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Filosofía versus Barroco en la Fundamentación de la Metafísica de las

Costumbres de Kant1

Lisímaco Parra
Universidad Nacional de Colombia

“Con todo, confieso que no quedé por ello enteramente persuadido,


sucediéndome casi lo mismo que a los astrónomos, los cuales, tras
haberse convencido en virtud de poderosas razones de que el sol es
muchas veces mayor que la tierra, no pueden impedir juzgar que es
más pequeño cuando le echan una mirada.” (Descartes, Meditaciones,
Sextas respuestas, p. 337; cursiva mía)

“Así pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el


razonamiento, es necesario que recurra a una autoridad de otro
orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer”
(Rousseau, Du contrat social, II, 7, p.87; cursiva mía)

La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres2, publicada por primera vez


en 1785, es indiscutiblemente una obra de obligada referencia en las discusiones
sobre filosofía moral moderna y contemporánea3. Dado que el principal propósito
de este artículo es servir de compañía a quien se introduce en la lectura de esta
obra, no me detendré en estas discusiones, ni en los “errores” en que

1 El autor agradece a Pablo Oyarzun y a Paula Órdenes, quienes le permitieron


discutir las tesis expuestas en este artículo, en un par de seminarios que
organizaron en la Universidad de Chile.
2 En adelante citaré según la edición de la Akademie Ausgabe, Tomo IV; indicaré el

número de la página y del renglón correspondientes. Recomiendo al lector las


traducciones al español de Roberto R Aramayo y de José Mardomingo, citadas en la
bibliografía.
3 Bástenos aquí mencionar, a título de ejemplo, el juicio de Ernst Tugendhat: “Este

librito es quizá lo más grandioso que se ha escrito en la historia de la ética y es, al


menos en sus dos primeras secciones, una de las pocas obras filosóficas realmente
importantes que tenemos (…) Kant se deja guiar aquí libremente por la riqueza de
su genio, argumentando de modo tan pleno de fantasía como riguroso. En una obra
de ese nivel se aprende también de sus errores” (Tugendhat, p. 97)

1
necesariamente ella habrá de incurrir. Y tampoco podré agotar esa gran
complejidad argumentativa que se oculta tras de lo que sólo en apariencia es una
presentación sencilla. Sin remedio, el lector habrá de volver muchas veces más al
texto kantiano.

Mi objetivo será presentar lo que a mi juicio podrían ser tres dificultades en el


acceso primerizo a la FMC. La primera de ellas, y que da el título a este trabajo,
consiste en la oposición entre dos maneras de abordar el problema de la moralidad.
Las he llamado respectivamente filosofía y barroco. Previsiblemente el lector
primerizo simpatizará con éste último, y entonces esa simpatía podría dificultarle el
acceso al planteamiento moral kantiano. La segunda dificultad tiene que ver con el
procedimiento que Kant establece para su investigación filosófica sobre la moral: yo
lo he denominado voluntad de entender, y a ella se accede cuando se ha superado la
perspectiva barroca de la moral, a la que podría caracterizarse como voluntad de ver.
Traducido a términos kantianos, la voluntad de entender se realiza mediante la
aplicación de los procedimientos analítico y sintético a la dilucidación de los
problemas morales. La tercera dificultad es la que plantean las relaciones entre
moralidad y felicidad. Confío en que al tener en cuenta estas tres dificultades, el
lector pueda superar más rápidamente la fase introductoria, para que entonces
navegue con más confianza en el universo de problemas que nos plantea este
tratado.

I. El ver versus el entender: el anti barroquismo kantiano.

Kant afirma en reiteradas ocasiones que el verdadero principio de la moralidad ya


está presente en el sano entendimiento común. El punto de partida de sus
investigaciones será entonces lo que en el título del primer capítulo de la FMC4 se
denomina “conocimiento racional moral común”, con su “idea común del deber y de
las leyes morales” (389,10s). Estrictamente hablando, el “conocimiento moral

4 El título de este capítulo es “Tránsito del conocimiento racional común al


filosófico”.

2
racional filosófico”, que según nos dice el título es el punto de llegada del primer
capítulo, no va a decir nada distinto a lo que el sano entendimiento común ya posee.
La función de la filosofía no es pues la de contradecir la concepción que el
entendimiento común tiene de la moral: “no hace falta ciencia ni filosofía para saber
qué se tiene que hacer para ser honrado y bueno, e incluso sabio y virtuoso” (404, 5-
7). Creo que en esta confianza ciega en el conocimiento que de la moral haya de
tener una razón ordinaria y no particularmente cultivada bien pude descubrirse en
Kant a un seguidor de Rousseau5.

El sano entendimiento común anteriormente mencionado recibe también otras


denominaciones: “razón ordinaria” (394,35), e incluso, en aparente homenaje a
Adam Smith, “espectador imparcial” (393, 20). Pienso que Kant también podría
haber incluido aquí la perspectiva del lector primerizo, que recién se inicia en la
lectura de la FMC, y para quien se escribe este artículo. Todos ellos poseen ya,
espontáneamente, el verdadero principio de la moralidad. No obstante, de modo
previsible se enfrentarán con dos grandes debilidades, para cuya superación la
filosofía ofrece su concurso.

La primera gran dificultad consiste en que la comprensión del principio moral por
parte del sano entendimiento común suele estar entremezclada, y como enturbiada
por contenidos ajenos a aquel. Por ello, aunque reiterando que la labor de la
filosofía no será la de enseñar (lehren), ella sí tendrá que aclarar (aufklären) esta
comprensión espontánea. La labor de aclarar, resultará tan compleja, que Kant
dedicará a ella los dos primeros capítulos de nuestro libro. Y hacia el final del
segundo capítulo, descubrimos a un Kant orgulloso que considera que precisamente

5 Compárese, por ejemplo, la afirmación de Kant antes citada con la frase que da
cierre al discurso rousseauniano de 1750 sobre las ciencias y las artes: “Oh virtud,
ciencia sublime de las almas simples, ¿hacen falta tantos trabajos y aparato para
conocerte? ¿No están tus principios grabados en todos los corazones? ¿Y no es
suficiente para aprender tus leyes con entrar en uno mismo y escuchar la voz de la
conciencia en el silencio de las pasiones? He aquí la verdadera filosofía.” (Rousseau,
p. 68)

3
en esta aclaración del concepto de moralidad se fundan toda la novedad y el mérito
de su investigación6.

Por irónico que parezca, al entendimiento común le falta entender a cabalidad, en su


significación precisa y sin mezclas con elementos ajenos, el principio moral que ya
posee. En ese sentido me parece que podemos hablar de un camino de “ascenso”
cartesio-leibniziano7 que va desde el conocimiento racional moral popular, cuya
representación del principio moral sería verdadera no obstante que aún confusa,
hasta el conocimiento moral filosófico, que dispondría de una concepción clara y
distinta del mismo.

Las primeras páginas de la FMC abundan en referencias a esta situación precaria –


precisamente por su carácter confuso- del conocimiento moral común: se nos dice,
por ejemplo, que el “gusto del público” se inclina por cualquier tipo de mezcla
(Mischung) entre lo empírico y lo racional, sin que lleguen a importarle las
proporciones en que se mezclan dichos ingredientes (cfr., 388, 25). A tales mezclas
no se las puede llamar filosofía, pues precisamente ésta separa (absondert) los
elementos de aquellas, con el fin de entenderlos en su contenido específico, para
examinar luego, y sólo entonces, el problema de su relación adecuada.

6 “No es pues extraño, si miramos atrás, hacia todos los esfuerzos hasta ahora
emprendidos para encontrar el principio de la moralidad, por qué todos ellos hayan
tenido que fracasar” (432, 25-28)
7 Descartes define así estas nociones: “llamo clara a aquella que está presente y

manifiesta a la mente atenta: como decimos que vemos claramente las cosas que,
presentes al ojo que las mira, lo impresionan con bastante fuerza y claridad. En
cambio, llamo distinta a la que siendo clara está tan separada y recortada de todas
las demás que no contiene en sí absolutamente más que lo que es claro” (Descartes,
Principios, I, 45, p. 330). Por su parte, Leibniz introduce importantes matices a esta
teoría, y los más pertinentes en el presente contexto son los siguientes: el
conocimiento puede ser oscuro o claro; se puede ascender desde la oscuridad hasta
la claridad; a su turno, el conocimiento claro puede ser confuso o distinto. Es confuso
“cuando no puedo enumerar por separado las notas necesarias para distinguir esa
cosa de otras, aunque posea realmente tales notas y requisitos en los que se puede
descomponer su noción” (Leibniz, p. 271 s.)

4
El ejercicio filosófico ha de llevar entonces a que la razón humana común, que como
ya he dicho posee de manera espontánea pero confusa el principio de la moralidad,
llegue a un segundo nivel de conocimiento del mismo (403, 34 y ss). Aunque desde
el punto de vista filosófico – y sigo empleando la terminología cartesio-leibniziana-
este nuevo nivel conocimiento todavía no exhibe la distinción que sería de desear
(“no piensa [al principio de la moralidad] tan separadamente en una forma
universal” cursiva mía, LP), a simple vista parecería suficientemente claro para las
necesidades de orientación correcta en la conducta cotidiana. Pero entonces es aquí
donde aparece la segunda debilidad del sano entendimiento común.

Se trata esta vez de que, no obstante que se ha logrado un conocimiento


suficientemente claro del genuino principio moral, irrumpe una seducción (405,1)
frente a la que, en ocasiones, la razón humana ordinaria parecería sucumbir. En
efecto, justamente porque ella –¡y quizás también el lector primerizo! - ha
comprendido la incondicionalidad inherente al concepto de moralidad recién
esclarecido, se ve tentada a escamotearlo, es decir a transformar su noción de
moralidad, de modo que se muestre más complaciente con nuestra también
intransigente necesidad de felicidad8.

