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Los adolescentes de hoy reciben de la sociedad una vida apática: confort, acceso a infinidad de
datos y desprecio a las Humanidades. Sobre esta base —endeble— se «educa» a quienes dentro
de poco llevarán las riendas de la cosa pública y privada. Urge que la sociedad asuma su papel
como responsable, no sólo de informar, sino de formar ética y culturalmente a los nuevos
ciudadanos.
La crisis histórica —cuya fecha de partida convencional es mayo del 68— ha adquirido mayor
importancia a la habitualmente concedida. Han desaparecido, en buena parte, los fenómenos más
clamorosos de la revuelta estudiantil de aquellos años. Los jóvenes ya no son revolucionarios:
presentan más bien un conformismo acrítico y un consumismo desbocado.
Siguen presentes, sin embargo, la resistencia a integrarse a un tipo de sociedad que consideran
ajena y el individualismo que les lleva a desconfiar de la presunta capacidad de acogida de una
sociedad cuya dureza materialista les desagrada profundamente.
Por eso, como ha dicho Lustiger, «los jóvenes acampan fuera de la ciudad». Si antes se
entregaban a «la fiebre del sábado por la noche», hoy «la farra» —prolongada hasta bien entrada
la mañana— triunfa también la noche del viernes y comienza a extenderse hasta el jueves.
¿Por qué, ya desde la adolescencia, los jóvenes prefieren la noche tardía, la madrugada incluso?
Quizá porque es un tiempo vacío, libre de los convencionalismos de una sociedad aburguesada,
con la que no se identifican. Si acaban por integrarse en ella, a edad más avanzada cada vez, lo
harán en muchos casos sin grandes ilusiones, con planteamientos individualistas que raramente
incluyen proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o político.
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social propio del capitalismo tardío al que se suele llamar «Estado del bienestar»: una
imbricación entre Estado, mercado y medios de comunicación, en la que los medios de
intercambio simbólico son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Las transacciones
decisivas de tal configuración se producen entre poder y dinero, dinero e influencia, influencia y
poder.
Estos son intercambios anónimos y, ocasionalmente, opacos. De manera que la corrupción
generalizada que afecta a los países del entorno no es una especie de desajuste o trastorno
pasajero, sino que está posibilitada —y no pocas veces casi exigida— por la propia estructuración
social.
No es extraño que —de manera más habitual que consciente— los jóvenes descubran a temprana
edad la índole descarnada y cínica de ese entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en
lugar de esperar) su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas que, a
comienzos del siglo XX, Max Weber anticipó que serían «especialistas sin alma, vividores sin
corazón».
La vigencia de este modelo social imperante no es fatal y sin alternativa posible. No sólo es
deseable que esa configuración dé paso a comunidades más humanas y solidarias; ese cambio de
mentalidad, aunque de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos últimas
décadas.
En su momento lo denominé «nueva sensibilidad», caracterizada por un avance de los factores
cualitativos respecto a los cuantitativos y por la importancia concedida al mundo vital y sus
solidaridades interpersonales. Las repercusiones de este nuevo modo de pensar en el ámbito
social y político las he estudiado en mi libro Humanismo cívico.
El humanismo cívico propone revitalizar las comunidades ciudadanas y la activa participación en
la esfera pública. Es una nueva cultura de responsabilidad cívica, opuesta tanto al estatismo
agobiante como al economisismo consumista, que también rechaza el narcisismo individual, el
cual lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de lo que antes
se llamaba «bien común», hoy denominado —con menor fortuna— «interés general».
En mi opinión, toda promesa de formación cívica de los jóvenes se ha de plantear desde una
visión del hombre y la sociedad que valore —por encima del dinero, poder e influencia— la
dignidad intocable de la persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones
sociales y políticas que a todos afectan y que comprometen el futuro de esas vitalidades,
estrenadas en la vertiente nueva de la juventud.
Los jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente desasistidos en lo que concierne a
esa preparación ética y cultural que les capacitaría, no tanto para integrarse en un tinglado
mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración social y
perfeccionamiento humano. A los jóvenes les faltan auténticos maestros.
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æfamilia, universidad…æ, que las valoran por sí mismas y con finalidades de mejora ética y
social.
Es decir, la educación cívica sólo se logra cuando los jóvenes se insertan en un ethos: en un
ambiente fértil, moralmente denso, humanamente acogedor, que abra caminos para la
autorrealización y suscite el entusiasmo en ellos. Es la síntesis de bienes, virtudes y normas que
se entrelazan para configurar un «estilo de vida», una cultura, un modo panorámico de percibir el
entorno social y el mundo físico.
Según Ratzinger, la realidad hace superflua la apariencia. Y esto adquiere crucial importancia en
una sociedad poblada de simulacros, como es la «sociedad del espectáculo» en que vivimos,
donde lo que se valora es el brillo, la prestada claridad, el reflejo de luces artificiales en la
superficie de objetos niquelados.
