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Descartes - Capitulo VI

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POLO, Leonardo. Evidencia y realidad en Descartes. 2ª ed. Pamplona: EUNSA, 1996. pp. 227-308

Capítulo VI

DESCARTES Y LA FILOSOFÍA TRADICIONAL

A. Las relaciones entre ser y conocimiento en


Descartes

a) En resumen, Descartes ha establecido tres sentidos de la evidencia


y, paralelamente, tres sustancias:
1) La evidencia en orden al contenido objetivo del pensamiento. Es
esta la evidencia de lo evidente, la claridad de la idea. A la evidencia en
este primer sentido le corresponde un valor de actualidad, según el cual
se diferencia estrictamente de la sustancia cuyo es el contenido
evidenciado. A tal sustancia, por lo tanto, le conviene el nombre de
realidad extramental.
La realidad es extraobjetiva; no aparece en el objeto ni como objeto.
Ahora bien, extramentalidad no significa número. El discernimiento
entre evidencia y realidad no alude, en modo alguno, a la eventualidad
de que la evidencia no consiguiera hacer comparecer la totalidad
inteligible. El hecho de que evidencia y realidad no sean lo mismo es
irrelevante en términos de pura inteligibilidad.
Entendido de este modo, el pensamiento objetivo tiene un carácter
situacional. Acontece que se piensa objeto y no que no se piensa — y
esta es la única garantía de que efectivamente se piensa objeto —; el
pensamiento es un logro efectivo según una evidencia consumada — y
esto quiere decir ahora: finita y no mostrada como tal —. El hecho de
que el contenido objetivo esté en situación heterogénea a la sustancia
real, o que la realidad no sea evidente, no es obstáculo a que el objeto se
iguale a la esencia en cuanto que propia de la substancia. Dicho de otro

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modo: dado que la evidencia se discierne de la realidad, lo pensado sólo


puede serlo al margen de su conexión con la realidad — la evidencia es
la actualidad del objeto en cuanto que pensado; por lo tanto, depende
exclusivamente del valor fáctico inherente a la diferencia entre pensar y
no pensar —; y dado que no por prescindir de esta conexión lo pensado
deja de serlo exhaustivamente — la intelección objetiva no culmina en
el esse — , hay que concluir que la evidencia suple la pertenencia a la
realidad; o lo que es igual, que la condición de objetividad, sin llegar a
ser condición real, cumple las funciones precisas para que haya objeto,
ciertamente, no como naturaleza de una sustancia, pero sí como lo
presente al pensamiento. A esto llamo carácter situacional de la
evidencia: para que sea posible pensar al margen de la realidad se
precisa una entera suficiencia, tal que lo que no está en cuanto que
pensado en el mundo, esté en cuanto que pensado en el pensamiento; y
tal que dicha presencia signifique para el objeto una correspondencia
plena con la naturaleza realizada en la sustancia; de manera que la
naturaleza en cuanto inteligible no tiene como elemento integral su
pertenencia a la sustancia.
Así, pues, al primer sentido cartesiano de la evidencia corresponde,
propiamente, el nombre de situación de objetividad.
2) La evidencia en orden al tema del fundamento. El cogito-sum
cartesiano, representa la conexión de la evidencia con la realidad. Esta
conexión, como es claro, sólo puede intentarse en una dirección
diferente de aquella en que la evidencia se discierne de la realidad —
extramental —. Pero, a la vez, llevar la atención por tal vía es solidario
con la precisión del esse como elemento resolutivo del pensamiento
objetivo que se produce con la interpretación cartesiana de la evidencia
como situación de objetividad. Al olvidar la resolución en el esse — que
se expresa en la doctrina de la analogía del ente — , la finitud propia del
pensamiento objetivo reclama una resolución de otra especie. A la vez,
el carácter situacional de la evidencia sugiere una facticidad
fundamental: el hecho de pensar, en su oposición actual a no pensar,
puede ser advertido en su pureza radical. Es esta la alusión al sum como
una nueva realidad.
Entendida en orden al sum, la evidencia cartesiana se muestra
como pensamiento puro, y esto significa: evidencia distinta, no solo de
la realidad extramental, sino de toda determinación según un contenido
objetivo particular. Con tal pureza, la evidencia está en su mismidad,
que no es la de un género, sino la de un elemento que, separado de toda
determinación particular, es, justamente entonces, constante. Pero tal
separación no es una escisión y nueva objetivación en la línea del pensar
abstractivo, sino un mantenimiento y reiteración del carácter

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situacional de la evidencia, que no son mera tautología, sino que hacen


posible la separación misma de la evidencia y su constancia, a la vez que
abren la alusión al sum como momento resolutorio fundamental.
Nótese que al sum se llega también dudando, es decir, suspendiendo la
suficiencia situacional en orden a los contenidos objetivos. Por otra
parte, la evidencia no es un elemento del orden del contenido, por lo
cual no es separable por abstracción.
Pero si el pensamiento puro alude al sum no es capaz de aclararlo,
es decir, de traerlo hasta el ámbito en que ejerce su eficacia. La
suficiencia situacional del pensamiento muestra su eficacia en orden al
objeto, haciendo que haya objeto claro. Sin embargo, en rigor el sum no
lo hay. La inferencia del sum no es la intelección del sum. Aunque el
pensar se funda en realidad, o mejor, justamente por ello, la realidad
del pensar no es pensable. El segundo sentido de la evidencia que
establece Descartes, y la sustancia correspondiente, son también
discernibles: cogito-sum no es una estructura de identidad. Atendiendo
a esta observación llamaré al segundo sentido de la evidencia
cartesiana: tema de la irreversibilidad de la estructura fundamental de
la conciencia humana.
3) La evidencia en orden al tema de la identidad entre pensamiento
y ser. El tercer sentido de la evidencia cartesiana es la evidencia infinita;
su realidad correspondiente es la sustancia divina. Al establecer la
implicación entre la identidad de pensamiento y realidad y la infinitud
de ambos. Descartes propone el lema cuyo desarrollo toma a su cargo la
filosofía sistemática.
La resolución fundamental de la evidencia en el sum no satisface la
referencia del pensar al infinito, por cuanto que, en última instancia,
sum y evidencia se disciernen; tal discernimiento significa, dada la
primaria interpretación de la evidencia como situación, finitud; un
pensar no idéntico, como situación, con la realidad, es un pensar finito
y, por lo mismo, un pensar que no piensa el infinito. Pero también, la
realidad en cuanto que no pensada es realidad finita, por cuanto que se
discierne de la evidencia. De aquí se desprende la imposibilidad de un
objeto infinito, y asimismo la necesidad de que la sustancia infinita haya
de ser una tercera sustancia, cuya relación con la evidencia no sea la
mera resolución irreversible en el sum.
Por lo tanto, el tercer sentido de la evidencia cartesiana comporta la
pretensión de superar la inferencia del sum, y ha de establecerse de un
modo extático.

b) Este esquemático resumen nos proporciona la base necesaria para

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someter la doctrina cartesiana acerca de la evidencia y la realidad a un


juicio valorativo matizado.
1) El primer sentido de la evidencia, en concurrencia con la noción
de realidad extramental — como realidad en sí — , representa la
limitación metafísica de Descartes. El acceso intelectual al ser es
incompatible con la determinación de la evidencia como situación
heterogénea; a la vez, la noción de realidad en sí es inferior a los
resultados a que ha llegado la investigación tradicional sobre el ser. Por
lo tanto:
1º Debe rechazarse simplemente tal determinación como
absolutamente insuficiente: en el orden del conocimiento, la noción de
consumación situacional finita es insostenible. Por su parte, la noción
de realidad en sí está superada. En el apartado B) de este capítulo
desarrollaré estas afirmaciones.
2º Ahora bien, a mi juicio la noción de situación objetiva, aunque
carente de todo valor como determinación positiva, contiene una
sugerencia de gran alcance, tanto para la metafísica como para la
investigación antropológica. A la evidencia como situación cabe
entenderla como pura finitud, y en este sentido como límite del
conocimiento humano. La función limitadora de la evidencia es
susceptible de superación o abandono, y de este modo puede
intensificarse la advertencia metafísica del ser, para la cual dicho límite
es un obstáculo parcial. Algunas observaciones importantes para el
desarrollo de este planteamiento se contienen en el apartado C) del
presente capítulo [375].
375. He desarrollado por extenso este tema en una investigación que lleva por titulo:
El acceso al ser, Pamplona 1964.

2) La alusión a la existencia humana expresada en el cogito-sum es


de gran interés antropológico y metafísico. Con todo, hay que hacer a la
formulación cartesiana los siguientes reparos:
1º Se trata únicamente de una alusión, no de una verdadera
determinación, intelectual o no, como Descartes parece admitir. Si se
parte de una actitud de exclusiva atenencia al pensamiento objetivo, al
modo kantiano, es pertinente la acusación de paralogismo: el sum no
está contenido en la eficacia situacional de la evidencia [376] . Si se
estima que el cogito-sum tiene el valor de una mera alusión a la
existencia, la acusación de paralogismo deja de ser válida, y cabe
reargüir contra Kant que la mera atenencia al objeto no puede ser
definitiva: el carácter situacional de la evidencia no es un valor positivo
sino finitud y límite. Lejos de una evidenciación de la existencia

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humana, la situación de objetividad alude a la existencia como a aquello


que, simplemente, la supera y desborda.
376. Lefèvre observa en el cogito un cierto dualismo entre naturaleza y libertad que
“hace oscilar la doctrina entre una determinación del ser (mejor diríamos del
objeto) y una indeterminación del acto”, op. cit., pág. 230.

2º La trasmutación positiva correspondiente a la duda, como


anulación de todo objeto, no es la existencia humana. La duda no es el
procedimiento válido para alcanzar la rigurosa superioridad al objeto de
la existencia humana, porque el término en que se trasmuta la duda
posee un aparente sentido positivo no enteramente superior al objeto.
La existencia humana es superior; a la situación de objetividad en
cuanto que ésta es finitud y límite, y no requiere, por tanto, un
procedimiento dirigido a suspender el objeto: tal procedimiento — la
duda — es superfluo y, por otro lado, insuficiente.
Aunque tampoco las observaciones precedentes pueden
desarrollarse aquí en toda su extensión, en el apartado C) de este
capítulo propondré algunas de las implicaciones que para el
planteamiento del tema de la existencia humana contiene el cogito-sum.
3) La identidad cartesiana entre pensamiento y realidad debe ser
rechazada por las siguientes razones:
1º Porque no tiene sentido preciso la hipótesis de una evidencia
infinita, siendo como es el carácter situacional del pensamiento pura
finitud y límite.
2º Porque la identidad entre pensamiento y realidad, lejos de ser la
razón esencial del sum, es incompatible con la alusión a la existencia
humana que el pensamiento contiene.
El intento más profundo de desarrollar la identidad entre evidencia
y realidad, superando las objeciones que acabo de formular, es el
sistema de Hegel. Pero la valoración del sentido hegeliano de la
identidad queda para otra ocasión, ya que está en función de lo que
haya de decirse acerca del límite mental.

B. La limitación metafísica de Descartes

La comparación de la res cartesiana con el sentido


aristotélico-tomista del ente, arroja el resultado que, muy
esquemáticamente, se expone a continuación:

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a) Descartes (y tras él la filosofía moderna) pierde la noción


trascendental del ente. Las enormes implicaciones de aquella
proposición tomista, según la cual Id quod primo intellectus concipit
quasi notissimum, et in quo omnes conceptiones resolvit, est ens [377]
están ausentes de Descartes. En estrecha correspondencia, la prioridad
del esse [378] en todos los órdenes, decae.
377. De veritate, q. 1, a. 1, resp. En las páginas que siguen, la doctrina tomista se
utiliza como punto de referencia para una crítica de Descartes que supere en su
alcance la mera confrontación entre dos filosofías de estilo e inspiración muy
diferentes. Este uso impone una selección dentro de los elementos constitutivos
de la ontología tomista, que dentro de otras preocupaciones exegéticas no se
destacarían tanto.
378. Tal como se expone en este texto del De Potencia: “Hoc quod dico esse est
actualitas omnium aetuum et propter hoc est perfectio omnium perfectionum.
Nec intelligendum est, quod ei quod dico esse, aliquid addatur quod sit eo
formalius”, De Pot. q. 7. a. 2, ad nonum.

1) En el orden del conocimiento, la trascendentalidad del ente se


entiende como la superioridad a toda división objetiva propia del
primer conocido. La trascendentalidad es el aseguramiento de la
superioridad perfecta del objeto formal del intelecto, según la cual se
impone a la multiplicidad de los contenidos de conciencia, y no
sucumbe a ella [379] .
379. “Esse autem inquantum est esse non potest esse diversum; potest autem
diversificari per aliquid quod est praeter esse“. C. G. II, 52.

Descartes lleva a cabo el desconocimiento de la trascendentalidad


del ente en la forma precisa de introducir una división primaria: la
diferencia entre el objeto pensado, como término objetivo, y la realidad
en sí. Esta diferencia no puede ser superada por el ente: es una
diferencia irreductible, que equivale inmediatamente a la determinación
de la realidad como exterior al orden del conocimiento, y,
paralelamente, a lo que puede llamarse consideración precisiva del
término del conocimiento.
La eliminación cartesiana del ente trascendental respecto del orden
del conocimiento no se realiza en sentido nominalista, o pretendiendo
que la noción de ente es equivoca, sino, lo que es mucho más radical,
estableciendo la duplicidad objeto-realidad, es decir, negando que la
realidad como tal sea del orden de lo cognoscible. Esto significa que
entre objeto y cosa no media una mera diferencia de inteligibilidad,
sino una rigurosa alteridad. Se compara el objeto con la realidad
haciendo centro en esta última. De esta manera de comparar resulta

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que el objeto tiene una referencia a la realidad distinta de adecuarse o


no adecuarse con ella; a saber: ser o no ser él mismo, precisivamente
considerado, real. El bloqueo completo del acceso intelectual a la res es
la misma comparación cartesiana, según la cual ser objeto no es un
modo intrínsecamente relativo de ser, sino otro que ser, y por lo tanto
en relación extrínseca con la realidad — causalidad —. De este modo, el
ser deja de ser principio interno del conocimiento y se determina como
cosa o mera exterioridad.
La trascendentalidad es la forma eminente de que depende la
universalidad del concepto. Ningún contenido objetivo es inteligible
sino como ente. Sin embargo, el ente no es un universal. Esto significa
que la negación del concepto de ente que se funda en la discusión
acerca de la universalidad del concepto, no alcanza, en verdad, al
ente [380] .
Si el concepto de ente, trasciende la universalidad [381], ello se debe
a que es la forma misma según la cual marca el esse su prioridad en la
concepción humana. Lo que tiene todo conocimiento intelectual de ente
— como objetividad — es el modo como el conocimiento es-del-esse, y
no precisivamente conocimiento. Esto significa que la interpretación del
objeto como relativo a la realidad desde el punto de vista de una
comparación, destruye el ente. Entre el ser y el ente no cabe
comparación, sino que según el ente el ser es primero y principio para
el intelecto. En cambio, el objeto cartesiano sistit extra causam suam,
está en situación heterogénea, o simplemente otra, con la realidad.
380. Y también que la universalidad no puede discutirse prescindiendo por completo
del ente.
381. “In praedicationibus omnia univoca reducuntur ad unum primum, non
univocum, sed analogicum, quod est ens“. S. Th. 1ª, q. 13, a. 5, ad. primum.

2) En el paso al orden real, la trascendentalidad del ente comporta


la interpretación profundamente dinámica del ser: el ser es principio de
actividad; se dice realmente primero en cuanto fuente fecunda según la
cual ente implica derivación. En virtud del carácter primario del ser, la
noción de ente está, valga la expresión, intrínsecamente principiada y,
por lo tanto no tiene en modo alguno el sentido de totalidad terminada
de una vez, o puramente en sí . Fuera del ser, la noción de todo es
contradictoria; pero el aseguramiento o refrendo del todo que el ser
procura abarca constitutivamente la dimensión del principio como tal.
Nada se da meramente — es decir, fuera del ser —; nada se constituye
relativamente a sí mismo antes del ser. De aquí también que ningún
modo categorial sea principio sino en un sentido parcial — distinto de
la identidad — y dependiente del ser.

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No insistamos más de momento en el tema del principio. Es claro


que la interpretación cartesiana de la sustancia como cosa en sí equivale
al olvido de la trascendentalidad del ente en sentido metafísico. La
noción de en sí es insuficiente como determinación definitiva de
cualquier realidad [382].
382. En filosofía tomista cabe afirmar la existencia real mediante la conversión a la
experiencia sensible que se opera en el juicio. Pero ni la afirmación de la
realidad es el definitivo modo de acceso al ser, ni tampoco la realidad como
correspondiente a la afirmación es la dimensión que cierra o termina la
integridad del ser.

b) El principio de contradicción funda el establecimiento de la


trascendentalidad del ente en el plano de la segunda operación
intelectual. No se puede conservar inalterado el sentido y valor del
principio de contradicción si, como hace Descartes, se atenta contra el
carácter trascendental del ente.
1) La diferencia entre el ser y la nada es incompatible con la
diferencia entre el ser y un — hipotético — tercero. La noción de nada
sólo entra en consideración como invalidación de toda diferencia
positiva. Toda determinación exterior en absoluto al ente se reduce a la
negación del ente [383].
383. “Nihil autem potest addi ad esse quod sit extraneum ab ipso, cum ab co nihil sit
extraneum nisi non ens. Unde non sic determinatur esse per aliud sicut
potentia per actum, sed magis sicut actus per potentiam“. De Pot. 7, 2, 9.

2) El principio de contradicción es el principio del juicio. Esto


comporta que el incremento de intelección propio del juicio mismo
relativamente al concepto se funda en él. Dicho de otro modo: el
principio de contradicción no es — no podría serlo, dado su forma
negativa — una mera ratificación del conocimiento conceptual del ente,
como si este concepto constituyera el conocimiento perfecto, o no
superable, del ente. Si hay un concepto del ente, hay también un juicio
del ente, y éste, es decir, el valor trascendental de la afirmación, se
funda en el principio de contradicción. El conocimiento que del ente
trascendental se logra en el concepto no funda el principio de
contradicción — de un modo analítico, o como una mera declaración de
lo ya conocido conceptualmente — , sino que tal conocimiento se
continúa en el juicio y, más allá, en el principio de contradicción.
Ambos, concepto y juicio, son conocimientos acerca del ente
absolutamente fundados en la prioridad que al ente corresponde en
virtud del esse o en cuanto habens esse.

