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La Filosofía de la Naturaleza y las Ciencias Experimentales, dos

saberes diferentes que se complementan mutuamente

Introducción

El objeto del presente trabajo es otorgar una visión más clara de la identidad propia de

la Filosofía de la Naturaleza y de las ciencias experimentales, a través de la identificación de

sus objetos y métodos específicos, para comprender mejor el servicio mutuo que se brindan

ambos saberes a la hora de abordar el conocimiento de la realidad toda. Se ha adoptado una

postura de realismo moderado, en la línea del pensamiento aristotélico tomista.

En el conocimiento del mundo que nos rodea podemos distinguir diferentes cosas y,

en cada cosa, diferentes realidades o modos de ser. La amplitud y variedad del universo no

han permitido al hombre agotar, a lo largo de los siglos que lleva recorriendo la historia, toda

la capacidad de su conocimiento. Por el contrario, cada nuevo avance científico, despierta

una mayor conciencia del misterio que aún encierra gran parte del cosmos. Esto es

sorprendente tanto respecto al universo mismo que se despliega ante nuestros sentidos, como

en cuanto al hombre mismo, cuyo potencial cognoscitivo parece ser inagotable.

Este conocimiento del cosmos no se da, sin embargo, caóticamente. El mismo orden

que presenta la realidad impone la exigencia de un orden en su conocimiento que lo refleje

correctamente, aunque de forma incipiente. Es conocida la propuesta de Aristóteles de que es

propio del sabio ordenar (Metafísica, I, 2). Explica el Estagirita en el proemio a la Física,

además, que el verdadero conocimiento es el del que sabe las causas de las cosas: próximas,

que le permiten entender cada cosa, y luego últimas, que otorgan la comprensión de la

realidad toda (Física I, 1). Y aquí recurrimos a Tomás de Aquino, que comentando al

Filósofo explica que entender y saber se encuentran aquí en referencia a la definición y a la


demostración (Tomás de Aquino, In Phys., I, 1). El conocimiento del cosmos culmina así en

la explicitación de sus causas últimas. La definición de lo conocido, aunque solo explicita las

causas más inmediatas de lo definido, lleva implícitas a sus causas últimas. Porque “sólo

creemos conocer una cosa cuando conocemos sus primeras causas y sus primeros principios,

e incluso sus elementos” (Aristóteles, Física, I, 1). Esto es, la episteme se da solamente en

tanto se hacen explícitos, a partir del análisis de una cosa, sus principios, sus causas y sus

elementos.

Pero entre estos principios y causas, unos son más universales que otros, pues son

comunes a más entes. Lo máximamente universal será entonces el objeto de la ciencia más

alta, pues explicará las causas últimas y principios primeros de todas las cosas. Así lo explica

Tomás de Aquino comentando la Metafísica de Aristóteles (In Metaph., Proemio, 9). Ahora

bien, lo máximamente universal implica los seres materiales, pero no se restringe a ellos, sino

que trasciende su campo. Porque “[Hay cosas que] no dependen de la materia ni según el ser

ni según la razón; o bien porque nunca existen en materia, como Dios y otras sustancias

separadas, o porque no existen universalmente en la materia, como la sustancia, la potencia y

el acto, y el ente mismo” (Tomás de Aquino, In Phys., I, 1). Así, el mundo material tal como

lo percibimos mediante nuestros sentidos no constituye la totalidad de lo que puede ser objeto

de nuestro conocimiento. Por el contrario, es posible al hombre trascender el nivel de lo

meramente fenoménico para investigar las causas, lo estable, detrás de los numerosos

cambios que los cuerpos presentan. Más aún, según el texto citado, nuestro conocer puede

alcanzar realidades no atadas a la materia como tales, ya porque nunca existen en ella, ya

porque pueden o no existir en ella. Así, como decíamos en el comienzo, al conocer un

determinado ente percibimos en primer lugar lo sensible, y en ello un primer modo de ser, a

saber, el material; en segundo lugar lo conocemos tal cual es, y aquí entra en juego un modo

de ser más profundo, un segundo nivel, que consiste en su realidad formal; por último, en
tercer lugar, lo conocemos en lo que tiene de común con todos los entes, es decir, de forma

máximamente universal. Es así que lo percibimos como ente, es decir, lo que es.