Es importante resaltar la legitimidad de la pretensión que ahora se enfrenta al


principio moral y que da lugar a este conflicto inicial –dialéctica natural, en palabras
de Kant- que experimenta la razón humana común. En otras palabras, el problema
no radica en que experimentemos la felicidad como una necesidad intransigente,
sino en que, al hacerlo, de inmediato y apresuradamente surge una tendencia
espontánea a rebajar la necesidad igualmente intransigente que exhibe el concepto
de la moral que posee la razón humana común.

8 “Pero de aquí se origina una dialéctica natural, es decir una tendencia a elucubrar
contra esas leyes estrictas del deber, y a poner en duda su validez, o al menos su
pureza y rigor, y a hacerlas en la medida de lo posible adecuadas a nuestros deseos e
inclinaciones” (405, 13 s)

5
También me parece digno de resaltar que el impulso hacia un nivel de conocimiento
superior, con miras a encontrar, si es que ello es posible, la adecuada relación entre
moralidad y felicidad, no le es impuesto a la razón humana común desde fuera, por
presiones de cualquier tipo. Por el contrario, es un conflicto que se asume como
interno y propio (hemos visto que Kant lo llama dialéctica), y que la razón no elude,
sino que enfrenta decididamente.

En este contexto, bien se puede traer a colación una reflexión que Kant ha hecho en
un texto escrito un año antes del que ahora comentamos. En su famosa Respuesta a
la pregunta ¿qué es la Ilustración?, Kant afirma que cuando uno no está
acostumbrado a pensar por sí mismo, es posible que tal empresa aparezca como
peligrosa. No obstante, “que un público se ilustre así mismo, es no sólo posible sino
casi inevitable, si sólo se lo deja en libertad” (Kant, 1999, p. 21). De manera
equivalente, en el texto de la Fundamentación el sano entendimiento común también
se decidirá entonces por la ilustración, es decir por introducirse en el campo de la
filosofía práctica, en búsqueda de “información y clara (deutliche) indicación” (405,
26 s; resaltado mío) acerca de las pretensiones de las partes en conflicto, de modo
que pueda superar la situación de perplejidad y ambigüedad en que ha caído.

Ahora bien, en el texto acerca de la Ilustración Kant había hablado de unos tutores
(Vormünder) que se aprovechan de la perplejidad del público para acrecentar su
miedo y paralizar sus intentos de ilustración. Con aparente bondad, estos tutores
ofrecen tomar sobre sus hombros la penosa tarea de ofrecer respuestas. Ahora, en la
FMC, Kant alerta casi con irritación contra lo que llama filosofía moral popular9 que
muestra condescendencia (Herablassung) para con legítimas necesidades del pueblo
(Volk, 409,20), ofreciéndole para sus vicisitudes aquella respuesta que en este
escrito yo he denominado barroco.

9No deja de llamarme la atención qué para filosofía, Kant emplee aquí el término,
acaso lleno de connotaciones cortesanas, de Weltweisheit –literalmente sabiduría del
mundo-, en lugar del de Philosophie, mucho más riguroso, conceptual y tal vez
pedantemente pequeño-burgués.

6
Antes de examinar cómo caracteriza Kant esta actitud barroca, resulta importante
dejar en claro que él encuentra absolutamente legítima la exigencia del pueblo de
que la doctrina moral tenga acceso (Eingang) a la experiencia, lo que equivaldría a
haber resuelto la dialéctica anteriormente mencionada. No obstante, antes de
satisfacer este pedido de accesibilidad, o mejor, justamente para satisfacerlo
honradamente, sería preciso haber fundado previamente dicha doctrina, evitando
así el apresuramiento de pretender que “ya en la primera investigación” se puede
cumplir con tan difícil empresa. En otras palabras, y para dejarlo en claro desde
ahora, la investigación que Kant se propone en la FMC apunta a resolver al menos
tres preguntas: la primera, averiguar claramente qué significa la moralidad; la
segunda, una vez que se esté en posesión de una comprensión clara de su concepto,
indagar de dónde deriva esa moralidad su legitimidad para obligarnos. Finalmente,
cómo puede pensarse su relación con el mundo de la experiencia. Pese a que como
veremos estas tres cuestiones se interrelacionan íntimamente, siempre será
necesario tener en mente su diferencia, con el fin de entender cabalmente la
argumentación kantiana. Aunque a menudo se referirá a ella, en estricto rigor la
FMC no se ocupará de la última cuestión, que será objeto no ya de una
fundamentación, sino de una Metafísica de las costumbres propiamente dicha, así
como de una Antropología práctica.

Pero regresemos al asunto de la caracterización del barroquismo moral. Si ya frente


a la perplejidad y oscilaciones del entendimiento moral común alguien pretendiera
ofrecerle una doctrina moral más o menos confusa, que supuestamente accede de
manera fácil a la experiencia, pero que además resulta fácilmente compatible con
nuestra necesidad de felicidad, entonces tendríamos fundados motivos para
sospechar que estamos frente a uno de esos tutores que, cuando nos promete
ahorrarnos el camino de la ilustración, nos ofrece en realidad una noción de
moralidad que, desde una rigurosa perspectiva teórico-descriptiva, ya no sería

7
confusa sino francamente oscura10 . Y entonces Kant adopta una drástica actitud de
condena. En contraste con la comprensión que demostró para con la debilidad
teórica del conocimiento racional común, es decir para con la claridad confusa de su
noción de moralidad, en este nuevo contexto sus juicios no ahorran los más duros y
reiterados calificativos para lo que desde su perspectiva bien habría podido calificar
de “estafa barroca”: “revoltijo asqueroso (ekelhaften Mischmasch) de observaciones
atropelladas con principios medio sofísticos”, “utilizable para la charlatanería diaria
(alltägliche Geschwätz)”, “truco” (Blendwerk) (409, 31 s). Pero la retahíla no acaba,
y los improperios, sorprendentes en persona tan auto contenida, siguen: para el
gusto “a la moda”, diríamos hoy, nada mejor que esa mezcla fantasiosa de
determinación racional pura con consideraciones antropológicas, con nociones de
perfección, de felicidad, de sentimiento moral, de temor de Dios, en fin, “algo de esto,
y también algo de aquello” (410, 7). En otras palabras, mezcla, accidental y
accidentada, de genuinos principios racionales “con antropología, con teología, con
física o hiperfísica”, pero también, ¿por qué no?, con hipofísica, es decir, con
ocultismo.

Un primer balance de la “filosofía moral popular” arroja por lo pronto los siguientes
aspectos a tener en cuenta: por una parte, el sano entendimiento se ha elevado hasta
un conocimiento del principio moral que ya poseía confusamente, y que ahora se
torna en suficientemente claro para las necesidades prácticas cotidianas. No
obstante, (¡aunque magnífica, la inocencia es frágil!, cfr., 404, 36s) el sano
entendimiento se verá afectado, sin que por ello sea objeto de censura, por una
difícil incertidumbre acerca de la compatibilidad entre las exigencias
incondicionales de la moral y la necesidad irrenunciable de satisfacer el afán de
felicidad. O, formulando su incertidumbre, en otros términos, el sano entendimiento,
y también algunos filósofos (406, 15s), alabarán al principio moral en su pureza
sublime, pero dudarán de que sea posible su realización en el mundo de la
experiencia. Para aliviar su desazón -que de ser enfrentada podría ser más rápida y

10“Es oscura aquella noción que no basta para reconocer la cosa representada”
(Leibniz, p.271)

8
definitivamente superada-, el barroco nos ofrecerá una “filosofía moral popular”, es
decir una mezcla en la que, aunque no se excluye completamente el genuino
principio de la moralidad, sí se lo rebaja en su pureza, de modo que parezca
inmediatamente compatible con la experiencia y condescendiente con la
irrenunciable necesidad de felicidad. Pero como tamaña adulteración sería
fácilmente reconocible, Kant denuncia que la filosofía moral popular barroca, es
decir la de nuestros benévolos tutores, acude a toda suerte de artimañas que
atonten al rebaño domesticado (“nachdem sie ihr Hausvieh zuerst dumm gemacht
haben”, Kant 1999, p. 20) y le impidan descubrir la prestidigitación.

Para presentar como superada –o simplemente como inexistente- la dialéctica


natural que aquejaba a la razón natural, el barroco recurre a la táctica del ejemplo en
la argumentación moral11. Quizás sea útil discernir en nuestro contexto dos
connotaciones que convergen en este concepto. Por una parte, el ejemplo exhibe in
concreto, valga decir “individualiza” un concepto, que por definición es abstracto.
Pero en el terreno práctico, el ejemplo adquiere, además, la connotación de un
modelo de comportamiento a seguir. Así, cuando el santo del evangelio dice de sí
mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), o cuando invita a los
pescadores que habrían de ser discípulos suyos a dejarlo todo para ir tras él, “y ellos
al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mateo 4, 20)

La filosofía moral popular, que en política bien podría equivaler a un tipo de


dominación carismático, pretende poder derivar la moralidad de ejemplos de vida
(408, 27), lo que supone que da por sentada, de manera no razonada sino
autoritaria, la existencia de hombres o acciones a considerar como incuestionables
modelos de comportamiento. Pese a su carácter ascético poco apto para las grandes
masas, podría traerse a cuento aquí el famoso devocionario católico La imitación de
Cristo, escrito por Thomas de Kempis, y cuya primera edición data de 1473, es decir,
19 años antes del “descubrimiento” de América. El librito fue traducido a nuestra

11Para un examen de la doctrina kantiana del ejemplo no limitado al aspecto moral,


véase el artículo de Catalina González señalado en la bibliografía.

