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Del “puto” (amistoso) a la “bitch”

(de cariño): el insulto como manifestación


de violencia de género
César Ricardo Azamar Cruz1

Resumen

Insultar podría ser el imperativo que vertebra gran parte de nuestros encuentros co-
municativos como si no existiese posibilidad de comunicación sin pasar por agredir
al otro. Y al “ofender a alguien con palabras” realizamos una producción de subjeti-
vidad; llevamos a cabo una enunciación demiúrgica: creamos lo que pronunciamos y
lo situamos en un lugar del mundo. De este modo, la violencia verbal acontece entre
personas en las que el sexo, el género, la clase, la edad, entre otras variables, no hacen
sino potencializar el insulto. El contexto permite su ejecución, pero la injuria cobra
efecto porque existen las condiciones de poder para que acontezca.
En este sentido, las palabras puto y bitch no son expresiones vaciadas de su conte-
nido injurioso por más que su uso extendido y cotidiano haya aparentemente triviali-
zado o des/significado su significado. Pues el uso de tales palabras visibilizadas desde
una perspectiva de género, revelan que el insulto, aun cuando intente ser resemantiza-
do a través de formas comunicativas “amables”, de afecto o mera forma de socializa-
ción, mantiene la carga semántica (estigmatizante) con la que está inscrito (visibles o
veladamente) en la cotidianeidad.
Palabras clave: insulto, violencia verbal, perspectiva de género.

1
Facultad de Letras Españolas, Universidad Veracruzana, ricardoazamar@hotmail.com.

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El insulto: la asignación de un nombre no deseado

Insulto luego existo, podría ser el imperativo que vertebra gran parte de nuestros
encuentros comunicativos, como si no existiese posibilidad de comunión sin pasar
por agredir al otro, como si nadie alguna vez hubiera experimentado que así como las
palabras confortan, también tienen la posibilidad de herir. Dialogar sin dañar al otro
es, en estos tiempos, una empresa difícil, pero sobre todo, me temo, vana. La injuria
parece ser la nueva marca estilística de nuestras comunicaciones verbales y no verbales.
El presente trabajo es ante todo una reflexión respecto a la circulación de ciertas
palabras o expresiones que inicialmente son o pueden ser consideradas formas de
insultar; así lo registra su significado en la rae, en el caso de puto, y el diccionario de
Oxford, para el término bitch. Sin embargo, por la extensión de su uso (y abuso), amén
de los contextos y la intencionalidad con que se expresan, parecen subvertir o dismi-
nuir la carga semántica que las define. Su empleo recurrente en las conversaciones de
jóvenes universitarios (sobre todo) es el que ha motivado esta indagación.
De suerte que se pretende evidenciar cómo el insulto es la vértebra de buena parte
de las relaciones sociales (especialmente) en los jóvenes, a partir del uso y abuso de dos
expresiones: “puto” y “bitch”, las cuales son empleadas cotidianamente en las conver-
saciones juveniles sin que se repare (en apariencia) en el significado negativo de tales
palabras, ni mucho menos en el hecho de que al ser unas expresiones ofensivas, ejer-
cen contra el destinatario una forma de violencia verbal, que es al mismo tiempo una
manifestación de violencia de género, en tanto que dichos términos están inscritos en
relaciones de poder, en las que se pone en juego la posición del sujeto que los enuncia
y el sujeto que los recibe.
Si consideramos al insulto desde una perspectiva pragmática de base semántica
como apunta Colín: “todo lo que tenga un sentido cognoscitivo o contextual que pue-
da parafrasearse como descalificante o evaluado como acción agresiva será un insulto”
(2007: 51) y lo interpretamos desde una perspectiva de género, encontraremos que las
palabras devienen actos realizativos o performativos, cuyos efectos inciden (debido a
las relaciones de poder, que son también de género, presentes entre el sujeto que insul-
ta y el sujeto injuriado) en la integridad de quien o quienes las reciben, y por supuesto
que también en quien o quienes las profieren; las palabras o frases injurian, sin que la
intencionalidad con que las expresiones son enunciadas o el contexto en que se expre-
sen consiga subvertir el sentido negativo de los términos ofensivos.
Así, al “ofender a alguien con palabras” realizamos una producción de subjetividad;
llevamos a cabo una enunciación demiúrgica: creamos lo que pronunciamos y lo situa-
mos en un lugar del mundo. Así, “el insulto cumple una parte importante dentro de
la comunicación, al realizarlo no nada más decimos sino que hacemos cosas (insulta-