Si consideramos el conocimiento desde el punto de vista de lo conocido, y no según el

orden en que el sujeto lo conoce; veremos que podemos encontrar cuatro niveles de

realidades. En el primero se encuentran, simplemente, los fenómenos particulares que se

presentan ante nuestros sentidos. Al estudiar a estos, conocemos sus cambios y mutaciones

para inferir, a través de la inducción, las leyes comunes que en ellos se aplican; trabajamos

así con determinada cantidad de entes particulares, con los que experimentamos. El segundo

nivel penetra en lo conocido para distinguir los accidentes de la sustancia, es decir, lo que

subyace a las mutaciones a nivel accidental. Podemos estudiar de este modo a los entes en

cuanto sujetos de cambios, y esto nos lleva a ordenarlos en categorías que nos permiten

comprender la realidad toda. Más allá, podemos restringir nuestro estudio al campo de la

cantidad en cuanto tal; es decir, en la extensión propia de los cuerpos para estudiarla en sí

misma. En este campo encontramos aquellos entes que, aun dependiendo de la materia en el

ser, no dependen de ella según el conocer, pues pueden estudiarse en forma abstracta. Inferior

sin duda al estudio del ser en sí mismo, pero más abstracto que el campo de estudio de la

ciencia física, que es más cercana a lo sensible, la ciencia matemática es situada por Maritain

en un nivel intermedio entre la Física y la Metafísica (Maritain, 1935, p.4). Esta última

constituirá la cumbre del conocer, distinguiendo de los entes no su condición de mudables,

sino un tercer nivel real: su condición de entes, es decir, que son. Y al considerar la realidad

de este modo lo hacemos de forma totalmente independiente de la materia, pues el ente, aun

cuando en casos existe con materia y no puede ser sin ella, es considerado en sí mismo, y lo

que es tanto que es no depende de la materia.

A estos cuatro modos de considerar la realidad se corresponden cuatro tipos de

conocimiento, que dan lugar a cuatro modos de entender la ciencia humana. El considerar las
cosas según su ser es el conocimiento máximamente universal, pues es el que nos permite

abarcar la totalidad de lo que es, es decir, no excluye realidad alguna. Este conocimiento

constituye la ciencia en sentido restringido, a saber, el conocimiento cierto según las causas

últimas y primeros principios. Por eso Aristóteles lo llamó Ciencia en sentido propio, “rectora

de todas las demás” (Metafísica, 983a). En segundo lugar, el considerar al accidente cantidad

en sí mismo, es decir, al considerar la extensión de los entes separada de la materia en la cual

la conocemos, podemos distinguir entre cantidades discretas y cantidades continuas. El

estudio de las primeras engendra la aritmética; y el de las continuas da lugar a la geometría.

En tercer lugar, el conocer las cosas en cuanto entes sujetos al movimiento enfoca nuestro

campo de estudio en la naturaleza, según argumenta el mismo Aristóteles en el libro III de la

Física: “Puesto que la naturaleza es un principio del movimiento y del cambio, y nuestro

estudio versa sobre la naturaleza, no podemos dejar de investigar qué es el movimiento […]”

(Física, 200b). Este estudio pues se denomina ciencia natural, o filosofía de la naturaleza,

porque estudia las causas próximas de los entes sujetos a movimiento. Por último, en cuarto

lugar, el considerar los entes móviles según sus características concretas y singulares da por

resultado las ciencias particulares, en el sentido moderno del término ciencia. De este modo

cada ciencia posee un objeto formal específico que le otorga una identidad propia, y a partir

de su conocimiento elabora conclusiones respecto a dicho objeto, restringiéndose a un campo

específico diferente del de las demás ciencias.