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En su profundo sentido, el principio de contradicción implica la


oposición a la detención en la pura objetividad del ente: esto — la
reducción del ente a su conocimiento conceptual — sería contradictorio,
pues equivaldría a admitir un más allá extramental a que el ente no se
extiende. El principio de contradicción establece que sólo la nada no es
ente también en la forma de declarar pertinente la afirmación del ente.
En tal afirmación el concepto de ente no queda referido a sí mismo,
sino que según ella se trasciende en acto la limitación de la
determinación del ente como objeto.
En esta dirección de la problemática metafísica, el principio de
contradicción veda:
La atribución al objeto, considerado como in solo intellectu, de una
cierta positividad que sustituye o suspende el conocimiento de la
realidad.
La comparación entre objeto y realidad. Tal comparación implica la
consideración precisiva del objeto y su relación solamente ulterior con
la realidad. La consideración dialéctica de la finitud tiene en ella su
punto de partida.
En conclusión, toda fisura entre objeto y ser producida por la
configuración positiva de la situación de idealidad al margen del ser. El
realismo filosófico tiene en su base el principio de contradicción.
La interpretación de la afirmación como un acto de la voluntad,
según hace Descartes, significa la determinación de la realidad en
atención exclusiva a su correspondencia con un poder libre finito.
Mientras que el juicio como operación intelectual tiene un valor de
constatación y deja lugar para una posterior averiguación sobre la
existencia, la afirmación voluntaria se corresponde con un término
enteramente fijo, ratificado en sí mismo, sin mayor profundidad,
medido por las necesidades de la afirmación. Mientras que, aun
conocida en orden al ente, en el juicio, la existencia se reserva un
sobrar, la realidad cartesiana se agota al llenar con su solidez el hueco
de lo indiferente, de lo que se quita o se pone sin consecuencias.
Para Descartes, la realidad es lo exterior y anterior a la esfera de lo
frívolo o poco serio, abierta ante la voluntad humana — finita —: es el
valor posicional independiente o absuelto de todo capricho o ligereza.
Lo que al ser puesto queda sujeto a rectificación, comunica a la
voluntad un carácter veleidoso, inquieto y sin fijeza que la lleva tras un
afán de sublimidades o curiosidades en que se desvanece y pierde. La
realidad, en cambio, es lo perfectamente seguro, no en sentido
cognoscitivo, sino en sí misma o al abrigo de injerencias ajenas; es el
estar, no en el ahí del pensamiento, sino en el suyo propio, puesto

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incondicionalmente y sin despliegue. Es el puro fuera respecto de


cualquier evento, oscilación o problema.
Tal determinación es obtenida desde el ángulo de la voluntad. Por
su parte, la voluntad puede referirla a si misma en cuanto libertad
entendida como núcleo incondicionado.
La libertad cartesiana no es la espontaneidad abierta a la
trascendencia, es decir, el brotar relativo al todo, por cuanto sin fin ni
transcurso, sino la carga de facticidad previa al punto de vista del
término. No es comunicación ni apertura, sino núcleo, reserva,
resistencia asegurada al rehusar la amenaza de perderse tras la
imprecisión.
El poder hacer A o B es la inseguridad de A y B de que se contagia
la voluntad en la medida en que a ellos se confía. Pero la voluntad no es
libre por su capacidad de elección en cuanto significa cambio de
término sino porque no puede elegir sin anteceder como factum
absoluto al término inestable: es decir, porque está toda antes del
término. Esta radical insolidaridad hace sentir la adhesión o confianza
como contaminación. La confusión cognoscitiva no es mero defecto de
lucidez, sino equívoco, riesgo de extravío. La voluntad separada no tiene
delante más que la pretensión de control del plano objetivo, en
conexión con el interés por la afirmación y, en último término, con el
anhelo de identidad, totalidad y plenitud.
La preocupación de no tomarse por lo que no se es, de
salvaguardar la prioridad de la voluntad, y con ello despejar su
verdadero destino — es este el reflejo del agustinismo en Descartes — ,
domina el tratamiento cartesiano del tema del pensamiento. La
evidencia, como medio de control, introduce un valor de constancia en
la situación de los contenidos de conciencia. Como obra de la voluntad,
esta constancia no es propia de los contenidos y constituye un veto
rotundo a un dinamismo intelectual que tuviera en ellos su punto de
partida.
En resumen, el principio de contradicción se transforma en
Descartes en el fuero de la finitud, y por lo mismo, en la negación del
dinamismo del ser. Con ello se desconoce el valor trascendental de este
principio [384] . Descartes no trasciende el sentido de la realidad en
cuanto correspondiente a la afirmación.
384. El voluntarismo cartesiano, conculca este fundamental principio tomista: “In
formis specialibus non recipitur praedicatio concreti de abstracto... In formis
generalibus huiusmodi praedicatio recipitur. Dicimus enim quod essentia est
ens“, De Veritate, q. 21, a. 4, ad 4.
Un resumen de las modernas investigaciones escolásticas acerca del juicio, en

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Italo Mancini: Ontologia fondamentale, Brescia, 1959. págs. 168 y ss.

c) En tercer lugar, hemos de traer a consideración la llamada


distinción real de esencia y existencia. Esta distinción ha dado lugar a
una larga controversia en la filosofía tradicional. Esta controversia es la
manifestación histórica de la dificultad de entender exactamente, sin
incongruencia, el valor trascendental de la duplicidad de sentidos que la
distinción real implica.
En una primera interpretación, hablar de una duplicidad de
sentidos no parece poderse entender más que como un discernimiento
analítico a partir de una noción única ya poseída. El ente
transcendental se desdobla en dos dimensiones. Pero como el ente es
indivisible, si es que es transcendental, no puede concederse a este
desdoblamiento alcance real. Se trata de una distinción de razón.
Para admitir el valor real de la distinción entre esencia y existencia,
es menester advertir que tal distinción no es analítica, por cuanto no
divide una noción de ente anteriormente poseída con plenitud. Es
menester también notar que, lejos de ser un obstáculo a la
trascendentalidad del ente, la duplicidad aludida no constituye otra cosa
que el momento de profundidad en su consideración. El ente no es
susceptible de análisis, ya que es la noción primera, y por lo tanto
intrínsecamente principiada [385].
385. “Cognoscens et cognitum (se habent) sicut duo ex quibus fit unum cognitionis
principium“, De Veritate, q. 8, a. 7, ad 2 in contr 2ª.
De aquí también que como noción abstracta, el ente sea sumamente vacío y,
por lo tanto, tampoco analizable en tal situación. Sobre el tema de la abstracción
del ente, cfr. Geiger, La participation dans la Philosophie de S. Thomas d'Aquin,
2ª ed. París, 1953 págs. 318 y ss.; en especial, la lectura que da del In de Trin, q.
5, a. 3, c, en la nota de la pág. 318.

Distinción real no significa que de una parte esté la esencia y de otra


la existencia, pues pensar así equivale a interpolar un estar para cada
una, que no puede tener valor real y entraña la pérdida de la
trascendentalidad; sino que la esencia depende de la existencia [386] .
Tal dependencia, que no es en modo alguno extrínseca, no divide el
ente: es, simplemente, el modo como su conocimiento se prosigue en
profundidad en el plano de la tercera operación intelectual. El carácter
primario de la existencia se revela con ello como fundamento o
principio.
386. “Esse autem ab alio causatum non competit enti in quantum est ens“, C. G. II,
52. La presente interpretación de la distinción real entre esencia y existencia

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responde a la exigencia de señalar en la filosofía tomista el elemento


correspondiente al tema del principio, que tanta importancia tiene en la filosofía
moderna. Conviene, sin embargo, con vistas a la postura tradiciónal, precisar el
sentido en que se afirma que la distinción real de esencia y existencia tiene valor
trascendental.
Ante todo, el valor primordial y supercausal de la existencia — esse — es
comúnmente reconocido: cfr. la precisa exposición de A. González Álvarez en:
Tratado de Metafísica, I, Madrid, 1961, págs. 102 y sig.; asimismo, su carácter
intrínseco y la imposibilidad de colocarla fuera del ente. El ente como tal no es
causado por otro. Sin embargo, la argumentación conducente a demostrar este
último aserto puede tener diverso alcance: lo cual quiere decir que no en todos
los casos ese alcance es trascendental.
1) En primer lugar, puede afirmarse que ninguna de las cuatro causas
aristotélicas es causa del ente. En efecto, ninguna de ellas tiene verdadero valor
trascendental (aunque vaguen a través de todos los predicamentos): a esa
carencia hay que referir su distinción misma, es decir, la distribución del sentido
de la causalidad entre las cuatro.
Pero ello no cierra la posibilidad de la causa trascendental. Más aún: la
diversidad de las causas y la imposibilidad de unificar en su plano el sentido de
la causalidad, sugiere un primario sentido causal al que hay que referir el ente
mismo. ¿Cuál es la primariedad auténtica: la que tiene el sentido de principio, o
la que tiene el sentido de posición independiente — subsistencia — ? ¿Sería
pertinente pretender unificar ambos sentidos? La exclusión de las cuatro causas
del orden trascendental no permite ninguna solución a este importante
problema.
En resumen, al excluir las cuatro causas aristotélicas no se dilucida la
cuestión de la trascendentalidad de la causa, justamente porque ninguna de ellas
tiene carácter trascendental.
2) Un segundo argumento es éste: la causación por otro es, en cualquier caso,
incompatible con la trascendentalidad del ente. En efecto, tal otro, como distinto
del ente, destruye la unidad trascendental, que es, justamente la superioridad a
toda división objetiva.
Este argumento, a mi juicio, no es integralmente válido, es decir, no tiene
auténtico valor trascendental.
1. La validez del argumento consiste en la imposibilidad absoluta de conceder
valor positivo a lo que está — hipotéticamente — fuera del ente. Ahora bien: esta
imposibilidad descansa en el hecho de que no se puede transitar del concepto de
ente a una positividad distinta porque el concepto de ente no es, él, ninguna
positividad — salvo en sentido lógico —. Por esta misma razón, en el fondo,
hemos rechazado la objetividad cartesiana en el apartado a) de este epígrafe.
Pero, en cambio, no sería legítimo ver la razón de la imposibilidad aludida en
una consideración universalista del concepto trascendental. Dicho de otro modo:
otro que el ente no significa nada en el plano conceptual porque en dicho plano
el ente no es algo, y por lo tanto no puede tampoco ser otro. La unidad entre
uno y otro puede entenderse como síntesis dialéctica, pero no como unidad
trascendental. El ente trascendental es superior a la oposición uno y otro, y a su
unidad; pero es superior indeterminadamente, es decir, no convirtiéndose con
ningún sentido de la positividad.
En la fase conceptual de su conocimiento, el ente no se conoce como aliquid
— o bien la alicuidad conceptual no es trascendental —. Por eso, desde él no es
licito transitar a un más allá. Tal transitar despegándose del ente es una

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verdadera falacia trascendental, a la que cabe llamar uso comparativo del


concepto de ente. Pero en la denuncia de tal falacia no debe intervenir la
propiedad lógica de la universalidad. Ciertamente, toda división objetiva es
inferior al concepto de ente. Como hemos dicho, el ente no sucumbe, sino que se
impone a la multiplicidad de los contenidos de conciencia. Pero no es legítimo
argumentar con alcance trascendental tomando como fundamento tal
superioridad, la cual no tiene sentido unitario definido y no permite establecer
implicaciones lógico-extensivas. La superioridad del ente no es susceptible de
consideración separada: en cuanto, que abstracto, el ente es sumamente vacío.
Más aún: la unificación del ente conceptual es directamente contraría a su
valor trascendental, ya que en modo alguno es cierto que el concepto agote el
conocimiento del ente. Toda suposición del objeto proyecta un ignoto
extramental. En suma, si para eliminar lo otro que el ente se acude a
consideraciones en que juegue la universalidad — el ente como único todo — se
incurre en una inextricable confusión. En el plano del concepto, la eliminación
de lo otro que el ente se funda en que en este plano el ente no es algo: es
exclusivamente una eliminación, no una evidencia de la identidad entre el
carácter de todo y el ente.
2. El conocimiento conceptual del ente no es un conocimiento perfecto. Pero,
al mismo tiempo, es un conocimiento trascendental, y en este sentido excluye
que la función otro alcance al ente, y también que el concepto se tome por el
único, o insuperable — quoad nos — conocimiento del ser. En este sentido, el
concepto asegura su propio perfeccionamiento, está abierto a una continuación
intrínseca — en rigor, es esta continuación lo que excluye, o sustituye, el tránsito
al otro —. Lo cual significa que el conocimiento conceptual incluye un implícito.
Esta inclusión no es genérica, ni su explicitación un análisis del concepto. Sin
ella, o, precisivamente, antes de ella, el concepto de ente no es trascendental.
De la trascendentalidad del concepto se sigue la necesidad de proseguir
conociendo. Tal prosecución no lleva a otro que el ente, puesto que es requerida
por la congruencia del trascendental, es decir, por la necesidad de conservarlo.
La conservación del ente no es posible de un modo estático — atenencia —. Lo
cual significa también que la preservación del ente frente a toda división objetiva
no es la única dimensión en que el ente ha de mantenerse. Se da una segunda
dimensión, positiva, que debe entenderse, precisamente, como la consideración
positiva del ente mismo: a esta consideración llamo juicio trascendental.
La elucidación del implícito del concepto de ente es el paso al existente. Esto
significa: el paso cognoscitivo desde el concepto es el juicio, de ninguna manera
un raciocinio. Lo que se sigue de la trascendentalidad conceptual es el existir —
ente —.
El existir es el aseguramiento máximamente formal del trascendental
conceptual, en modo alguno la suposición del concepto. Mas aún: tampoco es el
existir un implícito del ente supuesto — en este caso se trataría de una
constatación analítica —, sino una exigencia de la trascendentalidad del
concepto, la cual se perdería si no transitáramos hasta la afirmación. En este
sentido, el existir es el implícito del concepto, no como una determinación de su
propia formalidad relativamente indeterminada, sino como el acto superior a
dicha formalidad y primario respecto de ella.
La existencia no es, en modo alguno, determinante de la formalidad
conceptual: en otro caso, el trascendental se confundiría con el género, y la
conversión al fantasma no sería posible. Téngase en cuenta que la
determinación más propia del concepto es el fantasma; sin olvidar, por otra
parte, que en orden al fantasma el concepto es universal — ¡no trascendental! —

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(ens commune), y que el juicio no refiere el existir determinadamente al


concepto: cfr. sobre el tema el artículo de F. D. Wilhelmsen, La théorie du
jugement chez Maritain et Saint Thomas d'Aquin, en La Table Ronde, nº 135,
especialmente págs. 34-56.
La inferencia del existir es trascendental, no depende de la universalidad. No
tiene valor argumentativo en una lógica de extensión, sino, mas bien, el sentido
de una fidelidad que obliga a superar la mera detención en el concepto. No hay
relación entre la formalidad universal y el existir, sino una sustitución de aquélla
por el paso a este último.
Nótese, sobre todo, que si la existencia estuviera contenida en el concepto,
sería válida la proposición: la existencia es (y es inteligible como ente). En
contra de ello, estas dos declaraciones tomistas: “Esse quod rebus creatis inest,
non potest intelligi nisi ut deductum ab esse divino“, De pot. q. 3, a. 5, ad 1.
“Non sic propie dicitur quod esse sit, sed quod per esse, aliquid sit“, In Div.
Nom. ed. Marietti, nº 751. Cfr. también ibid., nº 660. En el juicio, la existencia
no comparece en cuanto tal.
3. Teniendo en cuenta estas observaciones, cabe sentar la siguiente
proposición: las condiciones formales propias del conocimiento conceptual no
son válidas para la elucidación del implícito trascendental del mismo y no es
usándolas con valor regulativo como puede lograrse dicha elucidación. A esto
obedece la falacia del argumento ontológico el carácter contradictorio de aquella
deducción del existir que se funda en las pretendidas exigencias de la infinitud
objetiva. El ente no es capaz de hacer comparecer la existencia. La referencia del
existir al ente no es sino el ente como habens esse, y no una articulación entre
dos conceptos, la cual como es obvio, no puede tener valor trascendental.
En el juicio no se conoce propiamente la existencia sino el existente. En
consecuencia, el argumento que estamos examinando es, no solamente inválido,
sino contradictorio con la trascendentalidad del conocimiento si se le da un
valor definitivo. Sólo es legítima la exclusión de la causación por otro en virtud
de la necesidad de la referencia al esse que comporta la afirmación del ente.
Siendo la referencia al esse la única prosecución del concepto de ente con valor
trascendental, la alusión a una causa extrínseca ha de rechazarse. o lo que es
igual, no cabe que la positividad del ente se explique por otro, por cuanto antes
de la referencia al esse, al ente no corresponde positividad.
3) La limitación trascendental del argumento que acabamos de examinar,
estriba, pues, en que el juicio también oculta un implícito. El conocimiento que
el juicio proporciona no es exhaustivo y por eso la fidelidad a dicho
conocimiento excluye la atenencia a la formalidad judicativa y obliga
nuevamente a proseguir. Por esta razón, el establecimiento trascendental de la
incausación no es todavía accesible. Una cosa es que el ente sea — noción del
ente como habens esse o como id quod est — y que no pueda ser explicado por
otro, y otra cosa que el conocimiento de la existencia se logre en el juicio, es
decir, en forma afirmativa, de manera plena. ¿Cómo lograr el mantenimiento de
la afirmación? Ciertamente, no en virtud de sí misma. El implícito del juicio es el
tema del fundamento.
1. Formalmente, el juicio es la afirmación. Pero la afirmación es la afirmación
del ente, no de la existencia. El juicio no establece que la existencia sea, sino que
el ente es.
La afirmación está referida al ente. Pero la interpretación exacta de esta
referencia no es fácil. Ha de excluirse, desde luego, que la afirmación sea lo
definitivo, básico e insuperable, es decir, que se establezca sin fundamento, o de

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suyo. La realidad cartesiana, como realidad en sí, es la consideración de la


afirmación como correspondencia bastante con el ser. Empero, la afirmación
precisivamente considerada es la omisión trascendental del tema del
fundamento; por eso, la realidad en sí ha de ser causada por otro, el cual, a su
vez, ha de determinarse como causa sui: todo lo cual carece de sentido
trascendental.
Recuérdese que la afirmación es requerida por el concepto de ente, sin que,
por otra parte, encuentre en él su fundamento. La afirmación, como formalidad
judicativa, es el retorno al ente en que este es positivo. Este retorno, sin
embargo, no es una vuelta al concepto en cuanto tal, ya que en este caso la
formalidad judicativa se anularía, o se confundiría con la formalidad conceptual.
Dicho de otro modo: la afirmación del ente no nos lleva a encerrarnos en el
concepto, sino que ente en cuanto ente significa habens esse. La positividad del
ente no es la identidad del ser consigo. Tampoco puede admitirse una identidad
entitativa al margen del ser, ya que esto haría del ser el otro que el ente. La
formalidad judicativa indica, por un lado, la imposibilidad de afirmar el esse, y
por otro la imposibilidad de prescindir del mismo. Por lo tanto, a la afirmación
le corresponde un implícito. Este implícito es el fundamento — principio —.
La afirmación del ente no hace del ente un afirmado-por, ya que esto
comporta la noción de otro, es decir, la reduplicidad de la afirmación. La
congruencia de la noción de fundamento no puede lograrse con tal
reduplicación, porque, por un lado, el otro habría de ser causado por el mismo
título que el ente, y, por otro lado, lo afirmado sería positivo al margen de su
dependencia causal, con lo que ésta no podría ser intrínseca.
2. Estas consideraciones nos autorizan a declarar pertinente en orden a la
formalidad judicativa, la observación que hicimos respecto de la formalidad
conceptual: tampoco las condiciones formales propias del juicio son válidas para
la explicitación de su implícito trascendental.
Referida al habens esse, esta observación significa que la positividad no es
comparable con su fundamento. El uso comparativo de la afirmación no es
trascendental. El fundamento de la positividad es simplemente superior a ella.
Es esta superioridad lo que nos libera de la necesidad de separar la causa —
alteridad —, y de la consiguiente marginalidad de la positividad entitativa.
Podría expresarse esto diciendo que la positividad entitativa tiene sentido de
status y que está radicalmente fundada, de modo que no se asienta o se
constituye fuera del fundamento. Fundamento significa primero, y, por lo tanto,
veda la anticipación del estado de positividad, es decir, su suposición. Pero una
expresión más penetrante de la dependencia del ente sería esta: el implícito de la
afirmación no es la afirmación: el ente no se suposita, ni se funda en identidad,
sino que se afirma en virtud de un fundamento intrínseco. Va dicho con ello que
la prosecución heurística del juicio no puede hacerse:
1º En un sentido de pura dilatación; o lo que es igual, que el ente como
existente no es una totalidad unívoca. La afirmación “global” del ente no tiene
sentido, porque entrañaría que el incremento cognoscitivo se encauza sólo hacia
el ente — o que el esse instaura al ente como todo —, lo cual es, propiamente, un
olvido de la prosecución.
La analogía del ente es el reconocimiento de que la referencia al esse no
totaliza como ente.
2º En el sentido de progresar en el plano de la afirmación como tal hasta la
afirmación absoluta, ya que, en rigor, afirmación absoluta — existencia separada
de la esencia en el juicio — no significa nada. Entiéndase: no significa existencia.

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La consideración intensificadora de la afirmación no es el conocimiento del esse.


