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ORAR DESPUÉS DE FREUD

Carlos Domínguez Morano, sj.

A mis hermanos cistercienses de Sobrado de los Monjes.

Ellos me ayudaron a orar después de Freud.

Orar después de Freud

I. PSICOANÁLISIS Y EXPERIENCIA RELIGIOSA

1. La crítica freudiana de la experiencia religiosa.

El Dios ilusionado.

El Dios trágico.

Oración y omnipotencia.

2. Después de Freud: otra luz sobre la religión.

La ambigüedad de la ilusión.

La experiencia religiosa más allá de lo real y lo ilusorio.

3. El Dios que nace en nosotros.


El Dios de la omnipotencia narcisista.

El Dios de la totalidad materna.

El Dios de la omnipotencia paterna.

II. LA ORACIÓN: UN DIALOGO MUY ESPECIAL

1. Hablar con Dios desde el deseo.

Orar para pedir.

¿Con quién hablamos en la oración?

El Dios del doble en el espejo.

El Dios de la madre imaginaria.

El Dios la ley y el sacrificio.

2. Oír a Dios por el deseo.

El problema de la mística.

3. El Dios que se da y se hace oír.

La oración y el proyecto del Reino.

Bibliografía

No se trata de complicar aún más las cosas. Todos sabemos


que la práctica de la oración ha contado siempre con
dificultades importantes y que para muchas personas
constituye un objeto de preocupación, de cuestionamiento, o,
incluso de confusión. Añadir ahora una problemática derivada
de la crítica freudiana a la religión puede parecerles a algunos
un intento poco sano de acrecentar aún más los obstáculos y
escollos que encuentran estas personas a la hora de ponerse a
orar o de inducir un desaliento que es ya importante para
algunos. Pero, evidentemente, no se trata de eso.

El psicoanálisis ha supuesto un método de conocimiento de la


actividad mental humana que ha revolucionado auténticamente
la imagen que teníamos de la persona. La determinación del
mundo psíquico inconsciente ha podido explicar innumerables
comportamientos tanto de la vida psíquica normal como de la
patológica. Aplicar este acerbo de nuevos conocimientos a una
actividad que todos sabemos compleja como es la de la
oración, puede tener también como objetivo el de intentar
comprender no sólo las desviaciones y autoengaños que en
ella pueden tener lugar, sino también la comprensión de las
dificultades y recelos que, sin hacer intervenir ninguna filosofía
de la sospecha, tienen de hecho muchas personas ante este
tipo de práctica.

Orar, sin duda, es un asunto difícil. Al menos, orar sana y


maduramente. No es fácil, ciertamente, establecer un
encuentro con alguien a quien no hemos visto nunca, del que
no nos podemos hacer una idea sino analógicamente y de
quien no percibimos respuesta por las vías habituales de la
comunicación. Dios es, de por sí, una categoría vacía que,
como un espacio mental más allá del mundo, de las personas y
de las cosas podemos utilizar plenamente a nuestro gusto. Y el
psicoanálisis nos ha advertido que, en nuestro imaginario,
puede servirnos como estratagema para mantener intactos, en
su nivel inconsciente, toda una serie de problemas que
deseamos eludir en nuestra conciencia y en nuestra relación
cotidiana con la realidad.

Nuestro hablar a Dios, bajo el modo que sea, no puede partir


sino de nuestro mundo interno, con toda su complejidad, sus
zonas anónimas y secretas, sus rectas o torcidas aspiraciones,
sus autoengaños o sus medias verdades. En definitiva,
hablamos a Dios desde un lugar que se desconoce y desde
una voluntad que difícilmente puede averiguar lo que realmente
quiere y desea.

Pero, si difícil es la tarea de saber desde dónde hablamos y


qué es realmente lo que queremos, más ardua aún, será la
cuestión (¡delirante la encontrarán algunos!) de pretender
escuchar la respuesta de aquel a quien nos dirigimos, para que
su deseo se realice en nosotros y su voluntad se cumpla así en
el cielo como la tierra. Ello constituye, sin embargo, un objetivo
esencial de la práctica de la oración.
Porque si sólo desde nuestro imaginario nos podemos dirigir a
El, sólo en nuestro propio imaginario también podremos
barruntar su voluntad sobre nosotros. Cuestión, sin duda, harto
problemática como podemos suponer y en la que cabe situar el
mayor reto de cualquier tipo de discernimiento: rastrear el
deseo de Dios a través de la difícil lectura de nuestro deseo,
como espacio fundamental donde creemos escrita su palabra
específica sobre nosotros.

Es fácil comprender que ese deseo de Dios puede quedar muy


confundido con el propio texto y ser asimilado con las
distorsiones dictadas por propias nuestras voces y algarabías.
Desde aquí son comprensibles nuestras dudas. ¿No fueron
muchas las ocasiones en las que no pudimos evitar la
sospecha de que no hayamos sido sino nosotros mismos los
únicos interlocutores de nuestra oración?, ¿no hemos pensado
más de una vez que la oración pudiera ser un refugio
narcisista, en el que a través de un diálogo con una especie de
doble idealizado, intentaríamos a toda costa evitar el encuentro
con la realidad que nos conflictualiza? El problema es grave,
porque como muy bien ha afirmado J. C. Sagne, la oración que
pretende ser contacto y diálogo con Dios puede llegar a
convertirse en un obstáculo para el encuentro con él. El
orante - nos dice- puede desarrollar una especie de ateísmo
espiritual en el que las representaciones de Dios y los modos
de oración, demasiado penetrados por lo imaginario, se erijan
en barreras contra la presencia de Dios y en impedimento de
su libre intervención.

Todos sabemos, en efecto, que en la práctica de la oración son


innumerables las desviaciones y autoengaños que se pueden
llegar a producir. En ello insistieron una y otra vez todos los
grandes maestros de la espiritualidad. ¿No llegó San Ignacio a
afirmar que de las personas que hacen oración el noventa por
ciento son ilusas? El P. Cámara, que refiere el hecho, añade
además no recordar si dijo el noventa o el noventa y nueve por
ciento. Hasta ese punto llegó la sospecha de ese indudable
maestro de oración.

Por otro lado, no son pocos los que, con cierta de razón, se
sienten perplejos, cuando no escandalizados, al presenciar los
frutos que, con frecuencia, parece producir la práctica de la
oración. No son, ciertamente, los que podíamos esperar.
Desgraciadamente, con indeseada asiduidad tenemos que
constatar que muchas personas, justo en la medida en la que
se van convirtiendo en sujetos más "espirituales" y "fervorosos"
y van dedicando más tiempo y energía a la práctica de la
oración, se van transformando en personas más intolerantes,
cerradas, descomprometidas. Otros se vuelven
incomprensiblemente acríticos y sumisos. En otros casos,
estos sujetos parecen entrar en un mundo nebuloso y distante,
alejados del más elemental sentido común y de una realidad
que, los quedan "aquí abajo", tienen que afrontar de modo más
conflictivo y difícil pero, probablemente, más honesto también.
Muchas cosas extrañas parece que puede ocurrir, en efecto,
desde la apasionada entrega a la práctica de la oración.

Y, sin embargo, sabemos también que no siempre es así.


Igualmente podemos constatar lo contrario. La actividad de la
oración convierte a muchas personas en seres más integrados,
hondos, pacíficos, comprensivos, tolerantes y abiertos a los
demás. También en otros casos los hace más libres, audaces y
proféticos e, incluso, más creativos y felices.

En definitiva, parece que la oración puede convertirse en un


instrumento poderosísimo de alienación y opresión o, por el
contrario, de liberación, ahondamiento y crecimiento personal.
Ello tiene lugar, como veremos, en razón de que la práctica de
la oración cuenta con la posibilidad, como pocas otras, de
sumergirse en las capas más hondas y más determinantes de
la personalidad. Aquellas sobre las que el psicoanálisis ha
arrojado más luz y sobre las que nos ha aportado mejores
conocimientos. Merece la pena, pues, acercarse desde esta
perspectiva en el intento de comprender los mecanismos que
rigen ese poder (¡tantas veces nos hablaron del "poder" de la
oración!) y sobre los procesos que pueden transformarlo en
algo saludable o mortífero.

Porque, contra lo que algunos puedan pensar, el psicoanálisis


no muestra necesariamente un rostro ceñudo y receloso ante
cualquier tipo de experiencia religiosa. Quizás pensamos así
desde la crítica inmisericorde que su fundador hizo del hecho
religioso. Pero en el psicoanálisis se han escrito muchas
páginas y, sobre todo, se han emprendido muchas
experiencias e investigaciones después de Freud. De ahí, el
sentido que queremos atribuir también a este trabajo.
El después de nuestro título quiere expresar, paralelamente, lo
que la oración puede ser tras afrontar la cuestión psicoanalítica
por excelencia, es decir, la cuestión del inconsciente y, al
mismo tiempo, lo que el psicoanálisis posterior a Freud ha
sabido desentrañar en el seno de la experiencia religiosa y,
particularmente, de la oración. El después de Freud afecta
tanto a la oración como al psicoanálisis.

I. PSICOANÁLISIS Y EXPERIENCIA RELIGIOSA

La oración constituye el núcleo más básico e íntimo de la


experiencia religiosa. Hasta el punto de que se ha podido
afirmar con toda razón que no hay religión sin oración, ni
oración que sea comprensible sin contar con algún tipo de
religiosidad.

La oración puede expresarse de muchos modos y maneras:


personal, comunitaria, privada u oficial, silenciosa, mental,
vocal, gestual, meditativa o de contemplación, de petición o
gratitud, de alabanza, acción de gracias o como confesión de
fe. No estará en nuestro objetivo el análisis detallado y
singularizado de cada uno de estos tipos de orar, sino más
bien, acercarnos a ella en su globalidad, atendiendo a lo que
podemos considerar sus raíces y motivaciones más esenciales.

Como muy bien ha expresado J. Martín Velasco, la raíz común


a todas ellas la tendríamos en la conciencia por el hombre de
la presencia del misterio y la acogida de esa presencia.
Misterio que, de un modo u otro, es siempre concebido como
una realidad totalmente trascendente a la humana.

En las religiones de carácter profético, siguiendo al mismo J.


Martín Velasco, la relación con ese misterio se expresaría
como vínculo interpersonal, diálogo, invocación, fe y confianza.
En las religiones de carácter místico esa conciencia de relación
se manifiesta bajo el modo básico de meditación y
concentración del sujeto, que culmina en la absorción dentro
del absoluto o por la extinción -nirvana- en él. Comunicación y
comunión vendrían a ser, pues, las dos grandes modalidades
de relación y contacto con el misterio que desborda y, al mismo
tiempo, revela como insatisfactoria la realidad del hombre y del
mundo.

Pero, precisamente, por constituir una estructura fundamental


del hecho religioso en la que el hombre se atreve a traspasar
los límites de lo mundano, aventurándose en un encuentro con
realidades de un más allá desconocido, la oración ha
concentrado también toda la sospecha que la religión despierta
en la mentalidad del hombre contemporáneo. Después de
Freud particularmente, la experiencia religiosa se presenta ante
muchos impregnada de oscuras motivaciones, que fácilmente
comportan un núcleo importante de infantilismo y alienación. La
oración vendría a ser, justamente, la puesta en acto de esa
alienación fundamental. Y no cabe duda, que una parte
importante de la dificultad que experimentan muchos creyentes
a la hora de ponerse a rezar viene dada por esta impregnación,
en ellos mismos, de esa sospecha que cala en la mentalidad
de nuestros días.

