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LA INQUISICIÓN MEDIEVAL

La Iglesia tiene el deber de conservar intacto el depósito de la fe cristiana, de ser la maestra de la


verdad, de no permitir que la revelación divina se oscurezca o se falsee en las mentes de los fieles; le asiste
también el deber de atraer a sus hijos extraviados. Y esto ¿cómo? En primer término, por medios de
persuasión y dulzura, por la predicación, la enseñanza, la amonestación, etc. ¿Que estos medios no son
bastante eficaces, porque el súbdito se obstina en sus errores, inficionando con ellos a otros cristianos?
Entonces la Iglesia apelará a las censuras, privándole de los bienes espirituales. La más grave de todas es la
excomunión, que aparta al obstinado de la comunión de los santos, amputándole del cuerpo místico de
Cristo y echándole del seno de la Iglesia. Cuando se pronuncia con especial solemnidad se llama anatema.
1.Poder coercitivo de la Iglesia.- Que la Iglesia tiene también poder coercitivo (vis inferendae
potestatem) para aplicar penas temporales a sus súbditos, lo afirma Pío IX en el Syllabus, proposición 24, y
lo confirma el Código de Derecho canónico en el canon 2214, § I «La Iglesia tiene derecho connatural y
propio, independiente de toda autoridad humana, a castigar a los delincuentes súbditos suyos con penas
tanto espirituales como también temporales» 43. Muchos autores, con Wernz-Vidal y A. Ottaviani, lo
entienden a la letra; porque la Iglesia, como sociedad perfecta, tiene que estar dotada por su divino
Fundador de todo lo que es necesario para su conservación y propagación, y por tanto puede dar leyes y
castigar a quien no las cumpla; otros, minimistas, en sentido condicional, por ejemplo: «Pagad esta multa,
ni no queréis incurrir en excomunión o en otra censura de orden espiritual».
En el derecho o poder coercitivo de la Iglesia, ¿entra también el ius gladii? Teólogos y canonistas de los
siglos XVI y XVII lo aseveraban comúnmente, siguiendo a Santo Tomás de Aquino. Los modernos, por lo
general, lo niegan, como contrario al espíritu maternal de la Iglesia y no exigido explícitamente por ningún
documento pontificio.
Pero si a la Iglesia no le incumbe el aplicar la última pena, posee por lo menos el derecho de
reclamar el concurso del brazo secular, o del Estado, exigiéndole poner los medios coercitivos eficaces
para impedir que el error y la herejía cundan y se propaguen entre los fieles.
Esto es lo que hizo en la Edad Media. Otras penas temporales, más moderadas, tampoco las empleó por
sí antes de 1148, en que el concilio de Reims mandó encarcelar al hereje Eón de Stella. Más tarde Inocencio
III, en el concilio IV de Letrán, dictó contra los albigenses la confiscación de los bienes, y Alejandro IV
extendió semejante medida aun a los herejes ya difuntos.
2. La Iglesia y el castigo de los herejes.-Norma fue de la Iglesia antigua valerse solamente de las
censuras o penas espirituales. Decía Lactancio a principios del siglo IV: «La religión no puede imponerse
por la fuerza; no hay que proceder con palos, sino con palabras» 44.
Sobre la potestad coactiva de la Iglesia, DENZINGER, Enchiridion symbol. n.499 contra Marsilio
Patavino; n.1504-15o5 contra el sínodo Pistoriense; n.1724 contra los modernos errores

Conocido es el caso de Prisciliano, condenado a muerte por el emperador Máximo, a instancias de los
obispos Hidacio e Itacio (385). Tanto San Ambrosio y San Martín de Tours como el papa San Silicio
protestaron indignados contra semejante pena capital, no porque en absoluto reprobasen la ley romana ni la
sentencia imperial, sino porque no les parecía bien que la Iglesia, por medio de los obispos - y en este caso
tan apasionados - tomase parte activa en una condenación a muerte.
En cuanto a San Agustín, consta que al principio se horrorizaba de los suplicios decretados por el
emperador contra los donatistas; mas luego retractó su primera opinión, cuando se persuadió que aquellos
enemigos de la unidad de la Iglesia y de la paz social sólo con graves castigos podrían reprimirse.
Y San León Magno, en carta a Santo Toribio de Astorga, establece el principio de que el derramamiento
de sangre repugna a la Iglesia, pero que el suplicio corporal, aplicado severamente por la ley civil, puede
ser buen remedio para lo espiritual .
En Oriente San Juan Crisóstomo decía que la Iglesia no puede matar a los herejes, aunque sí
reprimirlos, quitarles la libertad de hablar y disolver sus reuniones.
El concilio XI de Toledo (año 675) en su canon 6 prohíbe bajo las más rigurosas penas “a aquellos que
deben administrar los sacramentos del Señor, actuar en un juicio de sangre e imponer directa o indirecta-
mente a cualquier persona una mutilación corporal”. El mismo Inocencio III, tan celoso perseguidor de
los herejes, era enemigo de que se les aplicase la pena de muerte, y en 1209 ordenó que la Iglesia inter -
cediese eficazmente para que en la condenación quedase a salvo la vida del reo, lo cual se introdujo en el
Derecho común y debía observarlo todo juez eclesiástico que entregaba al brazo secular a un reo convicto y
obstinado.
En el primer milenio la Iglesia se inclinó a la benignidad en el trato de los herejes. El año 8oo
abjuró - no sabemos si con sinceridad - Félix de Urgel sus errores adopcionistas en el concilio de
Aquisgrán. Esto bastó para que fuera restituido a su sede episcopal, sin mayor castigo. Medio siglo más
tarde los concilios de Maguncia (848) y de Quiercy (849) declararon al monje Godescalco incurso en la
herejía predestinacionista. Godescalco no se retractó y hubo de sujetarse a las penas temporales de la
flagelación y de la cárcel. Pero Hincmaro, presidente del concilio de Quiercy, declaró que la pena de los
azotes se le imponía «secundum regulam Sancti Benedicti», en conformidad con las prescripciones de la
Regla benedictina, que señala ese castigo a los monjes incorregibles y rebeldes. La prisión fue la de un
monasterio. Y nótese de paso que la prisión, como castigo o expiación de un crimen, es una medida
relativamente mitigada y suave, como que es de origen monacal y eclesiástico; el Derecho romano no la
conocía.
La voz tradicional resuena todavía en Alejandro II (+ 1073), que amonesta al arzobispo de Narbona:
«Noverit prudentia vestra, quod leges tam ecclesiasticae quam saeculares effusionem humani sanguinis
prohibent».
Hasta el siglo XII no piensan los Papas en que la herejía tiene que ser reprimida por la fuerza. Es
entonces cuando, alarmados por la invasión de predicadores ambulantes, que sembraban la revolución
religiosa y a veces también la revolución social , mandan a los príncipes y reyes que procuren el
exterminio de las sectas.
Así vemos que Calixto II en el concilio de Toulouse (1119), canon 3, e Inocencio II en el de Letrán
(1139), canon 23, no contentos con excomulgar a los herejes, como hasta entonces se había hecho, en-
cargan su represión al Estado: «per potestates exteras coercere praecipimus», represión que
probabilísimamente se refería tan sólo al destierro o a la cárcel, de ningún modo a la pena de muerte, y más
suavemente.
Eugenio III, en el concilio de Reims (1148), influido quizá por su maestro San Bernardo, se contenta con
que los reyes no den asilo a los herejes. Alejandro III, en 1162, dice que más vale pecar por exceso de
benignidad que de severidad.
Al año siguiente, en el concilio de Tours (1163), vista la perversidad de los albigenses, permite a los
príncipes católicos que los tomen presos, si pueden, y los priven de sus bienes. Y lo mismo viene a decir en
el concilio Lateranense III (1179), concediendo además indulgencias a los que tomen las armas para
oponerse virilmente a tantas ruinas y calamidades con que los cátaros, patarinos y otros perturbadores del
orden público oprimen al pueblo cristiano.
En esta línea de rigor siguieron avanzando los Romanos Pontífices, impulsados, como se ve, no por
prejuicios dogmáticos, sino por el peligro social de aquellos instantes y más de una vez contra sus propios
sentimientos.
No fue ésta la única causa del cambio de actitud de la Iglesia respecto de los herejes. Intervino también, y
de una manera decisiva, el ejemplo de la potestad civil.

