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Costumbres de Kant1
Lisímaco Parra
Universidad Nacional de Colombia
1
necesariamente ella habrá de incurrir. Y tampoco podré agotar esa gran
complejidad argumentativa que se oculta tras de lo que sólo en apariencia es una
presentación sencilla. Sin remedio, el lector habrá de volver muchas veces más al
texto kantiano.
2
racional filosófico”, que según nos dice el título es el punto de llegada del primer
capítulo, no va a decir nada distinto a lo que el sano entendimiento común ya posee.
La función de la filosofía no es pues la de contradecir la concepción que el
entendimiento común tiene de la moral: “no hace falta ciencia ni filosofía para saber
qué se tiene que hacer para ser honrado y bueno, e incluso sabio y virtuoso” (404, 5-
7). Creo que en esta confianza ciega en el conocimiento que de la moral haya de
tener una razón ordinaria y no particularmente cultivada bien pude descubrirse en
Kant a un seguidor de Rousseau5.
La primera gran dificultad consiste en que la comprensión del principio moral por
parte del sano entendimiento común suele estar entremezclada, y como enturbiada
por contenidos ajenos a aquel. Por ello, aunque reiterando que la labor de la
filosofía no será la de enseñar (lehren), ella sí tendrá que aclarar (aufklären) esta
comprensión espontánea. La labor de aclarar, resultará tan compleja, que Kant
dedicará a ella los dos primeros capítulos de nuestro libro. Y hacia el final del
segundo capítulo, descubrimos a un Kant orgulloso que considera que precisamente
5 Compárese, por ejemplo, la afirmación de Kant antes citada con la frase que da
cierre al discurso rousseauniano de 1750 sobre las ciencias y las artes: “Oh virtud,
ciencia sublime de las almas simples, ¿hacen falta tantos trabajos y aparato para
conocerte? ¿No están tus principios grabados en todos los corazones? ¿Y no es
suficiente para aprender tus leyes con entrar en uno mismo y escuchar la voz de la
conciencia en el silencio de las pasiones? He aquí la verdadera filosofía.” (Rousseau,
p. 68)
3
en esta aclaración del concepto de moralidad se fundan toda la novedad y el mérito
de su investigación6.
6 “No es pues extraño, si miramos atrás, hacia todos los esfuerzos hasta ahora
emprendidos para encontrar el principio de la moralidad, por qué todos ellos hayan
tenido que fracasar” (432, 25-28)
7 Descartes define así estas nociones: “llamo clara a aquella que está presente y
manifiesta a la mente atenta: como decimos que vemos claramente las cosas que,
presentes al ojo que las mira, lo impresionan con bastante fuerza y claridad. En
cambio, llamo distinta a la que siendo clara está tan separada y recortada de todas
las demás que no contiene en sí absolutamente más que lo que es claro” (Descartes,
Principios, I, 45, p. 330). Por su parte, Leibniz introduce importantes matices a esta
teoría, y los más pertinentes en el presente contexto son los siguientes: el
conocimiento puede ser oscuro o claro; se puede ascender desde la oscuridad hasta
la claridad; a su turno, el conocimiento claro puede ser confuso o distinto. Es confuso
“cuando no puedo enumerar por separado las notas necesarias para distinguir esa
cosa de otras, aunque posea realmente tales notas y requisitos en los que se puede
descomponer su noción” (Leibniz, p. 271 s.)
4
El ejercicio filosófico ha de llevar entonces a que la razón humana común, que como
ya he dicho posee de manera espontánea pero confusa el principio de la moralidad,
llegue a un segundo nivel de conocimiento del mismo (403, 34 y ss). Aunque desde
el punto de vista filosófico – y sigo empleando la terminología cartesio-leibniziana-
este nuevo nivel conocimiento todavía no exhibe la distinción que sería de desear
(“no piensa [al principio de la moralidad] tan separadamente en una forma
universal” cursiva mía, LP), a simple vista parecería suficientemente claro para las
necesidades de orientación correcta en la conducta cotidiana. Pero entonces es aquí
donde aparece la segunda debilidad del sano entendimiento común.
8 “Pero de aquí se origina una dialéctica natural, es decir una tendencia a elucubrar
contra esas leyes estrictas del deber, y a poner en duda su validez, o al menos su
pureza y rigor, y a hacerlas en la medida de lo posible adecuadas a nuestros deseos e
inclinaciones” (405, 13 s)
5
También me parece digno de resaltar que el impulso hacia un nivel de conocimiento
superior, con miras a encontrar, si es que ello es posible, la adecuada relación entre
moralidad y felicidad, no le es impuesto a la razón humana común desde fuera, por
presiones de cualquier tipo. Por el contrario, es un conflicto que se asume como
interno y propio (hemos visto que Kant lo llama dialéctica), y que la razón no elude,
sino que enfrenta decididamente.
En este contexto, bien se puede traer a colación una reflexión que Kant ha hecho en
un texto escrito un año antes del que ahora comentamos. En su famosa Respuesta a
la pregunta ¿qué es la Ilustración?, Kant afirma que cuando uno no está
acostumbrado a pensar por sí mismo, es posible que tal empresa aparezca como
peligrosa. No obstante, “que un público se ilustre así mismo, es no sólo posible sino
casi inevitable, si sólo se lo deja en libertad” (Kant, 1999, p. 21). De manera
equivalente, en el texto de la Fundamentación el sano entendimiento común también
se decidirá entonces por la ilustración, es decir por introducirse en el campo de la
filosofía práctica, en búsqueda de “información y clara (deutliche) indicación” (405,
26 s; resaltado mío) acerca de las pretensiones de las partes en conflicto, de modo
que pueda superar la situación de perplejidad y ambigüedad en que ha caído.
