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Testigos de la fe
en
América Latina
Desde el descubrimiento
hasta nuestros días
Florencio Galindo
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Cuando logró contagiar de su entusiasmo a otras 6, el grupo emprendió la
primera expedición a la selva «para conquistar a los indios». Fecha de aquella
original aventura fue el 4 de mayo de 1914. Nacía en aquel momento la
primera congregación latinoamericana de mujeres que pretendía dedicarse
exclusivamente a la «evangelización integral de los indios». Su nombre,
«Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena». La gente las
llama cariñosamente «Lauritas». Es una congregación que cuenta hoy con
cerca de 1.200 hermanas, repartidas en cerca de 200 centros de misión por casi
todo el continente latinoamericano. Desde 1964 trabajan además en el Zaire,
África, y en el mismo año fueron llamadas también a colaborar en un centro
de Propaganda Fide en Roma.
¿Quién fue esta mujer, a quien la iglesia latinoamericana le debe no sólo una
nueva familia religiosa, sino, lo que es más importante, un ejemplo de
intrepidez que abrió brechas para el evangelio en la selva? Se llamó Laura
Montoya. Hoy se la conoce como «Madre Laura». Nació el 26 de mayo de
1874, un año después de santa Teresita de Lisieux, patrona universal de las
misiones. Su lugar de nacimiento fue Jericó, en Colombia, no lejos de la
ciudad más industrial del país, Medellín, donde en 1968 el episcopado
latinoamericano se reunió para su segunda Asamblea General, que por muchas
razones fue un paso decisivo hacia el actual proceso de renovación en que se
encuentra gran parte de la iglesia en dicho continente. La madre Laura murió
en Medellín el 21 de octubre de 1949, y 15 años más tarde se abrió, también
aquí, su proceso de beatificación, ya bastante avanzado en Roma.
Cuando su padre murió, Laura apenas había cumplido los 2 años de edad.
Siendo su familia de modestas condiciones económicas, no es de extrañar que
ya desde niña conociera las privaciones, angustias e incomprensiones que
suelen acompañar a la pobreza. «El primer bocado que me dio la vida fue
bastante amargo», anotará más tarde ella misma en su autobiografía, una obra
de casi mil páginas y alto valor literario, que escribió al final de su vida por
obediencia a su confesor. «Viejo y sabio recurso de estos directores
espirituales: cuando no pueden con almas tan pesadas, las obligan a escribir»
(Jaime Sanín Echeverri).
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Dice mucho de la cepa cristiana de su familia el hecho de que Laura
debió ser bautizada el mismo día de su nacimiento, porque su madre, María
Dolores, se negó siempre a tomar en los brazos a sus tres hijos mientras no
estuvieran bautizados. Más tarde, esta misma mujer se uniría con entusiasmo
a la «cruzada» organizada por su hija para conquistar a los indios y
conducirlos a la fe cristiana.
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quería abandonar el hotel para ver aquello tan raro. Todos decían: ¡Si son
animales! ¿Cómo los sientan a la mesa?» «Tuve que decir a la señora del
hotel, quien rehusaba permitir que los indios comieran en sus trastos, que yo
se los pagaba». (Autobiografía, p. 332). Vieja herencia de los peores tiempos
de la conquista.
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continente, ya que siempre han vivido marginados y sometidos a situaciones
infrahumanas. Con un juicio optimista, agrega el mismo documento que «en
algunos casos no han sido evangelizados, o lo han sido en forma insuficiente».
Monseñor Samuel Ruiz, obispo de una región de las que cuentan con más
población indígena en México, afirma que la evangelización de los indígenas
«se puede calificar de fracaso en el método de evangelización de América
Latina», y hace notar que aun los documentos de Medellín guardan silencio
sobre los indios, si se exceptúan dos menciones que se hacen de paso (Pro
Mundi Vita, Iglesia y población indígena en América Latina, 1975, p. 24).
Laura sentía angustia ante esta situación. «Los infieles me duelen como
verdaderos hijos». Sufría como si fuera la madre de 400.000 hijos que andan
descarriados (Autobiografía, p. 221). Y en su angustia llamó alas puertas de
todo personaje importante en el país en demanda de ayuda. En 1910, se dirigió
por carta al propio presidente de la República, y en 1912 tomó la decisión de
viajar a Roma para implorar la ayuda del papa. Sólo desistió de su propósito
cuando el 5 de junio del mismo año apareció la encíclica Lacrimabili statu, en
la cual el papa san Pío X rogaba encarecidamente a los obispos de América
hacer todo lo posible para mejorar las deplorables condiciones en que viven
los indígenas. Laura comprendió que no se hallaba sola. El papa conocía el
problema y compartía su angustia. Desde aquel momento quedó despejada
toda duda respecto de su vocación: «El llamado de Dios a mi alma era para los
indios» (Autobiografía, p. 550). Se trataba ahora de hallar el camino más
conveniente.
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selva y reunidos en algún hogar o escuela. Pero ninguna se encarga de sacar a
los salvajes del monte, ni menos de irse a vivir a su lado o asimilarse a ellos».
Todas responden: «Nuestras constituciones no nos permiten esa clase de
trabajo» (La aventura misional, p. 25).
«
Expliqué a Su Excelencia -escribe Laura- que nos proponíamos una regla
de perfección muy estricta, porque queríamos ir al cielo con los indios. Que
para no resultar casadas con los indios, haríamos voto de castidad, y para no
caer en la tentación de negociar con ellos, haríamos voto de pobreza, y para no
desbandarnos y trabajar ordenadamente, haríamos voto de obediencia. Que
llevaríamos un hábito para inspirar respeto a los propios indios, y que por lo
demás asimilaríamos toda nuestra vida a la de los indígenas hasta donde la
decencia lo permitiera, con el solo fin de acercarlos a Dios, porque estábamos
convencidas de que superarlos en nuestra manera de vivir era alejarlos»
(Autobiografía, p. 321).
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incluso para varones, Pero el que un puñado de mujeres jóvenes se fuera a
convivir con los indios, era una empresa descabellada o heroica.
En esto está precisamente la originalidad de la obra de la madre Laura. Es
una empresa de evangelización que rompe los moldes hasta entonces
conocidos. Con una audacia creadora propia de los grandes movimientos de
renovación, se hace precursora de métodos e iniciativas pastorales que sólo
medio siglo más tarde se abrirán paso en la iglesia como consecuencia del
Concilio Vaticano H. Pensar, organizar, fundar, vivir conforme a estas
categorías a principios del siglo, tratándose sobre todo de una mujer, es
indicio de una fe profunda y de una extraordinaria visión apostólica
comparable a la de los grandes fundadores en las mejores épocas de la iglesia.
La originalidad de la obra de la madre Laura se reconoce ante todo en estos
rasgos:
Por eso la madre Laura, lejos de pensar en cambiar las tradiciones de los
indios, aprendió su lengua y sus costumbres y exigió otro tanto a sus
misioneras, porque consideraba que el testimonio personal es el primer
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instrumento de evangelización (cf. E.N. 21) y debe manifestarse ante todo en
una asimilación de la propia vida a la vida de los indígenas «hasta donde la
decencia lo permita». «Cada cosa que les enseñábamos la veían antes
practicada o reflejada en nosotras. Cada virtud se les enseñaba de un modo
tan objetivo, que ellos mismos deducían las conclusiones de nuestras ense-
ñanzas. De todas sus astucias triunfábamos por este medio».
2. Respeto a la naturalez a
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que tal proceso ha comenzado por «captar las necesidades y esperanzas de los
pueblos» (Puebla 11; 100). La evangelización integral y liberadora, que tiene
en cuenta a todo el hombre (P. 390, 480) y busca alcanzarlo en su totalidad,
que no repara sacrificios para asegurar a todos la condición de auténticos hijos
de Dios (P. 490), es quizá el rasgo más distintivo de esa gran parte de la iglesia
latinoamericana que se renueva según el espíritu del concilio, de Medellín y
de Puebla.
4. El “sacrificio bautistano”
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que pudiera hacerlo. Después de casi 30 años de escribir sin obtener respuesta
positiva, Laura decidió dirigirse al propio Pío XII el 1 de mayo de 1948 en
estos términos: «Quiero pedir con el mayor rendimiento a Vuestra Santidad
que nos conceda a las religiosas que trabajamos en las misiones, el que
podamos darnos la Sagrada Comunión cuando no haya sacerdote ni la
posibilidad de buscarlo». Impulsos de este género, en uno y otro sector de la
vida de la iglesia, fueron los que prepararon muchas de las «innovaciones» del
Concilio Vaticano II, que han contribuido a una presencia más efectiva de la
iglesia en el mundo actual, pero que para algunos grupos dentro de la misma
iglesia resultan aún difíciles de digerir.