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mos)” (Espinosa, 200, párr. 7); de este modo, “insultar es un acto de habla, pertenece
al grupo de esas palabras que “hacen cosas”, como la promesa o la orden” (Lisowska,
2010: 7). “El insulto un acto lingüístico, es también un acto social” (Pérez 2005: 9,
citado por Martínez, 2009: 65). Un veredicto. “Es una sentencia casi definitiva, una
condena a cadena perpetua, con la que habrá que vivir el sujeto insultado” (Eribon,
2001). El insulto crea en su enunciación lo enunciado; la injuria es un acto de perfor-
matividad. Entendemos por performatividad el hecho de reiterar o repetir las normas
mediante las cuales nos constituimos.
¿Cómo puede una palabra o una frase causar efectos tan negativos en el sujeto
contra el cual son arrojadas? ¿Cómo puede uno o una liberarse de los efectos del
insulto? Colín afirma que “el insulto entendido como una marca social es, además de
una palabra, una acción que acontece en el entramado de relaciones de poder” (2007:
53). Por lo tanto, el insulto no hace otra cosa que revelar/nos el sitio que cada sujeto
ocupa en el escenario social; la diferencia posibilita que la ofensa fluya de una posición
de poder superior a otra inferior, la injuria revela la desigualdad (social, sexual, racial,
de género, de clase, de edad, entre otras); no la funda.
Al respecto, Eribon afirma que “el insulto es un veredicto que actúa como una
expresión que re/crea significados dando cuenta de estados corporales y de posicio-
nes sociales” (Eribon, 2001). Esto es, la ofensa como expresión fundante de un otro
reducido: insultar para disminuir la dignidad del otro; puesto que nadie injuria para
engrandecer a los demás sino para reducirlos, mermarlos. La esencia del acto de insul-
tar está en adjudicarle verbalmente al contrario algunos defectos, a menudo según el
antojo del emisor; “la verdad o la falsedad de las afirmaciones de éste son cuestiones
que no se toman tanto en consideración” (Lisowska, 2010: 9).
Por otra parte, hay opiniones que consideran que el insulto no radica en la expre-
sión o en la frase pronunciada sino en las circunstancias en que ésta es producida.
Colín refiere que:

El insulto no se determina por el tipo de unidad léxica o poliléxica, ni siquiera por la


intervención manifiesta del locutor, sino que se trata del significado derivado de un
contexto construido de manera conjunta por los interlocutores en una situación comu-
nicativa determinada (2007: 51).

Es decir, el insulto no proviene de la palabra ni de la intencionalidad de quien la


profiere o quien la recibe, sino del contexto en el que acontece dicho intercambio
comunicativo. ¿Puede una expresión perder o ver disminuida o neutralizada su carga
ofensiva sólo por “el contexto construido por los interlocutores”? Si sólo bastase el

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marco de referencia en el que se encuadra la comunicación: o todas las palabras serían
susceptibles de insultar o ninguna de ellas poseería dicha capacidad de ofender.
Considero que el contexto lo que posibilita es que la carga semántica (que es a su
vez una carga histórica, pero que no abordaré) de las palabras obre su sentido (el que
posee por estar situado en un entramado lingüístico específico) con mayor o menor
fuerza y arroje contra el sujeto injuriado toda la significación cultural con que ha sido
dotada tal expresión o frase. De ser así, habría que suponer que ninguna palabra es
“inocente” en tanto que la gran mayoría guarda en sí misma la capacidad de ser utili-
zada como un arma para insultar, es decir, habría algunos términos o frases que poseen
cierta capacidad (en latencia) para ofender (injuriscencia). En este tenor, Eribon nos
advierte que:

Cuando hablo de la “injuria” no hablo sólo de las palabras insultantes que se reciben
o se escuchan en la calle, sino de todo un conjunto de palabras, imágenes, representa-
ciones, etc., que contribuyen con la inferiorización de ciertos grupos de individuos. La
injuria es una estructura de inferiorización y, por lo tanto, puede decirse que todo el
mundo social, todo el orden social, es injuriante (citado por Link y Díaz, 2014).

