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Resumen
Insultar podría ser el imperativo que vertebra gran parte de nuestros encuentros co-
municativos como si no existiese posibilidad de comunicación sin pasar por agredir
al otro. Y al “ofender a alguien con palabras” realizamos una producción de subjeti-
vidad; llevamos a cabo una enunciación demiúrgica: creamos lo que pronunciamos y
lo situamos en un lugar del mundo. De este modo, la violencia verbal acontece entre
personas en las que el sexo, el género, la clase, la edad, entre otras variables, no hacen
sino potencializar el insulto. El contexto permite su ejecución, pero la injuria cobra
efecto porque existen las condiciones de poder para que acontezca.
En este sentido, las palabras puto y bitch no son expresiones vaciadas de su conte-
nido injurioso por más que su uso extendido y cotidiano haya aparentemente triviali-
zado o des/significado su significado. Pues el uso de tales palabras visibilizadas desde
una perspectiva de género, revelan que el insulto, aun cuando intente ser resemantiza-
do a través de formas comunicativas “amables”, de afecto o mera forma de socializa-
ción, mantiene la carga semántica (estigmatizante) con la que está inscrito (visibles o
veladamente) en la cotidianeidad.
Palabras clave: insulto, violencia verbal, perspectiva de género.
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Facultad de Letras Españolas, Universidad Veracruzana, ricardoazamar@hotmail.com.
Insulto luego existo, podría ser el imperativo que vertebra gran parte de nuestros
encuentros comunicativos, como si no existiese posibilidad de comunión sin pasar
por agredir al otro, como si nadie alguna vez hubiera experimentado que así como las
palabras confortan, también tienen la posibilidad de herir. Dialogar sin dañar al otro
es, en estos tiempos, una empresa difícil, pero sobre todo, me temo, vana. La injuria
parece ser la nueva marca estilística de nuestras comunicaciones verbales y no verbales.
El presente trabajo es ante todo una reflexión respecto a la circulación de ciertas
palabras o expresiones que inicialmente son o pueden ser consideradas formas de
insultar; así lo registra su significado en la rae, en el caso de puto, y el diccionario de
Oxford, para el término bitch. Sin embargo, por la extensión de su uso (y abuso), amén
de los contextos y la intencionalidad con que se expresan, parecen subvertir o dismi-
nuir la carga semántica que las define. Su empleo recurrente en las conversaciones de
jóvenes universitarios (sobre todo) es el que ha motivado esta indagación.
De suerte que se pretende evidenciar cómo el insulto es la vértebra de buena parte
de las relaciones sociales (especialmente) en los jóvenes, a partir del uso y abuso de dos
expresiones: “puto” y “bitch”, las cuales son empleadas cotidianamente en las conver-
saciones juveniles sin que se repare (en apariencia) en el significado negativo de tales
palabras, ni mucho menos en el hecho de que al ser unas expresiones ofensivas, ejer-
cen contra el destinatario una forma de violencia verbal, que es al mismo tiempo una
manifestación de violencia de género, en tanto que dichos términos están inscritos en
relaciones de poder, en las que se pone en juego la posición del sujeto que los enuncia
y el sujeto que los recibe.
Si consideramos al insulto desde una perspectiva pragmática de base semántica
como apunta Colín: “todo lo que tenga un sentido cognoscitivo o contextual que pue-
da parafrasearse como descalificante o evaluado como acción agresiva será un insulto”
(2007: 51) y lo interpretamos desde una perspectiva de género, encontraremos que las
palabras devienen actos realizativos o performativos, cuyos efectos inciden (debido a
las relaciones de poder, que son también de género, presentes entre el sujeto que insul-
ta y el sujeto injuriado) en la integridad de quien o quienes las reciben, y por supuesto
que también en quien o quienes las profieren; las palabras o frases injurian, sin que la
intencionalidad con que las expresiones son enunciadas o el contexto en que se expre-
sen consiga subvertir el sentido negativo de los términos ofensivos.
Así, al “ofender a alguien con palabras” realizamos una producción de subjetividad;
llevamos a cabo una enunciación demiúrgica: creamos lo que pronunciamos y lo situa-
mos en un lugar del mundo. Así, “el insulto cumple una parte importante dentro de
la comunicación, al realizarlo no nada más decimos sino que hacemos cosas (insulta-
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mos)” (Espinosa, 200, párr. 7); de este modo, “insultar es un acto de habla, pertenece
al grupo de esas palabras que “hacen cosas”, como la promesa o la orden” (Lisowska,
2010: 7). “El insulto un acto lingüístico, es también un acto social” (Pérez 2005: 9,
citado por Martínez, 2009: 65). Un veredicto. “Es una sentencia casi definitiva, una
condena a cadena perpetua, con la que habrá que vivir el sujeto insultado” (Eribon,
2001). El insulto crea en su enunciación lo enunciado; la injuria es un acto de perfor-
matividad. Entendemos por performatividad el hecho de reiterar o repetir las normas
mediante las cuales nos constituimos.
