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Llegado este punto, es que entonces comienzan a surgir las interrogantes acerca de la
escena que Casorati quiso retratar. La connotación entra en juego.
Señalar, primeramente, que según una concepción occidental del cuerpo, heredado en
gran parte del pecado en el Edén, los individuos, generalmente, guardan una alta cuota de
pudor cuando se trata de mostrar la desnudez. Pero vemos que esta ya es una excepción.
Podemos pensar entonces que estas personas tienen un grado de relación que les
permite dar lugar a este hecho, descartándose la posibilidad de que pueda relacionarse con
algún ultraje, pues la postura de ambos, es más bien relajada, natural y despreocupada,
puntualizando que en este caso, la mujer, se halla en una posición que le permite al hombre
contemplar su desnudez.
Con lo recogido, no sería desmedido aventurarse a pensar que el grado de relación que
estas personas tienen, es de suma confianza, y tampoco lo sería si pensamos que dicha
relación contiene un significado amoroso en vista de los aspectos antes mencionados,
descartándose, por ejemplo, la opción, aunque válida, de que esta escena se trate de un
simple visitador médico y su paciente.
En otras palabras, el por qué no hay una consumación más explícita de este acto
amoroso, si es que, verdaderamente, se trata de un acto de aquella naturaleza.
Y es que, como occidentales y, particularmente, como chilenos, esta imagen que nos
presenta Casorati, escapa de la manera tradicional en que se estima al amor. A la manera
en la cual un acto amoroso pudiese ahorrarse las interrogantes a las que hemos aludido.
Esperamos, tal vez, que el hombre, igualmente, pueda estar desnudo y no sólo
contemplando a la mujer, sino recostado a su lado, besándola, o de alguna forma,
“demostrando su amor” a través del contacto físico.
Platón responderá de la misma manera en que Octavio Paz lo haría muchos siglos más
tarde: Aquel hombre, simplemente, no se hace esclavo de su deseo, pues ha permitido ser
Eros y no Psiquis, remontándonos a aquel mito grecorromano, en que la mortal princesa
Psiquis, se enamora del inmortal dios Eros, cuya consumación de su amor no se daría sino
hasta que Psiquis supera la barrera del simple deseo, de la atracción, pues su entrega a él,
la curiosidad hecha deseo, se interpreta como una transgresión que debe ser expiada,
teniendo que lidiar, a forma de castigo, con distintas pruebas, aun en el inframundo,
sumergiéndose así en un viaje de redención, cuyo fin será su reencuentro con la luz, la luz
de la vida y la luz del amor.
En otras palabras, este hombre, como Eros, ha elegido controlar y, a su vez, ser
controlado, pero llevando él las riendas de su deseo.
Nuevamente, cabe preguntarse la razón por la cual suprime un impulso sexual que no
haría más que expresar el placer que le provoca el objeto de su ansiedad. Y es Platón quien
tiene la respuesta.
Entiende Platón que el amor si se hace esclavo del deseo que siente, puede morir a la
hora de satisfacerse. Es la elección, por tanto, de domar al sexo e impedir que el objeto de
su ansiedad anule aquel esfuerzo mayor que demanda el amor. No se trata de erradicar el
acto sexual como práctica, pero sí de erradicarlo como el instrumento que hace finito a un
deseo.
Conviene comprender, por lo demás, que para Platón el mundo real es una copia
imperfecta de lo que sucede en el mundo de las ideas, siendo en este último donde se
origina la percepción de lo perfecto: lo bello, lo justo y lo bueno. Esta es la esencia de su
idealismo.
Cree, por tanto, en un amor racional, un amor que no sea consumado, necesariamente,
en el acto sexual, resguardando así una actividad que inclusive puede ser egoísta.
Su propósito es, a fin de cuentas, que el ser humano, por medio de las ideas valore lo
que es la absoluta hermosura, gozándose no sólo de lo externo, del cuerpo, sino también
del alma, alcanzando un placer que no sólo provenga de los sexos propios del hombre y la
mujer, sino también de la virtud, escondida en el carácter, la personalidad y la inteligencia
del otro.
Es el “amor cortés” del que habló Paz, evidenciado en Castoriadis no sólo por una
cortesía expresada en la vestimenta del hombre de su retrato, sino por una cortesía
interna, aquella que cultiva en su mente y sus sentidos, y por la cual, como diría aquel
poeta, “se aprende a sentir, hablar y aun callar”.
Así, la mujer puede encontrar una seguridad y una paz interior, donde el hombre que la
contempla, lo hace no por el simple hecho de consumar un deseo finito que con el acto
sexual se esfumaría, sino persistir en una mirada que la envuelve, que es capaz de
entregarle calor sin cópula, porque no ha escogido el camino más fácil, unir su cuerpo al
suyo como su deseo natural le demanda, sino que lo trasciende en el intento de unir dos
corazones; de buscar, como afirma Paz, “al alma en el cuerpo y, al cuerpo en el alma; a la
persona entera”.