Desde una perspectiva freudiana, la experiencia religiosa se


presenta como un terreno particularmente fértil para el
surgimiento y desarrollo de todo tipo de fantasía infantil y para
el astuto mantenimiento de ciertas estructura neuróticas. La
oración vendría a constituirse de este modo en el mejor
invernadero para el florecimiento de todo tipo de
representación fantasmagórica. Porque todo tipo de fantasía,
en efecto, es posible para el que ora.

1. La crítica freudiana de la experiencia religiosa.

El Dios ilusionado.

Pero ¿cuáles fueron las cuestiones que planteó Freud al


creyente sobre sus relaciones con Dios? A esta pregunta, a
pesar de la enorme complejidad y extensión de los análisis
freudianos, cabe responder que, esencialmente, fueron dos. A
las cuales, por lo demás, cabrían adscribirle una fuente
dinámica común.

El Dios con el que el hombre se relaciona en la oración sería,


en primer lugar, un Dios construido sobre el terreno de lo
ilusorio.
La vida es demasiado dura tal como nos ha sido impuesta.
Y los planes de la "Creación" -nos dice Freud- no han incluido
el propósito de que el hombre sea "feliz". Nos las vemos y nos
la deseamos para conquistar algunas satisfacciones básicas en
la vida y para evitar otras muchas experiencias de frustración,
de dolor y, en suma, de infelicidad.

La relación con la naturaleza es difícil y, a veces, ésta se


encarniza sobre nosotros de un modo brutal y violento,
empleando todas sus fuerzas implacables y destructoras.
Nuestro cuerpo, condenado a la aniquilación y a la decadencia,
se resiente una y otra vez con el dolor y la enfermedad. Los
otros (padres, hermanos, amigos, amantes) nos frustran una y
otra vez desde los niveles más íntimos en los que los podemos
reclamar y necesitar. La relación entre los sexos parece no
poder establecerse sino en clave de lucha. La sociedad se
impone sobre nosotros con multiformes limitaciones para
nuestras aspiraciones de placer y de libertad. La paz, a todos
los niveles, se presenta como un ideal utópico de imposible
realización. La injusticia, la mentira, la deshonestidad, sin
embargo, se imponen una y otra vez, poniendo en entredicho
los ideales que fuimos fraguando en nuestro mejor mundo
interior.

Si atendemos a los sufrimientos psíquicos, habrá que aceptar


que también son cuantiosos, aún sin llegar a los padecimientos
de la neurosis o la psicosis. El Yo, como garante del equilibrio
personal, se ve obligado una y otra vez a confesar su
impotencia y su fracaso en los intentos de conciliar las
contradictorias demandas que le vienen desde la realidad
exterior, el mundo pulsional interno (el Ello) y el conjunto de
ideales y normas que todos necesitamos interiorizar (el
Superyó). Y el fracaso del Yo se resuelve en angustia.
Angustia real -como nos detalla Freud- ante la realidad exterior,
angustia moral ante el Superyó y angustia neurótica ante las
presiones del Ello. Con razón -tal es la conclusión de Freud- en
muchas ocasiones no podemos menos que exclamar "¡Qué
difícil es la vida!".

El vivir, entonces, desde esta particular perspectiva freudiana


parece ir desvelándose como un espacio en el que los paraísos
infantiles van derrumbándose progresivamente y van dejando
ver, cada vez más, un horizonte que se manifiesta como tal:
límite imperdonable, que presenta en la muerte su
manifestación más cruda y radical.

Y sin embargo, el deseo está siempre ahí, perenne en su


aspiración a la felicidad. Hasta el punto de que aquellos, que
parecen haber claudicado y dejan mostrar en sus gestos que
ya no esperan ni desean más, los pensamos como enfermos a
los que la existencia les atrofió su impulso básico y más
fundamental. Y a otros, que traspasaron un límite y creyeron
ser lo que querían y satisfacer todo lo que deseaban al margen
de toda limitación de lo real nos vemos obligados a
considerarlos locos.

Parece que no puede ser de otra forma y que lo ilusorio, por


tanto, como tapadera de frustraciones y alivio de dolores, tiene
que emerger con mil formas y configuraciones. Si la persona,
en el decir de X. Zubiri, es un animal de realidades, con el decir
de Freud tendríamos que añadir que está condenado a
enfermar de ilusiones. Y que es costoso el esfuerzo por
curarse un poco.

Pero entre las ilusiones, la religión destaca, a los ojos del


fundador del psicoanálisis, con su pretensión de ofrecer más
que ninguna otra en el remedio del dolor y en el alivio de la
insatisfacción ¿quién si no se atreve a prometer tanto?

Particularmente en la fe monoteísta, la creencia en Dios anuda


y estructura todo un amplio conjunto de ilusiones. Es la
creencia en un Dios Padre providente que -como aquellos
padres poderosos de nuestra infancia- nos proporciona
seguridad y protección: espanta los terrores de la naturaleza,
compensa de los dolores y privaciones que la vida impone y,
sobre todo, concilia con la fatalidad del destino,
particularmente, con la de la muerte, prometiendo un más allá
interminable. Ninguna otra institución cultural se atrevió nunca
a ofrecer tanto.

Ese Dios sabio, bueno y justo, surge desde el desamparo que


experimenta el hombre adulto ante la vida, reactivando aquella
situación infantil en la que se vio igualmente indefenso pero
salvado por aquellos poderes excepcionales que fueron los
padres. Con razón se ha dicho que ellos fueron los primeros
dioses de la vida. Sólo cuando mostraron su rostro débil y
limitado pudieron dejar paso a los otros dioses de la suprema
bondad, sabiduría y omnipotencia. Son las divinidades
ilusorias.

La ilusión es un concepto que se explica y entiende en


analogía con la dinámica del sueño. El motor de la ilusión es el
deseo y es ahí donde encuentra, como el sueño o el delirio,
toda su la fuerza y su capacidad para resistir a la realidad. Pero
Freud advierte también que la ilusión no es equivalente de un
error. Como tampoco es necesariamente un error el contenido
de un sueño ni la expectativa que, por ejemplo, puede abrigar
una jovencita campesina al esperar ilusionadamente la llegada
de un principe que la enamore. Lo que caracteriza y marca a la
ilusión no es su oposición a la verdad, sino el menosprecio que
muestra ante las condiciones de la realidad, impulsada por su
atención exclusiva al mundo de los deseos.

Y, a los ojos de Freud, el Dios de los creyentes muestra con


fuerza y contundencia los rasgos de lo ilusorio. Con él se hace
posible un mundo al revés. Donde hay dolor, habrá consuelo;
donde reina la inmoralidad, se impondrá la justicia; donde
emerge la debilidad y la impotencia llegará a tener lugar la
misma divinización de lo humano, donde aparece la suprema
herida narcisista de la muerte y la aniquilación, se promete la
vida eterna. Sólo el deseo y no el resultado de la experiencia o
las conclusiones del pensamiento, es el que crea la bella
ilusión del creyente escuchado y atendido paternalmente por
su Dios.

El Dios trágico.

Pero el Dios del creyente no constituye sólo ni primordialmente


una bella creación ilusoria. Tras el atractivo y el encanto de las
ilusiones religiosas Freud percibe una corriente oculta de
dramatismo, ambivalencia, culpa y destructividad. Tras
el fascinas se oculta el tremendum.

El Dios de la ilusión se presenta así como una bella y


seductora imagen tras la cual late y se oculta un conflicto a
muerte (nunca mejor dicho desde la óptica freudiana). Porque
ese Dios representa la totalidad y, en razón de ello mismo, no
permite existir sino desde la dependencia, el sometimiento y la
subyugación. Tal como también se pensó en la infancia aquel
padre imaginario. Aquel que todo lo sabía, que todo lo podía,
pero del que también se dependía en radicalidad.

Frente a esa representación de totalidad y poder no puede


menos que activarse (como también ocurrió con el padre de la
niñez) toda la ambivalencia de los afectos. Se le ama porque
de él proviene la suma protección y promesa de felicidad. Pero,
ocultamente, se le aborrece y odia porque no deja ningún
espacio para la propia existencia, si no es a cambio de un
sometimiento previo e incondicional. Todo parece establecerse
en una clave de "o tú o yo", donde, al parecer, no hay salida
posible.

Naturalmente que el odio no hallará tan fácilmente como el


amor sus cauces de expresión. Es peligroso odiar a aquel a
quien, previamente, se le ha concedido, de modo imaginario,
toda la omnipotencia. Será necesario, entonces, averiguar
otras vías más tolerables, indirectas y camufladas para su
derivación. Freud encontró sus formas esenciales en los
complicados rituales litúrgicos que simuladamente la canalizan,
en la derivación del odio hacia un grupo ajeno exterior y, sobre
todo, en la reconversión contra uno mismo mediante la
exacerbación de los sentimientos de culpabilidad.

Pero esa ambivalencia afectiva que se inscribe en el corazón


mismo de la fe es la que proporciona a las religiones
(particularmente a las monoteístas, tan marcadas por el sello
de lo paterno) ese talante dramático que, con frecuencia, las
caracteriza. El placer, como autoafirmación y reivindicación de
sí mismo será un asunto particularmente problemático y
conflictivo. Y una corriente de culpa y autodestrucción se
impondrá, dando lugar a múltiples y variadas expresiones,
tanto en la religiosidad culta y oficial como, de modo más
visible, pero no necesariamente más denso, en la religiosidad
sencilla y popular.

Si ante el Dios ilusorio del providencialismo mágico surge


primordialmente la oración de petición en la imploración del
socorro y la ayuda, ante ese Dios más oculto y más ligado al
conflicto, la relación originará una tensión permanente que
tenderá a resolverse en la oración con la incorporación del
cuerpo: nos encontramos con la complicada acción del ritual y
de la liturgia.

Toda una dinámica impregnada de espíritu y acción sacrificial


tenderá a imponerse. Es el único modo de resolver la tensión
establecida a partir de ese "o tú o yo" al que antes nos
referíamos. Sacrificio de sí mismo como algo exigido por Dios
en señal de sometimiento. Y sacrificio camuflado de Dios en la
recordación-celebración de su muerte, actualizada por el ritual.
Esa acción sacrificial es la que mejor articula y oculta la
ambivalencia afectiva existente frente a Dios. Algo del hombre
y algo de Dios muere siempre en ella.

De este modo, como señalábamos más arriba, la experiencia


religiosa puede guardar la función de mantener intactos, en su
nivel inconsciente, toda una serie de conflictos de origen infantil
que se pretende eludir de la conciencia. La oración o el ritual
pueden ofrecerse de este modo como un espacio óptimo para
mantener y repetir indefinidamente ritmos y cadencias de un
proceso que no encontró su mejor resolución.

Oración y omnipotencia.