¿Qué o quién determina que una palabra o frase arroje todo su significado negativo
en cierto momento si aceptamos que la ofensa significa (produce y reproduce) no sólo
en función del contexto? ¿Qué o quién establece cuándo se es injuriado y cuándo no?
¿Puede la ofensa en algún contexto no ser considerada una forma de violencia? ¿Se
puede insultar “poquito”?

Violencia verbal: un juego de palabras

“Todo acto es un acto de violencia” (Sofsky, 2006: 9), con tal afirmación, Sofsky acusa
de violenta toda acción humana, con lo cual no deja espacio para ninguna manifes-
tación en la que la violencia quede afuera. Sofsky refiere que la violencia habitual se
produce sin fin ni motivo, como algo natural, y a menudo de forma incidental. “La
violencia habitual la desencadena un mecanismo simple” (Sofsky, 2006: 53). Esto es,
vivimos atrapados y atrapadas en una red de fuerzas de poder, cuya actuación ya supo-
ne un ejercicio de violencia, puesto que atenta contra la naturaleza del otro. Referido
así, podemos concluir que la violencia es inherente al ser humano.
¿Es posible escapar de tal determinismo? Sofsky concluye que no: “la violencia es el
destino de la especie. El acto de maltratar al otro tiene su origen en las capacidades de
la acción humana” (Sofsky, 2006: 224). Y en este sentido, esta forma parte del accionar

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de unas y otros. Por otra parte, Domínguez Ruvalcaba refiere que “la violencia es
una fuente prolífica de representaciones; forma parte de la vida cotidiana, tiene sus
procedimientos y es interpretada” (Domínguez, 2013: 148). Es decir, vivimos en
entramados de actuación y significación no solamente dados por la violencia sino
que éstas subsisten debido a ella. De suerte que estamos dentro de la violencia casi del
mismo modo que estamos contenidos en un campo gravitacional. Algunas veces no la
vemos, pero padecemos sus efectos.
Sin embargo, es evidente que la violencia no se ejecuta de la misma manera para
unas y otros, puesto que interactuamos en diferentes ámbitos de la estructura social,
ocupamos posiciones de poder que nos tornan más vulnerables en unas que en otras;
el ejercicio de la violencia dependerá de la concurrencia de múltiples factores. La vio-
lencia no tiene los mismos efectos sobre una mujer que sobre un hombre, ni es de igual
magnitud al interior de ciertos espacios que fuera de ellos. No acontece igual según la
edad y la posición social que ocupen unas y otros. Mujeres y hombres, a su vez, ejercen
la violencia de modos y tipos distintos. Por ello, entre las clasificaciones que se han
hecho de la violencia existe una denominada “de género”:

Con la violencia de género se alude a las formas con que se intenta perpetuar el sistema
de jerarquías impuesto por la cultura patriarcal. Se trata de una violencia estructural
hacia las mujeres, con objeto de subordinarlas al género masculino. Se expresa a través
de conductas y actitudes basadas en un sistema que acentúa las diferencias, apoyándose
en los estereotipos de género (Inmujeres, 2008: 15).

Cabe aclarar que la violencia de género no es solamente una forma de agresión


contra las mujeres por parte de los hombres, también existen varones que ejercen
violencia contra otros hombres, del mismo modo que existen mujeres que violentan
a hombres y a otras mujeres, y puesto que la manera de ejercer violencia sobre unas y
sobre otros no es solamente estructural, ya que la violencia se apoya en las diferencias
y en los estereotipos, también hay tipos de violencia (psicológica, física, económica,
sexual, entre otras) que pueden ser ejercidos por cualquiera. Quien quiera que tenga
un cuerpo “puede ejecutar o recibir la violencia”, refiere Sofsky (2006: 29).
Así, la violencia verbal, incluida dentro del tipo de violencia psicológica, se lleva
a cabo entre personas en las que el sexo, el género, la clase, la edad y otras variables
no hacen sino potencializar el insulto. Injuriar no es una acción que se realice de los
hombres a las mujeres; es una ejecución que realiza alguien con una posición de poder
que le facilita llevar a cabo tal acción, más una intencionalidad y un marco idóneo para
ello. El contexto permite su ejecución, pero la injuria cobra efecto porque existen las
condiciones de poder para que acontezca; por ello es posible el clasismo, el sexismo,

