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Lejos de ser una actividad marcada por la pasividad, leer ejercita las neuronas y modifica nuestro cablerío
interior. En un pasillo de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba, un hombre lee.
Devora con la mirada. Sus ojos saltan de una palabra a otra sin arrojar ancla en puntos, comas o paréntesis.
Ninguno de los alumnos que corren desesperados esquivando carteles rosas de la agrupación estudiantil “La
Freud” para llegar a tiempo a una clase –teórica– sobre libido y sexualidad sospecha que este lector obsesivo no
lee como cualquiera. Manuel Carreiras se alimenta de frases, párrafos y capítulos con una ventaja: este
psicólogo español conoce de primera mano los secretos científicos de la lectura, aquellos procesos silenciosos
que se activan en nuestros cerebros en el preciso momento en que un libro –novela o ensayo– nos hipnotiza y
nos secuestra del mundo. “Al leer, tres áreas de la corteza exterior del cerebro trabajan: el lóbulo frontal,
encargado de procesar las imágenes; el lóbulo occipital, que asocia los símbolos que percibimos, o sea, las letras
con un significado, y también el lóbulo temporal –cuenta el director científico del Centro Vasco de Cognición,
Cerebro y Lenguaje (BCBL) en San Sebastián, sin quitar los ojos del libro El tiempo entre costuras de María
Dueñas–. Se ven claras diferencias morfológicas entre los cerebros de aquellos que leen y aquellos que no”.
A diferencia del carácter instintivo del lenguaje –solo basta con estar inmerso en una comunidad para aprender
un idioma–, la lectura y la escritura requieren una instrucción formal. Y, pese a que ahora convivamos con estas
capacidades tan naturalmente, no existen desde siempre: la lectura es una invención relativamente reciente en la
historia de la humanidad. Apareció en diversos sitios del planeta en distintas épocas. En Mesopotamia en el
3000 a.C., en China en el 1200 a.C. y en Mesoamérica en el 500 a.C. Fue, sin embargo, hace poco que
psicólogos y neurocientíficos corrieron la cortina y descubrieron algo ya sabido desde hace siglos por escritores,
libreros, profesores de literatura, promotores de editoriales y suplementos literarios: leer nos transforma por
dentro. Y mucho.
Carreiras y su equipo de investigadores fueron más allá del sentido común y lo pusieron a prueba. Para ello,
compararon las imágenes de resonancia magnética de los cerebros de veinte ex guerrilleros colombianos adultos
que habían completado un programa de alfabetización con imágenes cerebrales de otros veintidós ex
guerrilleros adultos analfabetos. Y los resultados, publicados en la revista Nature, fueron sorprendentes: las
personas alfabetizadas mostraron un incremento importante en la materia gris, es decir la densidad neuronal, y
en la materia blanca, aquella encargada de conectar los dos hemisferios del cerebro.
“Cada vez que leemos, nuestro cerebro cambia. La lectura provoca alteraciones estructurales como todo
aprendizaje –dice Carreriras, fanático de John Le Carré e invitado por la Asociación Argentina de Ciencias del
Comportamiento–. El cerebro es un órgano muy plástico. Y leer es para la mente como ir al gimnasio.
Desencadena procesos complejos y automatizados. Por eso nos parecen tan simples”.
La lectura está omnipresente en nuestra sociedad de la (hiper)información. Curiosamente, una vez que
aprendemos a leer no podemos hacer otra cosa que leer palabras. Y lo hacemos a una velocidad tremenda:
cuatro palabras por segundo. O sea, una palabra cada 250 milisegundos. Ninguna actividad humana moviliza y
ejercita tantas variedades de memoria como la lectura: al leer ponemos en acción la memoria verbal y visual,
realizamos varias operaciones complicadas de codificación ortográfica, semántica, fonológica. Nuestro cerebro,
por ejemplo, es sensible a la ortografía, a la posición de las letras en una palabra. No es lo mismo “sol” que
“los”.
Cuando leemos, cuenta Carreiras, no nos detenemos letra por letra. Escaneamos el texto. Si bien no dejamos de
reconocer letras, no somos conscientes de eso. Leemos a pantallazos. Extraemos información a través de
muchas fuentes de información. De ahí, la importancia de la tipografía, la relevancia del diseño gráfico, del
“traje” que viste a un texto. Lo cual explica también por qué no es exactamente lo mismo leer en un libro, en
Internet o en un Kindle, aunque se trate del mismo texto, de las mismas palabras escritas por el mismo autor.