Como indicábamos más arriba, los dos temas fundamentales


que Freud le planteó al hombre religioso poseen una base
originaria común. El Dios de la ilusión y el Dios dramático de la
ambivalencia afectiva son, ambos, la expresión de una
resistencia del deseo a dejarse limitar por las restricciones de
la realidad. Existe, en efecto, una profunda resistencia para
abandonar la primacía del deseo sobre la realidad. Pues esa
realidad remite a una inevitable limitación que concierne, de
una parte, a los orígenes (en la contingencia de haber podido o
no podido ser), por otra parte, al desarrollo (en las continuas
cortapisas que proceden tanto de la realidad física como
interpersonal) y, últimamente, a un fin ineludible, como parte de
la condición humana a la que es de esencia morir.

La omnipotencia del pensamiento se presenta entonces como


una expresión del narcisismo infantil que se empeña en
mantenerse a toda costa, dando lugar a una supervaloración
de las propias ideas, sentimientos o afectos. La madurez de la
persona, por el contrario, pasa ineludiblemente por la renuncia
a esta primacía del mundo de los deseos sobre el de la
realidad. Sencillamente, el adulto madura debe dar por perdido
sus antiguos e infantiles sentimientos de omnipotencia.

Elaborar esa pérdida, no obstante, no resulta nada fácil. Y es,


ahí, donde, según la opinión de Freud, la experiencia religiosa
se ofrece con la doble representación de Dios que hemos
analizado más arriba. La figura idealizada del padre
(omnipotente por la identificación imaginaria que realiza el
narcicismo) es transferida a Dios y, de ese modo, la
omnipotencia es hábilmente salvaguardada. El hombre
religioso cree que en algún lugar existe el todo poder, el todo
saber y la ilimitación de la inmortalidad. La indigencia, la
ignorancia y la finitud encuentran de este modo un alivio
importante (bastante "honorable", por otra parte) como forma
de mantener la ilusión.

Es en este contexto, donde la oración se presenta como un


instrumento de primer orden para situar la omnipotencia de los
dioses en el propio favor. El individuo -nos dice Freud- con la
oración se asegura una influencia directa sobre la voluntad
divina y, con ella, una participación en su omnipotencia.

Tal como lo plantea desde un esquema evolutivo en Totem y


tabú, la oración implica un paso hacia adelante en relación a la
acción mágica primitiva que pretendería, por ejemplo, procurar
la lluvia imitándola de alguna manera. En su lugar, el hombre
religioso reemplaza el procedimiento mágico por procesiones
en derredor de un templo y rogativas a los santos en él
venerados. Sólo por la intervención de la ciencia y la técnica;
en el caso de la lluvia, por la investigación de la atmósfera y de
los modos posibles de arbitraje en ella para provocar el agua,
llegaríamos a una posición adulta, que acierta a renunciar a
que el solo poder de los propios deseos transforme activa y
favorablemente la realidad.

Con respecto al animismo, pues, la religión supone un paso


importante en la renuncia a sus sentimientos infantiles de
omnipotencia. Pero es un paso se queda a medias. El hombre
religioso, a diferencia de lo que ocurre en la cosmovisión
animista, no se atribuye ya a sí mismo la omnipotencia, sino
que la cede a los dioses. Pero esta renuncia, matiza Freud, no
se realiza "totalmente en serio". Pues en la religión, el
individuo se reserva el poder de influir sobre los dioses de
manera que los haga actuar conforme a sus deseos.

Pero con la oración, el hombre no pretende tan sólo alcanzar


un favor. También se revela como una medida de defensa
mágica frente a una realidad apabullante que, en su
imprevisibilidad, desconcierta y atemoriza. En este sentido,
Freud la compara con la reacción de un lactante que en brazos
de su nodriza se aparta sollozando ante una cara extraña. El
creyente que inicia el nuevo año con una oración y saluda,
bendiciéndolos, los primeros frutos del estío, reacciona de
modo análogo: se defiende de lo que le asusta ante lo
imprevisible de la realidad. La diferencia radica tan sólo en que
el bebé reacciona de un modo elemental y primitivo mientras
que el hombre religioso lo hace de un modo más elaborado y
sofisticado.

Pero la oración, además, constituye una medida de defensa y


protección mágica no sólo frente a una realidad exterior
amenazante, sino también frente a la peligrosa realidad interior
en los eventuales asaltos de los impulsos reprimidos a nivel
inconsciente. De ese modo se defiende el neurótico obsesivo
con su ceremonial, sus jaculatorias y sus rogativas mágicas.
Ellas le protegen de su misma interioridad y le proporcionan un
freno y una contención para la oculta ambivalencia afectiva,
muchas veces proyectada sobre un Dios, al que de mala gana
se siente sometido. La jaculatoria que interrumpe una cadena
de malos pensamientos, ejemplifica bien lo que la oración
puede representar en este sentido. Es una especie -dice
Freud- de "magia negativa", de supresión de lo que resulta
intolerable en el interior. Esta dinámica defensiva, por lo
demás, juega tanto a nivel de superstición popular como a nivel
más elaborado de los ceremoniales religiosos oficiales.

2. Después de Freud: otra luz sobre la religión.

No responde a los objetivos del presente estudio detallar una


crítica y valoración del conjunto del psicoanálisis freudiano de
la religión, pero sí indicar aquellos puntos más importantes en
los que el psicoanálisis posterior a Freud ha modificado su
punto de vista sobre la experiencia religiosa en general y sobre
la oración en particular.

La investigación psicoanalítica posterior se vio obligada a


diferenciar lo estrictamente psicoanalítico de determinados
postulados, prejuicios y valoraciones que había que considerar
como dependientes de la visión personal de su fundador. El
racionalismo y el positivo materalista que impregna la
mentalidad freudiana condicionó, efectivamente, muchos de
sus puntos de vista y afectó de un modo muy particular a su
valoración del hecho religioso. Analistas posteriores, ajenos a
esas determinaciones ideológicas, pudieron considerar el
espacio de la religiosidad con una perspectiva más amplia y
compleja.

Ya, la célebre Lou Andrea Salomé, que dedicó los últimos años
de su intensa vida y actividad al mundo del psicoanálisis,
consideró demasiado estrecha la visión que Freud defendió
sobre la creencia religiosa como pura ilusión defensiva frente a
la realidad. A propósito de la publicación de El porvenir de una
ilusión, le hace ver que, aun estando básicamente de acuerdo
con las ideas fundamentales del texto, creía que también la
religión podría ser consideradacomo la expresión de una
confianza básica e innata en la vida. La respuesta de Freud
dejó bien clara su posición extremadamente impregnada de
racionalismo positivista: él no estaba en contra de toda ilusión,
pero ¿por qué aferrarse precisamente a la que está peleada
con la razón?. Siempre se consideró a sí mismo como un
"conquistador" de las tierras ilusorias y -tal como dejó ver en
alguna ocasión- pasó su vida intentando destruir tanto sus
propias y perniciosas ilusiones como las de la humanidad.

Sin embargo, el psicoanálisis posterior no se ha sentido


obligado en proseguir esta peculiar visión racionalista que,
como ha señalado acertadamente A. Vergote, no cuenta con el
apoyo del análisis del lenguaje religioso, olvida el testimonio de
la historia de las religiones y simplifica considerablemente la
idea religiosa de Dios. Si el psicoanálisis es por esencia de
algún modo iconoclasta, no lo es necesariamente como Freud
lo pretendió a partir de sus propias convicciones personales.
Este psicoanálisis posterior a Freud ha entendido el campo de
lo ilusorio con una valoración bastante diferente. Con diversos
esquemas teóricos, según las distintas orientaciones de
escuela, el campo de lo ilusorio como contradistinto del espacio
de lo real, ha sido entrevisto como una dimensión esencial del
psiquismo humano que cumple funciones de vital importancia
para su desarrollo y maduración. La era post-freudiana, en este
sentido, no se siente empujada a destruir las ilusiones de los
hombres. Más bien reclama la necesidad de la ilusión como
dominio en el que la persona puede expresarse de un modo
fundamental.

La ambigüedad de la ilusión.

En este cambio de perspectiva y valoración, la investigación y


teorización de D. W. Winnicott ha jugado un papel fundamental.
Esta importante figura del psicoanálisis nos ha hecho
comprender que la ilusión constituye una dimensión necesaria
para envolverse en el campo de la experiencia y que encuentra
su mejores expresiones en el juego y en la creatividad. Dentro
de este contexto, su concepto de objeto transicional se ha
hecho clásico en la literatura psicoanalítica de nuestros días y
debe ayudarnos en la compresión de lo que el espacio religioso
puede suponer en la existencia humana.

En la satisfacción de las necesidades primarias del bebé, la


madre va haciendo posible la toma de conciencia del niño
como persona separada de los otros. Mediante su cercanía y
contacto psíquico y físico ("holding environment"), la madre va
conteniendo la experiencia fragmentada en la que se vivencia a
sí mismo el recién nacido y va posibilitando el acceso a la
realidad exterior como algo independiente de la propia
experiencia. Pero ese acceso a la realidad circundante no es
posible si no se abriera paso la capacidad de ilusionar sobre
ella. Los objetos y experiencia reales que van teniendo lugar,
comienzan entonces a poseer ese carácter transicional; es
decir, son vivenciados como creación propia y al mismo
tiempo, desde una omnipotencia en cierto modo alucinatoria,
facilitan y abren el paso al reconocimiento y aceptación de la
realidad objetiva como un "no-yo" ("the first not-me
possession"); algo, por tanto, de carácter diferente, ajeno,
exterior a uno mismo.
El fenómeno transicional aparece así una área tercera de
experiencia intermedia entre la pura subjetividad y la
experiencia de relación con lo otro. El osito de peluche que el
pequeño abraza mientras duerme representa
paradigmáticamente ese mundo tercero al que pertenece el
objeto transicional: mundo interno y externo a la vez, paso
desde la presencia materna alucinada a una realidad que,
cargada simbólicamente, la viene a representar.

Los objetos reales (el osito de peluche o la mantita que el niño


aprieta contra su pecho y se lleva a la boca) se convierten así
en vehículos de expresión para determinadas intenciones
subjetivas, adquiriendo una fuerte carga simbólica. Pero es
mediante la experiencia con estos objetos como se hace
posible distinguir fantasía y acto. El objeto transicional permite
así reconocer y aceptar la realidad y supone un paso clave en
el necesario tránsito del puro principio del placer al principio de
la realidad.

No debemos olvidar, sin embargo, que desde el punto de vista


de Winnicott, los fenómenos transcionales juegan también un
papel decisivo y variado en la vida adulta que ellos constituyen
algo inherentes a toda cultura, particularmente, en lo que
concierne a la creación artística y a la experiencia religiosa.

El yo de la persona adulta, en efecto, debe ser considerado


como un sistema abierto continuamente comprometido en un
intercambio entre mundo interno y externo. Hay un siempre
"proceso transcional": un equilibrio dinámico, de mayor o menor
fluidez, entre el yo y la realidad externa. Y es así como cada
ser humano va creando su peculiar sentido de realidad.