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la discriminación. Al respecto, Giménez afirma que “las actitudes discriminatorias se
dan siempre dentro de un marco de correlación de fuerzas. Por eso son unilaterales y
funcionan de arriba hacia abajo en un solo sentido” (Giménez, 2003: 3).
El insulto siempre va en un solo sentido y golpea en el cuerpo. La injuria se inscribe
y se lee en y desde el cuerpo, y en consecuencia re/significa la corporalidad de los suje-
tos reduciéndolos (inferiorizándolos) al imponerles marcas sexualizadas y racializadas y
otras. No sólo se es “puto maricón”, también se llega a ser “machorra pobretona”, “puto
jodido”, “india lesbiana”, “naco choto”, “perra infeliz”, “negro homosexual”, “marica
de mierda”, “maldita bitch”, entre otras joyas del florilegio del desprecio que atentan
contra la integridad, no sólo psicológica del sujeto sino también física y emotiva. Así
la acción violenta envuelve al sujeto y lo sujeta. “La violencia es la acción culminante
de un discurso de dominación” (Domínguez, 2013: 147).
El Informe Nacional sobre Violencia de Género en Educación Básica (invgeb)
de 2008 refiere, respecto a la violencia verbal, que “las personas que ejercen este tipo
de violencia lo hacen con la intención clara de molestar y humillar, y sin que general-
mente haya provocación previa por parte de la víctima” (2009: 98). Esto es, que dicha
violencia acontece en tanto que se dan las condiciones para que ésta cobre efecto a
partir de una diferencia de facto entre quien agrede y la persona agredida en razón
de una desigualdad en la capacidad de ejercer el poder. No solamente se agrede “por
gusto”, sino porque se puede hacerlo. Se insulta como parte de una broma o con la
intencionalidad manifiesta de herir. “Es frecuente que las personas agresoras, se consi-
deren más fuertes, más listas o en definitiva, mejores que su compañero o compañera
agredida, afirman Harries y Petrie (2006, citados en invgeb, 2009: 98).
El ejercicio de poder llevado a cabo de manera reiterada sobre los sujetos violenta-
dos llega a modificar la propia percepción de la víctima al naturalizar la violencia como
un hecho que dada su recurrencia deviene normalidad. Amén de los daños psicológi-
cos, físicos, materiales y de otra índole que puede llegar a padecer la persona injuriada.
El insulto verbal, la injuria constante, termina por conformar, la mayoría de las veces,
un tipo de sujeto resignado a su estado de desprecio, de minusvaloración, de ninguneo
y de invisibilización. El sujeto derrotado en el juego de palabras que supone la ofensa.
De este modo, modificar la subjetividad conformada por el insulto pasa por desin-
juriar la corporalidad, arrancar esa ofensa continua que se ha incardinado, se ha hecho
carne y cuya manifestación es un tono de voz apenas perceptible, un cuerpo que se
disminuye con el fin de pasar desapercibido antes los demás, que se ridiculiza para
reforzar el escarnio haciéndolo parecer gracioso o que no exige nada, o a través de la
ocultación y el silencio. ¿Cómo se arranca del cuerpo todo aquello que el insulto a de-
positada en el mismo durante tanto tiempo? ¿Puede el insulto devenir una expresión
no injuriante?

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Del “puto” (amistoso) a la “bitch” (de cariño)

Puto y bitch son expresiones que forman parte del léxico diario empleado por bastantes
(mujeres y hombres) para iniciar o mantener una comunicación; dicha cotidianidad
parece decolorar el grado de agresión que ambos términos materializan en quien reci-
be la palabra en forma de vocativo, saludo o de broma; que el receptor (por descono-
cimiento, por compañerismo o por el contexto) no perciba el significado (del término)
inscrito en los códigos sociales, no significa que éste deje de significar.
No se necesita una atmósfera de densa tensión para que el insulto surja y sea pro-
ferido, pues los momentos de júbilo y celebración, los de ocio, la mera interacción
favorecen la aparición de palabras o frases ofensivas que el contexto parece suavizar y
restarles su carga lesiva: un vocativo o una respuesta fática puede ser convertidos en
un insulto. En este sentido, palabras como “puto” y “bitch”, de uso común entre adoles-
centes y jóvenes han devenido saludos, expresión de amistad, formas de complicidad
y aprobación, que aparentemente han desterrado de su significado la carga injuriosa
que dichas palabras poseen en nuestro vocabulario. No obstante, desconocer el sentido
de una expresión, no anula su significado ni lo que éste produce en el receptor de un
insulto: un ejercicio de violencia.
Por ello es que puede considerarse al insulto como una forma de violencia verbal
que deviene una manifestación de violencia de género, ya que ésta se define como
“cualquier acto perjudicial perpetrado en contra de la voluntad de una persona y ba-
sado en las diferencias de atribución social (género) entre hombres y mujeres” (unpf,
2012: 8). Sólo lo Queer hace suyo el insulto para torcerlo y resignificarlo.
Para Bolívar:

La violencia verbal puede definirse como el ataque a otros con palabras ofensivas. Se
trata de un uso del lenguaje que transgrede las normas establecidas por cada comunidad
o sociedad respecto a lo que es aceptable o no; respecto al uso del lenguaje para man-
tener las relaciones de respeto y tolerancia en un grupo o sociedad. Su meta es dañar la
imagen del otro y derrotarlo en su estima personal. Esta violencia puede expresarse me-
diante palabras o gestos que ofenden, disminuyendo o humillando al otro. Dentro de
las palabras se encuentran los insultos […] (2002:126; citado por Martínez, 2009:66).

De modo que es posible significar la ofensa como una forma de violencia de género
que tiene como finalidad puntuar una diferencia (de sexo, de género, de sexualidad, de
clase, de edad, de raza y etnia) entre quien emite la injuria y quien la recibe obrando
a través de la enunciación una performatividad en el sujeto receptor de la injuria. El
insulto transforma a quien lo recibe.

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En este sentido, las palabras “puto” y “bitch” no son expresiones vaciadas de su
contenido injurioso por más que su uso extendido y cotidiano haya aparentemente
trivializado o des/significado su significado. Así, cuando Miguel Herrera, entrenador
de la Selección Mexicana de Futbol señala que “No tenemos nada qué decir (del grito
de puto), estamos con la afición, ellos lo hacen para presionar al arquero rival, me parece
que no es grave”, (La Afición, 20/06/2014; resaltado en el origina). Más que manifestar
apoyo a la afición evidencia ignorancia del significado histórico de una palabra en el
contexto mexicano. “Puto” no es una interjección como “arre”, “adelante”, “ole”, es una
forma de insultar a quienes no se muestran constante y ostensiblemente hombres;
donde hombre se sobreentiende como heterosexual.
“Puto” es todo aquél que no profesa los valores de la heterosexualidad normativa, la
que establece un pensamiento heterosexual que gobierna (o pretende gobernar) todos
los ámbitos de la experiencia humana. La categoría de sexo es una categoría política
que funda la sociedad en cuanto heterosexual afirma Monique Wittig:

La categoría de sexo es la categoría que establece como “natural” la relación que está
en la base de la sociedad (heterosexual), y a través de ella la mitad de la población —
las mujeres— es “heterosexualizada” […] y sometida a una economía heterosexual. La
categoría de sexo es el producto de la sociedad heterosexual que impone a las mujeres
la obligación absoluta de reproducir “la especie”, es decir, reproducir la sociedad hete-
rosexual (Wittig, 2006: 26).

“Puto” son todos aquellos que no participan de esta sinergia heterosexualizante. Y


por ello el “puto” es un no-hombre, del mismo modo que “la lesbiana no es mujer”. Y
no una porra. “Puto” representa represión y odio.
Por otra parte, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred)
afirmó que los gritos homofóbicos durante los partidos de futbol no son una costum-
bre o tradición, es irresponsable y no contribuye al respeto de los derechos humanos;
“el fútbol se gana con goles, no con discriminación”. Y agregó:

Decir que con el pago del boleto se puede tener cualquier conducta en el estadio al
amparo de una libertad de expresión mal entendida como ilimitada, además de erróneo
es irresponsable, y no contribuye al respeto de los derechos humanos y de la dignidad
de las personas (Milenio Digital, 19/06/2014).

“Puto” no es (o no lo será por el momento), una expresión neutra, una porra o una
puya que azuce a un equipo rival en un partido de futbol. “Puto” no es un saludo amis-
toso sin consecuencias (afectivas) en quien recibe dicha expresión. El insulto reduce.