“Además, cuando leemos un texto predecimos, rellenamos. Hay procesos de reconocimiento de palabras. La
lectura es dinámica y se hace salteando letras y pedazos de palabras. Por eso, para ejercitar la memoria y
retrasar los síntomas del Alzheimer la mejor recomendación es leer habitualmente y hablar una segunda
lengua”, revela este especialista en psicolingüística y neurocognición conocido también por investigar por qué
ciertos chicos tienen problemas de lectura.
Leer, así, no es una actividad marcada por la pasividad. Es el combustible de las neuronas, una actividad que
nos enriquece cerebralmente. Y que mueve también nuestro cablerío interno. Según un estudio realizado en la
Universidad de Cambridge, Inglaterra, si una palabra viene acompañada por una serie de estímulos no
lingüísticos cuando la leemos –ya sea un sonido, un olor, una sensación–, cada vez que nuestro cerebro vuelva a
percibirla se estimularán también las áreas encargadas de procesar el estímulo no lingüístico asociado. O sea:
cuando leemos palabras como “chocolate”, “medialunas” o “huevo frito” en nuestro cerebro se activan también
aquellas zonas que utilizamos para captar olores y gustos.
Pero esta habilidad y costumbre, además de fortalecer la imaginación y la concentración, trasciende el mero
hecho de consumir símbolos. “La lectura nos permite hablar con los muertos”, decía Francisco de Quevedo en
el siglo XVI. Conecta personas a través de décadas y kilómetros, rompe las barreras del tiempo y el espacio: la
lectura (y su hermana siamesa la escritura) nos permite transmitir pensamientos de generación a generación. Se
puede legar toda una cultura porque ha quedado impresa mientras que los rasgos de la oralidad se pierden en el
aire (¿cómo hablaban los egipcios?).
Sin la lectura viviríamos en un mundo meramente inmediato, en un presente continuo como lo hace el resto de
los animales. O peor: no tendríamos la capacidad de abstracción e imaginación que la escritura y la lectura
incentivan.
Leer también nos vuelve más veloces mentalmente y permite que nuestra experiencia sensorial sea más rica. En
el caso de los libros gordos, aquellos que superan las 300 páginas, la lectura inmersiva y profunda es el antídoto
contra la tiranía de la superficialidad (y brevedad) de las redes sociales que nos bombardean de estímulos
dejándonos siempre como adictos o, peor, como los perros de Pavlov que salivaban ante un nuevo sonido. En
nuestro caso, la lucecita del celular.
Como explica Emanuele Castano, profesor de psicología en la New School for Social Research de Nueva York,
en un paper publicado en la revista Science, leer –y no solo leer cualquier cosa sino libros de ficción de calidad,
no obras light de Paulo Coelho u Osho– mejora un conjunto de habilidades que nos dan mayor empatía con el
prójimo. Aceita procesos de pensamiento fundamentales en las relaciones sociales complejas como los que
intervienen en el acto de entender el pensamiento y las emociones de otros.
Stéphane Mallarmé, el gran crítico y poeta francés del siglo XIX, decía que, al leer, un concierto solitario y
silencioso se produce en nuestra mente. Todas nuestras facultades mentales están presentes en esa exaltación
sinfónica. Neurocientíficos y psicólogos como Carreiras ahora amplían esta imagen: leer es una actividad tan
musical como eléctrica. Todo un festín para el cerebro.
SÁBADO, 10 DE ABRIL DE 2004
L O S D E S AF I O S D E L R U B I K , E L " C U B O M AG I C O "
Más cubistas que el cubo Por Federico Kukso
Hace treinta años, un pequeño cubo multicolor conquistó el mundo. Los cubistas y los descendientes de Picasso tuvieron
que salir corriendo a disipar dudas y rumores, y confesar que no tenían nada que ver con todo eso. En realidad, el
culpable (si así se lo puede llamar) fue un tal Ernö Rubik, para entonces un treintañero escultor, arquitecto, diseñador y
profesor de la Escuela de Artes Comerciales de Budapest (Hungría), a quien, para estimular a sus anémicos estudiantes
no le quedó otra que crear este rompecabezas tridimensional –un cubo cuyas seis caras están divididas en nueve partes,
lo que conforma un total de 27 piezas que se deben articular para lograr que cada cara tenga un color en particular–, al
que le endilgó el nombre de büvös kocka (cubo mágico, en húngaro). (Pocos años después confesó que en realidad el
juego nació de la necesidad de dar con algún tipo de estímulo que ayudara a su hijo discapacitado a pensar y coordinar
colores y combinaciones matemáticas con las que ejercitar su mente.)