Ese intercambio de mundo interno y externo adquiere además


un lugar único e importante en el contexto de la experiencia
cultural. La ilusión cobra así un nuevo sentido, bastante diverso
al que le atribuyó Freud desde sus posiciones positivistas y
antirreligiosas. Habría, pues, que estar de acuerdo con Freud
en cuanto al papel que juega el deseo para la elaboración de
las ilusiones y en cuanto a los peligros que ello puede suponer
como posible obstáculo para el acercamiento y la aceptación
de la realidad, pero habría que añadir también que la ilusión
sirve para desarrollar ideales e importantes propósitos vitales.
Posee, pues, esa doble y a veces equívoca significación que,
reveladoramente, el término posee en español, a diferencia de
lo que ocurre en otras lenguas, en las que se le concede sólo
el valor de lo engañoso, pero nunca el de la aspiración hacia lo
ideal.

Desde esta perspectiva, la ilusión se presenta como una fuerza


poderosa en el desarrollo psíquico humano y un alimento
permanente de salud. Lo que Freud consideró como mera
resistencia del principio del placer frente al de la realidad,
Winnicott lo entiende como posible fuente de creatividad. El
hombre siempre juega con la realidad, la anticipa
ilusoriamente, incluso, la distorsiona en lo que no le agrada. Y
esto, en un grado u otro, es necesario para sostenerse,
convirtiéndose en un proceso indispensable y, en cierto modo,
inevitable. La ilusión, por tanto, puede concebirse como un
modo de tránsito a la realidad y no como una mera obstrucción
para experimentarla.

La experiencia religiosa más allá de lo real y lo ilusorio.

La religión más en particular posee una función similar a la del


objeto transicional: consuela y protege. Crea un área de
experiencia ilusoria intermedia que ayuda a crear un puente
entre la realidad interna y externa. Como han analizado W. W.
Meissner desde la perspectiva de Winnicott, la fe, las
representaciones de Dios, el uso de símbolos y signos
religiosos y la oración han de ser tenidos en cuenta como
importantes fenómenos transicionales en la vida del hombre.

El creyente, en efecto, no considera su fe religiosa como mera


realización alucinatoria de deseos o como un espacio que
posea implicaciones exclusivamente subjetivas. Esa fe por su
intencionalidad mira al mundo de lo objetivo, le remite al mundo
en el que vive, al sentido de la vida y de su relación con el
mundo y con un ser divino que le crea, la ama, le guía y le
juzga. En definitiva, la experiencia de fe no es totalmente ni
subjetiva ni objetiva, sino que implica la participación de ambos
espacios en una íntima interpenetración.

La imagen de Dios, como ha señalado Rizzuto ni es una


alucinación ni se encuentra tampoco al margen de la
subjetividad. Está localizada, en términos de Winnicott, fuera y
dentro, al límite (outside, inside, at the border). Así ocurre
igualmente en la relación con los símbolos y signos religiosos:
el crucifijo o la estrella de David constituyen vehículos de
expresión que transcienden su realidad física. Ni se perciben
en su pura materialidad física, ni son pura creación subjetiva.
Constituyen una amalgama de lo real-objetivo y de la
subjetividad que los penetra.

Pero, dentro de este contexto, es la oración la que quizás


muestra mejor ese carácter de los fenómenos transicionales.
Como analiza W.W. Meissner, en ella el creyente se sumerge
en su experiencia religiosa de modo directo, inmediato y
personal.

El Dios al que se reza no es últimamente el de los teólogos o el


de los filósofos y, ni siquiera, el de las Escrituras. Es un Dios
íntimamente ligado con los avatares de la propia historia
personal. En la representación que se hace de él y donde
entran a la vez elementos conscientes e inconscientes, datos
de su reflexión adulta junto con elementos provenientes de los
más tempranos niveles de su desarrollo infantil. La oración se
convierte de este modo en un cauce para expresar lo más
único, profundo y personal del individuo.

Evidentemente, la problemática denunciada por Freud sobre la


experiencia religiosa no queda sin más anulada por esta nueva
consideración sobre las funciones de la ilusión en los
fenómenos transicionales. Es fácil comprender, desde la
perspectiva de Winnicott, que el mundo de la ilusión,
precisamente por su estado intermedio, es particularmente
delicado y vulnerable. La experiencia religiosa, desde este
punto de vista, se presta a importantes formas de distorsión.
Dios puede convertirse muy bien en un objeto fetiche o quedar,
como un osito de peluche al que se rescata del abandono para
ahuyentar problemas. Sobre ello volveremos más adelante.

Así, pues, el análisis de Freud sobre la creencia religiosa


necesita ser matizado y completado. De una parte, los nuevos
enfoques llevados a cabo en psicoanálisis sobre las funciones
de lo imaginario y lo simbólico para el desarrollo del individuo
matizan de modo importante su crítica sobre la ilusión. Pero
además, la crítica freudiana necesita también ser completada
con otras aportaciones psicoanalíticas que desvelan nuevos
aspectos de la experiencia religiosa. Más en particular, las
investigaciones del psicoanálisis actual sobre las funciones del
narcisismo infantil en la génesis de la personalidad y, de modo
más importante todavía, la valoración de los componentes
femeninos y maternos suponen elementos de primer orden a la
hora de comprender la experiencia religiosa en general y la
génesis de la imagen de Dios más en particular. A ello
dedicaremos ahora nuestra atención.

3. El Dios que nace en nosotros.

Tres fuentes se podrían señalar como básicas en la génesis de


la representación psíquica de Dios. De una parte, tenemos que
contar con el primer desarrollo del yo en las primeras
estructuraciones de la personalidad. En segundo lugar, en
íntima relación con la anterior, hay que tener en cuenta el papel
desempeñado por la figura de la madre. Por último, es
necesario pensar en las funciones ejercidas por la figura
paterna.

El Dios de la omnipotencia narcisista.

El primer núcleo psíquico que condicionará nuestra idea de


Dios tenemos que situarlo en los procesos primeros de
formación del yo. Ellos tienen lugar a partir de un primer estado
de unión simbiótica y difusa con toda la realidad circundante. El
recién nacido vive, en efecto, en una situación de narcisismo
radical (el llamado por Freud narcisismo primario) desde donde
no le es posible la más mínima diferenciación sujeto-objeto. De
algún modo, para el bebé, él es todo y todo es él.

Sólo a partir de una serie de complejas transformaciones, en


las que el amor parental juega como elemento clave, se irá
operando una progresiva diferenciación entre sí mismo y la
realidad circundante. Y sólo de este modo, esa realidad se
podrá ir haciendo presente, sin que constituya algo
amenazante.

Estos primeros estados del psiquismo, tan ligados al


narcisismo y a la primera diferenciación de sí mismo, son los
que la psicología de la religión ha considerado determinantes
de aspectos básicos de la experiencia religiosa.
Particularmente, de aquellos más característicos de la tradición
mística oriental. Como señalábamos más arriba con Martín
Velasco, la conciencia de relación con lo divino se efectúa en
estas corriente religiosas bajo la forma de meditación y
concentración del sujeto que culmina en la absorción dentro del
absoluto o por la extinción en él. La comunión, más que la
comunicación, es la modalidad básica de relación con lo divino.
De algún modo, en este tipo de experiencia, se trasciende el
dualismo sujeto-objeto. En el Zen, por ejemplo, a diferencia de
otros tipos de experiencia mística, no hay conciencia de un
objeto numinoso y, por consiguiente, de comunicación y,
quizás ni siquiera de comunión dual. En este sentido, se podría
afirmar con Pratt que es "autorrealización y no comunión lo que
el Zen busca y encuentra".

Asimismo también habría que indicar que cuando estos


primeros estadios de la evolución psíquica no se desarrollan de
modo suficientemente armónico se estarían sentando las
bases para originar ciertas patologías religiosas. Como hemos
detallado en otros lugares, el fundamentalismo y el fanatismo
religioso podrían muy bien encontrar su expresión última en el
intento de compensar heridas y carencias correspondientes a
estos primeros estadios del desarrollo. Dios quedaría
identificado con los propios sentimientos de omnipotencia que
caracterizan a esta situación de radical narcisismo infantil.

El Dios de la totalidad materna.

Desde el primer estado de indiferenciación con la realidad


circundante, el recién nacido evoluciona hacia el
reconocimiento de la figura materna como entidad aparte, si
bien íntima y confusamente ligada en sus inicios con la
satisfacción de las propias necesidades. Un "Otro",
enormemente idealizado desde la proyección del propio
narcisismo y sentimiento de omnipotencia, comienza
borrosamente a perfilarse como fuente de felicidad y
protección. Todavía, sin embargo, se mantiene una
predominancia de la subjetividad, que convierte a ese otro en
una pura ocasión para la satisfacción de las propias
necesidades y deseos.
Esa relación de empatía madre-hijo se alza como la base de la
seguridad básica de la personalidad. Es una relación primitiva
que no está vehiculada por ideas, ni sentimientos, ni imágenes.
Sencillamente se "es" como simbiosis. Esta relación primera,
constituyente y programadora, constituye lo que tan
acertadamente Rof Carballo denominó como "urdimbre
primaria", tejido que en su mayor o menor consistencia vendrá
a convertirse en el fundamento de la confianza básica del
sujeto en sí mismo, en la vida y frente a los demás.

Esta situación ha sido acertadamente calificada por A. Vergote


y otros de pre-religiosa, en el sentido de que supone una
relación fusional y placentera con un todo que prefigura la
totalidad de lo sagrado. Esa aspiración a la totalidad, por lo
demás, permanecerá en todo sujeto humano como una
estructura básica y fundante del deseo. De una manera
importante siempre permanece en nosotros un anhelo
incumplido de fusión que se constituye en sustento y motor de
todo encuentro posterior.

A este movimiento no puede escapar, naturalmente, el deseo


religioso como deseo de un Todo trascendente. La experiencia
religiosa, en efecto, encuentra en esa aspiración a la totalidad
materna la base para lo que constituye su vertiente mística:
ese deseo de perderse y diluirse en el todo de la divinidad, el
llamado "sentimiento oceánico". Los niños duermen -ha dicho
Oliver Clément- como los santos rezan. En una suerte de "nana
mística" que la práctica religiosa ha intentado muchas veces
reproducir con sus variadas técnicas dentro en el seno de las
diversas confesiones.

Evidentemente, la relación establecida entre deseo de Dios y


búsqueda de una totalidad materna plantea serias
interrogaciones sobre el valor y la autenticidad de las
experiencias místicas, sobre su posible carácter como mera
derivación de un deseo infantil y sobre sus posibles
dimensiones patológicas. A ello vendremos más adelante.

El Dios de la omnipotencia paterna.

La primitiva situación infantil de simbiosis con lo materno


tendrá que ser superada para favorecer la progresiva asunción
de nuestra naturaleza de "seres separados". Sólo así será
posible la adquisición de un yo autónomo y la capacidad para
establecer una relación con un auténtico tú, independiente y
libre. Ello es lo que tiene lugar por la intervención del símbolo
paterno.