Pero hemos dado un salto cualitativo que nos obliga a detenernos un momento. Tanto

en la ciencia rectora como en la ciencia natural nos referimos a la investigación de las causas

del ente, en tanto nos permiten llegar hasta el conocimiento íntimo de él y universal acerca

del cosmos. Sin embargo, al referirnos a las ciencias en su cuarta acepción, las hemos

descrito como particulares, es decir, como específicas a determinados campos de lo real

sensible. Estas ciencias no abstraen del objeto conocido realidades estrictamente universales,
sino que se restringen a un método empírico no especulativo, ligado estrictamente a la

materia con toda su condición de mudable. Por lo tanto, no es propio de las ciencias

experimentales considerar las causas del ente en cuanto tal, ni siquiera de una propiedad de él

como puede ser la cantidad, sino únicamente determinadas condiciones de su materialidad

que lo llevan a comportarse de distintos modos. Así, por ejemplo, es conocida comúnmente la

división entre química y física según la cual la primera estudia aquellas mutaciones de la

materia que transforman su estructura interna y por tanto su forma de comportarse; a

diferencia de la física, que estudia la interacción entre energía y materia sin la alteración de la

estructura interna de esta última. El objeto formal de una y otra ciencia, vemos, difieren por

el modo en que estudian una realidad propia de la materia, i.e. el cambio; pero son definidas

por el hombre mismo de forma puramente arbitraria, pues se trata de ciencias que, aun

estudiando la naturaleza sensible, han sido constituidas y diferenciadas entre sí por el hombre

mismo; aunque, por supuesto, a partir de la experiencia de lo sensible. Las ciencias

modernas, así, experimentan con la realidad para penetrar sus leyes y predecir su

comportamiento; estudian multitud de casos y elaboran teorías; y tienen el poder de, de

alguna manera, enfocarse más en determinadas áreas de lo real según el interés del científico,

como el exponencial crecimiento de la tecnología en las últimas décadas lo ha mostrado.

Consideramos de enorme importancia el comprender los campos de estudio

específicos propios de cada conocimiento científico, pues aunque una correcta división

teórica sea perenne, en la práctica encontramos una y otra vez a ciencias experimentales

planteando problemas estrictamente filosóficos, o a filósofos desmereciendo el valor de la

experiencia sensible de las ciencias experimentales. Ejemplo de lo primero es lo que expone

Rañada (2010) acerca del argumento a favor del ateísmo de S. Hawkins, que deduce la

inexistencia de Dios a partir de la física cuántica (pp. 141 a 143).


En lo que atañe específicamente al objeto del presente trabajo, nos ha parecido

necesario exponer la división del conocimiento elaborada por Aristóteles y sostenida hasta

nuestros días por filósofos de la talla de J. Maritain. Consideramos que el valor perenne de

esta perspectiva radica en que está tomada directamente de la experiencia de lo real. Los

siglos no han hecho más que profundizar en ella y pulirla hasta hoy, en que la encontramos

plenamente vigente en el resurgir del tomismo en el siglo XX. Citamos como prueba de ello,

a modo de ejemplo, a filósofos contemporáneos como Sanguinetti (2002, p. 69 a 92), Leocata

(2010), Gómez Robledo (1956, pp. 55 a 75), McMahon (1957, pp. 9 a 57), el mencionado

Maritain (1978, 1980), autores que disienten en determinados puntos y proceden de ámbitos

de pensamiento diversos, y que sin embargo poseen en común el aval a la doctrina del

conocimiento expuesta en la obra aristotélica, que se encuentra concentrada de forma sucinta

pero excepcional en el anteriormente citado Proemio a la Metafísica.

