o sustitución o acomodación (por
medio de estas respuestas, el sistema toma decisiones que bus-
can debilitar ciertas demandas por la vía de elaborar respuestas
que desvíen la atención de los grupos).
b) Los recursos materiales necesarios para mantener el sistema
funcionando: en la medida que el sistema político asume un
mayor cúmulo de responsabilidades, requiere de una mayor
cantidad de recursos para responder a ellas. Mientras mayor es
el volumen de los recursos necesarios para el funcionamiento
del sistema político, mayor es el esfuerzo que la sociedad debe
realizar para su financiamiento por la vía de los impuestos,
haciendo al sistema político más vulnerable frente a las crisis
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de la economía.
c) El aparato organizativo del sistema político: un sistema político
que cuente con una burocracia profesional y honesta tendrá
más opciones de que las decisiones que adopte sean ejecutadas
oportunamente.
d) Los niveles de apoyo: en la medida que el apoyo ciudadano
disminuye, menos dispuestos estarán los ciudadanos a obedecer
y cumplir con las normas y las decisiones del sistema político
(por ejemplo, pagar impuestos, acudir a votar, etc.). Los niveles
de apoyo no solo afectan al gobierno de turno, también puede

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afectar negativamente el respaldo de los ciudadanos al sistema


político mismo.

4.2.- Desafíos al sistema político

De la eficiencia en el ajuste de las diferentes capacidades dependerá


la manera en que el sistema político enfrente los procesos de cambio,
especialmente aquellos derivados de cuatro grandes áreas:
a) Construcción del Estado: la amenaza militar interna o externa
puede afectar la consolidación del Estado nacional, también puede
hacerlo el desarrollo de nuevos objetivos por parte de la elite.
b) Construcción nacional: enfatiza los aspectos culturales.
c) Problema de la participación: emerge cuando nuevos grupos
presionan por incorporarse a las clases que toman las decisiones, o bien
cuando se produce un desajuste entre los principios de la participación
y los mecanismos existentes para ello.
d) Distribución del bienestar: cuando se produce un incremento
en el volumen e intensidad de las demandas que el sistema político
controla o afecta a la distribución de los recursos o valores entre dife-
rentes sectores de la población.

5. Régimen político
De los múltiples componentes del sistema político, el régimen dice
relación con el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el
poder y su ejercicio o con el conjunto de mediaciones institucionales
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que articulan las relaciones entre el Estado y la sociedad.


Easton (1976), simplificando el esquema de Huntington (1990),
señala tres elementos en la composición del sistema político y que
identifica como régimen político:

a) Valores: ideologías, doctrinas, ideas fuerza que son dominan-


tes y que definen los límites de la práctica política y los fines
que puede perseguir el sistema, impactando en las normas y
estructuras de autoridad.
b) Normas: reglas operativas (reglas del juego) que especifican

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El sistema político

los modos en que los miembros del sistema político pueden


participar en el proceso y resolver conflictos. Pueden ser for-
males o informales.
c) Estructuras de autoridad: el conjunto de los roles o modelos
regularizados de comportamiento y de expectativas acerca del
modo en que habrían de comportarse los que ocupan posicio-
nes de poder y cómo actuar frente a ellos. Estas estructuras se
especializan en cuatro grandes áreas:
1. las que toman decisiones (gobierno),
2. las que ejecutan decisiones (administración),
3. las que tratan de obtener el apoyo y la obediencia de los actores
relevantes del sistema o neutralizarlos (aparato coercitivo), y
4. las que se encargan de extraer los recursos necesarios para la
ejecución de las decisiones (fiscal).

De tal manera, es posible distinguir el sistema político del régimen


político y a este del gobierno, circunscrito a aquellas estructuras y
normas que dicen relación con las funciones ejecutivas.
Dada la diversidad de regímenes políticos existentes, una tarea
a la que los politólogos le han dedicado importantes esfuerzos es a
su clasificación y ordenamiento en función de ciertas características
semejantes: se toman una o más variables que se consideran relevantes
y se identifican regímenes en donde dichas variables se comportan de
manera semejante dado lugar a tipologías.
Tal vez la primera tipología de regímenes políticos haya sido la
construida por Aristóteles (1970), para quien el análisis de los regí-
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menes políticos debía considerar dos variables relevantes: el número


de las personas que ejercen el gobierno y el sentido con que dichas
personas llevan a cabo la acción gubernamental: cuando los que go-
biernan lo hacen en beneficio del conjunto de la sociedad, denomina a
esos regímenes como «puros»; cuando los que gobiernan solo lo hacen
pensando en los intereses del propio grupo, por más amplio que este
sea, los denomina «corruptos». Resultado de ello, identifica tres pares
de regímenes políticos:

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Cuadro N° 4: Las formas de gobierno según Aristóteles


Puras Corrupta
Uno Monarquía Tiranía
Pocos Aristocracia Oligarquía
Muchos Politeia Democracia

Fuente: Elaboración propia.

