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RAFAEL CARRERA Por Julio César Pinto Soria

El hondureño Francisco Morazán y el guatemalteco Rafael Carrera son dos


caudillos determinantes en las guerras civiles centroamericanas que se inician en
1821 con la independencia de España y concluyen hacia mediados del siglo con el
colapso de la Federación Centroamericana fundada en 1823. Morazán destaca
como el bastión donde descansa del proyecto unionista centroamericano. Carrera
como el sepulturero que le pone fin con la insurrección campesina del oriente
guatemalteco que encabeza de 1837 a 1840.

En este texto no interesa el alzamiento campesino en sí, las circunstancias


históricas que dan lugar a la alianza entre la elite criolla guatemalteca y la rebelión
del campesinado pobre del oriente, fuerzas sociales tradicionalmente antagónicas,
sino las causas que motivan el levantamiento, la situación del oriente en los años
independentistas, las formas del poblamiento indígena y mestizo en zonas rurales
lejanas, dispersas, fuera del control estatal, lugares sin ‘Dios, Rey ni Ley’, como se
les señala con temor al final de la dominación española. Las aprehensiones no eran
infundadas. La extrema pobreza, la ocupación precaria de la tierra, sin títulos de
propiedad, entrará en conflicto con las reformas de orden jurídico territorial que
introduce el estado nacional guatemalteco a partir de 1821 y dará como resultado
el levantamiento campesino que encabeza Carrera.

La figura de Carrera y el alzamiento campesino son dos hechos inseparables.


Ambos le imponen su sello a la insurrección. El uno representa a las castas mestizas
de la capital guatemalteca, el otro a las castas indígenas y mestizas de las áreas
rurales. Esto los une y separa. Por sobre los intereses de las castas, de la suerte
del campesinado pobre, estará para Carrera la “patria chica” colonial de las
provincias que defiende con la elite criolla guatemalteca frente a la “patria grande”
que busca rescatar las fronteras del antiguo Reyno de Guatemala como base del
nuevo estado nación centroamericano, proyecto que encabeza Francisco Morazán
(1792–1842).

Estos hechos le imprimen a la rebelión campesina sus particularidades históricas,


sobre todo las consecuencias de orden político estatal, económico, social y
religioso. Nos interesan, por consiguiente, las circunstancias políticas y sociales que
marcan la década que va de 1830 a 1840, que culminan con el levantamiento que
le pone fin a la Federación Centroamericana y convierten a Carrera en el caudillo
más poderoso del régimen político que prevalece en Guatemala hasta la Revolución
Liberal de 1871 que encabeza el caudillo liberal Justo Rufino Barrios.
Rafael Carrera y la patria del criollo

Carrera, como se expuso en otro trabajo del cual este es continuación, nació en
1814 en los convulsos tiempos de las luchas por la independencia de España. Sus
primeros años coinciden con el establecimiento de un nuevo orden político y social
que debía ser de hombres libres, iguales. Se eliminó el sistema de castas, se
prohibió la esclavitud, tratos serviles como el ‘don’. Los cambios crearon
descontento, para unos lo cambiaron todo, para otros habían sido solo en la letra.
Los inconformes recurrieron a la protesta, a las armas. El mundo del joven Carrera,
inquieto, de una inteligencia natural, se conmocionó. La guerra civil de 1826 a 1829
entre Guatemala y los otros estados de la Federación lo llevó a las regiones del
centro y del oriente guatemalteco, escenario de los enfrentamientos con Honduras
y El Salvador. Esta experiencia, que termina con la derrota de Guatemala, lo
endureció, acicateó los rencores revanchistas y las habilidades militares del futuro
caudillo, le enseñó a sobrevivir en las circunstancias difíciles que le toca enfrentar
durante el levantamiento campesino.

