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Introspección: Que Eros conduzca a Psiquis

Toda producción artística, posee una magia, expresada en la posibilidad de que,


mientras las obras no estén censuradas y puedan ser contempladas por los sentidos de
cualquier persona, no se conforman con una sola interpretación.

Y así, sucede con las canciones, sucede con los


poemas, sucede con las pinturas… Es por ello
que la Conversación Platónica (1925) del italiano
Felice Casorati no escapa a esta lógica.

En esta pintura se observan, de acuerdo a la


mirada denotativa que podemos otorgar a ella, a
dos personas, un hombre y una mujer; el primero
sentado en una silla al costado de una cama, siendo en esta última donde se encuentra
recostada la mujer. Ella, mostrando abiertamente su desnudez física, a diferencia del
hombre, quien viste una tenida formal, resaltando el sombrero de copa que lleva puesto.
Por último, denotar que ambos están mirándose, y según la inclinación de la vista, no
precisamente a los ojos.

Llegado este punto, es que entonces comienzan a surgir las interrogantes acerca de la
escena que Casorati quiso retratar. La connotación entra en juego.

Señalar, primeramente, que según una concepción occidental del cuerpo, heredado en
gran parte del pecado en el Edén, los individuos, generalmente, guardan una alta cuota de
pudor cuando se trata de mostrar la desnudez. Pero vemos que esta ya es una excepción.

Podemos pensar entonces que estas personas tienen un grado de relación que les
permite dar lugar a este hecho, descartándose la posibilidad de que pueda relacionarse con
algún ultraje, pues la postura de ambos, es más bien relajada, natural y despreocupada,
puntualizando que en este caso, la mujer, se halla en una posición que le permite al hombre
contemplar su desnudez.

Con lo recogido, no sería desmedido aventurarse a pensar que el grado de relación que
estas personas tienen, es de suma confianza, y tampoco lo sería si pensamos que dicha
relación contiene un significado amoroso en vista de los aspectos antes mencionados,
descartándose, por ejemplo, la opción, aunque válida, de que esta escena se trate de un
simple visitador médico y su paciente.

Ahora bien, al decir que encontramos confianza y un significado amoroso, expresado


por la actitud en que ambas personas se paran frente a su realidad respaldado, además, por
un factor del que se hizo mención líneas más arriba, la contemplación, nos lleva a
preguntarnos los motivos por los cuales se presenta tanta quietud dado el momento en que
ambas personas se encuentran.

En otras palabras, el por qué no hay una consumación más explícita de este acto
amoroso, si es que, verdaderamente, se trata de un acto de aquella naturaleza.

Y es que, como occidentales y, particularmente, como chilenos, esta imagen que nos
presenta Casorati, escapa de la manera tradicional en que se estima al amor. A la manera
en la cual un acto amoroso pudiese ahorrarse las interrogantes a las que hemos aludido.

Esperamos, tal vez, que el hombre, igualmente, pueda estar desnudo y no sólo
contemplando a la mujer, sino recostado a su lado, besándola, o de alguna forma,
“demostrando su amor” a través del contacto físico.

Platón responderá de la misma manera en que Octavio Paz lo haría muchos siglos más
tarde: Aquel hombre, simplemente, no se hace esclavo de su deseo, pues ha permitido ser
Eros y no Psiquis, remontándonos a aquel mito grecorromano, en que la mortal princesa
Psiquis, se enamora del inmortal dios Eros, cuya consumación de su amor no se daría sino
hasta que Psiquis supera la barrera del simple deseo, de la atracción, pues su entrega a él,
la curiosidad hecha deseo, se interpreta como una transgresión que debe ser expiada,
teniendo que lidiar, a forma de castigo, con distintas pruebas, aun en el inframundo,
sumergiéndose así en un viaje de redención, cuyo fin será su reencuentro con la luz, la luz
de la vida y la luz del amor.

En otras palabras, este hombre, como Eros, ha elegido controlar y, a su vez, ser
controlado, pero llevando él las riendas de su deseo.

El hombre se encuentra, por tanto, en palabras de Paz, “abrazando a un fantasma”.