9
lengua por fray Luis de Granada ya en 1536, y desde entonces ha sido editado
innumerables veces. Pero Kant no podría ser más tajante al respecto: no sé si
conocería el libro de Kempis, pero ciertamente que su concepción no le era extraña;
y de este modo afirma que “la imitación no se encuentra en absoluto en lo moral”
(409, 4). Y como para que no quede duda, explícitamente sostiene que “incluso el
santo del evangelio debe ser comparado primero con nuestro ideal de perfección
moral, antes de que se le reconozca como tal” (408, 34 s). Pero ¿cómo podríamos
realizar dicha comparación si antes no tenemos claras nuestras ideas acerca de la
perfección moral?

Recordemos que de lo que aquí se trata es de enfrentar esa estrategia política anti
ilustrada que quiere aprovecharse del desconcierto humano ante las exigencias
encontradas de la moralidad y la felicidad. Y la recomendación inequívoca de Kant
es perseverar en el conflicto en lugar de eludirlo mediante la edulcoración del
principio moral. La filosofía moral popular no resuelve el conflicto porque lo
escamotea al presentar ejemplos que supuestamente han de ser seguidos, sin que se
haya esclarecido conceptualmente, en toda su complejidad, el principio del deber.
Tal esclarecimiento se constituye entonces en requisito para la adecuada resolución
del conflicto con la necesidad de felicidad. Por lo demás, como se verá en el tercer
apartado de este trabajo, también queda por esclarecer la noción que de la propia
felicidad pueda ofrecer la filosofía moral popular.

Lo que para Kant resulta censurable en la estrategia barroca del ejemplo es, dicho en
los términos cartesianos (y también rousseaunianos) citados en los epígrafes de este
escrito, su afán de persuadir –en el ámbito de las pasiones y sentimientos-, sin antes
haber convencido –en el orden de las razones-. Así, de manera atolondrada o
maliciosa, presenta como realizada en el supuesto ejemplo de vida, la exigencia
moral que, no obstante, no ha esclarecido conceptualmente ni en su significado, ni
en su obligatoriedad. Frente al barroco, nuestro autor no duda en ponerse del lado
de aquellos que, incluso lamentándolo, constatan que nunca podrán señalarse
“ejemplos seguros” de un obrar por puro deber (406, 9 s), pues incluso si se

10
poseyera una noción clara de éste, nadie podría descartar que, tras la apariencia de
estar obrando por motivos morales, no se escondan en realidad motivos egoístas
(407, 1-16).

El costo que habrá de pagar esta filosofía popular por halagar el gusto popular
ofreciéndole soluciones visibles, es precisamente que ella también queda atrapada
en el ámbito de lo visible. Por ello dice Kant que “no puede ir más allá de donde le
permite el tanteo entre ejemplos” (412, 17 s). Es decir, no puede entender.

Y como si quisiera realizar un drástico deslinde, acaso en principio desencantador,


Kant señala que “de hecho, es absolutamente imposible determinar con plena
certeza, por medio de la experiencia, un solo caso en el que la máxima de una acción
por lo demás conforme con el deber, haya descansado exclusivamente en
fundamentos morales o en la representación de su deber” (407, 1 ss). Una aguda
introspección nos mostrará que tras de la apariencia de acciones moralmente
loables, nunca podremos descartar móviles mezquinos o egoístas. Y entonces, como
“cuando se habla del valor moral, no se trata de las acciones, que se ven, sino de
aquellos principios interiores de las mismas, que no se ven” (407, 14-16; cursivas
mías), la conclusión es que una genuina moralidad no puede fundarse en ninguna
acción, ni en ningún ejemplo, provenga este del Huerto de los Olivos o de la Sierra
Maestra.

La comprensión adecuada del planteamiento kantiano implica pues la diferenciación


de dos factores y la inversión de su lugar en el discurso moral. Por una parte, el
principio visual, dirigido al persuadir, pero que al menos en primera instancia
arriesga la pureza de un concepto que no entiende cabalmente, en aras de hacerlo
visible en la experiencia, y rápidamente aceptable por su proclamada
compatibilidad con la necesidad humana de felicidad. Frente a esta alternativa, Kant
propone una primacía metodológica para el principio intelectual, dirigido al
convencer, gracias a la cual podríamos esclarecer tanto el cabal significado del

11
concepto de la moral, como las razones de su obligatoriedad12. Solo después habría
de explorarse lo relativo a la “accesibilidad” del principio en el mundo de la
experiencia.

Aunque para Kant la concepción de la moral en su pureza no tiene que excluir su


posible introducción en el mundo de la experiencia, los partidarios del principio
visual dudan mucho de que el retorno del concepto filosófico al sentido común y a la
“realidad” pueda darse. El escritor colombiano Evelio Rosero ha puesto en labios de
Albino Luciani, el malogrado Papa Juan Pablo I, la siguiente declaración que ilustra
la duda aludida: “Si dejáis a un lado el catecismo, no sabréis qué medios adoptar
para hacer buenos a los pequeños y hacer buenos a los grandes. ¿Pondréis ante sus
ojos la dignidad humana? Los pequeños no la entenderán; los mayores se burlarán
de ella. ¿Les pondréis delante el imperativo categórico de Kant? Peor aún” (Rosero,
p. 93). Por su parte, Kant consideraba como evidente que la representación
(Vorstellung) de una acción realizada por un alma firme, sin ningún propósito de
provecho ni en este ni en otro mundo, venciendo las más grandes tentaciones,
despertaba incluso en los niños de mediana edad “el deseo de poder obrar también
así” (411, 36). Quizás tenga algún sentido introducir una diferenciación entre la
presentación de un modelo supuestamente virtuoso, y su re-presentación. En el
primer caso, se pretende mostrar la realidad del modelo; en el segundo, más que el
modelo, de lo que se trata es de ilustrar una relación posible entre un agente y un
tipo específico, el moral, de motivaciones.

En el Evangelio según San Juan se nos narra que cuando Jesús resucitado se apareció
a sus discípulos, el apóstol Tomás no estaba presente. A su regreso le contaron lo
sucedido, y este ripostó: “Si no veo en las manos la señal de los clavos y no meto mi
dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Juan
20, 25; resaltado mío). Sin ninguna pretensión de originalidad, he llamado barroca a
esta voluntad de Tomás, que enfatiza el principio del ver (y quizás del tocar) como

12Sobre la concepción kantiana de las nociones de convicción (Überzeugung) y


persuasión (Überredung) véase KrV A 820, B 848- A 831, B 859

12
fundamento del asentir (que en este caso se da como creer), o para emplear un
motivo que se repite en la FMC, al afán de encontrar en la experiencia la realización
inequívoca del principio moral como fundamento de su plausibilidad. Aunque según
el mismo evangelista, Jesús reprocha a Tomás por su actitud –“dichosos los que aun
no viendo creen”-, tal vez se haya hecho acreedor al título de “filósofo moral
popular” cuando accedió a que el incrédulo discípulo introdujera la mano en su
costado. En el relato de Lucas aparece con mayor claridad, y ya sin reproche, la
transacción de Jesús con la voluntad de ver. Allí, frente a los desconcertados
discípulos, es el propio Jesús quien los exhorta así: “Palpadme y ved que un espíritu
no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y diciendo esto les mostró las
manos y los pies” (Lucas 24, 39; resaltados míos).

En nuestro contexto cultural más próximo, la actitud de un ver que renuncia a


entender se expresa de manera contundente en la definición que ofrece Calderón de
la Barca del auto sacramental: “Sermones puestos en verso, en idea representable,
cuestiones de la Sacra Teología, que no alcanzan mis razones a explicar ni
comprender, y al regocijo dispone en aplauso este día” (Calderón, versos 161-162, p.
145)

Frente a la necesidad de ver en la experiencia la realidad de la moralidad como


prueba de su existencia, Kant opone la prioridad metodológica del entender,
cabalmente, y con todas sus implicaciones, el concepto del bien moral. En ese
sentido resulta particularmente diciente su paráfrasis del texto evangélico13, cuya
innovación es, precisamente, la referencia negativa a la visualidad: el propio santo
del Evangelio “dice de sí mismo: ¿por qué me llamáis bueno a mí (a quien veis), si
nadie es bueno (el prototipo del bien) sino el Dios único (a quien no veis)?” (408, 34-
37; resaltados míos).

13El texto reza así: “Uno de los principales le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué he de
hacer para tener en herencia vida eterna?’ Respondióle Jesús: ‘¿Por qué me llamas
bueno? Nadie es bueno sino solo Dios’” (Lucas 18, 18s). En el mismo sentido véase
Marcos 10,18.

13
II. La voluntad de entender

“Ahora vemos aquí a la filosofía puesta de hecho en un punto de vista


precario, que ha de ser firme a pesar de que no penda de nada en el cielo, ni
se apoye en algo sobre la tierra” (FMC 425, 32ss)

De lo que ahora se trata entonces es de entender cabalmente qué estamos diciendo


cuando hablamos de moralidad; a esta me he referido antes como a la primera
pregunta, y será el objeto principal de la primera parte de este apartado. Ahora bien,
una clara comprensión de lo que exige la moralidad no responde todavía a la
cuestión de por qué estaríamos obligados a obrar según los imperativos morales,
incluso si finalmente no lo hacemos; esta era la segunda pregunta planteada, y es el
objeto de la segunda parte. Pero responder las dos preguntas anteriores no equivale
a probar que las acciones que ella exige (es decir, acciones que se realizan por deber,
y no simplemente de acuerdo con él, pero por otro motivo) existan realmente, o que
los mandatos morales puedan tener algún tipo de incidencia en la experiencia. Se
trata, una vez más, de otro problema distinto14, tercera pregunta, y como he dicho,
su tratamiento detallado sobrepasa los límites de la FMC. Con todo, algunas
observaciones sobre el asunto habremos de encontrar.