Sentada la base de esta división del conocimiento, nos toca ahora enfocarnos

específicamente en la filosofía de la naturaleza y su rol frente a las ciencias en la actualidad,

para dilucidar la relación entre una y otras, si es que existe, y encontrar puntos de contacto

para una mutua edificación. Pero antes de comenzar, expondremos brevemente la

terminología a utilizar.

En primer lugar, hasta ahora nos hemos referido al conocimiento del hombre como

ciencia en un sentido amplio, aclarando cuando fue necesario su sentido más específico. En

adelante, haremos uso del vocablo únicamente en referencia a las ciencias en sentido

moderno, es decir, a aquellos conocimientos “metódicamente adquiridos y sistemáticamente

organizados” (Mandrioni, 1979, c. 2) que, a nivel fenoménico, se enfocan en las causas

inmediatas del objeto formal de su estudio desde una óptica matemático-física. Estos

conocimientos son denominados también como ciencias particulares. En segundo lugar, nos

referiremos al conocimiento de la naturaleza en sus causas próximas desde una óptica


ontológica, como Filosofía de la Naturaleza; y no como Física o Ciencia Natural, a

salvaguarda de alimentar la omisión cometida por los antiguos que describe Maritain:

Ellos no habiá n visto que este detalle de los fenómenos exige su propia ciencia,

especif́ icamente distinta de la filosofía de la naturaleza. Según el optimismo filosófico de los

antiguos, que se apoyaba muy rápidamente en razones de ser a veces muy hipotéticas cuando

se trataba del detalle de los fenómenos, la filosofía y las ciencias experimentales constituían

un solo e idéntico saber; todas las ciencias del mundo material eran subdivisiones de una sola

y única ciencia específica que se llamaba philosophia naturalis, y a la cual pertenecían a la

vez la explicación de la sustancia de los cuerpos y la del arco iris o de los cristales de nieve.

(Maritain, 1935, p. 5)

El término Física, por un lado, tiende a confundirse con la ciencia propuesta por

Newton en el s. XVII, en su obra Philosophiae naturalis principia mathematica (1687),

donde el científico postula las conocidas tres leyes de la mecánica clásica. Nótese que, según

el título, la Filosofía Natural basa sus conocimientos en principios matemáticos. Este punto

será desarrollado más adelante. La acepción Ciencia Natural, por otra parte, contiene en sí

misma la concepción de aquello de lo que, proponemos, la Filosofía de la Naturaleza debe

distinguirse, pues ciencia se llama comúnmente hoy en día al conocimiento empírico que

investiga el comportamiento de los entes materiales y su movimiento, y natural alimenta a su

vez el equívoco. La acepción Filosofía de la Naturaleza, por el contrario, hace referencia en sí

misma por un lado al conocimiento cierto por las causas, tal como definía Aristóteles a la

Episteme de Platón (Sanguinetti, 2002, p. 71); y por otro a su objeto de estudio, el ente

natural, objeto que comparte con las ciencias particulares.

Por último, debe aclararse que designaremos al conocimiento empírico con los

nombres de ciencias particulares y de ciencias experimentales, indistintamente. El primero

hace énfasis en lo concreto de su objeto, lo que consideramos asertivo, ya que ha constituido


una fuerte tentación para los científicos, en ciertas épocas, el universalizar sus conclusiones

explícita o implícitamente, practicando así escaramuzas en el campo de la filosofía (Maritain,

1935, p.5). La segunda acepción hace énfasis en el método, y esto es igualmente bueno, pues

veremos más adelante cómo es justamente el permanecer en lo concreto sensible lo propio de

las «ciencias de la experiencia», si se nos permite la expresión.