Sin embargo, dada la complejidad que los sistemas políticos van


obteniendo a medida que avanzan las ideas revolucionarias del siglo
XVIII y los procesos independentistas del siglo XIX, surge la necesi-
dad de nuevas clasificaciones, que puedan adaptarse a estas nuevas
realidades. El ideario democrático que nace con fuerza en el siglo XX
enfrentará dos guerras mundiales que propiciarán el surgimiento de
una nueva clase de regímenes políticos no democráticos: los totalita-
rismos y autoritarismos, pero también la mantención de regímenes
tradicionales (Morlino, 2004).

6. Régimen totalitario
Bajo esta concepción han sido tradicionalmente catalogados los
regímenes de la Alemania Nazi y la Unión Soviética, dado que presentan
las siguientes características:

a) Ideología omnicomprensiva y de carácter cerrado.


b) Ausencia total de pluralismo: no solo político, sino también
social, religioso y cultural.
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c) Partido único: una estructura burocrática y jerarquizada, ar-


ticulada a través de una compleja red de organizaciones que
sirven para integrar, politizar, controlar e impulsar la partici-
pación de la sociedad civil.
d) Pseudoparticipación: movilización alta y continua.
e) Confusión Estado-partido-sociedad.
f) Política del terror.
g) Diversas experiencias históricas.
h) Límites no previsibles al poder del líder y a la amenaza
de sanciones.

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El sistema político

Cuadro N° 5: Modelos de regímenes no democráticos


• Democracia racial
Híbrido institucional
• Régimen de transición
• Régimen sultanista
Régimen tradicional
• Oligarquía competitiva
• Tiranía militar • Régimen militar
guardián

Régimen pretoriano • Régimen militar go-


• Oligarquía militar bernante

• Régimen burocrático-militar
• Corporativismo
Régimen civil-militar excluyente
• Régimen corporativo
• Corporativismo
incluyente
• Régimen nacionalista de
movilización

Régimen civil • Régimen comunista de


movilización
• Régimen fascista de
movilización
Régimen totalitario • Totalitarismo de derecha
• Totalitarismo de izquierda

Fuente: Morlino, (1993: 155).

7. Régimen autoritario
El término autoritarismo fue acuñado por Linz (1964) para carac-
terizar a la España de Franco, definiéndolo como un régimen político
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que no es ni democrático ni totalitario, sino que es un tipo distinto,


con ciertas características especiales:

a) Se trata de regímenes políticos que tienen un pluralismo limi-


tado y no responsable:
• actores importantes de tipo institucional (ramas de las fuerzas
armadas y burocracia) y actores sociales políticamente activos
(iglesias y empresariado);
• los actores no son responsables en el sentido que no son
representativos.
b) No existe una ideología definida, sino que esta es reemplazada

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por «mentalidades» entendidas como actitudes intelectuales,


valores generales, sentimientos más o menos ambiguos como
orden, patria, jerarquía, etc.
c) Ausencia de movilización política intensa o extensa, aparatos
represivos y falta de organizaciones movilizadoras.
d) El poder dentro de límites formalmente mal definidos pero
predecibles; es decir, existen limitaciones reales a las libertades
públicas y el poder actúa en un marco de mayor discreciona-
lidad ejercido por un líder o por un grupo reducido.

Esta caracterización ha sido disgregada para lograr una serie de


subcategorías de autoritarismos. Para Morlino (2004), estas son:

a) Regímenes personales: un líder-dictador no temporario


desempeña un papel central.
b) Regímenes militares: un sector de las fuerzas armadas consti-
tuye el actor más relevante.
c) Regímenes cívico-militares o también llamados burocrático-
militares: basados en la alianza entre militares, más o menos
profesionalizados, y civiles, sean estos burócratas, políticos
profesionales, tecnócratas o representantes de la burguesía
industrial y financiera.
d) Regímenes de movilización: la característica de la movilización
limitada se atenúa al punto de casi asimilarlos a regímenes
totalitarios.
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Dentro de esta amplia gama de tipos de autoritarismos también se


encuentra el concepto de regímenes burocrático-autoritarios de O´Donnell
(1992), que se caracteriza por la existencia de una alianza entre sectores
medios, tecnocracia y capital internacional; exclusión de los sectores
populares; disciplinamiento de la sociedad y violencia represiva. Se basa
en la supresión de las dos mediaciones fundamentales: la ciudadanía y lo
popular1. Estos regímenes, según O’Donnell, tienen dos tipos de tareas:
las de restauración del orden y las de normalización de la economía.

1
Ejemplo de esto son los regímenes iniciados en Brasil en 1964, Perú en 1968, Chile
y Uruguay en 1973 y Argentina en 1976.

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7.1. Transición, liberalización y democratización

Junto con la extensa bibliografía existente sobre regímenes autori-


tarios, también hay una no menor cantidad de estudios y teorizaciones
sobre transición.
Según Morlino (1985), este concepto evoca a un periodo ambi-
guo e intermedio en el que el régimen ha abandonado algunas de las
características determinantes del anterior ordenamiento institucional
sin haber adquirido aún todas las características del nuevo régimen.
Algo similar es lo que plantea Nohlen (1984), para quien la transición
coincide con la democratización política en cuanto a las primeras
elecciones libres, primer gobierno elegido y aprobación de una nueva
constitución. Por otra parte, para O´Donnell y Schmitter (1988) es un
intervalo entre un régimen político y otro y, por lo tanto, apela más
bien a límites temporales entre la disolución y el establecimiento de
alguna forma de democracia, como veremos más adelante.
Pero el concepto de transición también se ha clasificado, siendo
una de las tipologías más utilizada la de Karl y Schmitter (1991), que
refiere a dos variables: la utilización unilateral de la fuerza o transac-
ción multilateral, y si es una transición desde abajo o desde arriba, es
decir, si es una iniciativa institucional de la elite política o bien una
presión y movimiento generado desde la ciudadanía. De acuerdo a la
combinación de estas variables, el resultado que nos entregan es:

a) Pactadas: las elites llegan a acuerdo multilateral.