¿Cómo puede una palabra o una frase causar efectos tan negativos en el sujeto
contra el cual son arrojadas? ¿Cómo puede uno o una liberarse de los efectos del
insulto? Colín afirma que “el insulto entendido como una marca social es, además de
una palabra, una acción que acontece en el entramado de relaciones de poder” (2007:
53). Por lo tanto, el insulto no hace otra cosa que revelar/nos el sitio que cada sujeto
ocupa en el escenario social; la diferencia posibilita que la ofensa fluya de una posición
de poder superior a otra inferior, la injuria revela la desigualdad (social, sexual, racial,
de género, de clase, de edad, entre otras); no la funda.
Al respecto, Eribon afirma que “el insulto es un veredicto que actúa como una
expresión que re/crea significados dando cuenta de estados corporales y de posicio-
nes sociales” (Eribon, 2001). Esto es, la ofensa como expresión fundante de un otro
reducido: insultar para disminuir la dignidad del otro; puesto que nadie injuria para
engrandecer a los demás sino para reducirlos, mermarlos. La esencia del acto de insul-
tar está en adjudicarle verbalmente al contrario algunos defectos, a menudo según el
antojo del emisor; “la verdad o la falsedad de las afirmaciones de éste son cuestiones
que no se toman tanto en consideración” (Lisowska, 2010: 9).
Por otra parte, hay opiniones que consideran que el insulto no radica en la expre-
sión o en la frase pronunciada sino en las circunstancias en que ésta es producida.
Colín refiere que:
Cuando hablo de la “injuria” no hablo sólo de las palabras insultantes que se reciben
o se escuchan en la calle, sino de todo un conjunto de palabras, imágenes, representa-
ciones, etc., que contribuyen con la inferiorización de ciertos grupos de individuos. La
injuria es una estructura de inferiorización y, por lo tanto, puede decirse que todo el
mundo social, todo el orden social, es injuriante (citado por Link y Díaz, 2014).
¿Qué o quién determina que una palabra o frase arroje todo su significado negativo
en cierto momento si aceptamos que la ofensa significa (produce y reproduce) no sólo
en función del contexto? ¿Qué o quién establece cuándo se es injuriado y cuándo no?
¿Puede la ofensa en algún contexto no ser considerada una forma de violencia? ¿Se
puede insultar “poquito”?
“Todo acto es un acto de violencia” (Sofsky, 2006: 9), con tal afirmación, Sofsky acusa
de violenta toda acción humana, con lo cual no deja espacio para ninguna manifes-
tación en la que la violencia quede afuera. Sofsky refiere que la violencia habitual se
produce sin fin ni motivo, como algo natural, y a menudo de forma incidental. “La
violencia habitual la desencadena un mecanismo simple” (Sofsky, 2006: 53). Esto es,
vivimos atrapados y atrapadas en una red de fuerzas de poder, cuya actuación ya supo-
ne un ejercicio de violencia, puesto que atenta contra la naturaleza del otro. Referido
así, podemos concluir que la violencia es inherente al ser humano.
¿Es posible escapar de tal determinismo? Sofsky concluye que no: “la violencia es el
destino de la especie. El acto de maltratar al otro tiene su origen en las capacidades de
la acción humana” (Sofsky, 2006: 224). Y en este sentido, esta forma parte del accionar
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de unas y otros. Por otra parte, Domínguez Ruvalcaba refiere que “la violencia es
una fuente prolífica de representaciones; forma parte de la vida cotidiana, tiene sus
procedimientos y es interpretada” (Domínguez, 2013: 148). Es decir, vivimos en
entramados de actuación y significación no solamente dados por la violencia sino
que éstas subsisten debido a ella. De suerte que estamos dentro de la violencia casi del
mismo modo que estamos contenidos en un campo gravitacional. Algunas veces no la
vemos, pero padecemos sus efectos.