Ahora bien, en el texto acerca de la Ilustración Kant había hablado de unos tutores
(Vormünder) que se aprovechan de la perplejidad del público para acrecentar su
miedo y paralizar sus intentos de ilustración. Con aparente bondad, estos tutores
ofrecen tomar sobre sus hombros la penosa tarea de ofrecer respuestas. Ahora, en la
FMC, Kant alerta casi con irritación contra lo que llama filosofía moral popular9 que
muestra condescendencia (Herablassung) para con legítimas necesidades del pueblo
(Volk, 409,20), ofreciéndole para sus vicisitudes aquella respuesta que en este
escrito yo he denominado barroco.
9No deja de llamarme la atención qué para filosofía, Kant emplee aquí el término,
acaso lleno de connotaciones cortesanas, de Weltweisheit –literalmente sabiduría del
mundo-, en lugar del de Philosophie, mucho más riguroso, conceptual y tal vez
pedantemente pequeño-burgués.
6
Antes de examinar cómo caracteriza Kant esta actitud barroca, resulta importante
dejar en claro que él encuentra absolutamente legítima la exigencia del pueblo de
que la doctrina moral tenga acceso (Eingang) a la experiencia, lo que equivaldría a
haber resuelto la dialéctica anteriormente mencionada. No obstante, antes de
satisfacer este pedido de accesibilidad, o mejor, justamente para satisfacerlo
honradamente, sería preciso haber fundado previamente dicha doctrina, evitando
así el apresuramiento de pretender que “ya en la primera investigación” se puede
cumplir con tan difícil empresa. En otras palabras, y para dejarlo en claro desde
ahora, la investigación que Kant se propone en la FMC apunta a resolver al menos
tres preguntas: la primera, averiguar claramente qué significa la moralidad; la
segunda, una vez que se esté en posesión de una comprensión clara de su concepto,
indagar de dónde deriva esa moralidad su legitimidad para obligarnos. Finalmente,
cómo puede pensarse su relación con el mundo de la experiencia. Pese a que como
veremos estas tres cuestiones se interrelacionan íntimamente, siempre será
necesario tener en mente su diferencia, con el fin de entender cabalmente la
argumentación kantiana. Aunque a menudo se referirá a ella, en estricto rigor la
FMC no se ocupará de la última cuestión, que será objeto no ya de una
fundamentación, sino de una Metafísica de las costumbres propiamente dicha, así
como de una Antropología práctica.
7
confusa sino francamente oscura10 . Y entonces Kant adopta una drástica actitud de
condena. En contraste con la comprensión que demostró para con la debilidad
teórica del conocimiento racional común, es decir para con la claridad confusa de su
noción de moralidad, en este nuevo contexto sus juicios no ahorran los más duros y
reiterados calificativos para lo que desde su perspectiva bien habría podido calificar
de “estafa barroca”: “revoltijo asqueroso (ekelhaften Mischmasch) de observaciones
atropelladas con principios medio sofísticos”, “utilizable para la charlatanería diaria
(alltägliche Geschwätz)”, “truco” (Blendwerk) (409, 31 s). Pero la retahíla no acaba,
y los improperios, sorprendentes en persona tan auto contenida, siguen: para el
gusto “a la moda”, diríamos hoy, nada mejor que esa mezcla fantasiosa de
determinación racional pura con consideraciones antropológicas, con nociones de
perfección, de felicidad, de sentimiento moral, de temor de Dios, en fin, “algo de esto,
y también algo de aquello” (410, 7). En otras palabras, mezcla, accidental y
accidentada, de genuinos principios racionales “con antropología, con teología, con
física o hiperfísica”, pero también, ¿por qué no?, con hipofísica, es decir, con
ocultismo.
Un primer balance de la “filosofía moral popular” arroja por lo pronto los siguientes
aspectos a tener en cuenta: por una parte, el sano entendimiento se ha elevado hasta
un conocimiento del principio moral que ya poseía confusamente, y que ahora se
torna en suficientemente claro para las necesidades prácticas cotidianas. No
obstante, (¡aunque magnífica, la inocencia es frágil!, cfr., 404, 36s) el sano
entendimiento se verá afectado, sin que por ello sea objeto de censura, por una
difícil incertidumbre acerca de la compatibilidad entre las exigencias
incondicionales de la moral y la necesidad irrenunciable de satisfacer el afán de
felicidad. O, formulando su incertidumbre, en otros términos, el sano entendimiento,
y también algunos filósofos (406, 15s), alabarán al principio moral en su pureza
sublime, pero dudarán de que sea posible su realización en el mundo de la
experiencia. Para aliviar su desazón -que de ser enfrentada podría ser más rápida y
10“Es oscura aquella noción que no basta para reconocer la cosa representada”
(Leibniz, p.271)
8
definitivamente superada-, el barroco nos ofrecerá una “filosofía moral popular”, es
decir una mezcla en la que, aunque no se excluye completamente el genuino
principio de la moralidad, sí se lo rebaja en su pureza, de modo que parezca
inmediatamente compatible con la experiencia y condescendiente con la
irrenunciable necesidad de felicidad. Pero como tamaña adulteración sería
fácilmente reconocible, Kant denuncia que la filosofía moral popular barroca, es
decir la de nuestros benévolos tutores, acude a toda suerte de artimañas que
atonten al rebaño domesticado (“nachdem sie ihr Hausvieh zuerst dumm gemacht
haben”, Kant 1999, p. 20) y le impidan descubrir la prestidigitación.