Simpleza, belleza y gracia se mezclan en este juguetito, pronto conocido por el nombre de su inventor; hoy, uno de esos
objetos de culto que despiertan, en un rush de nostalgia suscitado por un ataque ochentoso, expresiones del tipo “¿te
acordás de...?” o “sí, yo lo tenía”.
Vivió en la miseria y era constantemente golpeado por su padre y por su hermano. Tal como explica el escritor
Álvaro Abós, "la curiosidad y el miedo trenzaron fábulas y fantasías sobre Godino. Su historia, además de
comportar una tragedia humana, desnudó las caras de la Argentina de entonces, el régimen conservador y el
país de la inmigración". Alimentado por la prensa amarillista y los relatos a veces con cierta fantasía sobre el
personaje, el Petiso Orejudo fue convertido en un "monstruo" de la época.
En el caso Russo, a pesar de que Cayetano repitió la historia en la que decía ser el liberador del menor, fue
arrestado. Pero al poco tiempo lo liberaron por falta de mérito. Pasaron años sin que nadie, salvo su preocupado
padre, comprendiera que aquel jovencito de orejas aladas, analfabeto y pirómano, que finalmente se convertiría
en un asesino serial.
Tres muertes
El año 1912 sería clave: tres muertes terminarían por dejarlo al descubierto. Los dos primeros fueron los
crímenes de Arturo Laurora y Reina Bonita Vainicoff. El primero, un niño de 13 años, fue hallado muerto a
golpes y estrangulado en una casa vacía en enero de 1912. Dos meses después, a Reina Bonita, de 5 años, la
prendieron fuego y falleció al poco tiempo debido a las quemaduras. No fue sino hasta el crimen de Jesualdo
Giordano, ese mismo año, que este joven asesino cayó finalmente en manos de la Justicia.
El Petiso ahorcaba a sus víctimas con un piolín Fuente: Archivo
Jesualdito no tenía ni cuatro años cuando desapareció de la puerta de su casa. Su cadáver apareció en un baldío,
estrangulado con un piolín y con un clavo en la sien. La imagen horrorizó a la población, que ya acusaba a
Cayetano por el horroroso crimen. Los vecinos denunciaron que la última vez que habían visto a Jesualdito,
caminaba de la mano con el "Orejudo". La policía lo detuvo el 4 de diciembre, y Cayetano confesó sus
crímenes.
Sin remordimientos
-Siente usted remordimientos por lo que ha hecho?
-No entiendo...
Así contestó Santos Godino a la pregunta de uno de los doctores que lo examinó una vez que fue apresado,
acusado de cometer numerosos y crueles asesinatos. Tenía apenas 15 años cuando fue procesado por los
asesinatos de los niños Arturo Laurora, Reina Bonita Vainicoff y Jesualdo Giordano.
Luego de una serie de peritajes psiquiátricos, fue declarado, en principio, inimputable, por considerárselo
irresponsable, aunque se decidió su internación provisoria en el Hospicio de las Mercedes. Sin embargo, por
decisión del Ministerio Público, el Petiso fue trasladado a la Penitenciaría Nacional, en aquel entonces ubicada
en Las Heras y Coronel Díaz.
Su último traslado fue a la Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia, -hoy convertida en un museo- donde cumplió
su condena por "cuatro homicidios, siete tentativas de homicidios frustrados por las circunstancias, siete
incendios intencionales, algunos de los cuales revistieron carácter grave".
En 1927 se lo sometió a una cirugía para reducir el tamaño de sus orejas, ya que algunas teorías sostenían que
eran el origen de su crueldad. Esta decisión se dio en el marco del predominio de principios positivistas de la
época, que sostenían la idea de "peligrosidad" de algunas personas y el concepto de la delincuencia nata.
Santos Godino falleció en 1944 y sobre su muerte hubo diferentes versiones. Oficialmente se atribuyó el deceso
a una úlcera. Sin embargo, hay quienes sostienen que fue castigado por haber asesinado a las mascotas de la
prisión -unos gatitos- y habría muerto a causa de una hemorragia interna causada por la paliza. Incluso los
rumores que corrían por la época decían que la esposa del director de la cárcel usaba el cráneo del Petiso como
pisapapeles. Tal vez esa anécdota sea parte del imaginario morboso, lo que es cierto, es que el Petiso Orejudo
existió, y se convirtió en el primer personaje tenebroso de la historia criminológica del país.