Sólo por la mediación del padre, en efecto, se opera la


transformación del deseo fusional. A través de su intervención
separadora se hace posible el nacimiento de un auténtico yo
que, más allá de la aspiración omnipotente y devastadora del
deseo infantil, puede situarse frente a tú, considerado ahora
también independiente y libre para satisfacer o frustrar. Lo
paterno se alza así como símbolo de una ley que hay que
afrontar para devenir auténticamente un ser humano: la de la
limitación de la aspiración totalitaria del deseo. Ese mismo
padre ley, en un mismo movimiento, se convertirá también en
modelo del camino que será necesario seguir para la
consecución del gozo.

En el complejo de Edipo, en efecto, el niño ha de enfrentar la


Ley, es decir, la limitación de su deseo ilimitado. Y en la
resolución del conflicto, la omnipotencia tendrá que darse por
irremisiblemente perdida. Ese padre, al que se le atribuyó
imaginariamente el todo poder, ha de morir para dejar paso a
un padre que está sometido a las leyes del nacimiento y de la
muerte, un padre que no lo puede ni lo sabe todo y que está
sometido también a imperdonables deficiencias en el área del
amor.

Sabemos que desde esta ordenación básica del deseo, la


imagen de Dios recibe también una configuración fundamental.
El objeto mental Dios adquiere nombre, forma y figura a partir
de esta simbología de lo paterno que estructura la constitución
de lo humano. El Dios del niño se constituye a partir de este
momento bajo la figuración de un padre que sí lo sabe y lo
puede todo. Y desde ese todo-poder y todo-saber se alzará a
la vez como objeto de veneración, pero también de temor y
recelo. Ya vimos más arriba que es con esta conflictiva y
ambivalente situación edípica infantil con la que Freud vinculó
la imagen del que hemos llamado Dios trágico.
Así pues, podemos concluir que los padres constituyen, como
tan acertadamente describió Pierre Bovet, los primeros dioses
del sujeto humano. Ellos fueron objeto de una especie de
divinización a través de la proyección que sobre ellos se hace
de los propios sentimientos de omnipotencia. No es de extrañar
por eso que el sentimiento religioso, tan íntimamente
conectado con estas primeras situaciones estructurantes del
sujeto, se manifieste como un sentimiento de carácter
primordialmente filial.

Dios llamado Padre. Dios invocado como madre también.


Pudiendo, por tanto, establecerse con él relaciones que se
inscriban en niveles y registros muy diferentes según los
modos en los que hayamos acertado a estructurar nuestras
relaciones primeras con esas figuras fundamentales de nuestro
devenir sujetos humanos. El diálogo que con él establecemos
en la oración mostrará esas marcas derivadas de nuestro
propio acontecer.

II. LA ORACIÓN: UN DIALOGO MUY ESPECIAL

La oración, en sentido estricto, es un diálogo: alguien habla con


alguien y a su vez espera una respuesta. Pero, sin duda, la
oración es un diálogo muy especial. Por lo pronto, una cuestión
surge de inmediato: qué hace un sujeto que habla con alguien
a quien no ve, que no articula palabra, que no contesta y que
no sabemos si oye o, ni siquiera, si existe (pues creer no es lo
mismo que saber). Pero además, en la oración pretendemos
también hacernos eco, oír el deseo y la palabra de Dios sobre
nuestras vidas. Se podrá comprender que el asunto,
psicológicamente hablando, resulte cuando menos
problemático. Porque, evidentemente, la línea que separa la
oración de la pura fantasía más o menos delirante podría
quedar bastante desdibujada.

1. Hablar con Dios desde el deseo.

La imagen de Dios, según hemos podio ver, ahonda sus raíces


en nuestra historia y en nuestras necesidades y deseos más
profundos. Esa es su fuerza. Esa es también su contingencia y
su riesgo. Y el Dios con el que nos relacionamos en la oración
es necesariamente deudor de esa fuerza y de esa contigencia
a la vez. No disponemos de otro lugar, efectivamente, para
comunicarnos con él sino el de la estructuración de nuestro
deseo. Y es esa estructuración la que marcará tanto nuestro
decir como nuestro escuchar a Dios en la oración.

Ya lo hemos indicado más arriba: nuestro hablar a Dios en la


oración, cualquiera que sea su tipo, parte necesariamente de
nuestro mundo interno, con toda su complejidad, sus conflictos
conscientes o inconscientes, sus defensas ignoradas, etc. En
definitiva, hablamos a Dios desde un lugar que en buena
medida se ignora a sí mismo y desde una voluntad que
difícilmente puede averiguar lo que realmente quiere y desea.

El peligro, evidentemente, es el de convertir a Dios en el


complemento exacto de nuestra necesidad y de nuestra
carencia. Dios entonces no sería más que una fantasía que,
además de obstaculizar nuestro desarrollo, vendría a
convertirse en el escollo más profundo para un auténtico
encuentro con él. Allí mismo donde estamos más convencidos
de estar en su contacto y su cercanía. No es extraño por ello,
que los grandes maestros de la espiritualidad mostraran
siempre tanto empeño en señalar que la oración ha de poner
siempre en marcha un proceso de progresivo desasimiento
interior y de renuncia a encontrar siempre en ella la respuesta
que se busca. Por más santa que esta búsqueda nos pueda
parecer. Sólo de ese modo accedemos al deseo de Dios, en la
superación de la pura necesidad de él.

Es lo que D. Vasse expresó de forma magistralmente en unas


páginas memorables: el hombre en la oración debe aprender a
diferenciar a Dios de lo que necesita para vivir, del mismo
modo que el bebé se ve confrontado a no confundir a su madre
con el pecho que le alimenta. Dios no es el objeto de nuestra
necesidad, por más que sea mediante este engaño como nos
ponemos en camino hacia él. Ese engaño y la renuncia que le
seguirá caracterizan a la vez al movimiento del amor y el
movimiento de la oración.

Amar, siguiendo con las ideas de D. Vasse, supone, en último


término, la capacidad misma para saber renunciar al ser
amado. Renunciando a la necesidad que tienen el uno del otro,
los que se aman pueden darse y re-darse, donarse y
perdonarse sin cesar a ellos mismos y a los otros. Una tal
autonomía llega hasta el riesgo de aceptar la muerte de uno y
del otro. De la misma manera, orar implica, que se pueda
renunciar también al mismo encuentro con Dios. Porque si es
verdad que se puede renunciar por amor a la experiencia del
amor, debe ser cierto también que la expresión más auténtica
de la oración se cumple en la renuncia misma a la oración. La
oración verdadera es la que no es necesaria. Como en la
relación verdadera el deseo del otro supera y niega la
necesidad que podemos tener de él. Es probable que no se
pueda llegar a esta situación sin atravesar momentos difíciles,
impregnados por lo demás de buenas dosis de culpabilidad.
Pero sólo así se libera el deseo de Dios.

Ese deseo de Dios pasa, pues, por la aceptación de la


ausencia, del silencio, y la falta de seguridad y evidencia.
Quien es capaz de superar el Dios de la necesidad para
acceder al Dios del deseo sabe y se vive a sí mismo con
capacidad para sentirse como un hijo de esta tierra que no
necesita de Dios para vivir. Desde su soledad y desamparo
asumido, es capaz de desearlo. Pero Dios deja de ser
necesario y, en cuanto tal, de estar siempre ahí a la mano
como algo seguro, evidente y obvio. La oración que va más allá
de la pura necesidad sabe y acepta que, a un nivel profundo,
estamos solos y que en el deseo se inscribe necesariamente
un hueco y un desamparo último que no es posible negar ni
eliminar con nada ni con nadie. Y con Dios, aquí, tampoco. Sin
duda que fueron los místicos los mejores testigos de ello. No
por azar vieron con frecuencia caer sobre ellos la sospecha de
nihilismo. Y es que en el camino de la oración, si esa oración
es auténtica, toda mediación va cayendo, hasta que se termina
por acceder a una soledad, a una cierta muerte, a la confesión
de una Presencia que está irremediablemente Ausente.

No estamos ya en el ámbito de la evidencia sino en el riesgo


de la metáfora (de los "fenómenos transicionales", tal como
veíamos más arriba). Como el poeta que se arriesga a leer la
realidad más allá de lo que ve. Y que pone bajo su poema
(¡tanto se parece a él una oración!) tan sólo su propia firma. En
esta situación, la oración resulta algo muy diverso a lo que
puede ser desde el ámbito de la necesidad. Se sabe que el
Dios ante el que nos situamos y quien nos dirigimos, por más
real que sea, para nosotros no puede dejar de ser, en cierto
sentido, una "fantasía". Es decir, algo que escapa a toda
verificación y a toda experiencia inmediata y, que además,
implica la puesta en juego de nuestro deseo: efectivamente,
todo un riesgo. El orante cree que vale la pena correrlo.

Orar para pedir.

Desde toda esta problemática surge de inmediato el sentido


que pueda tener en nuestras vidas la llamada oración de
petición. Al margen de otras cuestiones teológicas
ampliamente debatidas, habría que tener primeramente en
cuenta que este tipo de oración, que ha ocupado siempre un
lugar en la experiencia religiosa y que es quizás el germen de
toda ella, no tiene por qué implicar, desde una perspectiva
psicológica, una dimensión problemática, inmadura o
necesariamente infantilizante. Demanda y ofrenda, en un
intercambio de libertad y respeto a la distancia y alteridad del
otro, marcan los dos polos esenciales de toda relación humana
profunda. Ambos polos, en efecto, ocupan un lugar en todo
intercambio interpersonal sea cual sea su registro de
expresión: reflexivo, afectivo o sexual. La ausencia de uno de
los dos afectaría de lleno a lo que es la estructura misma de la
intercomunicación. Sin la ofrenda, el otro no sería ni se
manifestaría como auténticamente existente para nosotros. Sin
la demanda, estaríamos ocultándole nuestra esencial
incompletud y carencia. La petición es un acto comunicativo
que, por una parte, reconoce la propia insuficiencia y, por otra,
expresa confianza en el otro.

Una relación humana que sólo acertara a expresarse en clave


de petición y demanda, sin acertar a manifestar la dimensión
de ofrenda, intercambio y don de sí, estaría poniendo de
relieve una clara dimensión de dependencia infantil que, al
mismo tiempo, habría que considerar como deudora de los
sentimientos de omnipotencia con los que el niño reclama y
exige, sin la menor consideración del otro, la satisfacción de
sus propias necesidades. Pero una relación en la que la
demanda no pudiera tener ningún lugar, podría también estar
poniendo de relieve un cierto y quizás, más disimulado, sentido
de omnipotencia, que se expresaría por la no necesidad de la
visita y el don del otro.
Todo ello se podría aplicar también a la relación interpersonal
con Dios en la oración. La demanda como única clave de
relación, con una ausencia total de la dimensión de la ofrenda
en la gratitud, la bendición o la alabanza, reflejaría la renuncia
a la propia constitución de uno mismo como sujeto activo de su
propia vida y de su responsabilidad ante sí y ante los otros.
Estaríamos ante el Dios de la necesidad. Pero la ausencia de
cualquier tipo de demanda podría también estar poniendo de
relieve una relación en la que el otro, en una especie de
inmovilidad o impasibilidad de esencia (teológicamente también
muy cuestionable), difícilmente podría ser concebido como polo
de encuentro. Tal como afirma J. A. Estrada, la oración es una
experiencia totalizante que abarca también su condición de
negatividad, carencia e indigencia. Como en la relación
interpersonal, no podemos tampoco en ella renunciar a contar
con la solidaridad del otro. Eso constituye una parte importante
de la confianza del hombre en Dios, en su fidelidad. Si la crítica
freudiana de la ilusión religiosa da cuenta del comportamiento
a veces compulsivo que es la oración de petición, la mayor
ilusión del hombre (en su sentido más estrictamente freudiano)
podría ser también la de no reconocer sus miedos y miserias o
la de mostrarse indigno de presentárselas a Dios. Aun
sabiendo que ese Dios "sabe muy bien lo que necesitamos".

