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y temas circunvecinos
Alexandro Roque
San Luis Rey
y temas circunvecinos
Alexandro Roque
Primera edición: 2018
© Alexandro Roque
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a sus habitantes a salir siempre con chamarra, sombrilla y protector
contra el sol.
La reciente aparición de extrañas especies, vegetales y animales
en el centro histórico de esta ciudad hecha de palabras ha llevado a
especialistas en todas las ramas de la ciencia a replantearse fragmentos
de la historia que no habían sido tomados en cuenta.
Primero fue una alegre mata de sandía la que brotó en las obras
de remodelación de la alameda Juan Sarabia, lugar típico de aves (por
sus patos y por su entorno ideal para garciar). Los pocos afortunados
que la probaron dijeron que era dulce y muy jugosa. Luego fue una
planta de maíz, que también cerca del museo del tren opuso alegre
resistencia a ser arrancada. En los puentes que cruzan la antes diagonal
sur (hoy oficialmente, avenida Salvador Nava) y en el periférico surgie-
ron pequeños arbolitos, gracias a las lluvias.
Hay quien vio el pasado mes de junio a un armadillo cruzar he-
cho la cochinilla la Plaza de Armas, y varios testigos de probada cre-
dibilidad reportan que un venado ha sido visto al alba, tras noches de
luna plena, en la Plaza de los Fundadores, la primera, donde se creó
esta ciudad de escudo azul y oro, con un cerro relleno de metales pre-
ciosos hoy desaparecido.
Acostumbrados a ver a la dama de negro y a la Maltos, a la Llo-
rona en el río Santiago y a la Planchada en el Hospital Central, hace
tiempo que sus habitantes no reportaban más apariciones en el centro
histórico. Sus miles de fantasmas, que han creado una energía muy es-
pecial en esa zona de la ciudad (como aseguró un conocido santero y
escritor cubano), parecían haberse quedado mudos. Ciudad de palabras
pero también de silencios, incluso sepulcrales.
Desde principios de 2013 quienes deambulan por el centro his-
tórico, sobre todo los que salen por ahí de la medianoche de los an-
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tros y cafés cercanos al jardín Guerrero (más conocido como de San
Francisco), de Independencia, Carranza, Bolívar o Allende, juran que
han oído hablar a la estatua de bronce que se erigió en honor a Juan
del Jarro, y ya no sólo a los enamorados, como contaba la leyenda. En
medio del jardín, al inicio de la calle de Universidad, Juan suele per-
manecer callado durante el día, atendiendo a los curiosos que llegan a
tomarle fotos. Soportó con estoicismo el baño de pintura que alguna
vez le hicieron, y no dice nada cuando se recargan en él. A medianoche,
cuentan, suele adquirir la locuacidad que lo hiciera famoso durante el
siglo 19.
Juan del Jarro, por nombre cristiano Juan de Dios, nació cerca
de algún lugar desconocido, casi en alguna parte, de la ciudad de las
camelias, al norte de esta ciudad hecha de palabras. Como ésta todos
se conocen, o al menos conocen a algún conocido de un familiar, o al
amigo de un amigo —y más en los tiempos en que vivió Juan—todos
lo recuerdan como un pordiosero que gozaba del don de la adivina-
ción y repartía entre los necesitados lo poco que le donaban, de mirada
curiosa, siempre con su sombrero de copa (raído y con engranes, de
los que se desconoce el mecanismo), un reloj de faltriquera que solía
consultar nerviosamente, un pantalón sujetado con un mecate a su
generosa panza y un misterioso jarro en el que guardaba una sustancia
desconocida. Sobra decir que el jarro desapareció a la muerte de Juan,
y que muchos aventureros y órdenes religiosas aún lo buscan por su
valor histórico y ritual.
Hay quien le reza todavía: desfacía entuertos, iba de uno a otro
de los siete barrios en muy poco tiempo (se cuenta que usaba los túne-
les que se construyeron durante la Colonia), vaticinaba muertes y adivi-
naba engaños amorosos, como constatan los testimonios (actualmente
en el Archivo Histórico del Estado) de los parientes de un párroco de
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Nuestra Señora de Tlaxcalilla y de una señora de una acaudalada fami-
lia, a quienes dijo como con descuido su próxima muerte y que el hijo
que iba a tener no era de su marido. Respectivamente, but of course.