3. La legislación civil contra la herejía.-Vamos a ver cómo la represión sangrienta de la herejía no


arranca de los Pontífices, sino de los príncipes seculares; no del Derecho canónico, sino del civil.
Y es precisamente un emperador pagano el primero que debe figurar en la historia de la Inquisición
contra los herejes. Diocleciano, así como persiguió sañudamente a los discípulos de Cristo, del mismo
modo trató de exterminar a los maniqueos con un decreto del año 287, registrado en el Código teodosiano,
según el cual «los jefes serán quemados con sus libros; los discípulos serán condenados a muerte o a
trabajos forzados en las minas». Este decreto lo agravará en cierto modo Justiniano, al decretar, en 487 ó
510, pena de muerte contra todo maniqueo dondequiera que se le encuentre, siendo así que el Código
teodosiano tan sólo los condenaba al ostracismo. Constantino el Grande les confiscó los bienes a los
donatistas y los condenó al destierro (316); al hereje Arrio y a dos obispos que rehusaron suscribir el
símbolo de Nicea los desterró al Ilírico (325). El gran Teodosio amenazó con castigos a todos los herejes
(380), prohibió sus conventículos (381), quitó a los apolinaristas (388), eunomianos y maniqueos (389) el
derecho de heredar e impuso la pena capital a los encratitas y otros herejes (382), leyes confirmadas por
Arcadio en 395, por Honorio en 407, por Valentiniano III en 428, a las que Teodosio II (408-450),
Marciano (450-457) y Justiniano I (527-565) añadieron otras, declarando infames a los herejes y
condenándolos al destierro, privación de sus derechos civiles y confiscación de sus bienes.
Los emperadores bizantinos del siglo IX dictaron severísimas leyes contra los paulicianos; y Alejo
Comneno (1081-1118), al fin de su reinado, mandó buscar al jefe de los bogomilos, Basilio, y a sus
secuaces; muchos de éstos fueron encarcelados y aquél quemado en la hoguera.
En Occidente, tal vez porque no surgieron sectas de tipo popular y sedicioso hasta el siglo XI no
tuvieron que padecer mucho los herejes. Recuérdese lo dicho de Félix de Urgel y de Godescalco. El mismo
Berengario pudo libremente, durante largos años, predicar sus errores aun después de haber sido condenado
por varios sínodos. Sin embargo, ya por aquellas fechas corrían vientos de persecución, no en el mundo
eclesiástico, sino en el civil y político. Era que las nuevas herejías que empezaron a pulular por todas
partes, sobre todo las de carácter gnós tico o maniqueo, como entonces se decía, se presentaban con aire
revolucionario aun en lo social.
Refiere Raúl Glaber que en 1023 trece eclesiásticos de Orleáns convictos de maniqueísmo fueron
degradados, excomulgados y quemados vivos «por mandato del rey Roberto y con el consentimiento de
todo el pueblo».
El castigo que se les daba en Francia era el fuego, en Alemania, la horca. Así en 1052 el emperador
Enrique III, que pasaba las Navidades en Goslar, mandó ahorcar a un grupo de cátaros, según testifica la
crónica de Hermann Contracto. No era mucho más suave la pena en Inglaterra, pues el rey Enrique II en
1166, habiendo sabido que habían aparecido como una treintena de herejes, los hizo marcar en la frente con
un hierro al rojo vivo, y después de azotarlos en público, los echó fuera, con prohibición de que nadie les
diera alojamiento, por lo que en invierno murieron de frío. Consta igualmente que en Flandes, el conde
Felipe, en 1183, extremaba la crueldad, confiscando los bienes y mandando a la hoguera a nobles y
plebeyos, clérigos y caballeros, campesinos, doncellas, viudas y casadas.
El bárbaro rigor de Pedro II de Aragón contra los valdenses lo conocemos ya. De Felipe Augusto de
Francia sabemos que hizo quemar a ocho cátaros en Troyes en 1200, uno en Nevers al año siguiente, otros
muchos en 1204, y, obrando «tamquam rex christianissimus et catholicus», hizo quemar a todos los
discípulos de Amaury de Chartres, hombres, mujeres, clérigos y laicos.
Bastan estos ejemplos para poner ante los ojos cómo las autoridades civiles se adelantaron a las
eclesiásticas en el castigo de los herejes. ¿A qué se debía aquella severidad de los reyes y príncipes en
un asunto que a primera vista parecía caer fuera de su jurisdicción? Vivían profundamente la fe
religiosa de sus pueblos, los cuales no toleraban la disensión en lo más sagrado y fundamental de sus
creencias. Y esto no se atribuya a fanatismo propio y exclusivo de la Edad Media. Todos los pueblos de la
tierra, mientras han tenido fe y religión, antes de ser víctimas del escepticismo o del indiferentismo ,
igual en Atenas que en Roma, en las tribus bárbaras que en los grandes imperios asiáticos, han dictado la
pena de muerte contra aquellos que blasfeman de Dios y rechazan el culto legítimo.
Los cronistas medievales refieren muchos casos en que el pueblo exigía la muerte del hereje y no
toleraba que las autoridades se mostrasen condescendientes y blandas, por ejemplo aquel que cuenta
Guillermo Nogent: descubiertos en Soissons (1114) algunos herejes, y no sabiendo qué hacer el obispo
Lisiardo de Chalons, dirigióse en busca de consejo al concilio de Beauvais; en su ausencia asaltó el pueblo
la cárcel y, «clericalem verens mollitiem», sacó fuera de la ciudad a los herejes detenidos y los abrasó entre
las llamas.
Explícase también la severidad de las leyes civiles por el renaci miento que en el siglo XII experimentó
el Derecho romano. Ya vimos cómo los códigos de Roma y Bizancio condenaban el maniqueísmo con la
pena de muerte. Del maniqueísmo era fácil pasar a otras herejías, máxime existiendo otra ley antigua que
castigaba con el último suplicio el delito de lesa majestad humana; la herejía para el hombre medieval era
más: era delito de lesa majestad divina. El influjo del Derecho romano se descubre en las constituciones
antiheréticas de Federico I y Federico II, y sea por influencias jurídicas, sea por reflejos del sentir popular,
la pena capital contra los herejes aparece en todos los códigos medievales: en el de Sajonia
(Sachsenspiegel, 1226-1238), en el de Suabia (Schwabenspiegel, 1273-1282), en las Partidas de Alfonso el
Sabio, aunque con cierta vaguedad, en las ordenanzas de Luis VIII y de Luis IX el Santo.