En cambio, una sociedad que vive a fondo su ética y cultura no valora el brillo, sino el
resplandor, la luminosidad que brota del alma al rostro, la impronta exterior de una vida interna
rica y cultivada. El resplandor es natural, real y hondamente humano.
Si hoy maleducamos a toda una generación desde el punto de vista cívico, es porque les
enseñamos a que valoren el brillo y ni siquiera aprecien el resplandor. Les inducimos a pensar
según la razón instrumental y no les dejamos sosiego ni libertad para esforzarse en ejercitar la
inteligencia meditativa.
Recapacitemos en los mensajes dominantes que reciben hoy los jóvenes. Tanto la familia como la
escuela y los medios de comunicación les impulsan a valorar el éxito individual æsin advertir
que, como dice Leonardo Polo, «todo éxito es prematuro»æ y les disuaden de comprometerse con
empresas cuyo fin no sea triunfar, sino servir a los demás y alcanzar una vida lograda éticamente,
la única que ofrece valores absolutos.
La propia enseñanza reglada pone todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo,
de «aprender a aprender». Pero no se contesta —ni siquiera se formula— la pregunta clave:
«¿Aprender qué?».
Los contenidos son lo de menos, se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de
datos. Lo importante es que estos adolescentes, llamados a vivir en la sociedad de la información,
dominen las nuevas tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el
saber disponible en el mundo entero.
Tan vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos de T. S. Elliot: «¿Dónde
está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos
ha perdido en información?».
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Como decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del cosmopolita Salvador de
Madariaga, «es capaz de decir tonterías en cinco idiomas». Pensemos en el gran esfuerzo y dinero
invertido para que los adolescentes hispanohablantes aprendan inglés, la lingua franca del siglo
XXI.
Pero no se les pregunte a esos muchachos por la política de Tony Blair, el problema de Ulster o la
economía americana, porque sencillamente lo ignoran. Eso sí, están completamente «al loro» de
lo último en música pop o marcas de ropa.
Informática e inglés como preparación para estudiar administración o ingeniería y conseguir así
una buena posición económica. En esto se agota el panorama cultural y social abierto ante las
prometedoras inteligencias, potencialmente infinitas, de quienes pronto tomarán el relevo en la
dirección de la cosa pública y las empresas privadas.
¿Qué se hizo del frondoso árbol de las ciencias? ¿Dónde quedan las humanidades clásicas y los
grandes libros? ¿Qué fue de los ideales para cambiar el mundo que germinan en la primera
juventud? Se ignora: no saben, no responden. Sobre base tan somera es inviable que se desarrolle
una formación cívica.
La tierra fértil donde se asomarían los primeros brotes de un humanismo cívico es, precisamente,
el cultivo de las Humanidades: Historia, Filosofía, Literatura, Arte, Lenguas clásicas. Tan
maltratadas están, que incluso algunos políticos han percibido el tremendo error que supone
marginarlas de los programas de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la Universidad.
Se empieza a notar qué sucede cuando los jóvenes conocen perfectamente su «entorno», dominan
la vida de los héroes locales, utilizan la jerga de la semiótica y la teoría de conjuntos, pero no
saben nada de historia universal, Shakespeare no les suena ni en inglés, y cuando se les pregunta
qué significa cogito, ergo sum y quién pronunció tan famosa frase, responden: «Me han cogido,
yo soy. Y la pronunció Jesucristo en el Huerto de los Olivos».
Estas finalidades poseen hoy la mayor actualidad. Porque, sorprendentemente, el gran desarrollo
de los sistemas informáticos no se ha debido, como inicialmente se pensó, a la construcción de
poderosas máquinas de calcular, sino al proceso de textos desarrollado sobre todo en laptops.
La cultura posliteraria que se anunciaba para el final del milenio se transformó en un mundo
poblado de libros: el personaje del año 2000, según la revista Time, es precisamente el promotor
y presidente de Amazon, la librería virtual que envía cualquier libro a cualquier lugar del mundo,
pronto y sin excesivo gasto.
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Padres, políticos y educadores, debemos plantearnos a fondo esta cuestión, en la que nos jugamos
nuestro futuro inmediato. No podemos olvidar algo que se ha experimentado con indudable éxito
desde hace 25 siglos: las mentalidades jóvenes sólo podrán formarse en la ciudadanía si su
educación es una simbiosis con las grandes creaciones de nuestra civilización occidental.
Sería una lástima que ahora que existen los medios técnicos para que todos conozcan los
fundamentos de la cultura en la que viven, dispersaran su vida en aficiones y entretenimientos
insustanciales.