Cuando murió fue sepultado en el panteón del barrio del Montecillo,
donde quienes lo acompañaron (de todas las clases sociales) atesti-
guaron cómo hasta los escarabajos le hicieron guardia. Tras muchas
vicisitudes sus restos fueron a dar al panteón del Saucito.
Cuentan ciertos historiadores que de joven Juan del Jarro vivió
en Oxford, Inglaterra, donde ejerció de sombrerero, y como todos los
que se dedicaban a ese oficio era meticuloso pero también aspiraba
vapores de mercurio al limpiar el fieltro de los sombreros. De ahí su
mirada, su uso ocasional de un monóculo, el prurito por ver la hora en
su viejo reloj de leontina y el hábito de disfrutar a las cinco de la tarde
de un buen té, cuando podía. El tiempo es un castigo, solía decir, y son-
reía. De su amistad en ese tiempo con un amable reverendo, aficionado
a las matemáticas y a la fotografía, tomó el gusto por relatar historias
nuevas y viejas, llenas de fantasía, a los niños de esta ciudad de cantera
y de palabras.
Hoy se le oye decir, es decir, a su estatua, como alguna vez pro-
fetizó en vida (y se creyó que se refería a la gran inundación de 1933,
cuando se reventó la represa): “Esta ciudad desaparecerá inundada...
podría no ser de agua, pero de ustedes depende”.
Doy fe.
San Luis Rey
Aquí en la plaza
el día se ha roto por su parte más frágil
nos muestra la herida en el costado derecho
(el sabor de lo eterno / siempre
el rumbo de infinito)
[…] porque una pompa de jabón convertida en estatua
nos marca la frontera / entre la nube y el ave...
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Y Norberto de la Torre:
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que es mentira, pero lo que se sabe (o se da por cierto) por el acta de
fundación es que la fecha oficial es el 3 de noviembre de 1592. La cosa
es que los guerreros desaparecieron y sólo quedó el nombre del nuevo
guerrero, patrono, cómo no, del virrey Luis de Velasco.
Desde entonces se dijo que era un Potosí, emulando al Cerro
Rico de Potosí que está en Bolivia, el referente para las toneladas de
plata que esperaban encontrar en Cerro de San Pedro. “Vale un Poto-
sí”. No fue así. Hay quien dice que la voz viene del quixua y significa
“manantial de plata”; hay quienes lo niegan, y aseguran que esa palabra
significa “explosión”. Puede ser, sí. Hasta la actualidad, cuando la em-
presa Minera San Xavier acabó con el cerro que está retratado debajo
de San Luis Rey de Francia en el escudo de armas de la ciudad. La
guerra santa, dicen.
Ni santa ni guerrera, la ciudad sigue con su cantera y adoquines.
Trata de ser. San Luis Rey anda en la Fenapo y trata de olvidar sus pe-
nas: no está en las estampitas ni se le reconocen muchos milagros. De
sus palabras, la mayoría oraciones, vale la pena recordar las siguientes,
dedicadas a su hijo:
Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin des-
viarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado
del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la
razón.
Y viene aquí muy a cuento compartirles algo del discurso que Fer-
nando Savater dio en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí al
recibir el doctorado honoris causa, a propósito de este santo patrono:
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que yo nací, yo me llamó Fernando María Luis y tengo también
un Luis en mi nombre. San Luis fue un rey que gobernó a pesar
de que murió con cincuenta y poco años, gobernó más de 20
en Francia y llevó a cabo una serie de reformas y cosas muy im-
portantes y finalmente de una manera arriesgada y generosa se
embarcó en una de las últimas cruzadas que como tantas otras
fracasó.
Con su ejército pasó África y cuando estaba ahí en Argelia,
en el desierto tirado por los enemigos, por las fiebres y el agua,
ahí murió San Luis sin haber llegado a liberar el santo sepulcro
de Jerusalén y todo eso, y, en esa agonía en medio del desierto
con sus soldados desperdigados y hostigados por los adversa-
rios, dicen que sus últimas palabras fueron referidas a uno de sus
lugartenientes: ‘llegaremos a Jerusalén’.
Bueno, yo toda mi vida he tratado también de ser un poco
fiel a esa especie de absurda y casi desconcertante esperanza que
lleva uno incluso en la agonía, incluso en los peores momentos
pensemos que después de todo aún quedan fuerzas para cumplir
lo que más deseamos, y eso es lo que yo he tratado de también
de transmitir a quienes me leen, no puedo transmitirles quizá
grandes conocimientos porque no los tengo, pero he intentado
transmitir aliento...