3º Ante la imposibilidad de proseguir la afirmación, cabe encomendar la tarea
heurística a la negación como antítesis de la afirmación. En Hegel, el método
dialéctico, que avanza en virtud de la fuerza del negativo, se concibe como el
mismo progreso hacia el fundamento: “La justificación retroactiva del comienzo
y la progresión hacia nuevas determinaciones de éste, no es, en el fondo, más
que lo mismo”, op. cit. II, pág. 503: Sin embargo, el procedimiento hegeliano ha
de rechazarse. Por más que dilate el campo, la negación es insuficiente desde el
punto de vista trascendental, ya que se compone con la tesis. Tal composición,
desde luego, no tiene el sentido de un reparto del área consciente — división
extensiva, o inferior al trascendental conceptual —, pero sí el sentido de una
incongruencia, que consiste en que el negativo se funda en la improsecución de
la afirmación. Se trata, por lo tanto, de una composición fundamental, es decir,
de una división del fundamento mismo, que obliga a la síntesis como momento
ulterior. Ello nos permite afirmar que el fundamento hegeliano no es
trascendental, o que Hegel no supera la distinción de las causas.
4. Así pues, la explicitación del esse como fundamento no es asunto cómodo.
Si cediéramos al desánimo provocado por las dificultades apuntadas, habríamos
de decir que detrás de la afirmación se abre la vaguedad. Pero obsérvese:
lº Que la vaguedad es incompatible con la afirmación. En efecto, postular la
vaguedad comporta: o anular la afirmación en sí misma, si se hace recaer sobre
ella (pero la afirmación no equivale al carácter de en sí, ni siquiera como
término de anulación); o bien, a consagrar la afirmación como tal, si se entiende
que en la comparación con la vaguedad el triunfo corresponde a ella (o que más
allá de la afirmación no hay nada por no ser del orden de la afirmación. Nótese
que esta eliminación del valor positivo del más allá del ente no alcanza a la
estricta suposición hipotética del más allá). En suma, la vaguedad no sobreviene
sino porque nos aferramos al ente.
2º Que, por lo tanto, la aparición de la vaguedad indica que la atenencia a la
afirmación no es trascendental precisamente como contradictoria. La
incompatibilidad de afirmación y vaguedad se introduce en la misma medida en
que nos atenemos a la afirmación. O lo que es igual: el ente en sí presenta a su
propio incompatible.
5. La afirmación sólo puede sentarse en el orden trascendental en virtud del
principio de no contradicción.
Hablando estrictamente, la afirmación no es lo mismo que la no
contradicción, sino que está fundada por la no contradicción. No es cierto que la
no contradicción consista en la eliminación de la confusión entre ente y nada a
partir de la comparación entre ambas nociones. Esto sería un remedio tardío, y
carente de alcance, a la primaria introducción de la noción de nada. Lo
contradictorio no es la confusión entre ente y nada, sino la presentación de la
nada. La no contradicción no es un remedio contra dicha confusión, sino la
radical eliminación de la suposición de la nada que deriva del ente en sí. Es así
como se funda la afirmación.
Se puede afirmar, tenemos derecho a afirmar; es decir: el ente no es lo mismo
que el no ente. No ente significa nada. Luego el ente como distinto de la nada es
el ente como sólo ente.
Sólo ente no significa sólo ente — y — no otra cosa, sino sólo ente y
eliminación del otro desde la radicalidad capaz de desterrar — o sustituir — su
hipótesis misma. Sólo ente, por tanto, no es una reducción de una mayor
extensión posible, o una abstención ante ella. La nada no es una presencia

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posible más allá del ente y que hay que negar desde el ente, sino la exclusión
fundamental de dicha posibilidad; es decir, la descalificación de la dimensión
extensiva abierta a partir del ente; descalificación que se opera en virtud de una
prosecución en la dimensión de la radicalidad (con lo que se niega que el ente
sea aquello de que partir, mediante la advertencia de un superior y congruente
sentido del fundamento).
En consecuencia, sólo ente significa sólo ente y no totalidad. El ente no es “lo
único con que se cuenta”, sino el único estar en virtud del fundamento. Es así
como sólo ente equivale a la afirmación. Tal estar depende del fundamento en
su modalidad misma de estar: el sólo ente es imposible sin fundamento. En este
sentido, si la eliminación de la nada no es una restricción de la extensión del
ente, tampoco es una instauración de la universalidad — cosa manifiestamente
imposible —.
Fundar la afirmación es para ésta su escueto carácter de tal, es decir, lo
imprescindible — digamos, lo mínimo — para que no vacile o se confunda. Sólo
ente significa, por tanto, que el fundamento no perfecciona ni se añade al ente.
Pero, a la vez, en virtud del fundamento, el ente se libera de la inseidad, es decir,
de la necesidad de llenar el vacío de sí mismo. Esta última observación es la
clave para el desarrollo del tema del ente. Quede sólo indicado.
6. El esse, ha de interpretarse, ante todo, como la no contradicción. No
contradicción significa: posición como no alteración. La posición es el
incremento puro — es lo que quiere indicar la expresión “positio extra nihilo“—.
Tal incremento puro es el carácter de comienzo, o primero. Comienzo como
existencia — como no alteración — es el tema de la persistencia. Sin la
persistencia incurrimos en la contradicción. Se incurre en la contradicción en el
modo de detención o no prosecución. Pero la prosecución de la afirmación es
imposible, ya que intentarlo comporta desunión — mera duración —, es decir,
alejamiento del comienzo, y, por lo tanto, pérdida de su carácter existencial.
La persistencia es el carácter de fundamento. Fundamento no es, en modo
alguno, el estar fundado de un ente, sino lo que sólo se explícita como
persistencia. La persistencia es la congruencia, es decir, la equivalencia de no
contradicción y fundamento.
La persistencia es la no contradicción, en el ser, del comienzo. Pero, también,
el comienzo es inseparable de la persistencia, es decir, no puede quedar relegado
al pasado, pues con ello persistir sería transcurrir — se supondría según el
presente —. En esta inseparación se muestra, por fin, la actividad.
7. Con la interpretación del principio de no contradicción que se ha
propuesto, se logra destruir la equiparación de causa y otro en el plano
trascendental. Con esta interpretación se muestra también que la dualidad
ente-existencia es una compatibilidad trascendental.
Habría que estudiar ahora el carácter positivo de Incausado, que es más
amplio que el esse; pero el tema excede los límites de esta nota.
Por último, he de señalar que el método o vía de acceso al ser que aquí se ha
esbozado, método heurístico o de explicitación, no es el único posible. En
particular, la justificación perfecta de los caracteres del ser que se enuncian en el
número 6 de este apartado, exigiría un desvelamiento integral de los límites de la
objetividad, que aquí no han sido considerados sino en el aspecto de formalidad
lógica.

La distinción real es aseguramiento de la trascendencia del ente,


pues es la misma manera de alimentar el proseguimiento de la

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intelección según el ente mismo y de la forma más íntima, evitando que


el conocimiento del ente termine y, por lo tanto, que mas allá de él surja
el ámbito de la imprecisión.
La distinción real, al establecer una dependencia interna, reconoce
el valor primario del esse en el último grado del desarrollo explicitativo
de la intelección humana. En este sentido, constituye el momento
inicial del planteamiento del tema del fundamento en general.
Las consecuencias de la doctrina de la distinción real para el tema
del conocimiento humano son de gran alcance. Aquí interesa resaltar
que constituye un veto para toda interpretación de la razón como
fundamento único, o unilateral, del objeto. Si el objeto formal del
entendimiento humano incluye intrínsecamente la alusión al
fundamento; si, por lo tanto, considerarlo precisivamente, al margen del
fundamento es una detención en modo alguno definitiva, sino
provisional [387]; o lo que es igual si la tercera operación mental, lo
mismo que la segunda, no es ulterior o sobrevenida, sino un
proseguimiento de lo que, en último término, es un solo conocimiento
intelectual, la referencia del objeto a la razón como fundamento es un
ilegítimo descoyuntamiento de la unidad del conocimientos que sólo
podrá remediarse posteriormente, mediante una reconstrucción tardía y
carente de alcance [388].
387. Provisional absolutamente, de manera que tal detención no tiene otro sentido
determinado que el de una propiedad lógica. Si el concepto de ente se considera
al margen de su proseguimiento, pierde la trascendentalidad, que es sustituida
por la propiedad lógica de la universalidad. La confusión entre trascendentalidad
y universalidad, tantas veces denunciada, es un peligro siempre próximo.
388. La ratio como conocimiento dinámico-operativo — progresivo — se mueve en el
ámbito del intellectus, cuya mayor simplicidad trasciende a la razón. Ello
comporta que el conocimiento racional, en cuanto explicitación, no puede
aislarse por completo de lo que se llama reflexión.
Al hablar del intelecto como ámbito no se pretende que se trate de una
totalidad dada, sino de una apertura directora, que ha de ser desarrollada y
explicitada mediante una función discontinua, referida siempre a lo avizorado
por la función intelectual. Por ello, la razón no tiene al intelecto meramente
como punto de partida, sino como fondo permanente que ella repite según su
modo conexivo y gradual característico. En este sentido, puede decirse que la
función del intelecto es ámbito para la razón, y, a la vez, que la trasciende: o
también, que la diferencia entre razón e intelecto se cifra en la discontinuidad de
aquélla; tal discontinuidad hace que la explicitación racional no sea perfecto
mantenimiento de la apertura cognoscitiva o que en cierto modo la limite u
obture al tratar de llevar a cabo la exigencia de perfeccionamiento intelectual.
Por lo mismo, es incorrecto buscar una relación de fundamentación total
entre las distintas fases operativas del conocimiento: en el transcurso de la
operación racional, lo que en cierto sentido es primero, en otro sentido es
segundo. Paralelamente, el carácter de determinación de los elementos que se

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disciernen en el despliegue de la reflexión no debe confundirse con lo que se


llama ser. La referencia de toda formalidad al ser es distinta de su consistencia
pura en el seno de la reflexión. Pero, a la vez, la interpretación unitaria de las
implicaciones analíticas o sintéticas de la razón no puede ser sino una
construcción o un resultado, incoherente con la razón en cuanto regida por el
intelecto. El binomio intelecto-razón es lo que olvida toda dialéctica.
Como la razón es dirigida por el intelecto, la búsqueda del primer principio en
la razón interpretada subjetivamente es una confusión y una superficialidad.
Pero como la vigencia del intelecto no es absoluta, hay que admitir que tampoco
el intelecto es de modo unívoco el primer principio. En suma el conocimiento
humano está afectado de una última potencialidad que invalida el intento de la
filosofía sistemática.

Considerar el objeto en orden a la razón como primer principio,


incluye, por fuerza, visto desde la altura que la distinción real nos
proporciona, una interpretación pasiva y menoscabada del objeto
mismo. Objeto no constituido en cuanto tal en orden al fundamento, es
objeto inevitablemente finito, una actualidad absolutamente
cuantificada.
La introducción de un fundamento distinto de aquel que sanciona
la trascendentalidad del ente, es reclamada por el olvido de tal
trascendentalidad. Pero precisamente porque la razón no es el
fundamento trascendental, se plantea la necesidad de una investigación
especial encaminada a concebir la función del fundamento, es decir, el
modo como el fundamento fundamenta. Esta investigación que, a partir
de Descartes, es común a todos los grandes. filósofos sistemáticos,
presenta los siguientes caracteres:
En primer lugar, con ella la atención del filósofo se aparta
definitivamente de la trascendentalidad del ser, ya que esta
investigación se inaugura justamente una vez que se ha tomado al
objeto precisivamente, como desprovisto de justificación.
En segundo lugar, puesto que el fundamento se busca como
distinto, u otro, de la dimensión fundamental intrínseca al ente, la
función del fundamento ha de entenderse como una relación
constructiva. La razón como fundamento es aquello a partir de lo cual
el objeto resulta dado. Este carácter eficiente del fundamento se mezcla
inextricablemente con una consideración formal, pues el fundar del
fundamento no es sino el modo mismo como el fundamento se objetiva.
En último término, la consideración formal tiende a sustituir a la
eficiente, y, por lo tanto, la conexión entre el principio y el objeto viene
a consistir en una relación deductiva cuyo vigor demostrativo exige la
igualdad de los términos conexos — no hay otra manera de mostrar la
misma conexión — y con ello el recurso apresurado y fuera de lugar al

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principio de identidad.
El examen de la innovación cartesiana ofrece un gran interés en
orden al esclarecimiento de la tergiversación que el tema del
fundamento sufre en la filosofía moderna. Descartes no es un idealista;
más bien su voluntarismo lleva consigo la paralización del dinamismo
racional, por cuanto significa una sustitución del verdadero ámbito en
que aquel se mueve, es decir, del intelecto. En Descartes no hay
intelecto y por eso no hay ratio en sentido tradicional. En su lugar
aparece una intuición cogitante como fin de un programa de ejercicio
dominante de la voluntad. Pero tal intuición no incluye una alusión
trascendental al fundamento, sino que se establece según una situación
simplemente distinta de un más allá extramental. En estrecha
correspondencia, la evidencia cartesiana no es la explicitación, o
desarrollo, siquiera relativo, de una previa apertura, sino una
formalidad suscitada por la voluntad: como si cupiera hacer inteligible.
Con todo, es aquí donde se constituye el problema a que responde
la filosofía sistemática. La entera insuficiencia del objeto cartesiano se
entiende, al no remontar la pérdida del fundamento trascendental,
como insuficiencia de objetivación. Se desencadena entonces la
pretensión de objetividad infinita como única objetividad suficiente. La
razón como primer principio es la tarea de llegar a ella.

d) Las consideraciones precedentes nos colocan ante el inabarcable


tema de la identidad.
El principio de identidad establece la unidad del ser consigo mismo.
Ahora bien, ¿cómo entender esta unidad de modo que no venga a
limitar la trascendentalidad del ente, sino que, por el contrario, la
prosiga y sancione? Para orientarse en la contestación de esta pregunta,
son pertinentes las siguientes observaciones:
1) La distinción real entre esencia y existencia veda la
determinación positivo-finita de la identidad. Ninguna finitud es
conclusiva, terminativa o última es el plano del ente y, por lo tanto,
según ella no puede establecerse el valor definitivo que la identidad
expresa.
Dicho de otro modo: la identidad del ente no puede consistir en algo
así como un carácter monolítico, o en la consideración del ente como un
todo global con que se cuenta, puesto que tal consistencia es un
detenerse y no proseguir en la dirección que indica y abre la distinción
real. Ni el ente es aquello con que se cuenta, ni la intelección es
formalmente contar-con. El valor permanentemente radical del ser, en
conexión con la infinitud potencial del intelecto, no es expresable con la

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fórmula: el ente es “lo que hay”. El ápice y balance, el cerrar la


intelección del ente con una declaración de “no va más”, o “ya está —
todo — “, es, absolutamente, un olvido de la distinción real.
2) La identidad es incompatible con la finitud. Pero esta
incompatibilidad no es susceptible de expresarse como dilatación más
allá de todo límite, lo cual no pasa de ser un proceso indefinido e
imprecisable, pues el límite sobreviene siempre; ni tampoco como salto
al infinito, al modo de Spinoza, puesto que tal salto, en cuanto que
cumplido, se anula y debería recomenzar, lo cual no pasa de ser una
reiteración.
La incompatibilidad de la identidad con la finitud no puede por
menos que ser originaria. La identidad es el tema mismo del origen.
3) El establecimiento trascendental de la identidad no corre a cargo
de ninguna operación mental: ni del concepto, pues no pasaría de ser
una atenencia al concepto mismo [389] ; ni del juicio, pues se trataría de
una tautología [390]; ni del raciocinio, pues la mediación implica
distinción.
389. En rigor, ni siquiera eso. La identidad del concepto de ente consigo mismo es
incompatible con su sentido trascendental.
390. El juicio de existencia: A es, no es correcta formulación de la identidad, puesto
que subentiende la distinción real.

Como la infinitud del intelecto humano es puramente potencial,


toda actualización operativa del conocimiento resulta, precisamente
considerada, es decir, en cuanto lograda, finita. Toda objetividad es, en
su puro valor de actualidad, un irreductible a sí mismo, una
antecedencia inerte. Tal valor de antecedencia, de presencia mental, es
no originario, inferior también a la apertura primaria del intelecto (lo
cual invalida por completo la interpretación de la razón como primer
principio).
4) El principio de identidad tiene, propiamente, valor regulativo.
Pero no es ley del objeto, puesto que lo trasciende, ni cumplida en el
objeto, pues éste es insuficiente para satisfacer su honda necesidad.
Siendo originaría, la identidad supera la antecedencia del objeto; de ahí
que no pueda aplicarse al objeto. Al ser absolutamente anterior al
mismo, no se deja anticipar por él (yo pienso no es origen, puesto que
se compone con el objeto).
Como tema del origen, la identidad continúa la trascendentalidad
del ente en la dirección del principio. En este sentido, la identidad
supera la aprioridad idealista y, en consecuencia, la diferencia,
incompatible también con la trascendentalidad, entre el objeto y la

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espontaneidad de la razón. Pero precisamente porque la identidad es


superior originariamente a la diferencia entre objeto y sujeto, no corre a
cargo de la razón la superación de la diferencia. No cabe, por lo mismo,
una auténtica intuición intelectual de la identidad. La identidad es el
tema del origen en el sentido de superioridad absoluta a la antecedencia
del objeto. En cambio, la razón está enredada en tal antecedencia. Lo
que podría llamarse la “inclusión” de la identidad en el intelecto
humano es la misma infinitud de su potencialidad, es decir, la anulación
de lo definitivo de su actualidad objetiva.
El principio de identidad es ley para la razón porque veda la
detención en el objeto. En este sentido, es la regla de la razón
considerada en su conjunto, es decir, como conversión y como reflexión.
El mandato de la identidad lo cumple el conocimiento humano, según
su modo propio, en la doble necesidad de proseguir y de volver.
5) La destrucción de la trascendentalidad del ente, implícita en la
diferencia entre objeto y realidad, tiene que alterar profundamente el
sentido de la identidad.
Si se acepta el valor positivo de la actualidad objetiva, el
fundamento se desplaza inevitablemente del objeto mismo, deja de ser
intrínseco y aparece como tema de la subjetividad en cuanto que
proceso espontáneo desde una anterioridad central. Dado este
planteamiento, la identidad se presenta como tarea de reducción de la
diferencia entre objeto y sujeto. La identidad como tarea, proyecto y
conquista, es decir, la autorrealización: he aquí la modificación
profunda del sentido de la filosofía, y también de la vida del hombre,
propia de la modernidad.
La noción de autorrealización es sólo posible a partir de la situación
de suma pobreza en que coloca al hombre la pérdida de la integridad —
trascendentalidad — del ser. En soledad profunda, hay entonces que
afrontar un proceso infinito que se desvanece porque nadie lo acoge. En
la soledad, la nada se anuncia como vértigo y perplejidad. La
exploración de nuevos espacios, las inquietudes y afanes de nuestra
época, están desprovistos del don de lo originario, que al asistir al
hombre, le asegura su dignidad [391] .
391. Teniendo en cuenta el planteamiento metafísico que se resume en los cuatro
puntos que acabo de enunciar, cabe intentar una interpretación de la filosofía
cartesiana consistente en la contestación a las cuatro preguntas siguientes:
1ª ¿De qué manera inaugura Descartes la diferencia entre objeto y realidad?
La respuesta a esta pregunta consiste en poner de relieve la función y el perfil
exactos del voluntarismo cartesiano. Porque, en efecto, es el desconocimiento
del carácter activo de la inteligencia y la concomitante interpretación de la
actividad voluntaria como el único tipo de dinamismo del espíritu, lo que

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permite a Descartes dar al pensamiento objetivo un valor de término sujeto a la


iniciativa del libre albedrío, que lo desconecta automáticamente del plano
trascendental. Este es el tema del capitulo I. En cierto sentido, toda la filosofía
cartesiana nace de una actitud que tiende a realizar extremosamente aquel
precepto según el cual el acto de pensar sobre lo que vemos tiene que ser el
resultado de nuestra libertad.
2ª ¿Cual es el sentido cartesiano del principio de contradicción? La respuesta
a esta pregunta se intenta en el capítulo II, como elucidación de la noción
cartesiana de sustancia de cuanto correspondiente al acto afirmativo.
3ª ¿Cómo entiende Descartes la relación entre la actividad fundante del
espíritu y la evidencia? La respuesta a esta pregunta se expone principalmente
en los capítulos III y IV.
4ª ¿Cómo construye Descartes la identidad? Es decir, ¿cómo reduce
Descartes la diferencia entre evidencia y fundamento? Es el tema del capítulo V.
Estas preguntas se corresponden con las cinco primeras de las seis que se
enuncian en la introducción (págs. 20 y ss.). La respuesta a la sexta — ¿que valor
tiene el pretendido descubrimiento cartesiano de la identidad del pensar para la
metafísica? — se intenta a continuación.

C. La sugerencia cartesiana para el tema de la


trascendentalidad del ser

Las observaciones críticas que se contienen en el apartado anterior,


no están destinadas a cerrar el examen de la filosofía cartesiana, sino,
más bien, a delimitar las condiciones precisas de una conexión de
Descartes con la Filosofía tradicional. Centramos el tema en un nuevo
planteamiento del hallazgo del sum: ¿Qué significación trascendental
posee el sum?
Consideramos averiguado que la determinación de la objetividad
como situación, la noción de realidad en sí, el uso cartesiano del
principio de causalidad y la construcción de la identidad, todos ellos
elementos de primera importancia de la filosofía cartesiana, carecen de
valor metafísico. Paralelamente, la interpretación que el sum reciba en
conexión con estos elementos — en especial: sustancia cuya naturaleza
es el pensamiento; principio de la evidencia objetiva — , queda también
descalificada.
Por lo tanto, lo que buscamos al formular la pregunta sobre la
significación trascendental del sum, es la originalidad, tanto metódica
como temática, de la inferencia de la existencia humana, y su
independencia respecto a los restantes elementos del cartesianismo. Es
obvio que los resultados de la dirección investigadora que así se abre

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diferirán ampliamente de que cabe llamar una interpretación coherente


del sum dentro del conjunto de la filosofía de Descartes. Pero, como
acabamos de decir, tal interpretación priva al sum de valor metafísico.
Además también lo hemos indicado, la inferencia del sum y la
demostración cartesiana de la existencia de Dios son, en definitiva,
incompatibles.

a) Cabe entender que la inferencia cartesiana del sum surge como una
fase del despliegue completo de la actitud cartesiana, de tal manera que
pertenece constitutivamente a tal despliegue y fuera de él es imposible.
En efecto, ¿no se determina el sum como facticidad pura, en la misma
línea de la sustancia? ¿No se llega al sum suspendiendo el conocimiento
en la dirección que indaga acerca del implícito trascendental? el sum es
inseparable, tanto de la noción cartesiana de sustancia, como de la
consideración precisiva de la objetividad. Pero la sustancia cartesiana es
el mero olvido del valor trascendental del conocimiento; y, por su parte,
la objetividad como situación carece de aquella integridad mantenida
prosecutivamente que es lo propio del conocimiento del ser
trascendental. El sum responde a una preocupación absorbente por la
seguridad del conocimiento, directamente opuesta a la intención
explicitativa que alimenta y expansiona a la metafísica tradicional. En
estas condiciones, no parece que esté justificada la pregunta sobre la
significación trascendental del sum.
Por otra parte, en la filosofía tradicional no se reconoce al ser de la
subjetividad cogitante humana valor trascendental, si no es por
reducción al sentido general del ser. Además, la inferencia del sum no
cabe en la filosofía tomista, según la cual la implicación del sujeto es
una cierta connotación que se capta en una cierta reflexión (sin
necesidad de nueva especie expresa). El sum es una realidad y, por lo
tanto es finito. ¿Cómo podría admitirse que una investigación sobre el
sum que intenta encontrar en él una significación trascendental, sirva al
propósito de poner en conexión a Descartes con el sentido del ser de la
tradición? Más bien parece que con ella se llevara a cabo una oposición
violenta entre dos maneras precisas de entender la implicación de la
subjetividad y su alcance.
Las consideraciones que anteceden son importantes, pero no tanto
como se pretende. Indican que la interpretación trascendental del sum
no es tarea llana, ni cara a Descartes, ni cara a la tradición, y que habrá
que llevarla a cabo con sumo cuidado y precisión. Pero en modo alguno
la invalidan de antemano: no son disuasorias.
Resaltemos la incompatibilidad entre la inferencia del sum y el