4. Orígenes de la Inquisición.-No cabe duda que el rigorismo de los príncipes influyó poco a poco en
las decisiones pontificias. El arzobispo de Reims, Enrique, era hermano de Luis VII de Francia y no estaba
de acuerdo con el Papa en la benignidad y blandura que éste le aconsejaba respecto de los herejes de su
diócesis. Habló de ello con el rey, y éste escribió en 1162 a Alejandro III pidiéndole que dejase las manos
libres al arzobispo para acabar en Flandes con la peste de la herejía maniquea. El Papa, que, obligado a huir
de Roma y de Italia, se había refugiado en los dominios de Luis VII, pensó que convenía tomar en
consideración los deseos del monarca, y en el concilio que convocó en Tours (1163) se trató de «la herejía
maniquea, que se ha extendido como un cáncer» por la Gascuña y otras provincias. Allí se dictaron
medidas enérgicas contra los herejes, encargando a los príncipes seculares que, una vez descubiertos los
albigenses, sean aprisionados y castigados con la confiscación de sus bienes. Y en el concilio III de Letrán
(1179), después de fulminar el anatema eclesiástico contra los cátaros, trata de otros herejes peligrosos de
Brabante y del sur de Francia, «de Bravantionibus et Aragonensibus, Navaiis, Bascolis, Co torellis e
Triaverdinis», que cometen barbaridades contra los cristianos, sin respetar iglesias ni monasterios, sin
perdonar a viudas, pupilos, ancianos y niños, devastándolo todo, a la manera de los sarracenos .
Contra éstos el Papa predica la guerra con honores e indulgencias de cruzada.
Un paso de verdadera importancia se dio en el convenio o dieta de Verona (1184) por parte del Papa
Lucio III y del emperador Federico I Barbarroja. Este último, entre las alabanzas de los suyos, que enal-
tecían su celo por la fe, se puso en pie y, extendiendo sus manos hacia los cuatro puntos cardinales, arrojó
al suelo su guante con gesto de amenaza contra todos los herejes.
De acuerdo con el emperador, el Papa promulgó la constitución Ad abolendam, anatematizando a los
cátaros y patarinos, a los humillados o pobres de Lyon, a los pasagginos, josefinos y arnaldistas, y de-
jándolos al arbitrio de la potestad secular para que los castigase con la pena correspondiente
(animadversione debita). No mencionaba la pena de muerte. La animadversio debita contra un hereje no
era todavía el último suplicio, como lo será más tarde; lo legal entonces era el destierro y la confiscación de
los bienes.
Y a continuación, «por consejo de los obispos y por sugestión del emperador», ordena el Papa que todos
los arzobispos y obispos, por sí o por medio del arcediano, visiten las parroquias sospechosas una o dos
veces al año, y en ellas escojan tres o más testigos de buena conciencia, que, bajo juramento, denuncien a
los herejes ocultos. Si se descubre alguno, exíjasele la retractación, y si se negare a ello o recayere en su
error, sea castigado por el obispo. Ayúdenle a éste los condes, barones y demás autoridades y concejos de
las ciudades, so pena de excomunión y entredicho. A los obispos se les concede plena autoridad en materia
de herejía, lo mismo que si fuesen legados apostólicos. Este severo edicto fue insertado en las decretales.
No se puede afirmar que ésta sea la carta constitutiva de la Inquisición medieval. Manda, sí, buscar,
indagar, averiguar si hay herejes para castigarlos, y eso de una manera organizada y sistemática, pero no
instituye ningún nuevo tribunal. Lo más que puede decirse es que aquí se organiza y perfecciona la
Inquisición episcopal, ya existente desde antiguo, pues siempre fue el obispo, dentro de su diócesis, el juez
ordinario en materia de herejía.
Esta Inquisición episcopal recibe un último retoque de detalle bajo Inocencio III en el concilio de
Avignon de 1209 y bajo Honorio III en el de Narbona de 1227. En el Lateranense de 12I5 no se hizo más
que urgir los decretos del de Tours y de Verona.
Con esto los obispos avivan su celo en la búsqueda y pesquisa de los herejes, mas no pueden cumplir
satisfactoriamente su oficio. Por eso Inocencio III se ve obligado a enviar delegados apostólicos, que actúen
como inquisidores en determinadas circunstancias; por ejemplo, a Pedro de Castelnau con otros
cistercienses, y al mismo Santo Domingo, de quien escribe Bernardo Gui que «con autoridad de legado de
la Sede Apostólica ejerció el oficio de inquisidor in partibus tolosanis». Erraría, sin embargo, quien le
llamase el primer inquisidor. La verdadera Inquisición pontificia no estaba creada aún.
Su creador fue Gregorio IX, y como fecha fundacional debe señalarse el año 1231. Vamos a verlo.
5. Gregorio IX y Federico II.-Si el Papa fue realmente el que instituyó el tribunal extraordinario de la
Inquisición, quien lo movió a dar ese paso fue el emperador, y un emperador tan indiferente en materias
religiosas como Federico II. Es un punto éste que los estudios de Mons. Douais pusieron en evidencia.
Según este concienzudo historiador, lo que Federico II planeaba era avocar a sí el juicio y represión de la
herejía para alcanzar una situación privilegiada y ventajosa sobre la misma potestad del Romano Pontífice.
Gregorio IX comprendió sus intentos y, a fin de atajarle los pasos, quiso adelantarse, reivindicando para la
Iglesia el derecho exclusivo de juzgar a los herejes en cuanto tales, para lo cual creó un tribunal de
excepción, que, al mismo tiempo que juzgaba las doctrinas, tutelaba las personas contra las arbitrariedades
del poder civil.
A ello se llegó paso a paso. El 22 de noviembre de 1220 promulgó el emperador una constitución
confirmando lo estatuido en el concilio IV Lateranense contra los herejes; éstos son condenados a destierro,
infamia perpetua, confiscación de sus bienes y pérdida de sus derechos civiles. Nada de pena de muerte.
Cualquiera diría que al astuto monarca le movía el más puro celo religioso, cuando en realidad sus móviles
eran políticos, además de la razón de orden público y la avaricia de dinero.
Bajo el influjo de los legistas, empeñados en resucitar el antiguo Derecho romano, Federico dio un paso
decisivo. Ya sabemos cómo el Derecho romano señalaba la pena del fuego para los maniqueos; ahora bien,
los modernos herejes, los más peligrosos, es decir, los cátaros o albigenses, ¿no profesaban el
maniqueísmo? Además, en la legislación de la antigua Roma se castigaba con la muerte a los reos de lesa
majestad humana; ¡cuánto más merecían tal castigo los herejes, «cum longe gravius sit aeternam quam
temporalem offendere maiestatem»! Conforme a estos principios, en marzo de 1224 condenó a todos los
herejes de Lombardía a ser quemados vivos o, al menos, a que se les cortase la lengua, suplicio, por otra
parte, frecuente en Francia, como hemos ya visto, y no del todo inusitado en Alemania, pues consta que en
1212 nada menos que ochenta herejes fueron quemados en Estrasburgo.
La trascendencia de este decreto estuvo en que más tarde Gregorio IX, a instancias tal vez del Beato
Guala, O. P., obispo de Brescia, lo hizo incluir en su registro. Para los que se escandalizan de que Gregorio
IX aprobase está ley imperial, diremos que la pena de muerte la juzgaba justa Santo Tomás por el solo
hecho de obstinarse el hereje en un error dogmático, prescindiendo de la peligrosidad social que dicho error
podía significar: «Haeretici, statim ex quo de haeresi convincuntur, possunt non solum excommunicari, sed
et fuste occidis (2-2 q.II a.3).
Otros edictos imperiales de fecha posterior insistían en la pena del fuego para los herejes. En algunos de
ellos Federico alude a la «plenitud de su poder», al «origen divino de su autoridad», a su «misión de
proteger a la Iglesia», y afirma que «el sacerdocio y el Sacro Imperio tienen el mismo origen divino e
idéntica significación», de donde se podía sospechar -y los hechos lo evidenciaban- que el emperador
quería arrogarse los derechos civiles y eclesiásticos. Podría, pues, dictaminar en cuestiones de religión y,
procediendo contra los herejes con más ardor y celo que el mismo Papa, se presentaría ante la cristiandad
como el campeón de la fe; él, sobre cuya cabeza se cernían tantos anatemas.
Gregorio IX reaccionaba contra esta política religiosa, declarando una y otra vez que juzgar de la herejía
sólo a la Iglesia compete. Antes de asumir él la alta dirección en todo este negocio será útil conocer lo que
pasaba en Francia.