9
lengua por fray Luis de Granada ya en 1536, y desde entonces ha sido editado
innumerables veces. Pero Kant no podría ser más tajante al respecto: no sé si
conocería el libro de Kempis, pero ciertamente que su concepción no le era extraña;
y de este modo afirma que “la imitación no se encuentra en absoluto en lo moral”
(409, 4). Y como para que no quede duda, explícitamente sostiene que “incluso el
santo del evangelio debe ser comparado primero con nuestro ideal de perfección
moral, antes de que se le reconozca como tal” (408, 34 s). Pero ¿cómo podríamos
realizar dicha comparación si antes no tenemos claras nuestras ideas acerca de la
perfección moral?
Recordemos que de lo que aquí se trata es de enfrentar esa estrategia política anti
ilustrada que quiere aprovecharse del desconcierto humano ante las exigencias
encontradas de la moralidad y la felicidad. Y la recomendación inequívoca de Kant
es perseverar en el conflicto en lugar de eludirlo mediante la edulcoración del
principio moral. La filosofía moral popular no resuelve el conflicto porque lo
escamotea al presentar ejemplos que supuestamente han de ser seguidos, sin que se
haya esclarecido conceptualmente, en toda su complejidad, el principio del deber.
Tal esclarecimiento se constituye entonces en requisito para la adecuada resolución
del conflicto con la necesidad de felicidad. Por lo demás, como se verá en el tercer
apartado de este trabajo, también queda por esclarecer la noción que de la propia
felicidad pueda ofrecer la filosofía moral popular.
Lo que para Kant resulta censurable en la estrategia barroca del ejemplo es, dicho en
los términos cartesianos (y también rousseaunianos) citados en los epígrafes de este
escrito, su afán de persuadir –en el ámbito de las pasiones y sentimientos-, sin antes
haber convencido –en el orden de las razones-. Así, de manera atolondrada o
maliciosa, presenta como realizada en el supuesto ejemplo de vida, la exigencia
moral que, no obstante, no ha esclarecido conceptualmente ni en su significado, ni
en su obligatoriedad. Frente al barroco, nuestro autor no duda en ponerse del lado
de aquellos que, incluso lamentándolo, constatan que nunca podrán señalarse
“ejemplos seguros” de un obrar por puro deber (406, 9 s), pues incluso si se
10
poseyera una noción clara de éste, nadie podría descartar que, tras la apariencia de
estar obrando por motivos morales, no se escondan en realidad motivos egoístas
(407, 1-16).
El costo que habrá de pagar esta filosofía popular por halagar el gusto popular
ofreciéndole soluciones visibles, es precisamente que ella también queda atrapada
en el ámbito de lo visible. Por ello dice Kant que “no puede ir más allá de donde le
permite el tanteo entre ejemplos” (412, 17 s). Es decir, no puede entender.
11
concepto de la moral, como las razones de su obligatoriedad12. Solo después habría
de explorarse lo relativo a la “accesibilidad” del principio en el mundo de la
experiencia.
En el Evangelio según San Juan se nos narra que cuando Jesús resucitado se apareció
a sus discípulos, el apóstol Tomás no estaba presente. A su regreso le contaron lo
sucedido, y este ripostó: “Si no veo en las manos la señal de los clavos y no meto mi
dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Juan
20, 25; resaltado mío). Sin ninguna pretensión de originalidad, he llamado barroca a
esta voluntad de Tomás, que enfatiza el principio del ver (y quizás del tocar) como
12
fundamento del asentir (que en este caso se da como creer), o para emplear un
motivo que se repite en la FMC, al afán de encontrar en la experiencia la realización
inequívoca del principio moral como fundamento de su plausibilidad. Aunque según
el mismo evangelista, Jesús reprocha a Tomás por su actitud –“dichosos los que aun
no viendo creen”-, tal vez se haya hecho acreedor al título de “filósofo moral
popular” cuando accedió a que el incrédulo discípulo introdujera la mano en su
costado. En el relato de Lucas aparece con mayor claridad, y ya sin reproche, la
transacción de Jesús con la voluntad de ver. Allí, frente a los desconcertados
discípulos, es el propio Jesús quien los exhorta así: “Palpadme y ved que un espíritu
no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y diciendo esto les mostró las
manos y los pies” (Lucas 24, 39; resaltados míos).
13El texto reza así: “Uno de los principales le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué he de
hacer para tener en herencia vida eterna?’ Respondióle Jesús: ‘¿Por qué me llamas
bueno? Nadie es bueno sino solo Dios’” (Lucas 18, 18s). En el mismo sentido véase
Marcos 10,18.
13
II. La voluntad de entender
14“Aun si nunca hubo acciones que surgieran de tales fuentes puras, aquí la cuestión
no es si sucede esto o aquello, sino de que la razón por sí misma e
independientemente de todos los fenómenos, mande lo que debe suceder, y con ello
de que acciones -de las que tal vez hasta ahora el mundo no ha dado ningún ejemplo
y de cuya realizabilidad pueda incluso dudar quien todo lo funda en la experiencia-
estén sin embargo mandadas inexcusablemente” (407, 37s)
14
práctica en la FMC. Así, en el Prefacio, Kant se refiere a la primera de ellas, que usará
principalmente en el primer capítulo, cuando dice que va a seguir el “camino que va
analíticamente del conocimiento ordinario a la determinación del principio supremo
del mismo” (392, 18; resaltado mío). Esto quiere decir que, en su primera acepción,
el método analítico nos permite remontarnos desde el entendimiento común que ya
en el comienzo del capítulo primero acepta que la buena voluntad es lo único que
puede ser considerado como irrestrictamente bueno, hasta el reconocimiento del
deber, como la condición de esa buena voluntad (397, 1-7): la buena voluntad es
aquella que obra por deber y no por inclinación (398, 19).