El amor, también el de Dios, por ser esencialmente intercambio


y comunicación, no lo deberíamos pensar como dado de una
vez y por todas. Porque si bien el amor puede dar el primer
paso (Dios nos amó primero), no puede ser nunca en su
globalidad totalmente previo y, por tanto, ajeno al dinamismo
de lo que el otro es, dice y va poniendo en movimiento. El amor
ya totalmente dicho y dado de antemano dejaría de ser la
expresión de un auténtico tú y, por tanto, de un auténtico amor
para nosotros.

De este modo, si en la oración fuese necesario abandonar y


dejar de lado lo que constituye uno de los polos necesarios de
toda comunicación interpersonal adulta, nos encontraríamos
con una dificultad esencial para comunicarnos con Dios desde
lo que somos. El encuentro con él parecería estar exigiendo
una transmutación de esa estructura comunicativa humana,
difícilmente concebible, sin sentirnos mutilados en una
dimensión esencial de lo que ella es y de lo que de modo
importante nos constituye como sujetos.

Desde la perspectiva que utilizamos, la demanda, pues, puede


y debe tener un lugar en la oración. Y con ello, sin embargo, no
está dicho todo. Parece claro también que la demanda, en la
relación con Dios como en la interpersonal, en la medida en
que la relación se profundiza y ahonda tendría que disminuir en
favor de una posición más desprendida y, sobre todo, tendría
que purificarse progresivamente en la exclusiva aspiración de
la venida del Reino. Además, esa demanda no podría nunca,
tal sucede en la demanda infantil, tener la pretensión de
obtener siempre el don solicitado. Ella es correlativa del
respeto a la alteridad y a la libertad del otro. Sin esta
conciencia de que Dios no está al servicio de mi deseo o mi
necesidad, por más urgente, lícito o encomiable que este
deseo me parezca, la demanda está viciada de raíz. Como
viciada estaría la demanda al amigo o al amante que pasara
por obligatoriedad, como condición establecida para la
continuidad del encuentro, de la respuesta a la propia
necesidad ante él expresada. Pedid y se os dará, se nos ha
dicho (Mt, 6,7). Pero lo único que nos está garantizado es que
nuestro Padre del cielo dará el espíritu a los que se lo piden (Lc
11, 13). Pretender otro tipo de garantía para la eficacia de
nuestra demanda será tan sólo magia.

¿Con quién hablamos en la oración?

Una de las cuestiones que más seriamente afectan a la vida de


oración de muchos creyentes es la de la interrogación sobre el
carácter de su interlocutor: ¿con quién hablamos realmente
cuando pretendemos hablar a Dios? La pregunta, que siempre
estuvo ahí, se ha visto considerablemente agravada a partir de
lo que el psicoanálisis ha podido mostrarnos sobre la compleja
y en buena parte inconsciente estructura de la personalidad.

Como señalábamos en otro lugar, un ejemplo, bastante simple,


podría ayudarnos a comprender mejor lo delicado de la
cuestión: Si en medio de una plaza encontráramos a una
persona que habla sola, que gesticula ampliamente, que
muestra rasgos como de experimentar una intensa emotividad
en sus palabras, nos inclinaríamos a pensar que está loca, que
probablemente delira, tras haber perdido su contacto con la
realidad. Ahora bien, si a esa misma persona la situamos en
medio de un templo, nos tranquilizamos plenamente pensando
que está orando. No nos sorprenderíamos además demasiado
si nos dice que Dios le ha comunicado algo de importancia
para su vida. Pero podemos ver que, en realidad, están
haciendo, al menos aparentemente, lo mismo. ¿Cuál puede
ser, entonces, la diferencia?, ¿con quién habla uno y con quién
el otro? y, sobre todo, ¿a dónde conduce el diálogo que uno y
otro intentan mantener? A no ser que toda la diferencia la
pongamos nosotros a partir de un mero a priori ideológico y
cultural.

Los orígenes estarán siempre presente. Y es evidente que no


podemos pensar ni sentir a Dios absolutamente al margen de
los contenidos con los que su representación fue surgiendo en
nosotros. Aquella omnipotencia de los primeros estadios de
nuestro narcisismo infantil, aquella plenitud experimentada en
la fusión con el objeto materno, aquellas ansiedades también
que nos asaltaban desde las primitivos fantasmas infantiles,
aquellos poderes formidables que fueron nuestros progenitores
y aquellas otras amenazas y frustraciones que de ellos
experimentamos, todo, tan asociado según vimos con la
génesis de nuestra representación de Dios, todo se hará de
alguna manera presente al situarnos ante él en la oración. Es
nuestro pasado como único lugar desde el que tenemos
acceso al presente de cualquier relación y, tanto más, de una
de tan marcado carácter imaginario como es la de la divinidad.
El creyente adulto debe, por tanto, aceptar la presencia y
mediación de ese pasado y de las estructuras que con él
surgieron en su relación y contacto con Dios. Después de
Freud, el creyente debe saberse atravesado por un discurso
que habla en él y, desde ahí, debe renunciar a la pura
inmediatez entre su credo y su conciencia.

El problema, pues, se sitúa en el grado en el que esas


determinaciones del pasado abren o cierran el presente,
conducen o se interponen para el encuentro con lo no dado,
con lo nuevo, con la sorpresa, dicho en términos teológicos,
con la gracia.

El Dios del doble en el espejo.


Si la primera determinación en la génesis de la imagen de Dios
la encontramos en los procesos de formación del yo, desde la
inicial situación de narcicismo radical, el interlocutor de quien
se halle en esas fases más o menos fijado será
necesariamente un Dios concebido como prolongación de su
propio narcisismo. Desde esta situación, el Tú al que el sujeto
se dirige en la oración no será sino un espejo en el que se
intenta recuperar la maltrecha omnipotencia infantil, un
instrumento por el que el orante intenta fundarse a sí mismo.
Todo queda situado a un nivel de puro juego imaginario en el
que no existe posibilidad ni de auténtico encuentro ni de
enganche o vinculación con lo real. "Lo otro" no existe todavía.
Dios tampoco, puesto que se le ha reducido a una imagen
especular, a una proyección inflada del propio yo que busca
angustiosamente constituirse e integrarse. Es el Dios devorado
y englutido para inflar el propio sentimiento de omnipotencia
que se hace irrenunciable. Un buen alimento, sin duda, para
fanáticos, fundamentalistas e integristas.

Estas tres figuras de la religión, en efecto, manifiestan una


profunda necesidad de constituirse en un todo bien compacto y
protegido de cualquier modo de discrepancia o divergencia
exterior. La alteridad se constituye en una profunda amenaza.
Los otros, como entidades libres, diferentes y no manipulables,
se convierten en un objeto sumamente peligroso. Y desde ahí,
el fanático llega a desencadenar la violencia en el intento de
borrar y eliminar la amenaza que el otro le supone. Por eso el
fanático en su oración devora a la divinidad. El objeto religioso,
en su cualidad de sagrado y total es englutido y confundido con
su propio yo.

El Dios de la madre imaginaria.

Distinto es el interlocutor de la oración para los nostálgicos de


la madre primera. Es decir, de aquella totalidad envolvente en
las que los límites se encontraban aún confusos y que
proporcionaba una vivencia profunda de cercanía, contacto y
felicidad. Aquí la relación con Dios se establece según otros
parámetros diferentes. Estos sujetos no quieren oír otra música
que no sea la de la "nana mística".
Aquí la relación con Dios pretende eliminar nuestra condición
de "seres separados", condición que es la única que posibilita
el auténtico encuentro con la alteridad. A esto, sin embargo, se
resisten el pseudomístico y el alumbrado. Ellos parecen
necesitar una presencia ininterrumpida, una permanencia
constante del gozo fusional. Vive en una permanente
aspiración a fundirse con una totalidad de corte materno.
Muestra con ello su incapacidad fundamental para asumir la
ausencia del otro, la distancia inevitable que nos constituye
como sujetos. Si el fanático no tolera la alteridad, el alumbrado
no soporta la ausencia. Por ello evita despertar a la realidad,
siempre conflictiva, y en la que la distancia y la separación le
resultan intolerables.

Con ese Dios, el alumbrado (que habría que considerar como


arquetipo de una tendencia permanente de la espiritualidad)
aspira a sentirse placenteramente fundido. Pero no como el
fanático que confunde la divinidad con su propio yo, sino con la
pretensión de ser más bien devorado, englutido, vaciado en el
objeto de su experiencia. Si en la relación con la totalidad, el
fanático elimina la alteridad de lo divino para confundirla
consigo mismo, el alumbrado pretende perderse a sí mismo en
la totalidad sagrada de su imaginario. Su Dios es
esencialmente una fuente de placer y consuelo. Y así tenemos
que si el Dios del fanático se encuentra esencialmente ligado al
Yo, el del alumbrado se presenta especialmente marcado por
las aspiraciones del Ello.

El alumbrado articula su experiencia religiosa en torno a la


experiencia del amor. Pero lo hace de modo neurótico o
perverso. Se podría decir que, como el histérico, el alumbrado
ama el Amor. Es decir, se disuelve en la experiencia de la
relación, antes que con el objeto de ella.

El Dios la ley y el sacrificio.

Otra dinámica muy diferente es la que advertimos en la


relación con el Dios de quien encuentre sus núcleos
conflictivos alrededor de la problemática edípica y del conflicto
irresuelto con lo paterno. En ella hay que situar las claves de la
oración del que podríamos llamar el "sacrificante".
Anclado en su ambivalencia de amor-odio frente a lo paterno
construye necesariamente un Dios que se le opone y frente al
cual no cabe sino una relación de rebelión permanente o de
sumisión aniquilante. Es una relación también marcada por un
subterráneo "o tú o yo" y donde no cabe otra espiritualidad que
no sea la de la (costosa) afirmación de lo divino y su paralela
negación (nunca aceptada) de lo humano.

El sacrificante, de este modo, no devora la divinidad como el


fanático, ni se pierde en ella como el alumbrado. Vive en una
permanente oscilación en la que tiene que sucumbir o el todo
de la divinidad o su propia totalidad soñada. Alternativamente
desaparece el objeto o el sujeto de la experiencia. Su
problema, pues, en la relación con lo sagrado, no es el de la
aceptación de la diferencia, como el fanático, ni el de la
tolerancia de la ausencia, como el alumbrado. Su problema es
el de la permanente ambivalencia afectiva frente a Dios.