b) Impuestas: las elites utilizan la fuerza de manera unilateral y
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efectiva, superando los anteriores poderes.


c) Reformista: desde abajo se impone una solución de transacción
sin violencia.
d) Revolucionarias: las masas se alzan en armas y se derrota a
los dirigentes autoritarios.

De esta forma, con la llegada de la tercera ola de la democracia


y el estudio de las transiciones, surgen conceptos como liberalización
y democratización, cuya diferencia más importante, según Rustow
(1970), sería que la primera permite hacer efectivos ciertos derechos de
ciudadanía y se flexibilizan los controles propios de un autoritarismo;

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mientras que la segunda «modifica el régimen y se instaura (y respeta)


el pluralismo político».
Por otra parte, los procesos de liberalización para Aguilera de Prat
(2006) tendrían cuatro tipos de desenlace relativamente democráticos: en
primer lugar, el ideal, una plena democracia, en la que existen derechos y
libertades efectivas, elecciones libres, pluralismo real y equilibrios consti-
tucionales; en segundo lugar pueden surgir democracias limitadas, es decir,
aquellas en la que coexisten normas democráticas con normas autoritarias;
una tercera opción es el surgimiento de democracias protegidas, en las que
la coalición autoritaria sobrevive al régimen con importantes recursos de
poder que le permiten imponer ciertas condiciones; finalmente, pueden sur-
gir regímenes híbridos, aquellos que son conocidos como «dictablandas»
o «democraduras». Finalmente, según Aguilera de Prat (2006), los índices
de democracia que dan paso a una genuina poliarquía constitucional son:

a) el proceso decisional del gobierno es el resultado de medios


democráticos y
b) las elecciones libres deciden el resultado de la competencia por
el poder.

Una vez definidos los conceptos, Aguilera de Prat (2006) reconoce


algunos aspectos comunes a todas las transiciones:

a) hay un impulso al compromiso democrático por parte de todos


los actores;
b) existe un respeto global a la nueva legalidad;
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c) las fuerzas armadas asumen una posición de neutralidad y son,


a su vez, neutralizadas por el nuevo orden político; y
d) los partidos políticos son las únicas estructuras con intereses
vitales en la consolidación del régimen democrático y la com-
petencia electoral, lo que les impulsa a fortalecerse.

Otro concepto al que debemos referirnos en el contexto de las tran-


siciones es el de enclaves autoritarios. Estos han sido conceptualizados
por Garretón como herencias del régimen anterior que se mantienen en
las nuevas democracias y, tal como él explica, «estos enclaves pueden ser

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El sistema político

institucionales (constitución, leyes, etc.), «actorales» (fuerzas armadas


con poder de veto, derecha no democrática, etc.), socioculturales (va-
lores autoritarios, conformismo, etc.) o ético-simbólicos (problemas de
derechos humanos no resueltos), y las estrategias frente a ellos pueden
ser de diversos tipos (legales, presión, etc.)» (1991: 104).
Para complementar estas «interferencias» al ejercicio democrático
debemos incorporar el concepto de «enclaves de transición» que desa-
rrolla Siavelis. Aunque estos han sido pensados y discutidos para el caso
chileno, nos parece relevante presentarlos en este apartado de discusión
sobre las transiciones. Estos «han nacido a partir de modelos políticos
y las interacciones consolidadas durante este periodo, es decir, entre
1988 y 2005» (2009: 5). De esta forma, para Siavelis son enclaves de la
transición aquellas instituciones formales e informales que cumplen con:

a) tener un origen en la dinámica de un modelo político previo,


b) ser difícil de desplazar por motivos prácticos o institucionales, y
c) proteger o preservar los intereses políticos de los principales
actores que tienen un interés en mantenerlos.

Los enclaves de transición son, para el caso chileno: el cuoteo, el control


de la elite en la selección de candidatos y la política electoral, la dominación
de los partidos en la política, la formulación de políticas elitistas y extra-
institucionales y la intocabilidad del modelo económico (Siavelis, 2009).