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Azamar Cruz
Basuriza. “Puto” es el grito de quien puede enunciarlo desde su posición de poder (real
o ficticio, permanente o pasajero) para herrar en el otro todo su prejuicio de clase,
de raza, de etnia, de género, de sexo, de deseo y más… “puto” es la evidencia de una
diferencia devenida desigualdad y por lo tanto exclusión (y homofobia, en este caso),
aun cuando el término sea susceptible de experimentar algunos desplazamientos se-
mánticos. Refiere Brito:

Se argumenta que el significado actual de puto es cobarde, pero el prejuicio homofóbi-


co siempre ha asociado a la homosexualidad con la cobardía porque, de acuerdo con su
lógica, el homosexual no se comporta como hombre. El homosexual es cobarde porque
se arredra fácilmente ante los puños levantados, porque no sabe responder a los ma-
drazos, porque se deja putear en un mundo donde la violencia es una prerrogativa de la
hombría. Un hombre se hace a madrazos (Brito, 2014, párr. 6).

Y los “putos”, se deshacen a madrazos. Tal es el mandato del sistema heterosexista


y patriarcal. Refiere Ben Haggerty desde la proclama antihomofóbica:

Nuestra cultura está creada desde la opresión. / Todavía no les toleramos. / Nos lla-
mamos unos a otros ‘maricones’ detrás de las teclas de un foro de Internet. / Es una
palabra enraizada en el odio. / Aunque todavía lo ignoramos. / Utilizamos “gay” como
sinónimo de inferior. Es el mismo odio que causan las guerras por la religión, / género
y el color de tu piel (Marcos, 2014).

“Puto”, aunque sea una palabra de uso corriente y se intente resignificar con senti-
dos “más amables”, conserva la carga semántica (insultante) con la que es reconocida
lingüística e históricamente por la comunidad mexicana, con independencia del con-
texto en el que sea referida. “Puto” siempre estará referido a un vasto campo semántico:
choto, puñal, joto, loca, marica, quebrado, afeminado, mariposa, rarito, lilo, mujercito,
floripondio, anormal, sopla-nucas, muerde-almohadas, del otro lado, invertido, torci-
do, de manita caída, desviado, pervertido, enfermo, gay, uranita, homosexual, alguien a
quien se le hace agua la canoa, le gusta el arroz con popote, le gusta la Pepsi tibia, entre
otros. La relación de términos para referirse a un varón no heterosexual es extensa.
Hablemos del concepto “bitch”. ¿Qué ocurre con la expresión bitch? Desde Human
Nature, (Bedtime Stories; 1995), canción en la cual Madonna “presumía de empodera-
miento repitiendo cuatro veces que no era la zorra de nadie” (De Prado, 2013; resaltado
en el original) a la fecha, casi veinte años después, bitch es una palabra de uso corriente
con lo cual, en apariencia, ha visto modificado (¿mermado?) su significado de zorra o
perra como lo consigna el diccionario de Oxford.

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Inicialmente la expresión Son of a bitch (“hijo de puta”) “puede funcionar como
una interjección para expresar enojo o decepción, pero también como una injuria”
(Poulsen, 2014: 24); se trata de una expresión de emociones negativas. “Bitch” es una
palabra muy poderosa que puede ser usada como sustantivo, verbo o adjetivo:

La palabra “bitch”, que literalmente significa una perra hembra, es un slang muy co-
múnmente usado en el idioma inglés para referirse denigrantemente, en la mayoría de
los casos, a una persona, y con mayor frecuencia a una mujer. Generalmente, esta pa-
labra se aplica a una persona beligerante, poco razonable, entrometida o agresiva (Real
Life Global, 2013, párr. 2).

“Su original como palabra vulgar, documentada en el siglo xiv, sugería un gran
contenido de deseo sexual en una mujer, comparable a un perro en celo” (Real Life
Global, párr. 14). De lo anterior se desprende que dicha palabra o frase funciona la
más de las veces como una ofensa y no como una expresión de afecto o de cariño.
¿Cómo es entonces que el concepto es empleado de manera coloquial entre las chicas
como un vocativo o a manera de saludo? Márquez refiere que:

Algunas han reclamado para sí la palabra “bitch” (zorra), apropiándose así de un térmi-
no en origen represivo y denigratorio para lucirlo como un emblema de identidad, al
igual que ocurrió con la palabra “nigger” (negrata) dentro de la comunidad negra o del
término “queer” (marica) dentro de la comunidad queer (2014: 186).

