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Ricardo Rodulfo

EL NIÑO
Y EL SIGNIFICANTE
U n estudio sobre las funciones
del jugar en la constitución temprana

Prólogo de Marín Lucila Pelento

PAIDOS
B u en a s A ire s
B arce lo n a
M éx ic o
Prólogo ilc la Dra. María Lucila P clcm o ................................. 11

Ininxlucción................................................................................. 15

1. LA PREGUNTA POR EL NIÑO


Y LA CLINICA PSICOANALIT1CA............................. 17

2. ¿DONDE VIVEN LOS N IÑ O S?....................................... 35

3. SIGNIFICANTE DEL SUJETO/


SIGNIFICANTE DEL SUPERYO:
LAS OPOSICIONES, LAS AM BIGÜEDADES............ 55

4 IMPLICANCIAS Y FUNCIONES DE
LA FALIZACION TEM PRANA...................................... 76

5. EL NIÑO Y SUS DESTINOS:


FALO, SINTOMA, FANTASM A.................................... 88

6. SOBRE EL A G U JERO ........................................................ 104

7. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (I):


MÁS ACÁ DEL JUEGO DEL CARRETEL................... 120

8. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (II):


EL ESPACIO DE LAS DISTANCIAS ABOLIDAS .... 138

9. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (III):


LA DESAPARICIÓN SIM BOLIZADA......................... 154
10 LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (IV):
PEQUEÑOS COMIENZOS
DE GRANDES PATOLOGÍAS........................................ 172

11. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (V):


TRANSICIONAL1DADES..................................................... 182

12. DONDE EL JUGAR ERA.


EL TRABAJAR DEBE ADVENIR................................... 198

13. LAS CONDICIONES


DE UNA METAMORFOSIS............................................ 215

N O TA S......................................................................................... 237
11. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (V):
TRANSICION AL1DADES

Un estudio mínimamente minucioso de las funciones del


jugar no puede detenerse en los umbrales de la adolescencia,
como si ésta no le concerniera. Si esto suele ocurrir es debido
probablemente a la excesiva ligazón que se ha hecho entre
jugar y juguetes, lo que hizo lo suyo para que la función del
jugar en la adolescencia quedase marginada. Para no incurrir
en la misma equivocación, por de pronto hay dos órdenes de
cuestiones que es preciso eonsidcrar._La primera es ouc la
c ris is de la pubertad golpea con sus repercusiones todos y

É
)lutamente cada uno de los niveles previos de la eslm clu-
án subjetiva, retomándolos, dislocándolos, en otro n iv e la
altura de aguas del desarrollo simbólico. No hay adquisi-
ción que no deba replantearse.
Esto implica que todas las funciones dcl.jyga.Lse v u e lv ^ a
desplegar y srin .1 nm*v:i>¿ exi^nr.ins Hi- trnhnjn. con
presclndencia de cuestiones psicopatológicas de fondo. En
segundo lugar, hay un cambio radical en los materiales mismos
que se utilizan a lo largo de los momentos de la subjetivación
que hemos ido puntuando. De hecho, esto no cesó nunca de
ocurrir, desde el bebé que jugaba con las propias panes de su
cuerpo y las del Otro, hasta aquel pequeño que lo hacía con una
puerta, o el niño volcado a las personificaciones con soldaditos
u otros objetos, o bien al dibujo y al modelado. Pero en tiempos
de la adolescencia se da un salto de especial magnitud.
Ilumina de un modo diferente el com plejo panorama de la
adolescencia ver cómo se replantean todos los puntos de
estructuración que hasta ahora suponíamos más o menos con-
solidados. Veamos, por ejemplo, qué ocurre en relación con
la primera función del jugar, o sea la problemática de arm ar
superficies, habida cuenta de la profunda crisis en la especu-
íandad. Hasta ese mom ento el espejo funcionaba como pro-
mesa, como anticipo de una cierta unificación lejos aún de la
experiencia efectiva del propio sujeto. A partir de la metamor-
fosis de la pubertad, esta función del espejo se desarticula y se
subvierte; lo que de él retom a no sirve ya como realización
adelantada de unificación individuante52; más bien, por el
contrario, acentúa e intensifica el desfasaje, la desarmonía, la
falta inclusive. De allí que lo habitual sea que el vínculo del
adolescente con el espejo, en el sentido más concreto, se
manifieste com o un vínculo intrínsecamente conflictivo:
aquél devuelve una especie de niño a medias, perdido, disyun-
to también del ‘ser grande’, cuando no directamente un des-
conocido.
No le devuelve por tanto ninguna promesa de fusión al
ideal ni de estabilización. Pero entonces no es nada extraño
q ue las funciones más elementales que se debatieron en el
jugar para darse cuerpo se reactualicen con virulencia. La
necesidad narcisística irrenunciable e írremplazable de con-,
tinuidad ininterrumpida es retomada, com o ya hemos dicho,
en otro nivel. ¿A través de qué, ahora, generar nuevas super-
ficies? Por cierto, sólo en casos de patología muy grave se
apelaría a los mismos materiales que otrora. Pero lo corriente
es que la adherencia al cuerpo materno en absoluto retom g
como tal. En cam biol gs d e jg m ás regular que nuevas bandas
se fabriquen en relación con nuevas personíficacioneso
encamaciones del yo ideal o al grupo de pertenencia (grupo de
pares) tomado en su conjunto: barras, bandas, diversos fenó-
menos y modos de conglomeración, de nucleamiento, cuya
descripción sociológica o conduchsta no dejTentrever su
honda penetración en la reimplantación corporal, en lo más
íntimo de la subjetividad. No pretendo agotar en esto la
función de tales agrupamientos (la incansable insistencia del
reduccionismo fuerza a aclararlo), sino apuntar a cómo — en
el nivel mismo de lo que Dolto caracteriza como imagen de
base- apuntan a re-establecer■cierta continuidad perdida. Por
eso mismo, la relación del adolescente consu grupo no es una
relación que pueda entenderse por el lado de externo/interno;
es m is, la relación de él con su grupo sólo se ilustra acabada-
mente usando de nuevo He ln h a i^ a de Moebius. reconstitu-
yéndosc un espacio de inclusiones recíprocas.
Otro modo muy distinto^de restablecer aquella antigua
superficie se puede encontrar clínicamente en ciertas formas
de masturbación, donde no sólo está en juego lo sexual, stricto
se/isu, también el (jarse cuerpo, buscando reunificarse en el
placer genital com o eje para reunir la dispersión.
Tampoco es cosa rara (ni debe psicopatologizarse) el retor-
no pasajero de práctic as más arcaicas en cuanto a formación de
superficies; por ejemplo, períodos_de suciedad que a veces al
^adulto le cuesta tolerar, o adhesiones a ciertas ropas que se
llevan puestas indefinidamente: significativo es quc^sevuel-
van uniformes (toda la polisemia del término merecelíBrarse
en su resonancia). Comportamientos habituales del niño pe-
queño, olvidados ya, parecen reinstalarse, y con contenidos no
demasiado dispares. Pero siempre como verdaderas restitucio-
nes de una superficie rota.
También el fort/da entendido como operación constituyen-
te experimenta un agudo replanteo sobre nuevas bases. En
particular, el registro del par familiar/extrafamiliar es comple-
tamente resignificado. Para el adolescente se trata Jeflysy pa-
decer, pero no sólo en relación con la familia como entidad
concreta o literalmente concebida, sino respecto de todas las
categorías familiares que organizaban su vida en lo simbólico,
sus núcleos de identidad, de reconocimiento habitual. Así, un
paciente de diecisiete años había bautizado “ hacer facha” a un
variado recorrido que había emprendido, donde sucesivamen-
te (y sin indebidas preocupaciones por la coherencia
ideológica)53 se lo encontraba formando parte de un grupo
pacifista cristiano, de una secta supuestamente oriental, de una
pequeña banda pro nazi interesada en la marihuana y en
cometer o fantasear pequeños delitos, etc. Lo importante era
que en cada una de estas ocasiones él transformaba m asiva-
mente sus índices de reconocimiento narcisista: forma de
vestir, corte del pelo, etc. Lo que con el tiempo ambos fuimos
develando es que ello había tomado para él —entre otras
cosas— el significado de jugar a las escondidas, pasando por
tantas modas,7opas, “fachas \ discursos, consignas, horarios,
prácticas; se constituían en equivalente de jucpos de aparición
y dcsaparicióíT Claroque^él pacícrftc no sabía qué era lo que
de suyo tenía que aparecer: lo único siem pre claro era que lo
hacía bien lejos de los modelos de identificación familiar.
Digamos que el factor com ún a todo este itinerario tan hete-
róclito era que ninguno de esos sitios donde por un tiempo
habitaba eran lugares demasiado congruentes con las tradi-
ciones mítico-históricas que le concernían. Entonces fue
posible entender todas estas manifestaciones, como jugar en
su sentido más estricto y exacto. Aquí conviene detenerse un
poco porque, incluso desde el psicoanálisis, ha sido bastante
fácil equivocarse y hablar con excesiva ligereza de actuacio-
nes o acting-out en la adolescencia (que por supuesto también
y mucho se dan), tendiendo insensiblemente a caracterizar
todo de esta forma, o bien ha salteado el factor histórico,
otorgándole a ciertas manifestaciones la misma significación
que podría asignárseles varios años después. Se extravía así la
consideración teórica, sin com prender hasta qué punto cuán-
to en el adolescente tiene em inentemente estatuto lúdico:
jugar a la política, por ejemplo, o incluso a la delincuencia o
a la adicción, lo cual exige un difícil diagnóstico diferencial
(valga el caso, respecto de una verdadera impulsión). Así
com o un niño en el consultorio narra con dibujos o juguetes
su vida imaginaria, con todas sus alternativas, el adolescente
lo hace extrayendo, arrancando semas y mitemas de los
yacimientos ideológicos del adulto. Esto es lo que sí com -
prendió Erikson, con su idea de la “ moratoria psicosocial”,
injustamente olvidada, siendo una conceptualización tan
conectada a la de latericia; más allá de un período histórico,
un rasgo esencial de la sexualidad (de la subjetividad) huma-
na: levantar estructuras de diferición. Por otra parte, decir
“moratoria” remite, en lenguaje temporal, a la necesidad
lógica de espacio transicional. Todas las cosas que parecen
poblar el espacio de la vida del adulto (trabajo, política.
decisiones y elecciones) las toma la adolescencia y las vuelca
en el suyo, lo cual produce una mutación en ellas, sutilmente
penetradas en tanto jugares por el proceso primario. Muchos
equívocos y desconciertos se originan en esto. Por ejemplo, al
verlas posiciones ideológicas del adulto, muy otras de aquellas
con las que jugó, y en las que el que ahora se sorprende había
creído al pie de la letra, inadvertido de su carácter figurado o
de puesta en escena.
Cuando por los más diversos factores esta transicionalidad
no tiene lugar, tropezamos con fenómenos del orden del falso
self: alienación en la demanda social o en el deseo del Otro,
precipitación de decisiones que aplastan el jugar reemplazán-
dolo por trabajo puramente adaptativo. Huida hacia la adul-
tez... o invasión patógena de las exigencias de ésta en tanto
ananké. En el trabajo clínico, ciertas supuestas ‘elecciones*
vocacionales o de pareja — o de lo que sea, pero precozmente
asentadas se revelan como verdaderos actings-oui (pues és-