En este encierro de casi medio siglo, el país lo perdió de vista muchas veces. Se sucedieron hechos de todo tipo
–catástrofes, gestas y crisis–, pero a Carlos Eduardo Robledo Puch nadie le arrebató su nefasto sitial: es el
asesino argentino más famoso de todos los tiempos. Se le adjudican 11 crímenes que, todavía hoy, niega
enfáticamente. En el tribunal de San Isidro que finalmente lo condenó, el 27 de noviembre de 1980, se
presentaron 36 cargos en su contra: 10 homicidios calificados, un homicidio simple, 16 robos calificados,
dos raptos, dos violaciones y cinco hurtos menores. Técnicamente, admiten los letrados, ya podría estar libre.
Y él lo solicita religiosamente, con cartas de su puño y letra dirigidas a los gobernadores de turno, desde
Alejandro Armendáriz (1983-1987) hasta María Eugenia Vidal.
Nadie le lleva el apunte. Ni parece dispuesto a estampar una firma que lo saque del penal de Sierra Chica, donde
pasa sus días en una celda de seis metros cuadrados, haciendo crucigramas, leyendo novelas y jugando al
ajedrez. Con un frondoso prontuario que incluyó robos, asesinatos y violaciones, Robledo Puch fue detenido en
1972 y sentenciado ocho años después, en los tribunales de San Isidro. Lo acusaron de 36 delitos y le cupo la
cadena perpetua. “Este juicio fue un circo romano”, desafió.
Las décadas transcurridas no fueron capaces de borrar su infame leyenda. Y la película de Luis Ortega (El
Ángel, recientemente estrenada con gran éxito) lo devolvió a la opinión pública. Para aquellos que vivieron la
época, el look setentista de Lorenzo Ferro (de impecable interpretación) disparó el gatillo de los recuerdos: allí
estaba el rostro angelical y a la vez siniestro de Robledo Puch, su camiseta a rayas, el pelo revuelto, las manos
esposadas. La crónica policial más comentada de la Argentina, regada de pólvora y sangre como preludio de su
época más oscura.
VIVIR Y DEJAR MORIR. Lo apodaron El Ángel de la Muerte. Tenía 20 años recién cumplidos (hoy anda por
los 66), un pasar de clase media en Olivos (al Norte de la Capital Federal) y la apariencia de un pibe común y
corriente, fachero, delicado, enteramente fascinado por las motos, el incipiente rock nacional y los jeans de
marca. No era, ni por asomo, el más piola de la barra. Directamente, no pertenecía a ninguna. Solitario, poco
sociable, apenas se relacionaba con los jóvenes del barrio y la escuela. Desde chico había sufrido bullying por
su profusa cabellera rojiza y lo tildaban de "afeminado". El asombroso parecido de Ferro quedó en
evidencia en varias escenas de la película. Una de las más emblemáticas tiene que ver con su detención y
posterior traslado, cuando vestía una camisa a cuadros. Un caso que sigue conmoviendo al país. Tuvo una
novia, Mónica, la única que se le recuerda, cuyo nombre ahora es un tatuaje que le decora el pecho lampiño, a la
altura del corazón. Hijo de una alemana (Aída Josefa Hadebank, fallecida en 1993 en un manicomio, tras dos
intentos de suicidio) y el salteño Víctor Elías Robledo Puch (inspector de la General Motors, descendiente de
Güemes –nada menos– y muerto en 2005), no tuvo hermanos. Su rebeldía adolescente, paulatinamente,
desbordó los límites de lo esperable.
A los 16 años inauguró un profuso prontuario al robar una moto. Ya lo habían expulsado del Instituto Cervantes
de Vicente López por mala conducta reiterada. Allí conoció a Jorge Ibáñez, dos años menor, lo más parecido
que tuvo a un amigo. Pero no. Fue apenas el compinche de fechorías (¿y un amor reprimido?). El mismo
Ibáñez que terminó muerto en un accidente automovilístico el 5 de agosto de 1971, en Cabildo y Quesada,
cuando el conductor del vehículo era el propio Robledo Puch. La familia de Ibáñez, con antecedentes delictivos,
apadrinó la incipiente carrera delictiva de "Carlitos". Y siempre sospechó de aquel "accidente" que terminó con
la vida de su hijo. Allí vivía. La casa de Borges 1856, en Olivos, donde se crió Robledo Puch, retratada en 1972,
cuando cayó detenido. Con la compañía de Ibáñez y luego con otro aliado (Héctor Somoza), Robledo Puch robó
y mató a destajo, imperturbable, con una sangre fría que asombró a policías, jueces y peritos. Ágil para
escabullirse y saltar, mostraba una llamativa resolución para delinquir. En el otoño de 1971 cometió la primera
de sus tropelías, empleando su sello distintivo: el asesinato a traición. Tras robar un negocio de repuestos para
autos, mató al sereno y disparó sobre su mujer y la cuna donde dormía el bebé de ambos (ellos dos
sobrevivieron). Una semana después liquidó al gerente y a un empleado del boliche Enamour, de Olivos, y se
llevó 350.000 pesos. Y acribilló al sereno del supermercado Tanti, también en su Olivos natal, para llevarse
cinco millones de pesos (uno de sus mayores botines).