Desde esta ambivalencia, la agresividad y la culpa impregnan


su interioridad. Una agresividad que no será como la del
fanático, convertida en destrucción de lo diferente. Su violencia
se desplaza y se oculta bajo el ritual del sacrificio, como lugar
donde, simultáneamente, anuda el odio al otro y la vuelta de
ese odio contra sí mismo en forma de culpabilidad. La
mortificación (mortem facere) preside la experiencia religiosa
del sacrificante. "Tú eres, yo no soy" parece proclamar en su
ritual o en su ascesis. "En reconocimiento de ello me ofrezco y
me destruyo simbólicamente en el don presentado y
sacrificialmente destruido". Su espiritualidad queda de este
modo impregnada por una magnificación y sacralización del
dolor. Es la hora de Simón el estilita o de Don Miguel de
Mañara.

El fanático, veíamos, tiene un Dios esencialmente ligado a su


Yo. El alumbrado pretende relacionarse con un Dios de placer,
particularmente ligado al Ello. El sacrificante, sin embargo,
encuentra como interlocutor fundamental de su oración un
Superyó sacralizado. Si el fanático se concentra en el orden de
la idea, la creencia y el dogma y el alumbrado en el de la
experiencia afectiva, la comunicación y el amor, el sacrificante
hace de la ley, la obediencia, la norma y la moral el eje de su
vinculación religiosa. Una ley sacralizada que ha perdido su
naturaleza mediadora, que sustituye al mismo Dios y que
desplaza a un segundo término la celebración gozosa, el
encuentro festivo y la comunicación con el Otro; así como la
proclamación liberadora y profética de su palabra.

Estamos en la oración de los propósitos, de las


culpabilizaciones y de la insatisfacción permanente con uno
mismo. Una oración, por cierto, que en tantas ocasiones ha ido
configurando la personalidad muchos sujetos en la vida
religiosa y fuera de ella hasta conducirlos a unas dificultades
serias de encuentro consigo mismo, con los otros y con el
mismo Dios. Saben que algo bueno tienen, saben que Dios les
quiere, saben que cuentan con los demás. Pero apenas son
capaces de llegar a experimentarlo y a sentirlo.

2. Oír a Dios por el deseo.

La oración, como diálogo que se pretende establecer con Dios,


cuenta también muchas veces con la pretensión de llegar a
sentir la respuesta que el mismo Dios daría a las palabras que
previamente le dirigimos. Evidentemente, si el hecho de
expresarnos ante quien no vemos ni sabemos si existe supone
un cierto riesgo psíquico, mucho más problemático
encontraremos la pretensión de escuchar además una
respuesta de su parte. En ello se basa, sin embargo, una de
las grandes confianzas y pretensiones de la persona orante y
ahí ha centrado la teología y la espiritualidad cristiana una
parte importante de su interés y preocupación.

El tema, en efecto, ha sido constante motivo de interrogación


para todos los maestros de la espiritualidad. Siempre se tuvo
conciencia de que ahí había que situar una de las grandes
problemáticas que afectan a toda persona que se introduce en
la vida de oración. Y siempre se esforzaron estos grandes
maestros por proporcionar una serie de criterios que pudieran
orientar al orante para distinguir en su interior la acción del
espíritu de Dios de otros espíritus diferentes y, muchas veces,
perversos en sus intenciones.

Pero si sólo desde nuestro imaginario nos podemos dirigir a


Dios, también será en nuestro propio imaginario donde
podremos barruntar su voluntad más particular y específica
sobre nosotros. La cuestión, insistimos, bastante problemática,
supone el mayor reto para cualquier tipo de discernimiento: se
trata de rastrear el deseo de Dios a través de la difícil lectura
de nuestro propio deseo, como espacio fundamental donde
creemos escrita su palabra específica sobre nuestras vidas. Y
todos sabemos lo fácil que puede resultar confundir esa voz de
Dios con los propios deseos más o menos concientizados. Lo
que pensamos como deseo de Dios puede estar muy bien
dictado por un discurso inconsciente que no se atreve a
manifestarse claramente, que responde a necesidades ocultas
(una necesidad de castigo, por ejemplo, que tantas veces el
psicoanálisis descubrió por los caminos de la ascética), o que
pretende conceder a una parte en conflicto la victoria sobre
otra, argumentando que es Dios el que así se pronuncia. Creer
en la posibilidad de leer la voluntad de Dios en el propio deseo,
pronunciarnos sobre la intervención de Dios en nuestras vidas
constituye, pues, un creencia básica de la persona orante, pero
igualmente constituye el objeto de una sospecha ya tradicional
también en la historia de la psiquiatría y del psicoanálisis. Con
ello tocamos la compleja problemática de las relaciones entre
mística y psicopatología.

El problema de la mística.

No pretendemos, evidentemente, elaborar un tratado sobre la


falsa o verdadera mística. Ni el espacio ni los objetivos del
presente estudio lo permiten. Pero de alguna manera se hace
necesario abordar, aunque sea someramente, una
problemática que se encuentra íntimamente vinculada con la
experiencia de la oración y que, de algún modo, nos afecta a
todos (la vertiente mística de la religiosidad es un patrimonio
común y no exclusivo de unos cuantos elegidos que
encontraron la oportunidad o la gracia de llegar más lejos). En
última instancia, el problema de la mística es el problema de
leer una serie de fenómenos que tienen lugar en la oración
como expresión de una intervención de Dios o como resultado
de unos fenómenos psíquicos de carácter más o menos
inconscientes. ¿Quién habla? ¿Dios o el deseo que responde
al deseo?.

Hoy nos parece claro que tanto la psiquiatría tradicional como


un primer psicoanálisis adoptaron una actitud simplista y
claramente reductora a la hora de considerar y evaluar
psicológicamente los fenómenos místicos. Son clásicos en este
sentido los efectuados por P. Janet, J. H. Leuba, Th. Flournoy,
F. Morel, H. Moller o F. Alexander. Todos ellos, sin embargo,
tienen en común, como observa C. Padrón, el partir del análisis
de patologías muy graves o de reflexiones sobre textos
escritos, así como el, generalmente, de efectuar un salto
cualitativo no justificado desde lo empírico a lo ontológico. Para
estos autores, el místico se engaña a sí mismo cuando
pretende ser objeto de una comunicación sobrenatural. Detrás
de esa comunicación sólo es posible encontrar su propia
realidad psíquica compleja.

. Estos análisis reductores de la experiencia mística no pueden


ser considerados, sin embargo, resultados de una mera
arbitrariedad. Parten del examen de una serie de fenómenos
que muestran una semejanza sorprendente con las
experiencias de muchos neuróticos o psicóticos. Es
generalmente aceptado que existen experiencias místicas con
rasgos psicóticos y experiencias psicóticas con rasgos de
misticismo así como que determinados fenómenos de tipo
místico aparecen como prólogo de la esquizofrenia.

El relato de determinadas experiencias místicas ponen de


relieve la existencia de mecanismos psíquicos regresivos
equiparables a los que tienen lugar en un delirio o una
alucinación y resulta difícil evitar la impresión de que en su
seno no hayan tenido lugar, al menos parcialmente, momentos
de auténtica regresión psicótica. No cabe duda también de que
contenidos muy importante de la experiencia religiosa,
pensamos particularmente en su dimensión afectiva amorosa,
se prestan de modo importante a movilizar tendencias de orden
histérico. A. Vergote, en su excelente obra Dette et désir nos
ha ofrecido una magnifica exposición de esos espacios
colindantes entre la histeria y la mística. La pasión de absoluto
que marca la dinámica de la histeria encaja particularmente
bien con la de la experiencia religiosa. Y es fácil confundir ese
Otro al que aspira el deseo histérico con el Otro que es Dios.

A la hora de hacer una valoración crítica será siempre


importante distinguir lo que constituye la esencia de la
experiencia mística de lo que son sus fenómenos secundarios
(revelaciones, estigmas, levitaciones, visiones, locuciones, etc).
Generalmente, son estos fenómenos secundarios los que
atraen el interés de psicólogos y psiquiatras por sus
semejanzas con la experiencia psicótica. Pero como afirma A.
Vergote, a estos fenómenos no hay por qué concederle ningún
honor sobrenatural. Tampoco han de ser tomados
necesariamente como síntomas patológicos. Solo será posible
su correcta evaluación teniendo en cuenta la estructura y la
dinámica del deseo en los que se manifiestan.

Más importante será tener en consideración que tanto estos


fenómenos especiales que han interesado a los psiquiatras,
como otros menos llamativos que afectan a muchas personas
que oran (movimientos de consolación, desolación, sequedad,
iluminación interior, etc.) pueden estar al servicio de dinámicas
personales muy diversas y que lo decisivo será siempre
diagnosticar su sentido y dirección última. Una experiencia
religiosa profunda puede implicar, en determinados momentos
de su proceso general, elementos de carácter
psicológicamente problemáticos. En ella se pueden movilizar
corrientes afectivas de carácter muy primitivo o incluso
mecanismos de signo claramente psicótico o neurótico, cuando
menos. La cuestión última será siempre considerar adónde
acaba ese proceso y qué nueva estructuración personal puede
dar como resultado.

Como W. W. Meissner ha puesto de manifiesto, la verdadera


experiencia mística no solo no destruye la identidad personal,
sino que de hecho posee una poderosa capacidad de
estabilizar, sostener y enriquecer esa identidad. Ella puede
muy bien remitir al pasado más antiguo y primitivo, incluso,
favorecer regresiones parciales pero, a partir de ellas, se
pueden establecer nuevos caminos para volver a un presente
que de ese modo se presenta ampliado, clarificado y
enriquecido.

Es importante tener en cuenta que el místico, a diferencia del


alumbrado, el histérico o el psicótico, viviendo una experiencia
profunda de pasividad y de inmersión en el sentimiento
oceánico, tiene conciencia de que su Yo no desaparece. Es
más, se sabe obligado a una actividad importante con su
cuerpo y con su mente para posibilitar la presencia del Dios
añorado. El místico no ama el Amor como el histérico, ama al
Otro a quien considera Amor, y en esa relación no hay ni un yo
ni un tú que puedan quedar eliminados por la tentación de
perpetuar un primitivo encuentro fusional. De ahí, que, al no
perder nunca la conciencia de su autonomía y singularidad, el
místico viva generalmente una experiencia creativa, tanto a
nivel de acción, desarrollando una actividad de importantes
repercusiones sociales e históricas, como a nivel de la creación
literaria. Su mensaje se debate así entre el silencio que impone
lo inefable y la necesidad absoluta de comunicar y de
comunicarse una experiencia que, habiendo desbordado el
nivel de las representaciones verbales, necesita luego de su
articulación. El místico no queda paralizado en la mera
realización de su deseo de fusión con la totalidad.