Dos saberes diferentes y complementarios

Procedamos en adelante a la delimitación de la filosofía de la naturaleza y las ciencias

particulares, esto es, a la especificación de sus respectivos métodos y objetos. J. Maritain, a

quien hemos citado anteriormente como autoridad en lo que respecta a la temática del

presente trabajo, consagró gran parte de su vida a comprender en profundidad las similitudes

y diferencias entre filosofía de la naturaleza y ciencias particulares. En primer lugar, ubicó a

ambos conocimientos es un mismo plano o grado del saber. En su obra Filosofía de la

Naturaleza, el autor distingue tres grados en el conocimiento humano.

En el primer grado, el de la física […], el espíritu hace abstracción de la materia

singular o individual, pero solamente de esta: y el objeto que a sí mismo se presenta, no

puede ni existir sin la materia sensible ni ser concebido sin ella; su noción encierra

constituyentes material-sensibles. Este objeto es el ser en cuanto sometido a la mutación, por

lo que Aristóteles decía: «ignorar el movimiento es ignorar la naturaleza».” (Maritain, 1980,

p.25)

Esta descripción del primer grado del saber abarca, según Maritain, el tercer y cuarto

tipos de conocimiento descritos en la introducción del presente trabajo. Sin embargo, en esta

y otras obras, el mismo Maritain identifica el objeto material de la Filosofía de la naturaleza

con el de las ciencias, afirmando que ambas poseen uno y el mismo. Como hemos expuesto

anteriormente, se trata del ente móvil. Para fundamentar esta cuestión, recurrimos
nuevamente a Maritain. Al explicar cómo todos nuestros conceptos se resuelven en el ser in

confuso, por ser el ser el objeto propio de nuestro intelecto, el autor expone como se concreta

esta resolución en la Metafísica, o Ciencia Primera, luego en la Matemática, y finalmente en

la Física; conocimiento que abarca, según su parecer, tanto la Filosofía de la Naturaleza como

las Ciencias Particulares: “los [conceptos] de la Physica, [se resuelven] en el ser móvil o

sensible, ens sensibile” (Maritain, 1967, p.64).

Pero entonces, la distinción entre Filosofía de la Naturaleza y ciencias experimentales

ha de estar en su objeto formal. Esto tiene su fundamente en nociones magistralmente

expuestas por Aristóteles, pero citamos a un autor más actual, Gredt, que expresa:

“Essentialiter tum scientia speculativa tum practica dividitur ratione objecti formalis; nam

sicut omnis habitus, ita etiam scientiae specificantur et distinguuntur per objecta sua formalia,

ad quae essentialiter ordinantur” (Gredt, 1961, p.203). Por su objeto formal, pues, se

distinguen las ciencias entre sí. Nos encontramos en una encrucijada, pues es en este punto

donde se dividen las opiniones de los filósofos. Unos opinarán que, poseyendo ambos

conocimientos un mismo objeto formal, no se distinguen realmente sino que son una y la

misma ciencia, que ha mutado sus intereses a lo largo de los siglos. Otros, y a ellos

adherimos, afirman que la distinción entre ambos saberes es elemental. Estas posturas se

encuentran expuestas clara y concisamente en el artículo Las relaciones entre la ciencia y la

filosofía, de Casaubón (1992, pp. 94 a 122). Siguiendo a Maritain, basamos la distinción entre

Filosofía de la Naturaleza y Ciencias Particulares en el modo de definir o de conceptualizar el

objeto formal.

Citamos al filósofo francés: “para la filosofía de la naturaleza será preciso en esta

expresión ens sensibile, subrayar el término ens; pues siendo ciencia de la explicación,

descubre la naturaleza y las razones de ser de su objeto” (1980, p. 74). Y más adelante, “La

ciencia empírica de la naturaleza, por el contrario, al decir ens sensibile, deberá subrayar con
particular interés, no ens, sino sensibile, ya que todos sus conceptos los ha de referir a lo

sensible como tal […], en la medida al menos en que intente constituirse como ciencia

autónoma de los fenómenos” (1980, p. 74). Por lo tanto, ens y sensibile constituyen para