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argumento ontológico. Esta incompatibilidad significa que la


plenificación ontológica de la evidencia despoja a la inferencia del sum
de todo posible mantenimiento y prosecución. La intensificación de la
evidencia en la dirección de la identidad con la realidad es simplemente
distinta de la insistencia en la consideración del ser del cognoscente
humano. Recuérdese que el sum se ha interpretado como excéntrico o
no acumulable a la situación de objetividad. En este sentido, se ha de
negar que el proseguimiento de la investigación del sum comporte para
la situación de objetividad ninguna consolidación o refrendo.
En estricta correspondencia, la incompatibilidad aludida señala
directamente que la inferencia del sum no es una fase coherente dentro
de un desarrollo más general, sino que la inferencia del sum, en cuanto
susceptible de desarrollo, es completamente insolidaria con el destino
del resto de la temática cartesiana; más aún: que considerada en
conexión coherente con el conjunto de los temas cartesianos, dicha
inferencia no puede desarrollarse, sino que queda paralizada.
La filosofía cartesiana es, en las antipodas del sistema, lo que podría
llamarse una filosofía dispersa, es decir, un conjunto de temas cada
uno de los cuales encuentra en los restantes el obstáculo a su
intelección metafísica y que, por lo tanto, sólo podría desarrollarse
intrínsecamente anulando la determinación positiva que por efecto de la
conjunción de todos cada uno adquiere. Por eso decíamos en la
Introducción de este libro que los continuadores sistemáticos de
Descartes se alejan de él en todos los sentidos; vale decir, no
aprovechan su eventual originalidad metafísica, sino que la destruyen al
encauzar su esfuerzo hacia la superación de la dispersión cartesiana en
la forma de una mejor articulación de algunos de sus elementos — de
todos ellos es imposible; de aquí que los filósofos posteriores descubran
siempre en Descartes algún vicio lógico —.
La determinación positiva de la situación de objetividad es la
primaria. Fruto inmediato de la actitud cartesiana, es decir, de la
pretensión de autonomía y control, es ella la que introduce la dispersión
de los temas y la positividad de cada uno; positividad de la realidad en
cuanto estrictamente extramental; positividad del sujeto como
facticidad de la conciencia; positividad del infinito como identidad y
causa sui; cuantificación de la ratio — deducción en sentido cartesiano
—.
De este carácter central de la situación de objetividad en Descartes
se sigue que la restitución de los temas cartesianos a la metafísica se ha
de hacer por el procedimiento de anular la pretendida positividad de
dicha situación. En el fondo, es este el criterio que preside la

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comparación del sentido cartesiano de la idea, el juicio, el principio de


no contradicción, el fundamento y la identidad, con el sentido
trascendental de estas nociones, que se ha llevado a cabo en el apartado
B) de este capítulo. Hasta aquí, sin embargo, puede estimarse nula la
aportación de Descartes a la metafísica, ya que la diferencia entre el
conocimiento trascendental y el que se consuma según la positividad
formal — denunciada desde Aristóteles como meramente lógica — de la
objetividad está establecida en la filosofía perenne desde antiguo; y
además, de esta diferencia resulta rigurosamente una crítica de la
versión cartesiana de las nociones citadas.
Lo que ahora vamos a intentar es andar los primeros pasos en el
desarrollo de la inferencia del sum. El procedimiento adecuado para
ello arranca también de la anulación de la determinación independiente
de la situación de objetividad. Si llamamos trascendental al
conocimiento en cuanto que progresa por la explicitación del implícito
metalógico del objeto, no cabe duda de que el desarrollo de la inferencia
del sum que vamos a intentar siguiendo tal procedimiento, podrá
llamarse, con justicia, trascendental, puesto que metalógico no se dice
sino en orden a la interpretación de la positividad lógica como mera
entidad de razón, no siendo esta interpretación otra cosa que un modo
de anular la positividad del objeto precisivamente considerado.
Sin embargo, la descalificación de la positividad objetiva necesaria
para desarrollar la inferencia del sum es más radical que la que sirve
como punto de partida para el conocimiento del ser en la tradición. Es
aquí donde cabe reconocer a Descartes un interés original para la
Filosofía.

b) Veamos en primer lugar la irreductibilidad del sum al


trascendental de la tradición.
1) Hay un conocimiento trascendental según el concepto de ente.
Pero en modo alguno puede admitirse que el sum se conoce como el
concepto de ente. La razón es que la inferencia del sum requiere el
abandono de todo concepto. La pretensión de que el concepto de ente
es competente para el conocimiento, del sum, sólo se puede mantener
en un uso universal del concepto, que, por una parte es incongruente
con su valor trascendental, y, por otra, desconoce arbitrariamente la
dirección en que se llega al sum. Tanto no se llega objetivamente al
sum, que el sum no es un obstáculo al valor trascendental del concepto:
no se trata de que el sum sea un contenido de conciencia que,
excepcionalmente, no sea inteligible en el plano trascendental como
ente, sino de que el sum no es ningún contenido de conciencia.

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Así pues, a las imperfecciones del conocimiento conceptual ya


señaladas por la tradición, hay que añadir esta: su incapacidad total
para constituir el lugar de comparencia de la existencia humana. Esta
incapacidad significa algo completamente distinto de vaguedad o
necesidad de ser proseguido mediante la elucidación de lo implícito;
significa que para conocer conceptualmente es menester que yo sea;
pero tal yo soy es primario respecto al concepto.
Concluimos: la inferencia del sum comporta la anulación de la
positividad objetiva según la dimensión de la anterioridad. A la
pretendida anterioridad del objeto corresponde temáticamente el
nombre de suposición. La suposición es el carácter de previo en general
propio de la presencia objetiva. La inferencia del sum comporta la
anulación de la interpretación positiva de la anterioridad del objeto.
La inferencia de la existencia humana es imposible sin el abandono
de la anterioridad mental. Dicha anterioridad entra en competencia con
el real carácter primario del sum, y lo usurpa. La positividad como
anterioridad objetiva, u otra que el soy, ha de ser anulada.
2) Hay un conocimiento trascendental según la afirmación
judicativa. Hemos procurado, ponerlo de relieve en páginas anteriores.
Pero la inferencia del sum no es el juicio trascendental. No debe
confundirse la proposición: el ente-es con: cogito-sum. La inferencia del
sum no es la afirmación de una realidad particular — el pensamiento es
— , pues, notoriamente, no es eso lo que se quiere decir, ni lo que
interesa. La consideración entitativa del pensamiento, el pensamiento
como resuelto en la noción de habens esse, no es aquí del caso. La
inferencia del sum tiene, más bien, el sentido de una directa alusión al
sum sin retorno al cogito. Con ella no se afirma el pensamiento como
ente, sino que se anula la positividad del pensamiento de una señalada
manera.
Al hablar de inferencia del sum quiere resaltarse que al sum
corresponde el carácter de más allá, o además, respecto del cogito. La
inferencia no es un, proseguimiento explicitativo, sino el
establecimiento del sum como impensable. Pero aquí impensable no
significa extramental en el sentido no trascendental del término, es
decir, determinación positiva otra que el pensamiento, sino:
impensabilidad del cogito mismo. En este sentido, la inferencia del sum
es la anulación del pensamiento relativamente a sí mismo.
De esta manera, la inferencia del sum se muestra diferente del
juicio, pero también compatible con él (e incompatible con el
argumento ontológico). El juicio comporta que el proseguir conociendo
lleva a la afirmación entitativa, pero que, en cambio, tal proseguir no es

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una relación de identidad de la objetividad — interpretada


positivamente — consigo misma. El juicio comporta, por lo tanto, que la
positividad que al conocimiento objetivo precisivamente considerado
corresponde, es, en verdad, el límite del propio conocimiento; o lo que
es igual, que la referencia al ser es lo que incrementa el conocimiento,
mientras que la referencia a sí mismo no lo incrementa. Esta última
diferencia significa exactamente lo siguiente: el incremento cognoscitivo
no es el incremento del conocimiento en relación a sí mismo; y en
consecuencia: la referencia del pensamiento a sí mismo es el valor de
pura constancia, es decir, lo formal puro.
Aunque el pensamiento no sea una relación consigo, no por ello
deja de ser la mismidad — manifiesta también en los enlaces formales
de la multiplicidad de contenidos —. En cuanto que mismidad pura, el
pensamiento se distingue del ser. Pero también: en cuanto que
mismidad, el pensamiento sugiere su interpretación como positividad.
Con tal interpretación la distinción entre pensar y ser se desvirtúa o se
borra. La denuncia de tal confusión se lleva a cabo en la teoría
aristotélica de la Lógica en la forma de reducir la positividad del objeto
separado a entidad de razón. Pero para alcanzar el sentido existencial
del conocimiento humano hay que dar un paso más. Es en cuanto
mismidad como el pensamiento debe ser anulado.
La inferencia del sum establece justamente que la no referencia a sí
del pensamiento es incompatible con su consideración positiva, incluso
en la mínima cuantía de la mismidad: la mismidad no es — mismidad
—. La constancia formal del pensamiento no se resuelve en insistencia,
no es penetrativa o explicitativa de sí misma. La constancia de la
evidencia requiere para ser establecida un elemento opaco, y jamás se
consigue como una resolución intensificante en el sentido del
conocimiento. Resalta claramente la diferencia entre el juicio y la
inferencia del sum. Mientras que en el juicio la positividad se explícita
legítimamente como prosecución y mantenimiento cognoscitivo, el
cogito se determina como positividad únicamente en cuanto que
precipita su limitación. La positividad del pensamiento es la
paralización substantivada del incremento cognoscitivo, es decir, la
resolución del pensamiento en su límite. Pero si la consideración
positiva del pensamiento no es más que su límite y requiere, por lo
tanto, ser anulada, la determinación del sum como facticidad del cogito
significa simplemente que el ser que corresponde al pensamiento es
impensable: no significa que hayamos encontrado el ser del pensar, sino
que no lo hemos encontrado. La inferencia del sum no es, en manera
alguna, la consideración del cogito como habens esse, sino que, al
contrario, comporta la anulación de la positividad del cogito

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precisivamente considerado. La correspondencia del cogito con su ser


lleva aparejada la descalificación de la positividad del cogito. En suma:
la consideración metafísica del pensamiento no es compatible con su
determinación ontológica.
Voy a esbozar a continuación el sentido de la anulación del límite
mental concebida como vía para el desarrollo del conocimiento
trascendental. El tema se divide en dos partes. En la primera se intenta
dirigir la mirada al límite para sacarlo de su ocultamiento habitual y
detectarlo. Se describe el límite mediante una serie de caracteres. En la
segunda parte se establece la multiplicidad de referencias del pensar al
ser, tal como resulta al detectar el límite.
Primera parte: Detectación del límite
1) El pensamiento objetivo no se constituye como una totalidad al
margen del límite — pues dicha totalidad, como meramente igual a sí,
es el límite — , y no es posible proyectar el pensamiento fuera del
límite, de modo que el campo de la conciencia se divida. El límite no
sobreviene al pensamiento, no se destaca de él. La razón es que el
pensamiento es el sobrevenir como tal. El límite es el límite del
sobrevenir, es decir, aquello en que el pensamiento no se continúa, o
mejor, la no continuidad del pensamiento. No continuación significa:
ya; no oscuridad ulterior: no es ausencia, sino presencia. De aquí que el
límite no acontezca efectivamente como algo exterior, ni sea tampoco
una fase de un despliegue que pueda proseguirse después de superarlo,
sino que acompañe al sobrevenir del pensamiento y se marque en él
como (su) mismidad. Si aceptamos la expresión no-pensar como
equivalente a la de límite, hemos de cuidar de entenderla como lo que
indica que pensar se establece de manera que la presencia tiene el valor
de anterioridad — ya — . A la anterioridad como límite he llamado
suposición. No pensar no es la ausencia del pensamiento — noción
absolutamente inverificable — , ni lo oscuro opuesto a la evidencia: es la
no continuación de la presencia marcada en el valor de antecedencia
con que finge la positividad y oculta el fundamento.
2) El pensamiento se limita, como sobrevenir, en la presencia. No se
limita en la ausencia, sino en la presencia. Por eso, el pensamiento no
se opone a su límite, sino que coincide con él según la mismidad. Con la
noción de sobrevenir se quiere indicar el carácter absolutamente no
ulterior de la suposición o límite mental: sobrevenir se limita en la
presencia, no en el todavía no. La proyección del límite, que se produce
si se adopta lo que he llamado una actitud de atenencia, sólo puede dar
lugar al vacío, a la oscilación o a la perplejidad. Estos resultados indican
la existencia de una actitud intelectual incorrecta ante el límite y, por lo

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tanto, una insuficiente detectación del mismo.


La proyección del vacío depende de un programa previo de saber, es
decir, de una pregunta. El vacío proyectado es la solución frustrada. La
frustración depende del mantenimiento de la pregunta. Este
mantenimiento equivale a conceder a la pregunta como tal el carácter
de lo previo. Pero tal prefiguración del pensar en la pregunta es mera
inanidad, es decir, una confusión provocada por el límite y, a la vez una
mala interpretación del límite, el cual, en su carácter de ya, en modo
alguno es lo previo a un pensar ulterior.
En la pregunta se supone el problema. Suponer el problema es,
solamente, que aparezca el problema, no la suposición como tal. El
límite antecede, según su valor de ya, a cualquier planteamiento
problemático.
Por otra parte, pensar como solución de problemas no podría pasar
de ser un acierto satisfactorio. Pero pensar, como sobrevenir, es mucho
más que acertar. La justa apreciación de esta superioridad nos lleva a
afirmar que el pensamiento no es precedido por la oscuridad, sino que
al sobrevenir marca el ya de la presencia — suposición —. No se logra
pensar el pensar. El logro en su estar, ya es el límite. Nótese bien: al
interpretar la presencia, en cuanto establecimiento, como límite, no se
compromete la excelencia del pensar como sucede cuando se le enreda
en la tarea de solucionar problemas. Se dice con ello que el
establecimiento no es suficiente, pero también que el pensamiento es
aquel acontecer cuyo límite es su propio establecimiento. De este modo
se aleja la idea de frustración. El establecimiento no es la identidad de
ser y pensar, pero no por ello falta. Pensar es el acontecimiento que se
limita como presencia. La positividad precisiva del pensamiento
significa no ser, pero también límite del pensar. La coincidencia de
ambas negaciones es la mismidad.
3) Acontece que se piensa, no que no se piensa. Tal acontecer no
tiene lugar al margen de lo que se llama presencia, de manera que el
pensamiento objetivo fuese el mero producto de un dinamismo real
anterior. Al pensar, el acontecer se limita según un único valor de
antecedencia que pertenece a la presencia. Se dice que pensar es
sobrevenir en el sentido de que tiene por límite la presencia y no la
ausencia o la nada. Sobrevenir significa que acontecer no es una mera
ejecución.
Acontecer pensar no es, en modo alguno, la facticidad, el hecho,
correspondiente a la conciencia; como su positividad física. No se gana
nada, sino que más bien se degrada el pensamiento, fundándolo en la
pretendida solidez de un proceso previo que “sucede” o se ejecuta. La

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positividad es, justamente, el límite. Del pensar entendido como


sobrevenir decimos que se establece, o que sólo le corresponde
positividad, como límite.
En tanto acontece que se piensa en cuanto se logra pensar.
Acontecer no tiene un valor fáctico previo a la luz terminal y
elaboradora de la misma. El pensar no es un hecho doblado de
formalidad: este tipo de consideraciones desvirtúan completamente el
tema del límite del pensamiento.
Lograr-pensar es relativo a lo extramental, que se dice pensado en
la medida del logro. Si no se admite que pensar es acontecer, si no se
admite que el pensamiento es un triunfo, una novedad, su
correspondencia actual con lo extramental no llega a tomarse en
consideración. Si el pensamiento se entiende como sucedido en el
mundo fuera de su valor de presencia, la correspondencia de la
presencia esclarecedora con lo que a ella se ofrece y en ella se confiere
pasa inadvertida.
Estas observaciones nos prohíben interpretar el pensamiento como
lo otro simplemente añadido a lo extramental. El valor de novedad del
pensamiento está establecido y limitado, a la vez, en su valor de
presencia. Por lo mismo, lo que diferencia al pensamiento de lo
extramental es su límite. Pero la distinción no tiene su centro en la
realidad, ya que límite equivale a mismidad. A tal límite se reduce la
positividad precisiva del pensamiento. Límite significa el modo del
logro, no ausencia o vacío, y por tanto debe referirse al pensar
interpretado como novedad.
4) Que el pensamiento en cuanto novedad no se añade o distingue
como lo otro, significa que el valor positivo de la presencia ha de
entenderse como límite. Por ello, cabe decir que pensar alude a
no-pensar solamente en virtud de su límite. El límite de la novedad no
es ningún incremento sino relativamente al vacío, o a la ausencia que él
mismo supone. Esto significa que la positividad de la presencia anula en
sí el incremento o novedad, o que sólo es positividad en exención. No
pensar es lo previo, solamente en el sentido de que la constancia del
pensamiento, la actualidad inherente a la presencia, no es la identidad
originaría.
En el tema del pensamiento, lo previo es indiscernible de la
constancia. La novedad del pensar es tal que pensar no es relativo a la
ausencia de sí mismo, sino que su límite es la mismidad.
La diferencia de pensar y no-pensar como diferencia entre
situaciones es inservible para nuestro tema, ya que la constancia del
límite es incompatible con que el pensar sea terminalmente y se

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distinga antitéticamente del no-pensar. Con otras palabras: en el orden


de la comparación de situaciones la diferencia no existe; en dicho orden
no cabe hablar de la dualidad de no-pensar y pensar. Es en la
constancia donde se limita el pensar. Por lo tanto, no-pensar sólo es
previo en el sentido de que la novedad que el pensar significa está
limitada por la indiscernibilidad de anterioridad y constancia.
Al pensar no se da la situación de no-pensar en el sentido de no
estar — ya — pensando. Si tratamos, pensando, de quitar lo pensado
para llegar a una región caracterizada como el no objeto, constatamos
que siempre queda el pensamiento como inesquivable presencia. Pero
esta aparente elasticidad sólo significa, en rigor, que al pensar no se
puede “ir a dar” en la ausencia por el carácter de ya de la presencia. La
“genericidad” o inevitabilidad de la presencia es lo que llamo
suposición: una presencia sin núcleo o interior, no desvelable y
constante. La constancia es la anulación del sobrevenir. La anulación,
insisto, no es antitética, es decir, no es un cesar o supresión del
acontecer, sino la constancia; no la desaparición por eliminación, sino la
presencia.
El pensamiento no mana acumulándose, no acontece que por
pensar quede ahí el pensamiento, sino que, justamente, la suposición es
el ahí, el lugar de la comparecencia, sin verdadero carácter de
positividad ontológica.
Límite del pensar y no ser coinciden porque al pensamiento no le
corresponde identidad originaria, no porque pensar, según su límite,
sea meramente distinto, u otro, que el ser. Precisamente porque pensar
no es originariamente idéntico, para él sí mismo es límite y posee el
carácter de anterioridad. Precisamente porque pensar no es meramente
distinto del ser, la mismidad no es una positividad marginal; ni
tampoco es “la nada”; ni tampoco al ser corresponde el carácter de
único (en sí); ni tampoco cabe que un pensar sin límite sea lo mismo
que el ser. Sin más, la mismidad es el límite del pensar y le corresponde
el valor de único.
5) La presencia es, el ahí de la comparecencia. Ahí significa: ya está,
es bastante o suficiente. Por ello es solamente una exención, equivalente
a la presencia, la cual sólo es sí misma como límite. La exención ha de
referirse, ante todo, al pensamiento, en el sentido de que la presencia
mental sólo es sí misma como límite en exención. Ciertamente, por
intenso que sea el pensamiento, no es más intenso que él mismo. Por lo
tanto, respecto de sí mismo, sólo es si se supone que es. La mismidad
no es el ser, sino la suposición. Pero, a la vez, esto nos permite afirmar
que sobrevenir tiene el carácter de novedad.