3. El Dios que se da y se hace oír.

Desde una perspectiva teológica habría que añadir, por lo


demás, que los fenómenos físicos del misticismo deberían ser
considerados (en el mejor de los casos), tan sólo mediaciones,
factores, por tanto, siempre relativos y siempre distinguibles del
mismo Dios. De hecho, los grandes místicos así lo
consideraron y advirtieron siempre del peligro de quedar
prendidos en lo que no sería más que la cáscara que esconde
el verdadero fruto: la fe, la esperanza y la caridad. El niño
Jesús en los brazos de San Estanislao no es Jesús. Es
discurso, mediación humana, que podemos interpretar desde la
fe como expresión del amor de Dios que se da y desea
comunicarse. Dios -habría que recordar con P. Ricoeur- no
entra en el campo inmanente de nuestra capacidad de
comprensión. Es trascendente a ella. Y sólo simbólicamente el
hombre puede entrar en relación con él.

Desde la fe cabe pensar en intervenciones de Dios sobre la


vida humana, y, por tanto también, de una comunicación de
parte de Dios con la persona que ora. Esa intervención, por lo
demás, no tiene por qué excluir funciones psíquicas
determinadas. Pero habría que tener sumo cuidado entonces
en comprender que Dios no coincide nunca con nuestros
sentimientos o experiencias a través de los cuales se nos
puede hacer sentir su presencia. Dios puede dejarse sentir
mediante una consolación especial. Pero siempre será
obligado de nuestra parte, en primer lugar, discernir si esa
experiencia procede "del buen o del mal espíritu", y, en
segundo lugar, habrá siempre que cuidar en no confundir lo
que es ese mismo sentimiento o experiencia con el Dios que,
desde la fe, creemos que nos la comunica. Nunca podremos,
por lo demás, tener certeza plena ni obtener garantías totales
de que esa experiencia fuera auténticamente de Dios.

Por los frutos los conoceréis. Nunca mejor dicho que a


propósito de lo que puedan significar las experiencias
religiosas auténticas para diferenciarlas de las que deriven de
conflictos psíquicos más o menos inconscientes o irresueltos.
Diverso tendrá que ser el resultado comportamental del loco
que habla en medio de la plaza y del orante situado en el
interior del templo a los que más arriba hacíamos referencia. Si
no es así, tendríamos que sospechar tanto del uno como del
otro.

Es necesario recordar una vez más con K. Rahner una


pregunta fundamental ¿Hemos tenido alguna vez y de veras la
experiencia de la gracia?. Más allá del sentimiento piadoso y
más allá de la dulce consolación. Si fuera así ¿cómo
podríamos identificarla?, ¿cuál podría ser nuestra garantía?

La respuesta de K. Rahner es de extremada clarividencia al


respecto y no la deberíamos nunca olvidar: si alguna vez
hemos perdonado en silencio y sin esperar alguna
recompensa, si en un momento hemos sido bueno con alguien
sin esperar respuesta, si un día hemos decidido en la soledad
más absoluta guiados por el dictaminado más íntimo de
nuestra conciencia, si nos hemos sacrificado por alguien sin
esperar su agradecimiento, si hemos intentado amar a Dios
cuando no nos empujaba una ola de entusiasmo...entonces
podemos decir que hemos tenido la experiencia de la gracia,
podemos decir que Dios ha llegado a nosotros, que nos ha
visitado, que hemos experimentado lo que es su Espíritu, la
experiencia de lo eterno y del sentido de la vida como algo que
no se agota en lo que se ve y toca en este mundo. Todo lo
demás, por más sublime, espiritual y místico que nos parezca,
es secundario.
Es muy grande la tendencia a imaginarse a Dios en un ir y
venir sobre nosotros insuflando ánimos, guiando pasos,
iluminando enigmas para cada situación en la que podemos
sentir el desaliento, el desamparo o la perplejidad. Sin duda los
sentimientos infantiles de omnipotencia empujan fácilmente en
esta dirección y se prestan a desarrollar este tipo de creencias.
Un Dios al tanto para cada momento de nuestra vida y al
servicio de cada situación personal difícil. Un Dios sobre el que
se trata de influir para que reconduzca las cosas en un mejor
ajuste con lo que son nuestros designios. Evidentemente, poco
tiene eso que ver con el Dios providente de Jesús y mucho con
el Dios mágico de la omnipotencia infantil que pretende
arrancar favores a base de plegarias y súplicas.

Se olvida así que el seguidor de Jesús no tiene necesidad de


ganarse a Dios, porque parte de la confianza de que Dios está
ya ganado, dado de antemano. Dios no nos viene ni se nos va
en la oración. Vino y se dio de una vez y por todas. Lo que nos
puede y debe venir, por tanto, en la oración es la toma de
conciencia de lo que tiene lugar cuando se tiene o cuando no
se tiene conciencia de ello, cuando se ve y cuando no se ve ni
se siente: la presencia amorosa y permanente de Dios a
nuestras vidas.

Pero, esa presencia, tan difícil a veces de atisbar, hay que


leerla atentamente, con sumo cuidado para no confundirla con
nuestro propio texto sobre Dios, inventado a lo largo de nuestra
historia y a partir de nuestro mundo de necesidades,
indigencias.

La oración y el proyecto del Reino.

Ya lo hemos visto. No disponemos de otro lugar para


acercarnos a Dios sino el de nuestra propia biografía y, por
tanto, desde nuestro propio "invento". Es decir, desde la
imagen y representación que hemos ido elaborando en un tejer
experiencias e informaciones recibidas que, siempre, por
definición, supondrán una cierta traición y perversión de lo que
Dios pueda ser. Orar entonces tendría que contar como un
objetivo primero el de situarse a la escucha de una Palabra que
cuestione y progresivamente vaya modificando nuestro propio
invento sobre Dios.
Esa Palabra no podrá nunca llegar a nosotros al margen de la
que fue su Palabra por excelencia: Jesús de Nazaret. Con todo
lo que ella introduce de crisis en la idea que, de modo natural y
espontáneo, tendemos a construirnos sobre Dios. Jesús,
Palabra pronunciada por el Padre, debe confrontar la simple
creación afectiva sobre Dios -nuestro invento- con lo que Dios
dice de sí. Esa Palabra, al mismo tiempo, tampoco podrá
llegarnos al margen de la comunidad de seguidores de Jesús
en la que nuestra fe nace y ha de llegar a su plenitud.

Por todo esto, lo primero que tendríamos que tener en


consideración es el hecho de que Jesús no se presentó como
un maestro de oración, ni como el fundador de un movimiento
de espiritualidad. No vino a crear una escuela de ascética y
mística. Y no enseño a los suyos a orar sino cuando estos
expresamente se lo pidieron.

Su prioridad se situó siempre en la praxis, en un proyecto


revolucionario de transformación de lo real que denominó
Reinado de Dios. La oración de los suyos y su propia oración
parece que tuvo siempre el sentido de clarificar y potenciar esa
praxis, surge al hilo de la experiencia apostólica y, con especial
intensidad, en aquellos momentos en los que el proyecto del
Reino podía verse entorpecido por valores ajenos o
contradictorios con la voluntad del Padre. Son los momentos
de volver a la fuente de su experiencia originaria. Getsemaní,
en este sentido, constituye quizás el mejor paradigma de la
oración de Jesús.

Desde aquí, la oración cristiana puede entreverse como un


instrumento muy valioso para centrarnos en lo esencial de
nuestras vidas, tantas veces disperso por las urgencias e
inmediateces de lo cotidiano. El recogimiento es la atención a
sí mismo mediante el cual se domina la dispersión. Y, como en
un psicoanálisis, uno se somete a la única regla de decir
verdad, de decirse ante el Otro la verdad. Meditar en presencia
de Dios es por ello, de modo eminente, producir la verdad en
nuestro interior.

Pero además, la oración se puede convertir también en un


tiempo y un espacio privilegiado para la incorporación profunda
de aquello en lo que creemos, una oportunidad para afectivizar
hondamente nuestras creencias. Ya que es el contexto del
encuentro y de lo relacional donde las ideas y los proyectos
pueden incorporarse del mejor modo en el ámbito de lo
afectivo. Es verdad que la propia integración sólo se logra
plenamente en el plano del deseo y el amor y no en el del
trabajo o la teorización. Y también es verdad que sólo mediante
esa incorporación a nuestra sensibilidad más honda, esas
ideas y creencias las podremos convertir algo realmente
operativo para nuestras vida.

En la oración el creyente no está con el Dios de los teólogos ni


de los filósofos. Posiblemente, en ninguna otra actividad se
encuentra de modo tan vivo, personal y directo con el objeto de
su creencia. En la oración entra en contacto con ese "objeto
transicional" en que se implica su propia vida, la de su más
privada y personal idiosincrasia. Y es en la oración donde
pueden entrar en juego los elementos más conscientes de su
reflexión adulta junto con los niveles más tempranos de su
desarrollo. Es, por ello, el mejor cauce para la expresión de lo
más único, profundo y personal de cada uno.

La oración, de otra parte, como manera de verbalizar nuestra


experiencia ante un Tú radicalmente otro e íntimo a la vez,
puede contribuir a organizar significativamente nuestra
experiencia y nuestra vida. Es un hecho que la persona
humana se constituye a sí misma en el acto de la palabra. Por
eso, en un proceso de psicoanálisis no se recurre sino a la libre
expresión de la palabra, con el objeto de liberarla de todos
aquellos obstáculos que impiden ese propio decir que nos
constituye. Mediante la verbalización de la propia historia,
experiencia y proyecto el analizado se va haciendo cargo de sí
y va posibilitando su propia transformación.

La oración, en este sentido, guarda un paralelismo importante


con el psicoanálisis. En ella el sujeto se retoma ante un Tú
radical, de modo que puede organizar de modo unitario y
significativo su experiencia. Como señala A. Vergote, el
hombre nunca es tan plenamente personal, yo en acto, que
cuando, rezando, atraviesa los significantes discontinuos del
mundo para unificarse en relación a su Dios.
Pero no podemos olvidar la conexión primaria existente para el
seguidor de Jesús entre oración y proyecto del Reino. De otro
modo podríamos venir a caer en una especie de psicologismo,
convirtiendo a la oración en un ejercicio más o menos acertado
de psicoterapia. Ello podría equivaler también a caer en una
concepción puramente narcisista y egocéntrica de la fe y de la
salvación. La oración que olvida esa referencia al Reino, la
oración que pretende situarse al margen del ruido de lo real, es
una oración que no podrá nunca ser considerada cristiana. Por
más alta que sea la cota de misticismo que pueda llegar a
alcanzar.

La autentificación de la vida de oración sólo viene por el


ejercicio del amor fraterno. Pues sólo conocemos a Dios en el
amor al hermano. No en la oración. Y si el Dios de Jesús no se
deja ver sino en la historia y en el encuentro con el otro, el
orante que ha entendido la cuestión que Freud planteó a la
experiencia religiosa, ni puede ni desea ya buscarle por ningún
otro lugar. Todo diálogo en la oración que no le remita de un
modo u otro a la realidad (a la realidad propia y a la de los
otros) le deja perplejo como un sueño o como un delirio. La
oración adquirirá así el carácter de un momento fundamental
en el compromiso con una realidad amplia y polifacética que
tiene que afrontar. Se realiza "con los pies en la tierra"; es
decir, en la fidelidad a ella y no desde su negación más o
menos camuflada. Pues el Dios que se encuentra en este
modo de orar transciende, desde luego, esa tierra, pero remite
inconfundiblemente a ella.

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