8. Regímenes democráticos
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La democracia es una idea muy antigua que se puso en práctica


por primera vez en la Atenas de hace más de dos mil quinientos años.
Se trató de un gobierno muy breve y excepcional no solo en el contex-
to de la época, sino en el mismo espacio de las ciudades griegas. Tan
excepcional que la humanidad tendrá que esperar hasta las grandes
revoluciones de la modernidad para observar la reaparición de las
ideas atenienses.
No obstante tratarse de una experiencia tan lejana y de ser nuestras
sociedades tan distintas de aquellas, nuestras ideas sobre la democracia
siguen estando influidas fuertemente por aquella experiencia. Cuántas

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veces hemos escuchado la famosa frase de Lincoln: «La democracia es


el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo».
Por otra parte, Giovanni Sartori (2005) enumera las caracterís-
ticas de la democracia ateniense para, desde allí, hacer el contraste
con la democracia moderna. El ejercicio es interesante porque deja en
evidencia la vigencia de los valores democráticos al tiempo que pone
de manifiesto las dificultades derivadas de lograr que se adapten a las
características de las sociedades modernas. La democracia ateniense
se caracteriza por:

a) la polis griega como comunidad,


b) cercanía entre gobernantes y gobernados (autogobierno),
c) democracia directa,
d) desigualdad socioeconómica (esclavitud y discriminación de
la mujer y los extranjeros),
e) centralidad de la política (ciudadanos a «tiempo completo»),
f) concepto limitado de ciudadanía y
g) noción de libertad arraigada en el espacio público (idea nega-
tiva de lo privado).

En contraposición, la democracia moderna se caracteriza por:

a) Estados modernos como asociación racional (diversidad cul-


tural y ética),
b) distancia creciente entre el gobierno y los gobernados (demo-
cracia representativa),
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c) rechazo de la desigualdad económica,


d) actividad política como una actividad marginal (revalorización
de la vida privada),
e) concepto amplio de ciudadanía, y
f) libertad individual se vincula a otros ámbitos, ninguno definido
como el más importante.

La aceptación de la democracia si no como el mejor, al menos


como el menos malo de los sistemas políticos, nos hace pensar que
desde que Heródoto la planteara literalmente como el «poder del

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El sistema político

pueblo», esta ha sido una extensa búsqueda, pero, como dice Sartori
(2005: 29), «durante milenios el régimen político óptimo se denominó
República (res pública) la cosa de todos y no democracia». Mientras
la democracia tenía su eje en el «poder de alguien», la república hace
alusión «al interés en algo» (Sartori, 2003).
No obstante lo anterior, de pronto la democracia recupera su va-
lor conceptual y se transforma en algo positivo, ahora con un nuevo
significado. Es decir, se transforma en un concepto complejo que, a
decir de Sartori (2005), implica tres significados:

a) es un principio de legitimidad,
b) es un sistema político llamado a resolver los problemas del
ejercicio del poder, y
c) es un ideal.

Es interesante observar que el argumento de Sartori respecto de


estos tres elementos conlleva la pregunta respecto de cómo el deber
ser se transforma en ser. La democracia queda así tensionada entre
las evidencias que aporte el análisis empírico y las expectativas que se
derivan de las dimensión normativa y utópica; dicho de otra manera,
la democracia se asume como un régimen dinámico que permite su-
perar las limitaciones del presente definiendo un horizonte «deseable»
superador de las actuales limitaciones.
En la difícil tarea de buscar mejores formas de democracia han
surgido nuevos conceptos; así emergió la democracia social, popular,
económica, deliberativa, radical, etc. Todos estos calificativos eviden-
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cian algún aspecto que se considera importante mejorar para, de esa


forma, perfeccionar la democracia (Del Águila y otros, 1998).
En otras ocasiones, estos calificativos derivan de los resultados de
investigaciones empíricas que identifican variables relevantes a partir
de las cuales se diferencian distintos tipos de democracia: democracia
parlamentaria o presidencialistas, de consenso o mayoritarias, federales
o unitarias, bipartidistas o multipartidistas (Lijphart, 2000).
Dejando de lado estos esfuerzos por clasificar los diferentes tipos
de democracia (tanto desde una perspectiva empírica como normativa),
nos centraremos en los aportes de dos grandes politólogos, quienes se

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centran en identificar los elementos mínimos sin los cuales el régimen


político deja de ser democrático.
En primer lugar, según Bobbio (1984), un concepto mínimo de
democracia se caracteriza por definirla como un régimen político que
asegura la participación política de la mayoría de la sociedad (no todos);
es decir, define mecanismos que permiten expresar los intereses y opi-
niones de la ciudadanía. Un segundo elemento se refiere a la definición
de una regla para resolver las controversias y la falta de unanimidad en
los intereses: la regla de mayoría. Finalmente, es necesaria la existencia
de alternativas en la competencia electoral.
Según Bobbio, el proceso de profundización de la democracia debiera
avanzar hacia la democratización social, incorporando áreas que en la
actualidad se manejan con criterios no democráticos.
Por otra parte, Dahl (1993) nos presenta el concepto de poliarquía.
Este autor afirma que la idea de democracia tiene una fuerte carga
idealista que nos sitúa en un escenario específico (el ateniense), muy
diferente del contexto social actual de las democracias. Para evitar esa
confusión, Dahl denomina a las «democracias realmente existentes»
como «poliarquías», poniendo de relieve el elemento central que a su
juicio define a los regímenes democráticos: la dispersión del poder en
múltiples grupos.
Desde este punto de vista, la poliarquía es un régimen político que
postula como necesaria la existencia de correspondencia entre los actos
de gobierno y los deseos e intereses de los que son afectados por ellos.
Se trata de un régimen político que posee una continua capacidad de
respuesta del gobierno a las preferencias de los ciudadanos, los cuales
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son considerados políticamente iguales. En este sentido, Dahl habla


de una dicotomía entre oportunidades y garantías.
Para que un régimen democrático sea capaz de responder a tiempo,
todos los ciudadanos deben tener semejantes oportunidades de:

a) formular preferencias,
b) expresar esas preferencias individual o colectivamente a otros
individuos y al gobierno, y
c) lograr que tales preferencias sean consideradas por igual, sin
discriminación.

