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El mejor de los vinos

Dolores Aleixandre, R.S.C.J.

Mi padre fue comerciante de vinos en Caná de Galilea y, desde pequeño, me habitué a


escucharle dar su opinión al catarlos, después de permanecer unos instantes con los ojos
cerrados para concentrarse en el sabor y el aroma de lo que probaba:

- Éste resulta muy afrutado...; éste, demasiado áspero..., éste es de una cosecha
espléndida...

Sin darme cuenta fui aprendiendo yo también y, con el paso de los años, me hice
indispensable en los banquetes y fiestas, no sólo de Caná sino de toda la comarca y, a veces,
hasta de fuera de Galilea. Por eso, cuando Ana y Bartolomé, dos jóvenes de Caná, decidieron
casarse y me pidieron que hiciera de maestresala en el banquete de su boda, acepté con gusto:
conocía a los padres de ambos, comerciantes de buena posición, y estaba seguro de que no
iban a regatear nada con tal de que la celebración fuera un éxito y los convidados estuvieran
satisfechos.

Habíamos preparado todo con esplendidez, incluso por encima del cálculo de invitados
que esperábamos, pero cuando me di cuenta de que faltaba sitio en las mesas y que iba
entrando más gente de la prevista, empecé a preocuparme. Vi a María de Nazaret, una amiga
de la madre del novio, pero, junto a ella, apareció también su hijo Jesús con su grupo de
amigos inseparables, y cuando los vi llegar pensé: “Como cada invitado se traiga a sus
parientes y a los amigos de sus parientes, las previsiones se nos vienen abajo...”

Y eso fue lo que ocurrió: empezó a faltar vino y los sirvientes iban y venían nerviosos
entre la gente, con sus jarras vacías. Yo estaba medio furioso medio avergonzado, pensando no
sólo en mi fracaso, sino sobre todo en el disgusto de los novios y sus familias, que iban a ser
recordadas como tacañas o, al menos, como poco previsoras, y su alegría se iba a ahogar en el
agua que era la única bebida que podíamos servir.

Vino para alegrar la fiesta


De pronto, un sirviente se me acercó con un cacillo lleno de vino y me dijo que lo
probara: lo hice y ¡era el mejor de cuantos había probado en mi vida! ¿Qué estaba ocurriendo?
Me dirigí muy alterado hacia el novio y lo encontré con una copa en la mano.

- ¿De dónde ha salido este vino?, le pregunté. ¿Por qué no me has avisado de que
guardabas para el final este vino, infinitamente mejor que el que hemos servido al principio? Y
si lo tenías, ¿cómo has permitido que pasáramos tan malos momentos, pensando que se había
acabado? Se echó a reír mientras apuraba el contenido de la copa y me di cuenta de que el vino
comenzaba a hacerle efecto.

- Sé tanto como tú, me dijo, pero te aseguro que me da igual, que beban todos y se
embriaguen en este día inolvidable...

Yo seguía asombrado y busqué al sirviente que me había traído el vino: me contó que
habían notado inquieta a María, la de Nazaret, al darse cuenta de que escaseaba el vino, y la
vieron hablando en voz baja con su hijo que, al parecer, hizo un gesto de desentenderse del
asunto. Entonces ella, inesperadamente, se acercó a los servidores y les susurró:

- Mi hijo va a hablar con vosotros, hacedle caso aunque os parezca extraño lo que os
diga. Fiaos de él y hacedlo.

Entonces Jesús se levantó y les ordenó que llenaran de agua las tinajas: ellos, aunque
atónitos, le obedecieron, y fue entonces cuando les dijo que me lo dieran a probar a mí.
El festín mesiánico
Miré a Jesús sentado entre su gente, bebiendo y riéndose como todos, y de pronto me
vinieron a la memoria palabras del Cantar de los Cantares que había escuchado más de una vez
en la sinagoga:

Ya vengo a mi jardín, hermana y novia mía,


a recoger mi bálsamo y mi mirra,
a comer de mi miel y mi panal,
a beber de mi leche y de mi vino.
Compañeros, comed y bebed,
y embriagaos, amigos míos (Cant 5,1)

¿No sería esta abundancia de vino un signo de los tiempos definitivos, de los
desposorios de Dios con su pueblo? ¿No estaría llegando hasta nuestro pequeño rincón de
Galilea la primera ráfaga del viento mesiánico, el anuncio de que habían acabado los tiempos de
escasez y estábamos entrando en la era de la esplendidez y del derroche?

No me atreví a acercarme a Jesús, ni a intentar desvelar su secreto: pensé que lo


importante no era saber sino saborear, no dominar ni controlar, sino asombrarnos, admirarnos,
abrirnos a la irrupción del gozo y de la gratuidad.

Y acogerlo con la alegría desbordante de la novia que espera radiante la llegada del
novio, y recibe de sus manos la copa del mejor vino de bodas.

TIEMPO PARA ORAR


Sitúate en Caná y colócate junto a una de las enormes tinajas de piedra llenas de agua
que Juan, intencionadamente, dice que eran “de piedra, destinadas a las purificaciones de los
judíos”. Es su manera de hacer ver la rigidez pétrea y la inutilidad del agua a la hora de animar
una fiesta. Siente todo lo que hay de agua encerrada e inmóvil en tu vida, todo aquello a lo que
quizá das valor de “purificarte” o acercarte a Dios, pero que te deja frío y es tan incapaz como
la piedra de movilizar tu vida.

Contempla después la sala de bodas, después de haber circulado entre los invitados el
vino que contienen ahora las tinajas: la preocupación se ha convertido en júbilo, hay una
comunicación expansiva, se brinda por los novios...

Reconoce y agradece todo lo que en tu vida se parece al vino, lo que te dilata y anima,
lo que te da sentido de fiesta. Acércate a María y cuéntaselo. Pídele que te acompañe hasta
donde está Jesús y que le susurre: “No tiene vino..., pero quiere hacer lo que tú le digas”.
Quédate un rato bajo la mirada de los dos.

Dolores Aleixandre, R.S.C.J.


«Relatos desde la Mesa Compartida» (pág. 19-21, 23-24)
Editorial CCS. Colección Maná, nº 1
Madrid, 2000

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