Conclusión
Bibliografía
Adiciones:
http://www.madrelaura.org/sitio/index.php?option=com_cont
ent&view=frontpage&Itemid=28
http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-
12467084.html
http://www.eltiempo.com/colombia/ARTICULO-WEB-
NEW_NOTA_INTERIOR-12468201.html
http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/ARTICULO-WEB-
NEW_NOTA_INTERIOR-12467102.html
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Beata Laura Montoya (1874-
1949) 21 de Octubre
http://www.aciprensa.com/santos/santo.php?id=530
http://www.vatican.va/news_services/liturgy/saints/ns_li
t_doc_20040425_montoya_sp.html
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http://m.noticiascaracol.com/nacion/articulo-282190-
beata-colombiana-laura-de-jesus-montoya-sera-
canonizada
http://es.wikipedia.org/wiki/Laura_Montoya
Laura Montoya
Santa Laura Montoya Upegui
Biografía
Beatificación
La causa para la beatificación de la Madre Laura fue
introducida el 4 de julio de 1963 por la Arquidiócesis de
Medellín.2 El 11 de julio de 1968 la congregación religiosa
de misioneras fundada por ella recibió la aprobación
pontificia.3 Fue declarada siervo de Dios en 1973 y
posteriormente declarada venerable el 22 de enero de
1991 por el papa Juan Pablo II.4 El propio Juan Pablo II la
beatificó el día 25 de abril de 2004 en una ceremonia
religiosa realizada en la Plaza de San Pedro en Roma en
presencia de 30.000 fieles.5 El arzobispo de Medellín
Alberto Giraldo Jaramillo erigió por medio del Decreto 73
de 2004 el Santuario en donde reposan las reliquias de la
Madre Laura.6 Posteriormente el Congreso de Colombia
aprobó la ley 959 del 27 de junio de 2005 por la cual se le
rinde homenaje a la Beata Madre Laura y reconocimiento
a su obra evangelizadora.7 Su fiesta se celebra el 21 de
octubre.
Canonización
Referencias
6. ↑ Santuario de la Luz
Biografía en Vatican
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biografias/montlaur.htm
Ficha Bibliográfica
CLAUDIA UMAÑA
Bibliografía
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http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/boletin/bo
le65/bole42.htm
PATRICIA TOVAR
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/autobiog/aut
o35.htm
La autobiografía en Colombia
Vicente Pérez Silva (compilador)
© Derechos Reservados de Autor
Como escritora, que lo fue de pluma fácil y abundante, la Madre Laura nos ha dejado las
siguientes obras: Carta abierta, Cartas misionales, Constituciones de las misioneras,
Voces místicas de la naturaleza, Lampos de luz, Fruterito, Brochazos, Nazca allá la luz,
Manual de oraciones, Circulares, Destellos del alma, La aventura misional de Dabeiba y su
maravillosa Autobiografía.
De la Carta abierta (Medellín, julio de 1906) dirigida al doctor Alfonso Castro, el primero de
sus escritos y de sabor polémico por añadidura, copiamos la siguiente manifestación:
Mi familia ha sido pobre y humilde; pero limpia y cristiana. En mi hogar hallé ambiente de
trabajo, de recogimiento y de piedad. Desde niña he sido inclinada al misticismo y a la
enseñanza. Soy huérfana de padre y, desde que pude trabajar, he ayudado a mi madre y
a mi hermana enfermas, y luego las he sostenido del todo, como que soy la única en la
familia que puede velar por ellas. Fuera de las relaciones consiguientes al misticismo y a
mis obligaciones pedagógicas, no he tenido ninguna otra conexión con el mundo, ni en el
sentido de noviazgos ni pretendientes, ni en el de diversiones ni esparcimientos, ni
siquiera en el de galas y adornos. Mi vida y mis costumbres han sido sumamente simples,
sencillas y modestas.
Sin duda alguna, la obra más importante y significativa de esta virtuosa misionera es
su Autobiografía de la Madre Laura de Santa Catalina o "historia de las misericordias de
Dios en un alma" (Medellín, Edit. Bedout, 1971), en nuestro concepto la más extensa de la
bibliografía colombiana y quizás del panorama universal. Está dividida en dos partes y
consta de sesenta y cuatro capítulos en los que apreciamos las vivencias y experiencias
de una mujer ciertamente extraordinaria en su medio y en su época.
El P. Carlos Eduardo Mesa, conocedor como ninguno de la vida y las obras de la Madre
Laura, en la Presentación de la Autobiografía nos dice con sobra de acierto:
En este libro —y es lo primero que se siente— palpita la vida y una gran vida. Es un
documento lleno de humanidad, caliente de alma. Todo en sus páginas está vivido y está
dicho con emoción y con pasión hasta subyugar el ánimo y dejarlo muy cerca de Dios. La
peripecia humana y la trayectoria mística de la autora discurren por todo el libro tan
trenzadas, tan unificadas, que ya se le mire como relato histórico, ya como radiografía
síquica, ni tiene desperdicio, ni podrá ser olvidado en adelante por los cultivadores de la
historia de la espiritualidad.
Jericó, la tierra natal de tan esclarecida religiosa, conmemoró con la debida solemnidad el
centenario de su nacimiento y el Centro de Historia de dicho lugar le tributó un justísimo
homenaje de exaltación y recordación. Así consta en el número 2 de la
revista Jericó, órgano del mencionado Centro de Historia. Cabe señalar que gran parte de
las publicaciones periódicas de nuestro país registraron oportunamente la celebración de
este suceso.
De la Autobiografía en referencia reproducimos a continuación una parte del capítulo I. Los
fragmentos titulados Primera gracia extraordinaria y En el Colegio del Espíritu Santo hacen
parte de los capítulos III y VI, respectivamente. También pertenece a este último capítulo
el fragmento titulado Idiota o cretina.
Autobiografía
Lugar de nacimiento
—Mis padres
Fueron mis padres Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui. Ambos cristianos sinceros.
No conocí a mi padre. De él sólo sé que fue comerciante y médico; que sus costumbres
fueron intachables y que su sangre hervía cuando se trataba de la defensa de la verdad y
la justicia. Que murió sin sacramentos, en defensa de la religión, el 2 de diciembre de
1876.
Cuando ya grandecita, le pregunté en dónde vivía N. N., ese señor que amábamos y que
yo creía un miembro de familia por quien rezábamos cada día, me contesto: "Ese fue el
que mató a su padre; debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque
ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir". ¡Con tales lecciones, era imposible que
corriendo el tiempo no amara yo a los que me han hecho mal!
Creció siempre en virtud y fortaleza y terminó su vida a los 77 años de edad, siendo
religiosa Misionera, con el nombre de Hermana María del Sagrado Corazón ¡Coincidencia
rara! Nació el 10 de febrero de 1846 y murió el 10 de febrero de 1923.
De su piedad da testimonio el hecho de que jamás quiso que un hijo pasara ni una sola
noche sin bautizar y rehusaba cogerlo, ni lo estrechaba contra su seno mientras no
hubiera recibido el agua santa.
Mi nombre: Laura
El nombre que me dieron no fue elegido por los míos, merced a la diversidad de deseos
de mis padres. El quería que me llamaran Dolores y mi madre quería que me pusieran
Leonor. En este caso terció el Sacerdote que me bautizó y, abriendo el Martirologio, eligió
el primer nombre que se le presentó. Me nombraron Laura.
Cuando conocí que tal nombre se deriva de laurel que significa inmortalidad, lo he amado
porque traduce aquella palabra: ¡"Con caridad perpetua te amé"! Si es perpetua, ha de ser
inmortal, e inmortal ha de ser mi amor ¡y mi nombre fue el sello de esa inmortalidad de
amores entre Dios y su criatura! Inmortal ha de ser la fe con el nombre que recibí.
Bien cuidaba Dios del nombre de su amada porque cuando al cambiármelo, según la
costumbre en la congregación a que tengo la dicha de pertenecer, el Ilmo. Sr. D.
Maximiliano Crespo, nuestro fundador, se opuso a que lo cambiara diciendo: "Laura ha de
ser su nombre". ¡Todo es predilección de parte de Dios! Por la mía, no he hecho otra cosa
que sembrar muerte en el jirón de vida eterna que Dios infundió en mi alma con el santo
bautismo. Hasta el nombre ha salido mal librado en mis manos. En la inmortalidad
salpicada de muerte, es en lo que he venido a quedar.