6. Persecución de la herejía en Francia.-Concluida la cruzada albigense con el rendimiento y sumisión


de Raimundo VII, conde de Toulouse, celebróse un tratado de paz en Meaux, que fue firmado en París en
abril de 1229, en presencia del cardenal legado, Romano Frangipani. Allí se estipuló, entre otras cosas, que
Raimundo se mantendría fiel a la Iglesia y al rey de Francia hasta la muerte; que trabajaría con todas sus
fuerzas por extirpar la herejía de sus Estados; que haría buscar a los herejes y a todos sus partidarios, según
el método que los legados le indicasen, etc. Por su parte, Luis IX de Francia, bajo la tutela de su madre,
doña Blanca, prometió actuar del mismo modo, haciendo pesquisa de los herejes para castigarlos,
animadversion debita, después que hubiesen sido condenados por el obispo o por otra persona revestida de
autoridad eclesiástica. Si la «animadversio debita» significaba, desde Federico I, la proscripción y
confiscación de bienes, ahora, desde Federico II, implicaba la pena de muerte.
Aquel mismo año de 1229, en noviembre, el legado apostólico, cardenal Romano, reunió el concilio de
Toulouse, al que asistieron los arzobispos de Narbona, Burdeos, Auch, con muchísimos obispos, y
Raimundo VII con otros condes y barones. Allí el legado de Gregorio IX hizo aprobar y publicar 45
capítulos, de los que extractamos los siguientes: Los obispos y abades exentos deben designar en cada
parroquia un sacerdote y dos o tres laicos de buena reputación, que indaguen y pesquisen las casas y
escondrijos de los herejes, y, en descubriendo a alguno de éstos, lo delaten al obispo y al señor de la ciudad
para que sean castigados debidamente. Si alguien acogiere en sus granas o heredades a un hereje, sea
privado de sus posesiones y castigado corporalmente. Los oficiales y jueces que descuiden su deber de pes-
quisar herejes sean desposeídos de sus oficios. Nadie sea condenado por hereje mientras no le declare tal el
obispo o su delegado. Si alguno de los herejes se convirtiese, mas no espontáneamenre, sino por temor a la
muerte, métasele en la prisión episcopal para que haga penitencia y no seduzca a otros; los incorregibles
sean castigados con las censuras eclesiásticas y entregados al brazo secular ad debitam poenam.
Todavía con esta legislación no se modifica sustancialmente la precedente. La Inquisición sigue siendo
puramente episcopal, ya que en manos del juez ordinario, que era el obispo, se deja la represión de la
herejía.

7. Nace la Inquisición pontificia.-Pero llega el año 1231, y Gregorio IX se decide a instituir un juez
extraordinario, que actúe en nombre del Papa, haciendo inquisición y juicio de los herejes. Ten dremos con
ello la Inquisición medieval en su sentido estricto. El momento de su creación debió de ser en febrero de
1231, coincidiendo con el decreto que expidió Gregorio IX contra los herejes de Roma, entregándolos a la
justicia secular, a fin de que ésta les infligiese el merecido castigo. Pensamos que fue en esa fecha, porque
poco después, o al mismo tiempo, se publicaron los Capitula Anibaldi Senatoris et populi romani, capítulos
en los cuales se habla de «los inquisidores nombrados por la Iglesia».
Esos inquisidores pontificios habían sido escogidos entre los frailes predicadores, de los cuales el papa
dijera en otra ocasión que habían sido «suscitados por Dios para reprimir la herejía y reformar la Iglesia».
Gregorio IX dirá, en abril de 1233, a todos los prelados de Francia que la razón que le movió a nombrar
a los frailes predicadores como delegados suyos en la persecución de la herejía fue el ver que los obispos
estaban tan abrumados de ocupaciones que les era casi imposible cumplir este oficio, por lo cual enviaba a
dichos frailes, in regnum Franciae et circumiacentes provincias.
Pero, en realidad, lo que más vivamente deseaba era impedir que la autoridad civil del emperador se
arrogase derechos sacros que no eran suyos, porque los últimos decretos de Federico II contra «los herejes
que intentan desgarrar la túnica inconsútil de Nuestro Señor» parecían los de un pontífice.
Y todos los herejes, aun los levemente sospechosos de herejía, quedaban expuestos a la pasión política, a
la ignorancia y a la arbitrariedad de los magistrados imperiales. Por eso Gregorio IX pensó que era ne-
cesario encauzar la represión de la herejía dentro de normas jurídicas y eclesiásticas, con lo cual salían
favorecidos los mismos herejes. Y eso es lo que indujo a Mons. Douais a afirmar que, al instituir el tribunal
de la Inquisición, Gregorio IX, en su época, trabajó por la civilización, ya que para proteger al hereje la
Iglesia no tenía más que un medio: juzgarlo ella misma. «La Iglesia tenía la obligación de sustraer al reo a
las violencias a que estaba expuesto. Sabemos cuáles eran esas violencias: de una parte, actos de
salvajismo de la población amotinada; de otra, la confiscación arbitraria de sus bienes, que el juez
secular, al servicio de un señor exigente, pronunciaba precipitadamente, después de haber dado con no
menor precipitación sentencia de herejía. La Inquisición tenía que ser institución pontificia; sólo el papa,
juez universal de la Iglesia, tenía autoridad para instituirla». «Evidentemente, sin la herejía, Gregorio IX
no habría nombrado el juez inquisitorial. Pero yo pienso que quiso oponerlo al emperador, y que si éste no
le hubiera movido, y en parte forzado a ello, ese juez, de quien nadie sentía necesidad, no hubiera sido
instituido. Aquí está, a mi ver, todo el nudo del porqué histórico de la Inquisición».
Por análoga razón había afirmado Menéndez Pelayo, al tratar de los severos decretos de Pedro el
Católico, que la Inquisición era un evidente progreso al lado de semejante legislación.

