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HISTORIA Y MEMORIA EN ESTADO DE EXCEPCIÓN

Pablo Sánchez León, Sebastian Faber y Jesús Izquierdo Martín

En dos notas recientes en El País, Fernando Savater y Santos Juliá adoptan una posición
escéptica ante la celebración de la memoria histórica, aduciendo casos extranjeros—Yugoslavia,
Argentina—para advertir de sus peligros supuestamente inherentes. Aunque de por sí sus notas
aportan poca novedad—forman parte de una polémica de jugadas repetidas en que han
participado también Almudena Grandes, Javier Cercas, Joaquín Leguina (en El País) y Josep
Fontana (en Público)— su intervención invita a reflexionar críticamente acerca de la utilidad de
las comparaciones internacionales en la discusión sobre el lugar que debe asignarse a la memoria
y la historia en una sociedad democrática.

En “Duelo por la República” (25 de junio) Juliá niega que quepa hacer una distinción
moral entre la violencia republicana y la franquista porque en ambos casos se buscaba el
exterminio del enemigo; afirma asimismo que la Transición se hizo posible gracias a la decisión,
por parte de importantes sectores de los dos bandos, de renegar de ese legado violento y de ver la
Guerra Civil “como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el
futuro”; finalmente, advierte contra “la demanda de justicia transicional 35 años después de la
muerte de Franco”, fenómeno que, acuñando un interesante neologismo, asocia con “la creciente
argentinización de nuestra mirada al pasado” (énfasis nuestro).

Por su parte, en “Recuerdos envenenados” (22 de junio) Savater elogia el libro del
politólogo estadounidense David Rieff, Against Remembrance [Contra el recordar/conmemorar]
en donde se advierte del peligro de la memoria histórica o colectiva porque ésta puede hacer
“que la historia misma se parezca más que a nada a un arsenal lleno de armas necesarias para
mantener las guerras o hacer de la paz algo tenue y frío". “[L]a Historia” —resume Savater a
Rieff— “se ocupa de los sucesos como algo pasado, es decir que ya no está, mientras que la
memoria colectiva conmemora el pasado como aún presente —para bien o para mal— y como
razón fundamental de las empresas actuales”. “[L]a memoria colectiva” —remata— selecciona,
sacraliza y mitifica de acuerdo con el narcisismo del grupo y sus ambiciones del momento”, una
posición cercana a la defendida en otros lugares por Juliá.
Es irónico que Juliá y Savater se apoyen en ejemplos extranjeros considerados en
negativo cuando han sido los grupos que claman por el reconocimiento de las víctimas del
franquismo, el fin de la impunidad, la exhumación de fosas comunes, la convocatoria de una
Comisión de la Verdad, etc., los que precisamente han tendido a invocar positivamente el
derecho internacional y el modelo que ofrecen las transiciones realizadas en otros países, como
Sudáfrica, Argentina, Chile, Uruguay, etc. De hecho, es difícil negar que la reciente evolución de
la legislación internacional en torno a los derechos humanos y la justicia transicional ha venido a
reforzar las lecturas críticas de la Transición Española y la institucionalización de la impunidad
que en ella se efectuó. Desde esta perspectiva internacional, la posición de Savater y Juliá se
muestra provinciana, incluso hasta retrógrada, un fenómeno que resulta llamativo en dos
intelectuales con un marcado perfil moderno y liberal.

Con todo, lo verdaderamente curioso es su insistencia en una lectura excepcional de la