Singularidades de la infancia
Como me propongo, R. Padre, referir todo aquello con que Dios especializó, por decirlo
así, mi existencia, preparando el destino a que me llamaba, en la obra de su Providencia,
permítame que consigne aquí algo que, aunque no siempre muestra el fin para el cual lo
encaminó Dios de un modo claro, por lo menos merece tenerse presente, por cuanto se
aparta de lo ordinario, circunstancia que me mueve a creer que quizá entra en el plan de
Dios al crearme.
Se me ocurre, R. P., que es como cuando uno regala un objeto precioso, que se complace
en ponerle florecitas, cintas o un perfume raro, etc. Claro que aquello es tan accesorio que
de ninguna manera forma parte del regalo; mas sí muestra el gusto, el amor, el respeto, la
delicadeza del autor de la dádiva. ¿No es verdad? Pues al darme Dios la vida natural, ese
gran don, quiso adornarlo, perfumarlo, atarlo, o como quiera decirse, con algunas sartas
raras que, aunque no necesarias a mi formación especial, obligan mi agradecimiento; son
las siguientes:
1. No lloré al nacer, ni lo hice hasta seis meses después. Habituados mis padres al casi
continuo llanto de mi hermana mayor, creyeron que alguna enfermedad motivaría esta
rareza.
Consultaron un médico, quien después de examinarme halló que la chica tenía una salud
completa. A veces pienso que como Dios no hace nada al acaso, esta circunstancia
entrañaría algo de mi futuro destino. ¡Me necesitabas, Dios mío (perdóname esta palabra),
me necesitabas guapa, tan sin nervios, tan aguantadora!
Además, ¡cómo había de llorar al entrar en la vida, aquella que tanto iba a agradecerte ese
préstamo! ¡Aquella a quien ibas a hacer tan venturosa, a las pocas horas: de vida! ¡Oh,
Dios mío! ¡Quizás me excluiste de la ley general del llanto, en aquel asomar de la vida,
porque más tarde tendría que llorar mis propios pecados y los ajenos! ¡Sería porque mis
lágrimas no se vaciaran sino por un motivo justo! Pienso tantas cosas que me llenan de
agradecimiento. ¡Y mi amor tan poco proporcionado a tus dádivas!
Mi madre, quizás inconscientemente, presentía el secreto de Dios, pues cuando más tarde
lloraba yo las pequeñas contrariedades comunes a todos los niños, me decía: no llores por
esto, ¡guarda tus lágrimas para que más tarde las derrames por algo digno de ellas! Tanta
intuición tenía de mi destino, que jamás mimó mis lágrimas; ¡quería hacerme fuerte en
todo! Y no que así fuese su carácter, porque a mi hermano menor le enjugaba las lágrimas
y le toleraba los mimos hasta con cierta debilidad.
¡Dios mío! Hoy quisiera tener mares de lágrimas para llorar el desconocimiento que de Ti
hay en el mundo. ¡Aun no me basta la provisión que al nacer me reservaste!
2. Otra cosa, rara como quien dice, otro indicio de la fuerza que más tarde habrías de
desarrollar en mí contra todas las leyes naturales, fue el que catorce días después de
nacida, sin motivo ninguno, estando sola, tirada sobre una cama, volví con un solo
movimiento todo el cuerpo; me puse boca abajo y levanté la cabeza, como para buscar
algo. Esta operación no volví a hacerla sino a la edad en que todos los niños la hacen. Es
increíble que después me haya distinguido por la pesantez de los movimientos, por la
poca agilidad física, por lo inhábil, en general, para todo esfuerzo físico. Más tarde, cuando
salía en compañía de niños iguales, siempre iba atrasada y si se ocurría saltar o trepar o
hacer cualquier maniobra física, había de hacerme a un lado de los demás; era incapaz.
Muchas veces, cuando al despertar te busco, Dios mío, recuerdo aquel levantar de la
cabeza primero, aquel buscar algo y me digo: ¡ay! ¡Si desde entonces te hubiera buscado
alrededor de mi lecho! ¡Muchos años habrían de pasar, sin embargo, sin que mi alma te
conociera, ni tuviera afán de buscarte!
3. Otra circunstancia rara es la que refería mi madre con ternura sin igual: no hacía lo que
todos los niños hacen en sus envolturas. Con un ligero gemido indicaba las necesidades
físicas y no cesaba de darlo hasta que me veía libre de las ropas. Satisfecha la necesidad,
quedaba tranquila, entre mis ligaduras infantiles.
¿Qué significaría esta especialidad? No lo sé. ¿Sería puro adorno colocado con gracia en
la joya de mi vida natural? ¿Despuntarían entonces mis tendencias a no mortificar a
nadie? ¿Sería que desde aquella época quería vivirme sola la vida, como más tarde me la
he vivido? De cualquier modo, estoy muy agradecida de mi Dios, hasta por esta
circunstancia.
Tenía seis meses cuando me atacó la tos ferina, con tanta fuerza que creyeron que
moriría o que mis pulmones quedarían inutilizables. En los mismos días fue atacada
también por la misma enfermedad la mujer de la cocina; ambas nos vimos a la muerte; al
mismo tiempo nos empezó un acceso de tos violento; pero como los designios de Dios
eran distintos con las dos, en él se ahogó ella y a mí lograron volverme dándome aire
artificialmente.
Esta mujer se llamaba Isabel y llamo la atención sobre ella y las circunstancias de su
muerte, porque más adelante necesito hacer alusión a ella.
Ya desde esta edad, es decir desde los seis años, era observadora de la naturaleza y lo
he sido tanto que, cuando más tarde estudié historia natural, casi no tuve que aprender
sino clasificaciones y nombres, lo cual hacía creer al profesor y a las condiscípulas que ya
había hecho ese estudio y miraban mal que lo negara, según decían. Ahora me parece
rara esa tendencia a observar, en tan temprana edad; pero, Padre mío, menos extraño
debe verse si se considera que la naturaleza fue mi única amiga; me rodeaba por
dondequiera y nada contribuía a distraerme de ella, ¡toda vez que mi carácter y mi habitual
tristeza me excluía de todo lo demás! Jugaba poco; vivía en el campo y tan sola por dentro
y por fuera; ¿qué otra cosa podía hacer?
Creo, R. P., que esta tendencia a observar la naturaleza fue el medio de que Dios se pegó
para darme la primera noción seria de su Ser y de su amor. ¡Una fuerte conmoción de
agradecimiento me hace llorar al escribir esto! ¡Dios mío, ahora me doy cuenta de una
bella delicadeza de vuestro amor! Pero, ¿cómo expresarlo, Padre mío? ¡Para estas cosas
faltan siempre las palabras!
No puedo asegurar que esto haya sido a los siete años, pero tendría poco más, si no fue
en esa edad precisa.
Me entretenía, como siempre, en seguir unas hormigas que cargaban sus provisiones de
hojas. Era una mañana, ¡la que llamo la más bella de mi vida! Estaba a una cuadra más o
menos delante de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las hormigas hasta el
árbol que deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se
daban (así llamaba yo lo que hacen ellas entre sí algunas veces, cuando se encuentran);
las veía dejar su carga, darla a otra, entrar por la boca del hormiguero. Les quitaba la
carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de la mansión de
tierra, en donde me las recibían las que salían de aquel misterioso hoyo. Así me
entretenía, engañándolas a veces, y a veces acariciándolas con gran cariño, cuando...
¿cómo le diré? ¡ay! Dios sabe, Padre, que estas cosas son tan íntimas y tan duro decirlas.
¡Sólo la obediencia las saca fuera! ¡Fui como herida por un rayo! ¡No sé decir más! ¡Aquel
rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan
amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que
supe entonces! ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios, como lo sé
ahora y más intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo rato, sin saber cómo sentía,
ni lo que sentía, ni poder hablar. Por fin terminé llorando y gritando recio, recio, ¡como si
para respirar necesitara de ello! Por fortuna estaba a distancia de ser oída de la casa.
Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa, ¡y grité! Miraba de nuevo al hormiguero
y en él sentía a Dios, ¡con una ternura desconocida! Volvía los ojos al cielo y gritaba,
llamándolo como una loca. Lloraba porque no lo veía y gritaba más. Siempre el amor se
convierte en dolor. Este casi me mata. Desde entonces, Padre, me lancé a El. ¡Era
precisamente lo que buscaba, lo que mi alma echaba de menos! ¡Mis lágrimas por no
verlo eran amargas!... pero lo tenía. ¡Hoy todavía siento deseos de gritar, al recuerdo de
esto, y me estremezco!
Entonces no sabía calcular el tiempo; pero hoy juzgo que duró dos horas; si hubiera
durado más...