Márquez resalta que “las chicas, al llamarse a ellas mismas “bitch”, le han quitado
el efecto al insulto” (2014: 186). ¿En verdad basta la apropiación de la injuria para des/
significar o resemantizar una ofensa? ¿Basta la frecuencia en el uso de un término pe-
yorativo para desgastar su significado ofensivo? En este tenor, Martínez refiere que “los
insultos son usados corrientemente por los jóvenes en sus encuentros comunicativos,
donde se evidencia que la ‘no-agresión al otro’ no es la norma absoluta en las interac-
ciones” (2009: 60). Esto es, las relaciones comunicativas de las y los jóvenes están basa-
das en la agresión, en una sutil violencia verbal que es también una violencia de género
en tanto que pone en juego relaciones de poder: ¿quién llama “bitch” a quién? ¿En qué
contexto lo enuncia? ¿Cómo reacciona quien ha sido llamada con ese término?
Así, considerando el insulto como un fenómeno pragmático de base semántica y
leyéndolo desde una perspectiva de género, la expresión “bitch” expresa más allá de lo
que se enuncia: bitch no (sólo) es la amiga sino la potencial rival (de amores, de amis-
tades, de fama) que hay que vencer; es la perra de la que hay que cuidarse, es la zorra
peligrosa que exige estar alerta. “Bitch” va directo contra los comportamientos sociales

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(y sexuales) de las chicas, del mismo modo que “puto” despoja a quien lo recibe de su
hombría y de la posibilidad de resarcirse socialmente.
Volviendo al término “bitch”, Katy Perry declara: “La línea que separa ser una zorra
de tener clase es fina. Y yo camino sobre esa línea” (Muñoz y Arraut, 2011: 45). Por
otra parte, Levinson (en un estudio sobre la escuela secundaria en México) refiere que
“las muchachas que adoptaban prácticas verbales agresivas para realizar los intereses
estudiantiles, combinaban estratégicamente una personalidad enérgica masculina con
aquellas cualidades femeninas de disciplina y moralidad vistas de manera positiva”
(1999: 25). En este tenor Márquez señala la existencia de una mujer y una feminidad
que se afirman desde la violencia.

Existe lo que cierta crítica feminista ha denominado “mujer fálica” o “mujer guerrera”,
porque encarna la idea de la mujer fuerte, que no teme a los hombres y sabe utilizar la
violencia hábilmente para conseguir sus fines. Hay ejemplos en prácticamente todos
los medios de comunicación: la Kill Bill de Tarantino en el cine, Lara Croft en los
videojuegos, Xena la princesa guerrera, en la televisión, Wonder Woman en el cómic,
etcétera (Márquez, 2014: 186).

Puede entenderse que las chicas para sobresalir o sobrevivir en ambientes hostiles
o de competencia empleen recursos variados; el camuflaje o el mimetismo funciona
convenientemente, lo cual las obliga a realizar malabarismos sociales, culturales, de
género, entre otros, lo que incluye, algunas veces, “actuar masculinamente”. Y decir
groserías e insultar es una manera de afirmarse. Al respecto, Martínez refiere:

Los insultos son elementos de la lengua (palabras, frases y/o enunciados) que funcio-
nan como detonantes en la interacción y cuya función básica es, según esta perspectiva,
la agresión al otro, por lo que están estigmatizados […]. Así, el uso de los insultos entre
los jóvenes, tanto de sexo masculino como femenino, podría funcionar, en contextos
específicos, como saludos entre iguales o formas de camaradería y no como elementos
de ataque verbal (Martínez, 2009: 62).

Sin embargo, lo que se observa en la cotidianidad es que las chicas se conducen


entre prácticas pseudoempoderantes y sí, masculinizadoras (leídas éstas desde una
perspectiva de género), y otras, que pretenden reforzar la idea de lo femenino asociado
con valores y actitudes de una moralidad deseable para las mujeres, con lo cual, pro-
ducen y reproducen cuestiones de género, esto es, de desigualdad y sexistas, generando
con todo ello una suerte de violencia de género contra sí mismas.

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Puede considerarse que el uso indiscriminado del término ‘bitch’ somete a las chi-
cas en una dinámica de violencia “sutil”, que termina por atraparlas en un juego lin-
güístico en la que la supuesta liberación a través del lenguaje no hace sino envolverlas
en una red de significados negativos que inciden en su persona. De suerte que se ven
inmersas en relaciones sociales (comunicativas, de amistad, de compañerismo) en las
que la violencia verbal, que es un tipo de violencia psicológico, es la norma. Violencia
que no solamente ejercen los varones contra ellas, sino principalmente es generada por
y hacia ellas.