Hoy, para bien o para mal, no hay cruzadas, ni cruzados. Las estatuas
de San Luis en la Plaza de los Fundadores, en Catedral o en la Catedral
Santuario de Guadalupe nos observan.
En otros tiempos, digamos en la Independencia, la mayoría peleaba sin
saber quién era el enemigo.
Se llamaba a la revuelta social. Los que lo hacían eran en su ma-
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yoría españoles (criollos). Se descabezó a los jefes de la rebelión. Se
cargaban piedras en la espalda.
Había cientos de muertos en los enfrentamientos. No siempre
eran los que lideraban a los grupos. Independencia era la última pala-
bra en el vocabulario. Surgió como proclama de un emperador.
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El candil
En la cúspide radiante
que el metal de mi persona
dilucida y perfecciona,
y en que una mano celeste
y otra de tierra me fincan
sobre la sien la corona;
en la orgía matinal
en que me ahogo en azul
y soy como un esmeril
y central y esencial como el rosal;
en la gloria en que melifluo
soy activamente casto
porque lo vivo y lo inánime
se me ofrece gozoso como pasto;
en esta mística gula
en que mi nombre de pila
es una candente cábala
que todo lo engrandece y lo aniquila;
he descubierto mi símbolo
en el candil en forma de bajel
que cuelga de las cúpulas criollas
su cristal savio y su plegaria fiel.
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¡Oh candil, oh bajel, frente al altar
cumplimos, en dúo recóndito,
un solo mandamiento: venerar!
Tú no conoces el espanto
de las islas de leprosos,
el domicilio polar
de los donjuanescos osos,
la magnética bahía
de los deliquios venéreos,
las garzas ecuatoriales
cual escrúpulos aéreos,
y por ello ante el Señor
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paralizas tu experiencia
como el olor que da tu mejor flor.
Paralelo a tu quimera,
cristalizo sin sofismas
las brasas de mi ígnea primavera,
enarbolo mi jubilo y mi mal
y suspendo mis llagas como prismas.
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Alguien vive en alguna parte,
lo sé.
Alguien sin ninguna ocupación conocida.
Nadie es su vecino,
tal vez,
y nunca está en su casa.
A veces sale a volar.
Nadie participó en nada que ver.
Todos los poetas de tierra adentro le cantan al mar.
Yo escribo cuando pasa
algo.
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Zamarripa
Paralela (es un decir, porque ninguna calle en San Luis Potosí está de-
recha) a la de Independencia, la calle donde viven mis papás —una
calle que sale del centro de la ciudad y termina en la avenida Salvador
Nava (o diagonal sur, o avenida de los maestros, o sencillamente los
puentes)— debe su nombre al fraile Fernando Zamarripa, quien nació
en Soledad de los Ranchos (luego Soledad Diez Gutiérrez, y luego y
hasta la actualidad Soledad de Graciano Sánchez), “un triste pueblo,
con un nombre también triste”, como escribió el historiador Nereo
Rodríguez Barragán.
En la noche del 10 al 11 de noviembre de 1810, con el capitán
Joaquín Sevilla y Olmedo, Fernando Zamarripa fue de los “rescatado-
res” de Luis Herrera, quien estaba preso en en el convento del Car-
men, bajo el cargo de conspirador (era enviado de Miguel Hidalgo.
aunque en SLP no lo pelaron mucho, que digamos). Esa misma noche
Zamarripa confesó a los caudillos potosinos por si acaso morían en la
pelea. Fue asimismo amigo y compañero de batallas de Juan de Ville-
rías, el alferez Nicolás Zapata y Francisco Lanzagorta.
De la narración de Nereo Rodríguez Barragán destaca la res-
puesta de Fernando Zamarripa a quienes lo juzgaron: “Siento en mi
alma no haber sido tan grande en la guerra como el señor Hidalgo,
para que se me hubiera degradado y cortado la cabeza. Iré a morir
muy lejos de mi tierra, sin poder ayudar más a mis compañeros...” El
religioso fue condenado a diez años de presidio en San Juan de Ulúa, y
de él “nunca más se supo nada”.
Transcribo aquí el último párrafo del artículo (1939) de Rodrí-
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guez Barragán sobre el independentista, y trataremos de ir publicando
algunas notas más sobre los nombres de calles y de quienes les dieron
origen.
Calle sórdida...
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Este cuaderno fue escrito e impreso
en San Luis Potosí, SLP, en 2018.
La corrección de estilo y las erratas son obra del autor.