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El pensamiento no alude a una nada marginal y supuesta, sino al


límite de incremento que es su propia suposición. No pensar no es un
vacío previo (supuesto al margen) que viniera a llenar, o a colmar, el
pensamiento. No cabe postular que se piensa; la presencia sólo es
positiva como suposición. La presencia sólo se interpreta como
positividad ontológica si se supone el no-pensar. Sin la función
eximitiva de la presencia, el vacío no es discernible de la positividad del
lleno.
En cualquier caso, al distinguir el ente del no ente se exime al ente
de la necesidad de ser que expresa la no contradicción como
persistencia. La nada, como discernible de lo que es, es la exención con
que al pensar se favorece al ente — suposición —: si el ente no es la
nada, es en sí, directamente, positivo. El ente no es la nada sólo en la
distinción que se establece en virtud de la mismidad, que exime de la
persistencia no contradictoria, es decir, del ser. Paralelamente, el
pensamiento es positivo si se finge el no-pensar. Pero si el fingir, en
general, no es sino la presencia, es decir, la exención inherente al logro,
entonces la positividad de la presencia se anula a sí en sí.
6) Pensar es, en orden a lo extramental, introducción pura. Con este
término se quiere expresar que la novedad del pensar rige respecto de lo
extramental. Atendiendo a ello, debe concederse al pensar al sentido de
lo que se llama logos. Baste indicarlo. Ahora bien, puesto que pensar
tiene límite, lo extramental sólo es pensado, al pensar, en el modo de la
presencia.
A la presencia se debe la diferencia de forma y contenido. Lo que se
llama forma es la cifra de la situación de pensado. Lo que se llama,
impropiamente, contenido es, en rigor, lo externo a dicha situación.
Entre la forma y el contenido no existe verdadera composición. Ello
se debe a que la forma, como situación de pensado, es el límite, según
la presencia, del pensar. Hemos dicho que pensar tiene el sentido de
introducción, acontecer o sobrevenir. Hemos sostenido también que
pensar tiene límite y que ese límite es la presencia mental. Ahora
decimos que la presencia equivale a la forma, es decir; que la forma es
la situación de pensado. La forma, pues, no es “lo que se piensa”, en el
sentido de conexión terminada en lo externo, sino que ella misma, en
virtud del carácter de exención que pertenece a la suposición, constituye
la positividad de “lo que”. “Lo que se piensa” significa término sólo
como límite. El pensar no tiene complemento directo, sino que la
positividad de su término no es más que su límite.
Se ha pretendido que si quitamos la forma de lo pensado nos
quedamos a oscuras, sin objeto. Pero esto es una tosquedad, un modo

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falso de anular la positividad del pensamiento. La forma no se puede


quitar — o poner — , porque ella misma es la positividad, de modo que
la pretendida novedad de situaciones que el quitar — o poner —
produce, se anula relativamente a la forma. Para quitar hay que
suponer; pero la forma es la suposición misma.
Al suponer la presencia mental se pierde de vista completamente su
carácter de límite. Límite mental significa: irrelevancia, no-novedad, de
la suposición respecto de sí misma; enmascaramiento de la suposición
al suponerl-a.
7) En orden a lo pensado, a la suposición conviene llamarla haber:
la esencia pensada la hay. Si quitamos la suposición, parece que deja de
haber esencia, o que no la hay. Sin embargo, lo y haber son
absolutamente solidarios: lo es la esencia supuesta. Por lo tanto, quitar
el haber no pasa de ser un subrepticio manejo de la esencia, que la
supone. Quitar el haber significa: la esencia dejó de haberla. Pero aquí
dejar de no significa más que contar con y manejar, en modo alguno un
carácter propio de la esencia extramental.
La extramentalidad de la esencia es no haber en un sentido distinto
a no haberla al dejar de pensar, lo cual es un manejo que la supone. No
se trata de que, por un lado, la esencia se piensa y, por otro, existe
fuera, sino de que cuando “la hay” existe fuera, y sin embargo, fuera no
es el cuando del pensar, es decir, el ya. En este sentido, la anulación de
la positividad del pensamiento no es una contorsión violenta, o un
cierto tipo de dialéctica, inane en definitiva, sino nada más que una
invitación a constatar que la presencia mental, por cuanto equivale a la
exención, no es comparable con el ser.
En el binomio de forma y contenido, la forma es la modalidad
presencial según la cual lo pensado es lo que hay. Al pensar no pienso el
contenido ni pienso el pensar, sino que acontece pensar. Este logro es
introducción. La introducción tiene su límite en la presencia. En cuanto
que límite de la introducción, la forma no se compone con el contenido,
no es un elemento de un objeto más amplio. El contenido justifica —
digámoslo sin mayores precisiones — la forma. Sin embargo, el
contenido no es constitutivo, sino extraconstitutivo, ya que la forma es,
por decirlo así, la “fase” de presencia que, en virtud de la exención del
ya, suple toda prioridad real. A su vez, la exención es límite. El límite
no ha de referirse en primer término a lo extramental, sino al
pensamiento. Ello significa que la tarea de reducir la diferencia entre
forma y contenido — tal como pretende, por ejemplo, Hegel — no es
una verdadera tarea; o dicho de otro modo, que el carácter
extraconstitutivo del fundamento no debe ser remediado, ni puede

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serlo. Lo extramental no es una ignota X, pero tampoco está llamado a


una identidad numenal con el pensamiento.
Primariamente, el límite lo es de la introducción, del acontecer. La
suposición no es un desembocar terminal sino la limitación del logro. El
límite del pensamiento como término — objeto — comporta la
interminación del acontecer: en la medida del término como presencia,
el pensar no alcanza la realización de su carácter de novedad. En
atención a esta circunstancia, corresponde al pensar el carácter de lo
problemático.
El límite no es lo problemático. Mucho menos lo es la hipótesis de
un ignoto situado más allá del límite. Tal hipótesis depende por
completo de la suposición, y debe ser abandonada si se consigue
detectar a esta última. Que el límite no es lo problemático obedece a su
carácter de constancia. La constancia oculta su propia indigencia: este
ocultamiento es la exención. El ocultamiento permite la suficiencia de la
presencia mental.
En el plano de lo pensado, como hemos dicho ya, no cabe un
planteamiento problemático estrictamente previo a su solución. En este
plano, previo significa provisional. Ninguna pregunta va dirigida a un
ignoto verdaderamente indescifrable (en tal caso su mismo
planteamiento carecería de toda precisión). Como se piensa según el
ahora de la presencia, la anticipación problemática sólo es posible en la
medida en que a la solución corresponde el carácter de antecedencia. El
pensamiento procede de delante hacia atrás, no de atrás hacia adelante,
puesto que la virtualidad de la presencia es el establecimiento como
anterioridad, no el proseguimiento. La formalidad como
esclarecimiento presencial se reduce al ya.
Atrás es el problema del dentro — contenido — , sobre el que la
forma se cierne anticipadamente. Pero el ya reclama que la solución del
problema del dentro sea formal y, por lo tanto, que tal problema sea
provisional. La solución se constituye por la capacidad de anticipación,
según la cual puede imponerse hacia atrás, y por lo tanto, solucionar el
problema — desvelar —. A esta imposición resolutiva conviene el
nombre de consistencia. Según la consistencia, planteamiento
problemático y virtualidad resolutiva se equivalen, y por lo tanto cabe
hablar de solución suficiente. En la medida en que la solución se
impone, el problema se resuelve en términos de consistencia. La
consistencia suple el dentro. La consistencia es la mismidad.
El límite no es tampoco la causa de lo problemático. La razón de
ello hay que verla también en la exención. En virtud de la exención, un
problema ulterior al límite no puede plantearse más que en el orden del

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intento de prosecución de la formalidad. A tal prosecución corresponde


el nombre de aplicación. La aplicación es el pretendido uso heurístico
de la forma, es decir, el intento de constituir lo pensado como solución
universal. Con la aplicación se pretende explotar la formalidad en su
carácter de solución. Pero en esta dirección la formalidad carece de
virtualidad, es una solución ficticia, puesto que oculta, con la
consistencia, el ser. De acuerdo con ello. El problema correspondiente
es un falso problema, es decir, el resultado de un enmascaramiento.
La equivalencia de problema y solución no deja de ser un índice de
la excelencia del pensamiento en su límite mismo. Indica que el
pensamiento se impone, o bien, que no es anegado por lo provisional.
La anterioridad de la solución respecto al problema, incluso en el caso
de la solución aplicada, señala la finitud del problema. Problema finito
significa problema vinculado a la solución, medido por ella; problema
que no es un ámbito más amplio que la solución. En este sentido
diríamos que lo pensado no plantea problemas en sí mismo, que no es
problemático para un interés más amplio, como ensayo equivocado,
sino que el problema mental deja de serlo según el ya. Si el límite como
solución es el ya, el problema como planteamiento es lo provisional.
Provisional no es, propiamente, lo que dura poco, sino aquella finitud
que desaparece en la presencia.
Lo que permanece verdaderamente como problemático en la
presencia es la novedad del pensar. Recuérdese que la distinción, entre
forma y contenido no es una distinción provisional, puesto que no tiene
como destino ser superada. La constancia es propia exclusivamente de
la forma. Relativamente a la constancia, o consistencia, el problema es
provisional en la medida en que su solución se cifra en la forma y
solamente así. Siendo la constancia propia de la forma, la distinción
entre forma y contenido no tiene como destino, desaparecer, es decir,
no es problemática. Naturalmente, sólo es posible entender que la
distinción de forma y contenido es problemática dentro de un programa
de incremento cognoscitivo basado en la opinión de que tanto el
conocimiento de la forma como el del contenido son imperfectos, pero
perfeccionables mientras subsista la distinción. Pero esta opinión es
pura inadvertencia del límite.
Lo pensado es la forma; la forma es, a la vez, el limite. El límite se
ve ahora como lo que es invariable, o no incrementable respecto del
contenido, y, por lo tanto, como lo que da lugar a la diferencia entre
forma y contenido. Esta diferencia no se debe entender como diferencia
noemática, ni como estructura de elementos del objeto. No cabe
tampoco comparar forma y contenido dentro de una dialéctica de la
objetividad, en el sentido de considerar a la forma como un progreso

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que tenga su punto de partida en el contenido. La diferencia se debe


solamente a la constancia de la forma, es decir, a que lo pensado no es
incrementable respecto del contenido.
Contenido significa: aquello respecto de lo cual lo pensado es
obtención como constancia en exención. En la presencia, el contenido
se distribuye. Distribuir es tanto como conferir.
Obtener en presencia equivale a conferir. Se confiere según la
consistencia. La consistencia es el conferir porque suple. Suplir significa
presentar en vez de (exención). La distinción entre forma y contenido
se debe a la exención: es el suplir. Puesto que la presencia suple, la
forma se llena. El contenido lo es de la forma por el suplir en exención
a que se debe el conferir. Puesto que el conferir se debe a la exención,
se mide por la obtención.
Pero como el llenar (es decir, el contenido en la forma) se cumple
en exención, no pasa de llenar el vacío. Llenar el vacío es la mismidad
de la forma. En consecuencia, la positividad de la forma no es
comparable con el contenido: no se trata de dos positividades conexas o
discernibles: el contenido como propio de la forma se reduce a la forma
como presencia. En este sentido, se define la forma como lo pensado.
Como la forma es la conexión con el contenido en el modo de
obtener y conferir, forma y contenido no son comparables entre sí
partiendo de una previa separación de ambos.
Ha de evitarse entender el contenido como problemático. En el
orden de la forma, el contenido es solamente la representación. Fuera
de este orden, el contenido es extramental. Lo extramental, no es
problemático, pues no es una representación ignota o una ausencia de
representación. Re-presentar no es duplicar un modelo externo, sino
únicamente presentar, ya que la novedad sugerida por el prefijo se
reduce al conferir. El contenido no está (fuera) por pensar, sino que tal
estar es el tema del ser. Ser es lo que la exención suple; lo pensado
significa: presencia en vez de (ser). La diferencia de forma y contenido
es el ocultamiento del ser. El ser no es, en modo alguno, lo
problemático, ya que el conocimiento del ser no puede reducirse a la
representación. (Hemos indicado en páginas anteriores un modo de
acceso al ser: la explicitación).
Segunda parte: La distinción de pensar y ser
Ahora hay que decir que lo pensado significa lo por pensar. No se
entienda esta última expresión en su sentido inmediato, es decir,
centrándola en lo pensado, como si pensar fuera volver sobre lo
pensado. Pensar como novedad no es reduplicar. El pensar no es un

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resultado, puesto que como resultado se reduce al límite. La reiteración


del límite no es más que el límite.
La expresión: “lo por pensar” no se debe centrar en la suposición,
sino que ha de entenderse atendiendo exclusivamente al pensar como
novedad. La novedad del pensar descentra el límite, es decir, lo anula
como positividad. Pensar como novedad no se suma al límite, no se
añade a él. No se trata de novedad en una única dirección, sino de pura
novedad. Justamente como novedad corresponde al pensar el carácter
de inmanencia personal.
Por liga lo (la presencia) con pensar, e indica el carácter de
inmanencia propio del pensar. Sin embargo, por no tiene sentido
causal, es decir, no realiza lo, ya que la positividad de la presencia no es
un efecto, sino el límite. La expresión: lo por pensar, excluye esta otra:
pensar lo pensado.
Por indica que pensar queda por ultimarse. Pero tal quedar no está
determinado por la constancia del ya, y, por lo tanto, no significa
“todavía no”, o quedar en suspenso, relegado, arrinconado, en el
después. Esta indeterminación de la inmanencia personal con respecto
al ya nos permite afirmar que por es el abrirse en camino. El abrirse no
tiene su punto de partida en la presencia. Por no comenzar en el ya, no
se puede asignar al pensar comienzo consistente, y, en cambio, a la
consistencia hay que entenderla como antecedencia en exención. Pensar
como apertura no es tampoco lo previo al término — puesto que se
limita en el término —: pero, le corresponde el carácter de inmanencia,
entendida como novedad que en la constancia del término se limita.
Lo que se limita en el término no puede interpretarse como lo que
pone el término, o consiste en dirigirse hacia él. Acontecer pensar
requiere este levantarse y mantenerse por encima de un poner el límite.
Por es, en suma, buscarse. Buscarse es la permanencia de lo
problemático, puesto que se mantiene distinto de todo fundamento: es
la novedad correspondiente.
En la búsqueda estriba el valor de novedad del pensamiento. Tal
novedad es el sobrevenir o acontecer. Lo nuevo, lo inédito es el salir a
buscar: en ello se concentra el poder de pensar. Salir no es salir a fuera,
sino lo nuevo respecto a lo de fuera. Paralelamente, hallar no es el
término del salir — no es un mero encontrar — , sino la persistencia
sobre la que se levanta el poder de pensar.
La proposición: hallar es la persistencia sobre la que acontece el
poder de pensar, significa: 1º Hallar justifica conceder al pensar la
preposición por. 2º Sin embargo por no tiene sentido causal, sino el

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sentido de acontecer. Por pensar significa exactamente igual que: al


pensar.
La proposición: buscarse acontece por encima del hallazgo, niega al
hallazgo valor causal, y en consecuencia, va también dirigida a señalar
el poder del pensar. Por y acontecer son equivalentes y significan el
poder de pensar.
El carácter de novedad propio del pensar, que se cifra sólo en el
buscarse, es el poder correspondiente al hallazgo. Poder
correspondiente significa: sin tal poder el hallazgo no es posible; pensar
posibilita el hallazgo. Ahora bien: la referencia del pensar como
posibilidad al ser desborda el hallazgo del ser, es decir, dilata el tema
del ser más allá del fundamento.
Señalemos, ante todo, que en orden al hallazgo del ser el límite
mental juega con el valor de una vez. Una vez es el límite de poder
correspondiente con el hallazgo, y por lo tanto, es lo que introduce la
diferencia entre el poder de pensar y el hallazgo: La estabilidad del
pensar en orden al hallazgo se cifra en el valor de una vez; pero según
tal valor el pensar se separa del ser, lo suple. Lo es el conferir de la
presencia, es decir, el suponer según el valor de una vez. El hallazgo
como ser es lo implícito no proseguido, sino limitado en la presencia. El
carácter problemático del poder de pensar está indicado por el valor de
una vez con que el límite juega en orden a la persistencia del hallazgo.
En tal valor se cifra la diferencia de lo pensado y ser.
Si se tiene en cuenta que pensar no es poner la presencia, y, por
otro lado, que el mantenimiento del hallazgo como persistencia no es
tarea del pensar, sino que ha de referirse al ser, se alcanzará a ver que
lo problemático es la novedad del pensar.
Lo pensado, decíamos, significa lo por pensar. Ahora afirmamos
que lo pensado es el límite del poder de hallar, es decir, lo que se
establece como diferencia única entre el poder correspondiente al
hallazgo y el mantenimiento del hallazgo. El poder de pensar en orden a
lo no es un poder productor, sino un poder que compromete
problemáticamente su novedad en un límite como diferencia con el ser.
Por otro lado, sin embargo, nótese que al pensamiento no compete ser
idéntico al hallazgo, pues entonces, simplemente, no cabría
interpretarlo como el poder correspondiente. Paralelamente, el ser
hallado — que es el ser como fundamento — no es en modo alguno el
ser de la identidad. Así pues, la diferencia entre límite y ser no es la
distinción entre el ser y un hipotético otro, sino el valor de único del
límite. Al establecer, según el límite, su diferencia con el ser hallado, el
pensar compromete su novedad, no su identidad con el ser. En suma, la

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expresión lo por pensar indica la adscripción de lo al poder de pensar


como su límite. El límite tiene valor de presencia, no de ausencia. Como
decíamos, este valor del límite es un indicio de la excelencia del pensar.
En efecto, el límite al establecer la diferencia con el ser no elimina el
pensamiento: el límite indica, pues, que el pensar no deriva del ser.
Ciertamente, si el pensar fuere susceptible de una interpretación
ontológica, esta superioridad no podría admitirse; pero el pensar es lo
problemático.
Pensar y ser como fundamento no son comparables. La proposición:
la presencia no es la entidad del pensar, no significa una mengua para el
fundamento trascendental, sino que la presencia como límite ha de
referirse exclusivamente al pensar. Pensar es el poder que no es
obstáculo para que el fundamento persista sin él. Ser como fundamento
significa persistencia. La persistencia no es afectada por lo
problemático. Pensar y fundamento no constituyen un todo. Debe
descalificarse el problema del nexo entre pensar y ser. Ni el fundamento
está supuesto relativamente al pensar, ni al revés. Debe negarse que el
pensar se limite por no ser “lo mismo” que el fundamento: el límite del
pensar es la mismidad, es decir, el valor de único. Este valor no
pertenece al ser.
El límite no es aquello con cuya eliminación el pensar y el ser
hallado se identificarían. La referencia del pensar al ser que se descubre
al anular la positividad diferencial del límite es mucho más amplio que
tal identificación.
Llegados a este punto, conviene proponer una noción de lo
problemático que nos sirva de guía para el tema de la referencia del
pensar al ser: problemático significa lo que se distingue en general del
ser.
Si pensar se distinguiera del ser de un modo único, y no con entera
generalidad, habría que admitir la suposición del ser en orden al pensar,
por cuanto no habría sino un único ser. La generalidad de la distinción
es imprescindible para que pensar pueda implicar más de una alusión
al ser, y no sólo la alusión al principio trascendental.
Recuérdese que la nada es la exención con que el límite favorece al
ente. Según tal exención el ente es lo único. Pero la exención y,
paralelamente, el carácter de único han de referirse exclusivamente al
pensar como su límite. El ser no es lo único en orden al pensar; en caso
contrario no se podría admitir, en definitiva, ninguna distinción entre
pensar y ser: pero a la vez, el ser quedaría supuesto.
Distinguirse en general comporta que la referencia del pensar al ser
es múltiple, y; por lo tanto, que el carácter de único es el límite del

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pensamiento, es decir, la positividad exenta no adscribible válidamente


al ser. Único equivale a consistencia.
Pensar como lo problemático es aquello respecto de lo cual el ser no
es lo único. Puesto que lo único es el límite, hemos de concluir que el
límite no es ninguna referencia al ser: distinguirse en general significa
referirse al ser al margen de la consistencia, es decir, abandonando todo
criterio comparativo.
Pensar no se identifica con el ser, sino que posee un valor de
unificación propio (a esta unificación se llama tradicionalmente logos).
Como lo pensado es el único valor positivo del pensar, resulta que
considerar el pensar en cuanto distinto en general del ser requiere la
anulación de dicho valor positivo. Dicho de otro modo: distinguir el
pensar en general del ser requiere cifrar en la mismidad de la presencia
lo positivo de la diferencia, con valor de único. A la diferencia no puede
concedérsele ningún valor positivo permanente, pues en otro caso
resultaría la determinación del ser en orden al pensar como lo único.
Es menester anular la positividad de la presencia. Con ello se
abandona la positividad de la diferencia entre pensar y ser. Pero la
distinción en general no desaparece con ello, sino su límite. Anular el
límite no es anular el pensar. Según el límite la distinción tiene el valor
de diferencia única; anulando el límite tal valor desaparece, pero no la
distinción.
Lo general de la distinción se debe a que el pensar guarda una
multiplicidad de referencias al ser. Si ser y pensar fueran lo mismo, tal
multiplicidad sería imposible y, en consecuencia, el carácter de único
correspondería al ser: pero si el límite se adscribe al ser, no puede
decirse que se haya abandonado. Anular el límite no puede ser anular la
distinción en general.
La referencia del pensar al ser requiere el abandono del límite. El
abandono nos lleva a descubrir que tal referencia no es una, sino
multiplicidad. Esta multiplicidad anula la positividad del límite, y con
ello distingue completamente el pensar y el ente. El ente es lo que se
refiere al ser como a su fundamento intrínseco. El pensar, en cambio, es
absolutamente irreductible al fundamento, pues su positividad es
exenta.
La correspondencia del pensar con el fundamento es una de las
referencias del pensar al ser: precisamente la que hemos llamado
hallazgo del ser. Esta referencia no puede darse al margen de la
multiplicidad, o aislada de “las otras”. El pensar no se distingue
solamente del ser como fundamento y no se refiere solamente al ser