Para realizar un análisis adecuado del imperativo categórico, Kant nos advierte
reiteradamente acerca de la importancia de distinguir claramente entre los campos
respectivos de cada una de las tres preguntas que antes he propuesto. Así, por lo que
se refiere a la primera de ellas, tenemos que el concepto de deber es
extremadamente rico en contenidos. Un análisis del mismo los explicitará. Por lo
pronto, la noción de deber alude ya a la necesidad incondicionada de la acción que él
prescribe. Pero dado que la voluntad humana es susceptible de ser influida por
representaciones distintas a las de lo que es necesario, el deber es experimentado
por ella como constreñimiento, vale decir como imperativo.
Es bien sabido que Kant distingue entre dos tipos de imperativos: los hipotéticos, a
los que me referiré en la última sección de este artículo, y el categórico, que es el que
ahora nos ocupa, pues en él la acción es mandada sin más, y sólo como medio para
otro propósito (cfr., 416, 5).
15
Pero recordemos que el tratamiento filosófico del imperativo categórico distingue
entre su significado, su obligatoriedad –el ¿cómo es posible? - y su realizabilidad 15.
De esta manera, una vez que se ha esclarecido la naturaleza específica de este
mandato categórico (primera pregunta), Kant examina su posibilidad, en tanto que
mandato, y con ello se refiere a su legitimidad (segunda pregunta): ¿por qué habría
de ser vinculante para nosotros, incluso (tercera pregunta) si no lo obedeciéramos,
o aunque nunca podamos llegar a estar ciertos de haberlo obedecido? 16. Si esta
crucial pregunta -y me refiero a la segunda, y no la tercera- no se respondiera
satisfactoriamente, la consecuencia no sería otra que “la moralidad sería una
quimera” (445, 8).
En estricto rigor, en tanto que Fundamentación, el tratado que aquí nos ocupa no es
una disciplina filosófica autónoma, sino que remite a una, a saber, la Metafísica de las
Costumbres. Es esta disciplina la que propiamente ha de ocuparse, de manera
particular, con las preguntas primera y tercera. Y como veremos, para abordar el
segundo problema será preciso recurrir a otra disciplina filosófica distinta, la Crítica
de la razón práctica pura. En la Fundamentación, Kant incursiona en estas dos
disciplinas, cuyo desarrollo diferenciado dará lugar en el futuro a sendos tratados.
Siempre será importante identificar a cuál de estos tres contextos pertenece una
argumentación dada.
En términos que recuerdan la Crítica de la razón pura, Kant nos dice que en la FMC
queda sin resolver “si lo que en general se denomina deber, no sería un concepto
vacío” (421, 11), es decir sin ninguna intuición empírica que le corresponda (tercera
15 “Sólo que aquí no debe dejarse de tener en cuenta que si en general hay algún
imperativo como este [e.d. categórico, LP], es algo que no puede resolverse
mediante ningún ejemplo, y por lo tanto empíricamente” (419, 16s). “Aquí no nos
favorece la ventaja de que la realidad del mismo estuviera dada en la experiencia”
(419, 37s)
16 “La pregunta [segunda, LP]no pide saber cómo pueda pensarse el cumplimiento
16
pregunta); se refiere con ello a una problemática que se inscribe bajo mi tercera
pregunta. Pero dice también que queda aplazada, al menos hasta la sección tercera
de la FMC, la difícil pregunta acerca de la posibilidad del imperativo categórico17(es
decir, mi segunda pregunta), y por lo pronto y antes de todo esto, es preciso
continuar con la tarea analítica en su segunda acepción, es decir saber “qué dice”
(wie es lautet, 420, 22) un imperativo categórico, o “qué pensamos con él, y qué
querría decir este concepto” (421, 13s; es decir, mi primera pregunta). Y
recordemos que cada vez que Kant considere que ha avanzado un paso en el
cumplimiento de esta tarea aclaratoria (cfr., 425, 1-11), insistirá en precisar los
alcances reales del trabajo realizado: “tan sólo” se ha mostrado –“aunque eso ya es
mucho”- que el concepto de deber sólo se puede expresar en imperativos
categóricos, pero que “aún no hemos llegado tan lejos como para demostrar a priori
que un imperativo como esos se dé realmente (wirklich stattfinde), que exista (gebe)
una ley práctica que mande por sí absolutamente, y que la observancia de esta ley
sea deber”18.
Aunque son muchas las observaciones que suscitan las cinco formulaciones del
imperativo categórico que aparecen en la FMC, debo limitarme a unas cuantas
indicaciones metodológicas. La primera de ellas es que Kant pretende que de la
mera consideración o análisis del concepto de lo que sea un imperativo categórico
se derivarán sus diversas formulaciones19. Así, la formulación por excelencia –
“fórmula general” (allgemeine Formel; 436, 30s)- es la primera: “obra solo según
17 “Cómo sea posible un mandato absoluto tal [segunda pregunta, LP] (…) exigirá
todavía un esfuerzo especial y difícil que aplazamos para la última sección” (420,
21s)
18 De la misma manera, al finalizar la exposición referente a la segunda formulación
imperativo categórico no nos entrega también la fórmula del mismo, que contiene la
única proposición que puede ser un imperativo categórico” (420, 18s)
17
aquella máxima mediante la cual, al mismo tiempo, puedas querer que se convierta
en una ley universal” (421, 5-7)20. El resto “son, en el fondo, solo otras tantas
formulaciones de precisamente la misma ley” (436, 8s).