8. Los primeros inquisidores.-Tenemos noticia de que ese mismo año de 1231 empezó a funcionar la
Inquisición no sólo en Roma, sino en Sicilia y Milán, a favor de las leyes severísimas de Federico II. En
febrero de 1232 el Papa encomienda este oficio a los dominicos de Friesach. En marzo el emperador habla
de inquisidores, refiriéndose a todo su imperio. En mayo del mismo año unas letras del Papa exhortan al
arzobispo de Tarragona a organizar allí la Inquisición por medio de los frailes predicadores o de otras
personas idóneas. En noviembre va fray Alberico, O. P., a la Lombardía con el título de inquisitor haere-
ticae pravitatis. En abril de 1233 decide Gregorio IX enviar frailes dominicos como inquisidores a Francia
y países vecinos.
San Pedro de Verona, O. P., que en 1252 rubricará su misión inquisitorial con el martirio, hacía insertar
en los estatutos de Milán, ya en 1233, las constituciones de Gregorio IX y del senador Anibaldo, y ese año,
dicen las Memorias Mediolanenses, «comenzaron los de Milán quemar herejes».
No todos los inquisidores procedieron con prudencia, justicia y benignidad. El presbítero secular
Conrado de Marburg, director espiritual de Santa Isabel de Turingia, recibió dos veces la comisión (1227 y
1231) de perseguir a los herejes de Alemania, especialmente a los luciferianos, secta gnóstica semejante a la
de los bogomilos, acusada de profesar un culto ridículo y depravado a Satanás. El 11 de octubre de 1231 le
daba el Papa estas normas: En llegando a una ciudad, convocaréis a los prelados, al clero y al pueblo, y les
dirigiréis una solemne alocución; luego llamaréis aparte a algunas discretas personas y haréis con toda
diligencia la inquisición sobre los herejes y sospechosos o delatados como tales; los que se demuestre o se
sospeche haber incurrido en herejía deberán prometer obediencia a las órdenes de la Iglesia; si se niegan a
ello, procederéis según los estatutos que Nos recientemente hemos promulgado contra los herejes.
Conrado de Marburg, arrebatado de su impetuoso celo, se excedió en la aplicación de tales normas. Los
cronistas le acusan de no dar al reo facilidades para la defensa y de proceder demasiado sumariamente; si el
hereje confesaba su error, se le perdonaba la vida, pero se le arrojaba en prisión; si lo negaba, al fuego con
él. Y como el austerísimo Conrado no vacilaba en hacer comparecer ante su tribunal aun a los caballeros,
éstos se vengaron, cayendo sobre él en las cercanías de Marburg y asesinándolo el 3o de julio de 1233.
Más antipática es la figura del primer inquisidor, per universum regnum Franciae, Roberto le Bougre (el
Búlgaro o el Hereje), así apellidado porque antes de convertirse y entrar en la Orden de Santo Domingo
había sido cátaro. Llevado de un fanatismo ciego contra sus antiguos correligionarios, se presentó siendo
inquisidor en el lugar de Montwimer (o Montaimé, sobre el Marne). En una semana hizo el proceso de
todos los acusados de herejía y el 29 de mayo de 1239 unos 180 herejes, con el obispo Moranis, perecieron
en las llamas. Que cometió injusticias objetivamente gravísimas, parece indudable. El clamor de protesta
que se alzó contra el terrible inquisidor llegó hasta Roma. El Papa examinó las acusaciones y, en
consecuencia, destituyó a Roberto le Bougre de su cargo y luego lo condenó a prisión perpetua.
Mientras en Francia se aplicaban tan espantosos suplicios, en muchas ciudades de Italia parece que se
contentaban con la proscripción y la confiscación de bienes, según el código penal de Inocencio III.