El gran acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones sobre la vida del hombre en
sociedad, se encuentra en los grandes libros, en los clásicos antiguos y modernos. Al leerlos
nuestra vida se abre a otras vidas, reales o imaginadas. Ahí se reflejan los tipos básicos de
personas y comportamientos, los discursos y hazañas que nos han conducido a ser lo que somos.
La mayor proporción de educación cívica posible para un adolescente se encuentra en la sosegada
lectura de la Antígona de Sófocles, de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, de las Confesiones de
san Agustín, de El Quijote, de los cuentos de los hermanos Grimm, de los poetas del 27, de El
señor de los anillos, de La historia interminable de Michael Ende… y de otras muchas obras que
mejoran tanto a quien por ellas transita, que le hacen capaz de entender la riqueza humana que
contienen.
Las Humanidades nos descubren los maravillosos secretos del lenguaje como vehículo del
pensamiento e instrumento de comunicación. Nos enseñan a hablar y escribir correctamente, no
como los guionistas o locutores de radio y televisión, que martirizan hora tras hora el pobre
idioma castellano, mejor usado hoy en los países hispanoamericanos que en su tierra natal.
Decía Borges que un caballero sólo defiende causas perdidas. Y sé bien que casi perdido está el
cultivo de las Humanidades que, como decía el beato Josemaría Escrivá, implica la supremacía
del espíritu sobre la materia. Porque resulta que una chica que lee mucho «es un poco rara»,
mientras que el chico que se pasa horas ante la televisión o los videojuegos hace «lo que
corresponde a un muchacho de su edad».
No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la chica en cuestión dice que quiere
estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una carrera de provecho, que le ayudará a labrarse un
porvenir seguro (y —añado por mi cuenta— aburrido o tal vez desgraciado).
No es prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de tipo social o
religioso que puedan condicionar su futuro. En cambio, no parecen tan inmaduros a la hora de
iniciarse en prácticas menos virtuosas y más disolventes que la sociedad de consumo les brinda
en bandeja, sobre todo cuando disponen de mucho dinero.
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La formación cívica está estrechamente relacionada con la adquisición de las virtudes morales e
intelectuales: fortaleza, prudencia, sabiduría, templanza, arte y justicia. Las virtudes son
excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente
teórica. Como decían los filósofos griegos, no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender.
Luego, los protagonistas de la educación no son los padres o profesores: el gran protagonista y
autorresponsable de su educación es el propio educando, el hijo o el alumno.
Es imprescindible que tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la
juventud hoy se le adula, imita, seduce, tolera… pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no
se le responsabiliza… porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los
jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros hacia los jóvenes se sustituye por el emotivismo y
la inundación afectiva, demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales, apreciables,
por ejemplo, al pie de los autobuses escolares: parece que los niños partieran como voluntarios
hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán vivos.
La familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que hoy padecemos. Es una
escuela de vida personal y social, donde el modo de existir en cada edad va aprendiendo de los
modos de existir de las demás edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de
niños y viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les ha internado
en eso que un colega mío llama «ancianarios».
Si me permiten esta confesión personal, yo no cambiaría a mis ocho hermanos y hermanas por
nada del mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi todo lo que sé acerca del hombre en
sociedad. Por lo que se refiere a la educación cívica, también aprendí bastante durante los años
que viví en una residencia universitaria. De manera que, desde hace unos 30 años, el mundo no
me ha enseñado nada esencialmente nuevo.
«ARRIESGAR LA VIDA»
Me temo que el actual modelo de vida familiar y escolar —aunque sea más libre y menos severo
— presenta un cierto carácter unívoco y monótono, que no fomenta las virtudes ciudadanas.
Nuestra sociedad parece pensada a la medida del adulto infantilizado, ese que compone las
millonarias audiencias de programas televisivos con encefalograma plano. Deberíamos tener más
voluntad de aventura, más capacidad de riesgo, más disposición para esa actitud que Teresa de
Ávila sintetizaba en la expresión «arriesgar la vida».
Para «arriesgar la vida», la virtud más necesaria es, paradójicamente, la sobriedad, la templanza.
El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de
sorprender y dejarnos sorprender. Mucho más interesante que ese estado donde «no falta nada»,
es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad.
Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en lo que los griegos llamaban apatheia, es
decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede pasar y
uno de los peores legados que se pueden transmitir a las generaciones jóvenes. Con ello está
íntimamente relacionada la justicia, especialmente en su aspecto social, hacia los más pobres y
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necesitados. Es un auténtico escándalo que una sociedad democrática y básicamente cristiana
tolere diferencias de nivel de vida clamorosas y crecientes.
Un aspecto de la «nueva sensibilidad», a la que antes me refería, es que los jóvenes empiezan a
percibir lo injusto. A su vez, el «humanismo cívico» debería configurar un modo de ver las cosas
que no admitiera las formas de servidumbre y desamparo extendidas hoy por más de medio
mundo.