Pero la delicadeza que advierto ahora en esta misericordia de Dios, R. P., es la siguiente:
el medio ordinario para conocer a Dios es la enseñanza. Eso no me faltó; ¿cuántas veces,
Dios mío, me habían dicho que existías? ¿Cuántas había oído hablar de tus misericordias
en una familia cual era la mía que vivía toda endiosada? ¡Sin embargo no me daba cuenta
de ello! ¡Por la enseñanza no entraste en mi corazón, ni siquiera a mi entendimiento!
Quizás había rastreado tu grandeza en el medio natural en que vivía, pero con un
conocimiento tan vago, algo así como remiso, como dudoso, del cual no me daba cuenta,
era como una oscuridad con algún reflejo de luz. Y porque hice infructuoso el medio
ordinario, apelaste al medio extraordinario. ¿Se ha visto mayor misericordia?
¡Como que de todos modos te habías de hacer conocer de criatura tan rebelde, de chica
tan hostil! ¿Por qué, Dios mío, tanto afán? ¿Qué interés tenías en hacerte conocer de
quien ni los mismos seres que pusiste a su cuidado podían tolerar la apatía?
¿Por qué, vuelvo a preguntar, esa misericordia tan grande conmigo, más miserable que
todos, mientras que, sin dejar de ser misericordioso, has negado tu conocimiento por
tantos siglos a los pobres infieles?
¡Me complazco en no entender esto para poderte adorar en la dulce oscuridad de la fe,
que me muestra tus designios tan arriba de mi mísera comprensión!
María Jesús Upegui, hermana de mi madre, se había consagrado desde los quince años a
las obras de beneficencia. En el tiempo a que me refiero dirigía una casa de huérfanos,
fundada por el Ilmo. Sr. Montoya. Aunque para mejor entregarse al servicio de los pobres
se había separado completamente de la familia, era muy buena con ella. Consintió esta
buena tía en tenerme a su lado para que asistiera como externa al Colegio. Fue elegido
entre varios que había en la ciudad el Colegio del Espíritu Santo, dirigido por una señora
Rosalía Restrepo, un poco emparentada con mi familia. Era el mejor establecimiento de
los de su género y por lo mismo el frecuentado por las niñas de la clase alta; por todo el
refinamiento medellinense, por todo lo que yo no conocía. ¡Dios mío, qué elección!
Yo, que no conocía lo de posiciones sociales, iba de sopetón, como se dice, a vérmelas
con lo más extravagante de ellas. Para mí todo se reducía a negros y blancos, buenos y
malos. Eso de clase alta, clase media y clase baja no se me había mostrado y como sabía
que todos somos bajos delante de Quien nos hizo, tuve la más dura sorpresa. ¡Pobre
vanidad humana! Hasta me habían enseñado que los negros eran iguales a nosotras, pero
que como no se educan no podían ser amigos de las niñas porque las enseñaban a mal
educadas. Esa era toda la trama social que conocía; toda la preparación para entrar en un
colegio de zapatico de raso. ¿Qué sabía yo de ficciones y cumplo y mientos sociales? Era
una campesina, no por lo vulgar, pues eso jamás lo vi en la casa, sino por lo sencilla.
Se me abría, pues, la vida de estudio en las peores condiciones. No sólo las tenía malas
en el colegio; en la casa eran pésimas. Mi tía era, si se me permite la expresión, fanática
en sostener todo lo de su tiempo y condenar todo lo moderno, sin dejar de ser una heroína
de la caridad. Más bien, dijera yo, de la beneficencia. Era seria y hasta amarga; le tenía yo
tal miedo que a cualquier sacrificio me hubiera sometido por no estar con ella. Y a su lado
debía vivir.
Me recibió muy bien; pero después me confió al cuidado de las huérfanas mayores, lo que
equivalía a dejarme sola. No tenía roce sino con las huérfanas que eran de la ínfima clase.
Contraste bien marcado con mi atmósfera de colegio. Un tío se encargó de atender a los
gastos del colegio y del vestido; daba cumplidamente los dineros necesarios, pero mi tía,
creyendo hacer muy bien, se los guardaba y me vestía con las telas que de limosna
mandaban al orfelinato, que naturalmente eran las que ya en los almacenes no podían
venderse. Telas mareadas, de colores no usados y en general malas.
Entre los huérfanos tenían aprendices de zapatería y a ellos se les encargaba mi calzado,
el cual resultaba de modas extravagantes, más grandes que el pie, deformados y
maltratadores. A la tía se le ocurría que el corte de los vestidos había de ser el que usó en
su tiempo. De modo que resultaba mi pobre humanidad casi un payaso. Yo no sabía
rehusar nada, lo uno porque no sabía ni conocía el estilo de la época —creo que entonces
no había modas indecentes— y lo otro porque estaba acostumbrada a aceptarlo todo,
amén del miedo que le tenía a mi buena tía. Además, jamás me pasó por la mente el que
hubiera de vestirme bien.
De aquí que me presentara al colegio del modo más compasivo para quienes fueran
capaces de compasión y más risible para mis condiscípulas que no la conocían. Estas
desde mi primera entrada me miraron como el hazmerreír más ridículo.
A todo esto agréguese que debía ser la compañera obligada de una prima tan mimada,
rica y caprichosa, que había sido colocada en el colegio bajo la condición de no
contrariarla en nada. No madrugaba, y de allí que, como había de esperarla, me
presentaba a las clases cuando ya terminaban; jamás, cuando el profesor me interrogaba,
sabía ni de qué se trataba; no contestaba o decía cualquier disparate que provocaba
hilaridad en todo el colegio. Frecuentemente, cuando estaba cogiendo el hilo de una
enseñanza, se levantaba Doloritas la prima y decía: "yo quiero ver a Cielo"; así llamaba a
su madre. Mas como no podía andar sola, yo recibía orden de salir con ella para ir nada
menos que a diez cuadras a ver a Cielo, que no lo era para mí.
Mi demasiada sencillez era otra fuente de risa. Todas ocultaban el algo que llevaban para
el medio día, cuando no era bocado rico. A mí jamás se me ocurrió tal maniobra; con la
mayor ingenuidad sacaba el vulgarísimo que me daban. Todas hacían corro para vérmelo
comer. Esto era, para mí, tormento bien extraño, pues no entendía el motivo. Me
llamaban, con hiriente burla, la Canaria, porque desde el principio me presenté con un
vestido del color de los canarios, de un linón usado sólo para colgaduras.
La directora permanecía impasible a mi pena. Jamás me amparó contra tales burlas. No
estudiaba porque no tenía libros y no me daban porque con los de Doloritas había
bastante, me decían, y ella no estudiaba conmigo porque sus lecciones eran otras. De
modo que estaba condenada a quedar siempre mal. Le tenía fuerte antipatía a la Directora
por su modo de proceder conmigo y porque invariablemente me reñía cuando me
encontraba, por mi desaplicación, decía ella. Yo no sabía excusarme. En la casa, el miedo
me privaba de todo. Completamente incomprendida en dondequiera, tropezaba con
obstáculos y no tenía defensa. El profesor más connotado del colegio, era hermano de mi
madre; pero tampoco en él encontraba amparo porque lo informaban de mi desaplicación
y raro modo de ser.
Idiota o cretina
Pasé el año más amargo. Adquirí fama no de poco inteligente, sino de idiota o cretina. No
tenía una sola amiga; nadie se me acercaba con cariño y cuando me hablaban era para
provocar respuestas que dieran qué reír. Como me alimentaba con lo mismo de los
huérfanos, que era poco y malo, vivía con hambre y, a causa de ella, con un humor negro
que no exteriorizaba sin embargo, porque temía el pecado; pero me hacía sufrir
indeciblemente. Total que ni las noches me eran de descanso porque tenía
remordimientos. Hasta el Santísimo Sacramento, colocado en la casa, me parecía extraño;
no hallaba el calorcito que antes me alentaba ante El. Tal era mi situación, que me hubiera
enloquecido si ya no hubiera tenido la costumbre de sufrir en silencio...
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http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/poet/poet/poet10.htm
Esta prolífera escritora, fue siempre directa en su palabra, hasta el punto que no encubrió,
sino, por el contrario señaló de modo polémico aquello que la afectaba, y de modo tajante
dejaba con nombre propio, al descubierto, a aquel o aquellos que, por una mentalidad
atrasada propias del medio y de la época, se encontraron con ella en diferentes momentos
de su vida. Sin embargo, su fuerte temperamento fue generoso y místico. Desde su
posición de religiosa la espitirualidad marca la vida de quien emprende, desde su
nacimiento, muchas dificultades.