9. Poderes y cualidades del inquisidor.-El inquisidor era un juez apostólico extraordinario. Juez
apostólico, porque del Papa recibía directamente los poderes en calidad de delegado suyo, para juzgar la
herejía, y juez extraordinario, como creado por la Santa Sede al lado del juez ordinario, que era y siguió
siendo el obispo, a quien no sustituía, sino ayudaba. La Inquisición medieval nunca fue un tribunal or-
dinario, estable, en una u otra región; ni existió una «Inquisición de Francia», o una «Inquisición de
Toulouse», o una «Inquisición de Milán», sino un «Inquisitor in regno Franciae», «Inquisitor in partibus
Tolosanis», etc., aunque en algunos países se sucedieron unos a otros inquisidores casi sin interrupción.
El inquisidor no mermaba, pues, los derechos del obispo, y generalmente iban de acuerdo, aunque
tampoco faltaron conflictos entre uno y otro.
Siendo éste un cargo de tanta responsabilidad, los escogidos para desempeñarlo debían estar adornados
de cualidades no vulgares. Gregorio IX recomendaba a Conrado de Marburg prudencia y celo, el segundo
temperado por la primera. Los Manuales o Directores que se escribieron para los inquisidores suelen
dedicar un capítulo o sección a hacer el retrato del perfecto inquisidor, y nos lo pintan lleno de fervor y celo
por la verdad religiosa, por la salvación de las almas y por la extirpación de la herejía; sereno y pacífico en
medio de los alborotos y de las dificultades; intrépido en el peligro hasta la muerte, pero sin precipitación ni
audacia irreflexiva; inflexible a los ruegos e incorruptible a las ofertas, pero sin endurecer su corazón hasta
el punto de rehusar aplazamientos y mitigaciones de la pena; en las cuestiones dudosas, cauto y
circunspecto, sin obstinarse en su propio parecer; fácil y pronto a escuchar, discutir y examinar todo con
cuidado y paciencia, hasta que se haga luz; tal, finalmente, que en sus ojos brillen el amor a la verdad y la
misericordia, virtudes propias de todo juez, de suerte que sus decisiones nunca parezcan dictadas por la
codicia ni por la crueldad. Las Clementinas exigen para el oficio de inquisidor una edad de cuarenta años. Y
otros documentos pontificios anteriores requieren dotes de talento, ciencia teológica y canónica, probidad y
pureza de costumbres.
Aunque en 1248 el papa Inocencio IV concedió a los franciscanos el privilegio de actuar como
inquisidores, y antes habían actuado ya en algunos casos, sin embargo, puede decirse que desde el principio,
y particularmente desde 1235, el inquisidor se escogía de la Orden de Santo Domingo.
10. Introducción de la Inquisición en España.-Nos referimos, naturalmente, a la Inquisición medieval,
creada por Gregorio IX. Ya hemos visto con qué rigor, tanto Pedro II como su hijo Jaime I de Aragón,
persiguieron a los herejes en su reino. Consejero del rey conquistador era San Raimundo de Peñafort, que en
1230 se dirigió a Roma, donde Gregorio IX le nombró su capellán y penitenciario pontificio y le encomendó
la compilación de las Decretales.
Conocedor del peligro heretical en los dominios del rey aragonés, intervino con Jaime I y con el Papa a
fin de que se instituyese allí la Inquisición en su nueva forma pontificia. Por efecto de estas gestiones,
Gregorio IX dirigió desde Espoleto, el 26 de mayo de 1232, una bula, Declinante iam mundi vespere, al
arzobispo tarraconense Espárrago de Barca (+ 1233), en la que, acumulando imágenes bíblicas, describe
«cómo cunde la herejía y ha entrado en algunos lugares de la provincia tarraconense; por lo cual os
avisamos y exhortamos cuidadosamente en estas letras apostólicas y os ordenamos con estricto precepto,
invocando al divino Juez, que ya por vos mismo, ya por medio de los frailes predicadores o por otros que os
parezcan idóneos, os informéis con diligente solicitud acerca de los herejes y de los tachados de herejía, y
si hallareis algunos culpables o infamados que se nieguen a obedecer sincera y absolutamente a los
mandatos de la Iglesia, procedáis contra ellos, conforme a los estatutos que recientemente hemos
promulgado contra los herejes».
Aunque no aparece del todo claro, se cree que el delegado pontificio para la provincia de Tarragona era el
mismo arzobispo o la persona que éste designase. Como el arzobispo murió al año siguiente, no sabemos a
punto fijo qué es lo que se hizo.
El rey don Jaime, en febrero de 1233, promulgó unas constituciones contra los herejes, en las cuales se
ordena que las casas de los fautores de herejes, siendo alodiales, sean destruidas, y siendo feudales o
censuales, se apliquen a su señor; que nadie pueda decidir en causas de herejía, sino el obispo diocesano u
otra persona eclesiástica que tenga potestad para ello (alusión al inquisidor); que en los lugares sospechosos
de herejía, un sacerdote o clérigo, nombrado por el obispo, y dos o tres laicos, elegidos por el rey o por sus
vegueres y bailes, hagan inquisición de los herejes y fautores, con privilegio para entrar en toda casa y
escudriñarlo todo, por secreto que fuese.
Gregorio IX, en 1234, y San Raimundo, en 1235, enviaron a Tarragona sendas instrucciones sobre el
modo de castigar a los herejes. Y en el concilio tarraconense de 1242 se reglamentó lo relativo a la
Inquisición, después de pedir consejo al mismo Raimundo de Peñafort, autor de un Directorio para
inquisidores.
Para el reino de Navarra se nombraron, en 1238, dos inquisidores, uno dominico y otro franciscano, que
no debieron actuar gran cosa.
En Castilla, donde Alfonso el Sabio aceptó para su código de las Partidas los decretos de Gregorio IX
contra los herejes, no sabemos que se estableciese nunca la Inquisición medieval. En Portugal no se
introdujo hasta 1376, para caer en seguida en desuso.
De otros países, exceptuada Italia y sobre todo Francia, debemos decir que no les molestó mucho la
Inquisición. En Alemania actuó muy poco después del asesinato de Conrado de Marburg. En Inglaterra sólo
funcionó para el proceso de los templarios. En Escandinavia no existió nunca. En Flandes y en Bohemia fue
verdaderamente activa en el siglo XV.

LOS PROCEDIMIENTOS INQUISITORIALES

Hay que advertir que los procedimientos de la Inquisición, cuyas normas generales se codificaron en el
libro 5 de las Decretales y en las Clementinas, se fueron puntualizando más y desenvolviendo paulatina-
mente por obra de los grandes inquisidores, que pusieron por escrito el resultado de sus experiencias, Por
eso lo que digamos siguiendo principalmente la Practica inquisitionis, de Bernardo Gui (t 1331), y el
Directorium inquisitorum, de Nicolás Eymerich (t 1399) no se ha de creer que estuviese vigente desde
primera hora. Hubo tanteos y retrocesos, y no en todas partes se procedió de igual modo.
1. Objeto de la Inquisición y sus procedimientos.-Empecemos por determinar el objeto acerca del
cual versaba la Inquisición y el juicio de los inquisidores. Al principio sólo se habla de la herejía, y entre
los herejes que se nombran están las sectas de los cátaros y albigenses, valdenses y pobres de Lyón,
passaginos, josefinos, speronistas, arnaldistas, pseudoapóstoles, luciferianos, begardos y beguinas,
hermanos del libre espíritu, etc. Los judíos no eran perseguidos mientras observaban religiosamente la ley
mosaica, sino sólo cuando se convertían falsamente al cristianismo, conservando sus antiguos dogmas o
cuando apostataban de la nueva religión.
Lo que la Inquisición perseguía y condenaba era el acto externo y social, la profesión externa de una
creencia anticristiana y su difusión proselitista.
Como sospechosos de herejía, sometidos por tanto a juicio e inquisición, se consideraban los que
conversaban frecuentemente con los herejes, los que escuchaban sus predicaciones, los que los defendían,
ocultaban o no denunciaban, y los excomulgados que, al cabo de un año, no procuraban obtener la
absolución.
Además del crimen de herejía era castigado todo lo que de alguna manera, saperet haeresim, tuviese
sabor herético; de ahí los procesos contra los que practicaban sortilegios y pactos demoníacos, contra las
brujas, adivinos, hechiceros, nigromantes, etc.
Desde el siglo XIV se incluían igualmente ciertos crímenes de derecho común, como usura, adulterio,
incesto, sodomía, blasfemia, sacrilegio.
2. Preparativos del proceso.-El inquisidor, recibida la delegación pontificia, se trasladaba al lugar
sospechoso de herejías, presentaba sus credenciales al señor del país o de la ciudad, le recordaba su deber
de ayudar a la Inquisición, y le pedía letras de protección y algunos oficiales. En los primeros tiempos hacía
una gira por pueblos y ciudades donde esperaba descubrir herejes, pero pronto se vio que tal viaje de
exploración era muy peligroso, porque podía ocurrir lo que al inquisidor Guillermo Arnault, que en 1242
fue asesinado con todos sus compañeros.
En la ciudad escogida se constituía la corte o tribunal inquisitorial, formado por el inquisidor y sus
auxiliares. El inquisidor tenía derecho a nombrarse un vicario o sustituto, que le ayudaba haciendo sus
veces en muchas de las funciones judiciales. Tenía también a su lado un socio, religioso de su propia Orden,
que le acompañaba, sin poder jurídico alguno. Venía luego el cuerpo de boni viri, oficiales subalternos,
jurisperitos, lo mismo laicos que eclesiásticos, encargados de examinar las piezas del proceso, testimonios,
defensas, etc., para ilustrar a los jueces. El oficial más importante era el notario, que ponía por escrito os
interrogatorios, redactaba las actas y demás documentos oficiales, legalizaba las denuncias y anotaba
cuanto fuese útil al proceso. Por fin, al servicio de la Inquisición estaban otros ministros o comisarios, es-
pías, esbirros, carceleros, todos con juramento de guardar secreto.
Constituido el tribunal, o mientras se constituía, el inquisidor hacía un sermón público, en el que
promulgaba dos edictos: el edicto de fe, intimando a todos los habitantes de la provincia a denunciar a los
herejes y a sus cómplices, sin perdonar a los propios parientes y familiares; y el edicto de gracia,
concediendo un plazo de quince a treinta días (tempus gratiae), durante el cual todos los herejes podían
obtener el perdón facilísimamente, mediante una penitencia canónica, como en la confesión. Los que no
compareciesen espontáneamente tendrían que atenerse a sanciones gravísimas.
En este tiempo se activaba la pesquisa o búsqueda de los herejes y sospechosos de herejía (causa per
inquisitionem), se recibían las denuncias de los particulares (per denuntiationem) o la razonada acusación
del fiscal, cuando la causa era per accusationem.