Conclusiones

A principios de los años noventa, una parte de la comunidad lésbico-gay en algunas


ciudades de Estados Unidos identificó que muchos integrantes de dicha comunidad
habían dejado de luchar a favor de los intereses colectivos, contentándose con los lo-
gros hasta entonces alcanzados. Los sujetos disidentes además de criticar ese estado
de confort en el que bastantes se habían instalado, realizaron acciones que pretendían
evidenciar y desestabilizar ese establishment. Lo primero que hicieron fue hacerse de
un nombre que los identificara, desidentificándolos, a su vez, de la comunidad lgbt
objeto de su crítica, y lo hicieron haciendo suyo el concepto Queer, término peyorativo
que hacía alusión a lo bizarro, lo raro, lo torcido, para subvertir su significando convir-
tiéndolo en una expresión de orgullo. Un imperativo a la re/acción.
Desde aquellos tiempos han pasado más de veinte años y los aciertos y yerros de
lo Queer están al alcance de que quien quiera conocer al respecto. ¿Puede ocurrir un
proceso similar, de des/significación de los términos “puto” y “bitch” y su posterior
resignificación como sucedió con el término Queer? ¿Es posible que expresiones que
aún ahora son insultos alguna vez sean palabras que puedan abrazarse con orgullo?
Durante este trabajo he reflexionado sobre la imposibilidad o poca probabilidad de
subvertir el significado ofensivo de las palabras “puto” y “bitch” en un contexto como el
nuestro, en el cual dichas expresiones tienen además de su carga semántica, una carga
histórica (no abordada en este texto) que hace complejo el proceso de modificación
de sus significados.
En una sociedad como la nuestra, tan desigual en muchos sentidos, en las que las
relaciones de poder (las jerarquizaciones) están remarcadas y en la que el uso de expre-
siones ofensivas (no necesariamente insultantes) son comunes en las conversaciones,
no resulta sencillo pasar por alto el significado que las palabras poseen (y acentúan)
en el marco de una interacción habitual, por muy rutinaria, amistosa o ingenua que

MEMORIA DEL COLOQUIO DE INVESTIGACIÓN Del ”puto” (amistoso) a la ”bitch” (de cariño)…
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Azamar Cruz
ésta sea. No nos liberamos desde el discurso, al contrario, a través de él reafirmamos el
lugar que ocupamos en el entramado social (y lingüístico) en el que nos desarrollamos
cotidianamente.
En este tenor, el empleo de expresiones como “puto” y “bitch”, lejos de liberar a los
sujetos (al menos en el discurso) los entrampa de tal modo, que la enunciación aparen-
temente emancipadora refuerza las posiciones de poder (de sujeción) que éstos ocu-
pan no sólo como sujetos lingüísticos sino sobre todo como sujetos dotados de sexo,
género, deseo, entre otros; el insulto disfrazado de camaradería los y las violenta, pues
dichas expresiones, refiere Vidiella, tienden a “pegarse” porque todavía transportan
una historia (de signos y cuerpos) cargada de diferencia, violencia e insulto (Vidiella,
2012: 89).
Su uso no es en ningún momento con una intención subversiva o para des/sig-
nificar el término, sino meramente comunicativo (vocativo), con lo cual el proceso
dialógico se inscribe en un contexto aparentemente ingenuo en el que fluyen voces
que son considerados insultos y que por tanto ejercen una violencia verbal entre quie-
nes participan del encuentro, aunque los y las participantes no se den cuenta de ello.
La omisión y la ignorancia no nos libran de la propia responsabilidad que tenemos
al momento de comunicarnos, así sea que se “puto” y “bitch” hagan las veces de una
función fática.
De este modo, mujeres y hombres se ven constantemente sometidos a una violen-
cia de género desde y a través del discurso (violencia verbal). Pues el uso de expre-
siones como “puto” y “bitch”, visibilizadas desde la perspectiva de género, revelan que
el insulto, aun cuando intente ser resemantizado a través de formas comunicativas
“amables”, de afecto o mera forma de socialización, mantiene la carga semántica (es-
tigmatizante) con la que está inscrito (visible o veladamente) en la cotidianeidad.

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