Nace en Jericó, Antioquia, el 26 de mayo de 1874. Dos años después su padre, que se
desempeñaba como comerciante y médico, es asesinado. Ella reconstruye ese momento
del siguiente modo: "Cuando ya grandecita le pregunte [a mi madre] donde vivía N.N., ese
señor que amábamos y que yo creía un miembro de la familia por quien rezábamos cada
día, me contesto:";ese fue el que mato a su padre; debemos amarlo porque es preciso
amar a los enemigos porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir". ¡Con tales
lecciones, era imposible que corriendo el tiempo no amara yo a los que me han hecho
tanto mal".
Su autobiografía muestra una sorprendente agilidad que la remonta a episodios muy atrás
en su existencia: "Otra cosa, rara como quien dice, otro indicio de la fuerza que más tarde
habrías [Dios] de desarrollar en mí contra todas las leyes de naturales, fue el que catorce
días después de nacida, sin motivo ninguno, estando sola, tirada sobre una cama, volví
con un solo movimiento todo el cuerpo; me puse boca abajo y levanté la cabeza, como
para buscarlo algo".
Esta mística, conocida en la vida religiosa como Madre Laura y que se halla en la
actualidad en proceso de beatificación, tuvo en su infancia algunas rarezas, como ella
misma llama el hecho de que no lloró al nacer, ni lo hizo hasta los seis meses: Ante esta
situación sus padres se preocuparon: "Consultaron un médico, quien después de
examinarme halló que la chica tenía una salud completa".
Tuvo una madre muy rígida que la llevó a un estado de inhibición de sus sentimientos: "Mi
madre, quizás inconscientemente, presentía el secreto de Dios, pues cuando más tarde
lloraba yo las pequeñas contrariedades comunes a todos los niños, me decía: no llores por
esto ¡guarda tus lágrimas para que más tarde las derrames por algo digno de ellas! Tanta
intuición tenía de mi destino, que jamás mimó mis lágrimas: ¡quería hacerme fuerte en
todo".
Desde sus primeros meses de vida detentaba una especialidad, como ella llamaba a esa
extraña condición de comunicar, con un gemido, cuando tenía que efectuar sus
necesidades físicas. Su madre entendía el mensaje y le quitaba las envolturas para que
libre de pañales y ropas, realizara lo que tenía que hacer y quedara tranquila.
Su curiosidad por la naturaleza la llevó una mañana a sentir a Dios. Ese momento lo
consideró el más bello de su vida. Al observar de niña un hormiguero que quedaba a una
cuadra de su casa, quedó fascinada con la carga y traslado que hacían de sus provisiones
de hojas. Les quitaba la carga y se complacía llevándoles hojitas hasta la entrada de su
hormiguero en la tierra. Así se entretenía hasta que sintió que era herida por el
conocimiento de Dios "y de sus grandezas , tan hondo, tan, magnífico, tan amoroso, que
hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces".
Viene después en su vida una etapa difícil. Su madre resuelve regresar a Amalfi, a la casa
de sus padres y dejarla bajo la responsabilidad de una tía para que asistiera al Colegio del
Espíritu Santo, como externa. La tía que la acoge era tan amarga y de carácter tan fuerte,
que la niña le tenía "tal miedo que a cualquier sacrificio me hubiera sometido por no estar
con ella. Y a su lado debía vivir".
Encargada la tía de un orfelinato, confía a la niña al cuidado de las huérfanas mayores lo
que equivalió a dejarla sola. La tía se guardaba los dineros que le enviaba otro pariente
para los gastos de colegio y de vestidos, y la trajeaba con las telas que de limosna
mandaban los almacenes. Las demás compañeras la llamaban la Canaria porque desde
un principio la veían llegar con vestidos del color de los canarios, de un color que se usaba
en la época sólo para colgaduras.
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Años adelante, cuando Laura va a comenzar la obra grande de toda su vida, la fundación de su
instituto misionero, todas las compañeras se cambian el nombre pero a ella Monseñor Maximiliano
Crespo se lo conserva. Laura ha de ser su nombre. "Todo, comenta agradecida, es predilección de
parte de Dios. Por mi parte, no he hecho otra cosa que sembrar muerte en el girón de vida eterna
que Dios infundió en mi alma con el santo bautismo"
Laura Montoya, que, digámoslo desde ahora, en no pocos aspectos de espiritualidad y apostolado
que hoy van imponiéndose, fue una genial adelantada, sintió y cantó muy vivamente la gracia del
bautismo.
"Dios mío, ¡qué pronto comenzaste a mostrar predilección por esta miserable criatura que tan
ingrata te ha sido ! Aquí si que mostraste la verdad de aquella palabra: Con caridad perpetua te
amé y por eso te atraje a mí. Por eso te apresuraste a hacerla tuya, metiéndola en las redes de la
gracia santificante, tan luego como estuvo libre del materno encierro. ¡Ay ! ¡Cuánto dolor me causa
el pensar que criatura tan amada no hubiera esperado a darse cuenta de tus misericordias para
ofenderte !
La fuente bautismal de la antigua Iglesia de Jericó fue mudo testigo de mi filiación divina a los
claros resplandores del sol del medio día. Por eso al conocerla en 1909, es decir treinta y cinco
años después, derramé un torrente de lágrimas, dulce mezcla de amargo dolor por mi ya perdida
inocencia y del más acendrado agradecimiento ante aquel mudo testigo del primer beso, de aquella
caridad perpetua con que me amaste, Dios mío, desde la eternidad.
Por eso al entrar a la ciudad que me vio nacer, antes que recorrer sus calles, antes de mirar sus
edificios y aun, antes de adoraros en tu sagrario, busqué con ansia loca el único objeto que allí
perseguía, la sagrada pila bautismal, diciendo dentro de mí: ¡Oh mi estola bautismal! ¡Oh mi
inocencia que te fuiste! ¡Oh mi filiación divina desfigurada! Mis lágrimas alarmaron a mis
compañeras de viaje, que no sentían como yo el dolor de una joya perdida ni el hálito de un amor
perpetuo, exteriorizado treinta y cinco años antes en aquel lugar. Visité después la casa donde
nací, me refirieron las alegrías y dolores allí pasados por mis padres. Pero ya nada me conmovió.
Todo era muerto para mí, menos la fuente en donde Dios me dio su primer ósculo".
Con los albores de la niñez, el carácter de Laura despuntó alegre, pero fue un despunte nada más.
Pueden mucho sobre un alma niña la orfandad, la pobreza rayana en miseria y esos ojos de la
madre, velados frecuentemente por las lágrimas.
Para esta niña, que después fue tan eucarística y que llegó a especializarse en preparar niñas para
el gran encuentro con Jesús, la primera Comunión resultó casi improvisada.
Su confesión fue precipitada, por lo cual no halló palabras convenientes para expresar sus
pequeñas faltas. Y en cuanto a su primera Comunión, ella nos dice en su Autobiografía con una
sinceridad y humildad que encanta: "Yo no llevé mas preparación que una mala confesión y una
rabia mal reprimida, causada por tres cosas: la primera porque me llevaron en ayunas. Cuando
reclamé, me hicieron repetir lo que dice Astete respecto a las disposiciones corporales. La
segunda, porque me rezaban al oído, y eso no podía soportarlo. Y la tercera: porque la Sagrada
Hostia me supo muy mal y me creí engañada, porque me habían dicho que comulgar era muy
sabroso y yo creía que se referían al sabor de las especies. Sólo se calmó mi rabia cuando me
dieron el desayuno, que fue mejor que el ordinario".
Laura, que había de ser una andariega de Dios, no tuvo en su niñez y juventud habitación fija o
"ciudad permanente", por decirlo con frase de san Pablo. De Amalfi pasó al pueblo de Donmatías,
en donde su madre residió algunos meses, ejerciendo de maestra. De Donmatías volvió aún con
su madre y sus hermanos a Medellín, pero como la pobreza seguía cortejándolos porfiadamente,
hubo que colocar a los tres niños en sendas casas de parientes. A Laura, le tocó vivir en Robledo
en casa de un familiar algo frío y desamorado que con su conducta contribuyó al acrisolamiento de
su alma y a orientarla hacia lo eterno e inmutable. Para entrar de lleno en los planes divinos, "Dios
- dice ella - comenzó a confitar mi alma con el dolor".
Este peregrinar continuo de Laura, parece un pronóstico de las correrías asombrosas de su vida
misionera. De igual modo, las obras de caridad, ya entonces practicadas, anuncian lo que fueron
sus días y sus actividades posteriores: un desbordamiento del alma en beneficio del prójimo, un
gastarse y consumirse para la salvación de sus hermanos. Laura Montoya no nació santa, se hizo
santa con la gracia de Dios y con el propio esfuerzo. Y justamente su Autobiografía palpita de
humanidad. Porque ella misma declara con llaneza los manchones y los rasguños de su espíritu.
Declara que en su primera confesión, hecha sin preparación, no acertó a decir unas faltas de su
niñez y que ello le fue remordiendo y torturando hasta que a los once años hizo una confesión con
integridad y dolor, en los ejercicios que predicó el celoso párroco de Robledo.
Laura Montoya Upegui heredera de los valores de su raza, rompe todos los moldes
preestablecidos. Posee todas las virtudes que necesita para lanzarse como protagonista de una
historia excepcional en los anales de la historia eclesiástica latinoamericana. Logró superar el
concepto de inferioridad y debilidad femenina, demostrando que es posible llevar adelante obras de
gran contenido social y religioso. Creyó en el valor de la mujer, de su trabajo, de su capacidad para
llegar al más débil y oprimido y elevarlo a su dignidad de hombre e hijo de Dios.
Llegó a la convicción de que las mujeres son las más indicadas para llegar como portadoras del
Evangelio, junto a los indígenas. Su feminidad con sus notas características de ternura,
perseverancia, bondad, acogida, su modo de sentir y amar y su capacidad "maternal" de relación
puede establecer vínculos fructíferos en su misión evangelizadora. Se sintió madre espiritual de los
indígenas e infieles del mundo a quienes Dios ama con corazón de madre. Quiso mostrar con su
vida la doctrina que enseñaba. Da una respuesta efectiva a la realidad que la circundaba. Su
respuesta impactó en la sociedad porque rompió esquemas y se encarnó en la realidad del indio
desprotegido. Su juventud fue una escuela de sufrimiento y un proceso de formación guiada por el
Espíritu de Dios aprendió a sufrir en silencio, a integrar la fe y la vida. Estando de Directora de este
Colegio, Monseñor Pardo Vergara Arzobispo de Medellín, le anunció que su vocación era la de Ana
la profetiza, desde entonces los infieles comenzaron a ser un verdadero tormento para su alma.
En 1905 apareció la novela "Hija espiritual" del doctor Alfonso Castro. Éste le hizo saber a Laura
que tumbaría el Colegio. Este se acabó porque con esta novela los padres de familia se
atemorizaron y el colegio se desacreditó. Clausurado el colegio, Laura se trasladó a la población de
La Ceja donde trabajó como maestra en la escuela oficial, bajo la dirección de una señora que se
aprovechó de su situación y descrédito, para humillarla y exigirle mucho más que lo que podía en
esas circunstancias. Allí renovó sus votos por devoción. Laura sintió adhesión a la calumnia y en
una locura de amor, se hizo el tatuaje de una cruz en el pecho. Regresó a Medellín, donde su
madre y Carmelita su hermana estaban en una gran penuria económica. Por orden del Vicario
General de la arquidiócesis, hizo su defensa en "Carta abierta", escrita con el fin de defender la
educación católica de los ataques que le hacían en la novela del doctor Castro
Esta defensa puso muy en alto su nombre. En esta carta dicen algunos, ella se muestra "no sólo
como estilista consumada" sino también como mujer de Dios, con el único interés de darle gloria.
En este tiempo, Laura se encargó de la educación de algunos niños con clases particulares. En
1907 fue nombrada oficialmente como maestra en la pequeña población de Marinilla a pocos
kilómetros de Medellín. "Estando en esa población como maestra, una tarde después de terminar
sus clases fue a visitar el Santísimo, tuvo su encuentro místico con la Paternidad de Dios, cumbre
de su experiencia trinitaria. Arrodillada en la primera grada del comulgatorio, oraba con su
acostumbrado dolor por las almas de los infieles, cuando sintió un dolor tan profundo que no dudó
de la maternidad que el Eterno Padre le confiaba".
Laura escribe: "Me parecía como que entendía la generación eterna del Verbo. ¡Aquello no era
simplemente una luz! Era como un encuentro con la Paternidad Divina, como en sustancia. Me
dejó tal conocimiento del misterio que me parecía verlo, y toda paternidad me parecía oscura y
fantástica. Comprendí con una luz deslumbradora la adopción de los hombres y cómo entraba en
la suprema paternidad de Dios... Me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad
haciéndome madre, del modo más intenso, de los infieles... desde entonces los llamé mi llaga". "Su
llaga" es un dolor por aquellos que viven sin alimento espiritual, sin sacramentos, y sobre todo, sin
conocer a un Padre Dios que los ama tanto. Entonces, una extraña sensación de dolor por ellos, de
deseo de hacer algo por su bien, la invadió como invaden las aguas los terrenos sedientos….. Sin
dejar de pensar ingresar al Monasterio de el Carmelo, su primigenia vocación, hizo proyectos para
ver cómo podría trabajar a favor de estos infieles, especialmente los indios de Antioquia.
De esta experiencia brotó su posición delante del Ser Inmenso de Dios: "Ante tanta grandeza, Dios
mío, cuán bien me sienta la consideración de mi pequeñez, viéndote tan grande, ¡Dios de mi alma!
Sí, en el aniquilamiento que produce tu misterio en mi espíritu, siento verdadero reposo, siento
seguridad y paz". El amor paternal-maternal de Dios se hizo fuerza irresistible y vivificante que la
impulsó a trabajar por la salvación de los hombres: "Un solo
dolor y una sola aspiración había en mi vida: Dios ultrajado y
no conocido y mi ansia por darlo a conocer!"
Laura Montoya, en su experiencia de Dios Padre-Madre, descubrió que podía liberarse de las
normas limitantes de su tiempo e internarse en la selva, para predicar y practicar con audacia y
sencillez el Evangelio, que vence la más sólida rudeza y de esta manera, llevar hasta la mente de
los indígenas el mensaje de Redención, de un Dios que nos ama con tierno corazón. Sus
sentimientos en relación con estos hermanos oprimidos lo manifiesta en sus escritos: "¡Para los
indios, nos dice, la vida con su séquito de dolores no guarda ni una esperanza! Las incomodidades
de la vida, acrecentadas formidablemente por el medio selvático y por la ignorancia de cuanto
pueda aliviar la vida humana, los va destruyendo cruelmente... todo a su alrededor es duro, cruel y
áspero". En la iglesia no existían en ese entonces, congregaciones femeninas cuyas estructuras
facilitaran la evangelización de los grupos indígenas ubicados en lugares selváticos. Las cartas de
respuesta que llegaron a las manos de la señorita Laura, cuando buscaba comunidades femeninas
que se internaran en la selva para evangelizar y catequizar a los indios, muestran a las claras, que
sus reglas no permitían un trabajo realizado fuera de sus casas religiosas, en lugares tan
inhóspitos y en las condiciones de pobreza en que debían ser fundadas dichas casas religiosas.
Laura Montoya Upegui movida por el Espíritu de Dios y su gran celo apostólico, se decide a
"catequizar" personalmente a los indios. Concibe una comunidad diferente que se sale de modelos
existentes para realizar una misión liderada por mujeres y llevada a cabo en lugares selváticos e
incomunicados. A imitación de Jesús que se encarnó entre los hombres para salvarnos y liberarnos
del pecado, Laura concibe una Congregación que se pone al nivel del indígena, del negro, del
explotado. Vive, comparte y trata de pensar como ellos, se deja guiar por el amor, no impone por la
fuerza sino que convence con el testimonio, con la vida misma de pobreza, humildad, sencillez,
bondad y amor eficaz.
Fueron ellas: Laura Montoya Upegui, Mercedes Giraldo Zuluaga, Matilde Escobar Posada, Ana de
Jesús Saldarriaga Jaramillo, Carmen Rosa Jaramillo, María de Jesús López y su madre, Dolores
Upegui V. de Montoya como compañía, quienes salieron de Medellín hacia Dabeiba, el 4 de Mayo
de 1914, con el ánimo de ser MAESTRAS Y CATEQUISTAS DE LOS INDIOS. Llegaron a Dabeiba
después de un fatigoso viaje el 14 del mismo mes. Llevaban sus pobres pertenencias en una recua
de mulas conducida por un peón. El indio infravalorado, repudiado y hostilizado, comenzó a ser el
centro de atención de estas infatigables viajeras. La Madre Laura posee recursos metodológicos,
una rica iniciativa y la ayuda poderosa de Dios. Busca un régimen, una manera de proceder que
facilita la obra evangelizadora. Consiste en la formación de centros misioneros que ponen en
movimiento y nutren enseñanzas ambulantes en su derredor. Centros que se fundan en lugares
rodeados de varias parcialidades indígenas y a ellos concurren los indios que puedan hacerlo, para
los que viven mas distantes funda las Ambulancias.