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Por otro lado, para que existan dichas oportunidades deben existir,
al menos, ocho garantías:

a) libertad de asociación y organización,


b) libertad de pensamiento y expresión,
c) derecho de voto,
d) derecho de los líderes políticos a competir por el voto electoral,
e) fuentes alternativas de información,
f) posibilidad de ser elegido para cargos públicos,
g) elecciones libres y correctas, e
h) instituciones que hacen depender las políticas gubernamentales
del voto popular y otras expresiones de preferencia.

Ambas aproximaciones definen conceptos mínimos de democracia,


un conjunto de elementos que deben estar para que un régimen sea
considerado democrático. Sin dichos elementos no hay democracia,
pero a ese mínimo se pueden agregar otros elementos que permiten
perfeccionarla.
Cuando ese concepto mínimo ha sido concebido como el punto de
llegada de lo que la democracia puede ser, las denominadas corrientes
pluralistas se han transformado en lo que se conoce como elitismo
democrático. Si bien el elitismo tiene reconocidos exponentes (Michels,
Paretto, Mosca e incluso el mismo Weber), entre los cuales algunos
ubican a Dahl, es Schumpeter el que representa más claramente los
principios y preocupaciones del elitismo.
Para Schumpeter, la democracia es un «método político (…) un
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cierto tipo de arreglo institucional para arribar a decisiones políticas,


legislativas y administrativas». Surge entonces el método democrático,
«el arreglo institucional para arribar a decisiones políticas mediante el
cual los individuos adquieren el poder de decisión mediante la lucha
competitiva por los votos» (1984: 311-312).
A la inversa, en donde para el elitismo se encuentra uno de los
principales problemas de las democracias, es decir, el exceso de ex-
pectativas de participación ciudadana, para los participacionistas se
encuentra la posibilidad de perfeccionamiento de la democracia. Uno

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de los principales exponentes de las corrientes participativas es C. B.


Mcpherson (1992).
Ya sea que se tomen estos dos modelos más tradicionales, o bien se
adscriba a otro de los muchos que existen, es importante considerar que
el desarrollo de la democracia, entendido como su actuar de la misma
y no necesariamente su consolidación, se realiza a través de la interac-
ción de una serie de instituciones, como los gobiernos, las legislaturas,
el sistema de partidos y los grupos de interés, entre otros.
Es entonces cuando se hace necesario el análisis de Arend Lijphart,
quien distingue entre democracias mayoritarias y consensuales, depen-
diendo del carácter que adquiere la interacción entre aquellas. Vuelve
así la pregunta más básica al definir los sistemas políticos: «¿quién
gobernará, y a los intereses de quién responderá el gobierno cuando el
pueblo esté en desacuerdo y tenga preferencias divergentes?» (2000: 13).
De esta forma, la respuesta que encuentra Lijphart (2000: 14)
es que:

El modelo mayoritario (o de Westminster) concentra el poder político


en manos de una mayoría escasa y, a menudo, incluso en una mera
mayoría relativa en lugar de una mayoría, mientras el modelo consen-
sual intenta dividir, dispersar y limitar el poder de distintas formas.

En esta línea, Lijphart (2000) distingue diez diferencias entre un mo-


delo de democracia y otro, que se agrupan en dos grandes dimensiones:
a) dimensión Ejecutivo-partidos; y b) dimensión federal-unitaria. Cada
una de ellas contiene cinco diferencias, a saber:
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a) concentración de poder ejecutivo en gabinetes mayoritarios


de partido único frente a la división del poder ejecutivo en
amplias coaliciones multipartidistas;
b) relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo en las que
el ejecutivo domina frente al equilibrio Ejecutivo-Legislativo;
c) bipartidismo frente a sistemas multipartidistas;
d) sistemas electorales mayoritarios desproporcionales frente a
la representación proporcional; y
e) sistemas de grupos de interés de mayoría relativa con competen-
cia libre entre los grupos frente a sistemas de grupos de interés

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coordinados y «corporatistas» orientados al compromiso y a


la concertación.

En la segunda dimensión, en tanto, se encuentran:

1. gobierno unitario y centralizado frente a gobierno federal y


descentralizado;
2. concentración del poder legislativo en una legislatura unica-
meral frente a la división del poder legislativo en dos cámaras
igualmente fuertes pero constituidas de forma diferente;
3. constituciones flexibles que aceptan enmiendas mediante ma-
yorías simples frente a constituciones rígidas que únicamente
pueden cambiarse por medio de mayorías extraordinarias;
4. sistemas en los que las legislaturas tienen la última palabra en
lo referente a la constitucionalidad de su propia legislación
frente a sistemas en los que las leyes están sujetas a una revisión
judicial para analizar el grado de constitucionalidad mediante
tribunales supremos o constitucionales; y
5. bancos centrales que dependen del Ejecutivo frente a bancos
centrales independientes.