Así se fue desmoronando el mundo parroquial de las castas de la hasta entonces


capital del Reyno de Guatemala: ‘la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de
los Caballeros’, título obtenido en 1566 gracias a las diligencias de Francisco del
Valle Marroquín, un advenedizo, sobrino en cierta forma de otro advenedizo, el
obispo Francisco Marroquín (1499-1563). Así se había construido la alcurnia de los
‘muy nobles caballeros guatemaltecos’, por lo regular aventureros, sanguinarios
conquistadores como Pedro de Alvarado. A Bernal Díaz del Castillo no se le
recordaba como el autor de la ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva
España’, una de las crónicas más importante sobre la conquista española
americana, sino como el conquistador que había participado en 114 batallas contra
los indígenas. De estos personajes, de esta historia de la ciudad, la “Corte” de las
otras provincias centroamericanas, como se le llama en la comunicación con la
Metrópoli, estaba orgullosa la elite criolla guatemalteca.

Con esta ciudad parroquial, oscura y pretenciosa, mantuvo Carrera una relación
conflictiva. Pertenecía a ella, aquí se le inculcó la mentalidad religiosa que lo haría
defensor a muerte de los curas, aquí se le formó la relación de sumisión y rebeldía
que caracteriza a las castas frente a sus opresores, que terminaría rompiendo. En
Villa Nueva, al sur de la ciudad, el general Carlos Salazar, segundo de Morazán, le
propinó una humillante derrota a finales de 1837.Carrera, furioso, herido en una
camilla halada por un caballo, retornó a su guarida en Mataquescuintla jurando que
de la ciudad de Guatemala no dejaría piedra sobre piedra, solo un epitafio donde se
leyera: “Aquí fue Guatemala”. En las idas y venidas de la guerra civil se reconcilió
con ella, es decir, con la elite criolla. Se le impuso, más bien terminó aceptándola,
pues ella, sus miembros, por sus “luces”, su “saber”, como afirmó una vez
entronizado ya en el poder, eran los llamados a gobernar Guatemala
El oriente: la frontera explosiva

Durante la Colonia, la región del oriente formó los corregimientos de San Cristóbal
Acasaguastlán y Chiquimula de la Sierra, que se extendían desde el nororiente en
las costas del mar Caribe hasta el suroriente en el océano Pacifico, unificados a
partir de 1758 bajo el nombre de Chiquimula de la Sierra. Esta posición geográfica
convirtió al oriente en una frontera estratégica frente al Caribe trasatlántico que
comunicaba con la metrópoli española, amenazada por el expansionismo inglés y
francés, la piratería y la vecindad de pueblos indígenas insumisos. La misma función
fronteriza desempeñaba el oriente, a pesar de la afinidad de la historia y de los
mestizajes, frente a las “provincias internas” del sur, como se conocían durante la
Colonia a los otros territorios centroamericanos hasta Costa Rica. El estatus
fronterizo trajo como consecuencia una intensa movilidad étnica y social, una
administración laxa, violencia y mestizajes de todo tipo.

Estas circunstancias harían del oriente una región diferente a los otros territorios de
Guatemala donde la población indígena logra sobrevivir a la conquista española y
le impone sus metas de sobrevivencia étnica y social utilizando el marco colonial
administrativo de las dos repúblicas, la ‘república de los indios’ y la ‘república de los
españoles’ para recrear un mundo aparte, de acuerdo con sus tradiciones socio
culturales y religiosas. Por sobre las diversidades de origen precolombino, de las
rivalidades territoriales que implanta el orden colonial, sin doblegarse, a costa de
luchas y sacrificios, se logró crear una sociedad mejor organizada, coherente,
ordenada.

El oriente fue el otro lado de la medalla. La población indígena fue aquí menor y
tendió a desaparecer con la economía de rapiña del añil, cacao, zarzaparrilla, la
ganadería intensiva, actividades que diezmaron y despoblaron la tierra. Sin la
presencia determinante del indígena el orden colonial de las “dos repúblicas”
fracasaría. El mestizo le impondría su sello a la región, pero no se le reconocía como
una casta con derecho a la tierra, a fundar su propia “república”. Sobrevivió y se
multiplicó confundiéndose en las otras dos “repúblicas”, sobre todo en el mundo
rural. Surgió una región heterogénea, rebelde, marcada por la movilidad social y el
individualismo. Los indígenas, por su parte, defendieron su derecho a la tierra como
lo ejemplifica un motín de 1741 en la cabecera de Chiquimula. Este espíritu de lucha
pervivía en los años de Carrera. Sobre Jumay, uno de los pueblos que se levantan
contra el gobierno de Mariano Gálvez, escribió Alejandro Marure en 1837: “Esa
pequeña población colocada sobre la cima de una montaña se ha mantenido
sublevada y salvaje desde tiempo inmemorial”.

