La reforma agraria de la Revolución inventó al ejido. De que es una invención
moderna no debe quedar duda, como se verá enseguida. El ejido nació como un arreglo provisional, casi accidental, pero en menos de dos décadas se consolidó como el principal instrumento para la redistribución gubernamental de la tierra. A pesar de la enorme diversidad etnocultural y ecológica de México, la reforma agraria acabó significando (casi) siempre una sola y misma cosa: el ejido. Lo inusual del caso mexicano es que fue una reforma agraria que se puso en marcha inicialmente con la idea de restaurar, al menos provisionalmente, algo del pasado, modos de tenencia de la tierra y de organización comunitaria que supuestamente antes habían existido y funcionado bien. El ejido de la Revolución nació como proyecto intelectual (entre 1912 y 1915) con la idea de reconstituir, más por necesidad política que por convicción o admiración, las formas y prácticas colectivas de tenencia agrícola y organización social supuestamente características de las poblaciones autóctonas de México. Luis Cabrera redactó la ley agraria del 6 de enero de 1915, la cual declara nulas todas las enajenaciones de “tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, rancherías, congregaciones o comunidades” causadas por la aplicación indebida de las Leyes de Reforma. El artículo 3 reza: “los pueblos que necesitándolos, carezcan de ejidos o que no pudieren lograr su restitución… podrán obtener que se les dote del terreno suficiente para reconstituirlos conforme a las necesidades de su población”. La idea de reconstituir la propiedad comunal de los pueblos para remediar los daños causados por las desamortizaciones civiles de La Reforma y las privatizaciones del régimen porfiriano tomó forma durante la primera década del siglo XX. El ejido agrícola de la Revolución. En su acepción original, “ejido” era el nombre de uno de los varios tipos de tierra y formas de propiedad que componían el patrimonio de los pueblos de Castilla en la época de la conquista española. Los ejidos eran, por lo general bosques, dehesas o agostaderos en las afueras de los pueblos (de ahí el nombre del latín, exitus), cuya posesión y uso se hacían de manera colectiva. En México no todos los pueblos coloniales tuvieron ejidos, pero sí la mayoría de los del altiplano central. Lo que definía a los ejidos, su esencia, era que no eran ni podían ser para la agricultura, sino para pastoreo, recolección de maderas y frutos silvestres. Por eso con frecuencia fue en los llamados montes donde se localizaron los ejidos de los pueblos. Mientras que la agricultura se practicaba en tierras repartidas de uso y posesión exclusivamente familiar, el ejido era de todos y para el uso de todos los vecinos del pueblo. Las Leyes de Reforma mandaron la desamortización de propios y tierras de repartimiento, permitiendo mantener la propiedad corporativa únicamente de los ejidos, excepción que fue más tarde rescindida, en el Porfiriato. Para principios del siglo XX la propiedad de los pueblos del centro de México que no había sido desamortizada era en su mayoría ejidos, y por eso las autoridades federales y estatales que entonces se ocupaban de esos asuntos comúnmente emplearon el término “ejido” para referirse indistintamente a las diversos tipos de tierra que habían pertenecido a los pueblos, borrando así las antiguas diferencias entre categorías de propiedad. El zapatismo y el ejido. El elevado perfil otorgado a la comunidad imaginaria en la interpretación de la historia de las formas de propiedad en México le sirvió de inspiración e impulso al diseño de la redistribución de tierras. Pero la noción de que el ejido de la Revolución era a fin de cuentas el legado institucional de la lucha e ideales zapatistas fue la principal fuente de legitimación de la reforma agraria ejidal. La vinculación de la forma ejidal con la esencia de las aspiraciones del zapatismo no sólo mostró que los gobiernos de la Revolución tomaban en serio la urgente necesidad de repartir tierra, sino también que el ejido era precisamente el tipo de institución agraria por la que el campesinado se había levantado en armas. El zapatismo fue claramente el catalizador político de la reforma agraria, mas no su inspiración ideológica o institucional. El zapatismo fue un movimiento social interesado en restaurar el antiguo estatus