Por otra parte, O’Donnell ha desarrollado el concepto de democracia


delegativa, que se relaciona directamente con aquellos regímenes demo-
cráticos que son resultado de transiciones desde uno no democrático.
En este sentido, el autor nos recuerda que «los académicos que han
estudiado las transiciones y consolidaciones democráticas han señalado
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repetidamente que, dado que sería incorrecto suponer que todos estos
procesos culminan en el mismo resultado, se necesita una tipología de las
democracias» (1994: 7-8). En este sentido, las democracias delegativas

se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial


tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado,
restringido por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y
por un periodo en funciones limitado constitucionalmente (1994: 7-8).

De acuerdo a esta diferenciación de O’Donnell (1994), las demo-


cracias que surgen de procesos de transición, aunque cumplen, si no con

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todos al menos con la mayoría de los requisitos, no son democracias


consolidadas, aunque puedan permanecer en ese estado largamente.
No son regímenes que enfrenten amenazas autoritarias pero tampoco
avanzan hacia una profundización democrática, manteniéndose en
un permanente status quo debido a las restricciones institucionales
(formales e informales) que toman la forma de enclaves autoritarios
(Garretón, 1991) o enclaves de transición (Siavelis, 2009).
La existencia de una democracia delegativa, y la permanencia de los
mencionados enclaves, se relaciona con lo que, siguiendo a O’Donnell
(1994), se puede entender como una segunda transición, un periodo
más complejo y muchas veces más extenso que el primero (es decir,
que el que dio origen al régimen democrático).
Más allá del tipo de democracia de la que se trate, es importante
rescatar algunas tensiones inherentes a la democracia que han sido
desarrolladas por Diamond (1999), a saber:

a) Consentimiento versus efectividad: los ciudadanos entregan su


consentimiento a los representantes a través de la aceptación
de las reglas del juego democrático, pero también a través de
la evaluación positiva que se hace del ejercicio del poder de
esas autoridades, entonces, el consentimiento se mantiene a
través de la efectividad de las autoridades.
b) Representatividad versus gobernabilidad: la democracia busca
la representatividad de los intereses de la sociedad en el sistema
político, pero esto debe estar en equilibrio con la mantención de
la capacidad de gobernar y del funcionamiento de las distintas
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instituciones decisoras aun al costo de tomar decisiones contra


los propios intereses o los de algún sector de la población.
c) Conflicto versus consenso: el primero es inherente a la democracia
debido a la convivencia de distintas visiones, pero, como tal, el
régimen democrático debe velar porque este se mantenga dentro
del marco institucional, fomentando la búsqueda de consenso.

La existencia de estas paradojas nos lleva a un componente muy


relevante de las democracias, sin importar de cuál de ellas se trate: la
participación política. Esto pues la ciudadanía no solo ha de tener una

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participación electoral sino también ejercer una función de control, en


términos de O’Donnell (2007), a través de la accountability vertical.
Sin embargo, la participación tiene ciertas limitantes respecto de
las posibilidades de institucionalizarse, las que se pueden resumir en
tres grandes corrientes:

a) las limitantes propias de los espacios de participación,


b) las exigencias de racionalidad de las políticas públicas frente
a la «racionalidad limitada» de la ciudadanía, y
c) el debilitamiento de la democracia representativa.

No obstante estas limitantes, lo cierto es que la participación no


solo es necesaria, sino que efectivamente existe, ya sea de forma insti-
tucionalizada como no institucionalizada:

Cuadro N° 6: Tipos de participación según institucionalización


y relación con la autoridad

Institucionalizada No institucionalizada
Exige a la autoridad Mecanismos de democracia directa Protesta
Movimientos sociales
Diálogo con la autoridad Consejos Propuesta
Mesas de concertación Incidencia

Fuente: Remy, 2005 en De la Maza, 2009.

Ahora bien, según De la Maza (2009), estos mecanismos se pueden


implementar para participar en tres grandes áreas:
a) diagnóstico y formación de agenda,
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b) formulación de políticas de adopción de decisiones, y


c) gestión.

9. El gobierno
Al igual que el término democracia, el concepto de gobierno ha
sufrido una serie de modificaciones a lo largo de la historia, pero,
independiente de ello, existen tres grandes formas de verlo: como la
cabeza del Poder Ejecutivo, y, en este sentido, como el grupo o clase
de personas que dirige esta parte del Estado; como un sinónimo de