Después de la derrota de 1829, Carrera se desempeñó como traficante de cerdos y


peón en las haciendas del centro y suroriente de Guatemala. En esta vida itinerante,
que culmina en 1837 con el matrimonio con la hija de un rico ganadero del oriente,
Carrera se hizo un hombre adulto. La nueva situación borraba los años de pobreza,
pero no el agravio de la derrota de 1829. Permanecía el hombre descontento,
rebelde, propicio a la revuelta social, viva en el ambiente de la posguerra civil, en el
malestar de la población campesina indígena y mestiza golpeada por las reformas
de Mariano Gálvez (1831-1838).

Carrera compartió con los campesinos del oriente las condiciones miserables que
los llevan a levantarse en armas. Después, convertido en caudillo victorioso,
enriquecido, acaparador de tierras, se siguió identificando con el campesinado que
lo lleva al poder. Aparte de que no olvidaría los orígenes humildes, que se le
remachaban llamándolo el ‘indio Carrera’, aquí radicaba su poder, su imagen de
caudillo; sus oficiales, la tropa, que siguió siendo de ocasión, irregular, permaneció
formada por antiguos correligionarios campesinos, hombres que mantenían vivo en
la elite criolla el viejo pavor frente al campesinado pobre.

Durante estos años Carrera tuvo oportunidad de conocer de cerca el escabroso


territorio del oriente donde se moverá de montaña en montaña como pez en el agua
en las correrías guerrilleras contra las tropas de Mariano Gálvez. De aquí el nombre
con el que pasa a la historia la insurrección campesina: ‘Levantamiento de la
Montaña’, de los ‘Montañeses’.

La insurrección se inicia a mediados de 1837 en Mataquescuintla en el suroriente y


se extiende rápidamente a los territorios de la región central colindantes con la
capital guatemalteca que se convierte en objetivo de los campesinos insurrectos.
Las tropas de Gálvez y Morazán lo persiguieron incansablemente y estuvieron a
punto de derrotarlo, pero siempre encontró, con apoyo del campesinado pobre, la
forma de escabullirse en el montañoso territorio del oriente. No eran grandes
batallas, los ejércitos oscilaban entre mil y 1,500 hombres, a la medida de la
población. Los resultados eran sangrientos y trascendentales como en cualquier
país europeo entonces, el modelo a seguir, con el que se le compara.

En los años treinta, el oriente era una región en plena ebullición social. Las guerras
civiles con los estados vecinos de Honduras y El Salvador la habían azotado con
reclutamientos forzosos y requerimientos de bienes para los ejércitos en pugna. El
descontento del campesinado indígena y mestizo se había agudizado con los
nuevos impuestos y las reformas que exigían titular las tierras. A esto se agregó
el cólera morbus, que los enemigos de Gálvez utilizan para acusarlo de envenenar
el agua de los ríos para exterminar a la población pobre del campo. En este
ambiente precario, explosivo, implantó su proyecto reformista, de arriba para abajo,
en forma patriarcal, autoritaria. El nuevo sistema de cárceles se empezó a construir
con trabajo forzado como en los tiempos coloniales. Liberales y conservadores,
elites enfrentadas por el poder, compartían las mismas actitudes racistas
discriminatorias.

Mariano Gálvez destaca en Centro América por el afán modernizador que debía
erradicar las caducas estructuras en que descansaba el poder de las familias criollas
derrotadas en 1829. La influencia de la Iglesia católica se trató de eliminar con la
sociedad laica, es decir, delimitando sus espacios institucionales frente a los del
estado que terminaba cooptando. Se introdujo el sistema de justicia por medio de
jurados, la ley del divorcio y matrimonio civil que dejó afuera la intervención de los
curas. En su mensaje de 1836, Gálvez informó orgulloso sobre sus logros como
gobernante: “Todo nuevo, todo republicano: nada del sistema colonial y
monárquico… Debemos ser novadores, porque de lo contrario, por la
Independencia no habremos hecho más que mudar los nombres de las cosas”.