Entre sus víctimas se contaron mujeres: la primera fue una adolescente de 16 años, Virginia Rodríguez, a
quien le asestó cinco tiros por la espalda (el cadáver apareció en Pilar). Una semana más tarde hizo lo mismo
con la modelo Ana María Dinardo, de 23 años. Ambas, además, fueron violadas en el auto. Supo asaltar,
además, un par de agencias de autos, otro supermercado y una ferretería de Carupá, siempre en la zona Norte.
Allí, el 3 de febrero de 1972, no sólo descargó su revólver contra los dos serenos: además, asesinó a Somoza, su
cómplice, y le desfiguró el rostro con un soplete. El mismo que había utilizado para vulnerar la caja fuerte. El
Angel de la Muerte se había cuidado de borrar rastros y pistas de todos sus crímenes. Pero en éste, un descuido
lo condenó inexorablemente: en las ropas del cuerpo de Somoza, la Policía halló el documento de Robledo
Puch. Las últimas imágenes que se conocen del criminal fueron tomadas en el penal de Sierra Chica, donde
permanece preso desde hace cuatro décadas. El periodista y escritor Rodolfo Palacios (autor de la excelente
biografía de Robledo Puch y co-guionista de El Angel) lo entrevistó varias veces en su celda de seis metros
cuadrados. Un acercamiento que permitió conocer varias de sus facetas.
Lo detuvieron el 4 de febrero, todavía manchado por el uso del soplete, sin bañarse, y fue llevado a la
Comisaría Primera de Tigre. Vestía una camisa a cuadros y, debajo, una remera a rayas, prendas que quedaron
asociadas para siempre a su imagen. En el piano de su casa, donde aprendió a tocar a Mozart y a Bach, había
escondido media docena de revólveres y cantidad de billetes. A su madre –que lo quiso y defendió hasta el
último día de su vida– le decía que ganaba buen dinero como mecánico automotriz. Trasladado a la cárcel de La
Plata a la espera del juicio, adujo que la Policía falseó su declaración. Que robó, pero que nunca mató. Que todo
eso había sido obra de sus cómplices. Cuarenta y seis años después, Robledo Puch insiste con su inocencia de
los cargos más graves. En 1973 logró fugarse de la cárcel y deambuló durante 68 horas por Buenos Aires y el
Conurbano. Lo recapturaron dos agentes, no muy lejos de su casa, sin siquiera tener que perseguirlo.
La exitosa película de Luis Ortega, que convocó a 385.693 espectadores en sus primeros cuatro días, recrea el
recorrido del asesino múltiple argentino más famoso de todos los tiempos. "Sí, soy yo", les dijo. Se entregó y
jamás volvió a caminar las calles. En 1980, cuando finalmente lo condenaron a cadena perpetua, el país siguió
los alegatos con enorme expectativa.
"Esto es un circo romano", desafió con su archiconocida media sonrisa, socarrona y maliciosa. Y prometió
regresar a la sociedad, para manejar un camión por todas las rutas argentinas. Hasta ahora, su sueño sigue
trunco. El talento de Luis Ortega –y un verdadero elenco de lujo– reinstaló la efigie de Robledo Puch en
carteles, posters y artículos. Y en sólo cuatro días llevó 385.693 espectadores a las salas de cine. "No quiero
que se haga una película de mi vida", supo protestar en un viejo reportaje. Pero dejó una salvedad: "Si
alguien tuviera que interpretarme, que sea Leonardo DiCaprio", dijo, cediendo a su consabido
narcisismo.Toto Ferro, sin nada que envidiarle al ganador del Oscar, entregó un debut consagratorio. Pensar que
cuando él nació, en 1998, Robledo Puch ya llevaba preso un cuarto de siglo.La semana que viene llegará a los
17.000 días tras las rejas. Toda una vida… por tanta muerte. Por Eduardo Bejuk.