3. Desarrollo del proceso.-Expirado el plazo o tiempo de gracia, se abría el proceso, citando ante el
tribunal del Santo Oficio a todos los culpables y sospechosos. La citación se hacía una, dos y aun tres veces
por medio del sacerdote del lugar, o por aviso a domicilio, o desde el púlpito en la misa del domingo. Si los
citados no comparecían, ni siquiera por procurador, o hacían resistencia, o emprendían la fuga, agentes
civiles se encargaban de arrestarlos; si ya estaban en la cárcel, los esbirros los conducían al tribunal.
En el centro de la sala se alzaba una larga mesa (mensa Inquisitionis), en cuyos extremos se sentaban el
inquisidor y el notario. Colgado en una de las paredes se veía un gran crucifijo. Al acusado se le notificaban
los cargos que había contra él, descubriéndole los nombres de los acusadores, siempre que no hubiese
peligro de represalias de parte del reo o de sus amigos y parientes. El acusado juraba sobre los evangelios
decir la verdad pura y entera, tam de se quam de aliis; si no, se agravaban las sospechas que había contra él,
tanto más que el juramento lo repudiaban casi todas las sectas de entonces. Si era culpable y lo confesaba, la
causa se concluía pronto.
Generalmente negaba su culpabilidad. Entonces, como nadie podía ser condenado sin pruebas claras, y
como en los casos de inquisición o pesquisa oculta, sólo la confesión del reo era prueba clara y evidente,
inducíales el inquisidor a confesar paladinamente, ora arguyéndole, ora haciéndole promesas de libertad, o
por el contrario, amenazándole con la muerte y encerrándolo en la cárcel, en la cual unos días le reducía el
alimento, otros le enviaba compañeros, máxime si eran conversos, que le persuadieran a confesar la verdad.
También se le aplicaba la tortura, como en seguida diremos.
La audiencia y deposición de los testigos no era pública. Aunque la delación obligaba incluso a los
parientes, disputaban los doctores sobre si un hijo debía o no denunciar a su padre cuando éste era hereje
oculto. De hecho tales casos se dieron. Y hoy nos produce tristeza leer que un niño de diez y de doce años
acusó a sus propios padres. Por otra parte consta que varones expertos pesaban el valor de los testi-
monios, los cuales se consideraban inválidos cuando procedían de enemigos del acusado, o cuando el
testigo no ofrecía garantías morales, v.gr., si era ladrón, homicida, adivino, etc. Por lo demás, bastaban
dos testigos para hacer fe; se exigía un número mayor cuando el reo gozaba de buena reputación.
El acusado tenía derecho a defenderse respondiendo a las acusaciones. Aun a los muertos se les
otorgaba ese derecho, que solía ser ejercitado por sus hijos y herederos. Es verdad que en ciertos docu-
mentos se excluye el uso del abogado defensor, y a ellos parece atenerse Bernardo Gui, pero en otros
muchos se habla de haber actuado uno y dos abogados, ayudándole al reo en todas las fases del proceso; y
Nicolás Eytherich dice que no se le debe privar de las defensas de derecho, sino que se le debe conceder un
abogado y un procurador. A las audiencias, sin embargo, no asistía el abogado. También entraba en los
derechos del acusado rechazar el juicio del inquisidor para atenerse al del vicario, y apelar al obispo y aun
al Papa, no contra la sentencia, sino contra el procedimiento.