tos no deben limitarse a actos antisociales). La severa dificul-


tad o la severidad de la interferencia para ju g ares la precondi-
ción mctapsicológica del acting.
El siguiente material es ejemplar para pensar esta articula-
ción: tras un tiempo de análisis, una paciente, aún lejos de los
veinte años, arriba a la posibilidad de un encuentro efectivo
con su edad, vale decir, arriba a la posibilidad de asumirse
como adolescente (pues no lo concebimos en psicoanálisis
como un período que se cumpla automáticamente). Hasta
entonces se había mantenido, represión mediante, alejada de
atravesar esa experiencia en sus mil matices libidinales y
narcisísticos. Pues bien, justo entonces, en ese mismo momen-
to, ella precipitó un par de decisiones que el tratamiento no
alcanzó a evitar pero pudo comprobar su carácter de acting-
out, y que dejaban cancelada la emergencia de una auténtica
adolescencia en su vida. Se da así por terminado algo que
estaba a punto de empezar, colocándose imaginariamente ya
en posición de adulta, también de cuerda, de “ realista”. Supri-
mía violentamente por este medio el enfrentamiento angus-
tiante con la des-identificación, con el des-ser que para ella
significaba la pérdida de sus referencias familiares en una
pluralidad de territorios, por ejemplo, no reconociendo ele-
mentos perversos polimorfos ‘extraños’ en su vida sexual.
El caso nos instruye acerca de con qué regularidad allí
donde se puede jugar con algo no hace falta que se actúe, y
viceversa. El acting-out por sí mismo nos indica un fracaso en
la esfera del jugar. Por parte del analista, su falta de com pren-
sión da generalmente como resultado un largo malentendido
apoyado en una perspectiva más adultocéntrica. Entonces, se
trabajará sobre la base de la supuesta inconsecuencia o versa-
tilidad del paciente, com o si se tratase de una falencia en su
deseo, demandándole inconscientemente el adulto que no es,
cuando lo que en verdad está en cuestión y en conflicto es su
posibilidad de tomar y dejar, de ir y venir (para mantenerse en
el plano del fort/da por ahora), análogamente a cóm o en un
niño vemos la apasionada adhesión a un juguete que con el
tiempo cae. Lo que hay que realmente advertir es que no se
trata de una comparación ilustrativa sino, estrictamente, de
una variación, para expresarlo en código musical. Lo que
engaña es que el adolescente no lo lleva a cabo en un espacio
aparte, fácilmente visualizableen su condición de “com o si”:
lo hace en el espacio mismo de la realidad social cotidiana,
subterráneamente transformado en el espacio transicional
primitivo54.
Lo mismo ocurre en el campo de la transferencia: en
adolescentes no tan tempranos, de diecisiete años en adelante,
el análisis se puede parecer mucho al del adulto, incluso
porque por lo general no hay obstáculos al uso del diván; los
aspectos más formales y visuales ligados al ‘análisis con
niños' han desaparecido. Esta asimilación al analista le puede
costar, si no se va con cuidado, una serie de malentendidos,
especialmente si le hace olvidaro u e a lo la rg o dc laadolesccn-
cia no deja de haber una búsqueda incondicional Incesante,
de reunificación bajo algún significante y, por lolanto, en al-
gún momento eso va a oponer cantidad de resistencia al aná-
lisis, del mismo tipo, pero acrecentada, que la que W innicott
descubrió en la latencia. En efecto, la contradicción entre los
objetivos de desarrollo del proceso secundario propio del la-
tente y los objetivos que el psicoanálisis le (y se) propone se
radicaliza durante la adolescencia tardía. Cuando el paciente
está organizando incluso su sintomatología de un modo más o
menos estabilizado y desde el punto de vista de cierto acuer-
do con la realidad social compartida, llega un momento en que
el convite que le hace el análisis al des-ser, a desestructurarse,
resulta incompatible y difícil de soportar. Por lo que es tan fre-
cuente que el final del tratamiento irrumpa a través de un
ácting-out que trae una interrupción brusca, más o menos ra-
cionalizada, pero fundamentalmente ligada a las resistencias
del analista. Este no se percató de lo que estaba en juego, se
dejó engañar por las apariencias de estar analizando a un
adulto. En determinadas ocasiones, se puede ver a un paciente
que se trató en la adolescencia, que en determinado momento
no toleró proseguir, precisamente cuando se aproximaba a esa
desestructuración transitoria y que retoma cuando consigue
estabilizarse en algunas posiciones de su existencia en la
comunidad: trabajo, asentamiento heterosexual, etc.
Esto nos acerca a lo más específico en la función del jugar
durante este tiempo de la constitución subjetiva. Dijimos por
una parte que se vuelven a plantear viejas funciones en nuevos
niveles, pero hay también algo diferencial en aquélla, aprchen-
sible en el itinerario de identificaciones que hemos destacado.
Lo más importante en mi concepto es volver materia de juego
algo que de otro modo q uedaría inevitablemente inscripto en
la dim ensión de significante delsupervó. sobre Todo pdrnúé~ño~
cesan las múltiples (Temandas^eTC?!!^, presionando para que
normalice su posición se x u a I y t a n tasfo tras cosas que hacen a
su ubicación y rendimiento social. Si el sujeto no consigue
metabolizar estas demandas y transformarlas en algo propio a
través del jugar, queda atrapado en lo que funciona como
mandamiento superyoico de adaptación al ideal, conminado a
gozar, com o dice Lacan, entregado en suma aúna exi stcncia en
la que ya no tal ocual deseo, sino su desear mismo es rechazado
y desconocido55.
Sólo si consigue (y aquí es el punto donde de fracasar la
praxis lúdica puede sustituirla el acting-out) transformar eso
que viene desde el Otro como significante del superyó en
material de juego, material para construir su difiriendo —que
es tanto como decir su subjetividad, su deseancia— aguje-
reando, extrayendo, aceptando, dejando caer, aquello que
venía en el modo de la violencia de la imposición deviene,
transfigurado, significante del sujeto, o sea que lo representa
a él y no meramente a lo que lo ordena, en todos los sentidos
de la palabra. Con esto rozamos otra dimensión de la función
del jugaren la adolescencia, también algo que hemos tratado
poco en psicoanálisis y es, sin embargo, de tanta importancia'
(como que retoma cuando el proceso falló haciendo síntoma
en el adulto): lograLiiu c el trabajo, cualguisiajsea, pueda.
investixse^qmcjjijegQ; función capital entonces para derrum -
bar por anticipado la dicotomía jugar/trabajar, que hace
estragos en la existencia del adulto.
Efectivamente, en muchos discursos de ‘los grandes’ se
escucha contraponer el dichoso (por despreocupado) jugar de
los chicos al ‘serio’ trabajo posterior, plagado de desdichas ya
desde lo mítico. Después de haber podido analizarlo m inucio-
samente en varios tratamientos, he llegado a la conclusión de
que una tarea de incomparable envergadura en la adolescen-
cia, regada de consecuencias del más diverso signo según sus
resultados.es lograr que aquello que se convierta en su traba-
jo para él se mantenga en su inconsciente radicalmente ligado
al ju garen toda su fuerza desiderativa, pues si se ve separado
de eüa el trabajo acarreará, en más o menos, alienación y em -
pobrecimiento al sujeto. Por supuesto, esto conlleva arduos
problemas, inabordables aquí, pues el cam po social es cual-
quier cosa menos una materia neutra y dócil. Para empezar, no
todas las actividades se prestan de la misma manera ni ho-
mogéneamente para esa transformación que es tan necesario
que se opere. Digamos que hay materias más resistentes a la
infiltración inconsciente por lo lúdico56. Seria una ideologi-
zación en extremo equivocada de tan compleja cuestión
hacerla depender unívocamente de factores subjetivos indivi-
duales, existiendo incluso form acioi^s míticas desparram a-
das en el campo social que cualifican positiva o negativamen-
te el potencial creativo de tal o cual práctica. Ello sin contar
aquellas, por lo general ejecutadas en silencio, que directa-
mente necesitan y explotan potenciales paranoicos o esquizo-
frénicos, en donde la posibilidad de jugar se reduce a cero.
Pero si abandonamos tales extremos (bien remunerados,
por lo demás, según parece) de hecho se despliega toda una
vasta gama de actividades, cuya transformación en lo funda-
mental depende del sujeto, bien en una práctica em inentemen-
te a cargo del superyó y de lo crasamente adaptativo de la
normalidad más represiva o bien en producción auténticamen-
te sublimatoria que tratamos de categorizar en el registro de la
salud, como concepto diferente del de la normalidad. En lo
fáctico, es fácil experimentar esa diferencia entre un maestro
y otro, entre un psicoanalista y otro, entre otros casos57.
Sea lo que fuere, el caso es que instancias muy decisivas
para el desenlace, para los destinos de este proceso, se definen
en la adolescencia, no pocas veces de un modo que a la postre
ya no sufrirá alteraciones de importancia. Al clínico le consta
con qué frecuencia el destino que prevalece impone la escisión
entre jugar y trabajar; el primero queda del lado de lo infantil,
librado a los sueños diurnos o al “fantaseo’' (Winnicott)
improductivo. En cuanto al otro, privado de las raíces libidina-
les, se conforma al funcionar al servicio del superyó, dando
lugar a coeficientes de insatisfacción que el paciente adulto
trae al análisis, ora com o fracaso rotundo, éxito relativo y
escaso goce, ora como ‘triunfo’ en una perspectiva adaptacio-
nista a ultranza, que no repara en costos del orden del fa ls o s //.
Lo único que aquí triunfa sin cortapisa alguna corresponde al
significante del superyó. En los casos más favorables, la
función de esa miríada de juegos desplegados en el campo
social permite que — una vez de a poco y otra a saltos—
determinadas actividades del adolescente se estabilicen a la
par que pasa a ellas la savia del jugar. Los puntos en que este
pasaje no se produce preparan futuros síntomas e inhibiciones.
Quisiera detenerme en la idea — que me parece crucial— de no
buscar esto siempre ‘en grande’. A fin de cuentas el analista
encuentra muchas más pequeñas manifestaciones de aquéllos,
imperceptibles las más de las veces al sentido común o a una
teorización ajena al deseo inconsciente, pero cuya sumatoria
reticular resulta en efectos no espectaculares y sí muy signifi-
cativos: atemperaciones diversas del placer de vivir y de la
dolorosa alegría de crear. Converge con esto algo habitual de
hallar en la vida erótica: cuántas veces escuchamos la queja
por esa pulsionalidad que era idealizadamente más libre o más
rica o diversificada, antes de que se estabilizara en una
elección de objeto. A llí hubo algo del jugar que se perdió en
el camino hacia la vida sexual adulta formalizada en un
vínculo de pareja, y entonces, en lugar del incremento que se
esperaba acontece lo contrario, cierto quantum de deslibidi-
nización, una verdadera devaluación de lo erótico. Todo el
orden del polimorfismo perverso queda reprim ido bajo un
significante superyoico de la genitalidadque arrastra al sujeto
lejos de la sexualidad como juego. He aquí entonces el coito
como ‘trabajo’, rendimiento, cum plim iento... pero no del
deseo.
También en este caso el psicoanálisis comprueba que el
adolescente, angustiado ante el rebrote polimorfo, incapaz de
soportar su ambigüedad, apurado por reunificarse bajo una
bandera significante socialmente viable, reprim e sin quererlo
el potencial de juego para normalizarse sin estorbos. Así, el
pasaje de la vida sexual del “segundodespertar” a la del adulto
nos confirma p*r su cuenta la trascendencia de las funciones
del jugar en la adolescencia.
Digamos que el jugar con las identidades sexuales y con la
pluralidad de los dispositivos pulsionales es una de las tareas
que en este tiempo de la estructuración subjetiva recibe una
decisiva intensificación. Esto explica ciertos chascos por pre-
cipitarse a diagnosticar perversiones en los años que siguen a
la pubertad, dando a un episodio homosexual o de otro tipo un
cariz patológico que está lejos de tener. El analista (o quien
fuere) no ha advertido que tales sucesos o fantasías tenían que
ver con un itinerario lúdico, con una búsqueda de significan-
tes del sujeto en lo atinente a la vida erótica y no de lo que
imprudentemente se ha psicopatologizado.
Lo mismo en términos generales cabe decir de hj&^idic^io-
nefc. Ciertamente, eiLÍa_adolescencia.constituyen una pro*
flem ática de suma gravedad, sobre todo en grandes nuclea-
mientos urbanos. Pero no todo adolescente que en un momen-
to dado atraviesa una fase en que recurre al alcohol o a otra
droga está destinado a estabilizarse como adicto. Se trata de un
terreno especialmente resbaladizo porel peso de lo contingen-
te en cuanto al objeto de la adicción: en efecto, en muchas
situaciones en que el sujeto está en el filo de la navaja, la clase
de droga y su incidencia biológica vuélvense decisorias. Por
ejemplo, vemos pacientes que, en pro de hacer superficie con
un grupo de pares (o para ayudarse en las ansiedades hom ose-
xuales que éste les despierta) se aficionan a beber; tiempo
después esa afición desaparece sin dejar rastros, pero otro
género de intoxicación lo hubiera hecho mucho más difícil o
imposible. No hay por qué subestimar la gravitación de estas
contingencias, y el psicoanálisis menos que nadie, siendo
com o es un método para estudiar cómo lo accidental se
convierte en estructurante y en estructural.
La marcha de algunos tratamientos nos alecciona sobre la
necesidad, inmanente a la posición analítica, de abstenerse en
relación con la prisa por referir el material clínico a parámetros
psicopatológicos tan tranquilizadores com o falsarios. Por
ejemplo, uno de estos adolescentes ‘alcohólicos’ cambia brus-
camente de rumbo y de rubro: con un nuevo amigo planea
ahora robar cubiertas de automóviles. ¿Paso de la adicción a la
psicopatía? Tanto más fecundo y resolutorio fue el análisis
exhaustivo de su atracción inconsciente por la marginalidad.
Si aquella idea no se materializó, había en cambio toda una
historia de pequeños hunos y actos antisociales desde la
latencia inclusive, pero que nunca alcanzaron magnitud y
nodalidad com o para nombrar al paciente en base a ellos. En
todo caso eran fenómenos ambiguos, nada raros, entre el
acting-out y el jugar, para encuadrarlos totalmente en el
primero faltaba que realmente revistieran para él ese carácter
compulsivo que no deja al sujeto otra alternativa, la imposibi-
lidad de detenerlo. Y para ubicarlos sin resto en el segundo
echábamos de menos la estabilización cabal de una zona de
juego. Se trata de un criterio bien fundamentable para deslin-
dar cuándo estam os ante una práctica lúdica y cuándo ésta, si
existe, se sintomatiza mudándose en otra cosa, como en los
casos en que un juego se transforma en ritual obsesivo o
fetichista y se compulsiviza, crispando en formaciones rígidas
la espontaneidad que tendríamos derecho a suponer. Es ésta
una interferencia, una interceptación del proceso más saluda-
ble que, por el contrario, exhibe esa cualidad de “ser llevado