18
concepto del deber, hacen representable cómo sería su realización en la vida
ordinaria de los hombres, sin que por ello sean inferidos de esta21.
Resaltaré la tercera formulación del imperativo categórico por cuanto que ella no
sólo posibilita la comprensión –analítica- del concepto de moralidad (primera
pregunta), sino que al mismo tiempo ofrece el tránsito hacia la posibilidad del
mismo (segunda pregunta). Así, si nos preguntamos cuál podría ser una máxima
(principio subjetivo de acción) que pudiera valer al mismo tiempo como ley moral
(principio objetivo de acción), podemos fácilmente respondernos que solo podría
ser una en cuya formulación se hubiese prescindido de todo interés, que por
definición es particular (cfr., 431, 35). De esta máxima puede pensarse entonces que
su validez universal. Ahora bien, al escoger como principio de acción una máxima
tal, la voluntad estaría procediendo como legisladora universal, pero esto
significaría que no sólo estaría sometida a una ley, sino que al mismo tiempo sería
autolegisladora, y que si ha de someterse a la ley sería precisamente por tratarse de
una ley que ella se da a sí misma (cfr., 431, 21s).
Y este es quizás, a los ojos de Kant, el más importante de los resultados que arroja el
proceso analítico a que ha sido sometido el concepto de la moral. Todos los
esfuerzos emprendidos hasta el momento fracasaron, porque nunca llegaron a
descubrir que, si el hombre debía acatar los principios morales, era porque dichos
principios eran propios, es decir autónomos, y sin embargo, al mismo tiempo,
universales (cfr., 432, 25-433, 12). La formulación reza entonces así: “obra como si
tu máxima hubiese de servir al mismo tiempo como ley universal (de todos los seres
19
racionales” (438, 21s). Pero con esto nos hemos introducido en consideraciones
propias de la segunda pregunta.
El asunto en cuestión puede ser descrito de la siguiente manera. Solo para el caso de
una voluntad absolutamente buena, del mero análisis de su concepto podremos
inferir la relación necesaria entre dicha voluntad y el principio moral. Por definición,
si existiera, esa voluntad no podría obrar sino movida por principios racionales
puros, y además estos no tendrían para ella ningún carácter constrictivo u obligante
(cfr., 447, 11-14). Pero para el caso de la voluntad humana tendremos que afirmar
algo muy distinto. Sabemos sobradamente que no obramos por principios morales,
y por ende que la relación entre nuestra voluntad y tales principios es una relación
entre términos heterogéneos; en otras palabras, que la relación planteada no podría
ser analítica, sino sintética. Por lo ya dicho, también resulta fácil comprender que el
obrar según los principios morales es algo que la voluntad humana habría de
experimentar no como espontaneidad, sino como mandato constrictivo, es decir,
20
como ley. Pero entonces la afirmación según la cual la ley moral es autolegislación y
por ende libertad se torna, al menos en un principio, incomprensible. Finalmente, el
carácter incondicional de la ley nos lleva a pensar que la relación entre la voluntad y
la ley, si es que existe, habría de tener fundamentos a priori, dado que sólo a partir
de ellos podría explicarse esta exhibida pretensión de incondicionalidad. Estos son
los supuestos implicados en la afirmación según la cual el imperativo categórico es
una proposición sintético-a priori-práctica, y podríamos afirmar que aquí concluye
la investigación analítica propiamente dicha.
Pero si ahora nos preguntamos cómo es posible una proposición tal, entonces
estamos buscando explicaciones satisfactorias para el hecho de que en su
formulación analítica el principio moral tenga que ser entendido como autonomía
de la voluntad, pero que al mismo tiempo sea formulado como imperativo
constrictivo para la misma.
Así mismo buscamos razones que expliquen que incluso si no es cumplida, la ley no
pierde su legitimidad. En efecto, ya hemos dicho que sabemos que a menudo la
voluntad no obra según su ley, y que si alguna vez lo hiciera no podríamos saberlo.
Pero la dificultad aparece ahora radicalizada: en tanto que seres inmersos en el
mundo de la naturaleza, estamos forzados a dar cuenta de nuestras acciones como
efectos de causas naturales (apetitos e inclinaciones) 23, con lo que la mera
posibilidad de un obrar libre resulta implausible (cfr., 453, 20s).
Las anteriores son las tareas de una nueva disciplina filosófica denominada Crítica
de la razón práctica pura; a mi juicio, esta podría ser descrita como la instauración
del perspectivismo en las consideraciones antropológicas. En efecto, si se lee con
atención la tercera sección de la FMC, sorprenderá el reiterado empleo por parte de
Kant de la expresión punto de vista (Standpunkt)24, o de otras similares25. La
23 “es así mismo necesario que todo lo que sucede esté inevitablemente determinado
según leyes naturales” (455, 17s)
24 Sin pretensión exhaustiva, véanse por ejemplo 450, 32; 452, 25; 455, 1; 458, 19.
21
disciplina crítica consistirá en referir la validez de las evaluaciones prácticas a dos
perspectivas intelectuales básicas, las cuales tienen, no obstante, sus diferencias, un
origen común.
Así, aunque resulte inevitable evaluar nuestras acciones desde una perspectiva
causal natural, también es posible – e incluso necesario- hacerlo desde otra
perspectiva, a saber, la de la libertad. Para legitimar el recurso a este segundo punto
de vista, la crítica “deconstruirá” (¿?) lo que ha llegado a parecernos obvio:
explicamos nuestras acciones a partir del concepto de necesidad natural, aunque
aquí, como también a propósito de los sucesos físicos, no siempre somos
conscientes de que tal explicación sólo es posible gracias a la subsunción del
material empírico bajo una función intelectual que no se deriva de él. La simple
experiencia, desprovista de las formas intelectuales, no nos proporcionaría “el
conocimiento de los objetos de los sentidos ligado según leyes universales” (455,
23).
25En ese sentido, Kant habla de las diferentes consecuencias entre cuando nos
“pensamos como libres” y cuando nos “pensamos como obligados” (453, 12ss).
También la afirmación según la cual la “necesidad natural no es tampoco ningún
concepto de experiencia” (455, 18s) (a no ser que se la “introduzca”, como un “punto
de vista”, en la experiencia). O la necesidad de precisar en qué sentido y relación –es
decir, desde qué punto de vista-se piensa al hombre “cuando se lo llama libre o
cuando se lo supone como sometido a la ley de la naturaleza con respecto de la
misma acción” (456, 15s)
22
asumir, por fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica, lo que
no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el
hombre” (458, 19ss).
Evidentemente que alguien podría objetar a la razón que el querer pensarse como
práctica es mera fantasmagoría. Solo que entonces dicha objeción estaría pasando
por alto que ella solo puede realizarse porque opone una concepción de necesidad
natural que no obstante sería imposible sin la participación funcional de la razón. Al
desenmascarar esta pretensión absolutista de la objeción, la crítica asume la defensa
de una razón que exige contemplar al hombre no sólo como fenómeno, sino también
como inteligencia. No obstante, en su defensa, la crítica debe cuidarse de invadir el
terreno vedado del conocimiento y de la experiencia.
En efecto, Kant afirma que al establecer la diferencia de perspectivas desde las que
se evalúa una misma acción humana, se elimina la apariencia de contradicción26. Y
encuentra así mismo que la razón humana común es de este parecer. Pensemos por
ejemplo en la compleja práctica cotidiana de los jueces. Cuando encuentran en
traumas de la infancia, en carencias de la educación o incluso en ofuscamientos
anímicos (el conocido “estado de ira e intenso dolor”) paliativos que atemperan la
culpa del reo, le juzgan desde el punto de vista de la causalidad natural, y por ende
como perteneciente al mundo de los sentidos. Pero cuando al mismo tiempo y por la
misma acción finalmente le condenan a alguna pena, le presuponen como
“conciencia de sí mismo como inteligencia, esto es como independiente de
impresiones sensibles en el uso de la razón (por ende, como perteneciente al mundo
del entendimiento)” (457, 22).
Creo que consideraciones similares a las del reo aplican al caso del héroe. Tampoco
aquí estamos excusados de intentar esclarecer las cadenas causales en virtud de las
23
cuales disolvemos todo mérito en heteronomía: también sus acciones serían el
resultado de circunstancias, acaso ahora felices, pero ciertamente que no
autónomas. No obstante, el anterior “desencantamiento” no debería impedirnos, no
digamos ya que la admiración exaltada, pero sí un genuino y sobrio aprecio hacia el
agente, en la medida en que sus acciones aparezcan como causadas por una voluntad
libre y virtuosa. Vale decir que nos abstenemos de una imputación firme, y nos
quedamos con la aprobación de la representación.
24
III. La felicidad como ascesis intramundana
“Si siempre quisiéramos ser prudentes, rara vez tendríamos necesidad se ser
virtuosos” (Rousseau, Las confesiones, p.104)
25
En lo que sigue, me propongo presentar en sus rasgos más generales las relaciones
planteadas en la sección segunda del Canon de la razón pura. Sobre este telón de
fondo contrastará mejor la innovación que representa la doctrina expuesta en la
Fundamentación.
Las anteriores contingencias llevan, según Kant, a desplazar para otra vida –
postulado de la inmortalidad del alma- no sólo la esperanza de la obtención plena de
la felicidad, a la que no podemos renunciar, sino su compatibilidad necesaria con la
moralidad, designada aquí como la “dignidad de ser feliz” (KrV A806, B834). La
noción de bien supremo derivado contiene entonces “la conexión necesaria de la
mencionada esperanza de ser feliz con el incesante empeño de hacerse digno de la
felicidad” (KrV A 810, B838). Pero resultaría vano afirmar la necesidad de la
conexión entre conceptos tan radicalmente heterogéneos si no pusiésemos como
fundamento de la misma a una razón suprema –postulado de la existencia de Dios-
26
“que mande según leyes morales y que al mismo tiempo sea causa de la naturaleza”
(ibid.).
