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INSTITUCIONALISMO Y POPULISMO.
Por Ernesto Laclau
6-8 minutos

Cualquier proceso de transformación de la relación de fuerzas no


puede verificarse sin una reforma de las instituciones.

Por: Ernesto Laclau

El discurso corriente de los sectores conservadores (pero no sólo


de ellos), se funda en una oposición sumaria entre
institucionalismo y autoritarismo. El autoritarismo sería sinónimo de
arbitrariedad, y sus connotaciones peyorativas son evidentemente
tautológicas: ¿Quién podría estar a favor del autoritarismo y la
arbitrariedad? Por contraposición, el institucionalismo sería un
talismán sagrado que garantizaría por sí mismo las virtudes
republicanas y las políticas sensatas que fluirían de ellas. El
segundo paso en este tipo de argumentación es inscribir otros
términos y referencias en uno u otro polo de la oposición básica. El
término “populismo” entra muy rápidamente en esta enunciación
enumerativa y evaluativa como parte integrante, ni qué decirlo, del
polo autoritario. Si el institucionalismo se presenta como condición
necesaria de toda política coherente y racional, el populismo
aparece, por el contrario, como el reino de la manipulación
demagógica, del personalismo y de la arbitrariedad. Poner en
cuestión este dualismo simplista requiere, por tanto, deconstruir las

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lógicas internas con las que sus dos polos han sido constituidos.

Comencemos por el institucionalismo. Las instituciones no son


arreglos formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones
de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica
–entendiendo por tal la que se impone por todo un período
histórico– habrá de corresponder una cierta organización
institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por las relaciones de
poder existentes en la sociedad si se quiere develar el sentido de
las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas sociales
irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar
con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde,
deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es
inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad.

Este lazo entre instituciones y cambio social es el que trata de


cortar el “institucionalismo” corriente. La defensa del orden
institucional a cualquier precio, su transformación en un fetiche al
que se rinde pleitesía desconectándolo del campo social que lo
hizo posible, es la que gobierna al discurso antipopulista de los
sectores dominantes. Hay en él una tendencia inherente a sustituir
la política por la administración. Ya Saint-Simon afirmaba que es
necesario pasar del gobierno de los hombres a la administración
de las cosas. Y para hacer un par de referencias a América Latina,
“paz y administración” era el lema del general Roca, y en la
bandera brasileña aun podemos leer “ordem e progresso”, que era
la fórmula acuñada por la iglesia positivista de Río de Janeiro. En
sus formas más extremas el institucionalismo tiende al
tecnocratismo, es decir, a diluir las identidades populares globales
y a sustituirlas por un gobierno elitista de los expertos.

Pasemos ahora al populismo. Para que haya populismo se

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requieren tres condiciones. La primera es que se construya una


relación solidaria entre una pluralidad de demandas insatisfechas,
que se forme entre ellas lo que hemos denominado una cadena
equivalencial. Si la gente ve que hay demandas insatisfechas al
nivel de la vivienda, de la salud, de la seguridad, de la escolaridad,
del transporte, etc., entre todas estas demandas se da un proceso
de interpenetración y de realimentación mutuas. Con esto se ha
llegado al primer estadio de una experiencia que podemos llamar
prepopulista. La segunda condición –el segundo estadio– consiste
en elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un discurso
dicotómico que divida a la sociedad en dos campos: los de abajo,
el pueblo, y, frente a él, el poder social y político, cuyos canales
institucionales tradicionales no logran vehiculizar las demandas de
las masas. El tercer estadio tiene lugar cuando este discurso
dicotómico cristaliza en torno a ciertos símbolos que significan al
“pueblo” como totalidad. En la mayor parte de los casos es el
nombre de una figura líder. Esto no da al líder un poder ilimitado, si
dejara de responder a la cadena equivalencial de demandas que
se ha formado en el primer estadio, su poder de atracción se vería
erosionado muy rápidamente. Un populismo realmente
democrático debe mantener un equilibrio entre la expansión
horizontal de la cadena equivalencial de demandas y su acción
vertical en la transformación del Estado.

Podríamos decir que institucionalismo y populismo son los dos


polos extremos de un continuo –polos ideales, por reducción al
absurdo, por así decirlo–. En la práctica esos extremos nunca se
dan en su pureza, una hegemonía siempre se construye en algún
punto al interior del continuo, nunca en sus extremos. No hay
institucionalismo tan completo que pueda evitar enteramente la

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construcción de identidades populares antisistema, y no hay un


populismo tan puro que abandone todo anclaje institucional.
La moraleja de lo que venimos diciendo es que cualquier proceso
de transformación de la relación de fuerzas en el campo
sociopolítico no puede verificarse sin una reforma profunda de las
instituciones. Gramsci ya lo había entendido. A diferencia de Marx,
que hablaba de la extinción del Estado, Gramsci hablaba de la
construcción de un Estado integral, que fuera más allá de la
tradicional dicotomía Estado/sociedad civil. Las dimensiones
horizontal y vertical del accionar político, en sus interacciones
mutuas, es lo que Gramsci denomino “hegemonía”.
La Argentina ha iniciado en 2003 un proceso emancipatorio que
está conduciendo a una considerable expansión de la esfera
pública y a la incorporación de numerosos sectores que
tradicionalmente habían estado excluidos de ella. Este proceso de
construcción de una hegemonía popular no podía darse,
evidentemente, sin cambios fundamental en el sistema
institucional, cambios que han tenido lugar a través de una serie de
medidas legislativas que están produciendo un desplazamiento
progresivo en la relación de fuerzas entre los grupos. Todo esto
debería culminar, en un futuro cercano, en una reforma
constitucional.
Y una ultima reflexión. Decía al comienzo que el fetichismo
institucionalista no es privativo de los sectores conservadores. En
efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos
términos. Ahora bien, se supone que ser de izquierda es dar
prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único
de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes,
¿en qué queda ese proyecto? Sic transit Gloria mundi (o así transa
Don Raimundo, como decía Mansilla). -<dl

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