II.1 La Metafísica de las costumbres como análisis

El método a seguir para el tratamiento de la primera pregunta es analítico, y es


necesario advertir que Kant distingue dos variantes del mismo, ambas puestas en

14“Aun si nunca hubo acciones que surgieran de tales fuentes puras, aquí la cuestión
no es si sucede esto o aquello, sino de que la razón por sí misma e
independientemente de todos los fenómenos, mande lo que debe suceder, y con ello
de que acciones -de las que tal vez hasta ahora el mundo no ha dado ningún ejemplo
y de cuya realizabilidad pueda incluso dudar quien todo lo funda en la experiencia-
estén sin embargo mandadas inexcusablemente” (407, 37s)

14
práctica en la FMC. Así, en el Prefacio, Kant se refiere a la primera de ellas, que usará
principalmente en el primer capítulo, cuando dice que va a seguir el “camino que va
analíticamente del conocimiento ordinario a la determinación del principio supremo
del mismo” (392, 18; resaltado mío). Esto quiere decir que, en su primera acepción,
el método analítico nos permite remontarnos desde el entendimiento común que ya
en el comienzo del capítulo primero acepta que la buena voluntad es lo único que
puede ser considerado como irrestrictamente bueno, hasta el reconocimiento del
deber, como la condición de esa buena voluntad (397, 1-7): la buena voluntad es
aquella que obra por deber y no por inclinación (398, 19).

En su segunda acepción, el método analítico consiste en explicitar los diferentes


contenidos de un concepto dado. Como veremos, esta variante del análisis es usada
intensivamente en el segundo capítulo de la FMC. Pero no podré comentar con todo
detalle esta investigación, y me conformaré con señalar lo que considero sus
principales características argumentativas.

Para realizar un análisis adecuado del imperativo categórico, Kant nos advierte
reiteradamente acerca de la importancia de distinguir claramente entre los campos
respectivos de cada una de las tres preguntas que antes he propuesto. Así, por lo que
se refiere a la primera de ellas, tenemos que el concepto de deber es
extremadamente rico en contenidos. Un análisis del mismo los explicitará. Por lo
pronto, la noción de deber alude ya a la necesidad incondicionada de la acción que él
prescribe. Pero dado que la voluntad humana es susceptible de ser influida por
representaciones distintas a las de lo que es necesario, el deber es experimentado
por ella como constreñimiento, vale decir como imperativo.

Es bien sabido que Kant distingue entre dos tipos de imperativos: los hipotéticos, a
los que me referiré en la última sección de este artículo, y el categórico, que es el que
ahora nos ocupa, pues en él la acción es mandada sin más, y sólo como medio para
otro propósito (cfr., 416, 5).

15
Pero recordemos que el tratamiento filosófico del imperativo categórico distingue
entre su significado, su obligatoriedad –el ¿cómo es posible? - y su realizabilidad 15.
De esta manera, una vez que se ha esclarecido la naturaleza específica de este
mandato categórico (primera pregunta), Kant examina su posibilidad, en tanto que
mandato, y con ello se refiere a su legitimidad (segunda pregunta): ¿por qué habría
de ser vinculante para nosotros, incluso (tercera pregunta) si no lo obedeciéramos,
o aunque nunca podamos llegar a estar ciertos de haberlo obedecido? 16. Si esta
crucial pregunta -y me refiero a la segunda, y no la tercera- no se respondiera
satisfactoriamente, la consecuencia no sería otra que “la moralidad sería una
quimera” (445, 8).

En estricto rigor, en tanto que Fundamentación, el tratado que aquí nos ocupa no es
una disciplina filosófica autónoma, sino que remite a una, a saber, la Metafísica de las
Costumbres. Es esta disciplina la que propiamente ha de ocuparse, de manera
particular, con las preguntas primera y tercera. Y como veremos, para abordar el
segundo problema será preciso recurrir a otra disciplina filosófica distinta, la Crítica
de la razón práctica pura. En la Fundamentación, Kant incursiona en estas dos
disciplinas, cuyo desarrollo diferenciado dará lugar en el futuro a sendos tratados.
Siempre será importante identificar a cuál de estos tres contextos pertenece una
argumentación dada.

En términos que recuerdan la Crítica de la razón pura, Kant nos dice que en la FMC
queda sin resolver “si lo que en general se denomina deber, no sería un concepto
vacío” (421, 11), es decir sin ninguna intuición empírica que le corresponda (tercera

15 “Sólo que aquí no debe dejarse de tener en cuenta que si en general hay algún
imperativo como este [e.d. categórico, LP], es algo que no puede resolverse
mediante ningún ejemplo, y por lo tanto empíricamente” (419, 16s). “Aquí no nos
favorece la ventaja de que la realidad del mismo estuviera dada en la experiencia”
(419, 37s)
16 “La pregunta [segunda, LP]no pide saber cómo pueda pensarse el cumplimiento

de la acción que el imperativo manda [tercera pregunta, LP], sino simplemente


cómo pueda pensarse la coacción de la voluntad que el imperativo expresa en la
tarea [segunda pregunta, LP]” (417, 3s)

16
pregunta); se refiere con ello a una problemática que se inscribe bajo mi tercera
pregunta. Pero dice también que queda aplazada, al menos hasta la sección tercera
de la FMC, la difícil pregunta acerca de la posibilidad del imperativo categórico17(es
decir, mi segunda pregunta), y por lo pronto y antes de todo esto, es preciso
continuar con la tarea analítica en su segunda acepción, es decir saber “qué dice”
(wie es lautet, 420, 22) un imperativo categórico, o “qué pensamos con él, y qué
querría decir este concepto” (421, 13s; es decir, mi primera pregunta). Y
recordemos que cada vez que Kant considere que ha avanzado un paso en el
cumplimiento de esta tarea aclaratoria (cfr., 425, 1-11), insistirá en precisar los
alcances reales del trabajo realizado: “tan sólo” se ha mostrado –“aunque eso ya es
mucho”- que el concepto de deber sólo se puede expresar en imperativos
categóricos, pero que “aún no hemos llegado tan lejos como para demostrar a priori
que un imperativo como esos se dé realmente (wirklich stattfinde), que exista (gebe)
una ley práctica que mande por sí absolutamente, y que la observancia de esta ley
sea deber”18.

Aunque son muchas las observaciones que suscitan las cinco formulaciones del
imperativo categórico que aparecen en la FMC, debo limitarme a unas cuantas
indicaciones metodológicas. La primera de ellas es que Kant pretende que de la
mera consideración o análisis del concepto de lo que sea un imperativo categórico
se derivarán sus diversas formulaciones19. Así, la formulación por excelencia –
“fórmula general” (allgemeine Formel; 436, 30s)- es la primera: “obra solo según

17 “Cómo sea posible un mandato absoluto tal [segunda pregunta, LP] (…) exigirá
todavía un esfuerzo especial y difícil que aplazamos para la última sección” (420,
21s)
18 De la misma manera, al finalizar la exposición referente a la segunda formulación

del imperativo categórico, Kant reitera la naturaleza analítica de la investigación


realizada: el propósito era “explicar el concepto de deber”; pero si de lo que se
tratara fuese de demostrar que hay (gäbe) proposiciones prácticas que manden
categóricamente, entonces, advierte Kant, “eso no puede suceder aquí, ni en esta
sección” (431, 31-34; resaltados míos)
19 “En esta tarea queremos intentar primero, si tal vez el mero concepto de un

imperativo categórico no nos entrega también la fórmula del mismo, que contiene la
única proposición que puede ser un imperativo categórico” (420, 18s)

17
aquella máxima mediante la cual, al mismo tiempo, puedas querer que se convierta
en una ley universal” (421, 5-7)20. El resto “son, en el fondo, solo otras tantas
formulaciones de precisamente la misma ley” (436, 8s).

Desde la perspectiva de este artículo resulta particularmente interesante constatar


que lo que ha motivado el esfuerzo analítico kantiano de derivación de las distintas
formulaciones del imperativo categórico sea, justamente, el propósito de “acercar
una idea de la razón a la intuición (según una cierta analogía) y, a través de ello, al
sentimiento” (436, 12).

Puede entonces afirmarse que la disciplina filosófica llamada “metafísica de las


costumbres” -a la que el libro que tratamos sirve de introducción- no es otra cosa
que el análisis del concepto de moralidad. Pero ese análisis muestra tener, por así
decirlo, dos facetas: por una parte, el esclarecimiento y fijación de un genuino
concepto de moralidad, acorde con el que posee, si bien de manera accidentada, el
entendimiento moral común. Y para que dicho concepto pueda ser entendido en la
radical incondicionalidad que pretende, será preciso despojarlo de peculiaridades
propias de la naturaleza humana, que por fuerza minarían su alcance. Pero así
mismo, la pureza del imperativo moral no ha de excluir la exploración sobre su
eventual aplicación a la naturaleza humana. También esta resulta ser una tarea
propia de la metafísica de las costumbres. Estos dos serían precisamente los logros
de las diversas formulaciones del imperativo categórico: a la vez que explican el

20 Aunque no se formule literalmente de la misma manera, una formulación


equivalente es “obra según la máxima que al mismo tiempo pueda hacerse a sí
misma ley universal” (436, 31s). Siguiendo la clasificación instaurada por H.J. Paton,
la formulación I A dice: “obra como si la máxima de tu acción fuese a convertirse por
tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”. La formulación II: “Obra de modo
que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro,
siempre a la vez como fin, nunca sólo como medio” (429, 10-12). La formulación III:
“la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente
legisladora” (431, 15s). La formulación III A: “obra como si tu máxima hubiera de
servir al mismo tiempo como ley universal (de todos los seres racionales)” (438,
22s).