Maritain, respectivamente, el germen de los distintos objetos formales que diferenciarán a

estos tipos de conocimiento. Más aún, afirmará más adelante el autor que ambos

conocimientos, además de divergir profundamente, tienen principios de explicación y medios

conceptuales enteramente diversos, por lo que sus dominios no pueden en absoluto

confundirse (1967, p. 89). Así pues, la filosofía se especifica por el énfasis en el ser del ente

sensible, al que tratará en cuanto tal, aunque distinguiéndose de la metafísica en que lo hará

siempre en un primer grado de abstracción, es decir, en un plano estrictamente sensible,

aunque yendo de lo visible a lo invisible. Las ciencias experimentales, por el contrario,

surgirán de la consideración del ente sensible en su calidad de sensible, más concretamente

de sus accidentes concretos y singulares. Y se especificarán a partir de estos; así, cada ciencia

particular se concentra en un determinado tipo de ente sensible, desde los objetos propios de

los sentidos, pasando por los entes existentes en la naturaleza, hasta las vivencias mismas del

hombre en su relación con el cosmos, tal es la amplitud de objetos del conocimiento. Por

ejemplo, la ciencia que estudia el sonido será la acústica, la que estudie los planetas será la

astronomía, y la de la conducta humana, la psicología.

Imposible no asombrarse ante tal campo de estudio, tan vasto como real. Pero de la

misma forma que entre los planos de conocimiento se da un orden jerárquico, como

explicábamos en un comienzo, también entre las ciencias se puede establecer una jerarquía

orgánica en diversos géneros y especies. La acústica pertenecerá, a modo de especie a su

género, a otra ciencia más amplia, la física. Esta proporcionará los principios que permitan a

la acústica proceder en el estudio de su objeto propio. La astronomía, por su parte, también

será parte de la física, ya que si buscamos entender más profundamente sus principios,
encontramos que las fuerzas que impulsan el movimiento de los cuerpos celestes son, al igual

que las ondas sonoras, diferentes formas de energía. La psicología, en cambio, no parece

guardar relación alguna con los ejemplos aducidos anteriormente. Esto puede encontrar su

razón de ser en la división de estos saberes que esquematiza Maritain. El autor afirma,

siguiendo un criterio analógico, que la totalidad de los saberes se divide en dos grandes

géneros, los que se caracterizan por un análisis empiriológico de la realidad sensible, y lo que

realizan al análisis ontológico de lo real, sea abarcando tan solo los sensibles, como la

filosofía de la naturaleza, sea abarcando la totalidad de los seres, como la metafísica

(Maritain, 1952, p. 125 y ss.). Ahora bien, entre los conocimientos empiriológicos

encontramos a su vez dos nuevos subgéneros. Las ciencias se dividirán entonces según

procedan con un análisis empiriométrico o con un análisis empirioesquemático de la realidad;

basándose las primeras en un énfasis de lo medible, esto es en última instancia en el accidente

cantidad, y las segundas en los demás accidentes, en última instancia en las diversas

cualidades de lo sensible. Más exactamente, las ciencias que proceden según análisis

empiriométrico se respaldan directamente en las matemáticas, esto es, en la aritmética y la

geometría, para establecer las leyes o teorías que extraen de la experiencia y por las que

elaboran sus conclusiones, en cambio las ciencias empirioesquemáticas no toman el número,

ni las cualidades de cuarta especie, forma y figura, como elementos de sus leyes. Esgrimen

por el contrario dichas ciencias un análisis descriptivo de los fenómenos. Aquí, por

consiguiente, es donde se explica la psicología como ciencia experimental.

