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Formas de diálogo

Juan Manuel de Prada

provoca a la vez asco e hilaridad esa derechita que, a la vez que jalea
orgullosa todas las degeneraciones morales que han convertido
España en un pudridero, afirma que el diálogo del doctor Pedro
Sánchez y el catalán Torra provocará la ruptura de España. Sólo se
rompen los cuerpos sólidos, no las papillas informes; y España es hoy
una papilla de degeneraciones a la que sólo resta pudrirse. El
separatismo catalán no ha hecho otra cosa sino conceder a esa
derechita que tan entusiásticamente ha contribuido a la degeneración
de España un fetiche que, a la vez que tapa sus vergüenzas, le sirve
como engañabobos para mantener en un perenne estado de agitación
a sus adeptos.

En realidad, Cataluña se hizo española dialogando. Pues el pactismo


catalán que permitió la integración del principado catalán primero en
Aragón y después en las Españas no fue otra cosa sino diálogo en el
sentido más noble del término: acuerdo logrado a través de la razón
por el que el monarca aceptaba que nada que afectase a Cataluña
podía disponerse sin el consentimiento y aprobación de las cortes
catalanas. Pero aquel pactismo catalán, tan característico de la
auténtica tradición política española, se fundaba en dos premisas: el
reconocimiento de un orden natural que no podía someterse a
cambalaches ideológicos; y la existencia de una comunidad vertebrada
que compartía concepciones religiosas y, por lo tanto, tenía visiones
concordantes sobre las instituciones sociales que garantizaban la
subsistencia de esa comunidad, empezando por la familia. Frente a esa
sociedad cohesionada que hizo posible el pactismo catalán, hoy nos
encontramos con una sociedad hecha una piltrafa, una auténtica
«disociedad» que chapotea en todas las formas de degeneración
imaginables, mientras entrega su representación a facciones
oligárquicas que, para fortalecerse, necesitan debilitar a la
comunidad, encizañándola en una demogresca constante. Y que, lejos
de aceptar un orden natural de las cosas que no puede someterse a
cambalaches ideológicos, consideran hegelianamente que la voluntad
de poder construye el mundo, lo está construyendo a cada momento,
al modo de un mecano, sin criterio alguno de verdad.

De este modo, que Cataluña forme parte de España o no depende de


esta voluntad de poder despótica. Una voluntad de poder que ayer
abogaba por el centralismo; que hoy aboga por un autonomismo que
reproduce los vicios del centralismo a pequeña escala, a la vez que
favorece la disgregación; y que mañana podría abogar con idéntico
desparpajo por cualquier otro engendro contrario a nuestra tradición
política. Aquella tradición se fundaba en un diálogo fructífero y leal,
en el que existía un principio común que las partes coloquiantes
aceptaban; y a partir del cual podían desarrollarse acuerdos que
hacían posible una unión verdadera en amor y dolor, no la
coexistencia abyecta que genera la mera voluntad de poder. Cuando
no existe este principio común, el diálogo deviene imposible o
improductivo; o, todavía peor, alcanza acuerdos amorales de
conveniencia mutua, disfrazados de repugnante «consenso» y
fundados en la renuncia de los principios.

Naturalmente, el diálogo fecundo del pactismo catalán se realizaba


entre hombres nobles, capaces de dar cosas a las que nadie los
obligaba y de abstenerse de cosas que nadie les prohibía. En cambio,
cuando se chapotea en la papilla de las degeneraciones morales, el
único diálogo posible es entre hombres innobles, capaces de dar las
cosas que están prohibidas y de abstenerse de las cosas a las que están
obligados. Cada época tiene el diálogo que se merece; y una época que
chapotea en las degeneraciones morales, tan orgullosamente jaleadas
por la derechita, merece el diálogo de los hombres innobles.

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