18
concepto del deber, hacen representable cómo sería su realización en la vida
ordinaria de los hombres, sin que por ello sean inferidos de esta21.

Resaltaré la tercera formulación del imperativo categórico por cuanto que ella no
sólo posibilita la comprensión –analítica- del concepto de moralidad (primera
pregunta), sino que al mismo tiempo ofrece el tránsito hacia la posibilidad del
mismo (segunda pregunta). Así, si nos preguntamos cuál podría ser una máxima
(principio subjetivo de acción) que pudiera valer al mismo tiempo como ley moral
(principio objetivo de acción), podemos fácilmente respondernos que solo podría
ser una en cuya formulación se hubiese prescindido de todo interés, que por
definición es particular (cfr., 431, 35). De esta máxima puede pensarse entonces que
su validez universal. Ahora bien, al escoger como principio de acción una máxima
tal, la voluntad estaría procediendo como legisladora universal, pero esto
significaría que no sólo estaría sometida a una ley, sino que al mismo tiempo sería
autolegisladora, y que si ha de someterse a la ley sería precisamente por tratarse de
una ley que ella se da a sí misma (cfr., 431, 21s).

Y este es quizás, a los ojos de Kant, el más importante de los resultados que arroja el
proceso analítico a que ha sido sometido el concepto de la moral. Todos los
esfuerzos emprendidos hasta el momento fracasaron, porque nunca llegaron a
descubrir que, si el hombre debía acatar los principios morales, era porque dichos
principios eran propios, es decir autónomos, y sin embargo, al mismo tiempo,
universales (cfr., 432, 25-433, 12). La formulación reza entonces así: “obra como si
tu máxima hubiese de servir al mismo tiempo como ley universal (de todos los seres

21“Si se quiere, se puede distinguir (como se distingue la matemática pura de la


aplicada, o la lógica pura de la aplicada) la filosofía pura de las costumbres
(metafísica) de la aplicada (a saber, a la naturaleza humana). Mediante esta
denominación se recordará inmediatamente que los principios morales no deben
estar fundados en los atributos de la naturaleza humana, sino que tienen que ser
establecidos por sí mismos a priori, pero de los cuales tienen que poder derivarse
reglas prácticas para toda naturaleza racional, y entonces también para la humana.”
(410, 30-35; resaltado mío)

19
racionales” (438, 21s). Pero con esto nos hemos introducido en consideraciones
propias de la segunda pregunta.

II.2 La Crítica de la razón práctica pura como síntesis

Nos enfrentamos ahora con un problema nuevo, lo que he denominado la segunda


pregunta, que técnicamente Kant ha formulado en los siguientes términos: ¿cómo es
posible el imperativo categórico? En el curso de su exposición, esta pregunta por la
posibilidad se ha expresado también de otra manera, que acaso aparezca aún más
técnica y abstrusa: ¿cómo es posible una proposición sintético-práctica a priori?22.
Al terminar la segunda sección de la FMC, Kant nos dice que éste es ahora el asunto
a investigar, advirtiéndonos además que la disciplina filosófica encargada de su
resolución no es ya la metafísica de las costumbres, sino la crítica de la razón práctica
pura. (cfr., 444,35s)

El asunto en cuestión puede ser descrito de la siguiente manera. Solo para el caso de
una voluntad absolutamente buena, del mero análisis de su concepto podremos
inferir la relación necesaria entre dicha voluntad y el principio moral. Por definición,
si existiera, esa voluntad no podría obrar sino movida por principios racionales
puros, y además estos no tendrían para ella ningún carácter constrictivo u obligante
(cfr., 447, 11-14). Pero para el caso de la voluntad humana tendremos que afirmar
algo muy distinto. Sabemos sobradamente que no obramos por principios morales,
y por ende que la relación entre nuestra voluntad y tales principios es una relación
entre términos heterogéneos; en otras palabras, que la relación planteada no podría
ser analítica, sino sintética. Por lo ya dicho, también resulta fácil comprender que el
obrar según los principios morales es algo que la voluntad humana habría de
experimentar no como espontaneidad, sino como mandato constrictivo, es decir,

22“en este imperativo categórico o ley de la moralidad es también muy grande el


motivo de la dificultad (de comprender la posibilidad del mismo). Es una
proposición sintético-a priori práctica, y puesto que comprender la posibilidad de
proposiciones de este tipo tiene tanta dificultad en el conocimiento teórico,
fácilmente puede creerse que no habrá de ser menor en el práctico” (420, 12ss)

20
como ley. Pero entonces la afirmación según la cual la ley moral es autolegislación y
por ende libertad se torna, al menos en un principio, incomprensible. Finalmente, el
carácter incondicional de la ley nos lleva a pensar que la relación entre la voluntad y
la ley, si es que existe, habría de tener fundamentos a priori, dado que sólo a partir
de ellos podría explicarse esta exhibida pretensión de incondicionalidad. Estos son
los supuestos implicados en la afirmación según la cual el imperativo categórico es
una proposición sintético-a priori-práctica, y podríamos afirmar que aquí concluye
la investigación analítica propiamente dicha.

Pero si ahora nos preguntamos cómo es posible una proposición tal, entonces
estamos buscando explicaciones satisfactorias para el hecho de que en su
formulación analítica el principio moral tenga que ser entendido como autonomía
de la voluntad, pero que al mismo tiempo sea formulado como imperativo
constrictivo para la misma.

Así mismo buscamos razones que expliquen que incluso si no es cumplida, la ley no
pierde su legitimidad. En efecto, ya hemos dicho que sabemos que a menudo la
voluntad no obra según su ley, y que si alguna vez lo hiciera no podríamos saberlo.
Pero la dificultad aparece ahora radicalizada: en tanto que seres inmersos en el
mundo de la naturaleza, estamos forzados a dar cuenta de nuestras acciones como
efectos de causas naturales (apetitos e inclinaciones) 23, con lo que la mera
posibilidad de un obrar libre resulta implausible (cfr., 453, 20s).

Las anteriores son las tareas de una nueva disciplina filosófica denominada Crítica
de la razón práctica pura; a mi juicio, esta podría ser descrita como la instauración
del perspectivismo en las consideraciones antropológicas. En efecto, si se lee con
atención la tercera sección de la FMC, sorprenderá el reiterado empleo por parte de
Kant de la expresión punto de vista (Standpunkt)24, o de otras similares25. La

23 “es así mismo necesario que todo lo que sucede esté inevitablemente determinado
según leyes naturales” (455, 17s)
24 Sin pretensión exhaustiva, véanse por ejemplo 450, 32; 452, 25; 455, 1; 458, 19.

21
disciplina crítica consistirá en referir la validez de las evaluaciones prácticas a dos
perspectivas intelectuales básicas, las cuales tienen, no obstante, sus diferencias, un
origen común.

Así, aunque resulte inevitable evaluar nuestras acciones desde una perspectiva
causal natural, también es posible – e incluso necesario- hacerlo desde otra
perspectiva, a saber, la de la libertad. Para legitimar el recurso a este segundo punto
de vista, la crítica “deconstruirá” (¿?) lo que ha llegado a parecernos obvio:
explicamos nuestras acciones a partir del concepto de necesidad natural, aunque
aquí, como también a propósito de los sucesos físicos, no siempre somos
conscientes de que tal explicación sólo es posible gracias a la subsunción del
material empírico bajo una función intelectual que no se deriva de él. La simple
experiencia, desprovista de las formas intelectuales, no nos proporcionaría “el
conocimiento de los objetos de los sentidos ligado según leyes universales” (455,
23).

Puede afirmarse entonces que la noción de la experiencia como necesidad natural es


una perspectiva, y ello se expresa precisamente en el famoso dictum según el cual
nos es posible llegar “al conocimiento de los fenómenos, jamás al de las cosas en sí
mismas” (451, 7s). Ahora bien, el mundo intelectual (451,35) que ha hecho posible el
conocimiento, no solo no se agota en esa función cognitiva, sino que también escapa
a ella, en la medida en que ella lo presupone. Ese “plus” no ha de ser menos “real”
por el hecho de ser incognoscible. Y de él ha derivado el análisis la necesidad de un
principio de acción absolutamente espontáneo: “El concepto de un mundo del
entendimiento es entonces solo un punto de vista que la razón se ve forzada a

25En ese sentido, Kant habla de las diferentes consecuencias entre cuando nos
“pensamos como libres” y cuando nos “pensamos como obligados” (453, 12ss).
También la afirmación según la cual la “necesidad natural no es tampoco ningún
concepto de experiencia” (455, 18s) (a no ser que se la “introduzca”, como un “punto
de vista”, en la experiencia). O la necesidad de precisar en qué sentido y relación –es
decir, desde qué punto de vista-se piensa al hombre “cuando se lo llama libre o
cuando se lo supone como sometido a la ley de la naturaleza con respecto de la
misma acción” (456, 15s)

22
asumir, por fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica, lo que
no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el
hombre” (458, 19ss).