El trabajo de excursiones o correrías misioneras por las selvas y los ríos, comenzó en el mismo
año de la fundación: el 7 de agosto de 1914, con el fin de explorar el terreno y buscar modos y
lugares dónde establecer centros misioneros, o de visitar los enfermos distantes y darles
enseñanza transitoria. Eran esas excursiones realizadas de la manera más prudente, aunque no
dejaban de ser de mucho peligro por lo desconocido. En estas correrías, como en general en todo
el trabajo apostólico, Dios obró verdaderos prodigios en favor de los indios.
El pequeño grupo misionero fue creciendo. Eran ya 40 Hermanas que trabajaban en la zona de
Urabá, en cinco centros misioneros, cuando se le presentó la oportunidad de buscar "más almas"
por lo territorios aislados del ignoto Uré. Le hablaron a la Madre de "indios muy salvajes" en el San
Jorge, localidad dependiente eclesiásticamente de monseñor Adán Brioschi, arzobispo de
Cartagena. Para esa desconocida región avanzó la Madre Laura con la Hna. Ma. de la Sagrada
Pasión y un fiel peón, Efraín, atravesando en su fuerte mula "La Flores", los montes de Ituango. Sin
sacerdote, sin recursos económicos después de una accidentada aventura que comenzó el nueve
de septiembre de 1919 y terminó en diciembre de ese año cuando estableció en URE una misión
para trabajar con los negros de la región.
Esta fundación de Uré mostró a la Madre otros campos en donde trabajar: los negros, los mestizos
que formaban pequeños grupos a orillas de los ríos, carentes de todo auxilio espiritual, en
condiciones de aislamiento y desamparo por parte de la Iglesia. Por ellos trabajó y se preocupó de
establecer casas misioneras en todo este territorio. La Madre tuvo desde un principio muchas
dificultades Porque no entendían su manera de evangelizar y sobre todo de ser religiosa. Fueron
causa de sufrimiento para las primeras Hermanas, la actitud de algunos sacerdotes y obispos, la
falta de auxilio espiritual en las pequeñas casas de misión, las incomprensiones de las autoridades
civiles y del Protector de los indígenas. En general, podemos decir que no pudieron entender el
carisma nuevo y providencial de la Congregación.
De cuando en cuando, hacía sus asomaditas a Santa Fe de Antioquia, a ver a sus hijas y llevarles
el calor de su palabra, siempre luminosa y estimulante. Y para facilitarle su comunión de la
mañana, su media hora de cielo anticipado, alquiló una casa en san Benito, cercana a la iglesia a
donde pasaba cuando las fuerzas se lo consentían, a recibir a su Dios o conversar con Él. Otras
veces, un buen padre franciscano le llevaba la comunión a la casa. Fue éste un tiempo muy lleno
de las visitaciones de Dios.
El 30 de julio de 1928, por circular fechada en santa Fe de Antioquia, la Madre Laura de Santa
Catalina, superiora general, convocaba a las religiosas que canónicamente podían asistir al primer
capítulo general de elecciones que se reuniría en dicha ciudad el 26 de diciembre. La Madre
hablaba de elección para doce años, pero luego se vio que tal plazo era contrario al derecho y se
fijó en un sexenio. Antes de procederse a votación y escrutinio, la Madre presentó renuncia de su
cargo y rogó se la exonerara del primer puesto. Pero fue reelegida por unanimidad de votos. Para
confirmarla en el cargo supremo se necesitaba la aprobación de la Santa Sede. Por eso se
encargó del gobierno la madre asistenta María de San José, mientras el señor Toro se dirigía al
nuncio de Su Santidad pidiéndole el favor de solicitar de Roma la confirmación de la Madre en el
cargo de superiora general. La respuesta o tardó o no llegó. Nada raro en los correos colombianos
de aquella época, en que un franciscano español residente en Medellín, solicitaba humildemente al
gobierno el establecimiento de un carro de bueyes para llevar los telegramas urgentes de Bogotá a
Medellín... Sea lo que fuere, monseñor Toro se quedó esperando la respuesta y en vista de todo,
optó por hacer la respectiva diligencia ante la sagrada Congregación de religiosos, en su visita ad
limina. La pidió y la consiguió sin dificultad. Y con monseñor Afanador y Cadena, obispo de Nueva
Pamplona, envió a Madre Laura el oportuno rescripto. Pero al regresar monseñor Toro de su
peregrinación a Roma y a Tierra Santa, encontró en su despacho una carta del Señor Nuncio en
que le comunicaba que la Sagrada Congregación no aprobaba la reelección de la Madre Laura,
entre varios inconvenientes, por hallarse anciana y achacosa. Explicó el caso Monseñor Toro al
Señor Nuncio, le expuso que la Madre Laura ya había tomado posesión de su cargo. Contestó el
Neñor Nuncio que la resolución por él recibida desde Roma era anterior y por consiguiente la única
válida.
Había en su interior un conflicto angustioso. De una parte, deseaba dejar el cargo, "para
ejercitarme en la querida obediencia siquiera un tiempecito antes de morir"; pero, de otra parte, y
mirando a lo que estimaba el mayor provecho y la consolidación de una obra destinada a salvar las
almas, quería seguir influyendo. Quería -dice- acabar de dar a mis hijas lo que Dios me ha dado
para ellas". Y seguramente le dolía, que ese bien intencionado anhelo fuese achacado a loca
ambición de mando. La Madre Laura supo mandar, cuando fue colocada sobre el candelero, y
supo obedecer, cuando le tocó esta suerte.
En semana santa de 1949, le aparecieron en las piernas unos lamparones rojos que le causaban
acerbo dolor. A pesar de ello, asistió, en cuanto pudo, a los divinos oficios y reunió varias veces a
la comunidad para platicarle de cosas del espíritu. El domingo de Pascua, que fue siempre para
ella día de júbilo, lo pasó llena de decaimiento y de tristeza. Hasta miró sin interés la hermosa
estatua del resucitado que ese año se estrenaba. Para aliviar el estado de las piernas hinchadas
acudieron varios médicos, entre ellos los doctores Luis Tirado Vélez, Ignacio Vélez Escobar y
Alfonso Velásquez que emplearon tratamientos de penicilina, pero estos resultaron inútiles. Los
médicos, a pesar de su voluntad de oro, hubieron de confesar: ¡Sólo un milagro puede curarla ! Y
en las casas comenzaron novenas particulares al franciscano fray Martín de la Palma.
Desde el domingo 21 de agosto se llevó diario de su enfermedad. Y por él conocemos una serie de
pormenores y detalles de grande edificación. El 22 a las diez y media, el padre Aníbal Wiedemann
juzgó del caso administrarle la santa unción y así se hizo en presencia de toda la comunidad, que
respondía fervorosamente a las preces rituales. Concluidos los salmos penitenciales, las religiosas
entonaron un lindo y sentido canto mariano que comienza: "Oh Madre mía, quiero desde ahora", y
que puso en todos los corazones una intensa emoción. La Madre agradeció al padre capellán la
merced de ese santo sacramento: “Que mi Dios le pague, Padre. No se imagina de cuánto
consuelo ha sido esta ceremonia para mí”. Y añadía, mirando a las novicias: "Lo único que siento
es dejar estas muchachitas". A imitación de su Dulce Maestro, había de pasar por todas las
angustias de la pasión: su cabeza atacada de meningitis, padecía un intenso dolor. Su cuerpo
llagado, empezaba a gangrenarse y no podía moverlo sin ayuda de muchas manos. Estaba
clavada en la cruz y ni siquiera podía expresar sus martirios por estar privada del uso de la palabra
durante todos esos días. De la víspera de su muerte se ha contado un hecho misterioso: A él se
refiere el entonces capellán de Belencito, Padre Aníbal Wiedemann, en la revista Almas: La víspera
de su muerte se apareció en sueños a una de sus misioneras del Ecuador y le dijo: Vengo
visitando las casas de mis religiosas, para impartirles la postrera bendición. Esto es un sueño para
su caridad, pero para mí es una realidad, mañana espero la llamada del Ángel del Señor. Su
muerte causó conmoción en Colombia entera. Prensa y radio compitieron en pregonar la grandeza
de la vida que acababa de extinguirse. De las selvas remotas llegaron a Medellín las cartas de los
indios empapadas en lágrimas. Prelados, sacerdotes y comunidades religiosas coincidieron en
glorificar a la Madre Laura como dechado de almas apostólicas. El padre Enrique Rochereau
escribía en el periódico El Tiempo, de Bogotá: "Pocos sospechan, quizás, que con la muerte de la
Madre Laura, se da vuelta a una de las páginas más extraordinarias de la historia patria". La Madre
Laura quería convertir su muerte en homenaje de adoración a Dios. En uno de sus "Lampos" dejó
hablar así su alma:
"¡Oh Señor omnipotente, cuya soberanía rendidamente reconozco ! Desde el fondo de mi nada te
alabo y cuánto diera porque mis alabanzas fueran dignas de tu grandeza. El que te alaba se
engrandece, tal es tu condición. Adorarte la nada, Dios mío, ya es convertirse en algo. Por eso, mi
omnipotente Señor, quiero adorarte y aclamarte, alabando tu soberanía con cuanto soy y cuanto
tengo. Pero ya ves, Dios mío, que soy nada y que mi poder es negación de poder. Pues entonces,
¿qué hago cuando digo que te alabo y adoro con cuanto soy, si soy nada? Y ¿qué hago cuando
digo que te alabo con cuanto puedo, si mi poder es pura negación de todo poder? Nada,
absolutamente ofrezco, pero engrandezco mi nada, porque el adorarte es engrandecerse. Dígnate
pues recibir por adelantado, ese homenaje y para que mi rendimiento sea tal que nada quede en
mí que no sea para tu honor y gloria. Quiero que mi muerte, es decir, la separación de mi alma y de
mi cuerpo, sea un homenaje de adoración ante tu soberanía.