Poco tiempo después se producía su estrepitosa caída bajo el embate del


alzamiento campesino que Carrera atribuyó a las reformas anticlericales. A
principios de 1838, cuando ocupó la ciudad de Guatemala, su primer paso fue cerrar
el Palacio Arzobispal, que solo podía ser abierto al retorno del arzobispo Ramón
Casaus y Torres, expulsado por Morazán en 1829. Había sido enemigo a muerte
del cura Hidalgo en México. En Centro América también se opuso a la
Independencia y siguió, a la par de la oligarquía criolla, aferrado al viejo orden
colonial.

Mientras Carrera oficioso y colérico sellaba el Palacio Arzobispal, las tropas


campesinas, deslumbradas ante la magnificencia de la iglesia Catedral, escribe
Stephens, colocaron “en derredor del hermoso altar las toscas imágenes de los
santos de sus pueblos”. Una señal que marcaba su presencia en la capital colonial
que desde siempre los había discriminado económico, étnica y socialmente. La
casta “ilegal”, satanizada, que se negaba y temía, reivindicaba su lugar, su derecho
a la tierra, a sus creencias culturales y religiosas, modos y valores de ver y pensar
el mundo.

Las reformas anticlericales eran sobre todo la bandera de lucha de la elite criolla
que Carrera de inmediato hizo suya. En el oriente predominaba el catolicismo
popular resultado de las simbiosis sociales, religiosas y culturales entre indígenas y
mestizos pobres. Las autoridades eclesiásticas lo sabían y lo toleraban. Así lo
habían impuesto los de abajo en su lucha de resistencia frente a los valores
sociales, religiosos y culturales de la dominación española. El arzobispo Pedro
Cortés y Larraz (1767-1779) lo rechazó indignado. Llamó los asentamientos del
oriente, incluyendo los indígenas, pueblos ‘sin Dios, Ley ni Rey’, fuera del control de
la Corona y de la Iglesia católica. Fue de los pocos dignatarios de la Iglesia católica
que se preocupó por los de abajo y le dolió que esta población, pobre y abandonada,
viviera al margen de los principios básicos del catolicismo.

En las guerras civiles que se desencadenan con la Federación Centroamericana, la


rebelión del oriente se vería alejada de sus objetivos originales y se convierte en el
actor determinante del colapso federal. Sus motivos habían sido las reformas que
extendían el control del estado sobre las tierras baldías remotas antes bajo poder
de la Corona española, lugares donde la población campesina indígena y mestiza
había encontrado espacios para sobrevivir, para enfrentar la explotación colonial.
Tierra y conflicto étnico en el oriente

El conflicto étnico y la posesión de la tierra es una de las herencias explosivas de la


Época Colonial, agudizada con el deterioro de las estructuras de dominación en los
años independentistas. El ejemplo haitiano de finales del siglo XVIII, que libera a los
esclavos en medio de una sangrienta “guerra de castas”, fue para la elite
guatemalteca una señal de los nuevos tiempos. Para enfrentarlos el Cabildo de
Guatemala propuso en las Cortes de Cádiz de 1812 una monarquía constitucional
que fortaleciera su poder colocando a los criollos en igualdad de derechos frente a
los peninsulares y mantuviera a las castas en sus tradicionales espacios de
subordinación con la Iglesia católica como el eje rector de la sociedad.

A esta visión se aferró la elite criolla hasta convertir a Carrera en presidente vitalicio
de Guatemala en 1854. El conflicto étnico y la posesión de la tierra era la fractura
que minaba su poder, que la incapacitaba a imponer su dominio en Centro América
y en la propia Guatemala. Carrera, quien revivió el fantasma haitiano, se convertiría
en la solución. En sus ‘Memorias’ reduce la insurrección campesina a las reformas
anticlericales, a las actitudes arbitrarias de Gálvez y Morazán, niega el
enfrentamiento étnico como parte o motivo del levantamiento. En las batallas
decisivas, sin embargo, como frente a Morazán en 1840, no permitía en su tropa
oficiales criollos. Según Stephens, Morazán fue derrotado en Guatemala por una
horda de “indios salvajes”. Stephens, como la élite criolla, no hacía diferencias entre
indígenas y mestizos pobres, como sucede hasta hoy en Guatemala.