“Así pues, sin un Dios y sin un mundo esperado, pero por ahora no visible
para nosotros, las magníficas ideas de la moralidad son por cierto objetos de
aplauso y admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución (aber
nicht Triebfedern des Vorsatzes und der Ausübung), porque no colman el fin
completo, que es natural para cualquier ser racional, y que está determinado
a priori y es necesario precisamente según la misma razón pura” (KrV A813,
B841)
27
que pocas líneas más adelante, después de haber afirmado la ineficiencia en que
caerían las ideas morales prescindiendo de los postulados, Kant insista, sin que ello
implique contradicción, en que “es el carácter (Gesinnung) moral como condición lo
que primero hace posible la participación en la felicidad, y no, a la inversa, la
perspectiva de felicidad al carácter moral” (KrV A814, B842)
Christian Garve centraría sus críticas a la doctrina moral kantiana en esta, por así
llamarla, ambivalencia. En su respuesta a Garve, Kant se esfuerza por precisar, e
incluso por matizar formulaciones tan radicales como las que encontramos en la
Crítica de la razón pura. De hecho, en el escrito kantiano, publicado en 1793, ya no
encontraremos afirmaciones como la de la Crítica, según la cual, si se prescinde de
los postulados que aseguran la vinculación causal de la moralidad con la felicidad,
habría que considerar a las leyes morales como delirios vacíos (leere Hirngespinste;
KrV A811, B 839). Ahora Kant niega que el concepto de deber obtenga de los
postulados, y sólo de ellos, la fuerza de un motor28, y declara concluyentemente que
“en la pregunta acerca del principio de la moral se puede completamente hacer caso
omiso y dejar de lado (como episódica) la doctrina del sumo bien como último fin de
una voluntad determinada por la moral y conforme a sus leyes” (Kant, Teoría y
praxis, p. 133)
28Refiriéndose a las creencias en un señor moral del mundo y en una vida futura,
dice de ellas que no son necesarias como si solo con su presuposición se pudiera
obtener “un motivo seguro y la fuerza indispensable de un motor (die erforderliche
Stärke einer Triebfeder)” (Kant, Teoría y Praxis, p.132)
28
esencia de las cosas no cambia por sus relaciones externas” (439, 19). Y en efecto,
sin considerar aún como meramente “episódica” la doctrina de los postulados, pero
sin desconocer su eventual fuerza motriz, a lo largo de las páginas de la
Fundamentación, ni en el análisis del concepto de moralidad, ni en la cuestión de su
legitimidad llegamos a toparnos ni con la doctrina de los postulados, ni con la del
bien supremo. En rigor, para la aclaración del concepto de moralidad nada de ello
fue necesario. No obstante, la preocupación por una eventual inanidad de los
principios morales cuando son despojados de toda referencia a los postulados, es
ahora reemplazada por una doctrina de la felicidad, de cuño estoico y que por lo
tanto pude representar dificultades de comprensión – ¿“aversiones” que no ya
“afinidades electivas”? -para una mentalidad barroca.
29
respecto a lo que promete y al tiempo en que su satisfacción será obtenida, pueda
prevalecer sobre una idea fluctuante” (399, 14s) de la misma.
Los ejemplos citados por Kant atañen a facetas importantes de la vida cotidiana: los
gotosos desatenderán la dieta prescrita porque las expectativas de felicidad
prometidas por la noción de salud pueden resultar infundadas (grundlose). Pero la
aplicación del razonamiento también puede extenderse a importantes ámbitos de la
vida social y pública. Las penetrantes observaciones de Max Weber acerca de la
naturaleza de ese capitalismo por él llamado moderno, nos permiten extrapolar el
“donjuanismo” erótico, o la glotonería antidietética, al campo del deseo irracional de
obtención de riqueza. Así pues, el capitalismo moderno, que se caracteriza por un
complejo dispositivo de racionalización de esa ansia irracional, puede haber sido
antecedido -y también puede convivir- por otros tipos de capitalismo que él
caracteriza con diversos calificativos: pirata, católico, aventurero. En todas estas
variantes habrá también ansia insaciable de adquirir riqueza, pero sin que importe
demasiado la manera en que se la adquiera, y hay que reconocer que el objetivo
último de todos estos afanes no parece irrazonable: “el descanso en la riqueza, el
gozar de la riqueza con la inevitable consecuencia de sensualidad y ociosidad”
(Weber, p.137).
La pescadora Tisbea, uno de los tantos trofeos femeninos de Don Juan, previene
enamorada a quien en vano quisiera como su marido: “Advierte, mi bien, que hay
Dios y que hay muerte”. Pero para sus adentros, él responde lo de siempre: “¡Qué
tan largo me lo fiais!”. En vida, ninguna consideración pudo hacerle desistir de su
piratería desenfrenada. No encontraba razones de peso para ello, y antes por el
contrario lo sensato parecía el bien concreto y a la mano: ¿acaso no dice la sabiduría
popular que “más vale pájaro en mano que ciento volando”? Ya en sus últimas,
acaso un tanto desesperado y en atisbo de católica piedad, el burlador de Sevilla
pide al espectro de quien fuera una de sus víctimas mortales, ahora vengador
convidado de piedra, el último chance: “Deja que llame quien me confiese y
absuelva”. Pero respuesta es tajante: “No hay lugar; ya acuerdas tarde”.
30
Otra versión castellana del héroe, el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, tuvo bastante
más suerte, y con ello se nos da muestra de la ambigua benevolencia católica. En el
momento decisivo llega al alma del pirata erótico la contrición salvadora: “yo, Santo
Dios, creo en Ti; si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad
de mí!”. Y gracias a la intercesión de Doña Inés, este pérfido alcanzará la salvación
eterna. Recuerda con ello a los capitalistas católicos mencionados por Weber, que
consideraban oportuno legar sus herencias a la Iglesia, como una medida
preventiva, que acaso mitigara las dificultades con que fueron gravados los ricos que
quisieran ingresar al reino de los cielos.
31
el catolicismo, sin que con ello se afirme que esta confesión religiosa haya resultado
a su vez incompatible con otras formas de capitalismo.
Y aunque las máximas sean principios de acción con validez sólo individual,
representan ya un grado muy sofisticado de racionalización de la vida de quien las
suscribe. Quien obra por máximas, no importa si ellas están al servicio intereses
egoístas, tiende a estar libre de la inestabilidad propia de un obrar por afectos. Un
grado superior y último de racionalización de la acción sería aquel que pone a
prueba la corrección de las máximas. Ellas pretenden ser la expresión depurada de
un obrar inteligente, es decir de un obrar que sigue principios que condensan la
sabiduría de obtener los fines perseguidos con la mayor economía posible en los
medios empleados. Las máximas que pasan la prueba de la máxima racionalidad
posible serían entonces aquellas que pueden exhibirse como válidas no meramente
para un sujeto, sino para todo sujeto posible, es decir, son válidas objetivamente.