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régimen político, es decir, como el ordenamiento general del Estado,


con sus funciones, actores y regulaciones; y, finalmente, como una
actividad, la del ejercicio del poder, controlado y fundamentado en el
control último del recurso de la fuerza coercitiva. Tal como lo presenta
Cotta, «el gobierno representa en principio, el elemento constante en
la variada fenomenología de la política y que en cuanto tal está ex-
tremadamente cerca de lo elemento definitorios de la propia política»
(Cotta, 1994: 3.012).
Desde una perspectiva funcional, el gobierno, según Cotta, cumple
básicamente con dos responsabilidades: una hacia el interior y otra
hacia el exterior. La primera dice relación con el problema del orden,
la integración y la paz interna, mientras que la segunda se relaciona
con la guerra y la paz externas. Por otra parte, y en un segundo eje, el
gobierno puede ser analizado y finalmente entendido desde una pers-
pectiva cualitativa y una cuantitativa, es decir, respecto de las tareas
que cumple o respecto de la extensión que tiene (Cotta, 1994).
De acuerdo a las formas que adquiere un gobierno, la clasificación
más tradicional habla de: gobierno parlamentario, semipresidencial
y presidencial.
El gobierno parlamentario tiene su génesis en la transición des-
de una monarquía constitucional a una monarquía parlamentaria, y
expresa, tal como menciona Joaquím Lleixá, «el conflicto entre dos
legitimidades; la legitimidad liberal-democrática, esgrimida y simbo-
lizada por el parlamento, y la legitimidad de signo tradicional propia
de la corona» (Lleixá, 2006: 464).
Esta disputa genera una convivencia no exenta de conflictos en la
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que se terminan diferenciando las jefaturas de Estado y de gobierno,


quedando la segunda al arbitrio del Parlamento y su capacidad para
lograr los apoyos necesarios para formar gobierno. Las fórmulas son
variadas pero pueden resumirse, de acuerdo a Pasquino, en que

de algún modo, los gobiernos parlamentarios deben tener una relación


positiva, definida por la existencia explícita, es decir expresada con un
voto de confianza (verificación de la mayoría), o bien implícita, vale
decir hasta que no interviene un voto de desconfianza (pérdida de la
mayoría) con sus parlamentos (2004: 90).

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Son entonces los partidos políticos representados en el Parlamen-


to quienes forman mayorías que le permitan conformar gobierno, y
mantenerse en él, pero los mecanismos de conformación del gobierno
y el comportamiento y configuración del sistema de partidos varían
caso a caso, y pueden ser tan disímiles como el caso inglés y el italiano.
Si analizamos los argumentos a favor del parlamentarismo nos en-
contramos con el más tradicional: la estabilidad. Los parlamentarismos
conforman gobiernos que pueden dar salidas más rápidas y concretas
a liderazgos desgastados, pues la mantención del gobierno en el poder
no está amarrada a un periodo fijo de tiempo, sino a la existencia de
un voto de confianza o de un voto de censura. Por otra parte, en el
ámbito del sistema de partidos, como es necesario lograr la mayoría,
no solo para lograr el gobierno sino también para mantenerlo, se tiende
al consenso, y aunque existe competencia por los votos es esperable
una relación posterior de cooperación.
Esta cooperación, además, no es solo entre los partidos, sino tam-
bién entre el líder y los partidos, pues estos últimos necesitan un líder
capaz de ganar elecciones, mientras que este no puede llegar al gobier-
no sin el apoyo partidario. Por otra parte, el sistema parlamentario
moderno generalmente ha producido burocracias estatales mucho más
eficientes, debido a que se crea una burocracia estatal profesional (Linz
& Valenzuela, 1989). Finalmente, existen dos elementos que también
dan cuenta de una mayor estabilidad en los regímenes parlamentarios.
El primero de ellos tiene que ver con los incentivos que se generan en el
parlamento para apoyar al gobierno, y el segundo con la complicidad
que surge debido a la dualidad de funciones entre ministros y parla-
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mentarios, lo que además genera acumulación de experiencia política.


Todas estas características hacen que el parlamentarismo sea una
buena alternativa pues «relativiza el poder». De esta forma resulta ser
el mejor sistema para una sociedad pluralista y crea un contexto más
libre para el sistema empresarial, debido a que la política puede ser
más «continua» (Linz & Valenzuela, 1989).
Un alternativa intermedia entre el parlamentarismo y el presi-
dencialismo es el semipresidencialismo, plenamente identificado con
la Quinta República Francesa, y que, como explica Sartori, «divide
en dos al presidencialismo al sustituir una estructura monocéntrica

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de autoridad con una autoridad dual», y continúa estableciendo


que «cualquier constitución semipresidencialista deberá establecer
de alguna manera una diarquía entre un presidente, que es el Jefe
de Estado, y un Primer Ministro, que encabeza al gobierno» (1994:
136-137). Es importante la precisión que realiza Sartori en el sentido
de que este sistema no es una síntesis entre el presidencialismo y el
parlamentarismo, sino una alternativa diferente que debiera cumplir
con las siguientes características:

a) El Jefe de Estado o Presidente debe ser electo por el voto po-


pular por un periodo determinado.
b) El Jefe de Estado comparte el Poder Ejecutivo con un Primer
Ministro, con lo que se establece una estructura de autoridad
dual cuyos tres criterios definitorios son:

1. El Presidente es independiente del Parlamento, pero no se le


permite gobernar solo o directamente, en consecuencia, su
voluntad debe ser canalizada y procesada por medio de su
gobierno.
2. De la otra parte, el Primer Ministro y su gabinete son indepen-
dientes del Presidente porque dependen del Parlamento; están
sujetos al voto de confianza y/o al voto de censura y en ambos
casos requieren el apoyo de una mayoría parlamentaria.
3. La estructura de autoridad dual del semipresidencialismo
permite diferentes balances de poder así como predominios
de poder variables dentro del Ejecutivo, bajo la rigurosa con-
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dición de que el «potencial de autonomía» de cada unidad


componente del Ejecutivo subsista.