4. La sentencia.-Hasta que se dictaba la sentencia solía quedar el reo en libertad, bajo juramento pues no
había prisión puramente preventiva de estar a las órdenes del inquisidor y de aceptar la pena que se
pronunciase contra él, saliendo fiadores, entre tanto, algunos de sus amigos y familiares.
El inquisidor no era un juez arbitrario y despótico. Deliberaba largamente con el obispo, consultaba a sus
asesores ordinarios, que a veces eran más de treinta personas, y a otros jurisperitos ocasionales, todos los
cuales, después de jurar que obrarían conforme a la justicia y a la voz de su conciencia, se pronunciaban
sobre la naturaleza del delito y el grado de culpabilidad. Este juicio, de valor puramente consultivo, era
comúnmente aceptado por el inquisidor y por el obispo. La sentencia, naturalmente, variaba según los casos.
Si no se demostraba que realmente el acusado era culpable, se le absolvía y liberaba inmediatamente. Si
existían graves indicios acusatorios, pero él se empeñaba en afirmar su inocencia, se le sometía a la vexatio
y aun al tormentum. Consistía la vexatio en el encarcelamiento más o menos riguroso, con cadenas en manos
y pies, reducción del alimento, etc. Cuando ningún otro medio bastaba, empleábase la tortura. Por más que
el Papa Nicolás I en 866 había reprobado la tortura aun en las causas no religiosas, de hecho se practicaba
en los tribunales del Medioevo, a lo menos la flagelación. También se habían introducido las ordalías, de
origen germánico, repudiadas constantemente por los Papas a causa de su carácter supersticioso y bárbaro.
Con el renacer del Derecho romano, los legistas restablecieron la antigua tortura. Y fue Inocencio IV quien,
movido por la ventaja de acelerar el proceso, dio el desgraciado paso de aceptar en los tribunales
eclesiásticos la tortura que ya se aplicaba en los civiles. Dio su autorización en la bula Ad extirpanda (15 de
mayo de 1252), con la condición de que se evitase el peligro de muerte y no se cercenase ningún miembro.
Los tormentos eran, además de la flagelación, el potro, ecúleo o caballete, en que se le distendían los
miembros, hasta dislocarle a veces huesos; el trampazo o estrapada (in chorda levatio), el brasero con
carbones encendidos y la prueba del agua. Estaba mandado que más media hora no durase la tortura; si en
ella no confesaba, debía ponérsele en libertad, aunque imponiéndole la abjuración del error. Y si confesaba,
la confesión en tales circunstancias no merecía entera, por lo cual se le interrogaba, libre ya de toda
contrición violenta, si confirmaba lo dicho. Hay que advertir que el empleo de la tortura era poco frecuente.
En los casos en que contra el acusado no había más que leves sospechas (leviter suspectus), se le hacía
abjurar la herejía y cumplir una penitencia, la cual era más grave cuando el reo era vehementemente
sospechoso (vehementer suspectus), y mucho más si era violenter supectus, en cuyo caso se le imponían
ciertos castigos y humillaciones, como disciplinas y presentarse en la iglesia en las fiestas solemnes con
cruces de tela colorada cosidas sobre el vestido, o bien la prisión perpetua. Había dos clases de prisión: la de
muro estrecho, que era un angosto calabozo, y la de muro ancho, cárcel holgada con claustros y patios
donde pasear. En casos de enfermedad y en otras ocasiones de conveniencia familiar se le permitía pasar
algunas temporadas en su casa.
Si el reo confesaba ante el juez su culpa y se arrepentía de ella, se le obligaba a hacer abjuración de la
herejía y se le recibía en la iglesia ad misericordiam, imponiéndole penas semejantes a las del violenter
suspectus. Si era relapso o recidivo, la Iglesia no aceptaba en el foro externo su posible
arrepentimiento y lo abandonaba al brazo secular, al cual se le comunicaba la sentencia inquisitorial
con el ruego de que la mitigase. En realidad, como dijimos, esta súplica de benignidad era pura fórmula.
La sentencia civil era siempre de muerte.
Si el reo confesaba su crimen, obstinándose en él, se le recluía en cárcel rigurosa, con cadenas y sin
más trato que con el carcelero, el inquisidor y unas pocas personas que venían a exhortarle a la conversión.
Al cabo de seis o doce meses de tales pruebas, si se convertía, se le aplicaba el castigo de los confesos y
arrepentidos, pero si no, se insistía de nuevo hasta que finalmente se le entregaba al brazo secular.
El sortilegio, la magia, la invocación de los demonios, eran pecados que se castigaban incluso con prisión
perpetua; ciertos sacrilegios contra la Eucaristía merecían prisión temporal y la pena de llevar sobre el pecho
y la espalda la imagen de una hostia en tela amarilla. Todas las penas pronunciadas por la Inquisición eran
medicinales, y con frecuencia se mitigaban; carácter vindicativo sólo tenía la pena de muerte.
5. El auto de fe o «sermo generalis».-El último acto del proceso era el sermón general, llamado también
sermo fidei. En España se dirá más adelante auto de fe; auto da fe es expresión portuguesa, que ha pasado a
otras lenguas. Los más ignorantes enemigos de la Inquisición lo pintan como una fiesta de fanatismo, de
fuego y sangre. En realidad, en el auto de fe no había hogueras ni verdugos. Por la mañanita, después de
darles de comer a los sentenciados, se los conducía a casa del inquisidor, mientras repicaban las campanas
de la catedral. Iban, rapada la barba y cortados los cabellos, llevando jubón y calzones de tela negra, listada
de blanco, encima el sambenito y capotillo, diverso según los reos, y en la cabeza una especie de mitra,
coroza o capirote. Leídos los nombres de los reos, empezaba a desfilar la procesión, precedida de los frailes
predicadores con el estandarte del Santo Oficio, hasta la iglesia o la plaza señalada. Inmensa multitud de
pueblo se agolpaba a contemplar el auto de fe. En el altar mayor ardían seis cirios. En un trono lateral se
sentaban los eclesiásticos, es decir, el inquisidor con sus auxiliares; en otro frontero, las autoridades civiles.
En un banco de en medio, los reos acompañados de sus fiadores. Si era temprano, se celebraba la santa
misa. Un predicador desde el púlpito pronunciaba el sermo fidei sobre la fe y la herejía, y a continuación se
proclamaba la indulgencia a los reos que ya habían cumplido la penitencia, a otros se les hacía abjurar
públicamente sus errores, y se promulgaban las sentencias, empezando por las más suaves: ayunos, diversas
obras pías, multas en dinero, peregrinaciones, cruces en el vestido, cárcel y entrega al brazo secular.
A excepción del último suplicio, las demás penas se aplicaban con relativa benignidad y frecuentemente
se conmutaban o suavizaban por motivos de buena conducta, de, enfermedad, de vejez, o a petición de los
parientes. En cuanto a la pena capital, la Iglesia la difería y retardaba todo lo posible, con la esperanza de
que el reo finalmente se arrepintiese; mas si lo veía obstinado y contumaz, permitía que se le aplicase la ley
civil. Cuando el condenado a muerte era sacerdote, sufría primero la degradación.
No se crea que las condenaciones a muerte fuesen muy numerosas. Según cálculos exactos de Mons.
Douais, en los dieciocho sermones generales, o autos de fe, que en el espacio de quince años (de 1308 a
1323) presidió el inquisidor. Bernardo Gui, pronunció 930 sentencias, de las cuales sólo 42 fueron de pena
capital, mientras que las absoluciones con libertad inmediata del acusado fueron 139, y las penas de cárcel
307. Ascendían a 90 las que se dictaron contra personas ya difuntas. De las penas restantes, varias de las
cuales podían recaer en una misma persona, la mayoría eran penitencias como peregrinar a Tierra Santa,
militar contra los sarracenos, llevar cruces distintivas en el vestido.
6. Juicio sobre la Inquisición.-Si la Inquisición parece un medio duro y violento, téngase en cuenta lo
siguiente: 1) que hacía falta un reactivo enérgico y un esfuerzo supremo para librarse de aquel contagio
moral que amenazaba a la sociedad cristiana; 2) que la iniciativa y el primer impulso procedió de los
príncipes seculares, los cuales tenían derecho a defender la paz de sus Estados; 3) que la Iglesia, al instituir
la Inquisición, regularizó y dio forma más jurídica y humana a los precipitados y bárbaros suplicios a que
estaban expuestos los herejes de parte del pueblo y de los reyes; 4) que el tribunal de la Inquisición fue el
más equitativo de los tribunales, señalando un verdadero progreso en la legislación penal, incluso en el
modo de emplear la tortura.
Además, ha de advertirse que entonces todos los tribunales imponían a cualquier clase de delincuentes
castigos tan enormes, que hoy nos parecen excesivos e injustos. La sensibilidad de aquellos hombres estaba
mucho más embotada que la nuestra; el ver morir entre las llamas a un reo, aunque fuese un niño o una
mujer, no les intranquilizaba el ánimo, con tal que la pena fuese justa, y para el hombre medieval, de
creencias tan inconmovibles, nadie merecía tanto la muerte como el que se alzaba contra la fe cristiana,
fundamento de aquella sociedad. Una sola era la religión del Estado; abandonarla era un crimen de alta
traición. En nuestros tiempos, en que diversas religiones coexisten en una misma nación, no es fácil
comprender aquella mentalidad.
Se ha hablado y escrito mucho contra la Inquisición. Lo que hay que procurar es comprenderla
históricamente. ¿Que sus métodos resultarán siempre antipáticos? Pero lo mismo habría que decir de la
Policía de todos los Estados, y, sin embargo, la juzgamos necesaria. Protestantes y liberales despotricaron un
tiempo contra la Inquisición, no por otro motivo sino por ser católica y eclesiástica, olvidando que la
Inquisición de Calvino y de Isabel o Jacobo I de Inglaterra era mucho más fanática, cruel e injusta. Y
en nuestros días hemos padecido inquisiciones laicas incomparablemente más inhumanas.
Una cosa buena tuvo la Inquisición medieval: que con unas cuantas penas de muerte evitó mortandades
mayores y revoluciones sangrientas, que hubieran atormentado a Europa por efecto del caos religioso.
También hay que confesar -aunque esto no va contra la institución, sino contra las personas- que el
tribunal de la Inquisición cometió errores y aun injusticias indignantes, sobre todo cuando se puso al
servicio de una causa política, v.gr., en la condenación de los templarios y de Juana de Arco.

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