Volvamos a la caracterización de los saberes que nos ocupan, para atender a su

método. Sabemos que tanto la Filosofía de la Naturaleza como las Ciencias Experimentales

tienen como punto de partida el ente sensible. Ahora bien, a partir de la distinción esgrimida

por Maritain que exponíamos más arriba, es posible marcar un camino muy diferente para
ambos saberes a partir del hecho sensible conocido. La Filosofía, desde una perspectiva

ontológica, se sitúa en el plano inteligible para explicar lo sensible mediante categorías más

generales, en un proceder especulativo, pero siempre corroborable en el hecho sensible

mismo. Las ciencias, por el contrario, permanecerán en lo sensible según su carácter

fenoménico, pues no son las notas constitutivas del ente sensible lo que las preocupa, sino

únicamente la predictibilidad y dilucidación del hecho sensible mismo en cuanto tal.

Esto significa que, en el primer caso, la demostración no se hará por medios sensibles.

¿Cómo, pues, podemos afirmar que se trata de una sabiduría, saber necesario? Porque sus

conclusiones en el plano especulativo son estrictamente necesarias. La Filosofía de la

Naturaleza no parte simplemente de lo sensible para, a nivel de la imaginación, establecer

ciertas afirmaciones más o menos comunes que pueden servir de punto de partida confiable

para las ciencias. Muy por el contrario, abstrae lo sensible para profundizar en su realidad a la

luz de los principios necesarios de la razón, que son primeros e irrefutables; y por eso mismo

su saber, aunque más general, constituye un punto de partida cierto y seguro para las ciencias

particulares, que encontrarán en ella su referencia o puerto en medio del mar del cosmos

sensible. Maritain expone esta necesidad afirmando que es “imposible la ciencia [i.e. saber

cierto por las causas] sin los primeros principios, en los cuales debe descansar toda clase de

razonamientos” (1980, p. 92). Será propio de la Filosofía de la Naturaleza, por tanto,

respaldar de modo implícito a las ciencias particulares en sus métodos específicos, pero sin

inmiscuirse en ellos, sino dando lugar a que dichas ciencias, por poseer su propio objeto,

elaboren sus conclusiones por sí mismas, es decir, en última instancia, sean saberes

independientes aunque compenetrados con la Filosofía.

Las ciencias particulares, por el contrario, sí necesitarán corroborar sus conclusiones

en el hecho sensible mismo, pues al elaborar en el plano inteligible sus conclusiones a modo

de axiomas y leyes, no podrían establecerlas como ciertas a no ser mediante su realización


concreta y particular. De lo sensible provienen, y a ello habrán de retornar necesariamente.

Las leyes por las que las ciencias explican los hechos no son evidentes por sí mismas porque

son extraídas inductivamente a partir de multitud de casos concretos. Esto no significa que

sea por el hecho mismo de que se trate de inducciones que dichas leyes no sean demostrables;

sino que la contingencia les proviene de la materia utilizada, a saber, el mismo dato sensible.

Así también, por consiguiente, los axiomas que constituyen como las síntesis de las leyes a

nivel científico. Estos se comportan análogamente como los primeros principios de la

filosofía. Es importante notar que, en toda analogía, existe una similitud y una diferencia

entre las partes. En el presente caso, la similitud consistiría en que tanto axiomas como

primeros principios constituyen el trasfondo de todo juicio emitido en el avance del conocer;

la diferencia, que aquí enfatizamos especialmente, está en que los primeros principios son

necesarios por sí mismos y los axiomas no. Comenta esto mismo Casaubón cuando afirma

que “No ocurre lo mismo con las ciencias positivas. Aunque en los tiempos de Galileo,

Descartes o Newton pudo creerse que los principios de las mismas -como la ley de inercia o

de la gravitación- eran autoevidentes, hoy en día se reconoce poco menos que unánimemente

que no es así” (1992, p.31) y más adelante, “en el campo en que se mueven las físico-

matemáticas y otras ciencias positivas no se alcanzan, como vimos, auténticas evidencias

primeras, por imposibilidad de limpia abstracción eidética con respecto a las contingencias

individuales.” (p. 32)

Conclusión

La Filosofía de la Naturaleza y las ciencias experimentales, hemos visto, parten de la

experiencia de lo sensible particular. A partir de ello, la Filosofía se remonta al plano de lo

inteligible, acentuando la realidad ontológica de su objeto para explicar sus causas. Ordena

así, mediante la concatenación de estas, el cosmos en categorías para simplificar su vasta


riqueza en realidades más simples y universales, sirviendo de este modo a la metafísica, que

como ciencia rectora dará a conocer las causas últimas y primeros principios.

