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Sincericidas seriales: “Porque yo… ¡no tengo filtros!


Hoy Virginia nos invita a ejercer la no violencia en nuestros
vínculos personales, a través de un ejercicio sabio: domesticar la
propia lengua para no dañar (o tirar por la borda) esas relaciones
que supimos construir. Porque a decir la palabra exacta, también
se aprende.

“Yo te lo digo como lo siento, porque yo no tengo filtros”, se ufana alguien en la TV


(algún jurado de esos concursos que brindan clases de bullying a domicilio, y en los
que alguien “calificado” defenestra alegremente a otro que baila, o los jurados se
defenestran entre sí, para luego salir en las revistas y en otros programas como
“personas frontales y auténticas”).
Por ende —habida cuenta de la función didáctica que los medios ejercen en la
población—, se replica en la calle: “Porque yo no tengo filtros” (tan ufanamente como
el modelo propalado).

Pero… ¿qué es “no tener filtros”? ¿Qué es “decirte las cosas, así, como las siento”?

La Naturaleza demoró millones de años hasta que apareció sobre la faz de la tierra
esa obra maestra de la creación: el cerebro humano. Si lo plancháramos como una
tela abarcaría 2 metros cuadrados. Así, replegadito, está guardado en nuestro cráneo.
Su funcionamiento es tan increíble que las Neurociencias aún están comenzando a
comprender cómo funciona.
Una de las áreas que distingue al cerebro humano respecto del cerebro de los demás
animales no-humanos es la zona prefrontal: desde allí se puede regular el
comportamiento para que las conductas o emociones primitivas se modulen a medida
que vamos madurando.
Cuando somos niños pequeñitos sí obramos como sentimos: si nos enojamos
golpeamos, si no nos gusta rompemos, si nos da vergüenza nos escondemos, si
deseamos que alguien no nos toque le pegamos, lloramos cuando no nos dan lo que
queremos y tomamos rudamente lo que nos gusta sin considerar si otro tiene igual
derecho o si tan siquiera eso que tomamos no es nuestro. Y cuando comenzamos a
hablar, si los adultos no nos ponen límites gritamos, exigimos, y sin empacho alguno,
proferimos insultos o enunciamos a voz en cuello: “¡Malo! ¡Malo! ¡¡¡Eso no me
gusta!!!”.

Y el mayor favor que se le puede hacer a un niño en su crianza es que los adultos le
ayuden a activar su lóbulo prefrontal, acompañándolo a que pueda modular sus
emociones, administrarlas. A veces, por desconocimiento, hay padres que rechazan la
idea de “reprimir” a su niño, sin comprender que la represión es necesaria: “represión”
no significa agredir, lastimar, sofocar lo más bello de esa criatura (tal como usamos el
término “represión” cuando vemos que la policía o los militares arrasan con la
expresión pacífica de la gente). ¿Qué significa, entonces?
Podríamos tomar el concepto de “represión”, en el sentido en el que lo estoy
mencionando, como elige conceptualizarlo el Taoísmo: necesitamos domesticar
nuestros impulsos primitivos, como se domestica un perro o un gato para que
podamos convivir armónicamente. En nuestro idioma, por añadidura, la palabra
proviene del latín domine, que significa “dueño”, “amo”. Y en ese sentido quizás yerre
para referirse a los animales, pues no son objetos y por ende no tienen dueños; pero
sí aplicaría para referirnos a nuestro lóbulo prefrontal: autodomesticar lo más primitivo
de sí mismo es volverse “dueño de sí”. Y si no somos dueños de nosotros mismos,
nuestras emociones más básicas de apoderan de nuestra vida, siendo ellas las que
mandan, y no lo más evolucionado de nuestra identidad.
La persona que no tiene filtro puede obrar como el perro de la casa que muerde a la
visita, o el gato que le araña las pantorrillas. Aviso que voy a decir una metáfora fea,
pero ya la he evaluado con mi lóbulo prefrontal, y hemos consensuado en que es
antiestética pero quizás muy eficaz para graficar este tema: relacionarse con otros sin
los filtros necesarios puede convertir el estilo comunicacional en una serie de vómitos
emocionales y eructos mentales (la metáfora podría escalar hacia cosas mucho más
feas, pero me quedo aquí, y pido disculpas). En nombre de la “sinceridad” la palabra
tajea al otro, le hace una incisión a veces no pasible de cicatriz alguna. En aras de
“ser auténtico” se ejerce el vandalismo afectivo, destruyendo de una patada lo que
quizás al otro le tomó mucho tiempo construir.
Con demasiada frecuencia, desde esa actitud, aniquilamos con el filo de la lengua
relaciones que hubieran merecido ser conservadas, pero que, —encima estando
orgullosos de “no tener filtros”—, las cercenamos de cuajo a punta de palabra. La
persona se vuelve una sincericida serial, tan “seguro de sí” como esos siniestros
personajes de la TV que intoxica millones de familias cada día, cada noche.
Ejercer el don de la palabra exacta para decir lo que es doloroso, o incómodo, o difícil,
pero necesario, requiere de la misma habilidad que la que se manifiesta en el bisturí
de un eximio cirujano.
El increíble Gandhi, como abogado y como individuo, tenía una capacidad de ser
incisivo que él muy bien conocía. Una parte de su epopeya desde la No-Violencia
implicó domesticar a su propia lengua, y dijo alguna vez respecto de su trabajo sobre
sí: “He cargado sobre mis espaldas el monopolio de cambiar solamente a una
persona, y esa persona soy yo mismo; y sé cuán difícil es conseguirlo”. Ejercer la No-
Violencia en los vínculos cotidianos es un requisito indispensable para una vida
afectivamente sana. Y en ese plano la sinceridad se deberá manifestar administrando
las emociones: esto es, autorreprimiéndolas desde nuestra inteligencia emocional.
Gandhi llamó Sathyagraha a esa contundencia que algunos temas necesitan para que
la palabra o el acto sean tenidos en cuenta; el significado de esa palabra es “la fuerza
de la Verdad”. Expresar la Verdad con ética sensible es la tarea que nuestro tiempo
nos exige: trabajar sobre sí, tomar sobre nuestras espaldas ese maravilloso
monopolio. No desde hoy: desde ayer. (Y apagar la TV, o cambiar de cana, casa tras
casa: todos).

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