Sin embargo, es evidente que la violencia no se ejecuta de la misma manera para
unas y otros, puesto que interactuamos en diferentes ámbitos de la estructura social,
ocupamos posiciones de poder que nos tornan más vulnerables en unas que en otras;
el ejercicio de la violencia dependerá de la concurrencia de múltiples factores. La vio-
lencia no tiene los mismos efectos sobre una mujer que sobre un hombre, ni es de igual
magnitud al interior de ciertos espacios que fuera de ellos. No acontece igual según la
edad y la posición social que ocupen unas y otros. Mujeres y hombres, a su vez, ejercen
la violencia de modos y tipos distintos. Por ello, entre las clasificaciones que se han
hecho de la violencia existe una denominada “de género”:
Con la violencia de género se alude a las formas con que se intenta perpetuar el sistema
de jerarquías impuesto por la cultura patriarcal. Se trata de una violencia estructural
hacia las mujeres, con objeto de subordinarlas al género masculino. Se expresa a través
de conductas y actitudes basadas en un sistema que acentúa las diferencias, apoyándose
en los estereotipos de género (Inmujeres, 2008: 15).
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Puto y bitch son expresiones que forman parte del léxico diario empleado por bastantes
(mujeres y hombres) para iniciar o mantener una comunicación; dicha cotidianidad
parece decolorar el grado de agresión que ambos términos materializan en quien reci-
be la palabra en forma de vocativo, saludo o de broma; que el receptor (por descono-
cimiento, por compañerismo o por el contexto) no perciba el significado (del término)
inscrito en los códigos sociales, no significa que éste deje de significar.
No se necesita una atmósfera de densa tensión para que el insulto surja y sea pro-
ferido, pues los momentos de júbilo y celebración, los de ocio, la mera interacción
favorecen la aparición de palabras o frases ofensivas que el contexto parece suavizar y
restarles su carga lesiva: un vocativo o una respuesta fática puede ser convertidos en
un insulto. En este sentido, palabras como “puto” y “bitch”, de uso común entre adoles-
centes y jóvenes han devenido saludos, expresión de amistad, formas de complicidad
y aprobación, que aparentemente han desterrado de su significado la carga injuriosa
que dichas palabras poseen en nuestro vocabulario. No obstante, desconocer el sentido
de una expresión, no anula su significado ni lo que éste produce en el receptor de un
insulto: un ejercicio de violencia.
Por ello es que puede considerarse al insulto como una forma de violencia verbal
que deviene una manifestación de violencia de género, ya que ésta se define como
“cualquier acto perjudicial perpetrado en contra de la voluntad de una persona y ba-
sado en las diferencias de atribución social (género) entre hombres y mujeres” (unpf,
2012: 8). Sólo lo Queer hace suyo el insulto para torcerlo y resignificarlo.
Para Bolívar:
La violencia verbal puede definirse como el ataque a otros con palabras ofensivas. Se
trata de un uso del lenguaje que transgrede las normas establecidas por cada comunidad
o sociedad respecto a lo que es aceptable o no; respecto al uso del lenguaje para man-
tener las relaciones de respeto y tolerancia en un grupo o sociedad. Su meta es dañar la
imagen del otro y derrotarlo en su estima personal. Esta violencia puede expresarse me-
diante palabras o gestos que ofenden, disminuyendo o humillando al otro. Dentro de
las palabras se encuentran los insultos […] (2002:126; citado por Martínez, 2009:66).
De modo que es posible significar la ofensa como una forma de violencia de género
que tiene como finalidad puntuar una diferencia (de sexo, de género, de sexualidad, de
clase, de edad, de raza y etnia) entre quien emite la injuria y quien la recibe obrando
a través de la enunciación una performatividad en el sujeto receptor de la injuria. El
insulto transforma a quien lo recibe.
La categoría de sexo es la categoría que establece como “natural” la relación que está
en la base de la sociedad (heterosexual), y a través de ella la mitad de la población —
las mujeres— es “heterosexualizada” […] y sometida a una economía heterosexual. La
categoría de sexo es el producto de la sociedad heterosexual que impone a las mujeres
la obligación absoluta de reproducir “la especie”, es decir, reproducir la sociedad hete-
rosexual (Wittig, 2006: 26).
Decir que con el pago del boleto se puede tener cualquier conducta en el estadio al
amparo de una libertad de expresión mal entendida como ilimitada, además de erróneo
es irresponsable, y no contribuye al respeto de los derechos humanos y de la dignidad
de las personas (Milenio Digital, 19/06/2014).
“Puto” no es (o no lo será por el momento), una expresión neutra, una porra o una
puya que azuce a un equipo rival en un partido de futbol. “Puto” no es un saludo amis-
toso sin consecuencias (afectivas) en quien recibe dicha expresión. El insulto reduce.