En la insurrección del oriente destaca la participación indígena, pero la mayoría eran


mestizos que vivían de la tierra en lugares apartados sin títulos de propiedad.
Además de la extrema pobreza, el orden segregado de castas de la Colonia los
había arrinconado en estos parajes. La legislación de las dos repúblicas, la
‘república indígena’ y ‘la república española’ en sus ciudades y villas, fundadas a
mediados del siglo XVI, satanizó a los mestizos, los ignoro, les negó el derecho a la
tierra, que sí tenían, desde su fundación y después a través del sistema de
composición, las comunidades indígenas y la población criolla española.

Los mestizos crecieron, cada vez fueron más, estaban en todas partes, pero tenían
prohibido asentarse en los pueblos indígenas y en las ciudades y villas españolas.
Aunque al final la legislación segregacionista sería minada con la ocupación
creciente de las tierras indígenas por españoles, criollos y mestizos, el estigma
racial del orden de castas condenó a la mayoría de los mestizos a vivir en un limbo.
La dispersión rural, la “ilegalidad”, se convertiría en su forma de vida, su destino.
Para españoles y criollos eran “la plebe”, estigma del otro que con el indígena podía
negarlos como grupo extranjerizante, expoliador, parasitario, una minoría en el
sentido literal. En la ciudad de Guatemala se veía a los mestizos con el mismo temor
y desconfianza que en las áreas rurales. Severo Martínez Peláez, en ‘La Patria del
Criollo’, los estudió con rigor académico no exento de los prejuicios racistas que
arrastran los guatemaltecos como su segunda sombra.
Con el tiempo, sobre todo a partir del siglo XVII, surgen en el oriente lugares
poblados por indígenas fugados de sus pueblos para evitar el tributo real, el trabajo
forzoso o porque españoles y criollos se adueñan de sus tierras. Se encontraban en
la misma situación de los mestizos, población “ilegal”, condenada a la dispersión, a
ocupar de hecho la tierra en parajes inhóspitos. Vivían de la agricultura, de la
ganadería, pero la posesión “ilegal” de la tierra los obligaba a aceptar las duras
condiciones laborales en las haciendas y obrajes de añil.

Los poblados indígenas recibirían el nombre de ‘Pajuides’, los mestizos el de


‘Valles’. También se mencionan ‘Milperías’ de indígenas y mestizos. Así los
registran las autoridades al final de la Colonia con el objetivo de controlarlos, como
tratará de hacerlo Mariano Gálvez. Líderes de los tres asentamientos organizan la
rebelión campesina que Carrera por las habilidades militares termina encabezando.
Esta población campesina formaba “las tropas de los Pueblos”, como nombra
Carrera los batallones de “los Jutiapas”, “los Santa Rosas”, “los Mataquescuintla”,
enfrentados a las “tropas Guatemaltecas”, donde engloba a la capital y sus
alrededores, pero enfatizando que él es “hijo de Guatemala”, que esta es su ‘patria
chica’. El sentimiento de patria guatemalteca será determinante cuando combata el
surgimiento del Estado de Los Altos en el occidente de Guatemala. También lo será
para enfrentar a la ‘patria grande’, a la Federación Centroamericana que Morazán
defiende hasta el final de sus días.

Fuentes:

Solís, Ignacio (Ed.), ‘Memorias del General Carrera. (1837 a 1840)’. Guatemala:
Tipografía de Sánchez & de Guise, 1906.

Stephens, John: ‘Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán’. 2


Tomos. San José, C.R.: EDUCA, 1982.

Pinto Soria, Julio César: ‘El primer caudillo guatemalteco: Rafael Carrera (1814-
1865)’, en: El Acordeón de ‘elPeriódico’, Guatemala, 12 de junio de 2016.

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