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«Statement on Human
Rights». En: American Anthropologist, ser. nov., oct.-dec. 1947, vol. 49, n. 4, pt. 1, pp. 539-543.
ISSN 0002-7294. eISSN 1548-1433. doi:10.1525/aa.1947.49.4.02a00020.
Son las dos caras de un mismo problema, puesto que resulta obvio que los grupos están
formados por individuos, y que los seres humanos no existen fuera de las sociedades de
las que forman parte. El problema consiste, pues, en formular una declaración de
derechos humanos que no se limite tan sólo a proclamar respeto por el individuo como
un individuo. Hay, además, que tener muy en cuenta al individuo como un miembro del
grupo social del que forma parte, cuyos modos aceptados de vida modelan su
comportamiento, y con cuyo destino está inextricablemente ligado el suyo.
Antes de que podamos enfrentarnos a este problema, nos es necesario señalar algunos
de los resultados de las ciencias que se dedican al estudio de la cultura humana, los
cuales deben tenerse en cuenta si la Declaración ha de estar en consonancia con el
estado actual del conocimiento sobre el hombre y sus modos de vida.
Si empezamos, como debemos, con el individuo, nos encontramos con que desde el
momento de su nacimiento, no sólo su comportamiento, sino también su pensamiento,
sus esperanzas, sus aspiraciones, los valores morales que dirigen su acción, justifican y
dan sentido a su vida a sus propios ojos y a los de sus compañeros, están modelados por
el conjunto de las costumbres del grupo del que llega a ser miembro. El proceso
mediante el cual esto se realiza es tan sutil, y sus efectos son de tan largo alcance, que
sólo después de una considerable preparación somos conscientes de ello. Por
consiguiente, si la esencia de la Declaración es ser, como debe, una declaración en la
cual se resalte el derecho del individuo a desarrollar su plena personalidad, entonces
debe estar basada en el reconocimiento de que la personalidad del individuo sólo puede
desarrollarse en los términos de la cultura de su sociedad.
A lo largo de los últimos cincuenta años, las muchas formas en las que el hombre
resuelve los problemas de la subsistencia, de la vida en sociedad, de la regulación
política de la vida de grupo, de llegar a un acuerdo con el Universo y satisfacer sus
impulsos estéticos, han sido ampliamente documentadas por las investigaciones de
antropólogos entre pueblos que viven en todo el mundo. Todos los pueblos logran estos
fines. Sin embargo, ninguno lo hace de la misma manera, y algunos emplean medios
que difieren, a menudo notablemente, entre sí.
Las consecuencias de este punto de vista han sido desastrosas para la humanidad. Se
han utilizado doctrinas de la ‘responsabilidad del hombre blanco’ para llevar a cabo la
explotación económica y negar el derecho al control de sus propios asuntos a millones
de personas por todo el mundo, cuando no la expansión de Europa y América ha
supuesto el exterminio literal de poblaciones enteras. Racionalizada en términos que
adscriben inferioridad cultural a estos pueblos, o en concepciones sobre el retraso en el
desarrollo de su ‘mentalidad primitiva’, que ha justificado que se mantengan bajo la
tutela de sus superiores, la historia de la expansión del mundo occidental ha estado
marcada por la pérdida del valor de la personalidad humana y la desintegración de los
derechos humanos en los pueblos sobre los cuales se ha establecido la hegemonía.
Los valores de los modos de vida de estos pueblos han sido, en consonancia con lo
anterior, malentendidos y despreciados. Creencias religiosas que desde tiempos remotos
han convencido, y permitido un ajuste con el Universo, han sido atacadas como
supersticiosas, inmorales, falsas. Y, en la medida en que el poder lleva implícito su
propia convicción, esto ha impulsado el proceso de pérdida de valores iniciado por la
explotación económica y la pérdida de autonomía política. La responsabilidad del
hombre blanco, la misión civilizadora, ha sido ciertamente pesada. Pero su peso no lo
han soportado los que, frecuentemente con toda honestidad, han viajado a lugares
lejanos del mundo para sacar adelante a aquellos que consideraban inferiores.
Llegamos pues a la primera propuesta que el estudio de la psicología humana y de la
cultura establece como esencial en el diseño de una Declaración de Derechos Humanos
de acuerdo con el conocimiento existente.
1. El individuo realiza su personalidad a través de su cultura, y, por tanto, el
respeto de las diferencias individuales conlleva un respeto por las
diferencias culturales.
No puede haber libertad individual; es decir, no puede haberla cuando el grupo con el
que el individuo se identifica no es libre. No puede haber un desarrollo pleno de la
personalidad individual, mientras los hombres que tienen el poder para reforzar su
dominio le sigan diciendo al individuo que el modo de vida de su grupo es inferior al de
aquellos que ejercen el poder.
Esto va más allá de una cuestión académica, como se hace evidente si uno se mira a sí
mismo en el mundo tal y como existe hoy. Personas que en un primer contacto con los
Europeos y los Americanos podrían estar impresionados y parcialmente convencidos de
la superioridad de sus gobernantes, han llegado, a través de dos guerras y una depresión,
a reexaminar lo nuevo y lo viejo. Muestras de amor a la democracia, de devoción a la
libertad han llegado con algo menos que convicción a los que se les ha negado el
derecho a llevar sus vidas de la manera que les parecía más apropiada. Los dogmas
religiosos de los que profesan la igualdad y practican la discriminación, que destacan la
virtud de la humildad y son ellos mismos arrogantes al insistir en sus propias creencias,
tienen poco sentido para las personas cuya devoción a otras creencias hace estas
inconsistencias tan claras como el paisaje del desierto a la luz de la luna llena. Pocos se
preguntan si estas personas, a quienes se les ha negado el derecho a vivir en los
términos de su propia cultura, no están descubriendo nuevos valores en viejas creencias
que han sido llevados a cuestionar.
Estas personas, que viven de acuerdo a valores no contemplados por una Declaración
limitada, no tendrán, por tanto, libertad para participar plenamente en el único derecho y
el único modo apropiado de vida que pueden conocer, en las instituciones, dictámenes o
fines que constituyen la cultura de su sociedad particular.
Incluso donde existen sistemas políticos que niegan a los ciudadanos el derecho a
participar en su gobierno, o intentan conquistar pueblos más débiles, puede apelarse a
valores culturales subyacentes para que la gente de estos estados se dé cuenta de las
consecuencias de los actos de sus gobiernos, y por tanto frene la discriminación y la
conquista. Ya que el sistema político de un pueblo es sólo una pequeña parte de su
cultura total.
Deben ser básicos los patrones mundiales de libertad y justicia, basados en el principio
de que el hombre sólo es libre cuando vive de acuerdo a como su sociedad define la
libertad, y de que sus derechos son aquellos que él reconoce como miembro de su
sociedad. A la inversa, un orden mundial efectivo sólo puede ser imaginado en tanto
que permite el libre juego de la personalidad de los miembros de sus unidades sociales
constitutivas, y saca fuerza del enriquecimiento que deriva del juego entre
personalidades variadas.
La aclamación mundial concedida a la Carta Atlántica, antes de que se haya
manifestado su restringida aplicabilidad, es una evidencia del hecho de que la libertad es
entendida y vista por pueblos que tienen las más diversas culturas. Únicamente cuando
una declaración de los derechos del hombre a vivir según sus propias tradiciones se
incorpore a la Declaración propuesta, podrá darse el siguiente paso de definir los
derechos y deberes de los grupos humanos en relación los unos a los otros, sobre la base
sólida del conocimiento científico actual del Hombre.
24 de junio de 1947