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como fundamento. En otro caso, la distinción entre fundamento y


pensar sería la distinción real, y, por lo tanto, pensar sería el ente, lo
cual es inadmisible. La distinción de pensar y ser comporta la distinción
de pensar y ente en razón de la generalidad de la distinción y de la
multiplicidad de referencias.
La distinción de pensar y ser no es la antítesis objetiva de lo único y
lo múltiple. Lo único en este sentido excluye a lo múltiple; de un modo
homogéneo — a todos por igual —; paralelamente, el progreso de lo
único a lo múltiple no es suficiente para distinguir lo múltiple del
conjunto, es decir, para superar el límite. La multiplicidad de
referencias del pensar al ser, en cuanto correspondiente con la
generalidad de la distinción, no es nada parecido. Paralelamente, el
abandono del límite no puede efectuarse de una vez, ya que de este
modo sólo se consigue repetir el límite, proyectarlo ilegítimamente
“fuera”.
La absoluta generalidad de la distinción veda la conversión
dialéctica. Tal generalidad se limita en lo único de la diferencia. El
poder de pensar se limita según lo pensado. El ejercicio de pensar decae
automáticamente en la antecedencia del límite. En el límite se vierte y
trueca el intento de prosecución. Por eso, el límite es presencia con
valor de antecedencia. El límite no se añade al pensar, sino que marca
la improsecución del intento de ejercicio según el valor de una vez.
Según este valor se limita la novedad del acontecer en un logro
presencial. Este logro no se puede referir al pensar de otro modo que
como límite.
Al abordar la tarea de abandonar el límite se advierte la absoluta
distinción de pensar y ser. La distinción significa que pensar no se
puede “poner por obra”, en el orden del ser, es decir, que, tomado como
centro, se limita en la suposición, o que su positividad es exenta.
La multiplicidad de las referencias exige la generalidad de la
distinción. No se trata de que el pensar se refiera al ser de muchas
maneras sino de que como centro no se refiere de ninguna. Las
referencias no parten del pensar, sino que se abren al abandonar la
suposición. Las referencias exigen que pensar no ponga nada, ni
siquiera el vacío ámbito de la generalidad unívoca.
La generalidad como vacío es lo indiscernible como tal. La
generalidad de la distinción encuentra en ello el obstáculo máximo de la
confusión, la obnubilación y la inactividad. Y es un mero espejismo
tratar de salir del vacío con el dinamismo de la inquietud incesante. La
distinción en general no es una distinción introducida por el
dinamismo de la razón en la abstracto de la representación. En cuanto

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que introducida, la distinción decae en el límite, puesto que ya lo


abstracto se introduce.
La distinción sólo es general si no es homogénea, si no está en
situación de objeto, ni se ordena a él. El límite es la situación, es decir,
el carácter de ya en que se vierte y decae la novedad del pensar. La
distinción es el acontecer no mantenido o situado ni siquiera una vez,
es decir, lo que al tomarse como centro se limita en antecedencia
exenta.
La multiplicidad de las referencias es la plena exterioridad del ser, o
la no intromisión del pensar en el orden del ser. La multiplicidad no
está inscrita en la generalidad del pensar — que entonces sería la
generalidad abstracta — ni se divide con ella el campo — con mengua
de la trascendentalidad — , pues en todos estos casos no se puede
hablar de distinción general. Además, intromisión, inscripción o
concurrencia no son, en modo alguno, atributos de un pensar real, sino
intentos de proyectar o prolongar su poder, que sucumben a su límite.
La proyección está antecedida por el valor de en vez de. La proyección
en orden al ser es imposible, pues el ser no espera al pensar, ni está
supuesto fuera.
Por otra parte, en vez de, entendido como posición real, supone el
pensar en el sentido de concederle consistencia fuera del ser. Pero esto
es imposible. La exterioridad del ser respecto del pensar no tolera una
exterioridad recíproca. La exenta exterioridad del pensar debe ser
interpretada como límite.
La exterioridad del ser sólo es plena si se cifra en una multiplicidad
de referencias y no consiste en un ámbito general (que dejaría al pensar
fuera a su vez). Esto significa: el valor situacional del pensar — su límite
— no puede ser abandonado de una sola vez.
La correspondencia del pensar con el fundamento trascendental
requiere que el pensar no quede fuera a su vez (ello limitaría el
fundamento); pero también requiere que el fundamento no sea lo único
con respecto al pensar (en caso contrario se adscribiría el límite al
fundamento). Abandonar el límite mental comporta una multiplicidad
de referencias: el sentido de la anulación del valor de exención, propio
del límite, se descubre como exclusión del carácter de único del orden
del ser. Y también: para librar al pensar de su límite — para abandonar
el límite respecto del pensar — , es preciso negar que el pensar pueda
determinar al ser como lo único [392].
392. El planteamiento que hace Heidegger del tema de la diferencia en su obra
Identitat und Differenz, Tubinga, 1957, es insuficiente. Heidegger se da cuenta
de que el fundamento como lo único es inadmisible. Pero ni siquiera se pregunta

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cómo podría no serlo. Y es que Heidegger interpreta la diferencia como


diferencia entre ser y ente.

La distinción entre pensar y fundamento sólo se mantiene — y ello


es requerido por el carácter no contradictorio del fundamento — si no
es la única, es decir, si ser no es únicamente ser-fundamento. Que ser
no sea únicamente fundamento es condición necesaria para que ser
tenga el valor de fundamento, es decir, para que el pensar no
sobrevenga desde fuera y usurpe al fundamento su valor trascendental.
La distinción general del pensar con el ser se corresponde con la
multiplicidad de referencias y es imposible sin tal multiplicidad. Si el
ser es sólo fundamento, pensar queda fuera del ser — no puede ser
idéntico con él sin suponerlo —. Pero al quedar fuera, se plantea la
pregunta por el fundamento del pensar, es decir, el punto de vista del
idealismo. Dicho de otro modo: la distinción entre pensar y fundamento
ha de ser plena y sin equívocos. Pero para ello necesita no ser una
distinción entre dos; lo cual, a su vez, exige una nueva distinción entre
pensar y ser: es esta la referencia del pensar al sum.
En el orden al límite mental, a la existencia humana corresponde el
carácter de además. Este carácter no es propio del fundamento y
tampoco es válido en orden a él: la existencia humana no es además del
ser como fundamento, sino que tal carácter le corresponde
exclusivamente en orden al límite. Además indica la incomparable
superioridad de la existencia humana, en referencia a la cual la
positividad exenta del haber se anula.
La existencia humana es la condición real del pensamiento. Como
tal, es requerida para que el poder de pensar acontezca. Pero la
existencia no se ejerce según tal poder; ello significa: la referencia del
pensar a la existencia humana no es reversible. La multiplicidad de las
referencias, como exterioridad plena del ser, comporta que la existencia
humana, en cuanto condición real del pensamiento, es el ser en
referencia. Ser como referencia es el sentido trascendental de la
libertad humana.
Al anular la positividad exenta del límite, la distinción de pensar y
ser supera el plano de la comparación entre ambos, pues lo que se
abandona es el límite de la distinción. Al abandonar el límite no
venimos a parar a la inconcebible ausencia de ser, sino que, valga la
expresión, nos adelantamos a la ausencia mediante la indicación
existencial del carácter de además. Con ello se evita la unicidad del ser
como fundamento y, por lo tanto, se conjura la amenaza de caer en la
contradicción, es decir, en aquella división del campo trascendental de
la atención en que se diluye la persistencia.

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Descartes - Capitulo VI

Es indudable que la indicación existencial del carácter de además


tiene valor trascendental: el ser como referencia. Ahora bien, el ser
humano no se refiere al fundamento. Cualquier conexión entre ambos
los supone.
Sum y fundamento no se suponen. El hallazgo del fundamento y la
indicación existencial del carácter de además no pueden considerarse
consumados en su mera dualidad, ya que con ello precipita la
suposición y se divide el campo entre ellos. Sum y fundamento no
constituyen totalidad alguna. Por otra parte, el carácter de además no es
más que una indicación de existencia. El desarrollo de esta indicación
es un tema que aquí no podemos abordar.
Justamente en orden al sum y al fundamento, la multiplicidad de
las referencias debe conservarse. Esto significa que la generalidad de la
distinción entre pensar y ser no se agota (o que sum y fundamento no
saturan tal generalidad). La distinción de pensar y ser sigue siendo
general, pues de lo contrario el valor de una vez, es decir, el límite,
vuelve a introducirse. La conservación de la multiplicidad de las
referencias veda entender al sum como referencia al fundamento.
La generalidad de la distinción significa ahora que sum y
fundamento no son lo único en el sentido de que pensar queda. En el
abandono del límite, tal quedar asegura que la generalidad de la
distinción se conserva.
Quedar como conservar es lo que se llama inmanencia. La noción
operativa correspondiente es: buscar-se. Se es el ser como identidad. Al
pensar, el pensar no se supone, de manera que la búsqueda hubiera de
referirse al pensar mismo, sino que al es la búsqueda [393].
393. En el importante libro de Zubiri, Sobre la esencia, Madrid, 1962, se contiene
una interpretación, insuficiente a mi juicio, del tema del quedar, que se adscribe
a la esencia como su realidad (en orden al conocimiento). Y es que Zubiri
entiende como realidad lo que aquí llamamos límite. Cfr. op. cit. págs. 120 y ss.

Buscar es la referencia del pensar a la identidad. Buscar significa


inmanencia operativa, es decir, operación problemática en cuanto tal, o
cuyo establecimiento es su propio límite. Buscar asegura la equivalencia
entre al y por.

c) La anulación de la positividad precisiva del cogito esbozada en el


apartado anterior, comporta que la inferencia del sum no es reductible
al tema del esse como fundamento intrínseco. La existencia humana no
puede ser fundamento del pensar, si es que la positividad del pensar es

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puro límite. La determinación idealista de un principio del


pensamiento, como hemos dicho repetidas veces, es incorrecta.
La negativa a interpretar el sum como fundamento ha de
desarrollarse en forma de doctrina acerca de lo que se llama conciencia
humana.
1) El carácter ya averiguado de la conciencia es la suposición, o
haber. Haber esencia, como haber consciente, es el valor de situación
propio del pensamiento. Tanto no hay conciencia cuanto que lo que hay
es solidario del límite.
Lo que hay — lo pensado — no es idéntico a la conciencia. Tanto no
lo es que sólo hay conscientemente y no puede faltar la conciencia si es
que ha de haber.
Así pues, haber significa conciencia no idéntica realmente. La
primera significación del haber es la de límite. Expresa una carencia de
proseguimiento y expansión cifrada en él mismo, y por lo tanto no es,
en modo alguno, algo sólido de que pueda seguirse una conclusión
positiva. Apoyándose en el haber como sentido primariamente positivo,
se pierde su verdadera interpretación y se hace imposible alcanzar la
consideración metafísica de la conciencia. Es absolutamente incorrecto
interpretar la conciencia refleja — desde el haber — como algo más que
haber. Desde el haber, aceptado el haber, la conciencia se limita. Esta
limitación es la pérdida de lo que he llamado carácter de además. La
composición de conciencia y lo que hay, en el sentido de conciencia
añadida o “al lado” del objeto, es una construcción técnica que depende
del límite y corre su misma suerte. Al haber corresponde el carácter de
unidad situacional. El haber no lo hay: no se pone en la conciencia, o en
virtud de la conciencia, sino que monopoliza el comparecer, hasta el
punto de que él no comparece inscrito en el horizonte de alguien.
2) El sentido del haber para la metafísica se detecta en su anulación,
es decir, como límite.
La fórmula “la conciencia no es idéntica realmente” no significa que
la carencia de identidad real de la conciencia se concrete como otra
realidad separada radicalmente de lo idéntico. En este caso, la
mismidad sería otra clase de identidad, colocada toda ella en un plano
distinto e independiente del de la identidad real, en el cual bastase para
ser una densidad óntica menor, pudiendo tener lugar, por así decirlo,
una identidad particular. Con ello, el sentido del haber no tendría nada
que ver con la identidad real, puesto que estaría encerrado en su
enrarecida entidad. Pero esto no puede admitirse. La distinción del
pensamiento con la identidad es absolutamente general. Pero la

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generalidad de la distinción se corresponde con la referencia del pensar


a la identidad y por lo tanto exige el abandonar del haber.
Para precisar el sentido en que se emplea la palabra inidentidad en
el tema de la estructura de la conciencia humana conviene eliminar
algunas posibles desviaciones.
En primer lugar, se ha de observar que no se trata de una oposición
dialéctica. No se dice que la conciencia humana se determine
objetivamente como la antítesis de sí misma, puesto que el límite es la
mismidad. No se trata de una contradicción.
En segundo lugar, también ha de negarse que la inidentidad pueda
entenderse como diferencia entre el valor de objeto y la realidad del
sujeto. La inidentidad no se traduce en lo que cabría llamar una
distribución de la realidad de la conciencia entre la situación objetiva y
la situación subjetiva. No se trataría entonces de inidentidad, sino de
falta de identidad, presente como diferencia situacional. Pero aquí se
sostiene que la existencia humana es además de la no identidad de la
conciencia. Esto significa que la conciencia no incluye su negatividad
como tal negatividad, es decir, como diferencia interna.
El haber no puede entenderse como requisito para la constitución
de la conciencia, justo porque la conciencia no la hay. En general, debe
desecharse toda línea mental en que la conciencia aparezca ya supuesta
previamente y por lo tanto se dote al haber de un cierto valor de
requisito terminativo, ya que el haber no es algo ontológico.
Del mismo defecto adolece la línea mental, aparentemente
contraría, que desencadena la intromisión de la idea de causa: si la
conciencia humana está inseparablemente unida al haber, debe
concebirse como aquello que hace que haya. La evidencia viene a
entenderse como efecto de la conciencia. Tampoco se trata de esto. En
primer lugar, porque para ello sería preciso que hubiera haber. La idea
de una producción del pensamiento objetivo no puede confundirse, en
manera alguna, con la consideración de la evidencia como límite: son
dos cosas absolutamente incompatibles: la idea de producción supone
lo producido; el haber no se explica en cuanto que producido, sino que
para pensar la producción es forzoso el haber. Con ello, pues, nos
alejamos de la consideración temática de este último, lo desplazamos
fuera, en una situación de supuesto, de nuestra atención. Por lo demás,
si la conciencia realizara el haber, habría que admitir:
1º Que la conciencia posee una realidad desde la cual hace que
haya, es decir, pone el haber como algo nuevo y añadido a esta su
realidad propia.

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2º Que la conciencia hace que haya conscientemente puesto que


carece de sentido que la primaria relación con el haber — por hipótesis,
el hacerlo — no sea consciente. Pero esto es insostenible.
Ni el haber es un requisito para una conciencia supuesta, ni la
conciencia es productora de un haber habido Ambas interpretaciones
no son otra cosa que superficialidades que desvían la atención del tema
e introducen una incongruencia en la consideración de la presencia
mental.
La conciencia no tiene el haber como una cosa, no está ligada con él
como ente, puesto que en la conciencia no tiene lugar un haber el haber
mismo, ni tampoco, por su parte, la conciencia la hay. La proposición
“sin haber no cabe conciencia humana” no ofrece sentido posible sino
en el intento de superar la suposición en el tema de la conciencia.
Sólo puede hablarse de existencia humana en la dirección que
marca el carácter de además. Rigurosamente va implícito en ello que el
haber no existe: no es la existencia humana. Nos encontramos así con la
advertencia de que la existencia humana no se relaciona con el haber.
La consideración del haber como tal no es cosa distinta del examen y
desarrollo de las implicaciones de esta absoluta carencia de relación con
el haber propia de la existencia humana.
No debe entenderse la carencia de relación con el haber solamente
en el sentido de un falta de nexo, sino, más radicalmente, como una
carencia de carácter relacional en el haber. Por lo mismo, el haber no es
independiente como diferencia real, sino que es la positividad de esta
carencia.
Precisamente porque la carencia es primaria, el haber como tal se
determina como imposibilidad de comparación con la existencia. Por lo
mismo, la advertencia de la carencia no se puede llevar a cabo
analíticamente, en el haber mismo, en la forma de establecimiento de
una diferencia noética con la existencia.
Así pues, afirmamos que justamente porque hay, no hay existencia
humana, y que, por otra parte, sin existencia humana no hay. El haber
debe interpretarse como carencia y no como algo que la existencia
humana pone.
Al decir que el objeto no es una positividad real no hacemos
referencia inmediata al problema del conocimiento del ser. Ahora
prescindimos de esta cuestión para ocuparnos de la estructura de la
conciencia humana. En esta dirección aparece el tema del sujeto
pensante.
Kant moviliza un criterio de unidad subjetiva para deducir el objeto.

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Ciertamente, esta tarea kantiana no alcanza un resultado suficiente,


porque la unidad pura de la apercepción, lejos de superar el haber, lo
precipita de nuevo. Debe ahora llevarse a cabo el ataque contra la
unidad aperceptiva considerada como principio de una deducción
trascendental.
La unidad aperceptiva se determina como correspondencia
subjetiva del objeto en el orden del principio. Si bien se mira, la
deducción trascendental equivale al juego del principio de razón
suficiente en orden al objeto. En forma general, se instrumenta como
respuesta a la pregunta: ¿en virtud de qué hay?
Ahora bien: esta pregunta no es susceptible de contestación porque
sólo puede formularse si es que hay haber. Buscar la razón del haber es
tanto como introducir “otro” haber, cuya razón se escapa mientras que
el primero deja de caer rectamente bajo la atención. La importancia del
ser del hombre queda trivializada al enredarlo en una pretendida
actividad posicional del haber. La deducción trascendental comporta la
atenencia al límite y por lo tanto la pérdida del tema de la existencia
humana. Al recaer en una consideración positiva del haber, se pierde la
oportunidad de alcanzar la existencia humana. Superar la suposición es
advertir que no hay haber; la anulación de la positividad del
pensamiento es la vía para el acceso a la existencia humana.
Que no haya haber abre la referencia del pensar al ser del hombre.
La existencia se alcanza en uno de los modos de negación del
pretendido carácter positivo del haber.
Que el objeto no existe lo hemos averiguado al desenmascarar el
valor situacional del pensamiento. Que la existencia humana no es
objeto lo hemos expresado al establecer el carácter de además. Ahora
bien: si lo que se llama yo no lo hay como objeto, ¿no será precisamente
porque lo hay como sujeto del pensamiento?
Lo que esta pregunta nos invita a considerar es si el objeto se
corresponde con el sujeto a pesar del carácter de además, o si, por el
contrario, el carácter de además comporta que no hay sujeto del
pensamiento como otro que el haber mismo. ¿Puede extenderse la
anulación de la suposición al sujeto? Que el yo no sea objeto, ¿significa
que tampoco es sujeto del pensamiento?
La proposición: puesto que no hay haber, a la existencia
corresponde el carácter de además, no posee otro valor que una alusión.
Con ella se indica el carácter existencial de lo que se llama yo, pero no
se alcanza la visión del yo como existencia. Todavía queda por averiguar
si tiene valor la idea del sujeto del pensamiento. Sin duda, como idea no
tiene valor alguno; quiero decir, como idea pensada, puesto que el yo no

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es como pensado. Pero ¿de aquí se concluye que no haya un sujeto, no


ya pensado, sino pensante? El hecho de que no exista como pensado,
¿priva de sentido a la noción de sujeto pensante? La interpretación del
haber como límite, ¿permite mantener una diferencia entre sujeto y
objeto, incluso aunque, con Kant, se renuncie al valor existencial de tal
sujeto?
Por otra parte, la proposición: puesto que no hay haber, a la
existencia corresponde el carácter de además, podría conjugarse con
algún tipo de intuición con la cual se intentara llegar a ponerse en
contacto con la existencia humana. Esto, señaladamente, debe
mostrarse imposible.
La respuesta que propongo a la pregunta por el sujeto pensante es
ésta: no puede admitirse la noción de un sujeto pensante si se anula la
positividad del objeto; o bien sólo puede admitirse mientras no se
anula. El carácter de además comporta que no hay sujeto del
pensamiento.
1º Se ha dicho que el haber es el límite del pensamiento. Pero si
pensado no tiene verdadero valor de término positivo, resulta
inmediatamente que la noción de pensante no alude a un sujeto.
Además, la unidad aperceptiva es la única correspondencia con el
objeto a la que podría atribuirse un carácter subjetivo. Fuera de la
unidad subjetiva, la expresión “sujeto del pensamiento” no es sino el
resultado de un razonamiento genérico, y no el resultado de una
precisiva consideración del pensar. Pero la unidad aperceptiva puede
ser el principio de una deducción pretendidamente trascendental del
objeto, no el sujeto cognoscente del mismo Con otras palabras: con la
unidad aperceptiva podemos deducir, no conocer.
En estrecha correspondencia, la referencia trascendental del pensar
al yo no es, como hemos dicho, la referencia al fundamento. Por otra
parte, la deducción kantiana puede pretenderse trascendental porque
parte de la distinción entre sujeto y objeto (sin distinción respecto del
objeto no cabe hablar en ningún caso de trascendentalidad). Esta
distinción es, justamente, lo que la anulación del límite destruye.
2º Un sujeto pensante debería ser pensado. En efecto, el sujeto del
pensamiento lo es por lo mismo que piensa, o no lo es. Pero ¿cómo
podrá pensar algo sin pensar que lo piensa? En otro caso, faltaría la
unidad aperceptiva, sin la cual no puede referirse el objeto al sujeto. ¿Y
como podría pensar que piensa sin ser él mismo pensado? Empero, es
esto justamente lo que acontece: no cabe pensar el yo — carácter de
además —.