a término”58.
El terreno mism o de la formación de muchos futuros
analistas en la Facultad de Psicología proporciona otro campo
privilegiado para examinar y reflexionar sobre esta cuestión.
En efecto, también aquí encontramos una diferencia sustan-
cial entre quien puede jugar con las identidades teóricas que
circulan a lo largo de laenseñanza, y así hacer “com o si” fuese
lacaniano, kleiniano o cualquier otra cosa, mientras que en
otras ocasiones vemos lamentablemente un prematuro cierre
de la cuestión, donde tales nominaciones no se sostienen en lo
lúdico y se constituyen en significantes del superyó, situación
en que el sujeto es abrochado y conm inado a localizar su
posición ‘en serio’ muy prematuramente, sin la oportunidad
de realizar un itinerario que no significa otra cosa que la
apertura de un espacio donde la deseancia puede respirar.
En un artículo de no mucho tiempo atrás59 sostuve la tesis
de que la posibilidad potencial de una cierta formación psico-
analítica en el grado (o sea, con estudiantes aún adolescentes
al comenzar) era justamente no coagular identidades teóricas,
estimular la dimensión lúdica del trabajo intelectual y descu-
brir el psicoanálisis jugando, para lo cual remarcaba también
la necesidad de defender una enseñanza pluralista y, sobre
todo, una transmisión apuntalada en él. Es decir, todo aquello
que las instituciones psicoanalíticas en general desalientan y
que tantas y tantas veces nos aflige cuando analizamos o su-
pervisamos a colegas: síntomas o rasgos ya egosintónicos de
esclerosamiento precoz del pensamiento, que inmediatamen-
te nos avisan de un proceso de juego detenido, disociado,
cuando no en franca involución. En este sentido, considero
que la frecuente demanda de identificación precoz, de adqui-
sición precoz de identidad por parte del docente comporta un
serio fallo a la ética del psicoanálisis. La abstención de educar
en su connotación más inseparable de una normalización
represiva y patógena debería extenderse con todo rigor al
campo de la formación de los analistas. Quizás deberíamos
subrayar mejor lo iatrogénico de dicha demanda, su ridículo
fundamental, comparable al de una nena que, cuando se halla
jugando con sus muñecas, se le exigiera que mantuviese sos-
tenidamente las veinticuatro horas del día la responsabilidad
formal de ser madre. Lo que no es un ejemplo literario más o
menos feliz, porque así sucede en algunas familias cuando a
una nena, por ser la mayor y por defecciones en la función
parental, se le impone concretamente convertirse en la madre
de sus hermanos, posición que engendra toda una patología
subterránea, asunción en falso de un sitio a expensas de lo que
reivindicaría com o derecho a jugar.
Por todo esto, en mi opinión, el docente analista debería
abstenerse cuidadosamente de estim ular y valorizar la adhe-
sión más que a una línea, al principio mismo de ponerse en ella
como un ideal a alcanzar60. Menos aun debiera com plementar
especularmente tal demanda, que no deja regularmente de
formularse, porque no es que el estudiante sea una víctima
esclavizada; en el ám bito subjetivo sabemos de la existencia de
activos deseos de que eso ocurra, articulados y responsables de
una formidable apelación a que una línea se haga cargo de
nuestra vida intelectual; pero en todo caso desde la posición
psicoanalítica, desde su ética, tenemos derecho a exigir la no
respuesta y la crítica, el desmontaje de tal llamado.
A mi entender, al psicoanálisis le ha faltado hasta ahora (y
eso hace síntomas en el tratamiento de adolescentes) encarar
más a fondo y con sus herramientas la categoría del trabajar,
como si perteneciese por derecho a otras disciplinas y no
pudiera agregar otra cosa que simbolizaciones que plantean
equivalencias, por lo general tratadas en forma sumaria y
pintoresquista (típicamente, significaciones ‘sexuales’). O
bien salir del paso con una referencia — cuya nuclearidad se
inefectiviza por el nivel abstracto en el que se mantiene el
discurso teórico— a la sublimación61. Ahora bien, psicoanalí-
ticamente hablando hay sólo una manera, y sólo una, de tom ar
el toro por las astas: ligar la categoría mítico-histórica del
trabajo al deseo, o al desear mejor aun, com o eje de la
producción subjetiva. Todo el trayecto que venimos abriendo
desemboca en el punto en que ahora estamos, por poco que el
movimiento de la teorización no se restrinja. Nuestra primera
operación consistió en cómo el orden y el campo íntegro del
jugar infantil está originariamente (y no a causa de una
articulación secundaria) atravesado por el deseo inconscien-
te, al igual que si éste estuviese entubado en columna verte-
bral de aquél al tiempo que metastcisiciclo hasta en sus capita-
lidades más recónditas. Nos alejamos así al máximo de cómo
el fenómeno lúdico fue concebido en las psicologías de tipo
evolutivo; me refiero a pensarlo en términos de actividad
preparatoria para la vida adulta, actividad por ende em inente-
mente adaptativa y completamente al margen o com pleta-
mente marginante de la problemática dcsiderativa. Nos sirvió
de apuntalamiento un hecho clínico fundamental: si se quiere
conocer acerca del deseo de un niño, lo conseguiremos a
través de sorprender sus jugares. No existe vía más segura. La
referencia, por ejemplo, a su escolaridad, a su aprendizaje en
sentido general, aun al más exitoso, es sustancialmente inse-
gura, porque ahí puede estaren germen la escisión patogéni-
ca trabajo/juego que tantas veces domina el decursode laexis-
tencia humana. Pero aun en el terreno de lo que describimos
al decir“este chico está jugando’*, la detección de la presencia
o ausencia de la espontaneidad es imprescindible al diagnós-
tico diferencial, pues el niño bien puede estar haciendo los
gestos del jugar — incluso en nuestro consultorio— y en
realidad aplicarse a llevar las demandas que descifra o supone
en el adulto.
En ese caso, hará todos los movimientos del que juega
com o alguien puede hacer todos los movimientos del amor,
pero eso no quiere decir que haya sujeto jugante allí; no ha de
ser tampoco la presencia de juguetes lo que dé garantías.
Repitámoslo (ya que tanto se lo olvida): el único criterio
válido para decir que algo pertenece al t&Sstrolúcfico e s
descubrir lili í circulación líH d jñ á F T B S p te gue. y no sólo
deseo familiar que toma al sujeto de bjanco. Este es un punto
muy importante, porque la división dísocíativa e irreductible
juego/trabajo se encuentra en muchos casos preparada y
como preanunciada en ciertos empobrecimientos que suelen
perfilarse y constituirse durante la latencia, cada vez que el
aprendizaje todo (o sea nada menos que el desarrollo del
proceso secundario) queda capturado bajo el régimen de una
actividad sólo adaptativa comandada por el superyó al servicio
del deseo del Otro. Cuando así ocurre, la actividad escolar —
por ejemplo— no se ve penetrada, no es intrincada al jugar, el
niño podrá tener “ buenas notas” (y muchas veces ni siquiera
eso, porque de hecho no escasean ‘problemas de aprendizaje’
motivados en que el niño no consigue investirlo, lo cual suele
agravarse aun en el adolescente que sigue la escuela secunda-
ria), pero en nada remedian la disyunción que una vez plantea-
da tiende a crecer y a propagarse por toda la esfera cognitiva
y por toda la praxis del trabajo. Antes de que un adolescente
demande análisis por cuestiones ligadas a lo ‘vocacional’, nos
acostumbramos a recibir consultas por fracasos o serios fallos
en el aprender, cuya raíz es esa prematura dicotomización que
tratamos de cercar y mojonar teóricamente. Es mucho más fe-
cundo, en mi opinión, insistir en esta dirección que limitarse a
denostar prejuiciosamente los mass-media, culpándolos de
todo.
La epistemofilia, la curiosidad intelectual, el deseo de
saber, el espíritu de investigación, nada de esto tiene sentido si
no es transformación del jugar. El adulto que experimenta con
variables de laboratorio no debe pensarse en mera analogía al
pequeño con sus ‘chiches’, e idéntico vínculo liga éste a
prácticas muy distintas del trabajo intelectual.
Vale detenerse en un comentario o, mejor dicho, en una
consigna característica del período escolar: ‘con esto no se
juega’; ‘ahora no estamos jugando’. Es una puntuación ya de
por sí iatrogénica: el recreo es ‘para jugar’, y además se lo
concibe como.una válvula de escape (me estoy refiriendo, por
supuesto, a hechos comunes: el plano de las declaraciones es
distinto, claro está) con mero valor de descarga. La hora
escolar, en cambio, no es para jugar; de un modo tan rudimen-
tario se asienta la primera sacralización del trabajo. En los
márgenes de esta burocratización, pese a todo, algunos docen-
tes logran que un poquito al menos de lo del jugar entre en la
hora de clase, y no es casual que el latente o el adolescente, por
lo general, los reconozca espontánea y rápidamente. Son aque-
líos que provocan una experiencia de aprendizaje y el saldo
de una marca que no es la del superyó, pero sí confirmatoria
de loque estoy desarrollando: para hacerlo tienenque socavar
la disyunción entre tiempo para jugar y tiempo para el trabajo
escolar.
La disyunción no sólo es estructural; también (para peor)
es histórica. En efecto, recordemos que el pequeño lo adquirió
todo jugando (si verdaderamente es una adquisición subjetiva
y no un amaestramiento)65: comer, cepillarse los dientes, ves-
tirse; habilidades a su vez apuntaladas en una sólida fijación
del ser al cuerpo que la práctica lúdica conquistó. No hay, por
tanto, razones de deseo para cambiar de rumbo ni para variar
el procedimiento. Si se esgrimen, pues, argumentos, serán los
del superyó.
Considero entonces que una de las tareas más decisivas que
especifican desde el punto de vista psicoanalítico lo que
llamamos adolescencia, es la transformación de lo que es el
jugar com o práctica significante en lo que conocemos con el
nombre de trabajo; por eso mismo, el corolario de esta hipóte-
sis es que si dicha tarea queda sin realizar o gravemente fallida
en la adolescencia, se compromete todo lo que va a ser del
orden de ese modo específico de la sublimación que es el
trabajo más allá de aquel período, partiendo del adulto joven
que hereda la falla.
Me parece más fértil analizar esta hipótesis mediante un
material, justamente el primero que me puso sobre la pista de
las articulaciones que procuro fundamentar. No se trataba de
un preconcepto que yo tuviera sobre las relaciones entre jugar
y trabajar; las particularidades de un caso me llevaron a ciertas
conclusiones a posteriori. Era un muchacho que empezó
tratamiento a los dieciséis años, lo dejó enseguida, y lo retomó
un ano después, ahora por mucho tiempo. Como de costumtiitfí
seleccione aquellos trozos que mejor perfilan la problemática
en cuestión, dejando de lado en lo posible otros aspectos. Al
mismo tiempo, he procurado evitar una falsa síntesis, para lo
cual preferí respetar el orden real en que dichos fragmentos
aparecieron en el curso del análisis, sin someterlos a una
excesiva elaboración secundaria.
El tratamiento se inició por exclusiva iniciativa del pacien-
te, quien convenció al padre para que se lo pagara. En principio
no traía otro motivo que una angustia crónica y difusa, pero
muy intensa, que de algún modo parecía ligada a cierta
producción de actuaciones para librarse de ella: pequeños
robos y vandalismos figuraban en esa serie, así como — para
la época en que vino a verme— fumar bastante asiduamente
marihuana. Incluso estaba a punto de dar un paso más allá y
complicarse en cadenas de distribución.
Era muy inactivo en todas las dem ás cosas, incluyendo
particularmente la vida sexual en sus manifestaciones direc-
tas reducidas casi por completo a la masturbación: tenía eso
sí una especie de trabajo (primer elemento que conviene
recortar) a las órdenes de su padre, ayudas más o menos oca-
sionales, lo que en Buenos Aires se dice ‘changas’, no en
forma demasiado regular.
Con el tiempo vimos que había aspectos de interés allí (él
fue convirtiendo el asunto en tema): en primer lugar, el padre
hacía un trabajo de tipo intelectual, y lo convocaba exclusiva-
mente para tareas a realizar con el cuerpo, sin ninguna clase
de inclusión en el otro aspecto, en el nivel en el que el mu-
chacho hubiese podido hacerlo. De manera que no se daba la
oportunidad de un enriquecimiento por ese lado. Sólo tenía
que usar de su fuerza física, ser un ‘changador’ del padre,
como concluyó por nombrarse él mismo.
El segundo punto que conviene marcar es que el padre no
le pagaba en forma regular y previamente convenida, sino con
un ritmo errático y teñido de familiaridad, o sea que desde su
intervención no se inscribía, no se introducía la categoría
simbólica de trabajo, sea cual fuere el contenido de esa
categoría.
El tercer punto muy importante, más de fondo quizás, es
que este trabajo del padre fue revelando poco a poco lo que
podríamos cualificar un matiz delirante. En principio, parecía
atenerse a parámetros científicos ya fuertemente consolida-
dos y estandarizados y seguir el método experimental. Pero
resultaba que toda esta sintagmática y paradigmática estaba al
servicio de una idea o d e un objetivo inocultablemente mesiá-
nico (si bien de un modo sutil), recordando un poco el ejem plo
que da Freud de aquel que se esmera en probar con el método
científico que ei centro de la tierra está constituido por merme-
lada.
De todas maneras, lo que primero surgió como posible de
ser analizado era el hecho de aquella disociación entre ‘m ente’
y ‘cuerpo’, para ponerlo en lenguaje corriente. Disociación y
distribución en laque él se sentía con el aspecto no valorizado,
no marcado fálicamente.
Este aspecto llamó mi atención en función de una insinua-
ción de deterioro en el paciente de loque serían sublimaciones,
no sólo porque, por ejemplo, arrastrase sin gloria su termina-
ción de la escuela secundaria. Más significativo o más preocu-
pante era verlo demasiado absorbido por actividades autoeró-
ticas donde se podía descubrir cierto grado de regresión de una
sublimación a sus fuentes pulsionales. Esto también resultó
'felacionado con la forma compulsiva en que se daba en él la
M asturbación, claramente no al servicio del placer, sino co mo
proiéccIónrBarrcra o parapeto contra una angustia muy pene-
^ w S e ’yHítícil de soportar!"
'S h a secuencia en que esta regresión se constata merece
transcribirse. El muchacho era muy dado a bromas que solían
rozar el vandalismo y había tomado a su vecina del piso de
abajo com o víctima prefcrencial. Esta mujer tenía un gran
patio al que él accedía desde su balcón; entonces dedicaba
largos ratos a tirar anilinas de diversos colores, cosa que
cuando su vecina (muy dada a la limpieza, al parecer) baldea-
ba, se teñía todo ese extenso rectángulo de un mar de verdes,
azules, rojos, pequeño océano multicolor. Pero lo verdadera-
mente interesante fue el siguiente paso: abandonó las anilinas
y las reemplazó por su propia caca, que acumulaba en un balde
y luego arrojaba. Todo desembocó finalmente en una denuncia
policial. Da qué pensar este pasaje de los colores a la materia
fecal, que ya en las viejas teorizaciones psicoanalíticas se
colocaba com o primer horizonte pulsional de lo que luego
serán ese tipo de sublimaciones. Transformando una idea de
M are use (idea que es útil conservar, sirve a mantener una
tensión diferencial entre la sublinKuáérry-ttéapuitión lisa y
llana) es lícito llamar a este proceso desublimación^
Otra característica que aparecitterhlesfráinE ^iiom pos del
tratamiento era la aparente ausencia o silenciamiento de l<>
que reunimos bajo el concepto de ideal del yo, sobre todo I*
falta de horizonte, del 'serásVde fantasías prospectivas o pro
yectos, de efectos de anticipación respecto de alguna cosa, en'
fm, de futuro: el ideal del yo es inentendible en psicoanálisis;
sin considerar la dimensión del futuro, la lleva en su esencia
y en el paciente la echábamos de menos (él tomó conciencia
de ello en análisis). En cambio, lo encontramos con una
hipertrofia del yo ideal, de lo que contrariam ente se sitúa en
lo que y a es, presentificación pura. Por ejemplo, pasaba,
mucho tiempo coleccionando determinados afiches, posters^
etc., y luego quedábase contemplándolos fascinado, loque el
análisis descubrió como movimiento de fusión imaginaria.
Acabó por comprar una guitarra eléctrica, en apariencia para
seguir los pasos de una figura del rock que admiraba, pero
bien pronto se puso en evidencia que no se trataba de aprender
a tocar, en referencia a cierto ideal: en realidad, aprender fue
totalmente imposible, la guitarra pronto fue abandonada. La
operación enju eg o era la del yo ideal: él ya era su ídolo. Se
apoderaba del otro a través de la mirada, luego al pretender
tocar. La fnistración de no encontrar en sus dedos la maestría
era un golpe insuperable y no remontable, al darse las cosas
en el plano de la identificación primaria y no en el de las iden-
tificaciones secundarias “en cascada” (Lacan) por el efecto
estructurante del ideal del yo. La deficiencia en este registro
cerraba al muchacho la posibilidad de encarar cualquier cosa
que implicase un ponerse a trabajar, un proceso. Había aban-
donado así ya muchas actividades, invariablemente com en-
zadas con ese mismo rapto harto fugaz.
En este punto se produce un primer efecto del análisis en
el sentido de que, después del primer intento abortado de
comenzarlo, una vez que lo reinicia, casi un año más tarde, es
capaz de sostenerlo. Es decir que, por un efecto ligado al
orden de la transferencia, la primera actividad sublimatoria
que en su adolescencia logró hacer m archar adelante, remon-
tando la corriente de la desublimación que se insinuaba, es el
análisis mismo. *
Entre tanto, nuevos hechos van dando cuenta de la disocia-
ción apuntada: termina finalmente el secundario y se anota (sin
gran convicción) en una carrera universitaria de las llamadas
menores. Fue bastante claro que así repetía, y a la vez variaba
un poco, la disociación entre trabajo físico e intelectual plan-
teada en su relación con el padre. Era una típica transacción no
seguir una carrera mayor, tal como aquél la tenía, pero tampo-
co lisa y llanamente noestudiar. Pero una transacción no es una
elección, y no podía causar extrañeza verlo con escaso entu-
siasmo y sin una meta clara.
Transcurrida una buena parte del período inicial del análi-
sis, ya sobrepasados los diecisiete años, el material empezó a
incluir malestar con respecto a su total dependencia económi-
ca, acentuada por las características erráticas e imprevisibles
de los pagos que el padre le hacía (en verdad, esto mismo
dificultaba inscribirlos com o tales). Surgida la inquietud por
tener un verdadero trabajo, se puso en marcha una fase de
despliegue, un recorrido por lo que me tienta llamar ‘simula-
cros’ de trabajar, apuntalada en parte en lo que en Buenos
Aires se conocen com o ‘curros’: por ejemplo, daba muy a me-
nudo con lugares donde le prometían significativas sumas de
dinero sin experiencia previa y sin referencia alguna. Le decían
cosas del estilo de “acá necesitamos gerentes jóvenes” (sic).
Lo importante es que invariablemente el paciente lo acogía en
un primer momento con credulidad y hasta con euforia; pronto
me di cuenta que dominaba la rencgación: en un nivel él per-
cibía que algo no encajaba en lo que se le estaba ofreciendo,
pero no obstante, prevaleciendo su escisión, lo aceptaba como
bueno.
No ganó di ñero, por supuesto, pero en el largo recorrido que
inició, llegamos al primer descubrimiento trascendente de su
análisis (también para la reflexión teórica, por lo que a m í
respecta). El conocía la palabra “trabajo” y la manejaba en el
registro preconsciente más superficial, ‘pegada con alfileres’
com o se dice, en términos más que nada intelectuales; per se,
en cambio, la categoría simbólica de trabajo no se hallaba
inscripta en serio para él, no existía en el marco de las
investiduras que deben entrar en juego para que se produjese
cualquier asunción subjetiva de lo que fuere.
El balance de esos primeros tiempos del tratamiento arroja
entonces este saldo: noexistenciadcl trabajaren tanto catego-
ría simbólica; expulsado o en todo caso ausente de su circuito
de representaciones, lo que retoma en lo real del simulacro, de
un objeto trabajo en la figura del simulacro64; una acentuada
disociación entre una dimensión corporal y otra intelectual;
una actividad de jugar que tiende a diluirse progresivamente
en actings, en dirección a la tendencia antisocial, y además a
perder su contenido sublimatorio y regresar a sus fuentes
pulsionales; por lo anterior, no encontramos ninguna circula-
ción del orden lúdico al orden del trabajo, no hay flujo ni
transformación de libido que permita nuevas adquisiciones
subjetivas.
Fue algo muy costoso de procesar para el paciente: cada
vez que decía “voy a trabajar” era una mentira, era “ un deli-
rio” como a la larga empezó a advertir y a decir, en cuyo d e-
sarrollo caminaba horas y horas por las calles, tratando de
vender objetos totalmente improbables y, por otra pane, sin
ninguna disposición a hacerlo; todo asunto se volvía una
especie de deambulación hiperrealista. Que lo llamara “deli-
rio” no dejaba de tomar particular interés, pues tendía un
puente significante con las investigaciones de su padre: era él
y no yo el que había señalado el carácter delirante que ellas
nunca dejaban de tener. Añadiré que conviene tomar el
término al pie de la letra, es decir, como una actividad resti-
tutiva de una dimensión faltante, relleno de una categoría sim -
bólica de la que el sujeto carece; para seguir la propuesta de
Nasio, una flagrante muestra de forclusión local.
Cuando pudo medianamente analizar todo esto, fue des-
plegándose una serie de imagos que implicaban diversos
fragmentos de ideales, asaz heteróclitos: uno era la im apodcl
‘linyera’ que formaba parte dcl mito fáirníiür vía un lejano
aritepasaddTqütTsrBien no era exactamente un ‘linyera’ se
aproximaba lo suficiente a ese tipo de personaje, y reveló estar
eñ la raíz de la gran atracción que sobre el paciente ejercía
siempre todo lo que llevase sello de marginal, de lurnpen.
Succionante Tom ó era, esta imago (cuyo desbroce ITevói
tantas sesiones) tenía también una contracara atemorizante.
una dimensión siniestra y destructiva: es que en definitiva im-
pregnaba su vida con un presagio de fracaso y de inercia.
Además, fue asociando su fijación a esta imago con su incapa-
cidad (muy marcada a la sazón) de trabajar en grupos, de
integrarse creativamente a ellos, jugando o estudiando. En esta
dirección analizó poco a poco su fracaso en los deportes que
exigiesen juntarse con otros. Dio cuenta que, cuando intentaba
jugar al fútbol o al basquetbol no lo hacía en verdad para nadie.
El punto no residía en ser bueno o m alo— en ambos casos esto
es interior a un equipo— , su posición era distinta. En el orden
de esa^desublimaciótyque habíamos notado en incremento, el
iba a lo T arg írd em íp an id o en hemorragia de las referencias
simbólicas. Una cancha no es un potrero cualquiera; implica
un cierto trazado y las posiciones que cada jugador ocupa en
ella no son ni mucho menos posiciones sólo físicas, sino loca-
lizaciones simbólicas respecto de lasfeglas, que diferencian al
defensor del atacante, etc. Sin esto, terminaba perdido en lo
real, corriendo sin objetivo alguno en un espacio ya sin marcas
viales, sin señalizaciones, donde no funcionaban las oposicio-
nes atrás/adelante, a la izquierda/a la derecha, zonas del equipo
contrario/zonas del propio equipo, que organizan culturalmen-
te un ámbito ‘físico*.
Lo único posible de hacer en grupo eran actuaciones del tipo
de los pequeños hunos ya narrados, y que asociaba a disipar
una angustia en com ún, o algo del género de la depresión tensa,
que impulsaba a la imperiosa necesidad (en el estricto sentido
narcisistadel término) a buscaren el acting-out alguna forma
de salida.
Conviene reparar en que la imago del linyera es no sólo
desocializada, sino también una fracasada en lo locante a
sublimación, no porque el linyera no trabaje desde el punto de
vista convencional de lo que una sociedad demanda. Más
concluyente que eso, es que no genera una alternativa creado-
ra que más allá de lo normativo usual revele de un modo u otro
su validez. Su dcsocialización es interna, no sólo exterior. Es
la cara visible de lo que propuse denom inar como pérdida de
sublimación, disgregación de su andadura.
Algunos rasgos en esta imago del linyera conducían nueva-
mente al padreen cuanto a la calidad delirante que coloreaba
su trabajo; tenía com o uno de sus principales efectos la
marginalidad. Era imposible figurárselo, por ejemplo, en un
equipo de investigación. El padre pertenecía formalmente a
una institución, pero ocupaba allí posiciones que bordeaban
hasta lo delictivo, no por factores económicos, antes bien
poajue no parecía poder convivir con regulaciones y normas.
Cuando lentamente empezó a inscribir su no inscripción
del trabajo emergió otra im agode inocultable interés que, en
justicia, podemos llamar imago del terrateniente, y que tam-
bicn conducía a otro segm entodel mito familiar: no se trataba
ni mucho menos de una familia de terratenientes, pero es
cierto que había un pasado un poco mejor y bastante más
desahogado en esa familia; unas módicas hectáreas en el
interior del país quedaban como resto. Lo que a continuación
se asoció a ellas fue lo que sobre ellas pesaba: por algún
motivo tenían la peculiaridad de no servir para nada, si eran
un resto se literal izaba como resto muerto, puro emblema
nostálgico de un pasado mejor, muy idealizado porel paciente
y por otros miembros de su familia. Parecía imposible hacer
algo con ellas, ya que el abuelo y el padre atestiguaban de un
fracaso al respecto, pues intentaron en vano en su momento
transformarlas en algo que redituara, no sólo económicamen-
te, sino en muchos otros sentidos, porejem plo, en el cam po de
la sublimación. Quedó claro para el muchacho que no existía
ningún impedimento concreto, pero fatalmente, cuando cada
tanto alguien volvía a la carga se enredaba en una especie de
inercia del tejido familiar, porque había unas cuantas perso-
nas que tenían que ver con esas propiedades y al final eso se-
guía resto muerto allí; al mismo tiempo, se mantenía una in-
tensa idealización del vivir de rentas (en realidad nadie en la
familia lo hacía), com o estatuto deseable al máximo y vincu-
lado a hombres activos en el pasado, generadores de riqueza.
Llegamos juntos a concluir lo siguiente: los verdaderos
hombres, los viriles y vitales, los hombres que emprendían
cosas, estaban confinados en un pasado de varias generacio-
nes atrás65. Su estatuto muy poco tenía que ver con el ideal del
yo, sino a la inversa, era un ideal metido en el pasado con el
que la única relación posible era de veneración y nostalgia. En
comparación con aquellos antepasados, estos hombres de
ahora, los de las últimas generaciones, eran fracasados en
mayor o menor medida y, en todo caso rezaba el mito, lo poco
que pudieran hacer era siempre al margen de aquellos restos
reducidos a la pura dimensión del significante.
En la penosa, inacabable elaboración de este material en-
contramos una resonancia filofeudal, una suerte de ensueño
aristocrático descontextualizado, pero que en esta familia ope-
raba bien concretamente com o denegación de asignar algún
valor libidinal al trabajar. Característicamente, cuando el pa-
ciente por fin empezó a hacerlo y se incorporó a una cuadrilla
de pintores, durante mucho tiempo lo ocultó a su familia racio-
nalizándolo en que le avergonzaba un poco ese tipo de acti-
vidad.
Pronto pude demostrarle que en realidad el punto no era ése
(junto al padre no hacía cosas ‘m ejores’ o menos manuales),
sino que el trabajar mismo aparecía com o una categoría de-
nigrada; el verdadero ideal era poder vivir sin hacerlo, lo cual
era en lo que él, a su manera y con poca fortuna, había
perseverado bastante tiempo.
El análisis de todos estos aspectos provocó, después de
cuatro años, una serie de efectos que se fueron escalonando.
Por lo pronto, recuperó primero su actividad de jugar, la
recuperó del deterioro en que se iba sumiendo al empezar el
análisis, abandonó luegoespontáneam ente las actuaciones que
venían reemplazando a aquél y, en cambio, se reinstaló de otra
forma en el deporte, con un tono placentero inédito hasta
entonces, claro que haciendo una torsión: encaró ahora prácti-
cas individuales y competitivas con otros hombres, enfrenta-
mientos duales pero tercerizados por reglas. Una dedicación
seria y sostenida a entrenarse, un auténtico proceso de apren-
dizaje, fue el prim er índice de una incipiente capacidad para la
derivación del jugar a través de actividades hegemonizadas
por las leyes del pensamiento preconsciente. Otra modifica-
ción notable en este nuevo curso de su vida fue superar su
torpeza motriz, que en el pasado solía acarrearle el enojo de sus
compañeros de equipo, ya que chocaba constantemente con
ellos tanto com o con los rivales, no porque se propusiese un
juego brusco, sino porque al perder las referencias simbólicas
se quedaba sin lugar propio y se encimaba constantemente a
los otros com o una defectuosa e inconsciente tentativa de
conseguirlo allí, en el cuerpo concreto del semejante, sin
importar que — reglas mediante— éste fuese aliado o rival.
No habrá tampoco de asombramos que el análisis descu-
briera un trabajo que s í le había encomendado el padre y que
él sin saberlo cum plía concienzudamente, trabajo que impli-
caba dimensiones de misión y de reenvío muy difíciles de
remontar para un hijo. Sus padres estaban separados y vivía
con su madre, nada fuera de lo común en estos casos, hasta
que, repeticiones mediante, fue tomando form a una consigna
implícita, las más de las veces, formidable en su poder de
diseminación. Todo ocurría como si el padre, autor material
de la separación, dejase al hijo en pago por liberarse de su
mujer, éste era el contenido latente de que desde entonces
(cuando él cum plía ya los catorce años) am bos viviesen solos.
Aquí se insertaba la consigna en cuestión, que había llegado
inclusive a asom ar explícitamente en los labios del padre:
“vos tenés que cuidarla”.
La madre aparecía con una patología histérica abigarrada
y seria que descargaba masivamente sobre el muchacho; esta
significación inconsciente de ‘trabajo’ — en la cual un padre
reenvía a la situación edípica, y se inviene la función paterna
en cuanto al corte con lo materno primordial— de hecho
trababa e impedía toda otra significación más socializada de
la categoría. El ya trabajaba, trabajaba de hijo que cuida a su
madre, cosa de la que acabó por darse cuenta más allá de la
superficie espectacularmente ocupada por las peleas que
tenían. Este trabajo lo cumplía a pie juntillas, con la mayor de
las responsabilidades y no debía resultar ajeno a las inhibicio-
nes y falta de deseo que poblaban sus acercamientos hetero-
sexuales.
Este era también el único trabajo autorizado a realizar en
términos del discurso familiar. El padre seguía sosteniendo
económicamente en forma total a la madre, sin que eso se
cuestionara, sin que fuese tomado com o algo transitorio, aun
cuando la madre tuviese un título universitario usado menos
que a medias. En esta disposición de factores, los pagos que el
padre le hacía, esos flujos de di ñero de ritmo caprichoso y errá-
tico, correspondían a su misión ju n ta a la madre y a ninguna
otra cosa. Tal era el verdadero sentido de las ‘changas’.
A la sazón resignificamos anteriores protestas porque cuan-
do había que hacer algo, “la parte sucia”, el padre se la
encomendaba a él. La parte sucia era lo incestuoso, la perse ve-
ración en lo edípico, el cargar con la madre. La falta de coraje
del padre para separarse realmente de su m ujer había determ i-
nado un pacto perverso entre ambos, según el cual el hijo era
entregado a cambio, chantajeado por permanentes amenazas
de suicidio o dramatizadas por su progen itora.
Los efectos del descubrimiento y la elaboración de todas
estas cuestiones había de ser múltiple y diseminado en el
tiempo, por lo que creo importante no descuidaren la masa de
hechos un acontecimiento subjetivo verdaderamente esencial:
el análisis era el primerísimo trabajo que hacía en provecho de
sí mismo y tenía que sostenerlo él, ya que yo no tomaba su
lugar. A la larga este factor, en general poco aparente, suponía
un potencial transformador más profundo y envolvente que la
desaparición o remodelación de síntomas.
Una de sus consecuencias, probablemente, es que en la
transferencia empezó a ocurrir otra cosa, algo que incluso
provocó una interrupción del análisis en un momento dado.
Durante todo este transcurso el padre seguía pagándole el
tratamiento, sólo que con el mismo estilo de imprevisibilidad
que era su sello en relación con el dinero, por lo que regular-
mente se atrasaba en los pagos. Esto em pezó a molestar al
muchacho, a sentir su palabra involucrada en la cuestión. Por
entonces yo lo consideraba com o una de las reglas del juego
que provisoriamente no había más remedio que aceptar para
que la terapia fuera posible, de manera que me abstenía de
presionar. Fue pues espontáneo que el paciente se incluyese
como responsable en loque pasaba. Apañe-de su apone de una
corriente de culpabilidad (que a la postre tiene sobre todo una
función resistencial), lo subjetivamente valioso de esto reside
en el apresto para defender aquello que deseaba, llevarlo a
pelear sus lugares. Sobre todo, hizo que a los tropezones
avanzase en reposicionarse respecto del trabajar.
El que fuera un paso importante no lo libraría, por cieno,
de la repetición. Por influencia de un am igo se incorporó a una
cuadrilla de pintores, esperando aprender el oficio sobre la
marcha. Era un grupo con características muy particulares:
casi nadie, salvo el patrón, sabía efectivamente pintar. En
segundo lugar, eran casi todos adolescentes. La tercera pecu-
liaridad eran los rasgos de personalidad del que los dirigía,
que lo emparentaba a su padre en algunas cosas.
Por tanto, lo difiriencial tardó en hacerse notar. En un
principio parecíamos reencontrar la inconsistencia de cons-
tumbre: él iba y no sabía qué hacer allí, dónde colocarse, qué
nombre ponerle a eso; poco a poco se fue configurando una de
esas situaciones “delirantes” cuyo sentido era la puesta en
escena de elementos de tipo perverso y aun psicótico, espe-
cialmente durante una época en que pintaban casas vacías,
cuyos dueños sólo venían a verificar el trabajo cada tanto.
En estos casos, una vez instalada la cuadrilla, insensible-
mente la actividad ‘oficial’ que los convocaba se iba desdibu-
jando y desplazando: fumaban marihuana, se emborracha-
ban, se contaban fantasías no exentas de aspectos homosexua-
les que a él en panicular lo angustiaban mucho. Por su pane,
dio con un ignorado componente fetichista: excitarse y mas-
turbarse a la vista de ropa interior de mujer que buscaba en
esas casas. Entre el insiglu y las defensas maníacas él contaba
cómo, a la llegada del propietario, éste se iba “deformando”
al constatar la dilación que sufría el trabajo. De hecho, no era
lo único que se “deformaba”, los potenciales sublimatorios
habían caído por el camino.
Periódicamente, alguno de los miembros del grupo ya no
soponaba más y se marchaba, intensificando la sensación de
catástrofe final. Y sin em bargo no fue así. Cuando todo lo
anterior forzaba a concluir en un nuevo extravío del mucha-
cho en un espacio confusionante por sus carencias simbólicas,
inesperadamente (la confianza en los efectos del tratamiento
estaba bastante tironeada por tanta repetitividad) empezó a
tom ar distancia, incluso a poder reírse de la situación de otra
manera, con ojos más críticos y más lúdicos a la vez. Se puso
en marcha un proceso en dirección inversa, donde lo perverso
y lo delirante se transforma en jugar y se produce un resto:
aprende en serio (jugando) el oficio, estrictamente por añadi-
dura. Con esto se sorprendió a sí mismo, no estaba en sus
cálculos, había entrado al grupo como a una actividad “de
paso”, sin saldo alguno. En su lugar, de buenas a primeras se
descubrió poseedor de una cierta técnica que le daba un medio
de vida concreto y sobre todo propio.
Otra diferencia importante: si el patrón recordaba aspectos
familiares del padre, en un punto decisivo diverge, le enseña
algo, le transmite significantes de un oficio. Entre ambas
figuras, el trabajo de lo transferencial da la medida de su diferir
al par que tiende un puente.
A través de su nueva actividad fue restituyendo y diriamos
incluso reparando su capacidad de jugar con ese plus para él
que era la primera vez que se producía: aprendizaje de algoque
lo ayudaba a convertirse en adulto. Estimo que doblegar la
represión fue determinante para estos logros, ya que todo lo
que se le venía encima de perverso, de psicótico inclusive (uno
de sus compañeros era un muchacho esquizofrénico que había
estado internado e imprimía mucho de su tónica al grupo), lo
hubiera compelido a fugarse de la situación de no estar en
tratamiento. Huir era un recurso generosamente usado cuando
lo reprimido amenazaba con su pujanza. Creo que devino
esencial que todo lo apuntado se pudiese analizaren el momen-
to que sucedía, sesión tras sesión, después de una jom ada
prolongada de seudopintura, y sin reprimir el despliegue algo
surrealista de los hechos, transformándolos en material.
El desenlace fue que abandonó el grupo y se puso a trabajar
solo, pues aquí también advino la soledad como condición para
soportar una tarea. Surgieron dificultades nuevas para anali-
zar, dificultades que formaban parte principalísima en la
dificultosa inscripción del trabajar como categoría simbólica:
en especial, hacerla conexión entre su tarea en un lugar y loque
le pagaran por ella. Tal relación de causa a efecto en modo
alguno era algo sabido. Todo lo contrario. Sólo existía un
simulacro preconsciente (‘memorizado’ por su socialización.
diríamos). Tanto la im ago del linyera com o la del terratenien-
te se oponían, reforzándose mutuamente, com o para que una
ligazón, en apariencia tan inmediata, tan simple, del orden de
‘hice este trabajo, luego me pagan por é l’ pudiera establecer-
se; por supuesto, esto se trasuntó en otras tantas contratacio-
nes ambiguas en lo tocante al dinero y dejaría “cicatrices”
(Freud) en el psiquismo del paciente. Reparemos en que ni el
señor feudal ni el vagabundo lo reciben jam ás a causa de su
actividad: por cam inos muy distintos, el dinero supone en lo
que a ellos respecta una cesión del trabajo del otro.
En el registro imagin;irio, el dinero era una maravilla que
aparecía (o se desvanecía) con la mayor facilidad, y durante
mucho tiempo fue incapaz de asociar ganarlo, fuera poco o
mucho, con esfuerzo suyo. Un acto sintomático de esta con-
dición era olvidarse de acordar el aspecto económico, y
ponerse a trabajar con eso en suspenso, no dicho, a costa por
supuesto de verse perjudicado y abusado en más de una oca-
sión. No se trataba de un acto fallido puntual (como el que a
veces marca el primer hecho de trabajo adulto en la vida de un
sujeto); se daba regularmente, la conexión se le caía una y otra
vez. No hemos de considerarla entonces una inscripción mo-
mentáneamente reprimida sino una “ forclusión local” (Na-
sio), una inscripción en negativo. Arduidad tras arduidad, el
análisis no las desalojó fácilmente. La presión repetitiva no
daba respiro. Cuando ya pasados los veinte años egresó de la
universidad, trasladó a su flamante carrera posible la disocia-
ción que habíamos encontrado proveniente de su relación con
lo paterno y que escindía lo físico de lo intelectual. Siguió
trabajando com o pintor y el título quedó a un lado. Lo
susceptible de análisis era no el conseguir usarlo en el plano
de la realidad, cuestión que hace intervenir otras variables,
sino prioritariamente la imposibilidad de armar una fantasía
desiderativaen torno a su título que demostrase al ideal del yo
en funcionamiento.
Algo de la imago del linyera retom ó entonces y se infiltró
en su oficio de pintor, así lo fantaseó al llegar un día — como
muchos otros— vestido con ropa vieja, manchado, desaliña-
do, de trabajar. Pero era también la suciedad puesta en como
se lo miraba desde la instancia anónima o transubjetiva del
mito familiar, a causa de estar, pese a todo, en una actividad
productiva. La resolución (¿definitiva?) de esta escisión, de
esta doble vida entre su oficio y su título profesional no llegaría
sino mucho más tarde, a posteriori de la terminación formal del
análisis, cuando el paciente rondaba ya los treinta años. La
problemática del trabajo sobrevivió a s í— con atenuaciones y
metamorfosis im ponan tes— a nuestra relación efectiva, si
bien un par de visitas a mi consultorio escandidas en el tiempo
me demostraron que algo del impulso interior del análisis
seguía aún discurriendo a través de los días.
Lo interesante para las articulaciones que venimos persi-
guiendo del jugar al trabajares que su profesión, tardíamente
asumida y siempre con ecos desvalorizantes en relación con
las mayores insignias fálicas de la del padre, fue verdadera-
mente incorporada al cam po de la sublimación una vez que
‘accidentalmente’ la vinculóa la recuperación de adolescentes
drogadictos, delincuentes, marginales, o sea, con los que años
antes constituyera un peligroso polo de atracción para él. Allí
pudo por vez primera ponerla a jugar, sólo allí, retroactiva-
mente, haberla estudiado cobró sentido.
Con el tiempo llegamos a pensar (y éste fue uno de los temas
de nuestra última entrevista) que su arribo a un trabajo profe-
sional no se cumplió sin una condición previa estructuralmente
indispensable para estabilizar una posición adulta más o m e-
nos satisfactoria en lo que hace a sí mismo: me refiero— a su
tumo— a lidiar con ese territorio — pequeño en sí mismo, in-
sondable como nudo de sobredeterminaciones— donde esta-
ba depositado lo más inercial y an ti productivo del mito
fam iliar66, es decir, aquella herencia inutilizable. El se esforzó
por insertarse en este ámbito impenetrable e inamovible: trans-
formar en trabajo la fantasía del terrateniente; por cierto que,
com o el padre y el abuelo, no lo logró; se estrelló contra sus
propias limitaciones, pero más aun contra los significantes del
superyó allí enclavados desde largo tiempo atrás, pero fue algo
que él tuvo que poner en juego para sentirse más libre de esa
carga hereditaria y tuvo el efecto positivo de separarlo de la
dura roca de ese pasado demasiado presente. Aprendió a
reconocérm enos renegatoriamente y andarse con más cuida-
do del deseo de fracaso y destrucción que un mito puede al-
bergar, aprendió que ese fracaso no era él. La denegación
originaria, como la hemos llamado, entró en funciones.
Loque hasta aquí he desarrolladocreoque permite, y sobre
bases fundamentalmente clínicas, diferenciar con mayor ri-
gor que el que hemos tenido los psicoanalistas, y sin necesi-
dad de incurrir en declamaciones ideológicas en última ins-
tancia demasiado abstractas para servir de ayuda a nadie,
entre el trabajar en el registro de la adaptación social —
registro sobre el que también opera el analista, le guste o no,
y aun las más de las veces excesivamente— regulada por Jas
identificaciones derivadas del ideal del yo y ¿por qué no?
(¿cóm oevitarlo?)del yo ideal y otro orden que se le intersecta.
que se intrinca con él a veces en el límite de lo indiscernible,
pero que de derecho es otra instancia. Lo esencial de ésta es
que en mayor o menor grado las formaciones de deseo
largamente desplegadas y desarrolladas en el cam po del jugar
infantil y adolescente pasan, ceden gran parte de su fuerza y
de su poder intrínseco al trabajar como actividad central en la
existencia adulta, otorgándole así una base pulsional decisi-
va, y que la supremacía visible del proceso secundario en el
diseño de los “ proyectos anticipatorios’’ (Aulagnier) y en la
realización técnica del trabajo no deben escabullimos. Sin
esta base el trabajar o no puede constituirse o se scudocons-
tituye como una fachada acaso socialmcnte muy redituable
pero subjetivamente vacía de significación.
Sin ir a los casos más graves, muchas particiones ‘natura-
les’ sancionadas por la cultura portan en su núcleo el síntoma
de una mutación fallida, desde los ensueños diurnos com o
casi único testim oniodel jugaren muchos adultos neuróticos,
hasta la semana ‘para trabajar’ y el fin de semana para
‘divertirse’ que escande la existencia de multitud de seres
humanos.
Digamos finalmente que respecto al necesario y saludable
desenvolvimiento y primacía del proceso secundario allí
“donde ello era” (y en relación al cual el jugar del niño da un
primer e importante envión)67, este análisis prodigó material,
permitiendo estudiar, sobre todo, cómo el surgimiento de una
verdadera actividad de trabajo ayuda a la organización y a la
reorganización de secuencias de tiempo con principio y fin.
Antes de eso, el análisis mismo le parecía al muchacho un
antiproceso infinito, donde estaba detenido en una especie de
mar inmóvil, donde cada sesión era y sería igual a la anterior
y nunca iríamos a ninguna parte. Sólo mucho después de
consolidar su posibilidad de trabajar, le fue imaginarizable la
idea de final, de duración limitada, de variación en el tiempo;
y el ámbito donde esto se ventiló originalmente fue justamen-
te el de su oficio, rompiendo con la época de la instalación
indefinida en una casa, poniéndose plazos a sí mismo y
uniendo esto al deseo de juntarse más rápido con el dinero que
le pagaban.
Debemos anticipamos a un posible malentendido depen-
diente de una perspectiva psicogenética un poco elemental.
También en este sentido el material del caso que vengo
exponiendo fue de gran ayuda. En efecto, durante el análisis
fue posible reconstruir el funcionamiento del jugar en la
infancia y en la niñez del paciente, e inferir que su desarrollo
lúdico se había desplegado en mejores condiciones que su |
capacidad ulterior para trabajar o para estudiar. Concluimos
(claro que no con la experiencia de este solo historial) que una
condición del jugar realizada en la niñez no necesariamente
implica un pasaje exitoso al otro orden considerado. Para
decirlo en términos abarcativos, podemos encontrar casos
donde el juego se ha desarrollado satisfactoriamente pero el
punto de fracaso reside precisamente en esa transformación,
en ese viraje que haría falta para investir el cam po del trabajo.
Iniciamos todo esto con una proposición teórica mínima,
que es bueno recordar: un quantum significativodel orden del
descoque se manifiesta o se despliega en la actividad del jugar
debe pasar a la actividad que a grandes rasgos llamamos
trabajar si es que ese quehacer ha de tomarse realmente propio
del sujeto. No hay excepción posible a esta ley. Si poco o nada
del orden del deseo inviste el trabajar, el resultado no será
alguien que no trabaje (o no necesariamente); muy bien puede
ser que trabaje en demasía, pero este éxito adaptativo es un
fracaso del sujeto. Allí donde calla el deseo, donde se acaba
el jugar, el sujeto está perdido. Esa es la proposición teórica
más sencillamente formulada de la cual partí, algo debe pasar
en el sentido de desplazamiento libidinal o de sublimación,
pasar de un campo a otro, y el momento, el tiempo en que algo
debe pasar, es justam ente una de las cosas más cruciales que
especifican a la adolescencia más allá de consideraciones
puramente biológicas y cronológicas.
Como analistas podemos ver, en el material de adolescen-
teso de adultos jóvenes, que a la par d e una dem anda de análisis
desencadenada por conflictos sexuales tropezamos insistente-
mente con demandas de análisis que giran en torno a una
infelicidad, a un malestar, en el orden del trabajar. De manera
que es un campo de mayúscula trascendencia que no siempre
es recogida por nuestra reflexión teórica, demasiado absorbi-
da, me parece, por el aspecto más obvio de la “metamorfosis
de la pubertad”, o bien requerida por otro tipo de sintomatolo-
gía.
No hace falta quitarle importancia a todos esos fenómenos
para dar el lugar que su frecuencia merece a las consultas que,
típicamente, reconocen com o factor desencadenante la termi-
nación del secundario, y por algo más que una conmoción
‘em ocional’, un duelo, etc. No pocas veces esas consultas, en
manos de psicólogos, se rotulan como ‘vocacionales’, dada la
repetición de decires como ‘no sé qué hacer’, ‘no sé para qué
lado agarrar’, ‘no sé qué carrera seguir’. Para el psicoanálisis,
invocar tal noción es totalmente insuficiente c ineficaz, toda
vez que existe una cuestión de posicionamiento sexual (en el
amplio pero exacto matiz psicoanalítico del término) de ese
sujeto, en el que las imagos familiares masculinas y femeninas
de que dispone en cuanto a los ideales y las sublimaciones son
las que están en el basamento de ese ‘no sé qué hacer’.
En esta específica transformación del jugar al trabajo, hay
toda una multitud de conflictos, de tensiones, desencuentros,
bloqueos. Por ejemplo, una ‘solución’ muy frecuente es la que
examinamos en el capítulo anterior, solución que se limitó a
una disociación: reprim ir el jugar y realizar una adaptación
bajo la égida de los significantes del superyó, alienando su
trabajar en la dem anda social com o único factor de peso.
Otra conclusión que el caso perm itió extraer es una alta
correlación positiva entre la relación posición hijo/posición
padre (abreviando en exceso, ya que la materna también debe
incluirse aquí) y el par juego/trabajo. O sea, que las vacilacio-
nes y fracasos en el pasaje que investigamos se ligan a los
variables desfallecimientos para alcanzar una posición que ya
no es la posición hijo.
Esto se hizo muy evidente en el material del paciente a tra-
vés de múltiples elementos de los cuales citaré algunos com o
muestra. El primero concierne a una frase del padre del m u-
chacho que dio pie a muchos análisis. Restituiré su contexto.
Cuando había adelantado considerablemente en hacer del
pintar un verdadero trabajo, sucedió que un día el padre le
pidió que pintase una de sus habitaciones. El caso es que las
paredes de ese cuarto se hallaban notoriamente impregnadas
de humedad, por lo que el paciente le dijo entonces que
primero había que solucionar ese problema, de lo contrario
pintar sería inútil. Fue entonces que el padre produjo esta
frase: ‘‘no importa, hacelo igual”.
Para el análisis fue un acontecimiento rico en consecuen-
cias. L ociertoesqueel paciente llegó a sesión con una especie
de punto de locura alrededor de lo que había escuchado; eso
“lo rayaba” en términos de él, era un dicho “rayante” , desor-
ganizador.
Por una parte aislamos algo del orden de la renegación; ‘ya
sé que esto no va a servir, pero aun así lo hago com o si
sirviese’, lo cual implica para el paciente un punto loco. El no
sabía porqué esa frase lo ponía tan loco, pero era una frase que
lo empujaba a un vacío, a un abismo, lo angustiaba, al mismo
tiempo le desencadenaría una especie de cólera difusa pero
impotente, porque no pudo replicarle nada, quedó reducido a
un silencio inexplicable, por más que el más elemental senti-
do común daba mucho para contestar.
El efecto principal de esa renegación era la descalificación
de lo que él pudiese hacer, o más radicalmente todavía, era
quitar todo sentido a su actividad. Concientizarlo así le movió
a asociar, desreprimiendo antecedentes de esa frase en m últi-
ples ocasiones; no era la primera vez que el padre pronunciaba
algo semejante, de modo acaso menos grosero se perfilaba en
el pasado. El mecanismo se mantenía invariante: ‘algo no sirve
pero se hace igual’, ‘pero entonces lo que se realiza carece de
toda significación’.
En definitiva, el que queda descolocado absolutamente con
esa frase es él, pero el punto que descubrimos es que no era
simplemente una frase disparatada sino un mandamiento. Por
ejemplo, pudimos resignificar la época aquella en que tomaba
trabajos que no eran tales, fraudes disfrazados con ofrecimien-
tos sin asidero, promesas escritas con humo. En realidad, en él
funcionaba esa actitud de “ no importa, hacelo igual”, reprodu-
cía la misma renegación.
El muchacho llegó más lejos aun, porque reconstruyó que
esas famosas investigaciones, o sea el trabajo mismo del padre,
siempre desembocando en punto muerto por su coeficiente
sutilmente delirante, obedecían a la misma frase rectora, a la
misma conminación a naufragar en el sinsentido. Vale decir,
descubrió la posición de hijo activa en su padre.
La única forma que él había encontrado durante mucho
tiempo de sustraerse a ese “no importa, hacelo igual”, había
sido justamente marginarse del trabajo, manteniéndose en un
plano de p u ro juego o d e puro acting. A sí com o tempranamen-
te el psicoanálisis descubrió la disociación, vigente en muchos
sujetos, entre el orden del deseo y el orden del amor, podemos
reconocer y conceptualizar aquí una disyunción de parecido
alcance y composición entre el campo primitivo del jugar y el
secundariamente constituido del trabajar. El “no importa,
hacelo igual” tomaba un cariz de gran destructividad: bajo su
máscara inocente y absurda, hasta divertida, privaba al sujeto
de la dimensión de sentido que especifica una genuina acción.
Durante varios años el muchacho se había parapetado en
recusar “ideológicamente” la significación de todo lo que
connotase adultez para él, com o algo objetable o que no le
interesaba. Ahora pudo darse cuenta de que, en realidad, no es
que tales cosas no tuvieran sentido a sus ojos, sino que no lo
tenían para dicha frase, que se elevaba así a la categoría de ésas
que hacen historia, de ésas que hacen mito en una estructura
familiar.
Varios años más tarde, en aquella última visita, tuvimos
oportunidad de analizar brevemente las complejidades de su
pasaje a una posición paterna. Acababa de nacer su primer
hijo y me contó de un fulgurante momento psicóticoem ergido
en la ocasión, y del cual salió espontáneamente. Pasó así: el
nacimiento se costeaba a través de la obra social de su mujer,
quien a su vez pertenecía a ella por el trabajo de su padre; al
llegar la hora de anotar al bebé mi ya ex paciente se encontró
con que, por obra y gracia burocrática, lo habían inscrito con
el apellido del abuelo. Ante esta sorpresa, se quedó absoluta-
mente demudado, impotente para rectificar el error.
Le costó mucho reconstruir en la entrevista lo que había
pasado; sólo podía hablar de mudez, de alejamiento, de vacío
y de una “angustia sin nombre” (Winnicott), indecible. Deja
el lugar, vuelve al cuarto donde está la esposa y le cuenta lo
ocurrido, esperando de ella que la situación se resignifique.
Tuvo que hacerlo así, porque lo que él señalaba es que había
creído que la inscripción errónea era la verdadera, eso era lo
m ás “ loco” , com o él decía. Por un breve rato, desde el
mostrador hasta que desandó el camino por los pasillos de la
m aternidad, c i e r t o que él no era el padre de su hijo.
Conjuntamente había creído que el recién nacido era un
hijo que la mujer había tenido con su propio padre. A sí las
cosas, llegó a la habitación que ocupaban y la interrogó,
esperando que ella arreglase la situación: “es hijo mío, ¿no es
cierto?” La esposa, por demás sorprendida y descolocada, le
contestó en el único sentido posible. Sólo entonces, a partir de
esta intervención externa, él pudo recuperar el habla y su
posición, volver y aclarar el error. O sea, hubo un momento en
el cual para él la cuestión de su paternidad, de su posición
masculina, se cae por una especie de agujero negro, el mismo
agujero negro que a lo largo de tantos años había devorado su
posibilidad de tener y sostener un trabajo que deseara.
Unas cuantas décadas de trabajo del psicoanálisis en fron-
teras ampliadas autoriza a dar por confirmada una hipótesis'1
que conviene insistir en formular y que la práctica siempre
verifica: cuando se da una perturbación muy severa — no un
conflicto neurótico a secas— que realmente vuelve imposible
por los medios ordinarios de la vida ese pasaje del jugar al
trabajar, nunca encontraremos que las razones de tal im posibi-
lidad radiquen exclusivamente en el cam po de los procesos del
sujeto. En todos esos casos interviene, y fuertemente, algo de
su prehistoria o del mito familiar, algo que hace a las caracte-
rísticas de las funciones parentales. Por lo tanto, una problem á-
tica de magnitud, en este punto excede en mucho lo que se
acotaría como la sola dimensión fantasmática del sujeto.
Forzosamente, el material lleva hacia la prehistoria, a cosas
que ocurrieron o que se dijeron o que se ordenaron de acuerdo
con un mito intrincado a la trama histórica, mucho antes de que
el paciente estuviera vivo.
En este punto, y a su propia manera, el psicoanálisis conver-
ge con algunas nociones de la teoría de la comunicación,
incluso con algunos de sus hallazgos, nada más que enrique-
ciéndolos com o sólo la introducción del inconsciente puede
hacerlo. Por ejemplo, para mantenerse cerca del material que
estamos d esarro llan ii^ref^ n cep to de doble ligazón o doble
vínculo, acuñado pfrr BatcsonV Lo oue desde nuestra perspec-
tiva cabe añadir es qiie^oifisCal sujeto en un espacio sin salida,
de estructura muy arcaica, donde no hay fuera de él. “ No
importa, hacelo igual", es una de las frases de ese tipo, que
hemos visto acorralan a un adolescente en una espacialidad
donde aún no funciona el par interno/externo. Como lo he
‘dicho en otras ocasiones, esto se lee com o un significante del
Otro en postura de superyó: ‘hagas loque hagas, no escaparás
a mi férula, no saldrás de mi dominio, de mi territorio*.
Por la época en que atendía a este paciente, yo leía loque era
una pr:u‘tir:i ftiMnrliir:i p v ^ n l ^ i i v » p US0 a puiltO p o r IOS
tiempos d<yta*Segunda Guerra MundiaÍNv que consistía en lo
siguiente: al detenido se le dejaba llevar adelante una cierta
tarea, por ejemplo, sembrar algo, cuidar su crecimiento, etc.,
pero cuando lo cultivado estaba a punto de fructificar, lo
destruían. Una intervención así, repetida sistemáticamente,
tiene un efecto profundamente deteriorante y depresógeno,
reduce a cero la viabilidad de una actividad con sentido
susceptible de modificar la realidad. Ahora bien, un efecto poi
entero equivalente al de esta política concentracionaria habían
ejercido sobre mi paciente frases y otro género de intervencio-
nes del tipo de “no importa, hacelo igual”.
Por lo antes expuesto debemos cuidarnos de no hacer del
concepto de deseo inconsciente un comodín que nos sirva
indiferenciadamente cada vez que así lo requiramos (de un
modo análogo a los servicios que en el pasado prestaba la
noción de instinto en muchas psicologías). Porejem plo, cuan-
do para dar cuenta de cualquier cosa, buena o mala, que le
ocurre a un paciente se invoca ‘su deseo’ al modo de
verdadero deus ex machina. En un historial como el que
vertimos trabajando, tal esquema no funciona y es clínica-
mente ineficaz. El último episodio expuesto ofrece una oca-
sión de puntuarlo. Sería inexacto, y muy inexacto, postular un
no deseo de hijo; por el contrario, el había deseado ardiente-
mente tenerlo y se había comprometido intensamente en tal¡
sentido. Lo que allí irrumpió no corresponde ni pertenece al
orden de la ambivalencia, como en otros casos, sino a una
invasión masiva y brutal de un mandato que retoma desde lo
prehistórico. Más que un ‘no quiero’, es un ‘no debes’, ‘no
podrás’, lo que resuelve el enigma de su reacción.
Por eso mismo una de las partes más fructíferas del análisis
del paciente fue cuando pudo reconocer, lentamente, cuánta
demanda de fracaso provenía desde el superyó familiar para
con un hijo varón. Y daba la casualidad de que él era, de su
generación, el hijo varón mayor. Todos sus primos eran
menores, razón para que el peso de aquel mandato le fuera
especialmente abrumador.
O tro aspecto teórico de mucha gravitación y sobre el cual
es clínicamente decisivo que el analista se interrogue, nos
devuelve al concepto de cuerpo imaginado y a la necesidad de
continuar profundizando en sus resortes internos. Mi hipóte-
sis es que es fundamental detectar hasta dónde alcanza,
dónde se detiene y hasta se agota el cuerpo imaginado que se
forjó para un determinado hijo. Por ejemplo, vemos en
muchos análisis que de hecho había cuerpo imaginado que lo
sostuviese al sujeto, pero no más allá de su entrada en la
pubertad; esto es, había para el niño, pero ya no para el
adolescente.
Trátase de casos cuyo análisis pormenorizado nos impone
la convicción de que el cuerpo imaginado no aporta nada en
el terreno de los ideales que necesita un adolescente; no va más
allá de la latencia. Este es un punto importantísimo, porque hay
una diferencia, clínicamente muy clara, entre lo apuntado y la
posición de un adolescente, como tantas veces el analista la
encuentra, que tiene que entrar en conflicto con el ideal
familiar — conflicto entre lo que él debería ser como ado-
lescente y com o adulto, y sus propios y confusos deseos— .
Sabemos que el resultado es un desencuentro en el que se dan
todas las combinaciones posibles desde el acatamiento hasta la
rebeldía total, desde la adaptación pasiva, hasta la adaptación
del ideal familiar al deseo del sujeto, que se las arregla para
moldear aquél a su propia manera. En toda esta gama de casos,
el adolescente sí dispone de una estructura de ideal en forma
de cuerpo imaginado que le ofrece la familia y con la que
llegado el caso se enfrenta.
Desde el punto de vista clínico, todo esto es radicalmente
distinto de las consecuencias que tiene para un adolescente
aquella otra disposición de elementos donde se halla ante un
vacío porque el mito familiar no le ha imaginado nada que sirva
al desarrollo del ideal del yo, ni siquiera para rechazarlo.
Observemos que cuando alguien dice (como lo dice muchas
veces un paciente adolescente): ‘bueno, esto es lo que quieren
ellos para mí, no lo que quiero yo para m í’, el que así habla se
está midiendo con el duro hecho de que existe algo del deseo
libidinal del Otro que obliga a tomar partido.
Uno de los criterios clínicos más relevantes e inconfundi-
bles de la otra situación — con mucho, la más difícil— es, a
partir de los sucesos de la pubertad, el creciente estancamiento
en el lugar no sólo de hijo, también de niño y la consiguiente
y progresiva dificultad para generar apoyos transicionales que
le abran camino al sujeto hasta una posición paterna; si el
análisis avanza lo suficiente, siempre articula esto a que desde
el dispositivo familiar se significa constantemente al adoles-
cente en posición niño, sin poder donarle un cuerpo imaginado
de púber y pospúber... ni de verdaderamente adulto. Debemos
esperar, com o es usual, toda clase de intensidades de matiz al
respecto. Por ejemplo, en el caso expuesto el paciente tenía por
lo menos la posibilidad — desde el ángulo del cuerpo imagina-
do— de identificarse al padre y, mal que bien, dedicar su vida
a cierto género de “ transa” (según su expresión) con la
dimensión de sinsentido; no nos parecerá lo mejor, pero con
todo, existía esa instancia como ideal, mientras en cambio
vemos casos donde eso está mucho más radicalmente vacío y
abolido de lo simbólico. A guisa de adelanto para un inventa-
rio posible digamos que, por una pane, la clínica nos enfrenta
a materiales donde lo subrayable es la ausencia literal de todo
proyecto anticipatorio, ni tan siquiera en el orden de la
fantasía (sobre todo no). En el polo opuesto — y dando lugar
a problemáticas y a sintomatologías muy diferentes— se sitúa
el conflicto, de destinos inciertos, entre una apuesta deseante
en divergencia de los anudamientos del ideal más consolida-
dos míticamente y la presión del proyecto anticipatorio con-
tenido en el cuerpo imaginado. Entre medio, se despliegan
múltiples variantes.6*
En el primer polo, el más grave con independencia de la
sintomatología que seexplicite, se advierte que el adolescente
en cuestión vive al día, sobrevive digamos. Ni siquiera en el
registro del sueño diurno se constata algo del orden del
‘serás’, o del ‘seré’, o del ‘quisiera ser’, ni al modo ingenuo
pero decisivo, en que por ejemplo un chico dice: ‘cuando sea
grande voy a ser bom bero’, lo cual nos hace sonreír pero
ciertamente implica un registro de ideal en plena acción.
Estructuralmente, lo que llamamos ‘grave’ es que la parte
esencial de aquella frase, la que en serio cuenta ‘cuando sea
grande seré’ no está escrita en el cuerpo imaginado, lo que
plantea en qué condiciones puede llegar a escribirla el sujeto.
Y son significantes (del sujeto) indispensables.
Además, el mismo deseo tan común en el niño (pero tan
común si no hay patología grave) de ser grande, es ya por sí
mismo proyecto anticipatorio. No siempre se repara (salvo
que el caso revista las características más ‘escandalosas* de
un autismo desembozado, etc., etc.) hasta qué punto puede
faltar. Otro adolescente, algo menor, nos da una muestra
impactante. La materia prima de las imagos está compuesta
en él por un esquizofrénico a cargo de la representación de
hombre adulto. Un esquizofrénico cronificado, abúlico, que
ni siquiera delira ni ofrece algún otro indicio de producción. Y,
por otra parle, por un tío obeso pasivizado en el núcleo
femenino familiar, que hace un trabajo perfectamente insigni-
ficante y cuya única actividad libidinal parece ser comer a
destajo69.
No hay padre, en el sentido de que el padre real ha desapa-
recido de su vida hace años y sin sustitutos alternativos. No hay
nada en la familia que articule un ‘serás’. Existe en estructura-
ciones así una forclusión del ideal del yo, no hay categoría; por
lo tanto, el futuro tampoco existe, de suene que el paciente vive
en un permanente “soy”. En este estado encontramos a mucliós
adolescentes. Las adicciones, por ejemplo, no son por cieno
ajenas a esta tópica intrasubjetiva mutilada. El mismo double
bind que evocábamos remite a una temporalidad de puro
presente; no puede haber futuro allí, pues de haberlo constitui-
ría una dimensión de salida, lo cual evidentemente arruinaría
la doble ligazón. En el “ no im pona, hacelo igual” todo trabajo
de temporalización histórica se excluye a priori.
Sentamos pues esta afirmación: clínica y teóricamente tiene
extrema importancia detectar la presencia o ausencia de for-
mación de la categoría ideal del yo; en cada caso y no sólo en
el sujeto considerado separadamente sino también en el nivel
del mito familiar.
Pienso que, a esta altura del desarrollo teórico del psicoaná-
lisis y a esta altura también del momento que atravesamos (por
ejemplo, en tanto profesionales e intelectuales de un país
latinoamericano), se hace necesario una visión panorámica del
conjunto de cuestiones suscitadas por el registro del ideal. De
lo contrario, caemos en aseveraciones unilaterales, como
siempre que no se puede “soportar la paradoja”. En efecto, por
una parte cualquier analista o psicoterapeuta escucha muy a
menudo efectos y confrontaciones de un sujeto con ciertos
ideales, respecto de los cuales se despliega toda una serie de
respuestas: represión del deseo, inhibición, ambivalencia,
síntomas de algún tipo, sumisión, transformación exitosa del
mandato, etc. Estamos por eso acostumbrados a las más
multiformes peripecias de donde es legítimo concluir que el
exceso de ideal mata, cuando no literalmente al menos mata las
posibilidades desiderativas significantes del sujeto, sobre
todo si, por ejemplo, el adolescente tiene entronizada a alguna
figura familiar com o yo ideal, realización misma d éla perfec-
ción narcisista.
En esa medida, tal entronización impotentiza al sujeto, y
gran parte del éxito, de la oportunidad del análisis, consiste en
liberarlodeeseaplastam ientocondicionado por ideales deve-
nidos objetivamente significantes del superyó. Ese es un
orden de cosas indiscutibles. Pero existe otro, y que dem ues-
tra en los hechos provocar consecuencias marcadamente más
destructivas, toda vez que no se constituye (o sólo en forma
violentamente frágil) instancia del ideal.
Pero entonces tenemos que considerar la categoría misma
del ideal en su coeficiente de ambigüedad, por cuanto oscila
entre aplastar a un sujeto con sus características y estimularlo
libidinalmente en su autoconstrucción.
Más precisamente, la dimensión de estím ulo pasa por eso
que Freud localizó como apertura hacia el futuro, ‘no hoy,
pero luego serás’, ‘no lo hagas hoy así, hacerlo mejor m añana’
(frase que transforma el sonado ‘no importa, hacelo igual’).
La misma célebre formulación: “donde Ello era. Yo debo
llegara advenir’, implica que ese advenim iento es un adveni-
miento siempre remitido a un futuro por lo dem ás asintótico,
pues nunca se adviene del todo y tal es la m ejor condición para
fabricar significantes del sujeto hasta (después de) morir70.
Esta asintoticidad constituye un eje, pues adquiere — y
muy temprano— una función de provocación sobre el deseo
del sujeto. O sea que el orden del ideal se mueve en un registro
dúplice y es demasiado unilateral decir: ‘abajo los ideales, los
ideales aplastan*, porque en realidad descubrimos que hay
algo peor que su peso y es su ausencia, su desaparición o su
no instauración.
Es aleccionador estudiar lo que ya sucede en el nivel de una
comunidad cualquiera. Lévi-Strauss,en sus Mitológicas, XQR
de los aspectos más tristes o siniestros que pone de manifiesto
es cóm o aparece de pronto en un cam po de fuerzas mítico de
una comunidad que se está extinguiendo, por el impacto de la
colonización, la hemorragia del ideal en el grupo, cómo allí
aquél empieza a languidecer, y su muerte anticipa la de los
demás. Mientras que, en cambio, cuando estaban firmes esos
ideales todo el mundo podía incluso maldecirlos. (El ideal en
pane está para que se lo maldiga, al menos en Occidente)71.
En las psicosis adolescentes, gracias a Lacan hemos descu-
bierto, análogamente, que el punto de desencadenamiento, el
punto de brote es el punto donde, por primera vez, en la
existencia de ese sujeto se pone de manifiesto que allí no hay
nada del orden del ideal que lo sostenga; lo únicoque encuentra
para él allí son deseos mortíferos, destructividad suelta que
anda en su busca. Por eso mismo el delirio o formaciones
delirantes que le son equivalentes acuden a restituir, por vías
maníacas o paranoicamente, eso que hace vacío succionante
*en el ideal. Pero haya o no delirios, la categoría de agujero en
el ideal implica regularmente patologías muy severas.
Creo válida una formulación en términos de ley: todo yo ¡de
al no transformable, o sea coagulado como tal, llegada la a-
liolescencia deviene automáticamente un significante del su
peryó. Exactamente muta de significante del sujeto a la posi-
ción antagónica, pasando así de representarlo a él y, de un
modo u otro, servirle a sus procesos desiderativos, a mutilarlo
en mayor o menor medida.
Reconsideremos un material ya expuesto páginas atrás,
aquel de la paciente que en determinado momento de su
adolescencia y de su análisis, vira a una posición de rechazo y
hasta de furor agresivo hacia todo lo que giraba en torno al
significante “ muñeca”. Claro que éste es un nombre (en) clave
de su yo ideal; es el término que la ha estructurado como falo
de la madre desde su más temprana infancia y de la familia en
su conjunto, más allá de aquélla.
Se trata, notemos, de una situación sumamente habitual
cuando analizamos adolescentes, en quienes un significante
que en absoluto tuvo efectos predominantemente nocivos ni
mucho menos destructivos pasa ahora, operado el pasaje
puberal, a sí provocarlos. Es un significante que deja de servir
a la realización libidinal del que lo pona.
Por eso para esta paciente, cuando avanza la adolescencia y
aquél no puede transformarse en otra cosa, el término muñeca
empieza a actuar más y más como significante del superyó y
detiene toda producción deseante propia. En particular, todo
lo de ella como posible mujer, en la esfera sexual o en
cualquier otra que de ella derive o a ella se articule.
Es por esta razón que podemos muchas veces definir a la
adolescencia com o el tiempo en que se pone de relieve por
primera vez en la vida un efecto represor, paralizante o
destructivo, propio de un significante del superyó provenien-
te, originario, de la arcaica formación del yo ideal. Y aun
conviene añadir que se trata además del significante del
superyó en el sentido más arcaico de esta su bes truc tura, no en
la dirección de la castración simbólica; antes bien, mandato
en su forma más pura, sojuzgamiento de todo aquello que
signifique al sujeto, puro ‘no serás’, en fin, en la medida en
que para el paciente se convierte lo que se opone radical e
incondicionalmcnte a todo cambio. Si nos atenemos a com o
lo plantean los Lefort, se limita a decir ‘éste es tu sitio, de acá
no podés salir’, haciéndonos recordar las variantes más cerra-
das y formalistas del estructuralismo, aquellas que forcluyen
de rafz la dimensión histórica. jTan cierto es que uno no
encuentra sino los aliados de los que es inconscientemente
merecedor! Pero no necesitamos caer en tales unilateralida-
des para no subestimar su poder, si hemos de considerarlo
como el representante más cabal en el psiquismo de la ya no
tan inasible (ni tan silenciosa) pulsión de muerte. En efecto,
aunque sea un gran progreso que el paciente logre por fin
reconocer este régimen del significante, el resultado final es
impredeciblc. Lo expresa muy bien el sueño de angustia de
una mujer joven, en el que se veía una estatua y, además, a su
alrededor, enormes bloques de piedra. La angustia remitió
durante la sesión a que era como si estuviese frente a su doble
ideal. Asocia la estatua consigo misma y con determinados
quistes en el útero que había tenido, los quistes inscriptos al
modo de petrificaciones instaladas en su cuerpo. La angustia
nos enseña que esa estatua es la coagulación en que ella se
halla fijada, todo lo contrario a la dimensión del ‘será’,
‘seguirás’, ‘pasarás’ que conscientemente reclama.
La instancia del yo ideal, cuando tuerce al régimen de los
significantes del superyó, por ende intransformable en ideal
del yo, se define por la consigna del “ no pasarás”, y no hay
palabra que se pueda proferir que sirva para pasar. Vale decir,
no hay corte factible sin un minucioso y difícil desmontaje del
funcionamiento de la instancia en sí misma: hay que hacerla
saltar en pedazos o disgregarse.
Tan complejo y sujeto a torsiones histórico-cstructuralcs es
este asunto que es indispensable volver cada tanto al recorrido
de la instancia del ideal (sobre todo, la del yo ideal) en
suficiente perspectiva, pues lo sincrónico por sí solo nos
conduce muy fácilmente a delimitaciones arbitrarias o parcia-
les. Ponqué, retornando al punto de partida, no cabe duda de
que es una inmensa, invalorable fortuna que el pequeño cuente
con alguien que le diga ‘mi bebé’; de nadie haber para
investirlo bajo este nombre querría decir nada menos que falta
cuerpo imaginado que protouniñque allí al infans. De modo
que necesariamente ‘mi bebé* deviene una formación ideal,
que así ocurra es una cuestión de vida o muerte para el recién
nacido, y sabemos bien que literalmente hablando el yo ideal,
pues, no es una cosa opinable: es una constitución indispensa-
ble a la vida.
Varios años más tarde (no pocos ‘trastornos neuróticos’, por
ejemplo, en la latencia lo implican) pero sobre todo con el
arribo de ^ad o lescen cia, ese significante ‘mi bebé* si sigue
en pie tal cual,es inercia inconvertible. Vale la pena pensarque

En esos casos pasa que a tin sujeto le Heve varios años de


análisis dejar de ser "mi bebé”, y transformarlo verbigracia en
deseqf /ÉMtfAun 'mi bebé” , con lo q u e — camino transitable, no
el único— se produce el vuelco hacia esta difiriencia, el ideal
del yo. Si es un verdadero vuelco y no un rebote especular (la
sola observación no basta para establecerlo), el sujeto, corrido
a padre o madre, nuevamente ha reiniciado su producción
significante: padre o madre de ‘mi bebé’ o de ‘mi trabajo’ o de
‘mi lugar’, los contenidos son como siempre lo más contin-
gente.
Recordemos además que ‘mi bebé’ no debe resonar siempre
en una connotación tierna. La madre mencionada antes, cuan-
do se refiere a esos “segundos varones que siempre van
presos" no está hablando de otra cosa que de ‘mi bebé’. El
“siem pre” destaca su magnífica y terrible destructividad.
¿Cóm o advenir a una posición de trabajo a partir de su son
oracular?
Aún es oportuno usar del espacio que queda para conside-
rar con mayor detenim ientootra mutación. H em ossentadoen
un texto anterior la tesis, que conlleva dimensiones de descu-
brimiento a través del trabajo clínico, de que el modelo más
adecuado para teorizar sobre el jugar del niño es la actividad
del bricolage, de la cual el capítulo inicial del pensamiento
salvaje sigue ofreciendo la descripción más soberbia en su
esplendor. En realidad, hicimos un poco más: plantear una
identidad ónticaentre ambas praxis, resolviéndolas así en una
sola.
El chico (se) hace bricoleur porque su jugar pone en acción
un largo trabajo de escritura inconsciente, fundamentalmen-
te gobernado por las leyes de los procesos primario y origina-
rio. Para llevarla a buen puerto se toman los materiales que
sean y de donde se pueda, siendo principio supremo del
bricolage que “todo puede servir” (Strauss). Un chico lo hace
espontánea y cotidianamente cuando toma un palito o cual-
quier desecho, pide cosas que los grandes despreciarían y con
ellas inventa una serie de escenificaciones, metamorfoseán-
dolo, por ejemplo, en un animal oen un objeto nuevo. Cuando
se trata de armar su cuerpo o de poner en escena deseos
inconscientes, efectivam ente todo puede servir- Poreso mis-
mo vemos cóm o a un pequeño en análisis le viene bien cual-
quier material que se de je por ahí en el consultorio: plast ilina,
irapos,colores.ctc..ynoeM nsólitoquc transforme enjuguete
aquello que no le está destinado: ceniceros, adornos, lo que
fuere.‘i E r4todo puede servir” es mucho más que una expresión
feliz para describir un estado de cosas: constituye una formu-
lación teórica de la transformación de lo accidental, de lo
contingente en necesario y estructural, dado que el sujeto
compone su yo corporal, sus sitios, sus objetos con este
género de materiales72.
Diríase que la espontaneidad inconsciente funciona como
una varita mágica; nada de lo que toca ni lugar por donde pasa
sigue igual. Idéntico proceso afecta al lenguaje verbal (uno de
los seudopodios, y en lugar muy destacado, del jugar): laleos,
musicalidades ricamente ambiguas, más adelante fantasías
que simulan relatos vividos y relatos vividos organizados
como fantasías, ‘m entiras’ (entre las manifestaciones más
importantes de subjetivarsc com o ya no más transparente al
Otro)73.
Para que todo este magma heteroclítico de significantes en
potencia se transforme en algo del orden del trabajar, el
conjunto debe sufrir un pasaje que exige del redimensiona-
miento del proceso secundario. A partir de él, no todo sirve de
la misma manera; hay cosas que deben caer en el jugar infantil
para que el trabajo advenga; hay una inflexión que tiene que
ver con este viraje, en la que mucho de lo que estaba en juego
como puro proceso primario se articula en el otro y a su través,
proyecto que exhibe un tipodifirientede racionalidad. Nueva-
mente, un caso nos ayudará a esclarecerlo.
Una adolescente, de quince años, había empezado a estudiar
cerámica, pintura, bellas artes en general. De atenerse a los
dibujos y modelados que en ocasiones hacía en sesión, la
conclusión era la de un talento potencial bastante por encima
del promedio. No obstante, empieza a irle mal, y hasta se
desalienta rápidamente. ¿Qué ha ocurrido? El análisis descu-
bre que hay una transformación que ella no hace: cuando se
trataba sólo de un juego, mandaba ella, nadie más ponía las
reglas, aparte de cumplir un deseo familiar, puesto que nadie
en la casa tenía ese tipo de dones y todos estaban fascinados por
las habilidades y el encanto de la niña.
Al empezar a estudiar, en cambio, tiene que hacer desfilar
todas estas cualidades por un cierto código y aceptar entrar en
contacto con procedimientos y saberes ya instituidos. Resulta
que ella se coloca en la posición de pretender innovar en un
campo, sin atravesar primero la fase de adquisición del manejo
de aquello que se propondría modificar.
Pero he aquí que — por motivos que ahora es innecesario
detallar— en este punto ella no logra acceder a esa conversión.
Tiende así a que todas sus reales potencialidades se estanquen
exclusivamente al serviciodel principio del placer, sin articu-
larse en un registro donde el deseo no deja de estar presente
en lo esencial, pero integrado en un circuito más largo, secun-
darizado. El desenlace es ratificarse en la omnipotencia más
que en la capacidad: ella ya lo sabe; al menos sabe que lo suyo
le ha bastado para instituirse en el falo de su familia, por lo
tanto se obstruye el aprender a hacer nada de otra forma. Se
trata, por cierto, de una vicisitud muy habitual como punto de
resistencia en el lento giro por el cual buena pane del jugar
adviene trabajar. Se trata también de un conflicto superable en
principio, pero no sin una “exigencia de trabajo” a fin de que
la primacía del proceso primario ceda paso a cierta relativa
primacía del proceso secundario (primacía no significa repre-
sión).
Al jugar le bastaba con un código privado, el niño no
necesita ser entendido por toda una comunidad social; incluso
el juego tiene, en ese sentido, un carácter secreto homólogo al
del sueño, y por eso debe ser descifrado.
Llevarlo al plano del trabajar, implica, en cambio, ponerlo
en un circuito comunicable más amplio y con otras reglas;
éste es un primer y esencial punto de transformación. Aún
queda pendiente otra cuestión. A veces las vicisitudes perte-
necen a un orden distinto, donde el sujeto más bien se tiene
que m edir con un exceso de ideal, en relación con este pasaje
del jugar al trabajar.
Volvamos aun sobre otro material parcialmente ya expues-
to: un adolescente que consulta tras una escolaridad brillante
y tras haber sido siempre el hijo que se esperaba en una familia
donde se aprecia el trabajo bien realizado y, más todavía, en
lo concerniente a los ideales masculinos, hacerlo así remite a
una especie de código de honor.
Existe una tradición familiar que abarca a numerosos
miembros varones desde un bisabuelo en adelante, donde
todos ocupan lugar destacado en determinado oficio, tradi-
ción en la que, además, esa familia ha ganado cierto prestigio
sólido, no sólo en el orden económico sino en cuanto a la ética.
En fin, el muchacho recibe del padre y de sus tíos un nombre
valorizado.
Otro detalle de interés es que el trabajo lo hacían juntos,
asociación que se renovaba de una a otra generación, lo que él
a su tumo había comenzado a hacer cuando vino a verme, más
de un año atrás. Su elección parecía pues caso cerrado, defini-
tiva. Por supuesto, era más que evidente el beneplácito familiar
porque así fuera, pero correlativamente, no se había registrado
ninguna coacción explícita sobre él (ni nada apareció que
autorizase a interpretar la existencia de una implícita externa
al paciente).
Todo marchaba con fluidez, hasta que, bastante súbitamen-
te, irrumpen actuaciones: a horcajadas de una intensa angustia
flotante, difusa, según él relata, empieza a no poder continuar
en lo que está haciendo, a no cumplir lo que se esperaba de él;
en síntesis, a fallar, y, particularmente en su imaginario, a
fallarle al padre, lo que siente como algo muy culpabilizante (la
prosecución del tratamiento confirmó que todo esto era de su
exclusiva cosecha, ya que su padre toleró muy bien las fases
que siguieron, y en lo fundamental lo respetó).
Por la época en que consulta agudiza aun más la situación
un delirio depresivo que básicamente consistía en acusarse de
ser alcohólico, lo cuaJ no tenía asidero alguno en la realidad.
Pero él estaba totalmente convencido sin distancia critica con-
servada a la sazón, y sólo contuvo un poco su angustia y su
sentimiento de culpabilidad ingresando a Alcohólicos Anóni-
mos.
No iniciamos una terapia formal porque no me pareció el
momento más propicio; opté por apostar a la idea de una crisis
vital y de acompañarla con instrumentos analíticos que a la
alternativa de psicopatologizar la situación. Convinimos en
celebrar entrevistas con cierta irregularidad, dejando a su
iniciativa acortar el lapso entre ellas, pues yo pensaba que esa
crisis necesitaba estallar y desplegarse, y que lo más importan-
te era no interferir. Tuve muy en cuenta para mi decisión su
demanda de que yo lo normalizara prontamente (lo que dela-
taba su propia psicopatologización de lo que le pasaba), algo
del orden de: ‘soy la oveja descarriada, vuélvame al ruedo’.
Por ese entonces vino a verme su padre; el muchacho,
además, no se costeaba el tratamiento. El padre no entendía
mucho de lo que sucedía, pero dejó bien en claro que lo quería
a su hijo y no pensaba cuestionario, trasuntó poder esperar sin
hostigamientos, si bien no conseguían el tono para dialogar
entre sí, por el momento al menos.
Hubo de hecho un solo acontecimiento significativo du-
rante este trabajo que hicimos juntos: no se sabe bien por qué
empezó a investigar, a preguntar por su nombre de pila,
inquiriendo debido a qué lo llevaba, a qué orígenes e historias
remitía.
Investigó primero a su alrededor, y fue una sorpresa ente-
rarse de que el padre no quería hablar del asunto y esto quedó
como irrevocable. Tuvo que seguir buscando un poco más
lejos, hasta que finalmente se enteró de que su nombre había
sido llevado por un hermano de su bisabuelo paterno, un
personaje silenciado en el campo del discurso familiar. Pesa-
ba una fuerte exclusión sobre él, no tanto como para sacarlo
del archivo pero sí para que en su interior se lo hiciese a un
lado, se lo aislara enérgicamente. La historia o el mito
narraban que su antepasado y tocayo fue expulsado a causa de
ser jugador, bebedor pasado de la raya, y por una relación me-
tafóricamente susceptible de ser llamada incestuosa. D iga-,
mos que parecía transgredir todas las puntuaciones del código
familiar.
Lo curioso era también que nadie sabía bien por qué ese
nombre había reaparecido con el nacimiento del paciente.
Aparentemente, al ponérselo nadie recordó a quién pertene-
ciera antaño.
La revelación de esta historia extraviada iluminó en algo la
situación. En lo inmediato, el muchacho se dio cuenta que de
ahí emanaba la acusación de alcoholismo. Más o menos
bruscamente, la fase delirante se cortó y el material (mono-
corde al principio) sufrió un manifiesto desplazamiento al
deseo de hacer algo distinto de la tradición, de emprender
nuevos caminos.
Decidió entonces interrumpir la terapia, pero a los pocos
meses regresó por algún tiempo, esta vez tomando más
sesiones. Desfilaron una colección de trabajos posibles, algu-
nos brevemente concretados, otros solo fantaseados, todo en
mezcla inestable, pero con un factor en común: mantenerse
muy alejado de la tradición familiar.
Después de ese recorrido, un día reencuentra su deseo de
retomar el camino de aquella tradición, pero sería muy erróneo
suponerlo en la línea del hijo pródigo que retorna al redil y a
hacer lo mismo que los demás. El material es rico en signos de
difiricncia (y la escansión temporal no le es ajena). Ha cumpli-
do entretanto veinte años, la angustia ha caído, él dice que no
sabe bien para qué hizo ese recorrido, pero lo tuvo que hacer;
eso es lo que alcanza a articular, y acepta mi señalamiento de
que necesitó probar que podía hacerotra cosa para que le fuera
dado elegir la tradición.
Aquí es donde se introduce la cuestión del ideal. Puede pen-
sarse que es uno de esos casos en que el ideal del yo amenaza
devenir aplastante o conminatorio. En síntesis, él trata de jugar
con otro mazo de significantes que el que se le supondría. Su
recorrido, que en principio toma esa vía seudopatológica y más
tarde el de jugar a ser las más variadas figuras de lo cultural, se
justifica en la gran crisis desatada ante la inminencia del pasa-
je del jugar al trabajar. La excesiva cercanía de un ideal de
elevadas exigencias y que a la vez rechazaba su nombre
amenazaba con que el vuelco se diese, presidido por signifi-
cantes de puro mandamiento. El circuito que inventó tuvo el
mérito — entre otras cosas— de impedir una prematura inte-
rrupción del proceso adolescente en pro de un falso self, y
permitirle armar un espacio transicional donde se pudiera
jugar a trabajar. La recuperación de un fragmento histórico
ligado a su nominación (en sí misma y más allá de él, retorno
de lo reprimido) hizo de puente para que los significantes del
sujeto tomaran el lugar en que estaban instalándose los del
superyó.
Todo este movimiento, que pudo hacer espontáneamente y
con una mínima ayuda, devolvióle la posibilidad de conectar
creativamente el juego (que inconscientemente se había ligado
a la imago del tío descarriado e inapto para sublimar) al trabajo
adulto. De paso desmitificaba un ideal: el oficio familiar ya no
era la única cosa digna de encarar en la vida, alternativa
exclusiva a la perversión y a la adicción. Es así como había
llegado a consultar: o se era el ideal o se era la encamación
repulsiva de todo lo patológico, el destinado por excelencia a
la segregación. Al fisurar esta disposición de los significan-
tes, el ideal se humanizará progresivamente en tanto ideal del
yo, tomando distancia de la estatuaria característica del yo
ideal, intimidatoria al máximo para el paciente. Significativa-
mente, hubo todo un reacomodamiento sexual paralelo, lo
que no es de extrañar: desde el momento en que él automáti-
camente (este solo térm ino basta para intuir la presencia de los
significantes del superyó) ingresaba en la tradición familiar,
también automáticamente ingresaba en la tradición sexual fa-
miliar.
Cuando consultó estaba en esa posición, com o él posterior-
mente decía, en la que “ya sabía” todo lo q ue le iba a pasar, su
vida ya estaba organizada de una vez para siempre, horror de
orden adeseante en que sólo queda morirse como único
desborde. Por suerte, él intercaló algo, que fue su desobedien-
cia, lo que se repitió en el terreno de la sexualidad. Esta doble
convergencia logró romper el desarrollo de un falso s e l/ antes
que una prematura formalización de su vida la significara
quizás para siempre com o mera adaptación al deseo del Otros*
La categoría del fort/da puede ser invocada aquí con toda
pertinencia, porque él em prendió en verdad una serie de
juegos de arrojar y volver a traer las tradiciones familiares
dominantes, incluyendo el coqueteo con dejarse perder de
ellas. No cabe duda que practicaba el escondite inconsciente-
mente, desapareciendo detrás de distintos personajes sociales
de trabajo, con los cuales se identificaba transitoria o transi-
cionalmente sin fijarse a ninguno, sin coagularse en ninguno.
Fabricó así su propio rito de iniciación y, por eso al volver lo
hizo en calidad de hombre que trabaja, sustituto del niño que
obedece.
No quisiera concluir sin subrayar el carácter siempre
parcial de una sustitución como la que dejamos planteada.
Hay que teneren cuenta que, al margen de una ficción utópica,
el jugar no puede mudarse en trabajar sin resto. Suponerlo
equivaldría además a olvidar la dim ensión de conflicto,
ineliminable desde el punto de vista del psicoanálisis. Al
mismo tiempo que la transformación y la metamorfosis, hay
que saber reconocer clínicamente la coexistencia, la bascula-
ción fluctuante e, incluso, las diferentes embestidas de la
represión a lo largo de la existencia (y muy en particular,
durante la adolescencia, sobre todo en su fase de consolida-
ción), factores todos ellos que afectan al vínculo entre estas dos
grandes praxis que hemos tratado de estudiar: la del juego y la
del trabajo.
Por lo demás, si seguimos atinadamente el hilo de nuestra
investigación, es razonable inferir que no son los significantes
del sujeto los que tienden a eliminar la dimensión del conflic-
to, inherente a los grandesemprendimientos de unificación (en
una integración nunca homogeneizada), característicos de las
pulsiones que sostienen, incesantemente y todo lo asintótica-
mente que se quiera, la existencia humana.

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