Estos son los imperativos.
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felicidad sea un concepto tan indeterminado” (418, 1s), de modo que “determinar
segura y universalmente cuál acción fomentará la felicidad de un ser racional es algo
completamente irresoluble” (418, 32s). Este es, por así llamarlo, el “talón de
Aquiles” de una racionalidad prudencial, y que otorga plausibilidad y atractivo a la
divisa donjuanezca del “¡qué tan largo me lo fiais!”.
Pero pese al insuperable déficit de una razón que no puede decirnos objetivamente
–y que por lo mismo no puede prescribirnos- cómo obtener la felicidad, no por ello
ha de abstenerse de aconsejarnos (anraten) acerca de cómo comportarnos en tan
precaria situación. Y justamente aquí nos encontramos con que las
recomendaciones ofrecidas por ella se derivan de una perspectiva estoica, de ascesis
intramundana, con lo que se estable un giro importante e inequívoco con respecto a
la perspectiva expuesta en el Canon de la razón pura.
En efecto, pese a todas las salvedades ya expuestas, para la doctrina kantiana del
bien supremo expuesta en el Canon de la razón pura todavía puede tener mucho
sentido la advertencia paulina: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos,
que mañana moriremos” (1 Cor, 15:32). Por el contrario, las razones que en la FMC
recomiendan la dieta, el ahorro, la cortesía, en una palabra, la contención
(Zurückhaltung), son de naturaleza muy distinta: no se trata más de las eventuales
consecuencias que acarrearían determinados comportamientos en el incierto más
allá, sino de que “la experiencia enseña que (dichos comportamientos LP) son los
que más fomentan, en promedio, el bienestar” (418, 26). Así pues, de la definición de
la felicidad como satisfacción de la necesidad, pasamos a otra que encuentra en la
disminución de la necesidad la clave estadística del bienestar posible. Para Don Juan,
claro está, la estadística no tiene mucho peso. Quizás por eso, pese a que la
sensibilidad barroca sepa que es improbable que quien compra la lotería la gane,
ello no hace mella en el negocio de la venta de lotería.
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anterior redefinición, Kant esboza de manera muy condensada (cfr., 416, 30-37) una
teoría de la prudencia (Klugheit). Al respecto distingue entre una prudencia
mundana y otra privada. De quien posee la primera dice que sería mejor llamarle
avispado (gescheit) y astuto (verschlagen) -tal como sin duda se muestran los
Donjuanes castellanos, o los banqueros florentinos ansiosos de acumular riqueza, o
sus parientes, acaso un tanto más rudos, los narcotraficantes hispanoamericanos-
pero en conjunto imprudentes, y ello porque al usar a los otros para sus propósitos,
dejan de lado toda preocupación “por unir todos esos propósitos para el propio
provecho duradero”. Lo que caracteriza a la prudencia privada, que es la prudencia
propiamente dicha, no es pues el altruismo puesto que ella también es egoísta. Es
más bien el empeño de construir una aritmética de inclinaciones que, las más de las
veces, implicará gran quebranto de algunas de ellas (cfr., 399, 11), con miras a
intentar un sistema de equilibrio global duradero. Sería el utilitarismo la doctrina
que mostrara con su imperativo de la mayor felicidad posible para la mayor
cantidad de hombres, la pertinencia de estos planteamientos en el campo de la
política social.
Tenemos entonces una doble relación entre esta nueva acepción del concepto de
felicidad y el de la moralidad. Así pues, el imperativo que nos recomienda la
prudencia, al propender por un estado duradero de provecho propio, aconseja los
esfuerzos por armonizar nuestras diversas inclinaciones, incluso sacrificando
algunas de ellas. Aunque dicho imperativo no puede garantizar la posesión de la
felicidad, siempre resultará razonable, y conforme con la experiencia, afirmar que el
mayor bienestar posible duradero resultará de un equilibrio tal. Con todo, cualquier
justificación ostentará el déficit insuperable de no poder garantizar su objeto. El
creyente calvinista pudo derivar la justificación del sacrificio que le imponía la
ascética intramundana de su aceptación de un imperativo religioso: buscar la mayor
gloria de Dios. En el contexto de la filosofía moral kantiana, a la prudencia no le
venga mal el “plus” moral que se le añadiría si se la pudiera considerar “deber”, así
fuera “indirecto”.
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Pero de manera inversa, puede afirmarse que el principal obstáculo para lograr una
cabal comprensión –analítica y sintética- de la noción del deber moral ha residido en
la persistente y perturbadora preocupación por alcanzar la felicidad. La moderación
pasional que hace posible la prudencia, es, sin lugar a dudas, una ayuda invaluable
para adelantar sin obstáculos demasiado fuertes la voluntad de entender que
constituye a la disciplina filosófica denominada metafísica de las costumbres.
Referencias Bibliográficas
a) Obras de Kant
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b) Literatura secundaria:
- Calderón de la Barca Loa para la Segunda Esposa o triunfar muriendo, ed. Díez
Borque, 1984.
36
- Weber, Max “La ética profesional del protestantismo ascético” en Ensayos sobre
sociología de la religión I, Versión castellana de José Almaraz y Julio Carabaña,
Ediciones Taurus, Madrid, 1983
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