y poder político de las corporaciones civiles (municipales) que eran los pueblos, poder que se había erosionado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Esto incluiría recobrar sus viejas tierras. Los zapatistas pugnaron por la devolución de todas las tierras que alguna vez habían pertenecido a los pueblos, no sólo aquellas que habían sido enajenadas a raíz de las sucesivas leyes liberales y porfiristas. Más aún, las tierras recobradas pertenecerían sin restricción alguna a las corporaciones-pueblos, que eran sus legítimos dueños. El ejido, en contraste, implementó una noción muy distinta de la propiedad, con derechos comunales e individuales estrictamente limitados y bajo la supervisión directa de una nueva burocracia agraria federal creada ad hoc. El derecho ejidal reglamentó en detalle todos los aspectos del reparto y la administración de tierras, independientemente de si se cumplían o no: quién recibiría tierra, cuánta, dónde. Por su parte, los zapatistas creían que estas cuestiones eran estrictamente de competencia local y que le correspondía a cada pueblo resolverlas a su manera, tal y cual lo demostraron en la conducción de los repartos agrarios que realizaron por su cuenta a partir de 1912 y sobre todo entre 1914 y 1916. En el norte, llevó a cabo la Reforma agraria, planeada originalmente por Emiliano Zapata. Este reparto es considerado por muchos como el más grande del siglo en la historia de México. Durante el sexenio del general Lázaro Cárdenas del Río fueron repartidas 18 millones de hectáreas a las comunidades y ejidos. De esta manera, aumentó a 25 millones de hectáreas la cantidad de tierras en el sector social (es decir, las parcelas que se encontraban fuera del régimen de propiedad privada). El objeto del reparto agrario lanzado durante el gobierno de Cárdenas buscaba no sólo la satisfacción de una demanda popular plasmada en la constitución de 1917, sino la formación de pequeñas unidades productivas, con capacidad de autosuficiencia alimentaria. La unidad básica del modelo de reforma era la conformación de ejidos. Se trata de una dotación de tierras que eran entregadas a un núcleo de población para que las aprovecharan de la manera que consideraran conveniente. Cada ejido estaba regulado por un órgano interno llamado Comisaría Ejidal, integrada por los titulares de la dotación (generalmente hombres) que elegían a un presidente y una mesa directiva. La Comisaría Ejidal tenía la facultad de representar a los ejidatarios en los trámites gubernamentales. Dado que al final de la Revolución y la guerra Cristera, la mayor parte del país estaba en la ruina económica, el gobierno de Cárdenas creó el Banco Nacional de Crédito Ejidal (Banjidal) destinado a capitalizar a los núcleos ejidales. Además de la repartición de tierras y el financiamiento monetario, la reforma agraria del Cardenato incluía el establecimiento de un sistema educativo que permitiera la formación de profesionistas técnicos que ayudaran al desarrollo de los ejidos. Por ello, asociados a los núcleos ejidales, se crearon escuelas donde los niños y jóvenes debían adquirir conocimientos sobre agricultura, ganadería y aquellas otras actividades específicas que permitiera el medio ecológico. En ese sentido, la reforma agraria llevada a cabo durante el sexenio de 1934-1940 se diferenciaba de la implementada por los gobiernos anteriores, para quienes todo se limitó a la dotación de tierra a individuos dedicados a la agricultura a pequeña escala. Lo que la Secretaría de Agricultura se planteaba en la segunda mitad de la década de 1930 fue la creación de centros agrícolas competitivos. Sin embargo, el plan de formación técnica, como el financiamiento, no pudieron llegar a resarcir el rezago del campo mexicano totalmente. El plan del Cardenato sólo funcionó en ciertas regiones, aquellas que como la Comarca Lagunera o el valle del río Yaqui contaban con riego y tierras fértiles. Por otro lado, aunque el reparto de tierras durante el gobierno de Cárdenas fue el mayor de la historia de México, no disminuyó significativamente la dimensión de las tierras en pequeña y mediana propiedad, y de los latifundios. Durante el siguiente período (1940-1946), el reparto agrario fue frenado y se emprendió una "contrarreforma" agraria, despojando nuevamente de las tierras recién obtenidas a algunos ejidos, para enajenarlas.