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Basuriza. “Puto” es el grito de quien puede enunciarlo desde su posición de poder (real
o ficticio, permanente o pasajero) para herrar en el otro todo su prejuicio de clase,
de raza, de etnia, de género, de sexo, de deseo y más… “puto” es la evidencia de una
diferencia devenida desigualdad y por lo tanto exclusión (y homofobia, en este caso),
aun cuando el término sea susceptible de experimentar algunos desplazamientos se-
mánticos. Refiere Brito:
Nuestra cultura está creada desde la opresión. / Todavía no les toleramos. / Nos lla-
mamos unos a otros ‘maricones’ detrás de las teclas de un foro de Internet. / Es una
palabra enraizada en el odio. / Aunque todavía lo ignoramos. / Utilizamos “gay” como
sinónimo de inferior. Es el mismo odio que causan las guerras por la religión, / género
y el color de tu piel (Marcos, 2014).
“Puto”, aunque sea una palabra de uso corriente y se intente resignificar con senti-
dos “más amables”, conserva la carga semántica (insultante) con la que es reconocida
lingüística e históricamente por la comunidad mexicana, con independencia del con-
texto en el que sea referida. “Puto” siempre estará referido a un vasto campo semántico:
choto, puñal, joto, loca, marica, quebrado, afeminado, mariposa, rarito, lilo, mujercito,
floripondio, anormal, sopla-nucas, muerde-almohadas, del otro lado, invertido, torci-
do, de manita caída, desviado, pervertido, enfermo, gay, uranita, homosexual, alguien a
quien se le hace agua la canoa, le gusta el arroz con popote, le gusta la Pepsi tibia, entre
otros. La relación de términos para referirse a un varón no heterosexual es extensa.
Hablemos del concepto “bitch”. ¿Qué ocurre con la expresión bitch? Desde Human
Nature, (Bedtime Stories; 1995), canción en la cual Madonna “presumía de empodera-
miento repitiendo cuatro veces que no era la zorra de nadie” (De Prado, 2013; resaltado
en el original) a la fecha, casi veinte años después, bitch es una palabra de uso corriente
con lo cual, en apariencia, ha visto modificado (¿mermado?) su significado de zorra o
perra como lo consigna el diccionario de Oxford.
La palabra “bitch”, que literalmente significa una perra hembra, es un slang muy co-
múnmente usado en el idioma inglés para referirse denigrantemente, en la mayoría de
los casos, a una persona, y con mayor frecuencia a una mujer. Generalmente, esta pa-
labra se aplica a una persona beligerante, poco razonable, entrometida o agresiva (Real
Life Global, 2013, párr. 2).
“Su original como palabra vulgar, documentada en el siglo xiv, sugería un gran
contenido de deseo sexual en una mujer, comparable a un perro en celo” (Real Life
Global, párr. 14). De lo anterior se desprende que dicha palabra o frase funciona la
más de las veces como una ofensa y no como una expresión de afecto o de cariño.
¿Cómo es entonces que el concepto es empleado de manera coloquial entre las chicas
como un vocativo o a manera de saludo? Márquez refiere que:
Algunas han reclamado para sí la palabra “bitch” (zorra), apropiándose así de un térmi-
no en origen represivo y denigratorio para lucirlo como un emblema de identidad, al
igual que ocurrió con la palabra “nigger” (negrata) dentro de la comunidad negra o del
término “queer” (marica) dentro de la comunidad queer (2014: 186).
Márquez resalta que “las chicas, al llamarse a ellas mismas “bitch”, le han quitado
el efecto al insulto” (2014: 186). ¿En verdad basta la apropiación de la injuria para des/
significar o resemantizar una ofensa? ¿Basta la frecuencia en el uso de un término pe-
yorativo para desgastar su significado ofensivo? En este tenor, Martínez refiere que “los
insultos son usados corrientemente por los jóvenes en sus encuentros comunicativos,
donde se evidencia que la ‘no-agresión al otro’ no es la norma absoluta en las interac-
ciones” (2009: 60). Esto es, las relaciones comunicativas de las y los jóvenes están basa-
das en la agresión, en una sutil violencia verbal que es también una violencia de género
en tanto que pone en juego relaciones de poder: ¿quién llama “bitch” a quién? ¿En qué
contexto lo enuncia? ¿Cómo reacciona quien ha sido llamada con ese término?