Evidentemente que alguien podría objetar a la razón que el querer pensarse como
práctica es mera fantasmagoría. Solo que entonces dicha objeción estaría pasando
por alto que ella solo puede realizarse porque opone una concepción de necesidad
natural que no obstante sería imposible sin la participación funcional de la razón. Al
desenmascarar esta pretensión absolutista de la objeción, la crítica asume la defensa
de una razón que exige contemplar al hombre no sólo como fenómeno, sino también
como inteligencia. No obstante, en su defensa, la crítica debe cuidarse de invadir el
terreno vedado del conocimiento y de la experiencia.

En efecto, Kant afirma que al establecer la diferencia de perspectivas desde las que
se evalúa una misma acción humana, se elimina la apariencia de contradicción26. Y
encuentra así mismo que la razón humana común es de este parecer. Pensemos por
ejemplo en la compleja práctica cotidiana de los jueces. Cuando encuentran en
traumas de la infancia, en carencias de la educación o incluso en ofuscamientos
anímicos (el conocido “estado de ira e intenso dolor”) paliativos que atemperan la
culpa del reo, le juzgan desde el punto de vista de la causalidad natural, y por ende
como perteneciente al mundo de los sentidos. Pero cuando al mismo tiempo y por la
misma acción finalmente le condenan a alguna pena, le presuponen como
“conciencia de sí mismo como inteligencia, esto es como independiente de
impresiones sensibles en el uso de la razón (por ende, como perteneciente al mundo
del entendimiento)” (457, 22).

Creo que consideraciones similares a las del reo aplican al caso del héroe. Tampoco
aquí estamos excusados de intentar esclarecer las cadenas causales en virtud de las

26“Pues no encierra ninguna contradicción que una cosa en el fenómeno (que


pertenece al mundo de los sentidos) esté sometida a ciertas leyes de las que ella
misma es independiente como cosa o ser en sí mismo” (456, 16ss)

23
cuales disolvemos todo mérito en heteronomía: también sus acciones serían el
resultado de circunstancias, acaso ahora felices, pero ciertamente que no
autónomas. No obstante, el anterior “desencantamiento” no debería impedirnos, no
digamos ya que la admiración exaltada, pero sí un genuino y sobrio aprecio hacia el
agente, en la medida en que sus acciones aparezcan como causadas por una voluntad
libre y virtuosa. Vale decir que nos abstenemos de una imputación firme, y nos
quedamos con la aprobación de la representación.

Por lo que se refiere a lo que he propuesto como tercera pregunta a resolver en la


filosofía moral kantiana – cómo puede pensarse la relación de la moralidad con el
mundo de la experiencia- es preciso repetir que ella es objeto de otros tratados
kantianos. Pero desde ya podemos vislumbrar que las consecuencias de los
resultados arrojados tanto por el análisis como por la síntesis, es decir por la
voluntad de entender, no podrían ser más desoladoras y decepcionantes para la
voluntad de ver que caracteriza a la mentalidad barroca. En efecto, lo que esta exige
–y en ocasiones promete- es ver, hic et nunc, sin teorizaciones ni planteamientos
abstractos, la virtud realizada. Por su parte, Kant suscribe sin reservas la inclinación
del entendimiento común “a esperar detrás de los objetos de los sentidos todavía
algo invisible y activo por sí mismo” (452, 2ss). Sin embargo, ahora condena la
torpeza de una tendencia inversa al cientifismo, el barroquismo, que echa a perder
lo valioso que tiene la inclinación mencionada del entendimiento común cuando
“pronto quiere de nuevo sensibilizar este invisible, es decir, hacerlo objeto de la
intuición, y así tampoco consigue ser ni una pizca más inteligente” (452, 4ss).

La voluntad de entender, que implica los complejos dispositivos analíticos y


sintéticos que hemos esbozado en este escrito, “se introduce pensando en un mundo
del entendimiento” (458, 6). Por su parte, el barroquismo no es otra cosa que razón
práctica traspasando ilegítimamente sus límites, es decir queriendo introducirse en
ese mundo del entendimiento, pero “intuyendo, sintiendo”. Ahora bien, ¿acaso los
milagros no son precisamente esta transgresión? ¿Qué si no significa la noción
católica de la transubstanciación?

24
III. La felicidad como ascesis intramundana

“Asegurar la propia felicidad es un deber (al menos indirecto), pues la falta


de satisfacción con su situación, en un apuro de muchas preocupaciones y en
medio de necesidades insatisfechas, fácilmente podría convertirse en una
gran tentación de transgredir los deberes” (FMC 399, 3-7)

“Si siempre quisiéramos ser prudentes, rara vez tendríamos necesidad se ser
virtuosos” (Rousseau, Las confesiones, p.104)

De lo anteriormente expuesto resulta suficientemente claro que la argumentación


desarrollada en la Fundamentación excluye radicalmente la presencia de cualquier
elemento relativo a la felicidad en la determinación de la noción de moralidad. Esto
no significa sin embargo que, pese a su radical diferenciación, la moralidad y la
felicidad no hayan de tener relaciones. Incluso podría afirmarse que en la medida en
que una metafísica de las costumbres tenga que ocuparse con las estrategias posibles
que allanen la introducción de la moral en la experiencia, necesariamente habrá de
pensar tales relaciones.

Aunque el anterior problema no es central en el libro que comentamos, creo no


obstante que existiría, en una especie de subtexto, una compleja argumentación al
respecto, condensada en esa única y lacónica ocasión que he utilizado como primer
epígrafe para este último apartado. Quiero pues afirmar que en la Fundamentación
no solo podemos encontrar, al menos insinuada, una relación entre moralidad y
felicidad, sino que su versión en este libro representa un paso novedoso con
respecto al planteamiento anterior que Kant había presentado en la Crítica de la
razón pura. Y lo que resulta importante para los fines del presente escrito, esta
innovación también incidiría en las dificultades de comprensión de la filosofía moral
kantiana que previsiblemente experimentará una mentalidad barrocamente
moldeada.

25
En lo que sigue, me propongo presentar en sus rasgos más generales las relaciones
planteadas en la sección segunda del Canon de la razón pura. Sobre este telón de
fondo contrastará mejor la innovación que representa la doctrina expuesta en la
Fundamentación.

III. 1 La felicidad como efecto de la moralidad

En la Crítica de la razón pura Kant ofreció su famosa y rotunda definición de la


felicidad como “la satisfacción de todas nuestras inclinaciones (tanto extensive según
la multiplicidad de las mismas, como intensive, según el grado, como también
protensive según la duración” (KrV, A 806-B 834). Ahora bien, esa desaparición
absoluta de las inclinaciones como consecuencia de su absoluta satisfacción resulta
incompatible con nuestra vida presente, cuya renovación está necesariamente
ligada a la de las necesidades. Por otra parte, el mismo Kant ha advertido de la
frecuente contradicción que se da en nuestra experiencia cotidiana entre los
imperativos de la moralidad y los requerimientos de la felicidad; al menos mientras
estemos en esta vida, tal contradicción no se resolvería. Finalmente, la contradicción
entre moralidad y naturaleza llega a su culmen cuando de cualquier acción que
creamos haber realizado, incluso dolorosamente, por deber, cabe la sospecha de si
secretamente no habrá sido realizada por inclinación.

Las anteriores contingencias llevan, según Kant, a desplazar para otra vida –
postulado de la inmortalidad del alma- no sólo la esperanza de la obtención plena de
la felicidad, a la que no podemos renunciar, sino su compatibilidad necesaria con la
moralidad, designada aquí como la “dignidad de ser feliz” (KrV A806, B834). La
noción de bien supremo derivado contiene entonces “la conexión necesaria de la
mencionada esperanza de ser feliz con el incesante empeño de hacerse digno de la
felicidad” (KrV A 810, B838). Pero resultaría vano afirmar la necesidad de la
conexión entre conceptos tan radicalmente heterogéneos si no pusiésemos como
fundamento de la misma a una razón suprema –postulado de la existencia de Dios-

26
“que mande según leyes morales y que al mismo tiempo sea causa de la naturaleza”
(ibid.).

Debe enfatizarse que ya desde la perspectiva de la Crítica de la razón pura, la


definición de la noción de la moralidad –o de la de su equivalente, la “dignidad de
ser feliz”- ha de realizarse con total independencia de los postulados mencionados.
Así, ni es Dios quien define la noción de bien moral, ni las leyes morales son tales
porque sean mandadas por Dios27. No obstante, al adentrarse en el escabroso
terreno de examinar la plausibilidad y las posibilidades de que la felicidad pueda ser
considerada como efecto proporcional a la moralidad de las acciones, Kant se ve
obligado a postular la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, pues sin ellas las
leyes morales se arriesgarían a aparecer como causas sin efecto. Así pues, pese a la
pureza de una motivación moral - que determina “enteramente a priori (sin atender
a motivaciones empíricas, es decir a la felicidad) el hacer y el dejar de hacer” (KrV
A807, B835)-, parecería que sin garantías suficientes de efectividad la voluntad
humana se sumiría, en el mejor de los casos, en la inacción:

“Así pues, sin un Dios y sin un mundo esperado, pero por ahora no visible
para nosotros, las magníficas ideas de la moralidad son por cierto objetos de
aplauso y admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución (aber
nicht Triebfedern des Vorsatzes und der Ausübung), porque no colman el fin
completo, que es natural para cualquier ser racional, y que está determinado
a priori y es necesario precisamente según la misma razón pura” (KrV A813,
B841)

Sería necesario tener en cuenta que las anteriores reflexiones pertenecen a la


respuesta a la pregunta “¿qué me es permitido esperar, si hago lo que debo?”, es
decir que son relativas a las consecuencias que habrían de derivarse de la acción
moral. Y como tales, son diferenciables de lo que compete a otra pregunta, la
estrictamente moral, a saber “¿qué debo hacer?” (cfr., KrV A 805, B 833). Ello explica

27 “En la medida en que la razón práctica tiene el derecho a conducirnos, no


tendremos acciones por obligatorias porque sean mandamientos de Dios, sino que
las vemos como mandamientos divinos porque estamos internamente obligados a
ellas” (KrV A819, B847)

27
que pocas líneas más adelante, después de haber afirmado la ineficiencia en que
caerían las ideas morales prescindiendo de los postulados, Kant insista, sin que ello
implique contradicción, en que “es el carácter (Gesinnung) moral como condición lo
que primero hace posible la participación en la felicidad, y no, a la inversa, la
perspectiva de felicidad al carácter moral” (KrV A814, B842)

Christian Garve centraría sus críticas a la doctrina moral kantiana en esta, por así
llamarla, ambivalencia. En su respuesta a Garve, Kant se esfuerza por precisar, e
incluso por matizar formulaciones tan radicales como las que encontramos en la
Crítica de la razón pura. De hecho, en el escrito kantiano, publicado en 1793, ya no
encontraremos afirmaciones como la de la Crítica, según la cual, si se prescinde de
los postulados que aseguran la vinculación causal de la moralidad con la felicidad,
habría que considerar a las leyes morales como delirios vacíos (leere Hirngespinste;
KrV A811, B 839). Ahora Kant niega que el concepto de deber obtenga de los
postulados, y sólo de ellos, la fuerza de un motor28, y declara concluyentemente que
“en la pregunta acerca del principio de la moral se puede completamente hacer caso
omiso y dejar de lado (como episódica) la doctrina del sumo bien como último fin de
una voluntad determinada por la moral y conforme a sus leyes” (Kant, Teoría y
praxis, p. 133)

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), escrita algunos años


antes que la respuesta a Garve, Kant había adoptado un punto de vista más o menos
intermedio: si los postulados -de la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y
con ellos entonces el del bien supremo que relaciona en exacta proporción el
esfuerzo por la moralidad con la obtención de felicidad- fuesen plausibles, resulta
entonces indudable que la moralidad se beneficiaría de la adición de un fuerte
motor (starken Triebfeder), aunque con ello no aumentaría su valor interno, pues “la

28Refiriéndose a las creencias en un señor moral del mundo y en una vida futura,
dice de ellas que no son necesarias como si solo con su presuposición se pudiera
obtener “un motivo seguro y la fuerza indispensable de un motor (die erforderliche
Stärke einer Triebfeder)” (Kant, Teoría y Praxis, p.132)

28
esencia de las cosas no cambia por sus relaciones externas” (439, 19). Y en efecto,
sin considerar aún como meramente “episódica” la doctrina de los postulados, pero
sin desconocer su eventual fuerza motriz, a lo largo de las páginas de la
Fundamentación, ni en el análisis del concepto de moralidad, ni en la cuestión de su
legitimidad llegamos a toparnos ni con la doctrina de los postulados, ni con la del
bien supremo. En rigor, para la aclaración del concepto de moralidad nada de ello
fue necesario. No obstante, la preocupación por una eventual inanidad de los
principios morales cuando son despojados de toda referencia a los postulados, es
ahora reemplazada por una doctrina de la felicidad, de cuño estoico y que por lo
tanto pude representar dificultades de comprensión – ¿“aversiones” que no ya
“afinidades electivas”? -para una mentalidad barroca.

III.2 La felicidad como condición de la moralidad

Tanto la filosofía práctica de Kant como el barroco que se le opone coinciden en


aceptar que la felicidad entendida como la satisfacción de todas y cada una de las
inclinaciones, y además de manera permanente, ha de ser por fuerza un asunto del
“más allá”. Donde encontramos sus rotundas divergencias es en su manera de
encarar el asunto en el “más acá”.

El barroco castellano ha encontrado en sus diferentes versiones de la mítica figura


de Don Juan su manera de expresar su actitud con respecto a la vida presente. Así,
frente a las reiteradas amonestaciones acerca del futuro infernal que le depararían
sus fechorías eróticas, el Don Juan de Tirso de Molina responde indefectiblemente
con su versión del carpe diem horaciano: “¡qué tan largo me lo fiais!”. Al contrario de
lo que a simple vista pudiera parecer, la respuesta de Don Juan no carece en
absoluto de justificación racional. “Es imposible –dice Kant- que el ser más perspicaz
y al mismo tiempo más poderoso, pero sin embargo finito, se haga un concepto
determinado de lo que él en realidad quiere aquí” (418, 10s). Así pues, si uno no
puede tener “un concepto determinado y seguro” de en qué consiste la propia
felicidad, entonces “no es de sorprender que una única inclinación, determinada con

29
respecto a lo que promete y al tiempo en que su satisfacción será obtenida, pueda
prevalecer sobre una idea fluctuante” (399, 14s) de la misma.

Los ejemplos citados por Kant atañen a facetas importantes de la vida cotidiana: los
gotosos desatenderán la dieta prescrita porque las expectativas de felicidad
prometidas por la noción de salud pueden resultar infundadas (grundlose). Pero la
aplicación del razonamiento también puede extenderse a importantes ámbitos de la
vida social y pública. Las penetrantes observaciones de Max Weber acerca de la
naturaleza de ese capitalismo por él llamado moderno, nos permiten extrapolar el
“donjuanismo” erótico, o la glotonería antidietética, al campo del deseo irracional de
obtención de riqueza. Así pues, el capitalismo moderno, que se caracteriza por un
complejo dispositivo de racionalización de esa ansia irracional, puede haber sido
antecedido -y también puede convivir- por otros tipos de capitalismo que él
caracteriza con diversos calificativos: pirata, católico, aventurero. En todas estas
variantes habrá también ansia insaciable de adquirir riqueza, pero sin que importe
demasiado la manera en que se la adquiera, y hay que reconocer que el objetivo
último de todos estos afanes no parece irrazonable: “el descanso en la riqueza, el
gozar de la riqueza con la inevitable consecuencia de sensualidad y ociosidad”
(Weber, p.137).

La pescadora Tisbea, uno de los tantos trofeos femeninos de Don Juan, previene
enamorada a quien en vano quisiera como su marido: “Advierte, mi bien, que hay
Dios y que hay muerte”. Pero para sus adentros, él responde lo de siempre: “¡Qué
tan largo me lo fiais!”. En vida, ninguna consideración pudo hacerle desistir de su
piratería desenfrenada. No encontraba razones de peso para ello, y antes por el
contrario lo sensato parecía el bien concreto y a la mano: ¿acaso no dice la sabiduría
popular que “más vale pájaro en mano que ciento volando”? Ya en sus últimas,
acaso un tanto desesperado y en atisbo de católica piedad, el burlador de Sevilla
pide al espectro de quien fuera una de sus víctimas mortales, ahora vengador
convidado de piedra, el último chance: “Deja que llame quien me confiese y
absuelva”. Pero respuesta es tajante: “No hay lugar; ya acuerdas tarde”.

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Otra versión castellana del héroe, el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, tuvo bastante
más suerte, y con ello se nos da muestra de la ambigua benevolencia católica. En el
momento decisivo llega al alma del pirata erótico la contrición salvadora: “yo, Santo
Dios, creo en Ti; si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad
de mí!”. Y gracias a la intercesión de Doña Inés, este pérfido alcanzará la salvación
eterna. Recuerda con ello a los capitalistas católicos mencionados por Weber, que
consideraban oportuno legar sus herencias a la Iglesia, como una medida
preventiva, que acaso mitigara las dificultades con que fueron gravados los ricos que
quisieran ingresar al reino de los cielos.

Max Weber ha acuñado la expresión “ascética intramundana” para caracterizar al


espíritu del capitalismo moderno, de indiscutible cuño protestante. Por su parte, la
ética católica tradicional reservaba para quienes se creían llamados a la vida
religiosa, que transcurriría por fuera del “mundo” -ascética extramundana-, el
sometimiento a los rigurosos “consejos evangélicos”, que además de la pobreza y la
castidad, incluían regímenes de vida cotidiana minuciosamente reglamentados. Por
el contrario, para “el tipo de vida normal” los mínimos de moralidad contenidos en
los “preceptos evangélicos” fueron bastante más laxos. “Lo decisivo es que el
hombre que, por excelencia vivía metódicamente en sentido religioso, era el monje;
en consecuencia, el ascetismo, cuanto más intenso, más debía apartar de la vida
cotidiana al asceta, ya que la vida específicamente santa consistía precisamente en
superar la moralidad intramundana” (Weber, 102).

El movimiento reformador que “convirtió a cada cristiano en monje por toda su


vida” hubo de trasladar ese espíritu metódico a la vida ordinaria. Al desplazarse del
monasterio a la ciudad, la ascética, que entonces ahora se volvía “intramundana”, se
convierte en un método sistemático de conducción racional de la vida, que controla
las pasiones, y que afirma los “motivos constantes” de la acción frente a las
eventuales irrupciones de los afectos. Estos factores, que Weber denomina “espíritu
del capitalismo” y que acompañan al capitalismo moderno, repugnaron siempre con

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el catolicismo, sin que con ello se afirme que esta confesión religiosa haya resultado
a su vez incompatible con otras formas de capitalismo.