historia española. Pues la cuestión de fondo no es la implicación cualitativa y cuantitativamente
diferente de las instituciones del gobierno republicano o del franquista en las matanzas ocurridas
en sus respectivos territorios. Ni si es o no asumible que la Transición acarrease la decisión de
no dejar que el pasado determinara el futuro, ni si ciertos abusos y mitificaciones del pasado
puedan ser movilizados para fines abominables. No. La cuestión de fondo es hasta qué punto el
Estado podrá permitirse ignorar mucho más tiempo los tratados internacionales —firmados por
España— que abordan la investigación de las desapariciones forzadas y la reparación de los
derechos de las víctimas de represión; y si la intelligentsia española que ayudó a orquestar la
Transición puede seguir mucho tiempo haciendo caso omiso de la evolución de la opinión
pública internacional en lo concerniente a cuestiones de memoria histórica, máxime en países
donde ésta se ha convertido en punto de convergencia de movilizaciones ciudadanas
democráticas, como es el caso de Argentina, Chile o México, pero también de España. Según
Savater, “[l]a memoria de los crímenes puede estar justificada en tanto viven quienes los
cometieron”, afirmación que lleva implícita la tesis de que cabe olvidarlos una vez que éstos han
muerto, lo cual implicaría que debemos olvidarnos de los crímenes cometidos en la Gran Guerra
y la Segunda Guerra Mundial, así como de los asesinatos de un determinado terrorista cuando
quiera que éste muera.
Qué duda cabe que los políticos se han servido siempre de lecturas interesadas,
tergiversadas y mitificadas del pasado para fines de movilización social no siempre morales. No
tiene sentido sin embargo reducir todo el fenómeno de la memoria histórica a esos abusos,
contrastándola con una noción idealizada —y falsa— de la historia como práctica científica
“pura”. La universidad no es un espacio exento de presiones y prejuicios políticos e ideológicos.
Por su parte, una comunidad democrática no puede vivir sin unos criterios mínimamente
compartidos acerca de cómo valorar el pasado y el futuro. La historia de ese pasado implica una
selección previa, una trama y cierta base moral, y los relatos a los que da lugar han de ser a su
vez aprendidos y por tanto difundidos y enseñados a un público no académico a través de medios
y lenguajes que no son los mismos de los que se sirven los historiadores en su práctica científica.
Esa memoria histórica reside y se moldea en libros de texto, museos, monumentos y placas,
exposiciones, novelas, películas, telenovelas, conmemoraciones; mas, en una sociedad
democrática, esta actividad cultural —así como las políticas que la canalizan— no puede ignorar
las necesidades y deseos de los ciudadanos, a título individual o en grupo, que requieren ser
reconocidos como partícipes de la construcción colectiva del pasado de la comunidad. Nos guste
o no, la memoria histórica constituye una parte vital de la vida en democracia, y por tanto de la
condición de ciudadano. En este sentido, es una lástima que dos catedráticos de reconocido
prestigio, en lugar de emplear su considerable capacidad analítica y su amplio conocimiento para
abordar el tema de la memoria colectiva, tiendan a demonizarla de forma tan poco matizada,
irónicamente con la pretensión de influir sobre una realidad cuya entidad niegan, tratando así de
cuestionar la capacidad de sus conciudadanos para moldearla activamente.

Insistir como ellos hacen de forma implícita en la excepcionalidad de la historia española,


y pretender extenderla, como hacen de manera más explícita, al conocimiento que los españoles
deben tener de su propio pasado violento, es una forma fácil de evitar temas y preguntas
incómodas. Como afirma Tony Judt en su obra Postwar, si las democracias occidentales
modernas pueden mantener alguna pretensión de civilización, ésta reside precisamente en su
disposición a hacer frente a su propio pasado, por incómodo que ello resulte. Lo que Juliá llama
“creciente argentinización de nuestra mirada al pasado” no es sino el efecto de la imparable
internacionalización en clave moral de la mirada hacia el pasado. Aunque a algunos les pese, a
veces es demasiado tarde para preservar la idiosincrasia en un entorno de globalización ética: ya
no cabe abordar los crímenes de lesa humanidad producidos o arrinconados en la guerra de 1936,
la dictadura franquista y la transición democrática como parte de una historia singular hacia la
libertad de un supuesto pueblo elegido, sino como parte de una historia global que supera las
fronteras nacionales, para lo cual por cierto contamos con un instrumental teórico adecuado de
alcance general. ¿Acaso la democracia española no se estableció justamente para acabar con una
historia en permanente estado de excepción?

Pablo Sánchez León y Jesús Izquierdo Martín son autores de La guerra que nos han contado.
1936 y nosotros (Alianza Editorial, 2006); Sebastián Faber es autor de Anglo-American
Hispanists and the Spanish Civil War: Hispanophilia, Commitment, Discipline (Palgrave, 2008).

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