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En la anulación de la presencia está implícita la imposibilidad de


pensar la existencia humana, y por lo tanto, la total carencia de sentido
de la idea de sujeto del pensamiento. Lo cual es tanto como decir que la
unidad aperceptiva no es sujeto en ningún sentido.
Nótese que no se niega que haya sujeto — lo hay —. Lo que se niega
es que ese sujeto que hay piense. Con otras palabras: es innegable que
tenemos idea del sujeto. Pero a la idea de sujeto le falta precisamente lo
que distingue al sujeto de la idea, a saber: ver.
Kant niega que el sujeto del pensamiento, entendido como unidad
aperceptiva, tenga valor real, y acusa a la inferencia del sum de vicio
lógico. Kant reserva el tema de la realidad del sujeto a la consideración
de la libertad. La actividad libre es actividad de autoposición y, por lo
tanto, real. En cambio, la espontaneidad de la razón no es principio sino
en orden al objeto, el cual, precisivamente considerado, es diferente de
la realidad: la razón como principio no es actividad posicional y, por lo
mismo, no incluye realidad. El sujeto del pensamiento, como principio
de objeto, no alcanza a poner-se.
Hay que conceder a Kant que sujeto del pensamiento no puede
significar sujeto real. Pero, a la vez, debe negarse todo valor a la
determinación del sujeto del pensamiento como principio — meramente
lógico — del objeto. Ser fundamento corresponde al ser. La presencia
objetiva, como pura diferencia con el ser, es irreductible al fundamento:
presencia objetiva significa presencia en exención. El sujeto como
unidad aperceptiva se reduce a la presencia mental, es decir, al límite.
La proposición: la positividad precisiva del pensamiento no es
entitativa y, por lo tanto, debe ser anulada, significa: la constitución de
la consideración precisiva del pensamiento es lo mismo que la presencia
como límite. La tematización del cogito es el límite, es decir, la
diferencia con el ser. Un conocimiento del pensar a partir del ser, es
decir, un conocimiento del pensar como habens esse, es una
imposibilidad radical. Fijarse en el pensamiento es caer en el límite.
La autoconciencia es mero desideratum. Es absolutamente utópica
la pretensión de pensar el pensar, pues su resultado no es sino el límite
mental. El pensamiento como tema objetivo esta desasistido del ser. En
tal tema, el pensar cae en el propio límite de su poder, no se conoce a sí
mismo, y pierde el hallazgo del fundamento, no lo mantiene. Caer en el
límite es tanto como perder toda referencia al ser y sustituirla
totalmente por la presencia. Presencia significa en vez de. El valor de
sustitución de la presencia es pleno: en vez de la multiplicidad de
referencia, la mismidad, la unicidad del campo de la comparecencia.
En estas condiciones, la noción de sujeto pensante carece de

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sentido. Sujeto pensante es quien lleva a cabo terminalmente el


pensamiento; pero el término es el límite, la caída en la sustitución, en
la mismidad que pierde el ser. En el límite, la lucidez del sujeto
desaparece en la presencia que lo sustituye todo y lo trueca en
mismidad. La expansión de la conciencia en la dirección de la
subjetividad no escapa a la presencia.
La investigación acerca de la existencia humana se inicia, en la vía
abierta por el abandono del límite, con la indicación expresada en el
carácter de además.
De acuerdo con esta indicación, debe descalificarse la noción de
sujeto pensante. Si no cabe sujeto pensante, la forma personal del verbo
pensar: pienso, es; en rigor, ilegítima. Al anularse su propia positividad,
el pensar no puede interpretarse como ente y, por consiguiente, no
puede referirse al ser como fundamento. La referencia del pensar al sum
no es la referencia al fundamento. Paralelamente, no cabe sujeto
pensante, ni como sujeto existente, ni como principio de una deducción
trascendental en sentido kantiano.
El yo del sum no es yo del cogito. La distinción del pensar con el
sum es general.
En el tema de la conciencia humana, tal distinción se traduce en la
distinción de conocer y pensar. La existencia humana es la existencia
cognoscente. La distinción entre conocer y pensar tiene el sentido de
distinción entre existencia y pensamiento y, por lo tanto, es solidaría de
la descalificación de la idea de sujeto pensante. El sujeto pensante es la
pretendida conexión del cognoscente y el pensamiento. Vamos a
ocuparnos ahora de esta conexión.
El análisis de la idea de presencia no puede llevar a la intuición de
la existencia cognoscente. Por eso, la interpretación del cognoscente se
hace, mientras no se defina la presencia mental como límite, acudiendo
a una consideración extraña a la mera presencia y tratando de unir
sintéticamente a ambas. Esta misma síntesis lleva a cabo la confusión
del cognoscente con el sujeto pensante.
La síntesis pretende ser la fusión de la idea de presencia y la idea
de a mí; presencia a mí no es abarcable en una intuición única, puesto
que la presencia es el límite. Por eso, la síntesis se establece
suponiéndola como problema resuelto.
La expresión “presencia a mí” no se puede entender como un todo
único, puesto que únicamente sólo es presencia. Pero partiendo de que
esta expresión significa la unión de sujeto y objeto, y apoyándose en
que, aunque no tuviera la idea de pensar, no por ello conozco menos, se

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llega a que presento por lo mismo que pienso. Con esta última fórmula
se intenta solucionar la cuestión de la unidad de la expresión “presencia
a mí”. La síntesis de ambos términos no es pensada, puesto que como
pensada se reduce a la presencia, pero es el pensar. Del mismo modo
que el movimiento se demuestra andando, el pensar se determina como
la solución efectiva, por más que falte su visión directa, del problema de
la consideración conjunta de sujeto y objeto. La expresión “presencia a
mí” no muestra su nexo de unión, pero el pensar es ese nexo. No vemos
el pensar como síntesis extendida delante de la mirada, pero el hecho
de que el sujeto conozca es sintético. Así pues, yo conozco pensando,
establezco la síntesis al pensar: yo pienso.
Esta solución es notoriamente insuficient. Sólo desechándola
alcanzaremos una interpretación existencial del conocer. Y ello por dos
motivos:
El primero, porque esa solución no tiene en cuenta la anulación del
límite.
El segundo, porque es imposible justificar con la idea de nexo una
correspondencia con el ser. Lo que sostengo es que la idea de nexo
sujeto-objeto equivale a interpretar el conocimiento del inteligible como
una adecuación consistente. Pero esta última idea es incompatible con
el hallazgo del ser extramental. Si la adecuación consiste en adecuación,
la extramentalidad precipita como otra consistencia. La dimensión
heurística y la dimensión consistente de la adecuación no se dejan
conjugar.
El racionalismo sacó muy poco de esta última observación. Se
contentó con sustituir la adecuación con el ser por la adecuación del
pensamiento consigo mismo. Con ello creyó alejar la contradicción,
pero, en verdad, pasó por alto que donde está la contradicción es en la
idea de adecuación consistente — a la que, por el contrario, se aferra —.
No es el nudo de esta cuestión la distinción de situaciones entre lo
extramental y el objeto. Afirmando la inmanencia situacional del objeto
no se arregla nada: antes hay que ver si una adecuación consistente es
una intelección. La contestación ha de ser negativa.
Que la adecuación con el ser no consiste en sí misma se desprende
de las consideraciones siguientes:
La expresión “presencia a mí” no encierra referencia alguna a la
inteligibilidad como tal. Cierto que hay esencia, es decir, que la
inteligibilidad está presente mentalmente. Pero no, en absoluto en
cuanto que inteligibilidad. En cuanto que tal, hace referencia al
cognoscente, no a la presencia.

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Para suprimir la distinción entre presencia y conocimiento no basta


introducir la consideración del sujeto; por lo mismo, la expresión
“presencia a mí” no es la justa expresión del conocimiento. Tal
expresión es incorrecta también porque el conocer hace referencia al
inteligible y, por lo tanto, no basta el nexo con la presencia; nexo, por
otra parte, imposible, puesto que la presencia es el límite mental.
La presencia es el límite mental, no un constitutivo del cognoscente,
ni de la inteligibilidad como tal. La síntesis entre inteligibilidad y
presencia es imposible. Paralelamente, la síntesis que se expresa como
“presencia a mí” no alude, ni de lejos, al cognoscente.
El pensamiento humano no tiene recursos para reaccionar contra la
suposición. Por este lado es incapaz de “salir a lo extramental”. Esto es
cierto, pero no lo es que “sea por aquí por donde se debería salir”.
El haber no oculta nada que haya detrás de él. La presencia mental
es el límite, no un telón irremediablemente bajado.

d) Queda mostrado que no se abre ninguna vía de acceso a la


existencia humana a partir de la suposición mental. La inferencia del
sum no es una explicitación, del tipo de las que alimentan
prosecutivamente el conocimiento trascendental del ser, puesto que al
intentar dirigir la atención hacia la existencia humana, la presencia
objetiva limita toda expansión cognoscitiva, según su valor de
constancia improseguible, o reducida a antecedencia.
El carácter de además es la única alusión a la existencia humana
que el límite mental permite, y, justamente, en la medida en que se
anula su positividad. Pero tal carácter no es, en manera alguna, una
determinación precisa de la existencia humana, sino, nada más, la
indicación de que la existencia humana no es pensable, o de que no se
compone con el objeto. Esta no composición es, inseparablemente, la
anulación de la positividad de la presencia, y, por lo tanto, comporta la
negativa a entender que la existencia humana sea otra cosa que la
presencia, ya que tal alteridad no tiene el carácter de además respeto de
la suposición.
Puesto que hay, no hay existencia humana, sino que a la existencia
corresponde el carácter de además. El carácter de además no indica que
el yo exista además del objeto, sino que la investigación acerca del yo no
puede llevarse a cabo en términos objetivos: sólo así constituye una
anulación congruente de la suposición.
La cuestión del sentido trascendental de la existencia humana sigue

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en pie. Mantienen incólume a la cuestión, por un lado, la negativa a


asimilar la indicación que se deriva de la anulación de la positividad de
la presencia con el conocimiento explicitativo; por otro lado, la negativa
a entender tal indicación como una determinación positiva marginal al
objeto, u otra que él.
La indicación según la cual la existencia humana no es pensable,
una vez evitado el riesgo de entenderla como determinación otra que el
objeto (esta determinación es incompatible con la virtualidad de la
explicitación trascendental y, por lo tanto, puede ser criticada y
rechazada desde ella) tiene vigencia respecto del conocimiento
trascendental explicitativo, en el sentido preciso de permitir negar que
tal conocimiento sea lo único. Bien entendido que el carácter de único,
en cuanto que carácter que ha de negarse del conocimiento
trascendental, se descubre como límite del pensamiento; lo cual es
tanto como decir que la alusión a la existencia humana a que equivale el
carácter de además es el implícito de la explicitación en cuanto tal.
Nótese que la alusión a la existencia humana es inseparable de la
anulación de la positividad de la presencia; tal alusión equivale al
implícito del conocimiento explicitativo porque la explicitación como
superación del límite — prosecución — no alcanza a anularlo en su
carácter de mismidad — que es, justamente, la improsecución pura —.
Entiéndanse bien las observaciones anteriores. No sostengo que la
improsecución — es decir, el límite — sea el implícito de la prosecución:
esto es la fórmula misma del pensar dialéctico. Pero la dialéctica es
insuficiente, puesto que la improsecución, el límite como implícito, está
supuesta y, por lo tanto, no anulada. La dialéctica lo cifra todo en la
prosecución del pensamiento y por eso desconoce el límite. Lo que
sostengo es que la alusión a la existencia humana no es explicitable, y
paralelamente, que la improsecución como límite mental no debe ser
explicitada, sino que debe ser anulada.
La alusión a la existencia humana como aquello que no cabe
explicitar, puede ser llamada implícito del conocimiento del
fundamento trascendental solamente si se tiene en cuenta que aquello
que este conocimiento no alcanza no está más allá ni en el núcleo de lo
explícito, sino que ha de referirse al progreso del tema de la anulación
del límite mental. Repito que el límite mental no tiene que ser
explicitado. El límite tiene que ser abandonado; pero su abandono no
puede cumplirse de una sola vez y, por lo tanto, abre una multiplicidad
de referencias trascendentales.
Implícito del conocimiento del fundamento trascendental es aquello
que impide el endoso de la suposición al fundamento, es decir, la

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alusión solidaría con el progreso de la anulación de la suposición.


Pues bien, la existencia a que alude el progreso de la anulación del
límite, y que en este sentido está implícita en el conocimiento del ser
como fundamento, es la existencia cognoscente.
La cuestión acerca del sentido trascendental del sum se centra
ahora en el estudio del carácter de cognoscente. Se trata de averiguar el
valor trascendental de este carácter.
1) Para el cognoscente humano, el hallazgo del esse significa salida
a lo extramental. La salida viene proporcionada por el esse.
Relativamente al conocimiento intelectual, no hay inconveniente en que
empecemos usando indistintamente los términos ser e inteligibilidad.
La distinción de ambos términos tiene relevancia solamente en el tema
metafísico del mantenimiento del ser, que aquí no podemos abordar.
Salida a lo extramental significa inteligibilidad. En torno a esta
proposición surge una doble problemática.
En primer lugar, cabe preguntar si al decir que la salida significa
inteligibilidad se pretende establecer alguna identidad entre ambas. ¿En
algún sentido la salida es su término ad quem? En esta dirección
inquisitiva aparece la cuestión de la asimilación de la inteligibilidad al
inteligir humano.
En segundo lugar, el inteligir humano es un momento de
autoconstitución del hombre? El conocimiento del esse, ¿entraña para
el ser del hombre alguna consecuencia? Esta segunda dirección
corresponde a la investigación sobre la existencia humana.
Respecto al primer problema, ha de establecerse que la
inteligibilidad, por cuanto extramental, no consiste. La consistencia es
la suposición como mismidad. En consecuencia, la salida a lo
extramental no significa inteligibilidad consistente. Salida e
inteligibilidad no coinciden en consistir, sino que la coincidencia es el
límite. Más en general, la proposición “salida a lo extramental significa
inteligibilidad” no debe entenderse en el sentido de una comunidad tal
que algún elemento, o la totalidad de ellos, propio o constitutivo de la
inteligencia esté en el conocer — o forme parte de él —.
Recuérdese la pretensión de entender la adecuación como el nexo
entre la mente y la cosa, es decir, de entender la adecuación desde la
idea de coincidencia, de hacer consistir la adecuación en ella misma. Tal
modo de proceder viene reclamado por un enfoque defectuoso del tema
del conocimiento, a saber: plantear el inteligir como problema en
términos de unión entre dos centros, un sujeto y un objeto.

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Descartes - Capitulo VI

La coincidencia entre objetos se establece como resultado de una


comparación. Decir que dos objetos coinciden en algún elemento es
tanto como, partiendo de la apreciación de una indiscernibilidad,
establecerla positivamente como unidad. Así, por ejemplo, el universal
no significa otra cosa, en principio, que: “en varios aparece A”; se
advierte o puede advertirse A en varios. Pero la unidad de A es
establecida de un modo puramente mental.
Ahora bien, es perfectamente claro que en el tema del pensamiento
no sería suficiente una abstracta comunidad entre dos: el pensamiento
es la coincidencia como mismidad. La noción de una coincidencia entre
pensar e inteligibilidad exige que la coincidencia como tal, en lugar de
ser establecida entre dos supuestos, equivalga a la presencia. Llevar a
cabo una coincidencia en el sentido de pensar no quiere decir constituir
dos coincidentes como tales, sino, justo, constituir la coincidencia en
cuanto tal. Con otras palabras, la coincidencia no depende de la
indiscernibilidad de dos entes sino que se debe al límite mental.
Pero la coincidencia entre el conocimiento y lo extramental es
inadmisible porque implica la suposición del inteligir. Las
interpretaciones del inteligir como nexo y como coincidencia se
construyen desde la consideración abstracta del inteligir, es decir, fuera
de la alusión a la existencia humana, y sin anular la positividad de la
presencia.
2) Para interpretar el conocimiento como coincidencia se requiere
que la coincidencia, o el nexo, no se establezcan como meras
formalidades lógicas, evadidas de la realidad del tema de que se trata.
El conocimiento las reclama trayéndolas a una cierta realidad la suya.
La coincidencia como inteligir tiene que ser una coincidencia efectiva.
Pero, por otro lado, el inteligir, en este caso, tiene que consistir en la
pura coincidencia; es decir, la realidad del inteligir se establece fuera de
la indicación del carácter de además y, por tanto, como pseudorealidad.
Podría alegarse que la idea de coincidencia es más fundamental que
la de nexo: conocer no puede ser nexo si no entraña y realiza una
coincidencia. Sin embargo, tampoco la interpretación del inteligir como
coincidencia comporta una salida de la consistencia.
En suma: la salida a lo extramental no significa ni siquiera
coincidencia y, por tanto, no puede significar sino inteligibilidad. Toda
alusión a la realidad del conocimiento, en cualquier sentido, en este
tema se resuelve en la interpretación del inteligir como consistente. Si
la realidad del inteligir se pretende establecer tomando en
consideración tan sólo su referencia a la inteligibilidad, sale al paso sin
remedio la idea de consistencia, imposibilitando toda ulterior

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clarificación y, sobre todo, la advertencia metafísica de la existencia


cognoscente.
Toda consideración del conocimiento como real en función de la
inteligibilidad desemboca, en último término, en la determinación del
conocimiento como coincidencia. La coincidencia según el
conocimiento tiene que ser real y la realidad del conocimiento tiene que
determinarse — fuera de la alusión del carácter de además a la
existencia humana — como coincidencia. Conocimiento e inteligibilidad
no pueden coincidir fuera del pensamiento mismo y pensamiento e
inteligibilidad no pueden coincidir según un sentido determinado como
exterior porque ese sentido sería superior a la improseguibilidad del
pensamiento.
La coincidencia entre conocimiento e inteligibilidad no puede
cifrarse en nada sino en el límite como mismidad. El pensamiento
decae en el límite como coincidencia con la inteligibilidad.
3) Desde un punto de vista metódico, la diferencia entre la
definición del límite como coincidencia y la proposición “salida a lo
extramental significa inteligibilidad” viene dada por estas dos
circunstancias:
En primer lugar, la negativa a comprometer la realidad que está en
juego cuando el hombre piensa, en una consideración desligada de la
alusión a la existencia humana. La cuestión de la adecuación con la
inteligibilidad debe ser liberada de la idea de autoconstitución. El ser
del conocer humano es el ser a que alude el carácter de además. Por ello
no puede comprometerse la realidad del conocer en la idea autónoma
de coincidencia.
En segundo lugar, la negativa a buscar un sentido propio del
conocer en una consideración separada. Si desde el ángulo
antropológico, el conocer exige la alusión a la existencia humana, en lo
que mira a la inteligibilidad no cabe definirlo por ninguna idea, ni
siquiera la de coincidencia, que deba componerse con la inteligibilidad
extramental. Por decirlo de un modo dialéctico, si el conocimiento
consiste en coincidencia, ya no coincide con la inteligibilidad. No se
trata ahora de que conocer no tenga sentido fuera de sí; es que no lo
tiene fuera de la inteligibilidad.
Que la inteligibilidad esté presente a la mente humana no quiere
decir que la inteligibilidad consista. La presencia mental significa un
límite que no debe extrapolarse.
En estrecha correspondencia, la síntesis de inteligibilidad y
presencia mental es imposible: ni la inteligibilidad se deja componer

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con ningún elemento, pues en este caso la inteligibilidad como tal


habría de trasladarse a la síntesis, ni la presencia mental podría ser este
elemento, por cuanto, de una parte, inteligibilidad presente no significa
inteligibilidad mayor y, de otra, la presencia mental no es
incrementada, en modo alguno, por la inteligibilidad. La única
consecuencia que para esta última tiene el estar presente a la mente es
la introducción de la idea de consistencia, en relación con la cual toda
consideración intrínseca o directa, de ella se hace imposible. Desde la
consistencia, es decir, suponiendo la esencia, la inteligibilidad se
desenfoca, no es atendida con precisión, sino que sufre una
problemática extrínseca y carente de verdadero sentido.
La interpretación corta del inteligir como coincidencia es inválida,
tanto para considerar metafísicamente el inteligir — ya que lo
determina como consistente — , como para asegurar a la presencia
mental el puesto que le corresponde en metafísica.
Con esto resulta suficientemente mostrada la necesidad de
abandonar aquella línea de investigación en que el conocer se intenta
determinar dirigiendo la atención hacia un sentido del mismo
concurrente con la inteligibilidad. En lo cual va rigurosamente implícito
que conocer no tiene sentido en sí mismo.
Extramentalidad no quiere decir facticidad ni consistencia
localizada fuera de la mente — consistencia sólo significa presencia
mental —. En general, la extramentalidad no debe compararse con la
situación de objetividad de la esencia.
Si la extramentalidad hubiera de compararse con la situación de
objetividad, mediante una teoría o una investigación al margen de la
inteligibilidad como tal: 1) el realismo no pasaría de ser una hipótesis
inverificable; 2) se referiría sólo a una pseudorealidad, más bien
postulada que explicitable.
Ahora bien: ¿La inteligibilidad experimenta alguna modificación
por el hecho de coincidir? ¿Inteligibilidad pensada es lo mismo que
inteligibilidad extramental? Nótese que la cuestión no deja de
plantearse. Coincidir no significa que la mente organice la
inteligibilidad. Pero aún así se abre una diferencia entre la
inteligibilidad coincidente y la inteligibilidad “abandonada a su
exterioridad”.
Es un completo desacierto postular una inteligibilidad no
coincidente con el pensamiento. El como tal de la coincidencia es la
presencia. Pensar no es un “ente” entre otros, ni siquiera privilegiado,
con respecto al cual la inteligibilidad “funcione” como lo mismo: es el
único. Entiéndase esta afirmación en el sentido más absoluto. Lo cual