Weber ha creído encontrar en las diversas formulaciones del imperativo categórico


kantiano la expresión filosófica del giro reformado. Y creo que, en efecto, bien puede
tratarse de “afinidades electivas”. Así pues, la noción de una acción realizada
exclusivamente por inclinación parece ser una noción límite, en la que la humanidad
parecería disolverse en su elemento animal, o al menos quedar en manos de la
casualidad. En el extremo contrario se ubicarían las acciones realizadas según
máximas, es decir, según principios de acción que el sujeto ha llegado a encontrar
como adecuados, y que le garantizan cierta orientación en medio de un universo
circunstancial, cambiante e inestable.

Y aunque las máximas sean principios de acción con validez sólo individual,
representan ya un grado muy sofisticado de racionalización de la vida de quien las
suscribe. Quien obra por máximas, no importa si ellas están al servicio intereses
egoístas, tiende a estar libre de la inestabilidad propia de un obrar por afectos. Un
grado superior y último de racionalización de la acción sería aquel que pone a
prueba la corrección de las máximas. Ellas pretenden ser la expresión depurada de
un obrar inteligente, es decir de un obrar que sigue principios que condensan la
sabiduría de obtener los fines perseguidos con la mayor economía posible en los
medios empleados. Las máximas que pasan la prueba de la máxima racionalidad
posible serían entonces aquellas que pueden exhibirse como válidas no meramente
para un sujeto, sino para todo sujeto posible, es decir, son válidas objetivamente.
Estos son los imperativos.

Si ahora nos preguntáramos acerca de la posibilidad de principios de acción que


indicaran para cualquier ser humano los medios más adecuados y económicos para
alcanzar la felicidad, la respuesta tajante es que tales principios son de imposible
formulación. Aunque podemos presuponer que todos los seres racionales tienen
como propósito la felicidad (cfr., 415,28s), “es una desgracia que el concepto de

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felicidad sea un concepto tan indeterminado” (418, 1s), de modo que “determinar
segura y universalmente cuál acción fomentará la felicidad de un ser racional es algo
completamente irresoluble” (418, 32s). Este es, por así llamarlo, el “talón de
Aquiles” de una racionalidad prudencial, y que otorga plausibilidad y atractivo a la
divisa donjuanezca del “¡qué tan largo me lo fiais!”.

Pero pese al insuperable déficit de una razón que no puede decirnos objetivamente
–y que por lo mismo no puede prescribirnos- cómo obtener la felicidad, no por ello
ha de abstenerse de aconsejarnos (anraten) acerca de cómo comportarnos en tan
precaria situación. Y justamente aquí nos encontramos con que las
recomendaciones ofrecidas por ella se derivan de una perspectiva estoica, de ascesis
intramundana, con lo que se estable un giro importante e inequívoco con respecto a
la perspectiva expuesta en el Canon de la razón pura.

En efecto, pese a todas las salvedades ya expuestas, para la doctrina kantiana del
bien supremo expuesta en el Canon de la razón pura todavía puede tener mucho
sentido la advertencia paulina: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos,
que mañana moriremos” (1 Cor, 15:32). Por el contrario, las razones que en la FMC
recomiendan la dieta, el ahorro, la cortesía, en una palabra, la contención
(Zurückhaltung), son de naturaleza muy distinta: no se trata más de las eventuales
consecuencias que acarrearían determinados comportamientos en el incierto más
allá, sino de que “la experiencia enseña que (dichos comportamientos LP) son los
que más fomentan, en promedio, el bienestar” (418, 26). Así pues, de la definición de
la felicidad como satisfacción de la necesidad, pasamos a otra que encuentra en la
disminución de la necesidad la clave estadística del bienestar posible. Para Don Juan,
claro está, la estadística no tiene mucho peso. Quizás por eso, pese a que la
sensibilidad barroca sepa que es improbable que quien compra la lotería la gane,
ello no hace mella en el negocio de la venta de lotería.

Con respecto al imperativo hipotético asertórico, también llamado pragmático (cfr.


417, 1), y que apunta a obtención de la felicidad entendida en términos de la

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anterior redefinición, Kant esboza de manera muy condensada (cfr., 416, 30-37) una
teoría de la prudencia (Klugheit). Al respecto distingue entre una prudencia
mundana y otra privada. De quien posee la primera dice que sería mejor llamarle
avispado (gescheit) y astuto (verschlagen) -tal como sin duda se muestran los
Donjuanes castellanos, o los banqueros florentinos ansiosos de acumular riqueza, o
sus parientes, acaso un tanto más rudos, los narcotraficantes hispanoamericanos-
pero en conjunto imprudentes, y ello porque al usar a los otros para sus propósitos,
dejan de lado toda preocupación “por unir todos esos propósitos para el propio
provecho duradero”. Lo que caracteriza a la prudencia privada, que es la prudencia
propiamente dicha, no es pues el altruismo puesto que ella también es egoísta. Es
más bien el empeño de construir una aritmética de inclinaciones que, las más de las
veces, implicará gran quebranto de algunas de ellas (cfr., 399, 11), con miras a
intentar un sistema de equilibrio global duradero. Sería el utilitarismo la doctrina
que mostrara con su imperativo de la mayor felicidad posible para la mayor
cantidad de hombres, la pertinencia de estos planteamientos en el campo de la
política social.

Tenemos entonces una doble relación entre esta nueva acepción del concepto de
felicidad y el de la moralidad. Así pues, el imperativo que nos recomienda la
prudencia, al propender por un estado duradero de provecho propio, aconseja los
esfuerzos por armonizar nuestras diversas inclinaciones, incluso sacrificando
algunas de ellas. Aunque dicho imperativo no puede garantizar la posesión de la
felicidad, siempre resultará razonable, y conforme con la experiencia, afirmar que el
mayor bienestar posible duradero resultará de un equilibrio tal. Con todo, cualquier
justificación ostentará el déficit insuperable de no poder garantizar su objeto. El
creyente calvinista pudo derivar la justificación del sacrificio que le imponía la
ascética intramundana de su aceptación de un imperativo religioso: buscar la mayor
gloria de Dios. En el contexto de la filosofía moral kantiana, a la prudencia no le
venga mal el “plus” moral que se le añadiría si se la pudiera considerar “deber”, así
fuera “indirecto”.

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Pero de manera inversa, puede afirmarse que el principal obstáculo para lograr una
cabal comprensión –analítica y sintética- de la noción del deber moral ha residido en
la persistente y perturbadora preocupación por alcanzar la felicidad. La moderación
pasional que hace posible la prudencia, es, sin lugar a dudas, una ayuda invaluable
para adelantar sin obstáculos demasiado fuertes la voluntad de entender que
constituye a la disciplina filosófica denominada metafísica de las costumbres.

La legitimidad del “consejo” de la prudencia, al volverse “mandato” no importa que


solo indirecto, resulta fortalecida. Y así, aunque la doctrina y la práctica de una
felicidad prudencialmente modulada no constituyan la ratio essendi de la moralidad,
si constituyen su ratio cognoscendi. En ese sentido sería preciso afirmar que la
ascética intramundana aparece en el texto aquí comentado como condición de una
comprensión cabal de la noción de moralidad, desde siempre presente en el
entendimiento común.

Referencias Bibliográficas

a) Obras de Kant

- Grundlegung der Metaphysik der Sitten,


- Fundamentación para una metafísica de las costumbres, versión castellana y
estudio preliminar de Roberto R. Aramayo, Alianza Editorial, Madrid, 2012
- Fundamentación de la metafísica de las costumbres, edición bilingüe y
traducción de José Mardomingo, Editorial Ariel S.A., Barcelona, 1996.
- Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, en Was ist Aufklärung?
Ausgewählte kleine Schriften, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1999.
- Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht
für die Praxis en Schriften zur Anthropologie, Geschichtsphilosophie, Politik
und Pädagogik 1, Hrg. Von Wilhelm Weischedel, Bd XI, Suhrkamp, 1997. Se
cita como “Teoría y praxis”.

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b) Literatura secundaria:

- Calderón de la Barca Loa para la Segunda Esposa o triunfar muriendo, ed. Díez
Borque, 1984.

- Descartes, René Los principios de la filosofía en Obras escogidas (traducción de


Ezequiel de Olaso y Tomás Zwank), Ed. Sudamericana, Bs.As., 1967.

- Descartes, René Meditaciones metafísicas, con objeciones y respuestas. Introducción,


traducción y notas Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977.

- González, Catalina Kant, Cicero and “popularity” in the Lectures on Logic en B.


Dörflinger, C. La Rocca, R. Louden, U.R. de A. Marques, M. Ruffing (Eds.) Kant’ s
Lectures/Kants Vorlesungen, De Gruyter Verlag, 2015, pp.47-59.

- Leibniz, G.W. Meditaciones sobre el conocimiento, la verdad y las ideas en Escritos


filosóficos, editados por Ezequiel de Olaso, Editorial Charcas, Bs.As., 1982

- Rousseau, Jean-Jacques Discurso sobre las artes y las ciencias en Discursos a la


Academia de Dijon, Introducción, traducción y notas de Antonio Pintor-Ramos,
Ediciones Paulinas, Madrid, 1977

- Rousseau, Jean-Jacques Du contrat social, Union Générale d’ Éditions, 1963

- Rousseau, Jean-Jacques Las confesiones, Traducción, prólogo y notas de Mauro


Armiño, Alianza Editorial, Madrid, 1997.

- Tugendhat, Ernst Lecciones de ética, Traducción de Mauricio Suárez, Gedisa, 1997

36
- Weber, Max “La ética profesional del protestantismo ascético” en Ensayos sobre
sociología de la religión I, Versión castellana de José Almaraz y Julio Carabaña,
Ediciones Taurus, Madrid, 1983

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