Funciona así la filosofía de la naturaleza a modo de saber intermedio entre las

ciencias experimentales y la Ciencia por excelencia, que explica y otorga sentido a todas las

demás. Podría decirse que, a modo de analogía, la Filosofía de la Naturaleza se comporta

como los sentidos internos en el acto de conocimiento humano: estos se encuentran en un

mismo plano de conocimiento -el sensible- que los sentidos externos, y sin embargo se

encuentran estos al servicio de aquellos, que unifican su objeto (sentido común) y elaboran

un cierto juicio sobre él (estimativa). Los sentidos externos reciben cada uno un determinado

tipo de dato sensible, pero no lo interpretan sino que sirven únicamente de canal para él. De

la misma manera, la Filosofía de la Naturaleza otorga una base común a la multitud de

ciencias particulares, y les da sustento para proceder en sus métodos específicos, pues no

podrían las ciencias proceder si no fuera en base a principios filosóficos. Sin embargo, es

necesario aclarar que no se debe entender la analogía propuesta en el sentido de que las

ciencias presten un servicio “ciego” a la filosofía, como si solo sirvieran de “canales” de

datos específicos que solo la filosofía comprende; sino que muy por el contrario proceden

ellas por sí mismas dentro del campo de su objeto y según su método específico, aunque

siempre en armonía con la filosofía, pues proceden racionalmente. Otro malentendido podría

surgir del hecho de que los sentidos internos, que aquí comparamos con la filosofía de la

naturaleza, no poseen contacto directo con lo real sino a través de los sentidos externos. No

es este el caso de la filosofía, que no solo se contacta directamente con la realidad, sino que

además lo hace de modo mucho más simple y efectivo que las ciencias, que precisan en su

mayoría de medios de percepción de lo sensible más o menos sofisticados, por ejemplo un

telescopio.
Por otra parte, insistimos en la validez de la analogía propuesta al considerar el rol de

la Metafísica respecto de la Filosofía de la Naturaleza y las Ciencias Experimentales. Aquella

se encuentra en el plano de lo puramente inteligible, y devela lo más íntimo del ente, su

composición de esencia y acto de ser; del mismo modo que en el conocer el intelecto, en su

doble función de agente y pasible, devela la esencia de lo conocido a partir de la imagen

sensible. Además, la Filosofía de la Naturaleza y las Ciencias Experimentales comparten un

mismo nivel de abstracción; como los sentidos internos y los externos comparten un mismo

nivel, el del conocimiento sensible.

Enfatizamos a partir de lo expuesto el valor de la Filosofía de la Naturaleza como

saber distinto y complementario respecto de las Ciencias Experimentales. Estas han recibido

en los últimos siglos un protagonismo que en casos ha llegado a desplazar a la filosofía como

saber, recluyéndola al plano de la opinión. Sin embargo, como hemos visto, el científico que

procede según su método y en su campo específico necesita de la filosofía como regente de

su misma ciencia, pues es aquella la que le otorga las bases o principios, define su campo, y

sopesa realmente la necesidad de sus conclusiones. Consideramos que se debe apoyar un

diálogo cada vez más profundo de enriquecimiento mutuo entre estos saberes, ya que de esta

forma se contribuye a destacar y valorar la intensa labor realizada tanto por el científico como

por el filósofo hasta el día de hoy, y se impulsa la misma a obtener más y mejores resultados

en el futuro.

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http://www.actaphilosophica.it/sites/default/files/pdf/sanguineti_2002_1.pdf

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