Por otra parte, el presidencialismo, principalmente presente en Amé-


rica Latina, es un tipo de gobierno basado en la unificación de la jefatura
de Estado y de gobierno por un periodo fijo de tiempo, que expresa y
contiene la separación de los poderes del Estado con relativa autonomía
de los parlamentarios y un sistema de checks and balances, pero que con-
tiene en sí mismo, según Linz (1990), una dificultad asociada a la doble
legitimidad democrática, es decir, que tanto el Poder Ejecutivo (encarnado

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por el Presidente) como el Congreso han sido electos democráticamente y,


por lo tanto, recibirían en igualdad de condiciones la legitimidad electoral.
Para Sartori (1994) se está en presencia de un presidencialismo
cuando se cumplen tres condiciones mínimas respecto del Jefe de
Estado:

a) es electo popularmente,
b) no puede ser despedido del cargo por una votación parlamen-
taria durante su periodo preestablecido, y
c) encabeza o dirige de alguna forma el gobierno que designa.

Es importante también rescatar el planteamiento de Lanzaro


(2001), quien señala que, así como Lijphart clasifica a las democracias
parlamentarias como mayoritarias o consensuales, es también posible
clasificar los presidencialismos tal como se observa en la siguiente tabla:

Cuadro N° 7: Tipos de presidencialismo y modos de gobierno

Modos de gobierno

Regímenes de gobierno Parlamentarismo de mayoría Parlamentarismo de coalición


Presidencialismo de mayoría Presidencialismo de coalición

Fuente: Lanzaro (2001).

De esta forma, en un gobierno presidencial el ejercicio del poder


se realizará de forma más o menos inclusiva de las distintas posiciones
existentes dentro del sistema político.
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Ahora bien, de acuerdo a lo planteado por Sartori, una vez que


tenemos claridad respecto del tipo de gobierno es importante conocer

las principales variables que conducirían a un gobierno eficaz. Las


variables son siempre numerosas, pero las básicas serían: 1) número
de partidos relevantes, es decir, el número de partidos con representa-
ción parlamentaria; 2) grado de polarización, la distancia ideológica;
3) disciplina partidaria, el ordenamiento de los militantes respecto de
las directrices del partido y de este respecto de la coalición cuando
corresponda (Lijphart, Arendt y otros, 1991: 11).

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9.1. Relaciones Ejecutivo-Legislativo

El ejercicio del poder político está determinado en los regímenes


democráticos por el tipo de relación existente entre el Poder Ejecutivo
y el Legislativo, que se tienen que relacionar justamente porque, tal
como nos plantea Blondel,

las legislaturas se ven enfrentadas con una situación que es profun-


damente diferente a aquella sobre la cual Locke y Montesquieu se
basaron para otorgar un rol tan importante y autónomo al «poder
legislativo»: en su modelo, las funciones de las legislaturas estaban
claramente separadas de las del Ejecutivo. Los legisladores quedaban
a cargo de las leyes y los ejecutivos de las actividades del Estado. Sin
embargo, tal distinción corresponde mucho más a la realidad de la
vida política de los siglos XVII y XVIII que a la que emergió a fines
del siglo XIX (2006: 12).

Es decir, la separación formal de los poderes del Estado se mantiene


en el ámbito de la legalidad, pero la realidad del ejercicio político nos
muestra que ambos están inseparablemente unidos, en especial desde
el punto de vista de la gobernabilidad, a la que nos referiremos al final
de este capítulo.
Dado este carácter de inherencia al ejercicio político, debemos
mencionar cuáles son los factores que determinan las formas que adop-
tará esta relación. En primer lugar, por cierto está influida por el tipo
de régimen y el tipo de gobierno, pues ambos determinan las cuotas
de poder de ambas instituciones, pero también estará determinada
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por la Constitución y la normativa legal (que entregará los límites y


facultades), la estructura del Parlamento (tanto si es bicameral como
unicameral y su tamaño), los partidos políticos (tanto la cantidad de
partidos relevantes, su estructuración en el sistema de partidos y en
torno al gobierno) y la cultura política.
Sobre esta relación, Cox y Morgenstern (2001) presentan una
tipología de las legislaturas según su relación con el Ejecutivo, de la
cual surgen tres grandes categorías: generadoras, capaces de formar y
remover gobiernos; proactivas, propician y sancionan sus propuestas;
y los reactivas, que enmiendan y vetan las propuestas del Ejecutivo,

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y que se pueden subdividir en serviles o subordinadas, dispuestas a


negociar y recalcitrantes.
Estos elementos de interacción entre los poderes Ejecutivo y Le-
gislativo son centrales en la gobernabilidad, que no es otra cosa que
la capacidad de gobernar, en la que interactúan distintas instituciones
mediadas por elementos menos empíricos como la cultura política o el
contexto social (Alcántara, 1994), mientras que otras aproximaciones
incorporan la economía y el manejo económico como componentes de
la gobernabilidad. De esta forma, mantener la «capacidad de gober-
nar» es finalmente el objetivo de las instituciones que interactúan en el
sistema político, especialmente en términos del referente democrático.

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