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no quiere decir que la inteligibilidad no sea extramental. Lo que quiere


decir es que la coincidencia representa el propio límite de pensamiento.
La filosofía idealista, que maneja esencias pensadas, confunde el
saber explicitativo con la exigencia dirigida a la esencia de que aparezca
en el seno de una estructura — la realidad — exactamente igual que
aparece en la mente. En el idealismo la advertencia del ser falta y ello
implica que la metafísica idealista no es realista en el sentido de que en
la consideración fundamental de la esencia prescinde en absoluto de la
advertencia del ser y en cambio dirige a la esencia una exigencia de
sistematicidad.
La exigencia dirigida a la esencia de que se organice en
correspondencia con una estructura lógica a la que se dota de valor
metafísico, es descalificada en absoluto por la advertencia del ser.
Frente al idealismo debe sentarse esta proposición: en términos de
realidad no cabe dirigir a la inteligibilidad exigencia sistemática
alguna. Desde la explicitación del ser, la expresión “esencia idéntica a la
existencia” constituye una contradicción en los términos porque sería
preciso que la extramentalidad de la esencia significase coincidencia
con la existencia para que tuviera sentido.
No son lo mismo el realismo como cuestión noética y el realismo
como cuestión metafísica. Que la inteligibilidad coincida con el
pensamiento no quiere decir que la inteligibilidad se identifique con la
persistencia existencial. Para caer en esta ilusión hay que fingir una
presencia extramental. Inteligibilidad no coincidente es tanto como
inteligibilidad en el ámbito real. En este ámbito, el mantenimiento de la
inteligibilidad no significa coincidencia sino dependencia intrínseca de
la persistencia.
El ámbito real no es un espacio homogéneo al que quepa proyectar,
siquiera hipotéticamente, la inteligibilidad presente, para que en él se
construya una estructura propia.
La distinción entre el realismo como cuestión noética y el realismo
como cuestión metafísica comporta la descalificación de toda
transposición de la inteligibilidad a un en sí paralelo a la presencia
mental, y por tanto, el desenmascaramiento del prejuicio en que se
apoya el pseudo-problema del “valor objetivo del conocimiento
humano”.
En suma, la coincidencia no comporta modificación alguna, ya que
inteligibilidad coincidente es tanto como inteligibilidad pensada.
Ahora bien: ¿se puede decir lo mismo desde el ángulo extramental?
Si para la inteligibilidad no representa variación alguna el ser pensada,

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es decir, la coincidencia con la mente, ¿no se reservará la esencia


extramental alguna “dimensión” latente?
Naturalmente, la cuestión ha quedado lógicamente resuelta al
establecer la inmodificación desde el punto de vista objetivo. Pero como
la cuestión no es de orden lógico, tampoco puede estimarse suficiente
una solución de este tipo, sino que debe procurarse una solución
directa. Además, conviene alejar la idea — que todavía podría surgir —
de un condicionamiento de la inteligibilidad por el inteligir
considerado, de algún modo, como previo o presupuesto a la misma.
Al alejamiento de tal idea contribuye positivamente tener en cuenta
que:
1º Dado que la inteligibilidad no está presupuesta como latente, su
patencia para el intelecto no es el resultado de una iluminación.
2º Dado que la patencia no se constituye por una iluminación ni por
consiguiente, como el carácter de iluminada de la esencia:
Conocer significa directamente inteligibilidad y no iluminarla;
Objetividad significa directamente límite y no se opera, en virtud de
sí misma, como un nexo.
Respecto al pensar, las observaciones anteriores se condensan en la
siguiente proposición: la inteligibilidad no es el complemento directo
del verbo pensar. Nada más inapropiado para la comprensión del
conocimiento humano que compararlo con una linterna cuyo rayo cae
sobre un cuerpo oscuro y lo saca a la luz poniéndolo de manifiesto ahí,
en la situación de objeto. La patencia no es “producida” por la luz
mental.
Ciertamente, la luz intelectual no se deja entender mediante
metáforas sacadas de la luz física, por cuanto esta última carece de esa
insistencia de la claridad, de ese “vivir alguien en la luz”, en virtud del
cual la luz misma encuentra su propio carácter de tal. Esa declaración
de la luz que se llama ver es lo propiamente luminoso.
En el ámbito de la actividad humana es preciso admitir que la luz
mental significa ver exclusivamente. Iluminar significa conocer-yo y de
ninguna manera bañar de luz la inteligibilidad, iluminar-la. Admitir el
valor de complementario del participio conocido es suplantar la
existencia humana.
En definitiva, el verbo conocer no tiene complemento directo en el
sentido de que es constitutivo del conocer conocer yo, y no algo. Bien
entendido que conocer-yo no hace alusión ninguna al ordinario sentido
de complemento directo. Yo no es conocido, sino cognoscente.

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La luz intelectual radica exclusivamente en el conocer-yo. Ver


significa ver-yo y no algo o de alguien — pues tampoco el yo es de suyo
latente —. Conocer-yo no es conocer-me.
4) La fórmula con que ordinariamente se pretende expresar el
conocimiento de un modo global, es ésta: Yo conozco la cosa. ¿Cómo
debe entenderse después de lo que acaba de decirse?
Reiteremos una observación anterior: la fórmula “yo conozco la
cosa” no expresa el conocimiento en su radicalidad. Esta fórmula
supone el conocer sin aludir a su existir, pues es claro que “yo conozco
la cosa” sólo aparece dentro de una formulación más amplia, a saber:
pensar que yo conozco la cosa. Dicha fórmula se establece como
pensada, es decir, en exención, o prescindiendo de toda consideración
del ser, ya en el pensamiento. “Yo conozco la cosa” aparece sólo en la
conciencia, y no como conciencia.
Esta observación nos indica que la fórmula “yo conozco la cosa”
invierte la referencia del pensar al existente humano, pues lo coloca en
la situación de pensado. Para lo que aquí interesa, es de señalar el
carácter articulado de la formula en examen. Yo-conozco-la cosa
implica, en principio, cualquiera que sea su interpretación posterior,
suponer el yo, el conocer y la cosa aisladamente. Con su conexión en la
fórmula se intenta unirlos. Tal unión sin embargo, no pasa de una
articulación porque sus tres térmicos han sido ya determinados
previamente y, por lo tanto, en la formula siguen estando supuestos.
Paralelamente, la formula “yo conozco la cosa” sugiere una distinción
primaria que se salva con el término intermedio.
Por otra parte, cabe atender a un cierto carácter direccional
insinuado también en esta fórmula. Conocer es algo así como un “ir a
clavarse” en la cosa. De este modo, en el marco de la primaria
distensión, el conocimiento acontecería como una dirección dibujada
por el yo para salir a la cosa.
Empero, ya se ha dicho que salida a lo extramental significa
inteligibilidad.
Paralelamente, el conocimiento no tiene ningún carácter de
dirección y tampoco corresponde al yo proyectarlo, como sí se conociera
desde una primaria energía desencadenante.
5) Con la proposición “conocer la inteligibilidad significa conocer
yo” se pretende salvar las dificultades inherentes a la articulación
“yo-conozco-la cosa”.
La expresión “conocer-yo” no alude a una constitución del conocer
en sí mismo, ni a una consistencia del yo. Tampoco quiere decir que

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para conocer sea absolutamente preciso que uno se de cuenta de que


conoce. No es en virtud del conocimiento abstractamente considerado
por lo que el yo se toma en consideración.
En la formula ordinaria, los tres términos se suponen ya
averiguados, o se constatan previamente a ella. En consecuencia, entre
el yo y el conocer se establece una articulación que es posterior a su
constatación, y así fundamento de una vía de investigación encaminada
a averiguar de qué modo uno influye en el otro — cómo el yo produce el
conocer y como el conocer actualiza o despliega el yo —. Pero esta
investigación nace lejos del conocer primario, cuando ya se ha
introducido la suposición.
Conocer-yo no es distinto de conocer. No cabe conocimiento sin
sujeto. Pero no se trata de que el sujeto sea necesario para constituir el
conocimiento como tal. Un conocimiento con yo no es un conocimiento
abstracto o entitativo. Tampoco se trata de que el yo deba conocer para
ser verdadero yo. En estrecha correspondencia, no se puede decir que el
conocer afecte al yo, ni por lo tanto, que ambos se relacionen, ya
supuestos, de modo tal que su ser esté en juego en la relación misma.

e) El sentido de esta investigación acerca del conocimiento humano


se condensa en las cuatro proposiciones siguientes:
1. Conocer significa inteligibilidad.
2. Pero: conocer no significa conocer la inteligibilidad.
3. Conocer la inteligibilidad significa conocer yo.
4. Pero: conocer no significa conocer yo.
La articulación de estas proposiciones nos abre una vía de entrada,
metódicamente bastante cómoda, en la consideración existencial de la
intelección humana.
1) Las proposiciones 2 y 4 subrayan que la consideración abstracta o
entitativa del conocer humano no lleva a ninguna parte, no ofrece vía de
avance hacia una clarificación del problema “global” de conocer
humano, por cuanto, desechada la idea de una articulación o de un nexo
copulativo, ni el yo ni la inteligibilidad son alcanzados por dicha
consideración abstracta: el yo y la inteligibilidad no están contenidos o
implicados analíticamente en el conocer. En estrecha correspondencia,
un conocer abstracto no constituye punto de partida válido, ya que no
permite llegar a las expresiones “conocer-yo” y “conocer la
inteligibilidad”. Por lo tanto, la consideración abstracta del conocer es

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inválida ya en sí misma: un puro conocer no significa nada.


2) Las proposiciones 2 y 3 entrañan que “conocer la inteligibilidad”
no tiene sentido respecto al yo solo. “Conocer la inteligibilidad” significa
“conocer yo”. O sea, conocer la inteligibilidad no constituye “algo
positivo que se entregue al yo” sino que implica conocer yo. Por lo
mismo, conocer la inteligibilidad no significa nada en sí, ya que para
ello sería preciso que significase algo para el yo solo. Y no es así,
puesto que para conocer la inteligibilidad no basta el yo, sino que se
precisa, digámoslo así, el yo cognoscente.
Con otras palabras: el conocer no es “acaparado” por la expresión
“conocer la inteligibilidad” — proposición 2 —; para conocer yo no basta
un puro conocer — proposición 4 —.
3) El defecto de la articulación “yo conozco la inteligibilidad” está en
que pretende una solución global prematura. Pero la unión de los tres
términos los supone. Para alcanzar la existencia humana es preciso, por
el contrario, establecer una dualidad “conocer yo”, “conocer la
inteligibilidad”. Considerando esta segunda expresión, se advierte que
no tiene sentido en sí misma, sino que remite a la primera. Pero,
insisto, no remite al yo: para conocer la inteligibilidad no es suficiente
un yo; es preciso que el yo conozca. Nótese que la remisión al yo sería
una implicación analítica. La remisión a “yo conozco” no lo es.
Así, pues, si en la articulación “yo-conozco-la inteligibilidad” se
separa el yo: (yo) conozco la inteligibilidad, nos encontramos con que:
En primer lugar, “conozco la inteligibilidad” no remite al yo
separado sino a “yo conozco”.
En segundo lugar, el yo separado no tiene sentido.
Si, por el contrario, se separa la inteligibilidad: yo conozco (la
inteligibilidad), se advierte que el verbo no significa nada.
O sea:
1º “Yo conozco” no tiene sentido si no se establece la expresión
“conocer la inteligibilidad”.
2º “Conocer la inteligibilidad” no tiene sentido si no se aporta la
primera expresión. Pero después de ello, continúa careciendo de
sentido en sí misma.
Y en consecuencia:
3º Rigurosamente, no se puede decir que la inteligibilidad se
conozca. No se entienda, claro es, que la inteligibilidad está ignota u
oculta. Se trata, sencillamente, de que es imposible sentar

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separadamente la expresión “conocimiento de la inteligibilidad”, para


examinar el valor de la preposición subrayada. Esta expresión carece de
sentido en sí, y justamente su referencia a “conocer yo” tiene la virtud
de anular la suposición. La equivalencia de las expresiones “conocer yo”
y “conocer la inteligibilidad” es insostenible desde el momento en que
juega la proposición 3. Congruentemente, la preposición 4 indica que
del yo depende el conocer como tal; o sea que el yo no es imprescindible
como una nota analítica del conocer, sino como constituyente y
posibilitador de la referencia en virtud de la cual la expresión “conocer
la inteligibilidad” no tiene sentido en sí o aisladamente, sino en orden a
un implícito. Pero, a la vez, tal carencia de sentido no indica otra cosa,
para la misma expresión, que la imposibilidad de considerar la
inteligibilidad como complemento directo del conocer.
No se puede pasar de la proposición 3 a la 2: no se trata de que
“conocer no signifique conocer la inteligibilidad” porque para ello haga
falta el yo. El yo no puede introducirse en la proposición 2, no se puede
sumar al conocer. “Conocer yo” no tiene un sentido que quepa
determinar como suma o síntesis de los dos términos, sino únicamente
en referencia a la expresión “conocer la inteligibilidad”, y, por lo tanto,
dentro de la proposición 3.
Así pues, no se trata de que conocer signifique conocer yo — en
contra, la proposición 4 — y por eso no signifique conocer la
inteligibilidad, ya que la proposición 3 dice precisamente lo contrario.
Ni el yo entra en escena en virtud del conocer, o para salvarlo, ni lo hace
como yo aislado. No se trata de que no quepa conocer sin yo, porque no
es el conocer lo que tiene que caber.
Lo que no cabe es conocer la inteligibilidad como lo único. Por eso,
tampoco el yo es un constitutivo de esta expresión, que asegure su
realidad en sí; es el mismo no caber conocer la inteligibilidad como lo
único lo que viene a decir la proposición 3. O sea: que la expresión
“conocer la inteligibilidad” no tenga sentido en sí, es exactamente igual
que decir que su implícito es “conocer yo”.
Recuérdese que se ha dicho que conocer es ver. En conexión con la
proposición 4, ha de entenderse que un conocer separado no tiene
sentido.
La pregunta: conocer-yo; ¿pero qué? no es válida porque en ella el
conocer se separa. Conocer no tiene complemento directo, porque para
ello sería preciso desligarlo del yo, considerarlo como separado del yo y
unido a la inteligibilidad. La expresión “conocer la inteligibilidad” no
tiene sentido en sí porque el conocer no puede considerarse en
abstracto. Por lo tanto, en la proposición 3 no se hace cosa distinta de

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sentar las implicaciones de la anulación de la positividad de la


suposición en el tema del conocimiento humano.
Ahora bien, al decir que conocer es ver, ¿no se niega la proposición
4? ¿No se está considerando abstractamente el conocer, aunque en
función del yo? Precisamente es esto lo que hay que evitar; el único
medio es considerar la noción de ver en el seno de la proposición 3. O lo
que es igual: la proposición 3, en relación con la 4, viene a decir que
“conocer yo” no tiene sentido separado de “conocer la inteligibilidad”.
4) La proposición 3 queda de esta manera preparada para ponerla
en conexión con la 1.
Por lo pronto, nótese que en las expresiones “conocer yo” y “conocer
la inteligibilidad” el verbo está repetido. Pero en cada una de ellas no
significa nada. Esto quiere decir que la subsanación de esta repetición
no puede cifrarse en la búsqueda de su identidad — mismidad —.
Muy al contrario, esta reduplicación, debe resolverse haciendo
desaparecer a ambos conoceres supuestos. ¿Cómo? En virtud de las
proposiciones 3 y 1. Con otras palabras: la interpretación global de la
intelección humana no se logra con la articulación “yo conozco la
inteligibilidad” sino como complexión de las proposiciones 3 y 1. Esta
complexión está en el orden de la multiplicidad de referencias.
Al decir que el conocer no tiene complemento directo se quiere
indicar que no puede establecerse desde el conocer algo que sólo
ulteriormente tenga relación con el, o respecto al cual el conocer se
determine de alguna manera. Conocer no significa conocer la
inteligibilidad, porque el conocer no constituye un punto de partida —
supuesto — cuya referencia a un término lo determine ulteriormente.
Por eso se ha dicho, paralelamente, que conocer no es prestar luz a la
inteligibilidad o al yo. Conocer es ver.
La noción de ver alude al carácter incoante absoluto del yo. Conocer
empieza en y como el yo; el yo es el centro de dependencia, aunque no
el principio, de “lo intelectivo humano”. La imposibilidad de un conocer
supuesto obedece concreta y positivamente a este carácter incoativo y
personal del yo.
Nótese bien: el conocer no comienza ni el yo empieza a conocer,
sino que el carácter de comienzo corresponde al yo. El yo no tiene un
puesto empírico en una línea general del tiempo, dentro de la cual
comience, siguiendo la cual deba continuar y en la cual le corresponda
contemporaneidad con otros entes. El yo no es un punto en un tiempo
abstracto, al cual se adapte linealmente para durar; el yo es comienzo
como existencia y como tal es absolutamente irreductible a toda

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linealidad. Empezar a conocer no significa tener lugar a una hora dada


un comienzo empírico; significa yo como existencia humana,
irreductible a todo comienzo empírico.
Así, pues, la imposibilidad de desligar el conocer del yo no tiene el
valor de una consideración analítica — proposición 4 —; sólo indica el
reconocimiento del concreto carácter incoante del yo humano. Nótese
que este carácter personal de comienzo es tanto como la carencia
absoluta del carácter de identidad originaria.
El conocimiento es rotundamente mío porque comienza en mí, no
porque yo lo detente. En estrecha correspondencia, conocer yo no
significa nada del orden de un “encaminarse a conocer”, de tal modo
que yo no conozca hasta “haber llegado al reino de lo cognoscible”. El
conocimiento no comienza al “llevarse a cabo una salida”, sino como
yo. Tampoco se trata de que para conocer sea preciso llevar a cabo una
labor previa de selección o construcción de lo cognoscible. En todos
estos casos, el conocer funciona abstractamente y con relación a un
complemento directo. El carácter incoante del yo es también un
carácter consumativo.
Que el conocimiento comienza como yo no significa que el yo
consista en comenzar el conocer; significa yo como cognoscente; mejor:
el yo no queda atrás, como punto de partida, esperando que le traigan
material inteligible; ni sale, hacia adelante, en una búsqueda
pseudoactiva. El yo no es el antes de un después proporcionado por la
actividad cognoscitiva. El después de la persistencia del yo no es
ningún conocer en acto. Respecto al conocer, el yo es un comienzo
personal, un comienzo que no comienza — él — sino que, en cambio,
acapara el comienzo del conocer. No es el conocer el acto primero, sino
el conocer yo.
El yo no es anterior al conocer, sino que éste en él comienza; y por
eso, también, antes del yo el conocer no tiene sentido. Ni anterioridad
del yo ni anterioridad del conocer. El carácter de comienzo no ocupa un
lugar en un tiempo general y abstracto sino que a él tiene que referirse
el conocer como a su realidad. Nótese, sin embargo, que el comienzo
humano es consumativo en el sentido de que no comunica existencia al
conocer; es decir, en el sentido de que no es fundamento.
5) “Yo conozco” no equivale a “yo existo”. Se ha dicho por eso que la
salida corresponde a la inteligibilidad y no al conocer.
El yo es el valor existencial del conocer. Pero esto no quiere decir
que las expresiones “yo conozco” y “yo existo” sean equivalentes. Para
conocer se necesita el yo; pero que existir para el yo signifique conocer
es falso simpliciter.

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La proposición 1 muestra ahora su importancia. En efecto, al


establecer que conocer significa inteligibilidad:
De un lado, se indica de manera concretamente temática la carencia
de valor del conocer humano para la consideración en intensidad de la
existencia humana.
De otro, no se plantea la cuestión de la relación
conocer-inteligibilidad a partir de una consideración abstracta del
conocer, ni a partir del yo. Es decir, la negativa a interpretar la
inteligibilidad como complemento directo del conocer humano se apoya
en la carencia de sentido de toda consideración abstracta del mismo —
a la cual supone dicha interpretación —; pero positivamente se concreta
en la proposición 1. En esta proposición el conocer no se supone por dos
razones: porque significa concretamente inteligibilidad, y porque así se
distingue del yo de la única manera posible, es decir, en el orden de la
multiplicidad de referencias.
En la proposición 2 se rechaza también, en definitiva, la
consideración entitativa de la positividad mental. En esta dimensión del
asunto, conocer no significa conocer la inteligibilidad. Precisamente
sosteniendo que conocer la inteligibilidad significa conocer yo se separa
tajantemente aquella expresión de toda referencia a la idea de
consistencia.
Referir el conocer al yo como a su existencia incoativa es tanto
como destruir toda interpretación de la expresión “conocer la
inteligibilidad” como un compuesto o una síntesis.
En estrecha correspondencia, la proposición 1 no puede entenderse
como identidad conocer-inteligibilidad.

f) Llegados aquí, es menester poner fin a esta investigación. Queda


justificado el sentido trascendental de la existencia humana, en cuanto
que amplificación del ámbito trascendental que se cifra en el esse como
fundamento. Pero el punto de arranque escogido — una exégesis de
Descartes — no permite avanzar más. Cabe, por lo tanto, plantear aun
varías preguntas. Son especialmente importantes las que siguen:
¿Qué significa, exactamente, la asimilación del conocimiento a la
inteligibilidad extramental, es decir, la proposición 1?
¿Cómo alcanzar el ámbito activo, propio de la existencia humana,
que sólo de un modo incoativo nos ha hecho accesible la proposición 3?
¿Cuál es el sentido existencial de la identidad? ¿Por qué vías se llega

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Descartes - Capitulo VI

a Dios, al Ser Incausado, Originario?

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