Así, considerando el insulto como un fenómeno pragmático de base semántica y
leyéndolo desde una perspectiva de género, la expresión “bitch” expresa más allá de lo
que se enuncia: bitch no (sólo) es la amiga sino la potencial rival (de amores, de amis-
tades, de fama) que hay que vencer; es la perra de la que hay que cuidarse, es la zorra
peligrosa que exige estar alerta. “Bitch” va directo contra los comportamientos sociales
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(y sexuales) de las chicas, del mismo modo que “puto” despoja a quien lo recibe de su
hombría y de la posibilidad de resarcirse socialmente.
Volviendo al término “bitch”, Katy Perry declara: “La línea que separa ser una zorra
de tener clase es fina. Y yo camino sobre esa línea” (Muñoz y Arraut, 2011: 45). Por
otra parte, Levinson (en un estudio sobre la escuela secundaria en México) refiere que
“las muchachas que adoptaban prácticas verbales agresivas para realizar los intereses
estudiantiles, combinaban estratégicamente una personalidad enérgica masculina con
aquellas cualidades femeninas de disciplina y moralidad vistas de manera positiva”
(1999: 25). En este tenor Márquez señala la existencia de una mujer y una feminidad
que se afirman desde la violencia.
Existe lo que cierta crítica feminista ha denominado “mujer fálica” o “mujer guerrera”,
porque encarna la idea de la mujer fuerte, que no teme a los hombres y sabe utilizar la
violencia hábilmente para conseguir sus fines. Hay ejemplos en prácticamente todos
los medios de comunicación: la Kill Bill de Tarantino en el cine, Lara Croft en los
videojuegos, Xena la princesa guerrera, en la televisión, Wonder Woman en el cómic,
etcétera (Márquez, 2014: 186).
Puede entenderse que las chicas para sobresalir o sobrevivir en ambientes hostiles
o de competencia empleen recursos variados; el camuflaje o el mimetismo funciona
convenientemente, lo cual las obliga a realizar malabarismos sociales, culturales, de
género, entre otros, lo que incluye, algunas veces, “actuar masculinamente”. Y decir
groserías e insultar es una manera de afirmarse. Al respecto, Martínez refiere:
Los insultos son elementos de la lengua (palabras, frases y/o enunciados) que funcio-
nan como detonantes en la interacción y cuya función básica es, según esta perspectiva,
la agresión al otro, por lo que están estigmatizados […]. Así, el uso de los insultos entre
los jóvenes, tanto de sexo masculino como femenino, podría funcionar, en contextos
específicos, como saludos entre iguales o formas de camaradería y no como elementos
de ataque verbal (Martínez, 2009: 62).
Conclusiones
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ésta sea. No nos liberamos desde el discurso, al contrario, a través de él reafirmamos el
lugar que ocupamos en el entramado social (y lingüístico) en el que nos desarrollamos
cotidianamente.
En este tenor, el empleo de expresiones como “puto” y “bitch”, lejos de liberar a los
sujetos (al menos en el discurso) los entrampa de tal modo, que la enunciación aparen-
temente emancipadora refuerza las posiciones de poder (de sujeción) que éstos ocu-
pan no sólo como sujetos lingüísticos sino sobre todo como sujetos dotados de sexo,
género, deseo, entre otros; el insulto disfrazado de camaradería los y las violenta, pues
dichas expresiones, refiere Vidiella, tienden a “pegarse” porque todavía transportan
una historia (de signos y cuerpos) cargada de diferencia, violencia e insulto (Vidiella,
2012: 89).
Su uso no es en ningún momento con una intención subversiva o para des/sig-
nificar el término, sino meramente comunicativo (vocativo), con lo cual el proceso
dialógico se inscribe en un contexto aparentemente ingenuo en el que fluyen voces
que son considerados insultos y que por tanto ejercen una violencia verbal entre quie-
nes participan del encuentro, aunque los y las participantes no se den cuenta de ello.
La omisión y la ignorancia no nos libran de la propia responsabilidad que tenemos
al momento de comunicarnos, así sea que se “puto” y “bitch” hagan las veces de una
función fática.
De este modo, mujeres y hombres se ven constantemente sometidos a una violen-
cia de género desde y a través del discurso (violencia verbal). Pues el uso de expre-
siones como “puto” y “bitch”, visibilizadas desde la perspectiva de género, revelan que
el insulto, aun cuando intente ser resemantizado a través de formas comunicativas
“amables”, de afecto o mera forma de socialización, mantiene la carga semántica (es-
tigmatizante) con la que está inscrito (visible o veladamente) en la cotidianeidad.
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