Oh, ¿qué honor puede ser comparable al honor de adorarte y engrandecerte con la destrucción del
propio ser por miserable que él sea? Y como es cierto que he de morir, recibe, pues, grandeza
infinita de mi Dios, mi muerte y la destrucción de mi ser como un prolongado hilo de humo de
adoración y de incienso que se levante de mi lecho de muerte y de mi tumba, con la lenta
destrucción de este ser que me has dado y que delante de Ti se consume ahora, en un amor
comprimido y como estrechado por lo temporal. Y, qué paralelo, Dios mío. Noé después del
conflicto hecho por el diluvio, reconoció la infinita sabiduría de Dios levantando un altar sobre el
lodazal, quizás ya infecto de la tierra desjugada e ingrata y ofreció un holocausto que fue de tan
suave olor delante del Señor, que le valió la promesa de Dios de no volver a castigar la tierra con
un diluvio.
Pues he aquí que esta pobre criatura tuya, Señor mío omnipotente, después del diluvio de una
larga vida de pecado, imperfecciones e ingratitudes, después del diluvio de mis dolores de la tierra,
quiero que mi lecho de muerte y mi tumba sean el altar elevado sobre la ruina de mis días
temporales, tan llenos de miserias, para en él ofrendarle el holocausto de mi vida y que a ese altar
la muerte llegue como fuego sacro a consumir mi cuerpo, a liquidar mis fuerzas en tu honor, a
esfumar mi vida en reconocimiento de tu soberanía, Señor mío, creador de lo mismo que en ese
altar te sacrifico .Por lo tanto, es mi intención, Dios mío, que cuando de cualquier manera se me
anuncie que el término de mi permanencia sobre la tierra se avecina, entregarme al sacrificio,
como el cordero degollado sobre el altar se deja consumir por el fuego, a fin de que el humo
producido por ese cuerpo suba en suave olor de adoración ante tu soberanía.
Sí, escucharé entonces, llena de regocijo las palabras con que Dios promete al alma justa
perseguida, su recompensa: "Pobrecilla, le dice el Señor, pobrecilla, combatida tanto tiempo por la
tempestad, privada de toda consuelo: mira que yo mismo colocaré por orden las piedras y te
edificaré sobre zafiros y haré de jaspe tus baluartes y de piedras de relieve tus puertas y de piedras
preciosas todos tus recintos". Y así, de antemano, Dios de mi corazón, digo:
Conclusión
Los inicios
Adolescencia pobre
En 1896, siendo maestra en Santo Domingo. "población
El contexto social y político en el que esta mujer se abre a encaramada en los riscos de Antioquia". empezó a
la misión es bastante estrecho y arduo. Nace el 26 de compartir con unos campesinos, que vivían a leguas de
mayo de 1874 en Jericó, población de Antioquia, distancia y que no frecuentaban la escuela. las
departamento colombiano habitado originariamente por enseñanzas del catecismo. A esta experiencia la llamó
los indígenas catíos, cunas, urabaes, entre otros, y que "los años de mi noviciado".
hoy –consecuencia de la mezcla entre estos, blancos y
negros, y las condiciones del medio– es tierra de "paisas", Su éxito como educadora era envidiable: gozaba de gran
como se conoce a sus habitantes. prestigio y respeto en toda la región. Pero en su alma
yacía el anhelo de estar sólo con su Creador. Es
Laura, hija de Dolores Upegui y Juan de la cruz Montoya, entonces cuando piensa en hacerse religiosa carmelita.
crecerá en medio de las pugnas frecuentes entre liberales En 1897, invitada por su prima Leonor Echevarría,
y conservadores, los dos partidos reinantes. Pierde a su quien había fundado un colegio, se dirige hacia
padre, dos años después de nacida, precisamente en Medellín. Trabajan juntas hasta que Leonor muere. Este
medio de la revolución conservadora suscitada en contra hecho y la discrepancia con su confesor le harían pensar
del gobierno liberal de Aquileo Parra, que había reducido en otra manera de servir a los más necesitados.
el poder de la Iglesia y quería secularizar la educación.
Atraviesa este período de su vida en medio de muchas
Esta circunstancia la separó de su madre. quien al verse contradicciones y calumnias. Se cierra el colegio en el
sola, sin dinero y con tres hijos que mantener. optó por que trabajaba y por primera vez surge la idea de trabajar
repartirlos entre sus familiares. Laura viviría a partir de entre los indios dedicándose en la selva a enseñar y a la
entonces al lado de sus abuelos maternos en Amalfi. Vive agricultura.
allí hasta los 11 años de edad. Regresa con su madre a
Medellín y por primera vez ingresa a un colegio, pero su Pese a su interés desmedido, su intención no fue bien
estancia allí duraría muy poco y pronto retornaría a casa vista. Aparecieron muchos detractores, quienes
de su abuelo. aludieron que ésa no era empresa para una mujer.
Desconfianza
Ganarse la confianza de la comunidad de indígenas catíos Pese a las críticas, la misión tomó fuerza. Fueron los
no fue fácil. Estaban acostumbrados a ser tratados como mismos nativos los que después reclamaron la presencia
animales; por eso miraban con extrañeza a Laura y a sus de madre Laura y sus hermanas, como eran llamadas, en
compañeras. otros lugares.
"La desconfianza de los primeros (indios) —cuenta ella Para entonces, Mons. Crespo le había propuesto a Laura
misma— provenía de que, no conociendo el motivo que convertirse en congregación para poder recibir el pleno
nos llevaba a eso, no se podían explicar el cariño, la respaldo de la Iglesia. El le sugirió el nombre y en
delicadeza, el desinterés nuestro. No carecían de razón: adelante se llamarían: Misioneras de María Inmaculada
siempre habían sido tratados como mulas, u hostilizados y Santa Catalina de Siena. Sin pensarlo, Laura se
como animales peligrosos hasta el punto que ellos creían convirtió en la fundadora de una comunidad misionera,
que las gentes tenían derechos a sus vidas como ellos a cuyo fin era velar por el derecho y la protección del
las de los venados. Hasta creerse hechuras de otro Dios, indígena. El 11 de enero de 1917 quedó constituida la
sin alma y sin derechos de ninguna clase...". congregación diocesana.
Poco a poco los temores de los indios van disminuyendo. La misión sigue creciendo en medio de seguidores y
Un poco por la curiosidad, pero, sobre todo, porque estas opositores y la congregación va adquiriendo su propia
sencillas mujeres habían escogido "ser" como ellos. identidad.
Vivían austeramente, cultivaban algunos productos para
su sustento, les compartían todo lo que recibían de su En 1918 la congregación se establece en el valle del
trabajo como maestras, les ofrecían su casa, les ayudaban Murrí. En 1919 Laura se dispone a fundar la misión en
y cuidaban a sus enfermos. Fue una tarea ardua, pues los Uré, un indio anciano le había dicho que fuera a este
indígenas no superaban el miedo que tenían a los blancos, lugar:
pero la perseverancia de Laura y sus misioneras hicieron — Ve, madre, ¿sí querés buscar más almas pa tu
posible que el indígena creyera que era un ser humano y Dios?
que podía relacionarse con el mundo exterior como tal. — ¡Cómo no!, le contestó Laura.
10
— Pues entonces camina a San Pedro de Uré, que
allá hay muchas y no saben de Dios nada. ¡Brutos todos
los de esa tierra!
Yeny Báez
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Escaneado por Jairo A. Becerra T. – viernes 25 de febrero
de 2005, en OMNIPAGE PRO 14, y Word 2003.
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