Existe una realidad que tiene frente a sus ojos, pero que alimentada de su imaginación y su
propia voluntad, ha de generarle placer.
Pero como vimos, un placer que es discutible. No obstante, al haber escogido llevar el
timón de sus impulsos naturales, los cuales le conducirían irremediablemente al contacto
físico, ha escogido, en consecuencia, dominar al sexo.

Nuevamente, cabe preguntarse la razón por la cual suprime un impulso sexual que no
haría más que expresar el placer que le provoca el objeto de su ansiedad. Y es Platón quien
tiene la respuesta.

En El banquete propone un amor idealizado, donde la contemplación adquiere un gran


significado, por ser ella quien dirige el goce hacia quien observa y a quien se siente
observado, manifestándose un amor que está desprovisto de pasiones efímeras y
superficiales. Es el intento por inmortalizar aquello que sólo por un momento puede
producir placer.

Entiende Platón que el amor si se hace esclavo del deseo que siente, puede morir a la
hora de satisfacerse. Es la elección, por tanto, de domar al sexo e impedir que el objeto de
su ansiedad anule aquel esfuerzo mayor que demanda el amor. No se trata de erradicar el
acto sexual como práctica, pero sí de erradicarlo como el instrumento que hace finito a un
deseo.

Conviene comprender, por lo demás, que para Platón el mundo real es una copia
imperfecta de lo que sucede en el mundo de las ideas, siendo en este último donde se
origina la percepción de lo perfecto: lo bello, lo justo y lo bueno. Esta es la esencia de su
idealismo.

Cree, por tanto, en un amor racional, un amor que no sea consumado, necesariamente,
en el acto sexual, resguardando así una actividad que inclusive puede ser egoísta.

Su propósito es, a fin de cuentas, que el ser humano, por medio de las ideas valore lo
que es la absoluta hermosura, gozándose no sólo de lo externo, del cuerpo, sino también
del alma, alcanzando un placer que no sólo provenga de los sexos propios del hombre y la
mujer, sino también de la virtud, escondida en el carácter, la personalidad y la inteligencia
del otro.

Es el “amor cortés” del que habló Paz, evidenciado en Castoriadis no sólo por una
cortesía expresada en la vestimenta del hombre de su retrato, sino por una cortesía
interna, aquella que cultiva en su mente y sus sentidos, y por la cual, como diría aquel
poeta, “se aprende a sentir, hablar y aun callar”.

Es lo que se halla presente, de la misma manera, en Ortega y Gasset, caracterizando a


la experiencia amorosa como un fluir continuo del amante hacia lo amado: Un movimiento,
un viaje, que no es decididamente físico, sino espiritual, cuyo fin no consiste en la
satisfacción propia, sino en la del objeto que se ama, pues la meta es hacerse parte de él,
adherirse a su persona y ser uno, evitando el camino más fácil que encontraría su deceso
en el acto sexual.

Se prefiere, por el contrario, y al tener clara su meta, un transitar constante, una


peregrinación eterna, que busca la perpetuidad, y de esa manera impedir que Psiquis se
separe de Eros.

Así, la mujer puede encontrar una seguridad y una paz interior, donde el hombre que la
contempla, lo hace no por el simple hecho de consumar un deseo finito que con el acto
sexual se esfumaría, sino persistir en una mirada que la envuelve, que es capaz de
entregarle calor sin cópula, porque no ha escogido el camino más fácil, unir su cuerpo al
suyo como su deseo natural le demanda, sino que lo trasciende en el intento de unir dos
corazones; de buscar, como afirma Paz, “al alma en el cuerpo y, al cuerpo en el alma; a la
persona entera”.

El hombre entonces se sumerge en una contemplación tal, que no solamente se goza de


la atracción que le provoca el cuerpo que observa, como si sólo se tratase de aceptar un
objeto que para los sentidos le es hermoso, sino adentrarse en él, en sus virtudes, y dar
origen, de este modo, a un amor capaz de apreciar una belleza incorporal, sublime, más allá
de los sentidos.

Percatarse que el objeto de su amor le es suficiente, porque existe.

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