La formación cívica ha de enraizarse en un ambiente de libertad, austeridad, servicio, fortaleza
para denunciar la injusticia y no ser cómplices de la corrupción, comprometidos con la verdad…
aunque se hunda el mundo, como decimos en Navarra.
«Una palabra de verdad vale más que el mundo entero», reza el proverbio ruso que Solzyenitzin
incluyó en su discurso de recepción del Nobel de Literatura, ceremonia a la que las autoridades
soviéticas le prohibieron asistir. «¿Qué puede la verdad contra la rueca de la violencia?», se
preguntaba Solzyenitzin en aquel discurso que nunca pronunció.
A la actitud de amor a la verdad siempre le cabe decir que no: mientan todos ustedes, pero no
cuenten con mi colaboración; finjan honradez mientras son corruptos, pero sin mi ayuda;
pliéguense dócilmente a leyes inmorales, pero les anticipo mi desobediencia civil. Desde luego,
vivir el humanismo cívico resulta peligroso, pero —como decía Platón— es un «bello riesgo»
.
La rebeldía ante los poderosos de este mundo no es posible sin la ayuda de Dios. La visión
cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la solidaridad de quienes forman un
solo Cuerpo y saben que la salvación no es un asunto individualista. Todos dependemos de todos
en un sentido muy profundo y esencial.
Una educación cívica cristiana y humanista ha de fomentar lo que Macintyre llama «virtudes de
la dependencia reconocida», entre las que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la
compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último
término, la misericordia o piedad.
El que es a un tiempo utilitarista y emotivista piensa que sólo hay dos tipos de motivos para
decidir la propia conducta:
1) La elección racional, la rational choice, el cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el
mayor número de gente posible. Presenta el problema de qué género de bienes valorar, a quién se
va a beneficiar: a mí mismo y a quienes me rodean o a quien más lo necesite, y si hemos de
primar a los actuales habitantes del planeta o cuidar que no dejemos una tierra contaminada y
desertizada a quienes vengan después
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.
2) El sentimiento de simpatía hacia otros. Este emotivismo inmediato, si no está ordenado por
hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad
sentimental.
Tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta de las relaciones —mucho más
diversificadas y abiertas— que realmente se establecen entre las personas.
Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la
crispación egoísta del do ut des.
Si sólo hiciéramos lo que pensamos que nos conviene o enciende nuestras emociones inmediatas,
casi todo quedaría por hacer; la sociedad se pararía. Como han demostrado recientemente
economistas merecedores del Nobel, las actividades que realizamos con mayor atención y
cuidado son aquellas por las que no recibimos ninguna retribución económica.
Además, es falso que si todos buscan su interés egoísta, el interés general resultará de la suma y
difusión de esos beneficios. Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre otras cosas porque —
como señala Amartya Sen— en situaciones de extrema miseria las personas no pueden pensar
cuál es su interés, presionadas por encontrar el puro y simple sustento diario.
En la base de estos errores teóricos y prácticos se encuentra la separación entre ética pública y
privada. La primera se agotaría en el cumplimiento de las normas constitucionales y el respeto al
derecho positivo; la segunda se vería relegada exclusivamente al cerco privado, sin ninguna
manifestación política o económica.
Lo cierto es que sólo hay una ética, que presenta aspectos privados y públicos no delimitables
entre sí de modo neto ni separables drásticamente.
Si alguien no es honrado en su vida personal o familiar, será muy raro que se comporte con
honestidad en la esfera pública, le faltará el temple moral necesario para evitar comportamientos
que seducen por su encanto inmediato. A su vez, si alguien no se conduce rectamente en lo
público, ese desgarramiento existencial se traducirá en las relaciones más íntimas y personales.
La formación cívica presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales proyecciones
políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre bueno ha de procurar, simultánea e
inseparablemente, ser también buen ciudadano.
Reducir la moral al ámbito personal, familiar o profesional, con abandono de la esfera pública, es
un enfoque burgués e insuficiente de la ética. Nadie puede ser moralmente bueno en una campana
de cristal.
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personas particulares han de tomar todos los días decisiones que afectan a otra mucha gente.
Lo que demanda la sociedad es una «nueva ciudadanía», mucho más activa y responsable, en
donde las personas no se conformen con ser invitados de piedra en el concierto público, sino que
ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad
cultural.
Los nuevos ciudadanos, quienes habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro de poco,
tendrán el honor y la carga de configurar ese mundo tan distinto al actual de una forma
hondamente humana. Será necesario que aprendan una asignatura que no está en los libros de
texto ni se puede incluir en los planes de estudio.
La formación cívica se adquiere como por ósmosis en las relaciones de parentesco y vecindad.
Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo quien conviva con buenos
ciudadanos aprenderá a serlo. En esta disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo.
Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle.