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Los perros de Antuca, (Wanca, Zambo, Güeso y Pellejo) eran excelentes

ovejeros, de fama en la región, donde ya tenían repartidas muchas familias,


cuya habilidad no contradecían al genio de su raza.

Estos perros y sus descendientes adquieren en seguida, a los ojos del lector
auténticos valores humanos; así, Mauser morirá en la explosión de dinamita,
Tinto, destrozado por los dientes del feroz Raflez.

Güeso será robado por los Celedonios; huirá, se echará al monte para morir
violentamente. Las desgracias vienen una tras otra: Los Celedonios son
exterminados por su fiereza, mientras a los indios la ley les quita sus tierras.

Y en medio de estas desgracias, aparece el fantasma de la sequía, a la que


sigue como inevitable consecuencia, el hambre. El mundo del hombre se
desmorona: los mismos perros, antes sus fieles amigos, huyen tras dar
muerte al ganado para comer.
Es la hora en que los mastines, hasta entonces pastores, se convierten e n
la peor amenaza para el ganado. Solitarios o en grupos, expulsados por sus
dueños, merodean como alimañas, aullando constantemente en la
inmensidad—de—la—noche--puneña” …

Tornaba el coro trágico a estremecer la puna. Los aullidos se iniciaban


cortando el silencio como espadas. Luego se confundían formando una vasta
queja--interminable.

El viento pretendía alejarla, pero la queja nacía y se levaba una y otra vez de
mil fauces desoladas”. En el capítulo “Perro de bandoleros”.

Encontramos una estampa inolvidable, en la que “Güeso”, capturado por los


torvos Celedonios, acepta, aunque de mal grado, el nuevo bravo destino de
perros bandoleros junto a estos hombres, cuya existencia pende de un hilo,
sombreado—por—el—azar—y—la--violencia: “…

Efectivamente, se bajó el Blas y desamarró un látigo de arriar ganado que


colgaba del arzón trasero de su silla. –Anda ¡camina! –dijo, acercándose a
Güeso agitando el látigo; el perro continuó tirado entre las piernas.

Atrancado allí, no lo sacarían ni a buenas ni a malas. Deseaba tan sólo que


le soltaran el lazo. Por lo demás, la vista no le impresionó mayormente. Es
que lo ignoraba. Los riendazos que había sufrido hasta este rato no le habían
dado una idea del ardiente dolor del chicotazo.
-Güeso, entonces suénale –dijo el Julián. El Blas alzó el látigo que tenía el
mango de palo y lo dejo caer sobre Güeso. Zumbó y estalló aunque con un
ruido opaco debido al abundante pelambre.

La culebra de cuero se ciñó a su cuerpo en un surco ardoroso y candente,


punzándole al mismo tiempo con una vibración que le llegó hasta el cerebro
como si fueran mil espinas”.

En el desenlace, vuelve la lluvia y, con ella, algunos perros que regresan


humildes, en espera del castigo, a casa de sus dueños.

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